Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo XXVII
El tratado de Valencey
1814 (enero y febrero)
Esquiva Napoleón la paz que le ofrecen las potencias.– Célebre Manifiesto de Francfort.– Tratos que entabla Napoleón con Fernando VII en Valencey.– Misión del conde de Laforest.– Sus conferencias con los príncipes españoles.– Carta del emperador a Fernando, y respuesta de éste.– Negocian el conde de Laforest y el duque de San Carlos.– Tratado de Valencey.– Trae el de San Carlos el tratado a España.– Instrucciones que recibe de Fernando VII.– Viene a Madrid.– Viene tras él el general Palafox con nuevas cartas y nuevas instrucciones del rey.– Otra vez el canónigo Escóiquiz al lado de Fernando.– Emisarios franceses en España.– Objeto que traían, y suerte que corrieron.– Mal recibimiento que halló el de San Carlos en Madrid.– Presenta el tratado a la Regencia.– Respuesta de la Regencia a la carta del rey.– Pónelo en conocimiento de las Cortes.– Consultan éstas al Consejo de Estado.– Digno informe de este cuerpo.– Famoso decreto de las Cortes, y Manifiesto que con este motivo publicaron.– Cómo y por quiénes se conspiraba contra el sistema constitucional.– Escándalo que produjo en las Cortes el discurso del diputado Reina.– Tratado con Prusia, en que reconoce esta potencia las Cortes y la Constitución de España.– Intentan los enemigos de la libertad mudar la Regencia.– Cómo burlaron esta tentativa los diputados liberales.– Cierran sus sesiones de primera legislatura las Cortes ordinarias.– Se abre la segunda legislatura.
Aunque los sucesos que vamos a referir pertenecen al año que encabeza este capítulo, su preparación venía de algunos meses atrás, a los cuales es fuerza que retrocedamos un momento.
Indicamos ya en el capítulo anterior que Napoleón a su regreso a París (9 de noviembre, 1813), después de sus grandes derrotas en Alemania, lejos de darse por vencido, y de admitir francamente las proposiciones de paz de las potencias confederadas, no obstante ser aceptables, y aun ventajosos los límites en ellas señalados al imperio francés, obstinado y terco en el sistema inspirado por su orgullo y su ambición de aventurarlo todo antes que consentir en desprenderse de algo, no solo esquivó dar a los aliados una contestación explícita, sino que pidió al Cuerpo legislativo de Francia nuevos sacrificios de hombres y de dinero, con la esperanza de vencer todavía a la Europa y de obligar a la fortuna a volverle el rostro, que cansada o enojada parecía haberle retirado. En vista de esta actitud de Napoleón, las potencias aliadas publicaron el célebre Manifiesto de Francfort (1.º de diciembre, 1813), que comenzaba con las siguientes frases: «El gobierno francés ha decretado una nueva conscripción de 300.000 hombres. Los motivos del senado-consulto sobre este asunto son una provocación a las potencias aliadas. Estas se ven precisadas a publicar de nuevo a la faz del mundo las miras que llevan en la presente guerra, los principios que forman la base de su conducta, sus deseos y su determinación. Las potencias aliadas no hacen la guerra a la Francia, sino a la altanera preponderancia que por desgracia de la Europa y de la Francia el emperador Napoleón ha ejercido largo tiempo, traspasando los límites de su imperio. La victoria ha conducido los ejércitos aliados a las orillas del Rin. El primer uso que Sus Majestades imperiales y reales han hecho de su victoria ha sido ofrecer la paz a S. M. el emperador de los franceses.» Manifestaban su enojo por no haber sido ésta aceptada, y concluían asegurando que no dejarían las armas hasta que el estado político de Europa se restableciese de nuevo.
En este intermedio, viendo Napoleón perdida su causa por el lado de España, y calculando lo que le convenía quedar desembarazado de esta guerra, resolvió entrar en relaciones y tratos con el monarca español, para él príncipe no más todavía, cautivo en Valencey. Al decir de los escritores franceses que se suponen mejor informados, Napoleón vaciló mucho entre comenzar dando libertad a Fernando, restituyéndole a España sin condiciones, esperándolo todo de su agradecimiento, o negociar con él un tratado que le ligara a hacer la paz y a expulsar de España los ingleses. Lo primero, que habría sido lo más generoso, y era lo más sencillo, tropezaba con la sospecha del emperador de que el príncipe, viéndose libre en España, obrara como considerándose desligado de todo compromiso; lo cual, si en otro caso y persona se hubiera podido calificar de vituperable ingratitud, en Fernando no habría sido sino corresponder a la conducta y comportamiento que tantas veces había tenido Napoleón con él y con toda su real familia. Lo segundo tenía el inconveniente de que el tratado no obtuviese la aprobación de la Regencia ni de las Cortes españolas, como celebrado por quien estaba en cautiverio y no gozaba de libre voluntad, y de que los españoles no estuvieran tampoco de parecer de despedir a los ingleses.
Decidiose al fin a pesar de todo por lo segundo, y al efecto envió a Valencey al conde de Laforest, consejero de Estado, y embajador que había sido en Madrid, bajo el nombre fingido de Mr. Dubois, con una carta para Fernando concebida en los términos siguientes:
«Primo mio: las circunstancias actuales en que se halla mi imperio y mi política, me hacen desear acabar de una vez con los negocios de España. La Inglaterra fomenta en ella la anarquía y el jacobinismo, y procura aniquilar la monarquía y destruir la nobleza para establecer una república. No puedo menos de sentir en sumo grado la destrucción de una nación tan vecina a mis estados, y con la que tengo tantos intereses marítimos y comunes. Deseo, pues, quitar a la influencia inglesa cualquier pretexto, y restablecer los vínculos de amistad y de buenos vecinos que tanto tiempo han existido entre las dos naciones.– Envío a V. A. R. al conde de Laforest, con un nombre fingido, y puede V. A. dar asenso a todo lo que le diga. Deseo que V. A. esté persuadido de los sentimientos de amor y estimación que le profeso.– No teniendo más fin esta carta, ruego a Dios guarde a V. A., primo mío, muchos años. Saint-Cloud, 12 de noviembre de 1813.– Vuestro primo.– Napoleón.»
Llegó Laforest a Valencey el 17 de noviembre (1813), e inmediatamente presentó la carta del emperador a Fernando VII y a los infantes don Carlos y don Antonio, su hermano y tío. De palabra amplió después el enviado el objeto y pensamiento indicados en la carta, esforzándose mucho en ponderar el estado de anarquía en que se encontraba España, el propósito y plan de los ingleses de convertirla en república, el abuso que se estaba haciendo del nombre de Fernando VII, la necesidad de entenderse y concertarse para volver la tranquilidad a la península, y de colocar en el trono a una persona del carácter y dignidad de Fernando, y la conveniencia de tratar todo esto en secreto, para que no llegaran a frustrarlo los ingleses si de ello se apercibían. El príncipe manifestó la sorpresa que le causaban así la carta como el discurso, y que el asunto era tan serio, que exigía tiempo y reflexión para contestar. Solicitó y obtuvo al día siguiente nueva audiencia el misterioso embajador, y como en ella añadiese que si aceptaba la corona de España que quería devolverle el emperador, era menester que se concertasen sobre los medios de arrojar de ella a los ingleses, contestole Fernando, que en la situación en que se hallaba, ningún paso podía dar sin el consentimiento de la nación española representada por la Regencia.» Y como en otras conferencias intentase Laforest estrechar más al príncipe, denunciando otros proyectos de ingleses y portugueses sobre el trono español, concluyendo por preguntarle, si al volver a España sería amigo o enemigo del emperador, afírmase que contestó dignamente Fernando: «Estimo mucho al emperador, pero nunca haré cosa que sea en contra de mi nación y de su felicidad; y por último, declaro a vd. que sobre este punto nadie en este mundo me hará mudar de dictamen. Si el emperador quiere que yo vuelva a España, trate con la Regencia, y después de haber tratado y de habérmelo hecho constar lo firmaré: pero para esto es preciso que vengan aquí diputados de ella, y me enteren de todo. Dígaselo vd. así al emperador, y añádale que esto es lo que me dicta mi conciencia.{1}»
El primer resultado de estas conferencias fue la siguiente carta que en contestación a la de Napoleón puso el rey en manos del enviado imperial.
«Señor: el conde de Laforest me ha entregado la carta que V. M. I. me ha hecho la honra de escribirme fecha 12 del corriente; e igualmente estoy muy reconocido a la honra que V. M. I., me hace de querer tratar conmigo para obtener el fin que desea, de poner un término a los negocios de España.
»V. M. I. dice en su carta, que la Inglaterra fomenta en ella la anarquía y el jacobinismo, y procura aniquilar la monarquía española. No puedo menos de sentir en sumo grado la destrucción de una nación tan vecina a mis estados, y con la que tengo tantos intereses marítimos comunes. Deseo, pues, quitar (prosigue V. M.) a la influencia inglesa cualquiera pretexto, y restablecer los vínculos de amistad y de buenos vecinos, que tanto tiempo han existido entre las dos naciones. A estas proposiciones, señor, respondo lo mismo que a las que me ha hecho de palabra de parte de V. M. I. y R. el señor conde de Laforest: que yo estoy siempre bajo la protección de V. M. I., y que siempre le profeso el mismo amor y respeto, de lo que tiene tantas pruebas V. M. I.; pero no puedo hacer ni tratar nada sin el consentimiento de la nación española, y por consiguiente de la Junta. V. M. I. me ha traído a Valencey, y si quiere colocarme de nuevo en el trono de España, puede V. M. hacerlo, pues tiene medios para tratar con la Junta que yo no tengo; o si V. M. I. quiere absolutamente tratar conmigo, no teniendo yo aquí en Francia ninguno de mi confianza, necesito que vengan aquí, con anuencia de V. M., diputados de la Junta, para enterarme de los negocios de España, ver los medios de hacerla feliz, y para que sea válido en España todo lo que yo trate con V. M. I. y R.
»Si la política de V. M. y las circunstancias actuales de su imperio no le permiten conformarse con estas condiciones, entonces quedaré quieto y muy gustoso en Valencey, donde he pasado ya cinco años y medio, y donde permaneceré toda mi vida, si Dios lo dispone así.
»Siento mucho, señor, hablar de este modo a V. M., pero mi conciencia me obliga a ello. Tanto interés tengo por los ingleses, como por los franceses; pero sin embargo, debo preferir a todo los intereses y felicidad de mi nación. Espero que V. M. I. y R. no verá en esto más que una nueva prueba de mi ingenua sinceridad, y del amor y cariño que tengo a V. M. Si prometiese yo algo a V. M., y después estuviese obligado a hacer todo lo contrario, ¿qué pensaría V. M. de mí? diría que era un inconstante y se burlaría de mí, y además me deshonraría para con toda la Europa.
»Estoy muy satisfecho, señor, del conde de Laforest, que ha manifestado mucho celo y ahínco por los intereses de V. M., y que ha tenido muchas consideraciones para conmigo.
»Mi hermano y mi tío me encargan los ponga a la disposición de V. M. I. y R.
»Pido, señor, a Dios conserve a V. M. muchos años. Valencey 21 de noviembre de 1813.– Fernando.»
Nadie creería que una negociación tan desmañadamente iniciada por Napoleón, apoyada en fundamentos tan extraños como los extravagantes planes que en ella se atribuían a los ingleses sobre España, y conducida al parecer por parte de Fernando con una prudente cautela que no había acreditado hasta entonces, tomara luego, y no tardando, rumbo tan diferente como el que iremos viendo. El emperador no desistió por aquella respuesta del rey. Conocedor sin duda del carácter del duque de San Carlos, a quien tenía confinado en Lons-le-Saulnier, recordando las conferencias de Bayona, y discurriendo que ahora como entonces podría convertir en provecho propio su influencia con el príncipe español, diole suelta y le envió a Valencey, donde desde luego intervino en las conferencias que se renovaron entre el enviado francés y nuestro monarca e infantes. No tardó en confiarse a los dos intermediarios un proyecto de tratado entre los soberanos que representaban{2}, y ellos tampoco tardaron en ponerse de acuerdo, resultando la siguiente estipulación, que firmaron en 8 de diciembre (1813):
Tratado de paz estipulado en 8 de diciembre de 1813, entre Napoleón y Fernando VII
S. M. C. &c., y el emperador de los franceses, rey de Italia &c., igualmente animados del deseo de hacer cesar las hostilidades, y de concluir un tratado de paz definitivo entre las dos potencias, han nombrado plenipotenciarios a este efecto, a saber: S. M. don Fernando, a don José Miguel de Carvajal, duque de San Carlos, conde del Puerto, &c.: S. M. el emperador y rey, a Mr. Antonio Renato Carlos Mathurin, conde de Laforest, individuo de su consejo de Estado, &c. Los cuales, después de canjear sus plenos poderes respectivos, han convenido en los artículos siguientes.
Artículo 1.º Habrá en lo sucesivo, desde la fecha de la ratificación de este tratado, paz y amistad entre S. M. Fernando VII y sus sucesores, y S. M. el emperador y rey y sus sucesores.
Art. 2.º Cesarán todas las hostilidades por mar y tierra entre las dos naciones, a saber: en sus posesiones continentales de Europa, inmediatamente después de las ratificaciones de este tratado; quince días después en los mares que bañan las costas de Europa y África de esta parte del Ecuador; y tres meses después en los países y mares situados al Este del cabo de Buena-Esperanza.
Art. 3.º S. M. el emperador de los franceses, rey de Italia, reconoce a don Fernando y sus sucesores, según el orden de sucesión establecido por las leyes fundamentales de España, como rey de España y de las Indias.
Art. 4.º S. M. el emperador y rey reconoce la integridad del territorio de España, tal cual existía antes de la guerra actual.
Art. 5.º Las provincias y plazas actualmente ocupadas por las tropas francesas serán entregadas, en el estado en que se encuentren, a los gobernadores y a las tropas españolas que sean enviadas por el rey.
Art. 6.º S. M. el rey Fernando se obliga por su parte a mantener la integridad del territorio de España, islas, plazas, y presidios adyacentes, con especialidad Mahón y Ceuta. Se obliga también a evacuar las provincias, plazas y territorios ocupados por los gobernadores y ejército británico.
Art. 7.º Se hará un convenio militar, entre un comisionado francés y otro español, para que simultáneamente se haga la evacuación de las provincias españolas, ocupadas por los franceses o por los ingleses.
Art. 8.º S. M. C. y S. M. el emperador y rey se obligan recíprocamente a mantener la independencia de sus derechos marítimos, tales como han sido estipulados en el tratado de Utrecht, y como las dos naciones los habían mantenido hasta el año de 1792.
Art. 9.º Todos los españoles adictos al rey José, que le han servido en los empleos civiles o militares, y que le han seguido, volverán a los honores, derechos y prerrogativas de que gozaban; todos los bienes de que hayan sido privados les serán restituidos. Los que quieran permanecer fuera de España, tendrán un término de diez años para vender sus bienes, y tomar las medidas necesarias a su nuevo domicilio. Les serán conservados sus derechos a las sucesiones que puedan pertenecerles, y podrán disfrutar sus bienes, y disponer de ellos sin estar sujetos al derecho del fisco o de retracción, o cualquier otro derecho.
Art. 10. Todas las propiedades, muebles e inmuebles, pertenecientes en España a franceses o italianos, les serán restituidas en el estado en que las gozaban antes de la guerra. Todas las propiedades, secuestradas o confiscadas en Francia o en Italia a los españoles antes de la guerra, les serán también restituidas. Se nombrarán por ambas partes comisarios, que arreglen todas las cuestiones contenciosas que puedan suscitarse o sobrevenir entre franceses, italianos o españoles, ya por disensiones de intereses anteriores a la guerra, ya por las que haya habido después de ella.
Art. 11. Los prisioneros hechos de una y otra parte serán devueltos, ya se hallen en los depósitos, ya en cualquier otro paraje, o ya hayan tomado partido; a menos que inmediatamente después de la paz no declaren ante un comisario de su nación que quieren continuar al servicio de la potencia a quien sirven.
Art. 12. La guarnición de Pamplona, los prisioneros de Cádiz, de la Coruña, de las islas del Mediterráneo, y los de cualquier otro depósito que hayan sido entregados a los ingleses, serán igualmente devueltos, ya estén en España, o ya hayan sido enviados a América.
Art. 13. S. M. Fernando VII se obliga igualmente a hacer pagar al rey Carlos IV y a la reina su esposa, la cantidad de treinta millones de reales, que será satisfecha puntualmente por cuartas partes de tres en tres meses. A la muerte del rey, dos millones de francos formarán la viudedad de la reina. Todos los españoles que estén a su servicio tendrán la libertad de residir fuera del territorio español todo el tiempo que SS. MM. lo juzguen conveniente.
Art. 14. Se concluirá un tratado de comercio entre ambas potencias, y hasta tanto sus relaciones comerciales quedarán bajo el mismo pie que antes de la guerra de 1792.
Art. 15. La ratificación de este tratado se verificará en París, en el término de un mes, o antes si fuere posible.– Fecho y firmado en Valencey a 11 de diciembre de 1813.– El duque de San Carlos.– El conde de Laforest.»
Como se ve, aquella firmeza de la primera respuesta de Fernando al emperador comenzó a flaquear en muy pocos días, si por acaso había sido cierta alguna vez, pues que en este tratado, como observará el lector, ni siquiera se nombra a las Cortes ni a la Regencia de España, sin cuyo concurso había dicho Fernando que no podía negociar. Sin embargo, al encargar a San Carlos que trajese este tratado a España, y al entregarle la credencial que había de acreditarle cerca de la Regencia, asegúrase que le dio de palabra de secreto las instrucciones siguientes: 1.ª Que en caso de que la Regencia y las Cortes fuesen leales al rey, y no infieles e inclinadas al jacobinismo (como ya S. M. sospechaba, añade Escóiquiz), se les dijese era su real intención que se ratificase el tratado, con tal que lo consintiesen las relaciones entre España y las potencias ligadas contra la Francia, y no de otra manera.– 2.ª que si la Regencia, libre de compromisos, le ratificase, podía verificarlo temporalmente entendiéndose con la Inglaterra, resuelto S. M. a declarar dicho tratado, cuando volviese a España, nulo y de ningún valor, como arrancado por la violencia.– 3.ª que si en la Regencia y en las Cortes dominaba el espíritu jacobino, nada dijese, y se contentase con insistir en la ratificación, reservándose S. M., luego que se viese libre, continuar o no la guerra, según lo requiriese el interés o la buena fe de la nación.
«Sin esta precaución, dice el canónigo preceptor de Fernando VII en su escrito, hubiera podido llegar por la infidelidad de la Regencia la noticia de estas intenciones del rey al gobierno francés, y haberlo echado a perder todo.{3}» –Dejémosle proseguir en su relación.
«Partió, dice, el duque de San Carlos el 11 de diciembre para esta comisión desde Valencey bajo el nombre supuesto de Ducós, para que no se sospechase el secreto, llevando todos los pasaportes necesarios, y en su consecuencia quedó encargado de tratar con el conde de Laforest don Pedro Macanaz, que de orden también del emperador había llegado allí algunos días antes. Con igual orden llegaron aquellos días el mariscal de campo don José Zayas y el teniente general don José de Palafox, y por último yo don Juan de Escóiquiz el día 14 del mismo mes de diciembre. Desde aquel día seguí de orden del rey a una con Macanaz el trato con el conde de Laforest, que vivía oculto en un cuarto del mismo palacio en que habitábamos con S. M.– Propusimos poco después al conde de Laforest, y aprobó el rey el pensamiento de enviar a don José de Palafox con la misma comisión duplicada del duque de San Carlos a Madrid, por si acaso el expresado duque enfermaba o le sucedía alguna avería en el camino.– Diole en consecuencia S. M. una nueva carta para acreditarle con la Regencia…–{4}Provisto de los pasaportes necesarios, y bajo el nombre supuesto de Mr. Taysier, partió Palafox el día 24 del mismo mes para Madrid. Durante la ausencia de ambos comisionados, se nos pasó el tiempo en ganar, en cuanto pudimos, la voluntad al conde de Laforest, y en contar con impaciencia los minutos hasta su vuelta.»
Veíase, pues, otra vez rodeado Fernando VII de los mismos hombres que con sus desatentados consejos le habían perdido en el Escorial, en Aranjuez, en Madrid y en Bayona; y que lejos de haber aprendido en el infortunio, y más lejos todavía de enseñarle a ser agradecido a los que en España se habían sacrificado por conservarle la corona, sembraban en su corazón la semilla de la desconfianza, haciendo, al menos alguno de ellos, a la Regencia el inaudito agravio de sospechar que pudiera descubrir a Napoleón los secretos de su rey. Injuriosa e incomprensible cavilosidad, que demuestra lo que los españoles honrados podían prometerse de tales hombres, y que hace no extrañar las calamidades que semejante conducta trajo después sobre el país.
Mientras tales manejos andaban por Valencey, dejáronse ver por España ciertos franceses, que decían traer plenos poderes y venir competentemente autorizados por una muy elevada persona, y cuya misión era al parecer trabajar por que se hiciese salir de la península a los ingleses. Uno de ellos, nombrado Duclerc, se presentó al general Mina; otro, llamado Magdeleine, vio al duque de Ciudad-Rodrigo y al general Álava. Y como la Regencia supiese que habían sacado de estos personajes algún dinero, tomolos y los hizo prender como estafadores petardistas, y lo publicó por medio de la Gaceta y en artículo de oficio, advirtiendo que si bien traían pasaporte de Fernando VII y cartas de letra muy parecida a la del rey, examinadas y comprobadas se había reconocido ser apócrifas, y que se les seguía causa para averiguar si traían además alguna misión de otra naturaleza. Pero hubo que suspender las actuaciones judiciales, y ver de echar tierra al asunto, porque de ciertos documentos que presentaron resultaba más de lo que convenía averiguar y saber. Lo cierto es que en vez de ser castigados como falsarios y embaucadores, se los puso en libertad al venir a España Fernando; y más adelante, hallándose ellos ya en Francia, como reclamasen indemnización de gastos y perjuicios, amenazando de lo contrario publicar cartas y papeles que tenían en su poder, no debieron parecer éstos tan apócrifos cuando hubo necesidad de que el duque de Fernán-Núñez, nuestro embajador en París, les diese una cuantiosa suma para acallarlos y reservar aquellos documentos. Singulares tramas las que por allá habían urdido los amigos íntimos del rey, y que acá no podían imaginarse sus leales y legítimos defensores.
San Carlos llegó a Madrid (4 de enero de 1814) algo antes que la Regencia, y hallándose las Cortes todavía en camino. En los días que tardó en presentar sus credenciales, el pueblo, trasluciendo que traía alguna misión, y recordando el papel que había hecho en Bayona, tomole por blanco de sus burlas, cantábale coplas amargas, y en los periódicos, y hasta en los teatros se le hacían con poco o ningún rebozo alusiones satíricas, y a veces excesivamente descaradas y punzantes, que le incomodaban y ponían de mal humor, como era natural. No trató así a don José de Palafox, que llegó pocos días después, sirviendo a éste de escudo el recuerdo de su gloriosa defensa de Zaragoza. Llegado el caso de presentarse el de San Carlos a la Regencia y enterada de la misión que traía del rey, aunque un tanto sorprendida, no vaciló en la respuesta que las leyes y el deber le aconsejaban dar, y contestó a la misiva del rey con la carta siguiente:
«Señor: La Regencia de las Españas, nombrada por las Cortes generales y extraordinarias de la nación, ha recibido con el mayor respeto la carta que S. M. se ha servido dirigirle por el conducto del duque de San Carlos, así como el tratado de paz y demás documentos de que el mismo duque ha venido encargado. La Regencia no puede expresar a V. M. debidamente el consuelo y júbilo que le ha causado ver la firma de V. M. y quedar por ella asegurada de la buena salud que goza en compañía de sus muy amados hermano y tío los señores infantes don Carlos y don Antonio, así como de los nobles sentimientos de V. M. por su amada España.
«La Regencia todavía puede expresar mucho menos cuáles son los del leal y magnánimo pueblo que lo juró por su rey, ni los sacrificios que ha hecho, hace y hará hasta verlo colocado en el trono de amor y de justicia que le tiene preparado; y se contenta con manifestar a V. M. que es el amado y deseado en toda la nación. La Regencia, que en nombre de V. M. gobierna a la España se ve en la precisión de poner en noticia de V. M. el decreto que las Cortes generales y extraordinarias expidieron el día 1.º de enero del año de 1811, de que acompaña la adjunta copia{5}.
«La Regencia al trasmitir a V. M. este decreto soberano se excusa de hacer la más mínima observación acerca del tratado de paz; y sí asegura a V. M. que en él halla la prueba más auténtica de que no han sido infructuosos los sacrificios que el pueblo español ha hecho por recobrar la real persona de V. M. y se congratula con V. M. de ver ya muy próximo el día en que logrará la inexplicable dicha de entregar a V. M. la autoridad real, que conserva a V. M. en fiel depósito, mientras dura el cautiverio de V. M.– Dios conserve a V. M. muchos años para bien de la monarquía.– Madrid, 8 de enero de 1814.– Señor.–A. L. R. P. de V. M.– Luis de Borbón, cardenal de Scala, arzobispo de Toledo, presidente.– José Luyando, ministro de Estado.»
También el general Palafox presentó la carta de que era portador{6}, y también llevó una respuesta análoga a la anterior (28 de enero 1814), si bien teniendo la Regencia el cuidado de aludir en ella, o más bien de repetir las palabras de un decreto de Fernando en 1808, en Bayona, sobre «el restablecimiento de las Cortes, haciendo libre a su pueblo, y ahuyentando del trono de la España el monstruo feroz del despotismo.» Palabras que creyó oportuno recordar, por los síntomas que ya se traslucían de que el rey o sus amigos abrigaban el designio de que el soberano a su regreso siguiera muy opuesto rumbo al que se debía esperar de aquellas solemnes frases. Con lo cual ni la Regencia quedó satisfecha de la misión que habían traído los dos regios mensajeros, ni éstos lo fueron del resultado de su embajada, y mucho menos el de San Carlos, por el mal recibimiento que había tenido. Tan pronto como éste regresó a Valencey, donde se le esperaba con ansia, acordó la pequeña corte de Fernando que el mismo duque sin descansar partiese en busca de Napoleón, que se hallaba otra vez en campaña, para informarle de la desfavorable respuesta de la Regencia española, a fin de que «le dorase con buenas palabras la píldora (es frase del bueno de Escóiquiz en su citado Opúsculo), para que no le hiciese tan mal efecto.»
Y mientras allá se negociaba con Napoleón la libertad del rey, acá la Regencia daba a las Cortes conocimiento de todo lo acaecido, para que ellas resolviesen lo que se habría de hacer cuando aquel caso llegara. Las Cortes quisieron oír antes el parecer del Consejo de Estado, y este alto cuerpo no vaciló en aconsejar en su dictamen: «que no se permitiese ejercer la autoridad real a Fernando VII hasta que hubiese jurado la Constitución en el seno del Congreso; y que se nombrase una diputación que al entrar S. M. libre en España le presentase la nueva ley fundamental, y le enterase del estado del país y de sus sacrificios y muchos padecimientos.» Con cuyo informe y el de la Regencia procedieron las Cortes a deliberar en secreto sobre tan grave asunto, y no obstante las diferentes opiniones políticas que en ellas estaban representadas, se acordó y tomó por una inmensa mayoría la resolución que expresa el célebre decreto de 2 de febrero, que insertamos a continuación, por ser documento de importancia grande.
«Don Fernando VII por la gracia de Dios y por la Constitución de la monarquía española, rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del reino, nombrada por las Cortes generales y extraordinarias, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: que las Cortes han decretado lo siguiente:
Deseando las Cortes dar en la actual crisis de Europa un testimonio público y solemne de perseverancia inalterable a los enemigos, de franqueza y buena fe a los aliados, y de amor y confianza a esta nación heroica, como igualmente destruir de un golpe cuantas asechanzas y ardides pudiese intentar Napoleón en la apurada situación en que se halla, para introducir en España su pernicioso influjo, dejar amenazada nuestra independencia, alterar nuestras relaciones con las potencias amigas, o sembrar la discordia en esta nación magnánima, unida en defensa de sus derechos y de su legítimo rey el señor don Fernando VII han venido en decretar y decretan;
1.º Conforme al tenor del decreto dado por las Cortes generales y extraordinarias en 1.º de enero de 1811, que se circulará de nuevo a los generales y autoridades que el gobierno juzgare oportuno, no se reconocerá por libre al rey, ni por lo tanto se le prestará obediencia hasta que en el seno del Congreso nacional preste el juramento prescrito en el artículo 173 de la Constitución.
2.º Así que los generales de los ejércitos que ocupan las plazas fronterizas sepan con probabilidad la próxima venida del rey, despacharán un extraordinario ganando horas para poner en noticia del gobierno cuantas hubiesen adquirido acerca de dicha venida, acompañamiento del rey, tropas nacionales o extranjeras que se dirijan con S. M. hacia la frontera, y demás circunstancias que puedan averiguar concernientes a tan grave asunto; debiendo el gobierno trasladar inmediatamente estas noticias a conocimiento de las Cortes.
3.º La Regencia dispondrá todo lo conveniente, y dará a los generales las instrucciones y órdenes necesarias, a fin de que al llegar el rey a la frontera reciba copia de este decreto, y una carta de la Regencia con la solemnidad debida, que instruya a S. M. del estado de la nación, de sus heroicos sacrificios, y de las resoluciones tomadas por las Cortes para asegurar la independencia nacional y la libertad del monarca.
4.º No se permitirá que entre con el rey ninguna fuerza armada: en caso de que ésta intentase penetrar por nuestras fronteras o las líneas de nuestros ejércitos, será rechazada conforme a las leyes de la guerra.
5.º Si la fuerza armada que acompañare al rey fuera de españoles, los generales en jefe observarán las instrucciones que tuvieren del gobierno, dirigidas a conciliar el alivio de los que hayan padecido la desgraciada suerte de prisioneros con el orden y seguridad del Estado.
6.º El general del ejército que tuviere el honor de recibir al rey, le dará de su mismo ejército la tropa correspondiente a su alta dignidad y honores debidos a su real persona.
7.º No se permitirá que acompañe al rey ningún extranjero, ni aun en calidad de doméstico o criado.
8.º No se permitirá que acompañen al rey, ni en su servicio ni en manera alguna, aquellos españoles que hubiesen obtenido de Napoleón o de su hermano José empleo, pensión o condecoración, de cualquiera clase que sea, ni los que hayan seguido a los franceses en su retirada.
9.º Se confía al celo de la Regencia el señalar la ruta que haya de seguir el rey hasta llegar a esta capital, a fin de que en el acompañamiento, servidumbre, honores que se le hagan en el camino, y a su entrada en esta corte, y demás puntos concernientes a este particular, reciba S. M. las muestras de honor y respeto debidas a su dignidad suprema y al amor que le profesa la nación.
10. Se autoriza por este decreto al presidente de la Regencia para que en constando la entrada del rey en territorio español, salga a recibir a S. M. hasta encontrarle, y acompañarle a la capital con la correspondiente comitiva.
11. El presidente de la Regencia presentará a S. M. un ejemplar de la Constitución política de la monarquía, a fin de que instruido S. M. en ella pueda prestar con cabal deliberación y voluntad cumplida el juramento que la Constitución prescribe.
12. En cuanto llegue el rey a la capital vendrá en derechura al Congreso a prestar dicho juramento, guardándose en este acto las ceremonias y solemnidades mandadas en el reglamento interior de Cortes.
13. Acto continuo que preste el rey el juramento prescrito en la Constitución, treinta individuos del Congreso, de ellos dos secretarios, acompañarán a S. M. a palacio, donde formada la Regencia con la debida ceremonia, entregará el gobierno a S. M., conforme a la Constitución y al artículo 11 del decreto de 4 de setiembre de 1813. La diputación regresará al Congreso a dar cuenta de haberse así ejecutado; quedando en el archivo de Cortes el correspondiente testimonio.
14. En el mismo día darán las Cortes un decreto con la solemnidad debida, a fin de que llegue a noticia de la nación entera el acto solemne, por el cual, y en virtud del juramento prestado, ha sido el rey colocado constitucionalmente en su trono. Este decreto, después de leído en las Cortes, se pondrá en manos del rey por una diputación igual a la precedente, para que se publique con las mismas formalidades que todos los demás, con arreglo a lo prevenido en el artículo 140 del reglamento interior de Cortes.– Lo tendrá entendido la Regencia del reino para su cumplimiento, y lo hará imprimir, publicar y circular.– Dado en Madrid a 2 de febrero de 1814.– Antonio Joaquín Pérez, vice-presidente.– Pedro Alcántara de Acosta, diputado secretario.– Antonio Díaz, diputado secretario.– A la Regencia del reino.
Por tanto mandamos a todos los tribunales, justicias, jefes, gobernadores y demás autoridades, así civiles como militares, y eclesiásticas, de cualquiera clase y dignidad, que guarden y hagan guardar, cumplir y ejecutar el presente decreto en todas sus partes.– Tendreislo entendido, y dispondréis se imprima, publique y circule.– L. de Borbón, cardenal de Scala, Arzobispo de Toledo, presidente.– Pedro de Agar.– Gabriel Ciscar.– En palacio a 3 de febrero de 1814.– A don José Luyando.»
No contentas con esto las Cortes, y deseando que dentro y fuera de España se supiesen las razones y fundamentos que habían tenido para tomar resolución tan seria y trascendental como la que el decreto contenía, acordaron redactar y publicar un Manifiesto, cuyo trabajo se encomendó a la elegante pluma de don Francisco Martínez de la Rosa, que acertó a interpretar, en elevados conceptos y correctas frases, los sentimientos de que los representantes de la nación estaban poseídos{7}.
Pero al tiempo que con esta entereza, con esta energía, con este espíritu de independencia y libertad pugnaban la Regencia y la mayoría de las Cortes por asegurar y conservar ilesas la instituciones que a costa de sangre y sacrificios se había dado la nación, y por prevenirse contra todas las maquinaciones que ya por parte de Napoleón, ya por parte de los malos consejeros del rey allá y acá se fraguasen, allá y acá se conspiraba en efecto, más o menos abierta o embozadamente, por los enemigos de las reformas para destruirlas y volver las cosas al estado que tenían antes de la gloriosa revolución y levantamiento de España. Por si había quien pudiese negarlo, vino a disipar toda duda, y a descorrer el velo, y a ser como el heraldo de estos planes y de esta cruzada el diputado por Sevilla, don Juan López Reina, que en la sesión del 3 de febrero, después de darse el decreto y al tratarse del Manifiesto arriba indicados, con audacia inaudita y con sorpresa y asombro general comenzó a explicarse de este modo:
«Cuando nació el señor don Fernando VII, nació con un derecho a la absoluta soberanía de la nación española; cuando por abdicación del señor don Carlos IV obtuvo la corona, quedó en propiedad del ejercicio absoluto de rey y señor…»– Y como al oír tales ideas se levantara general gritería y clamoreo: «Un representante de la nación, exclamó, puede exponer lo que juzgue conveniente a las Cortes, y éstas estimarlo o desestimarlo…»– Si se encierra en los límites de la Constitución, le interrumpieron.– Pero él prosiguió sin alterarse: «Luego que restituido el señor don Fernando VII a la nación española vuelva a ocupar el trono, indispensable es que siga ejerciendo la soberanía absoluta desde el momento que pise la raya…»
Inmensa fue la excitación y grande el alboroto que produjeron estas últimas palabras. Se pidió que se escribieran, que pasaran a una comisión especial para su examen, que no se permitiera al atrevido diputado continuar hablando, y por último que se le expulsara del salón. Era el López Reina de profesión escribano, y mirósele como instrumento y como echadizo de otros enemigos del sistema constitucional de más valer que él, y que hacía meses trabajaban por derrocarle, celebrando al efecto reuniones y juntas en Sevilla, en Córdoba, en Valencia, y en Madrid mismo, donde se abocaron y conferenciaron con el duque de San Carlos. Entre los diputados que en estos manejos andaban, distinguíanse don Bernardo Mozo Rosales, y don Antonio Gómez Calderón; siendo harto extraño y no poco sensible que trabajara con ellos y cooperara a tales fines el conde de La-Bisbal, tan reputado y apreciado como guerrero, tan conforme con el espíritu y las ideas liberales como regente, y ahora tan envuelto en estas conspiraciones; cambio que con razón se prestaba a la censura, y que no bastaba a disculpar, y mucho menos a justificar, cualquier resentimiento personal o de familia a que fuese atribuido. Así se iba minando sordamente, que a las claras aún no se atrevían a hacerlo, el edificio de la libertad, esperanzados de que se hundiese con estrépito a la llegada de Fernando.
Lo singular y lo anómalo era, que mientras acá había españoles que de este modo trabajaban por destruir el sistema constitucional a tanta costa planteado, las potencias del Norte, que se regían por gobiernos absolutos, al paso que entraban en relaciones con la Regencia española, reconocían oficial y solemnemente la legitimidad de las Cortes, y la Constitución por ellas sancionada. Habíanlo hecho antes, como hemos visto, la Rusia y la Suecia. Hízolo ahora la Prusia por medio de un tratado, que se firmó en Basilea, el 20 de enero (1814), en cuyo artículo 2.º se decía: «Su Majestad prusiana reconoce a S. M. Fernando VII como único legítimo rey de la monarquía española en los dos hemisferios, así como la Regencia del reino, que durante su ausencia y cautividad la representa, legítimamente elegida por las Cortes generales y extraordinarias, según la Constitución sancionada por éstas, y jurada por la nación.»
Sin perjuicio de otras maquinaciones que los de acá traían secretamente entre manos, tenían fraguado cambiar la Regencia, compuesta de hombres que no se prestaban a sus planes; siempre con el designio de reemplazarla con la infanta doña Carlota de Borbón princesa del Brasil, y habían pensado hacerlo con cierto color de legalidad, promoviendo el asunto y sorprendiendo una votación de las Cortes en sesión secreta. Pero falloles también esta tentativa, porque apercibidos de ello los del partido liberal, se anticiparon a hacer y votar una proposición que presentó el señor Cepero (17 de febrero), para que se declarase que solo se podría tratar de mudanza de gobierno en sesión pública y con las formalidades que prescribe el reglamento. Coincidió con esta declaración, y contribuyó a que se hiciese, una representación que dirigió al Congreso el general don Pedro Villacampa, que mandaba las armas en Madrid, manifestando las causas que le habían movido a arrestar a varios sujetos, entre ellos un eclesiástico, y a algunos soldados de la guarnición, a quienes los conjurados estaban suministrando una peseta diaria y ración de aguardiente y pan, para que estuviesen dispuestos a trastornar el régimen representativo. Todo esto descompuso por entonces los designios de los realistas, que hubieron de aplazarlos para tiempos más propicios.
En este estado se declaró cerrada la primera legislatura de aquellas Cortes (19 de febrero). Mas en atención a la gravedad de las circunstancias y de los asuntos que había pendientes, comenzaron desde el siguiente día (20 de febrero) las juntas preparatorias para la segunda legislatura, que se abrió el 25 del mismo mes{8}, y para que el Todopoderoso las alumbrara con las luces de que tanto necesitaban para el buen acierto en sus deliberaciones, se mandó hacer rogativas públicas por tres días en todo el reino.
Volvamos ahora a los sucesos de la guerra.
{1} Advertimos a nuestros lectores que estas noticias están tomadas del opúsculo que con el título de Idea sencilla, &c. publicó en 1814, después de venir el rey, su antiguo preceptor el canónigo don Juan de Escóiquiz, único que en aquella sazón podía informarnos de lo que Fernando hacía. La conducta ulterior de éste, y las condiciones y circunstancias del autor del escrito, deben entrar por mucho para juzgar de la verdad y autenticidad de las escenas que pasaron en Valencey con motivo de la misión secreta de Laforest. Escóiquiz dice que su relato está tomado de las apuntaciones que iba extendiendo de su puño el mismo monarca. Si en efecto hubiese sido así, no se podría dudar de la autoridad. De lo que se desconfía es de la exactitud del copiador.
Tiene sin embargo su explicación el que así se condujese Fernando en aquellos momentos. No se le ocultaba la situación desventajosa en que los sucesos habían ido poniendo a Napoleón, y supónese que el mismo párroco de Valencey, encargado de decirle misa y confesarle, cuidaba de enterarle de todo lo que le convenía. Los hechos pasados, y la vida misma de cautivo, le habían inspirado tal desconfianza, que recelaba ya de todo; sospechaba por lo mismo que toda proposición que se le hiciera, llevaba el designio de envolverle en algún nuevo lazo. Pudo además tener un momento de conocer que, desprovisto allí de noticias ciertas sobre el modo de pensar de los españoles y de su gobierno, no pudiera cumplir los empeños que se le inducía a firmar. De aquí el haber tomado aquella actitud digna y correspondiente a un monarca, en que por desgracia perseveró tan poco tiempo.
{2} La carta de Fernando al de San Carlos autorizándole para negociar y ajustar el tratado decía:
«Duque de San Carlos mi primo.– Deseando que cesen las hostilidades, y concurrir al establecimiento de una paz sólida y duradera entre la España y la Francia, y habiéndome hecho proposiciones de paz el emperador de los franceses, rey de Italia, por la íntima confianza que hago de vuestra fidelidad, os doy pleno y absoluto poder y encargo especial, para que en nuestro nombre tratéis, concluyáis y firméis con el plenipotenciario nombrado para este efecto por S. M. I. y R. el emperador de los franceses y rey de Italia, tales tratados, artículos, convenios u otros actos que juzguéis convenientes, prometiendo cumplir y ejecutar puntualmente todo lo que vos, como plenipotenciario, prometáis y firméis en virtud de este poder, y de hacer expedir las ratificaciones en buena forma, a fin de que sean canjeadas en el término que se conviniere.– En Valencey, a 4 de diciembre de 1813.– Fernando.»
{3} Escóiquiz, Idea sencilla, pág. 410.– Ya se ve la idea que tenía de la Regencia el privado de Fernando VII, y el lugar en que procuraría ponerla para con su augusto amo.
{4} Instrucción secreta dada por el Rey al duque de San Carlos
1.º Que examinase el espíritu de la Regencia y de las Cortes, y que en caso que fuese el de lealtad y afecto a su real persona, y no el de la infidelidad y jacobinismo, como ya S. M. lo sospechaba, manifestase a la Regencia bajo el mayor sigilo, que su real intención era la de que ratificase el tratado, si las relaciones que tenía la España con las potencias coligadas contra la Francia se lo permitían, sin perjuicio de la buena fe que se les debía, ni del interés público de la nación, pero que en caso que no, estaba muy lejos de exigirlo.
2.º Que si la Regencia juzgaba que, sin comprometer ninguna de las dos cosas, podía ratificar temporalmente, entendiéndose con la Inglaterra hasta que en consecuencia se verificase la vuelta del rey a España, en el supuesto de que S. M., sin cuya aprobación libre no quedaba completo dicho tratado, no lo terminaría, antes sí, puesto ya en libertad, lo declararía forzado y nulo, como que su confirmación podría producir los más fatales resultados para su pueblo. Deseaba S. M. que diese dicha ratificación, pues nunca los franceses podrían quejarse con razón de que S. M., adquiriendo acerca del estado de España datos que no tenía en su cautiverio, y reconociendo que el tratado era perjudicial a su nación, se negase a darle la última mano con su real aprobación.
3.º Que si dominaba en la Regencia y en las Cortes el espíritu jacobino, reservase con el mayor cuidado estas reales intenciones, y se contentase con insistir buenamente en que la Regencia diese la ratificación, lo que no estorbaría que el rey a su vuelta a España continuase la guerra, si el interés o la buena fe de la nación lo requería.
{5} Este era el decreto por el cual no se reconocería por libre al rey, ni se le prestaría obediencia hasta que en el seno del Congreso nacional prestase el juramento que se exigía en el artículo 173 de la Constitución.
{6} Carta de S. M. a la Regencia del reino, entregada por don José Palafox y Melci.
Persuadido de que la Regencia se habrá penetrado de las circunstancias que me han determinado a enviar al duque de San Carlos, y de que dicho duque regresará conforme a mis ardientes deseos, sin perder instante, con la ratificación del tratado, continuando en dar al celo y amor de la Regencia, a mi real nombre, señales de mi confianza, la envío la aprobación que sobre la ejecución del tratado me ha comunicado el conde de Laforest, con don José de Palafox y Melci, teniente general de mis reales ejércitos, comendador de Montachuelos en la orden de Calatrava, de cuya fidelidad y prudencia estoy completamente satisfecho. Al mismo tiempo le he hecho entregar copia a la letra, del tratado que he confiado al duque de San Carlos, a fin de que en caso de que el expresado duque, por alguna imprevista casualidad no hubiese llegado a esa corte, ni podido informar a la Regencia de su comisión, haga sus veces en cuanto pudiese ocurrir relativo a dicho tratado, sus efectos y consecuencias; como también para que si el duque de San Carlos, cumplida su comisión, hubiese regresado o regresare, se quede el referido Palafox en esa corte, a fin de que la Regencia tenga en él un conducto seguro por donde pueda comunicarme cuanto fuere conducente a mi real servicio.– Fernando.– En Valencey a 23 de diciembre de 1813.– A la Regencia de España.
Además de la carta se había dado también a Palafox la siguiente instrucción reservada.
Instrucción dada por S. M. el señor don Fernando VII a don José Palafox y Melci.
La copia que se os entrega de la instrucción dada al duque de San Carlos, os manifestará con claridad su comisión, a cuyo feliz éxito deberéis contribuir, obrando de acuerdo con dicho duque en todo aquello que necesite vuestra asistencia, sin separaros en cosa alguna de su dictamen, como que lo requiere la unidad que debe haber en el asunto de que se trata, y ser el expresado duque el que se halla autorizado por mí. Posteriormente a su salida de aquí han acaecido algunas novedades en la preparación de la ejecución del tratado, que se hallan en la apuntación siguiente, dada el 18 de diciembre por el plenipotenciario conde de Laforest.
«Téngase presente, que inmediatamente después de la ratificación, pueden darse órdenes por la Regencia para una suspensión general de hostilidades; y que los señores mariscales generales en jefe de los ejércitos del emperador accederán por su parte a ella. La humanidad exige que se evite de una y otra parte todo derramamiento de sangre inútil.»
«Hágase saber que el emperador, queriendo facilitar la pronta ejecución del tratado, ha elegido al señor mariscal duque de la Albufera por su comisario en los términos del artículo sétimo. El señor mariscal ha recibido los plenos poderes necesarios de S. M., a fin de que así que se verifique la ratificación por la Regencia, se concluya una convención militar relativa a la evacuación de las plazas, tal cual ha sido estipulada en el tratado, con el comisario que puede desde luego enviarle el gobierno español.»
«Téngase entendido también que la devolución de prisioneros no experimentará ningún retardo, y que dependerá únicamente del gobierno español el acelerarla; en la inteligencia de que el señor mariscal duque de la Albufera se halla también encargado de estipular, en la convención militar, que los generales y oficiales podrán restituirse en posta a su país, y que los soldados serán entregados en la frontera hacia Bayona y Perpiñán a medida que vayan llegando a ella.»
En consecuencia de esta apuntación, la Regencia habrá dado sus órdenes para la suspensión de las hostilidades, y habrá nombrado comisario de su confianza para realizar por su parte el contenido de ella. Fernando.– Valencey a 23 de diciembre de 1813.– A don José Palafox.
{7} La extensión de este importantísimo documento nos obliga a darle por separado, y en Apéndice, que hallarán nuestros lectores al fin del volumen.
{8} No es por consecuencia exacto que se abriera el 1.º de marzo, como dice Toreno.
«En el presente día 25 de febrero de 1814 (dice el decreto) se han constituido en su segunda legislatura, con arreglo a la Constitución política de la monarquía española, las Cortes ordinarias de la nación, instaladas en la ciudad de Cádiz en 25 de setiembre de 1813. En consecuencia han decretado éstas que teniéndolo entendido la Regencia del reino, disponga que se imprima, publique y circule, &c.»