Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XXX
España desde Carlos III hasta Fernando VII
Reseña histórico-crítica (de 1788 a 1814)
[ I II III IV V ]

 
I.

¿Qué política habría podido seguir Carlos III si hubiera vivido después de estallar la revolución francesa?– Lo que este suceso influyó en la conducta de los dos ministros que fueron de Carlos III y siguieron siéndolo de Carlos IV.– Cambio y trastorno que causó en las ideas de Floridablanca.– Turbación, proceder vacilante del conde de Aranda.– Primer ministerio de Godoy.– Sus gestiones con la Convención francesa, laudables, aunque infructuosas.– Guerra con la república, ni temeraria ni imprudente.– La paz de Basilea, mal juzgada hasta ahora.– Título de príncipe de la Paz, inusitado e indiscreto.– Alianza con la república, funesto origen de desdichas para España.– Ingratitud de Francia.– Caída de Godoy, merecida expiación de sus errores.
 

En nuestra ojeada crítica sobre el reinado de Carlos III, y hablando de la influencia que en sus últimos años había ejercido su política en todas las naciones de Europa, dijimos: «En el caso de que la Providencia hubiera querido diferir algún tiempo su muerte, no sabemos ni es fácil adivinar cuánto y en qué sentido hubiera podido influir en los grandes acontecimientos que en Francia y en Europa sobrevinieron a poco de descender Carlos III a la tumba.»

Y ya en nuestro Discurso Preliminar habíamos dicho. «No sabemos cómo se hubiera desenvuelto Carlos III de los compromisos en que habría tenido que verse si le hubiera alcanzado la explosión que muy luego estalló del otro lado del Pirineo. Fortuna fue para aquel monarca, y fatalidad para España, el haber muerto en vísperas de aquel grande incendio.»

De contado no es difícil pronosticar que Carlos III, con todas sus prendas y virtudes de rey, con todos los grandes hombres de Estado de que había tenido el acierto de rodearse, con toda aquella juiciosa y hábil política a que se debió que en los últimos años de su vida todas las naciones de Europa volvieran a él sus ojos como al único soberano que podía conjurar los conflictos que las amenazaban, no habría podido seguir ejerciendo aquel honroso ascendiente que le dio la atinada dirección de los negocios públicos, con la prudente aplicación de los principios que entonces servían de pauta y norma a los gobiernos para el régimen de las sociedades. Trastornados estos principios por la revolución francesa que estalló a poco de su fallecimiento, conmovidos con aquel sacudimiento todos los tronos, destruidos o cambiados en el vecino reino todos los elementos del orden social, abierto aquel inmenso cráter revolucionario cuya lava amenazó desde el principio derramarse por toda la haz de Europa y abrasarla, ¿habrían seguido, habrían podido seguir Carlos III y sus hombres de Estado aquella política sensata y firme, vigorosa y desapasionada, que les dio tanto realce a los ojos del mundo, y engrandeció tanto la nación que dirigían?

Señales evidentes dieron los dos eminentes varones que después de haber sido ministros de Carlos III, siguieron siéndolo de su hijo y sucesor Carlos IV, de haberles alcanzado la turbación que en los espíritus más fuertes y en los repúblicos más enteros y experimentados produjo aquel asombroso trastorno. Al primero de ellos, el conde de Floridablanca, el solo amago de la revolución le hizo receloso y tímido, el ímpetu con que comenzó a desarrollarse le estremeció, sus violentas sacudidas le encogieron y apocaron: el varón en otro tiempo imperturbable, el anciano experto, trocose en asustadizo niño que se representaba tener siempre delante de sí la sombra de un gigante terrible asomado a la cresta del Pirineo, y amenazando ahogarlo todo entre sus colosales brazos. El iniciador de las reformas en España retrocedió espantado de la exageración de las reformas en Francia. El libertador de las trabas del pensamiento en la península, proclamose enemigo abierto de la libertad de ideas del vecino reino. El propagador de la moderna civilización en nuestra patria cambiose en perseguidor inexorable de toda doctrina o escrito contrario al antiguo régimen. La propaganda democrática de fuera le hizo absolutista intransigente dentro, y la demagogía francesa le convirtió en apasionado sostenedor del más exagerado monarquismo universal.

Haciendo a Carlos IV el más realista de todos los soberanos de Europa, el más interesado de todos por la suerte del infortunado Luis XVI, el más enemigo de la revolución francesa; dirigiéndose a la Asamblea legislativa con todo el desabrimiento de un viejo mal humorado, y con toda la imprevisión de un diplomático novel e inexperto; retando a una nación grande e impetuosa en los momentos de su mayor exaltación; faltándole en el ocaso de su vida la prudencia que le había distinguido en años juveniles; declarando que la guerra contra la Francia revolucionaría era tan justa como si se hiciese a piratas y malhechores, sus indiscretas notas, leídas en la Asamblea, fueron contestadas con una sarcástica sonrisa y con un desdeñoso acuerdo; su conducta comenzó por resentir a los nuevos gobernantes, indignó después a los partidos extremos, y acabó por irritar hasta a los constitucionales monárquicos y templados, y por herir el orgullo nacional de un gran pueblo en un período de excitación febril. Fue fortuna que Francia no nos declarara la guerra; quiso la suerte que no le conviniera por entonces; pero vino el enviado extraordinario Bourgoing a procurar la caída del ministro español que la estaba provocando. Floridablanca, el gran ministro de Carlos III, cayó sin gloria de la gracia de Carlos IV. Aquel esclarecido repúblico que tan eminentes servicios había hecho en otro tiempo a España, comprometía la suerte de España con la fascinación y ceguedad en que últimamente había incurrido, y merecía bien la exoneración del ministerio, pero no el destierro y la prisión que la acompañaron, y mucho menos la saña y el encono con que apasionados calumniadores le envolvieron en un proceso criminal, de que tardía y difícilmente con todo su grande ingenio y talento alcanzó a justificarse.

El anciano conde de Aranda que le reemplazó, el experto militar, el antiguo y resuelto diplomático, el desenfadado consejero del anterior monarca, el hombre reputado en España por su actividad, en Europa por su energía, en Francia por su amistad con los filósofos y por sus relaciones con los personajes de la revolución, que no participaba de la maniática preocupación de Floridablanca contra las nuevas ideas que se desenvolvían al otro del Pirineo, comenzó aflojando la tirantez y templando la acritud y la animosidad que la política de su antecesor había producido entre las dos naciones. Ambas fundaron en él esperanzas de buena armonía. Pero monárquico, aunque liberal; no enemigo de las reformas, pero más amigo del orden; libre y avanzado en ideas, pero hombre de gobierno; ante el espectáculo de los horribles desmanes de junio y agosto de 92 en Francia, ante las sangrientas catástrofes de las Tullerías, de los Campos Elíseos y de la Asamblea, ante el desenfreno salvaje de las turbas, ante el ministerio del terrible Danton, ante las feroces venganzas de Marat y Robespierre, ante el desbordamiento arrasador del torrente revolucionario, el ministro impertérrito de otros tiempos se estremece y tiembla, teme por Francia y por España, teme por Luis XVI y por Carlos IV, teme por la monarquía y por la sociedad, quiere librar de los horrores de la anarquía y del crimen los dos soberanos, las dos monarquías, las dos naciones, las dos sociedades; comprende que no es posible, que no es digno vivir en amistad con la Francia demagógica, propone al soberano español unir nuestras armas a las de Austria, Prusia y Cerdeña para oprimirla, indica un plan de campaña, aconseja un proyecto de invasión, y para asegurar su éxito con el disimulo le hace vestir con la forma de medidas preventivas, y hace avanzar los ejércitos a las fronteras bajo la apariencia de mera y prudente precaución.

Pero las quejas del gobierno francés sobre estos armamentos y esta disfrazada hostilidad, las amenazas de los clubs, la actitud imponente de la Convención, el encarcelamiento y proceso de Luis XVI, las tremendas matanzas de las cárceles de París, el prodigioso alistamiento en masa de los franceses, los triunfos del ejército revolucionario sobre los aliados, la proclamación de la república, el predominio de los terroristas y demagogos con sus impetuosos arrebatos e irresistibles arranques, quebrantan de nuevo la entereza del de Aranda, le asustan y estremecen, teme las consecuencias que pueden traer a España los pasos a que le han conducido su celo monárquico y su horror al crimen, se afana por disipar a los ojos de los franceses toda idea de hostilidad, se esfuerza en persuadirles de sus pacíficas intenciones y proclama la neutralidad española. Afortunadamente no conviene todavía a la república francesa romper en guerra con España, y finge dejarse persuadir, pero exige ser reconocida por el gobierno español. ¡Violento compromiso y sacrificio grande para Carlos IV y su primer ministro haber de aprobar los crímenes revolucionarios, y el destronamiento, y acaso el suplicio de un monarca de la estirpe de Borbón! Y como a la proposición siga la amenaza, irrítase y se exalta el veterano diplomático, hiérenle en la fibra del patriotismo, se acuerda de que es soldado, siente rejuvenecer su corazón y hervir de nuevo la sangre en su pecho, y da una respuesta arrogante y altiva.

¿Quién podría calcular lo que convenía a España, ni lo que iba a ser de España, cuando tan cerca de ella rugía la espantosa tempestad de la más terrible de las revoluciones de los modernos siglos, que tenía ya estremecida y conturbada toda la Europa, y que así ofuscaba y hacía vacilar a los varones más imperturbables y enteros y a los políticos más experimentados e insignes del anterior reinado?

En tal situación sorprende a España la incomprensible y súbita caída del gran conde de Aranda, aunque más suave que la de Floridablanca. ¿A qué manos se confiará el timón de la nave del Estado en huracán tan desatado y deshecho? Asombro y escándalo causó al pueblo español ver al bondadoso Carlos IV encomendar la dirección de la zozobrosa nave al inexperto joven que estaba siendo blanco de la universal murmuración, sirviendo de pasto a todas las lenguas y de tema a la maledicencia pública, al que el dedo popular señalaba como el dueño del corazón y de los favores de la reina, y a cuya privanza, obtenida por la gracia y gallardía de su continente, se atribuía su rápida, y al parecer fabulosa elevación de simple guardia de corps a mariscal de campo, y caballero gran cruz de Carlos III y del Toisón de oro, y a grande de España, y duque de la Alcudia, y consejero de Estado, y a todo lo que puede ser encumbrado el que no ciñe corona.

Juzguemos al joven que sale a la escena del gran teatro político del mundo, en una de las crisis más violentas en que el mundo se ha visto, con la severa imparcialidad de historiadores, no con el criterio apasionado y candente de los que solo veían el origen repugnante e impuro de su loca fortuna y de su improvisada elevación. Si hubiéramos escrito en aquel tiempo o a la raíz de las catástrofes y desventuras que nuestros padres presenciaron, es probable que de nuestra pluma hubiera destilado sin advertirlo la misma acerbidad que las de la generalidad de los escritores ha derramado sobre aquel personaje. La generación que ha mediado entre él y nosotros nos coloca ya a la conveniente distancia para que ni nos abrase la proximidad, ni nos hiele el apartamiento del calor que trasmiten a los ánimos los sucesos desastrosos. Deber nuestro es ni fingir ni abultar merecimientos, ni inventar ni atenuar flaquezas o vicios. Lo hemos hecho con los soberanos; ¿no lo hemos de hacer con los súbditos?

Con el sorprendente nombramiento de don Manuel Godoy para el ministerio de Estado, coincidió la vista del proceso de Luis XVI en la Convención francesa. De un instante a otro se temía oír resonar en el salón de la Asamblea la sentencia de muerte, y la terrible guillotina amenazaba ya la garganta de aquel infortunado príncipe. El primer acto de gobierno, el primer esfuerzo del joven duque de la Alcudia se dirige a salvar la vida, ya que no pueda ser el trono, del monarca francés, deudo inmediato de su soberano. Para ello implora la intercesión de Inglaterra, escribe, suplica y ruega a la Convención, ofrece neutralidad, promete mediar con las potencias aliadas en favor de la paz con la república, se presta a dar rehenes, emplea hasta el oro para intentar el soborno de los montañeses y jacobinos. Hasta aquí, aparte del último medio, cuya inmoralidad atenuaba la buena intención, nada hay en las gestiones del ministro español que no sea plausible, que no sea conforme a los sentimientos de humanidad, al principio monárquico en general, a la conservación del trono de España, y a las afecciones de la amistad, del deudo y de la sangre. Si tan nobles aspiraciones fueron correspondidas con la furibunda gritería del bando sanguinario, si la Convención se mostró sorda a toda mediación humanitaria, si embotada su sensibilidad oyó con glacial indiferencia el ruego de la compasión, si estaba decretado aterrar la Europa con el sacrificio de una víctima ilustre, si se pronunció la terrible sentencia de muerte, y el verdugo enrojeció el cadalso con la sangre de un rey, ¿dejarían por esto de cumplir el monarca y el ministro español, el uno con sus deberes de príncipe, de pariente y de amigo, y el otro con sus deberes de consejero de la corona?

Consumado el sacrificio de Luis XVI, amagando a la reina igual suerte, aherrojada en una prisión la regia familia, entronizado el partido del terror y de la sangre, llevados cada día a centenares al patíbulo los hombres ilustres, no dándose vagar ni descanso la guillotina (¡pavoroso drama, en que el protagonista era el verdugo!), declarada la guerra a los tronos, proclamada la propaganda a los pueblos, inseguro en su solio Carlos IV, rebosando de indignación la España contra los crímenes de la nación francesa, y amenazado de guerra nuestro gobierno, como todos, si no los daba su aprobación categórica y explícita, ¿era posible conservar todavía la neutralidad, como lo pretendía el anciano conde de Aranda, y como aun la aceptaba el joven duque de la Alcudia, con tal que la república renunciara al sacrificio de los augustos presos y al sistema de propaganda y de subversión universal? La Convención se anticipó a resolver el problema; la declaración de guerra partió de la Convención, y la guerra fue aceptada por Carlos IV y por Godoy. Primer paso, hemos dicho en otra parte, en la carrera azarosa de los compromisos. Por eso, y por el estado nada lisonjero en que se hallaba nuestro ejército y nuestro tesoro, convenimos con los escritores que nos han precedido en considerarlo como una fatalidad. ¿Pero habremos de hacer, como ellos, un terrible y severo cargo al ministro que aceptó el rompimiento?

Lejos de pensar así la España de entonces, con dificultad en ninguna nación ni en tiempo alguno habrá sido más popular una guerra, ni aclamádose con más ardor y entusiasmo. Soldados, caballos, armamento, provisiones, dinero y recursos de toda especie, todo apareció en abundancia, y se improvisó como por encanto. Todos los hombres útiles se ofrecieron a empuñar las armas, todas las bolsas se abrieron, el altar de la patria no podía contener tantas ofrendas como en él se depositaban; las clases altas, las medianas y las humildes todas rivalizaban y competían en desprendimiento; noble porfía se entabló entre ricos y pobres sobre quién se había de despojar primero de su pingüe fortuna o de su escasísimo haber; asombrose la Inglaterra y se sorprendió la Francia al ver que la decantada generosidad nacional de aquella en 1763 y el ponderado sacrificio patriótico de ésta en 1790, habían quedado muy atrás del prodigioso desprendimiento de los españoles en 1793. Todo abundó donde parecía que faltaba todo, y la guerra contra la república se emprendió con ardor y con tres ejércitos y por tres puntos de la frontera del Pirineo.

¿Fue imprudente y temeraria esta guerra, como lo han afirmado algunos escritores nuestros? Pocas campañas han sido tan honrosas para los españoles como la de 1793, y sentimos haber de decir que las plumas francesas nos han hecho en esto más justicia que las de nuestros propios compatricios. La verdad es que mientras los ejércitos revolucionarios de la Francia batían a prusianos, austriacos y piamonteses, invadían la Holanda, y triunfaban en Wisenburgo, en Nerwinde y en Watignies, nuestro valiente y entendido general Ricardos franqueaba intrépidamente el Pirineo Oriental, se internaba en el Rosellón, ganaba plazas y conquistaba lauros en el Thech y en el Thuir, atemorizaba a Perpiñán, triunfaba en Truillas, frustraba los esfuerzos y gastaba sucesivamente el prestigio de cuatro acreditados generales que envió contra él la Convención; y en tanto que en todas las demás fronteras de la Francia iban en voga las armas de la república, solo en la del Pirineo cedían al arrojo de las tropas españolas, inclusa la parte occidental, donde el valeroso general Caro ganaba y mantenía puestos en territorio francés mas allá del Bidasoa. Si nuestra escuadra fue arrojada, como la inglesa, del puerto de Tolón, merced al talento y habilidad del joven Bonaparte y a desaciertos y errores del almirante inglés, al menos los españoles acreditaron tal serenidad y fortaleza y dieron tal ejemplo de generosa piedad, que nuestros propios enemigos tributaron públicos elogios a su comportamiento y a sus virtudes.

En tal sazón, en la junta de generales que el rey quiso celebrar a su presencia y en el consejo de Estado para acordar el plan de la siguiente campaña, sucede el lamentable y ruidoso altercado de que hemos dado cuenta entre Aranda y Godoy, insistiendo aquél, como antes y con el mismo calor, en la conveniencia de la paz, abogando éste por la continuación de la guerra. El viejo conde, el veterano general, el antiguo ministro y consejero, el honrado pero adusto patricio, el franco pero desabrido aragonés, no sufre verse contrariado por el joven duque, por el improvisado general, por el novel ministro, por el engreído privado, y le apostrofa con aspereza, y hace ademán de pasar contra él a vías de hecho delante del monarca. El ultraje al favorito ofende al favorecedor; el apacible Carlos IV muestra su enojo al que a la faz del rey agravia al valido; y Aranda, como Floridablanca, es desterrado de la corte, recluido en una prisión, y sujeto a un proceso criminal. La cuestión de conveniencia de la guerra o de la paz podía ser entonces problemática. El arranque de irritabilidad del viejo conde de Aranda contra el privado podría disculparse o atenuarse: su irrespetuoso porte ante el rey ni puede justificarse ni podía ser tolerado; pero la dureza en el castigo, la ruda inconsideración con que se ejecutó la pena, dureza e inconsideración que nadie atribuía sino a instigación y consejo del joven Godoy, excitó más contra él el ya harto prevenido espíritu popular, al ver cómo iban desapareciendo los astros que habían alumbrado la España y guiado su gobierno en el anterior reinado, al influjo del nuevo planeta que de improviso se había levantado en el regio alcázar.

Y si esto sucedía habiéndonos sido próspera la campaña de 1793, ¿qué podía esperarse en vista de los reveses e infortunios que en la de 1794 la mala suerte nos deparó? El pueblo español que veía su ejército del Rosellón, antes victorioso, repasar ahora derrotado el Pirineo Oriental, y al francés apoderado de nuestro castillo de Figueras; el pueblo español, que había visto el año anterior su ejército del Pirineo Occidental mantenerse firme más allá del Bidasoa, y ahora veía las armas de la república francesa enseñoreadas de San Marcial, de Fuenterrabía, de San Sebastián y de Tolosa; el pueblo que veía en 1795 de un lado ondear la bandera tricolor en Rosas, del otro hacerse el francés dueño de Bilbao, penetrar en Vitoria, y avanzar hasta Miranda; este pueblo no reflexionaba en las causas naturales de estos desastres, no se paraba a pensar en la inopinada y lamentable muerte del bravo y entendido general Ricardos, ni en el fallecimiento igualmente repentino y sensible de O'Reilly; ni en el refuerzo que los enemigos recibieron con la llegada de un ejército y un general victoriosos en Tolón; ni en la bravura con que pelearon nuestras tropas, muriendo en un mismo combate el general español conde de la Unión y el general francés Dugommier; ni tomaba en cuenta que por la parte de Occidente arrojó sobre nosotros el gobierno de la república una nueva masa de 60.000 soldados; ni consideraba que precisamente en aquel período de la más febril exaltación y de la más prodigiosa energía revolucionaria, mientras el interior de la Francia se anegaba en sangre, y cuando todavía la bandera española tremolaba en suelo francés, los soldados de la Convención arrollaban en todas partes los ejércitos de las naciones confederadas, triunfaban en Turcoing, en Fleurus, en Iprés, en Landrecy, en Quesnoy, en Utrech y en Amsterdam, pisaban con su planta de fuego la Bélgica, la Holanda y el Palatinado, y obligaban a Prusia y Austria a demandar la paz.

Nada consideraba y a nada atendía la generalidad del pueblo español sino al resultado desastroso de la guerra, a los peligros que amenazaban y a las calamidades que la podrían seguir: miraba como autor y causante de ella a Godoy, y predispuesto contra él el espíritu público por el origen y la manera de su encumbramiento, no creía necesario buscar en otra parte alguna el manantial de todas las desventuras de la patria. Recordábase el destierro que sufría el de Aranda por haber abogado con tesón por la paz, e imputábasele a Godoy como un crimen imperdonable.

Parecía que los que así opinaban deberían haber aceptado y recibido como un inmenso bien la paz de Basilea. Y sin embargo muchos, entonces y después, y hasta los presentes tiempos, han calificado aquella paz de vergonzosa, de ignominiosa y de funesta. Confesamos no haberlo podido comprender nunca, a pesar de haberlo visto estampado así por escritores de autoridad y de crédito. Reconocemos que habría podido ser más ventajosa después de los triunfos de la primera campaña. Tras los desastres de las dos siguientes, tras la paz de Prusia y de Holanda, con que quedaba rota la coalición del Norte, parécenos que no podía ser más beneficiosa la que ajustó España. Por la de Prusia quedaba la república francesa ocupando las provincias conquistadas a la orilla izquierda del Rin, y el monarca prusiano se comprometía a ser mediador con el imperio germánico para la paz general. Por la de Holanda guardaba para sí la república toda la Flandes holandesa, completando su territorio por la parte del mar hasta las embocaduras de los ríos, y se obligaban las Provincias-Unidas a poner a su disposición doce navíos de línea, diez y ocho fragatas y la mitad de su ejército de tierra, y a pagar en indemnización cien millones de florines. Por la de España nos restituía la república todas las plazas y países conquistados en territorio español, hasta con los cañones y pertrechos de guerra que en aquellas existían, cediendo nosotros en cambio la parte española de la isla de Santo Domingo, que entonces más que de provecho nos servía de carga. ¿Cabe paralelo entre la una y las otras?

Con alguna más razón y justicia provocó la crítica y la animadversión pública el título de Príncipe de la Paz otorgado al ministro favorito en premio de aquel tratado: lo primero, por creerse insigne anomalía galardonar así por un ajuste de paz al mismo por cuyo consejo se había hecho la guerra, mientras el consejero de la paz seguía relegado en un duro destierro: lo segundo, por lo inusitado de la merced; que fue materia de escándalo ver engalanado un súbdito con un título que nadie en Castilla había llevado nunca que no llevara también en sus venas sangre de regía estirpe. Así iba creciendo el odio popular contra el valido.

La paz dio en el interior sus benéficos frutos. ¡Ojalá no hubiera sido tan pasajera y efímera! O por mejor decir, ¡ojalá no se hubiera convertido tan pronto en indiscreta alianza ofensiva, que había de comprometernos y empeñarnos en largas guerras, y traernos abundante cosecha de amarguras y desdichas! Indicado tenemos nuestro juicio de haber sido el yerro capital del gobierno de Carlos IV el tratado de alianza de San Ildefonso entre el monarca español y la república francesa. Prescindiendo por un momento de los peligros políticos que se anidaran en el seno de tan monstruosa liga, y mirándola solamente por el lado de la dignidad y del decoro, ¡qué espectáculo el de un príncipe de la dinastía de Borbón unido en estrecha amistad con la nación que había llevado al cadalso al jefe de la estirpe Borbónica! ¡El de un rey y un ministro que habían hecho esfuerzos sobrehumanos y provocado una guerra por salvar la vida de Luis XVI y de su infortunada familia, fraternizando con la república que había decapitado a Luis XVI y a su augusta esposa! ¡El de la España católica y monárquica unida en íntimo consorcio a la Francia democrática y descreída! ¡El de la monarquía española convertida en auxiliar de la república revolucionaría para cuantas contiendas le ocurriesen, sin poder siquiera ni examinar la razón ni preguntar la causa de los sacrificios que se le exigieran!

No creemos pueda sostenerse que esta alianza fuese otro Pacto de Familia como el de Carlos III, que tan caro y tan costoso fue a España. Mas tampoco puede desconocerse que había entre los dos los suficiente puntos de analogía para recelar que produjese parecidas consecuencias. ¿Y a quién podrían ocultarse algunos de sus más inmediatos peligros? No era menester ser hombre de Estado para calcular que habiendo visto la Inglaterra con disgusto nuestra paz con Francia, no habría de perdonarnos nuestra alianza con la república. ¡Inglaterra, que aun siendo amiga no había respetado el pabellón español ni en las costas de la península ni en los mares de América, y que amenazaba con sus bajeles y tenía fijos sus codiciosos ojos en nuestras posesiones del Nuevo Mundo!

En los agravios de ella recibidos, y que tal vez por otros medios hubieran podido ser reparados, fundó el nuevo príncipe de la Paz su declaración de guerra a la Gran Bretaña: guerra que comenzó costándonos el descalabro naval del cabo de San Vicente, principio de los desastres y de la decadencia de nuestra marina, el bombardeo de Cádiz, la pérdida de la isla de la Trinidad, y los ataques de los ingleses a Puerto-Rico y Tenerife. Verdad es que en estos últimos salieron ellos escarmentados, y triunfantes y con honra nuestras armas, llevando el célebre Nelson en su cuerpo y por toda su vida la señal de lo que le había costado su malogrado arrojo: pero también lo es que muy al principio de la lucha nos arrebataron ya una de nuestras más importantes posesiones trasatlánticas, y que no podíamos contar ni en Europa ni en la India con punto seguro de las acometidas de la poderosa marina inglesa.

¿Qué compensación recibíamos entretanto de nuestra reciente amiga la Francia? En una sola cosa pusieron empeño y tomaron el más vivo interés nuestros reyes; en la indemnización que había de darse a su hermano el duque de Parma por los estados que la revolución le había arrebatado. ¿Y cómo se condujo con ellos el Directorio francés? A cambio de aquella indemnización, que al fin no se había de realizar, les pedía la cesión de la Luisiana y la Florida. Dignamente, preciso es hacerle justicia, rechazó proposición semejante el príncipe de la Paz.– En las conferencias de Lille para la paz con Inglaterra, y en las de Udina para la paz con Austria, ninguna representación se dio a España a pesar de haber nombrado sus plenipotenciarios, so pretexto de arreglarlo solas entre sí las potencias contratantes. Y en todo este período desde la guerra contra la Gran Bretaña hasta la paz de Campo-Formio, ningún provecho sacó España de su alianza ofensiva y defensiva con la república, sino las pérdidas y desastres que hemos enumerado, desaires inmerecidos, y haber tenido que llevar nuestra escuadra a Brest a disposición y a las órdenes del gobierno francés.

La providencia pareció haber dispuesto que el príncipe de la Paz recibiera de la Francia misma la expiación del desacierto de su alianza con la república. El Directorio no le perdonó su guerra anterior, ni creyó nunca en la sinceridad de su reciente amistad. El Directorio tampoco podía perdonarle que Carlos IV y él mantuvieran una correspondencia íntima y afectuosa con los príncipes emigrados franceses: consecuencias naturales del monstruoso tratado de San Ildefonso, pelear unidas y en interés común las fuerzas de la monárquica España y las de la Francia republicana, mantener los monarcas españoles relaciones estrechas con los príncipes franceses que la revolución había expulsado, con esperanza de devolverles el trono que habían perdido.

Cierto que trabajaban ya por la caída del privado, la grandeza, el clero, todo el pueblo español; la primera no pudiendo tolerar ver remontado sobre todos los antiguos linajes y alcurnias, y próximo a entroncar con princesa de regia estirpe, a quien consideraba casi como plebeyo; el segundo ofendido de la tendencia que en él había observado a rebajar la influencia y preponderancia de la clase, y de cierta animadversión que en él advertía hacía el poder inquisitorial, al propio tiempo que de sus costumbres, que no eran ni ejemplo de moralidad ni modelo de recato; el pueblo, porque desde el origen y principio de su privanza se acostumbró a mirarle como al autor de todos los males, fuesen o no hechura suya. Cierto, también, que los dos ministros, Jovellanos y Saavedra, que él mismo había llevado al gobierno, creyeron acto patriótico preparar su caída, desconceptuándole mañosamente en el ánimo del monarca. Pero también lo es para nosotros que todos estos elementos interiores combinados no habrían bastado para derribar al valido sin el empuje y los esfuerzos del nuevo embajador de la república, Truguet, que traía esta misión especial del Directorio, y no descansó hasta lograr la caída del príncipe, que como un gran triunfo participó a su gobierno por despacho y correo extraordinario.

Por eso decimos que pareció providencial expiación la de Godoy, siendo su imprudente alianza con la república la hoya que él mismo se labró para hundirse en ella, si bien accidental y no definitivamente, y con todos los lenitivos con que puede endulzar un soberano el apartamiento de un ministro favorecido de quien siente a par del alma desprenderse (1798).

 
II.

Sumisión del nuevo ministro español al Directorio francés.– Mala correspondencia de éste.– Gobierno consular de Francia.– Fascinación de los reyes españoles.– Cómo los trataba Bonaparte.– Humillaciones y desastres de España.
 

Hemos censurado a don Manuel Godoy por la indiscreta alianza que celebró con la república francesa, y no le relevamos de la responsabilidad de los compromisos, de los conflictos y calamidades que envolvía y había de traer a España el funesto tratado de San Ildefonso. Pero hemos de ser igualmente justos y severos con todos.

¿Cuál fue la política del ministerio que reemplazó al príncipe de la Paz? ¿Enmendó el desacierto de su antecesor? Desconsuela recordar la sumisa actitud, la afanosa complacencia del ministerio Saavedra con el Directorio francés. Las exigencias, las indicaciones, hasta los caprichos del embajador de la república en España eran apresuradamente ejecutados y cumplidos como si fuesen preceptos para el nuevo gobierno de Carlos IV: y el nuevo embajador español cerca de la república, escogido como el más agradable al Directorio, comenzó halagando aquel gobierno con tan lisonjeras frases y promesas, que nada le dejó que desear, y habría sido inmoderada codicia pedir más seguridades y prendas de adhesión.

¿De qué sirvió que el mismo embajador Azara procurase después con oportunos avisos y consejos a los directores librar a la Francia de la segunda coalición europea? Los directores le desoyeron, la guerra sobrevino, y España fue también víctima de esta lucha, tomándonos los ingleses a Menorca, pérdida más lamentable todavía que la de la Trinidad.– Durante el ministerio que reemplazó a Godoy vio Carlos IV a su hermano Fernando lanzado y desposeído del trono de Nápoles por las armas de la república francesa su aliada. Si arrebatado, desacordado y loco anduvo el rey de las Dos Sicilias en retar el poder gigantesco de la Francia, desacordado y ciego anduvo el rey de España en ver con fría indiferencia, si acaso no con fruición, sustituir la república Partenopéa al trono de un Borbón y de un hermano. ¡Fenómeno singular el de un monarca que había ido más allá que todos los soberanos de Europa en interés y en esfuerzos por salvar el trono y la vida de Luis XVI de Francia, y ahora estaba siendo el aliado sumiso, el amigo íntimo de aquella misma república que iba derrumbando los solios y acabando con todos los príncipes de su estirpe y linaje!

¿Sería la codicia? ¿sería la ambición la causa de esta ceguera de Carlos IV? Tentación daba a pensar así, aun a los que conocían su corazón bondadoso, el verle reclamar del Directorio el reconocimiento de sus derechos al trono vacante de Nápoles, y mostrar aspiraciones a sentar en él uno de sus hijos. Nueva y lastimosa ilusión, a que siguió un nuevo y lastimoso desengaño, una nueva y lastimosa expiación de aquella imprudente alianza: el Directorio solo respondió a su reclamación con una desdeñosa, ya que no digamos, con una sarcástica sonrisa. Y abusando de tan admirable sumisión y docilidad, atreviose a lo que rara vez ha osado el más poderoso con el más débil gobierno; atreviose a indicar al buen monarca español que cambiara el ministro de Estado, que no era de su gusto, por otro que le significaba y era más de su agrado.

Trabajaban todas las demás potencias por separarnos de Francia, y nos halagaban para que entrásemos con ellas en la coalición. Rusia nos ofrecía hombres, naves y dinero. Nosotros, cada vez más apegados a la Francia, como por un talismán misterioso, como por una fuerza de atracción irresistible, desairamos a todas las potencias, y predispusimos a Rusia a que nos declarara la guerra en vez de la amistad con que nos había estado brindando. Era la ocasión en que la fortuna parecía haber vuelto la espalda a la república francesa; en que la segunda coalición europea la abrumaba con sus triunfos, destrozaba sus ejércitos en Alemania y en Italia, y le arrebataba sus anteriores conquistas. Era la ocasión, en que con motivo de aquellas derrotas, de que se culpaba como siempre al gobierno, levantaba otra vez la anarquía su feroz cabeza en el seno del pueblo francés: era la ocasión en que los realistas y los patriotas, los terroristas y los reaccionarios, la imprenta, los Consejos, el Directorio, los clubs, los jacobinos, los constitucionales, todos irritados, luchaban y se destrozaban entre sí: era la ocasión en que vencida la república fuera, y desgarrada dentro, se andaba buscando quien pudiera salvar la Francia. ¿Quién la habría salvado si España se hubiera unido a la coalición? Empeñose, no obstante, en ser su sola única amiga. El agradecimiento a esta sola y única amiga era proponerse en algún club que se hiciera de la monarquía española una república hispánica. ¡Y aún continuaban cerrados los ojos de Carlos IV y de su gobierno!

La Francia, la afortunada Francia, que en las más desesperadas crisis, en los momentos de mayor conflicto, en los trances en que se ve más amenazada de disolución, encuentra siempre un genio que la salva y vivifica; ¡singular privilegio que parece haber otorgado la Providencia a esta inquieta nación, y causa quizá de su facilidad en entregarse a peligrosas inquietudes! encontró también ahora la cabeza y la espada que necesitaba y andaba buscando. Apareciose de improviso en el suelo francés ese genio salvador, viniendo de incógnito de los abrasados arenales de Egipto, donde había dado a la Francia glorias que ignoraba y habían de asombrar al mundo, y donde él había ignorado que la Francia estaba a punto de perecer en Europa cuando la estaba engrandeciendo en Asia. Sorprende la aparición de Bonaparte en París, como la de un meteoro que la ciencia no ha pronosticado. El vencedor de las Pirámides encuentra la república en disolución; pregónase que ha parecido la cabeza y la espada; todos los elementos de acción se agrupan en torno de ella, cada cual con su esperanza y su designio: Bonaparte da el memorable golpe del 18 brumario, cambia el gobierno de la Francia, hácese cónsul, y salva la república.

¿Cómo encontró Bonaparte las relaciones entre la monarquía española y la república francesa? Duele recordarlo, pero la severidad histórica obliga a decirlo. Monarca y ministros lo habían sacrificado todo a aquella alianza desdichada. Nuestras escuadras se movían según las órdenes de París, y nuestros navíos de guerra eran enviados a las costas de Europa o a las islas de América, al Océano o al Mediterráneo, donde el gobierno francés lo disponía; no importaba ignorar el objeto de la expedición con tal que lo supiera el Directorio, y una vez que Carlos IV reclamó el regreso de una de nuestras flotas a puerto español, enojose tanto el gobierno de nuestra buena aliada, que para hacerle desarrugar el ceño escribió Carlos a sus grandes amigos (que así llamaba a los directores) aquella humilde y bochornosa carta en que les decía: «Contad siempre con mi amistad, y creed que las victorias vuestras, que miro como mías, no podrán aumentarla, como ni los reveses entibiarla... He mandado a cuantos agentes tengo en las diversas naciones que miren vuestros negocios con el mismo o mayor interés que si fueran míos... Sea desde hoy pues nuestra amistad, no solo sólida como hasta aquí, sino pura, franca, y sin la menor reserva. Consigamos felices triunfos para obtener con ellos una ventajosa paz, y el universo conozca que ya no hay Pirineos que nos separen cuando se intente insultar a cualquiera de los dos.» ¿Habría podido decir más a Luis XIV su nieto el primer Borbón de España?

En cambio Rusia nos declaró al fin la guerra, y Carlos IV dijo al mundo que los vínculos de amistad entre Francia y España, cimentados en sus mutuos intereses políticos, habían excitado los celos de las potencias de la coalición, que bajo el quimérico pretexto de restablecer el orden se proponían turbarle más, y despotizar las naciones que no se prestaban a sus ambiciosas miras. ¡Qué extraño lenguaje!

¿Podía suponerse que la corte de España fuese menos obsecuente con el gobierno consular que lo había sido con el Directorio? Como el primer cónsul se disgustase de cierta repugnancia que halló en el gabinete de Madrid a ejecutar una de sus primeras pretensiones, diose prisa nuestro gobierno a desenojarle poniendo a su disposición naves y dinero, y enviando a Turquía un embajador con la misión expresa de persuadir al Sultán a que hiciese la paz con Francia.– Y si esto acontecía cuando comenzaba a ejercer su influjo el planeta venido de Oriente, ¿qué se podía esperar cuando Bonaparte, vencedor del Austria en Marengo, dueño de Italia, omnipotente en Francia, trocado de enemigo furioso en amigo apasionado el emperador de Rusia, convertidas por maña y artificio suyo las potencias del Norte de aliadas en enemigas de la Gran Bretaña, sujeto y humillado el imperio austriaco con la paz de Luneville, desplegaba aquella fuerza de poder que amagaba ser irresistible?

Y sin embargo, no emplea Bonaparte ni la fuerza ni el poder para tener sumisos a su voluntad a los monarcas españoles. Halaga primero el gusto, la vanidad o el capricho del rey, de la reina, y del príncipe de la Paz, que retirado en apariencia había vuelto a recobrar la privanza. Crúzanse entre unos y otros regalos y presentes, ya de vistosas joyas y elegantes y femeniles adornos, ya de brillantes armas, ricos palafrenes y rozagantes caballos, de que acá los reyes y el valido hacen ostentación pueril, allá el primer cónsul hace alarde político, mostrando al mundo cómo distingue y lisonjea un soberano de la estirpe de Borbón al primer magistrado de la república destructora de los tronos borbónicos.

Así fascinados nuestros reyes con este al parecer insignificante señuelo, explota Bonaparte con astucia uno de los flacos de la reina María Luisa, su pasión de familia: ofrécele para su hermano el infante duque de Parma un aumento de territorio en Italia, de aquel territorio que acababa de conquistar y le costaba poco ceder. Noble ofrecimiento, si fuese desinteresado. Pero en cambio pide, y el gobierno español le otorga la devolución de la Luisiana a la Francia, poner a su disposición en los puertos españoles seis navíos de guerra completamente armados y equipados, y hasta hacer la guerra al Portugal para obligar a este reino a ponerse en paz con la república y a romper con Inglaterra. El tratado de San Ildefonso de 1.º de octubre 1800 en que esto se estipuló, no fue menos funesto y humillante para España que el tratado de San Ildefonso de 18 de agosto de 1796: iguales las protestas de adhesión, e iguales poco más o menos los compromisos; pero el segundo no escandalizó tanto como el primero, porque no le firmó el príncipe de la Paz.

Si se quería encontrar la escuadra española, había que buscarla en Brest, unida y como atada a la escuadra francesa, y a las órdenes del primer cónsul, pero costando a España caudales inmensos. Si el ministro Urquijo y el embajador y jefe de escuadra Mazarredo intentaban traerla a Cádiz, o al menos impedir que sirviera para los planes de Bonaparte sobre Malta o Egipto, Bonaparte reclamaba de Carlos IV la separación del ministro de Estado y la del célebre marino y embajador. Si el monarca español difería un poco el complacer al cónsul francés, venía su hermano Luciano, y presentándose con botas y espuelas en la regia cámara del real sitio del Escorial ante el rey de España y de las Indias, reclamaba el cumplimiento de la voluntad de su hermano: a poco de su brusca entrevista, el ministro Urquijo marchaba hacia el panteón de los ministros caídos, a la ciudadela de Pamplona, y el insigne Mazarredo era exonerado de sus dos cargos de embajador de París y de general en jefe de la escuadra de Brest, y se retiraba a Bilbao a devorar sus penas. Bonaparte era primer cónsul de la república francesa, y primer jefe y mandatario de la monarquía española.

El haber hecho Bonaparte a los infantes de España reyes de Etruria se pagó con los tratados de Aranjuez y de Madrid, el uno distribuyendo las fuerzas navales españolas en unión con las francesas para las expediciones del Brasil y de la India, de Irlanda, de Trinidad y Surinam, el otro para hacer la guerra el monarca español a sus propios hijos los príncipes regentes de Portugal, porque así convenía a la Francia. El ministro Cevallos que había sucedido a Urquijo se lamentaba de las pretensiones desmedidas de la república, y del partido que sacaba de nuestra debilidad y de nuestra sumisión, y sin embargo él fue quien firmó el tratado de Madrid. Quejábase de las debilidades de otros, y claudicaba como ellos. Tres ministros habían llevado el timón del Estado desde la caída del príncipe de la Paz en 1798 hasta el convenio de Madrid en 1801. Perplejo se vería el que hubiera de fallar quién de los cuatro había sido el más dócil, y en cuál de las cuatro épocas estuviese Carlos IV más sumiso y la España más humillada ante el gobierno de la vecina república. ¿Sería ya una nueva fatalidad ver a Godoy repuesto en la privanza de los reyes, nombrado generalísimo de los ejércitos españoles, y general en jefe de los que habían de operar en Portugal, inclusas las tropas auxiliares francesas?

La guerra de Portugal, llamada burlescamente la guerra de las naranjas, por una frase indiscreta dicha con pretensiones de galantería, de que se apoderó el vulgo, fue tan breve como era de esperar de la desigualdad de las naciones contendientes. Francia sacó del tratado de paz que los puertos de aquel reino se cerraran a los buques y al comercio de Inglaterra; España sacó la incorporación de Olivenza y su distrito a la corona de Castilla. Pero el primer cónsul francés, que aspiraba a más ventajosas condiciones, se enoja con Carlos IV y con los negociadores del tratado de Badajoz, y suelta amenazas contra nuestra nación si el ajuste no se revisa y mejora. La verdad exige que digamos, y complace el poder decirlo, que en esta ocasión, aunque tardíamente, se condujeron con dignidad y entereza el rey, el ministro Cevallos y el príncipe de la Paz, respondiendo a las arrogantes conminaciones del francés con valentía y altivez española.

¿Qué importa que al lado de esto tuvieran Carlos IV y Godoy, el uno la flaqueza de querer erigir a Olivenza y su territorio en ducado para premiar al valido, el otro la debilidad de aceptar dos banderas para vincularlas y añadirlas a los blasones de sus armas, y un sable guarnecido de brillantes y orlado de una inscripción pomposa, como recompensa de hazañas bélicas que no habían existido, a un general que no era guerrero, y por una campaña que a juicio del público solo había sido jugar por unos días a la guerra y a los soldados? Sobre no conducir tales miserias al objeto de nuestra revista, al fin eran más inocentes que la de obligar después Bonaparte a aquel pobre reino a pagar veinte y cinco millones de francos a la Francia, y la de entrar más de la tercera parte de esta suma en el bolsillo privado del cónsul, como entró en el del negociador el valor de los diamantes de la princesa del Brasil, si los escritores de su nación que lo estamparon dijeron verdad.

Pero sigamos el hilo de nuestras desdichas nacionales, no de las fragilidades de los individuos.

No perdonó Bonaparte al gobierno español aquella firmeza que no esperaba, como quien no estaba a ella acostumbrado. La venganza no se hizo aguardar mucho, y no correspondió ciertamente a la noble manera como suelen recibir los grandes hombres los arranques de dignidad, aun viniendo de adversarios, cuanto más de amigos. Llegada la época de las paces generales, ajustados en Londres los preliminares de la Francia e Inglaterra, la única potencia que en ellos quedó sacrificada fue la más fiel aliada y la más íntima amiga de la república, la España, pactándose en sus artículos que quedaba en poder de Inglaterra la isla española de la Trinidad. ¡Qué injustificable venganza la del primer cónsul! ¿Y qué sirvió a nuestro embajador Azara la enérgica y sentida nota que pasó al ministro Talleyrand demostrando la injusticia y la ingratitud de la Francia con la nación a que debía servicios tan señalados y sacrificios tan repetidos y costosos? ¡Estéril oferta la que le hicieron de apoyar su justa reclamación en el congreso de Amiens congregado para celebrar la paz definitiva! Allá fue el caballero Azara, confiado en este ofrecimiento. Cerrados encontró a su demanda los oídos del representante británico, y en el artículo 3.º de la paz de Amiens (1802) quedó estipulado que la Gran Bretaña conservaría nuestra isla de la Trinidad. ¡Y todavía Bonaparte tuvo la dureza de obligar al gobierno español a enviar sus naves juntamente con las de Francia a someter y recobrar para esta nación la isla de Santo Domingo!

Así iba la desgraciada España sufriendo humillaciones, perdiendo territorios, consumiendo caudales, extenuándose en fuerzas, rebajándose en consideración, enemistándose con la Europa monárquica, gastando su vitalidad, debilitándose dentro y enflaqueciéndose fuera, aun en los períodos en que quiso dar alguna señal de firmeza y de intentar sacudir su postración. Esfuerzos impotentes, como los movimientos fugaces de vigor de un cuerpo por una larga y lenta fiebre consumido. Si desde el tratado de San Ildefonso hasta la paz de Campo-Formio no había sacado España de su alianza con la república sino descalabros, desastres y humillaciones, humillaciones, desastres y descalabros le valió solamente desde la paz de Campo-Formio hasta la de Amiens su malhadada amistad con la república francesa. Las consecuencias del tratado de San Ildefonso iban siendo para Carlos IV como las del Pacto de Familia para Carlos III.

 
III.

Bonaparte cónsul perpetuo.– Segundo ministerio del príncipe de la Paz.– Singular y vergonzosa neutralidad española.– Guerra con la Gran Bretaña.– El infortunio de Trafalgar.– Destronamiento de los Borbones de Nápoles.– El bloqueo continental.– La paz de Tilsit.
 

La elevación de Bonaparte a dictador de la Francia bajo el título de Cónsul perpetuo coincide con el segundo ministerio del príncipe de la Paz en España, restablecido, y más que nunca arraigado en la privanza de los reyes. Ídolo y jefe de una gran nación entonces el uno, asombro de la Europa, a la cual había logrado con sus grandes hechos tener en respeto y aún obligado a pedir reconciliación; malquisto en su propio país el otro, y al frente de una nación empobrecida y de un gobierno débil y entre sí mismo desavenido, cualesquiera que fuesen las relaciones entre estos dos desiguales poderes, íntimas o flojas, amistosas u hostiles, de todos modos habría sido temeridad esperar que fuesen propicias a España. No eran en verdad cordiales las que a la sazón mediaban entre Napoleón y Godoy. Aquél no perdonaba a éste el tratado de Badajoz: los enlaces entre los príncipes y princesas españoles y napolitanos no habían sido del gusto de Bonaparte, en cuya cabeza había bullido otro muy diferente pensamiento, otro muy distinto proyecto personal: la incorporación de la orden de Malta a la corona tampoco había sido de su agrado; y el empeño de Bonaparte en introducir libremente las manufacturas francesas en España fue a su vez contrariado por Godoy. No era Napoleón de los poderosos que disimulan los desaires de los débiles, y ¡ay de los débiles si entra la venganza en el propósito de los poderosos!

No se trataba de rompimiento, ni le convenía a Bonaparte. Pero propúsose primero mortificar al rey y al ministro español o con desprecios o con inmoderadas y degradantes exigencias, para humillarlos después y humillar a la nación forzándolos a sucumbir a pactos bochornosos. Agregando a Francia el territorio de Parma, burlose de las ofertas hechas a los reyes de España y a sus hijos los reyes de Etruria. Vendiendo la Luisiana a los Estados Unidos, faltó descaradamente a la palabra empeñada en un tratado con el gobierno español. Exigiendo de Carlos IV que aconsejase a sus parientes los Borbones de Francia la renuncia de sus derechos al trono de aquella nación, pretendía hacerle faltar a los sentimientos del corazón, a los afectos de la sangre y a la dignidad de rey. Queriendo prohibir en los diarios españoles la inserción de los debates del parlamento inglés y de toda noticia desfavorable a Francia, intentaba ejercer una tiranía inusitada e intolerable, a que no era fácil imaginar se atreviese nunca ningún poder extraño. Estableciendo un campamento en Bayona, amenazaba con próxima guerra a España si no accedía a todos sus deseos y antojos. Y escribiendo a Carlos IV una carta revelándole secretos deshonrosos a su trono y a su persona, y poniéndole en la forzosa alternativa, o de retirar su confianza al favorito, o de franquear el paso por su reino a un ejército francés destinado a invadir el Portugal, mostraba estar resuelto a llevar su encono hasta atropellar toda consideración y hasta violar el sagrado de la honra y del interior de la familia. ¿Qué se podía esperar de esta disposición de ánimo de Bonaparte?

Rota de nuevo, a poco de la paz de Amiens, la guerra entre Francia y la Gran Bretaña, y cuando el gobierno español había tomado una vez siquiera el partido prudente de permanecer neutral, Napoleón explotando su inmenso poder y nuestra deplorable flaqueza, nos vende como un señalado favor la aceptación de esta neutralidad; ¿pero con qué condiciones? Obligándose el rey de España a destituir de sus empleos a los gobernadores de los departamentos marítimos de quienes aquél decía haber recibido agravios, a franquear los puertos españoles a las flotas de la república y cuidar de su reparación y armamento, y sobre todo a pagar a la Francia un subsidio de seis millones mensuales, con otras cláusulas no menos humillantes y vergonzosas (1803). Por escarnio parecía haberse puesto el nombre de neutralidad a este singular convenio, que sobre comprometernos a aprontar caudales que no teníamos, nos dejaba expuestos a todos los rencores de la Inglaterra.

Más o menos fundadas las quejas y reclamaciones de esta nación, veíaselas venir, y nadie las podía extrañar. Lo que no podía esperar, ni aun imaginar nadie, fue el acto horrible de ruda venganza, el atentado del Cabo de Santa María contra las fragatas españolas que venían de América, inicua alevosía que levantó un grito de indignación en Europa, escandalosa infracción del derecho de gentes consentida por su gobierno, y acremente anatematizada por la misma imprenta británica que no había abdicado los sentimientos de justicia y de pudor. La guerra era ya inevitable, y la guerra fue declarada (1804). Consecuencia de este nuevo compromiso fue echarse de nuevo España en brazos de Napoleón, que a tal equivalía el humillante tratado de París (4 de enero, 1805), por el cual se comprometió España a tener armados y abastecidos por seis meses y a disposición del jefe de la Francia treinta navíos de línea en los puertos del Ferrol, Cádiz y Cartagena, con su correspondiente dotación de infantería y artillería, prontos a obrar en combinación con las escuadras francesas. ¿A dónde se los destinaba, y cuáles iban a ser las operaciones? El gobierno español no lo sabía; el emperador se reservaba explicarse en el término de un mes. Lo único que sabía nuestro gobierno era que no podía hacer paz con Inglaterra separadamente de la Francia.

Otra vez la empobrecida España en guerra con una nación poderosa, y uncida con los ojos vendados a la coyunda de otra nación, si poderosa también, pero amenazada de la tercera coalición europea. Tras los pasados yerros, tras la larga serie de las anteriores debilidades, ¿podía la España en este nuevo conflicto desprenderse de las ligaduras que la tenían atada a la voluntad de un poder extraño? Si le había faltado valor para ello cuando este poder era una Convención semi-anárquica, o un Directorio combatido y vacilante, o un Consulado temporal e inseguro, ¿cómo había de tenerle ahora que el poder era el gran genio de Napoleón, recién investido de la púrpura imperial por los votos de tres millones y medio de franceses, y rodeado de un prestigio que le hacía aparecer omnipotente?

Surca pues la escuadra franco-española los mares del Nuevo Mundo, porque así lo ha ordenado Napoleón; y cuando Napoleón lo ordena da la vuelta a Europa. ¿Cuál era el objeto de estas evoluciones? El general español, los ministros de Carlos IV, el soberano mismo, todos lo ignoraban. Solo sabían que estaban ayudando a los planes gigantescos del emperador de los franceses, cuyos planes tampoco conocían sino por el rumor público. ¿De qué servía que el ilustre Gravina combatiera con pericia y con bravura al frente de la escuadra española, y que el mismo Napoleón dijera que los españoles se habían batido en Finisterre como leones, si todo lo frustraba la ineptitud y la cobardía del almirante francés Villeneuve? Y tomando los acontecimientos en más ancha y general escala, ¿qué provecho sacaba España de que el nuevo emperador su amigo y aliado, suspendiendo unas y realizando otras de aquellas maravillosas concepciones con que dejaba atónito al mundo, sorprendiendo con su aparición y la de su grande ejército en el corazón de Europa, ganando el portentoso triunfo de Ulma, aterrando con la famosa batalla de Austerlitz, desmoronando imperios y humillando emperadores, convirtiera en quiméricos los grandiosos planes de las potencias por tercera vez confederadas, y las obligara a firmar la paz de Presburgo?

Mientras Napoleón orlaba así su frente con tantas y tan gloriosas coronas, la España, su aliada y amiga, sufría el gran desastre, la catástrofe sangrienta, deplorable y honrosa a la vez, que acabó con el poder naval de la nación española. La España de Felipe II y de la armada Invencible; la España de Lepanto y de don Juan de Austria, vio sucumbir su poder marítimo con Carlos IV en las aguas de Trafalgar (1805). El historiador español no puede pronunciar este nombre sin lágrimas en los ojos y sin orgullo en el corazón. Lágrimas para llorar el infortunio; orgullo para ensalzar la honra que de la batalla sacó el pabellón de Castilla, aunque ensangrentado. Nuestra fue la desgracia, pero también fue nuestra la honra: otros compartieron con nosotros honra y desgracia: pero no todos pudieron decir como los españoles: «Salimos ilesos de culpa. Que no pelearon con menos heroísmo en Trafalgar los insignes marinos Gravina, Álava, Escaño, Valdés, Cisneros, Galiano y Churruca, que habían peleado en Lepanto, con más propicia fortuna, don Juan de Austria, don Álvaro de Bazán, Cárdenas, Córdoba, Miranda, Ponce de León, y otros que entonces como ahora honraron los fastos de la marina española.

Y como el infortunio de Trafalgar fue una de tantas consecuencias del funesto tratado de alianza de San Ildefonso, por eso no puede leerse sin pena y sin rubor la felicitación que el mismo autor del tratado, el príncipe de la Paz, dirigió a la Majestad Imperial y Real de Napoleón por sus triunfos, ensalzando sus hazañas sobre las de Alejandro, César y Carlo-Magno. Ni esta gratulatoria estaba en consonancia con el apenado espíritu del pueblo español, ni tan exagerados parabienes honraban a quien pagaba con adulaciones recientes ofensas, ni con tales lisonjas logró el de la Paz desarmar el brazo del gigante a quien había irritado. Se arrodilló ante el ídolo, y no alcanzó su indulgencia.

El nuevo Carlo-Magno de la Francia (que a éste más que a otro alguno de los héroes y emperadores de la antigüedad quería Napoleón asemejarse) propónese hacer como él un nuevo imperio de Occidente: derriba antiguos tronos, crea y organiza nuevos estados y monarquías, como antes creó nuevas repúblicas, reparte territorios y distribuye coronas entre sus hermanos, deudos y servidores, haciendo de ellos otros tantos feudos del imperio. Fomenta la disolución del antiguo cuerpo germánico, y forma y pone bajo su protectorado la Confederación del Rin. Entre los monarcas destronados se cuentan Fernando de Nápoles y la imprudente reina Carolina, sentenciada hacía tiempo a pagar de este modo sus indiscretas provocaciones. El repartidor de tronos sienta en el de Nápoles a su hermano José, y al comunicarlo secamente a Carlos IV le insinúa que tal vez le obliguen las circunstancias a tomar igual resolución con la Etruria, donde reinaban los hijos del rey de España por la gracia de Dios y la voluntad de Napoleón. ¿Alzará este nuevo desengaño la venda que cubría los ojos de Carlos IV? ¿Podrá pensar ahora en reclamar sus derechos al trono de Nápoles, como cuando se formó de él la república Partenopea, o tendrá que cuidar de que no corra el suyo propio la misma suerte? ¿Quién puede señalar los límites de los proyectos de Napoleón? ¿Quién conoce su pensamiento, y qué soberano puede decir: «Yo estoy seguro en mi solio?» De contado el que en el tratado de París de 4 de enero de 1805 garantizó a S. M. Católica la integridad de su territorio de España (artículo 6.º), ofreció en 1806 a Rusia dar las Islas Baleares al príncipe real de Nápoles, y así se estipuló en el tratado de 20 de julio entre los dos imperios. ¿Qué era para él la fe de los tratados, qué los compromisos solemnes, qué la palabra imperial empeñada, y en qué código fundaba su derecho de regalar a otro el territorio de un soberano amigo, y cuya integridad había además garantido?

Algo abrieron con esto los ojos Carlos IV y el príncipe de la Paz. Pero en tanto que ellos discurren el dificilísimo medio de salir de este camino de perdición, Napoleón emprende la prodigiosa campaña de Prusia, y con la memorable batalla de Jena castiga duramente el inoportuno y loco entusiasmo patriótico de aquel reino, deshace la secular monarquía de Federico el Grande, ocupa a Berlín, y ebrio de ambición, de poder y de orgullo, da el terrible y monstruoso decreto del bloqueo continental. Encuentra estrecha y mezquina para la grandeza de su genio la dominación de Italia, de Holanda y de Alemania, y remontando su vuelo como el águila que ha tomado por emblema, avanza al Vístula y al Niemen, triunfa en los nevados campos de Eylau, gana a Dantzick, ahoga el ejército ruso en Friedland, y después de humillar a los dos soberanos Alejandro y Federico Guillermo los obliga a firmar la famosa paz de Tilsit (1807), en uno de cuyos artículos secretos se pactó que José, rey ya de Nápoles, lo sería de las Dos Sicilias, cuando los Borbones de Nápoles hubiesen sido indemnizados con las Islas Baleares o la de Candía, después de lo cual tornose a Francia rodeado de brillo, y considerado como el dominador del continente.

De esta manera, si desde el tratado de San Ildefonso hasta la paz de Campo-Formio, y desde la de Campo-Formio hasta la de Amiens, no había sacado España de su malhadada alianza y su leal amistad a la república francesa sino desaires, humillaciones y descalabros, desde la paz de Amiens hasta la de Tilsit no recogió sino desdichas e infortunios. Y si funesta le fue la unión con la Francia republicana, en sus formas de Convención, de Directorio o de Consulado, íbale siendo todavía más funesta la unión con la Francia imperial.

Teniendo por aliado al grande emperador de los franceses, que todo lo subyugaba en Europa, tuvo España que defender ella sola, y con sus propias fuerzas sus colonias del Nuevo Mundo, contra las expediciones marítimas de la vengativa y codiciosa Inglaterra. Debido fue, no a auxilio alguno que recibiéramos de nuestro poderoso aliado, sino al heroico patriotismo del ilustre Liniers, al arrojo de nuestros marinos y a la lealtad y decisión de nuestros hermanos de América, que los ingleses fueran escarmentados y que se salvara Buenos-Aires. Napoleón felicitó por ello a Carlos IV; ¿pero dónde estaban las escuadras francesas que con arreglo al tratado de París debían obrar en combinación con nuestras fuerzas marítimas para mantener la integridad de los dominios españoles? El emperador felicitaba, pero no socorría; enviaba parabienes, pero no cumplía los tratados. ¡Ah! El que se obligó en París a mantener la integridad de nuestro territorio, disponía en Tilsit de nuestras Baleares como si fuesen propiedad suya de libre dominio!

 
IV.

Causas y móviles que influyeron en las relaciones entre el emperador francés y el monarca español y su ministro favorito, en sus amistades y enemistades, rompimientos y reconciliaciones.
 

Si útil es la investigación e importante el conocimiento de los sucesos históricos, y este conocimiento puede servir y sirve de saludable enseñanza a los hombres, ¡de cuánta más enseñanza, y cuánto más importante y útil es la investigación y el conocimiento de las causas que los produjeron y de los móviles que impulsaron a los que en ellos fueron principales actores! ¡Ojalá fuera siempre posible descubrir los ocultos resortes que dan movimiento y acción a los hechos públicos, y sin cuyo conocimiento aparecen éstos las más veces incomprensibles.

Por eso, y por parecer incomprensible la desigual conducta, así del monarca español y de su ministro favorito como del emperador de los franceses, y sus recíprocas contradicciones en el período a que llegamos en nuestro examen, a no atribuirlo en unos y otros a veleidad de carácter que ni existía ni se debe sin motivo suponer, por eso hemos procurado en nuestra historia investigar, y creemos haber conseguido descubrir las causas de aquella alternativa de actos de debilidad y de arranques de fortaleza, de altivez y de sumisión, de humillación y de dignidad, de docilidad y de resistencia, de benevolencia y acritud, de amenazas y reconciliaciones, de amistad y enemistad que se observaba entre los mencionados personajes, y de cuyo juego salía siempre perdiendo, como más débil y menos mañosa, la desgraciada España.

Las prevenciones y la enemiga del pueblo español contra el príncipe de la Paz, fomentada por los que, o por verdadero patriotismo y amor a la dignidad y decoro del trono, o por especiales resentimientos, aborrecían su administración y su privanza; la aversión nuevamente producida por su enlace con princesa de regia familia, y aumentada con el escándalo de otras amorosas y simultáneas relaciones; los planes de loca ambición que con más o menos verosimilitud le eran atribuidos; los celos del príncipe de Asturias, y el partido que en palacio y en la corte a la sombra del heredero del trono se había ido formando; las acusaciones bochornosas para la majestad misma, de que sin miramiento a la honra ni al recato se le hacía objeto; los crímenes, acaso inventados por el odio femenil, y denunciados por la princesa de Asturias, a cuyo matrimonio con Fernando se había opuesto el de la Paz; todo esto movió al odiado favorito a buscar apoyo y protección en el soberano de aquella nación aliada, amigo cuando era cónsul, enemigo cuando vistió la púrpura imperial, enojado por el convenio de Badajoz, e irritado por ciertos rasgos de entereza de Carlos IV y de Godoy.

No venía mal a Napoleón este cambio de conducta del monarca y del valido español. Amenazábale una nueva coalición europea, y conveníale tener por amiga a España y que sirviese de distracción a Inglaterra: el matrimonio del príncipe Fernando con la princesa napolitana María Antonia se había hecho a disgusto suyo: era María Antonia hija de la reina de Nápoles, de la imprudente Carolina, la amiga de los ingleses y enemiga irreconciliable de la Francia, que tan inoportuna y locamente provocó las iras de Napoleón, expiando su locura con la pérdida de la corona; la madre y la hija se correspondían y conspiraban contra Napoleón y contra Godoy; el emperador francés interceptaba las cartas y las denunciaba al ministro español; el valido las confiaba a la reina María Luisa; en este horno de intrigas y de peligros, era de recíproca conveniencia de Bonaparte y de Godoy entenderse y aunarse deponiendo recientes desabrimientos. Esto explica el tratado de enero de 1805, en que, bajo la apariencia de iguales garantías para asegurar mutuos intereses, quedaba, como siempre, sacrificado el más débil. ¿Qué importaba a Godoy atar de pies y manos la España al carro de Napoleón, si en él encontraba un escudo para guarecer su persona de las conspiraciones de palacio?

Un vago ofrecimiento de Napoleón al príncipe de apoyarle y protegerle contra todos sus enemigos interiores y exteriores, si le ayuda con celo y eficacia en la lucha con Inglaterra, despierta en Godoy un pensamiento ambicioso, verdadero principio de aquel desvanecimiento que le perdió a él y puso a España al borde de su total pérdida y ruina. Su agente diplomático en París alimenta sus delirios y acalora más su fantasía. Ya se figura poder privar de la sucesión de España al príncipe Fernando de acuerdo con Napoleón; ya se considera con títulos a ser uno de los partícipes en el repartimiento de estados y coronas que aquél estaba haciendo. Esto explica la ciega sumisión de Godoy a Napoleón desde enero de 805 a octubre de 806; como aquel «cuyo reconocimiento hacia Su Majestad Imperial y Real era ilimitado:» como quien «estaba dispuesto a hacerse objeto de las bondades de S. M. I. y R. y la obra de su benevolencia.» Entonces volvieron las finezas y presentes de cruces, bandas y toisones, como antes lo fueron de retratos y caballos. Entonces no se reparaba en sacrificar tesoros y armadas, con tal que el holocausto sirviera a mantener propicio el ídolo.

¿Pero eran acaso estas esperanzas sueños o ilusiones del príncipe de la Paz? Podrían en último término quedar, como quedaron, en ello convertidas. Mas es lo cierto que entretanto eran objeto de serias y formales negociaciones entre uno y otro, en que intervenían también de una y otra parte ministros y agentes diplomáticos; negociaciones largo tiempo seguidas, y que comenzaron por un proyecto de regencia en Portugal o en España para el príncipe de la Paz, y acabaron por destinarle una soberanía y un estado independiente en aquel reino, cuya conquista había de hacerse por la armas francesas y españolas reunidas. El partido era tentador, halagüeño el incentivo, el aliciente grande, y más para quien estaba sosteniendo aquí incesante y fatigosa lucha con tantos y tan porfiados enemigos, trabajando sin tregua por derribarle.

Mas como Napoleón diera un corte a estos tratos, dejándolos, más que pendientes, abandonados al parecer, por atender con preferencia a lo que le importaba más, que era lo de Inglaterra, Alemania y Rusia, y para emprender aquellas prodigiosas campañas que le hicieron casi el árbitro de las naciones y casi dueño del continente europeo, túvose Godoy por burlado, vio escapársele de entre las manos la corona y soberanía de los Algarbes que ya creía tocar, enojose con su mismo negociador Izquierdo, a quien tachaba y reconvenía de descuidado y flojo, agriose con el emperador, a quien acusaba de falaz y de embaidor, y todos los halagos, y todos los rendimientos, y toda la sumisión de antes se trocaron otra vez en odio y animosidad. Esto explica el nuevo cambio de política del favorito de los reyes españoles, y que entonces debió parecer incomprensible novedad; su conato de unir la España a las potencias coaligadas contra Napoleón, el envío de un comisionado especial a Londres para entablar tratos de paz con la Gran Bretaña, y la famosa proclama a los españoles (octubre, 1806); vergonzante grito de guerra, mezcla extraña de cobardía y de desesperada resolución, especie de logogrifo, que sorprendió a todos, y cuyo objeto sin darse a entender se dejaba traslucir.

De dos graves errores procedía este temerario paso del príncipe de la Paz; el 1.º de creer que los españoles habían de responder al llamamiento de una voz que no era simpática a sus oídos; el 2.º de calcular que la situación de Napoleón en el Norte iba a ser tan comprometida que de seguro era perdido tan pronto como España le volviera la espalda. Por un cálculo parecido habían dado antes un paso igual los reyes de Nápoles, y les costó el trono. Desde aquel día pudo preverse que igual sentencia había de ser pronunciada y se había de cumplir más o menos tarde o temprano sobre los monarcas españoles. Casi siempre decide del resultado de todas las resoluciones atrevidas la oportunidad o inoportunidad.

Todo sucede al revés de los cálculos de Godoy. Triunfa Napoleón en Jena, en Eylau y en Friedland, y vuelve a París cargado de lauros, de gloria y de poder. Esto explica el cuarto o quinto giro de la política del príncipe de la Paz; su empeño en explicar y en torcer ante los gabinetes de Europa el sentido de su malhadada proclama de octubre; el apresuramiento de Carlos IV y de su valido en felicitar a Napoleón por sus recientes victorias, hasta por medio de embajadores extraordinarios y especiales (diciembre, 1806): el reconocimiento de José, como rey de Nápoles, que tanto antes habían resistido; la adhesión al bloqueo continental; el envío de un ejército español a las márgenes del Elba, pedido por Napoleón para que le ayudara en sus ulteriores fines; y tantas otras complacencias cuantas el emperador exigía o indicaba, o cuantas nuestros reyes y su favorito sospechaban que podría desear.

En este nuevo período (1807), aunque acostumbrado Napoleón a humillar por la fuerza testas coronadas, debió sorprenderse al ver cómo los personajes españoles de los partidos más contrarios entre sí, rivalizaban y se disputaban quién había de prosternarse más ante él para alcanzar una mirada de benevolencia, al modo de una divinidad a quien rindieran culto y adoración los sectarios de las más opuestas creencias y doctrinas. Porque ya no era solo el príncipe de la Paz el que renovando la interrumpida negociación de la conquista de Portugal entre las dos naciones y la repartición de aquel reino, en que había de tocarle una soberanía, discurría cómo congraciar al emperador, buscando entre otros medios el de proponerle el enlace del príncipe Fernando con una princesa de Francia, la que fuera más del agrado de la majestad imperial. Eran también los enemigos de Godoy, eran los consejeros y los directores y los partidarios del príncipe de Asturias los que se afanaban por ganar la palma al valido en lo de atraerse el favor de Napoleón para derribar a aquél. Era el mismo príncipe Fernando el que, «lleno de respeto, estimación y afecto hacia el héroe mayor de cuantos le habían precedido, enviado por la Providencia para consolidar los tronos vacilantes,» se ofrecía y entregaba a la magnanimidad de Napoleón como a la de un tierno padre. Era el mismo Fernando el que le rogaba encarecidamente «el honor de que le concediese por esposa una princesa de su augusta familia,» que era «cuanto su corazón apetecía.» Era el mismo Fernando el que «imploraba su protección paternal,» y aspiraba a ser «su hijo más reconocido.» ¡Y todavía no era esta la última miseria y la última degradación! ¡No era más que el principio de las degradaciones y miserias que habían de venir después!

Aunque fuese el más desinteresado y desnudo de ambición de todos los conquistadores, aunque fuese el más respetuoso a los tronos y a las nacionalidades, aunque no hubiese puesto antes sus ojos ni tuviese un pensamiento formado sobre España el hombre ante quien tales postraciones se hacían, ¿cómo no había de despertarse, viéndose de tal manera brindada y provocada, la codicia del más ambicioso de los conquistadores, del trastornador de los tronos, del conculcador de las nacionalidades, de quien ya tenía sobre España designios preconcebidos? Lo extraño es que los disimulara con el tratado de Fontainebleau (octubre, 1807); lo extraño es que disfrazara con el título de ejércitos de observación los de la Gironda, que habían de serlo de invasión y de conquista; lo extraño es que quien desembozadamente y sin disfraz había acometido y subyugado tantos pueblos y derribado tantos solios, quisiera aparecer cubierto con el manto de la amistad para enseñorear la España, con que la debilidad de monarcas, príncipes y favoritos le estaban convidando; lo extraño es que el poderoso creyera necesaria la hipocresía contra los débiles. Peor para él, porque en la felonía había de llevar la expiación.

De todos modos las suertes estaban echadas sobre la desgraciada España. Hemos compendiado una desdichada historia desde el tratado de San Ildefonso hasta el de Fontainebleau, y se iban a tocar sus consecuencias. Los autores de aquella cadena de miserias y de errores iban a desaparecer pronto; la nación habría desaparecido con ellos sin un arranque de heroico esfuerzo de sus buenos hijos. La España iba a lanzar largos y hondos gemidos de dolor, para acabar con un grito de júbilo y de gloria. Pero descansemos de la fatigosa reseña de la malhadada política exterior, y veamos cual era su estado dentro de sí misma.