Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo XXX
España desde Carlos III hasta Fernando VII
Reseña histórico-crítica (de 1788 a 1814)
[ IV ❦ V ❦ VI ❦ VII ❦ VIII ❦ IX ]
V.
Situación interior del reino.– Estado angustioso del erario.– Sus causas anteriores y de actualidad.– Errores económicos y administrativos.– Medidas imprudentes y desastrosas.– Peregrinos y extravagantes proyectos.– Plan eclesiástico.– Escasez de cosechas.– Monopolio de granos.– Deuda enorme.– Disgusto general en todas las clases.
Aunque la marcha política de los gobiernos en sus relaciones con los de otros países, y los acontecimientos exteriores, que son resultado de aquella en una época dada, suelen influir poderosamente en el estado interior, político, económico e intelectual de un pueblo, y guardar entre sí analogía grande, ni siempre ni en todo hay la perfecta correspondencia que algunos pretenden encontrar. Sin salir de nuestra España, reinados y períodos hemos visto, en que la nación, al tiempo que estaba asombrando al mundo con sus conquistas, con su engrandecimiento exterior y su colosal poder, sufría dentro, o las consecuencias desastrosas de un errado sistema económico, o los efectos de una política estrecha y encogida, o el estancamiento intelectual producido por medidas de gobiernos fanáticos o asustadizos, o por la influencia de poderes apegados a todo lo antiguo y rancio y enemigos de toda innovación. Mientras hay períodos en que una nación, sin el aparato y sin el brillo de las glorias exteriores, crece y prospera dentro de sí misma con el acertado desarrollo de las fuerzas productoras bajo el amparo de una ilustrada y prudente administración.
No se encontraba exactamente y de lleno en ninguna de estas dos situaciones la España de Carlos IV; pero tampoco correspondía en todo la marcha y el espíritu de la política interior al sistema de perdición y de ruina que se había seguido en lo de fuera. La impresión de los desastres y desventuras que este último trajo sobre la infeliz España preocupó, y no lo extrañamos, a los escritores que nos han precedido para juzgar con cierta pasión y deprimir acaso más de lo justo aquel reinado. Flacos tuvo en verdad grandes y muy lastimosos, odiosos y abominables algunos, que ni disimularemos ni amenguaremos. Mas lo que de aceptable o bueno tuviese lo expondremos también con imperturbable imparcialidad.
Por afortunada que sea una nación en sus empresas exteriores, hay un ramo de la administración, el Tesoro público, que siempre se resiente de los dispendios que aquellas ocasionan, y más cuando no todas son coronadas por un éxito feliz. Con haber sido tan glorioso el reinado de Carlos III hasta el punto de haber hecho sentir en todas las potencias de Europa el peso de su influencia y de su poder, los desembolsos ocasionados por tantas guerras, los reveses del tenaz y malogrado sitio de Gibraltar, las pérdidas de la malaventurada expedición de Argel, los sacrificios de la indiscreta protección de los Estados Unidos, el costoso empeño de sostener intereses de familia en Italia, y otros semejantes (con gusto hemos visto en un juicioso escritor esta observación misma), dejaron en herencia a su hijo y sucesor las arcas del tesoro, más que exhaustas, empeñadas; en depreciación los juros y vales; en quiebra los Gremios; amenazada de ella la compañía de Filipinas, y sin crédito en la opinión el Banco de San Carlos; y habiendo tenido que proponer las juntas de Medios, para cubrir el enorme déficit entre los ingresos y las obligaciones, recursos como el de la venta de cargos y empleos y de títulos de Castilla en América, empréstitos cuantiosos, y anticipos hasta del fondo de los bienes de difuntos y de los Santos Lugares.
Con esta herencia, y con estos elementos, y con los compromisos que a la raíz del nuevo reinado nos trajo la revolución francesa, y con no haber pasado la administración a más hábiles manos, no se veía cómo ni de dónde pudiera venir ni el desahogo de la hacienda ni el alivio de las cargas públicas. Que aquello de condonar contribuciones atrasadas, y de reconocer deudas antiguas, y de acudir el Estado al socorro de los pobres, y otras semejantes larguezas que a la proclamación del nuevo monarca siguieron, esfuerzos son que los gobiernos hacen para predisponer los ánimos en favor del príncipe, cuyo advenimiento se celebra. Seméjanse a las fiestas nupciales, en que a las veces, y no pocas, se sacrifican a la costumbre de solemnizarlas como suceso fausto dispendios y prodigalidades que en lo futuro y en la vida ordinaria ocasionan angustias y estrecheces. Pronto comenzaron éstas a experimentarse; y no por falta de celo en los directores de la administración, menester es hacerles justicia; que ellos, en lo que alcanzaban, no dejaron de dictar medidas protectoras de la agricultura y de la industria; ya sobre pósitos, ya sobre aprovechamiento de dehesas y montes, ya contra el monopolio y acaparamiento de granos, ya en favor de la libertad fabril y contra las trabas de las ordenanzas gremiales, ya sobre fomento de la cría caballar, ya sobre libre introducción de primeras materias para la industria, ya sobre labores y beneficio de minas, ya también sobre escuelas profesionales y establecimientos de comercio y de náutica.
Pero las circunstancias y los acontecimientos se sobreponían a los buenos deseos de los gobernantes; y al estado angustioso en que se encontró el erario, y a la falta de un sistema económico regular y uniforme que aquellos hombres no conocían, se agregaron los gastos y las necesidades de la primera guerra de tres años, que hicieron subir gradualmente el déficit del tesoro hasta la enorme suma de mil millones de reales. De aquí la adopción de aquellos recursos ruinosos, el empréstito de Holanda, el subsidio extraordinario sobre las rentas eclesiásticas, la demanda a los obispos y cabildos de la plata y oro sobrantes de las iglesias, las tres creaciones de vales con intervalo de cortos períodos, los descuentos de los sueldos de los empleados, el recargo a los impuestos del papel sellado, del tabaco y de la sal, el producto de las vacantes por tiempo indefinido de las dignidades y beneficios eclesiásticos, y la supresión de varias piezas y prebendas de las órdenes militares, la imposición a las personas de ambos sexos que abrazaran el estado religioso, el importe de medio año de renta de los destinos eclesiásticos, militares y civiles, la contribución sobre los bienes raíces, caudales y alhajas que se heredaran por fallecimiento, sobre los bosques vedados de comunidades y particulares, sobre todos los objetos y artículos de lujo, y otros semejantes arbitrios.
Fue tan corto el respiro que dio la paz de Basilea, que cuando empezaban a sentirse sus beneficios, a reponerse un poco el crédito, y a pensarse en el fomento y desarrollo de las obras y de la riqueza pública, la guerra con la Gran Bretaña vino pronto a interrumpir este momentáneo alivio, a envolver a la nación en nuevos compromisos y graves empeños, y a ponerla en mayores conflictos y más apremiantes necesidades. Para subvenir a ellas, para llenar en lo posible el déficit ascendente del tesoro, luchaban los ministros de Hacienda entre el apremio de arbitrar cualesquiera recursos, y la voluntad del rey, más plausible que realizable, de no gravar a los pueblos ni con nuevos tributos ni con recargos en los ya establecidos, haciéndose la ilusión de que otros cualesquiera medios que se emplearan no refluirían en ellos o no habían de serles sensibles.
De aquí aquellos arbitrios incoherentes que sucesivamente se iban rebuscando; la igualación de todas las clases para el pago del diezmo, con supresión de toda especie de privilegios y exenciones, dejando en compensación al clero la renta del excusado; la extensión a los eclesiásticos y militares de la obligación de ceder al Estado medía anualidad de los destinos que se les confirieran, aunque fuesen puramente honoríficos, computando la renta por lo que valdrían si fuesen remunerados; la cuarta parte del producto anual sobre todos los bienes raíces, y la tercera o mitad por una vez del alquiler de las casas; la rifa de algunos títulos de Castilla: y más adelante, para atenciones que se veían sobrevenir, el producto de las casas y sitios reales que el rey no habitaba o disfrutaba; la venta de las encomiendas de las cuatro órdenes militares; la de todas las fincas urbanas de propios; la creación de la Caja de Amortización, donde entraran todos los fondos destinados a la extinción de los vales, y otras medidas que en nuestra historia hemos enumerado. Y como quiera que con todos estos recursos, planteados unos, intentados solamente otros, se calculase que era preciso arbitrar ochocientos millones más para cubrir las más urgentes necesidades, una nueva junta de Hacienda apeló a un préstamo patriótico sin interés en España e Indias, a apurar y hacer venir de América cuanta plata se pudiese reunir, a otorgar gracias de nobleza y hábitos de las órdenes militares por el precio de dos o tres mil duros, y a proponer la venta desde luego de los bienes de la corona, y de las hermandades, hospitales, patronatos y obras pías.
Tal era el estado del tesoro y tales las medidas económico-administrativas, antes y en el tiempo y después del primer ministerio de Godoy, sucediéndose en el de Hacienda Gausa, Gardoqui, Varela y Saavedra, y auxiliándose éstos de juntas llamadas, ya de Hacienda, ya de Medios, a cuyas luces, práctica y conocimientos acudían. Pero los gastos eran superiores a los esfuerzos de todos; la guerra seguía consumiendo las rentas públicas y los recursos extraordinarios, de los cuales unos no se realizaban por obstáculos insuperables, y otros no correspondían a las esperanzas y a los cálculos de sus autores, y lo único que progresaba era el déficit, y lo único que crecía eran los apuros. Por eso dijimos antes, que las circunstancias y los acontecimientos se sobreponían a los buenos deseos de los gobernantes. Los conflictos económicos nacían de los desaciertos políticos. Estos continuaban y aquellos seguían.
Y seguían con un nuevo encargado de la secretaría de Hacienda, y una nueva junta llamada Suprema de Amortización, y con una serie de reales cédulas autorizando nuevos arbitrios, entre los cuales se contaban hasta la venta de fincas vinculadas y amayorazgadas, los fondos y rentas de los colegios mayores, los de temporalidades de jesuitas, depósitos judiciales, y toda clase de fundaciones piadosas, hasta las capellanías colativas. Promoviéronse otra vez los donativos patrióticos, se levantaron otra vez empréstitos voluntarios sin interés, y otra vez se crearon vales, todo en cantidad de muchos millones de pesos. En medio del disgusto general que tan repetidos sacrificios producían, no solo no fue perdido el ejemplo de desprendimiento que dieron el rey y la reina renunciando a la mitad de lo que les estaba asignado para lo que se llamaba bolsillo secreto, y enviando a la casa de moneda no pocas alhajas de la real casa y capilla, sino que halló bastantes imitadores, ofreciendo algunos su propiedad inmueble a falta de metálico de que carecían. Mas así y todo, viose que faltaba mucho para hacer frente a las más apremiantes atenciones, y no era extraño, puesto que al través de tantos apuros y de tanta pobreza proseguían las expediciones navales contra la Gran Bretaña, se tenía el valor de declarar guerra a la Rusia, y se abría un crédito ilimitado para socorrer al Santo Padre, expulsado de Roma y perseguido.
Recurriose entonces, con tanta dosis de buena fe como de ignorancia, a la medida más desastrosa que hubiera podido inventarse; a la de dar forzosamente al papel el mismo valor que a la moneda, y no permitir que en las transacciones y contratos se hiciese distinción entre el oro, la plata y los vales, ofreciendo un premio al que denunciara una operación en que no se admitiese el papel como moneda metálica. Las consecuencias naturales de tan fatal medida fueron, el desaliento, la postración, la dificultad en las negociaciones, desconfianza por un lado, agio e inmoralidad por otro, abuso y mala fe. Las cajas de reducción que se establecieron en las principales plazas para recoger y amortizar los vales, contribuyeron ellas mismas a desacreditarlos por mal manejo, en términos de perder las tres cuartas partes de su valor en el mercado. Creció la deuda y acabó de venir al suelo el crédito. Hubo necesidad de activar la venta de los bienes vinculados, memorias y obras pías, de establecer rifas con variedad de suertes y de premios, y de echar una derrama de trescientos millones, dejando a los pueblos en libertad respecto a la forma y modo de repartirlos.
En tales apuros y angustias fue peregrina ocurrencia haber encomendado a una junta de canónigos la comisión de levantar el crédito y de ir amortizando los vales. No se llegó a esto en los tiempos desastrosos de Carlos II. Había en ella, es verdad, eclesiásticos doctos y probos, pero aun así no extrañamos que al solo rumor de que el rey aprobaba su plan, bajaran los vales un trece por ciento. El plan eclesiástico no se realizó. Lo que hubo de más favorable fue que el generoso comportamiento de Carlos IV con el atribulado pontífice Pío VI y sus liberalidades, en medio de las escaseces del tesoro y del pueblo español, predispusieron al papa a otorgar aquellos breves de que en su lugar hicimos mérito, ya aprobando la enajenación de los bienes de hospitales, cofradías, patronatos, memorias y obras pías, ya concediendo el subsidio de sesenta y seis millones de reales sobre el clero de España e Indias, ya facultando para aplicar al erario las rentas y aun el valor en venta de las encomiendas de las órdenes militares, que fueron grandes y poderosos auxilios.
Puede calcularse cuáles y cuántos habrían sido los gastos de la guerra en que desde 1796 nos habíamos empeñado con la Gran Bretaña, cuando con todos estos recursos, más o menos efectivos, pero cuantiosos casi todos, nos hallábamos a los principios del presente siglo con una deuda de más de cuatro mil millones en la Península, otra acaso igual en América, y un déficit de setecientos veinte millones en partidas corrientes. Los sacrificios los habían soportado principalmente las clases más influyentes, que eran o las privilegiadas, o las más acomodadas, o las que vivían de sueldo. ¿Mas cómo no había de trascender y refluir el malestar en los pueblos y en las clases más humildes, dependientes en lo general de aquellas? Y si a esta penuria agregamos los infortunios y calamidades con que Dios afligió por aquel tiempo la España, la peste, la escasez de cosechas y otros siniestros que se experimentaron, sobran motivos para compadecer y lamentar la situación en que se encontró el reino.
Imposible parecía salir de estado tan angustioso y aflictivo. Era por lo menos muy difícil; y por eso no hemos vacilado en reconocer celo y buena intención en los hombres de aquel gobierno (que todos antes de nosotros les habían negado), que todavía, tan pronto como las circunstancias daban algún respiro, dictaban medidas reparadoras, con que volvían en lo posible la esperanza y el aliento a la desolada patria. Por eso hemos sentado también que los quebrantos nacían más de la política exterior que de la que dentro del reino se seguía. Es lo cierto, que así como la nación se repuso algún tanto en el pasajero respiro que dejó la paz de Basilea en 1795, así a la paz de Amiens en 1802 debiose que el gobierno pudiera ir cicatrizando en lo que cabía las hondas heridas que una guerra dispendiosa de seis años había abierto a la fortuna pública. Los resultados se tocaron pronto: al terminar aquel mismo año se habían amortizado ya vales por valor de doscientos millones, que subieron a doscientos cincuenta en el siguiente, merced al buen acuerdo del Consejo de suprimir las cajas de descuento. Activose la venta, que estaba paralizada, de los bienes de capellanías y patronatos. Abiertas las comunicaciones de largo tiempo interrumpidas con nuestras posesiones de América, pudieron venir los caudales allá detenidos. Alentáronse el comercio y la industria con la declaración que se hizo de la libertad de tráfico para los productos y manufacturas de aquellos dominios. La agricultura se reanimó con providencias protectoras. Publicose el censo de población, y se mandó formar por primera vez la estadística de frutos y artefactos, a que se dedicaron y para que fueron creadas las oficinas de Fomento.
Merced a estas y otras semejantes providencias, aunque algunas de ellas dictadas con mejor intención que tino, como las relativas a la importación y exportación de granos, a la tasación de comestibles, y otras semejantes, propias de los errores económicos del tiempo, renacía cierta confianza, notábase actividad comercial, el crédito se iba reponiendo, se advertían indicios de empezar a regenerarse moralmente el país, y de todos modos corrían para España días relativamente más halagüeños que los anteriores. Pero no fueron sino ráfagas pasajeras de bonanza. Era fatalidad que causas y fenómenos naturales cooperasen con las faltas políticas a poner a la nación en nuevos conflictos y apuros. La esterilidad de las cosechas trajo no solo miseria, sino hambre a los pueblos, que hasta de las calamidades que el cielo envía propenden a culpar a los gobernantes. Y cuando éstos querían aplicar remedios, tales como la reducción del impuesto llamado Voto de Santiago, la retención de la quinta parte de todos los diezmos, y otros parecidos, incomodábanse y mostrábanse hostiles a los mismos gobernantes el clero y demás partícipes e interesados en la percepción de aquellos tributos. Y como coincidiese al mismo tiempo la dura obligación que Napoleón nos impuso de satisfacer aquel cuantioso subsidio de millones para mantener la mal llamada neutralidad entre Francia e Inglaterra, y como a la supuesta neutralidad siguiese pronto la nueva ruptura con la nación británica y los descalabros navales con que esta segunda guerra se inició, volvió para la hacienda española un período de penuria y de ahogo más angustioso que los que le habían precedido.
La escasez y carestía de granos y el monopolio insoportable que a favor de ella estaban ejerciendo los acaparadores, hizo necesario el célebre convenio con el famoso asentista Ouvrard para el surtido de cereales, que aumentó enormemente nuestra deuda con Francia que suministró los cargamentos, y dio pie al emperador para tenernos en continuo aprieto y alarma con sus exigencias e inconsiderados apremios. No fue poca suerte en tales apuros el haber alcanzado del pontífice la facultad de vender la séptima parte de las fincas de la Iglesia, dando en cambio al clero títulos o inscripciones con el interés de tres por ciento. Pero esto no pasaba de ser un remedio parcial, y hubo necesidad de imponer al pueblo nuevos tributos, aunque con harto sentimiento del rey, y de apelar de nuevo al recurso de las loterías, al de los donativos patrióticos, y al de los empréstitos, entre los cuales se contó el de treinta millones de florines con la casa de Hoppe y compañía de Holanda, cuya liquidación tanto ha dado que hacer hasta los tiempos que hemos alcanzado.
Con la sucinta exposición que acabamos de hacer de los enormes dispendios que costaron a España los compromisos en que la envolvió la imprudente y desacordada política exterior del gobierno de Carlos IV, no debe maravillarnos que entre la deuda que del reinado anterior venía pesando sobre el tesoro, y la que los errores, los infortunios y las necesidades hicieron contraer en este reinado, ascendiera la deuda de España a fines de 1807 a la enorme suma de más de siete mil millones de reales, y su rédito anual a más de doscientos, no habiendo podido extinguirse sino cuatrocientos millones de vales de los mil setecientos millones que se habían emitido, no obstante los esfuerzos constantes de los cinco ministros que sucesivamente estuvieron encargados de la gestión de la hacienda.
Pero si bien reconocemos los desaciertos de la política exterior como la causa principal de este triste resultado, y confesamos haber contribuido a él calamidades y desgracias naturales, de esas que la Providencia envía a los pueblos y no está en la mano ni en la posibilidad de los hombres evitar, tampoco justificamos ni eximimos de culpa los errores y vicios de la administración interior, la falta de un sistema económico, la incoherencia de las medidas, la impremeditación y ligereza en la adopción de algunas, la flojedad en el planteamiento de otras, la indiscreta indicación de las que, no habiendo de realizarse o habiendo de ser estériles, alarmaban y resentían a clases determinadas de las que más influían en el crédito o descrédito del gobierno; y sobre todo, las injustificables larguezas y prodigalidades que tanto contrastaban con la miseria pública, y que tanta ocasión daban a censuras, murmuraciones y animadversión contra los que estaban al frente de la gobernación del Estado.
¿Cómo había de verse con indiferencia ni aun con resignación, que en tanto que se hacían descuentos considerables a empleados de todas clases, módica o escasamente retribuidos, hubiera ministros y consejeros que entre sueldos, gajes y estipendios de otros cargos simultáneos disfrutaran a costa del tesoro rentas de quince, veinte y hasta de cuarenta mil pesos, en aquellos tiempos y cuando tanto era el valor de la moneda? ¿Cómo presenciarse con gusto, en medio de la pública escasez, la espléndida magnificencia desplegada en las bodas de los príncipes? ¿Cómo las abundosas remesas de numerario al extranjero para socorrer al pontífice en su peregrinación, cuando tan cuantiosos subsidios se pedían al clero y se vendían sus bienes para atender a las necesidades interiores del reino? ¿Cómo la prodigalidad de recompensas y pensiones a beneméritos combatientes, sobradamente dignos de ellas, pero dadas cuando el ejército que había de salvar la patria estaba descalzo y desnudo? ¿Cómo el inmenso gasto que producía el excesivo y desproporcionado personal de jefes de nuestra marina, cuando los buques se hallaban sin material, en la miseria los departamentos, y las escuadras a veces sin poder darse a la vela por falta de provisiones? ¿Cómo, en fin, ver enajenar las casas pertenecientes a establecimientos de beneficencia, y proponerse la venta de los edificios y fincas de la corona, cuando al príncipe de la Paz se le regalaban palacios suntuosos, en que vivía con el lujo de un sibarita y con el boato de un soberano?
De este modo, clero, nobleza, ejército, pueblo, las clases privilegiadas y las comunes, las productoras y consumidoras, las contribuyentes y las que de ellas o arrimadas a ellas viven, a todas alcanzaba el disgusto, todas sentían el malestar, a todas llegaban los efectos, o de la mala administración o de los infortunios de una época aciaga; y de todo indistintamente, así de lo que pudiera evitarse o corregirse, como de lo que no fuera susceptible de remedio, culpaban a los gobernantes, y entre ellos más y con más enojo al que se destacaba en primer término, y al que la prevención popular, irreflexiva y ciega unas veces, otras instintiva y atinada, venía mirando de mucho tiempo atrás como a quien todo lo podía con su influencia y como a quien todo lo corrompía con su aliento.
VI.
Algunas medidas favorables al desarrollo de la riqueza pública.– Libertad de industria.– Desamortización.– Providencias liberales.– Desmoralización que cundía, y sus causas.
Hasta ahora solo hemos mirado la administración económica del gobierno de Carlos IV por su lado adverso, por lo que tuvo de errada, de funesta y de ruinosa. Pero no sería justo, ni propio de críticos imparciales, copiar de un cuadro solamente lo que tuviese de defectuoso o de deforme. Harto ha durado la preocupación (nada extraña en su origen, por la impresión que producía la presencia de tantos males), de que todo fue desastroso y abominable en la marcha económica de aquel tiempo. No; medidas se dictaron, y no pocas, altamente favorables al desarrollo de los intereses materiales, encaminadas al fomento de la agricultura, al ensanche del comercio, a los adelantos de la industria y de las artes, a la protección de la propiedad territorial, y a remover, en cuanto las circunstancias lo permitían, los obstáculos que de antiguo venían poniendo al ejercicio y empleo de las fuerzas productoras las trabas impuestas a la inteligencia y al trabajo.
De contado no es exacto lo que se viene en coro repitiendo, que en los tiempos de Carlos IV y de Godoy se vendían descaradamente, y como en pública almoneda, los empleos y cargos del Estado. No fueron ciertamente aquellas administraciones modelos de moralidad y de justificación en la provisión de empleos. Mas si la publicidad es una garantía, ya que no de seguridad, por lo menos de atenuación del abuso, mucho dice la real orden, acaso de pocos conocida, de 11 de diciembre de 1798, en que el ministerio de Estado se decía a todas las secretarías: «Ha resuelto el rey que de cuantos empleos, pequeños y grandes, y de cualquiera clase y condición que sean, que se provean por el ministerio de V. E., se envíe una lista a la Gaceta... para extinguir las patrañas que se suelen levantar por los mal intencionados en menoscabo del gobierno, suponiéndole autor de favores poco justos, o no conformes a la justicia con que procede.» Y así se cumplió por mucho tiempo.
Viniendo ya a las medidas a que antes nos referíamos, y sin contar entre ellas la condonación de atrasos a los pueblos, la cual hemos ya juzgado, bien merecen citarse, entre otras, la suspensión del servicio extraordinario y su quince al millar, que era uno de los tributos que pesaban más sobre la agricultura; la apertura y habilitación de mayor número de puertos para el comercio con nuestras posesiones de Ultramar, y el aumento y mejora de los consulados; la exención de derechos de introducción en el reino a las máquinas, herramientas y otros útiles e instrumentos necesarios para la fabricación; la libertad concedida a la elaboración de tejidos y artefactos sin las trabas de cuenta, marca y peso; la libre admisión en el reino del algodón en rama procedente de América, de Asia, de Malta y de Turquía; la explotación del carbón de piedra en Asturias, y la libertad de su comercio; la abolición de la marca para los árboles reservados a la marina; las providencias para la reedificación de solares y casas yermas; la reorganización de los pósitos; la formación de bancos y montes píos para el socorro y fomento de agricultores, ganaderos e industriales; la repartición de terrenos incultos en algunas provincias; las disposiciones adoptadas para la igualación de pesas y medidas, y otras de que en nuestra historia hemos hecho mérito, tal como la creación e instalación de las oficinas de fomento, que si dejaron pendientes apreciables trabajos, ejecutaron y terminaron otros no menos útiles.
Resultado y fruto de este grupo de medidas y de su espíritu y aplicación eran las escuelas prácticas de agricultura, los jardines de aclimatación, el fomento de el Botánico, del laboratorio de química y del gabinete de historia natural, el de instrumentos, máquinas y talleres del Buen Retiro, los establecimientos de grabado, relojería, papel pintado y otras industrias, las fábricas de paños, de algodones, de cristales y de china, las obras de caminos y canales, y la creación de un cuerpo de ingenieros, la estadística de población y de riqueza, los trabajos en pintura y arquitectura, la protección a la junta de comercio y moneda, los viajes marítimos de descubrimientos y de estudio, en cuyos objetos y otros semejantes se invertían sumas no pequeñas, y que tal vez parecerían excesivas, atendidas las estrecheces del tesoro{1}. Hoy se nos representará sin duda todo esto incompleto y mezquino, inferior a las necesidades de un pueblo, y no bastante a remediar los ahogos y los males que se padecían; pero habida consideración al estado del reino, entonces no era poco. Y de todos modos da idea de que no había de parte de los hombres del gobierno aquel abandono absoluto que se les ha atribuido, y aquella incuria que tanto se ha exagerado.
Pero hay otro grupo de medidas más dignas de reparo, porque eran al propio tiempo económicas y políticas, y porque reflejan el espíritu que prevalecía y dominaba en el gobierno de Carlos IV. El quince por ciento impuesto sobre todos los bienes raíces y derechos reales que adquirieran las manos muertas; la imposición de otro quince por ciento a favor de la caja de Amortización, y contra los bienes, derechos y acciones que se vincularan; la ejecución de la real cédula de 1770, no observada hasta entonces, que autorizaba la repartición de las tierras concejiles; la enajenación de los edificios pertenecientes al caudal de propios de los pueblos; las proposiciones para la venta de los bosques y sitios reales no habitados, y otras de esta índole, manifiestan el pensamiento y el sistema de promover la desamortización civil, y de poner en circulación la propiedad inmueble sacándola del poder de la mano muerta.
La abolición del privilegio en el pago del diezmo; el quince por ciento sobre los bienes que adquirieran las iglesias; la venta con autorización pontificia y con destino a la extinción de la deuda, de los bienes de maestrazgos, de las encomiendas de las órdenes militares, de las memorias, obras pías, cofradías y patronatos laicales; la enajenación, con la misma venía de la Santa Sede, de la séptima parte de los bienes del clero, de las catedrales y colegiatas, testifican la resolución con que se emprendió la desamortización eclesiástica, resolución que no habían tenido los hombres del gobierno de Carlos III, que abrió el camino al sistema desamortizador que en más ancha escala había de desarrollarse en nuestros días con intermedio de un reinado, pero que entonces se miró por muchos, y señaladamente por el clero, como un paso atrevido y como una agresión a los derechos de la Iglesia, y no puede desconocerse que fue una de las causas que le atrajeron más enemigos de parte de ciertas clases al príncipe de la Paz.
Una de las medidas en que resalta más aquel espíritu, fue la que permitió a todo artista o industrial extranjero, de cualquier creencia o religión que fuese, venir a España a ejercer o enseñar su industria, profesión u oficio, sin que pudiera impedírselo ni molestarle la Inquisición, con tal que él se sometiera a las leyes del país, y las obedeciera y guardara. Providencia que al propio tiempo que iba enderezada al fomento de la industria y de las artes, prueba hasta dónde rayaba la tolerancia civil y religiosa de los que la dictaron y autorizaron; providencia que no habría sido de extrañar en algunos de los ministros de Carlos III, los cuales, sin embargo, no llegaron tan allá en este punto, como tampoco en el de la desamortización; providencia, en fin, a la que en tiempos posteriores y de más libertad política tampoco se han atrevido a llegar oficialmente los poderes del Estado, y que por lo mismo, ya parezca a unos digna de reprobación, ya parezca a otros merecedora de alabanza, no deja de maravillar que se tomara en aquel reinado, y cuando tanto temor parece debería inspirar el contagio de las ideas y de la libertad religiosa de la Francia.
Guardaba, no obstante, consecuencia con otros actos político-religiosos (y de esta manera vamos natural e insensiblemente enlazando lo económico con lo político), tal como la disminución y reforma de las órdenes religiosas, para lo cual impetró y obtuvo el príncipe de la Paz bula pontificia, si bien la circunstancias que sobrevinieron, más todavía que los obstáculos que pudo poner el influjo de las ideas, impidieron su ejecución y cumplimiento.
En cuanto al influjo de las ideas, es muy de reparar, y ofrece materia de meditación al pensador y al filósofo, la lucha que se observaba entre las ideas modernas y las antiguas, entre la escuela tradicional sostenedora del sistema en que España había vivido en los últimos siglos, y la escuela reformadora del anterior reinado, reforzada con la revolución política del vecino reino; lucha que se dejaba percibir entre los diferentes ministros de Carlos IV, y a veces se reflejaba o en las vacilaciones o en las medidas contradictorias de un mismo ministro. En el principio del reinado viose de un modo palpable esta lucha entre el sistema represivo y cauteloso del asustado Floridablanca, a quien todo se le antojaba o peligroso, o impío, o antimonárquico, y el sistema expansivo y abierto de Aranda, amigo de muchos de los actores y no fácil de asustarse de las teorías de la revolución. Viose, después, entre el ilustre Jovellanos, reformando liberalmente los estudios, valiéndose para ello del sabio y virtuoso obispo Tavira, aunque denunciado al Santo Oficio por sospechoso en sus creencias, queriendo obligar a la Inquisición a sustanciar y fallar los procesos por las reglas comunes del derecho: el marqués Caballero, volviendo a los estudios toda su ranciedad antigua, dando a todos los actos ministeriales el tinte del fanatismo religioso y a la teocracia su añeja influencia, y pugnando por restituir su anterior rigorismo y prepotencia a la Inquisición; y Urquijo, enfrenando al tribunal de la Fe, y aspirando a su abolición completa, decretando el restablecimiento de la antigua disciplina de la Iglesia española, y llevando las innovaciones hasta el punto de darse por lastimada y ofendida y defraudada en su jurisdicción la corte romana. Es de advertir, que algunos de estos ministros de tan encontradas ideas y de tan opuestos pensamientos, lo estaban siendo simultáneamente.
Hemos apuntado que había quien experimentaba esta lucha dentro de sí mismo, y esto era lo que acontecía al príncipe de la Paz. Inclinado al principio liberal, pero temeroso de que lastimara la monarquía, con la cual estaba de todo punto identificado; amigo de reformas, pero asustado a veces o ante los obstáculos o ante el temor de la exageración; con el talento suficiente para conocer su utilidad, pero no con la bastante instrucción para formar una opinión fija y sostenerla con entereza; enemigo del privilegio y de la inmunidad, pero intimidado a veces ante la actitud de la nobleza y del clero, por una parte promovía la ilustración, daba ensanche a la enseñanza y a los estudios, dejaba circular las nuevas ideas, y permitía a la imprenta una libertad hasta entonces desconocida; y por otra repetía órdenes rigorosas, prohibiendo la introducción de libros franceses por temor a la propagación de doctrinas peligrosas. Abría las puertas de la patria y aun las de los conventos y las de las aulas de las universidades, a los jesuitas expulsos en tiempos de Carlos III, pero también las abría, y aun señalaba pingüe renta para vivir, a don Pablo Olavide, que desde el mismo reinado, condenado por la Inquisición, sufría en tierra extraña los rigores de una expatriación forzosa. De todos modos, aunque distante Godoy de las avanzadísimas ideas político-religiosas del ministro Urquijo, lo estaba infinitamente más de las reaccionarias y fanáticas del ministro Caballero, y se hubiera avenido mucho mejor con las ilustradas y templadas de Jovellanos, si miserias y flaquezas propias de la falsa posición de valido no le hubieran hecho enemigo y perseguidor, o consentidor de las persecuciones de quien en otro caso habría podido ser su amigo más útil, con gran provecho suyo e inmenso bien para la patria.
La conducta de Godoy con los obispos que le delataron a la Inquisición, y cuya suerte, con la comprobación auténtica del hecho, tuvo en su mano, fue no solo indulgente, sino generosa y noble (son palabras de sus propios enemigos). Adversario de aquel adusto tribunal, cuyos rigores se intentó hacerle sufrir, procuró, y logró templar su rigidez y su sombría fiereza, quebrantada no más en el anterior reinado. Desconcertó a los inquisidores y a los inquisitoriales la restitución de Olavide a la gracia del soberano, y su permiso de volver libremente a España. Los asustó la valerosa resolución de arrancar al tribunal el proceso de un profesor de Salamanca, y llevarle al Consejo de Castilla. Dejoles sin fuerza la orden de que no pudiera el Santo Oficio prender a nadie sin beneplácito y consentimiento del rey. Debilitábalos la tolerancia del gobierno con los escritores públicos, aun con aquellos que más ardientemente declamaban contra la hipocresía y contra el fanatismo político y religioso, y aun la protección a los que escribían contra la amortización eclesiástica y civil, contra el excesivo número y preponderancia de las órdenes religiosas, y otros asuntos de esta índole. Había trabajado Jovellanos en el propio sentido en su corto ministerio, y Urquijo no perdonaba medio ni ocasión de abatir aquella antigua institución y reducirla a la impotencia.
Ello es que el tribunal de la Fe en el reinado de Carlos IV se vio reducido a la conservación legal de sus formas; pero en cuanto al ejercicio, cesaron completamente los procesos tenebrosos y los castigos. No faltaban denuncias y delaciones, que tal era el hábito y tan arraigada estaba la costumbre, pero los denunciados ni siquiera solían ser ya requeridos. La Inquisición seguía inquiriendo e investigando secretamente, pero ya ni mataba ni hería. Hubo una prescripción para que ningún escritor público pudiese ser juzgado sin ser previamente oído, y en vista de aquella actitud del poder el mismo inquisidor general se mostraba tolerante, y no vacilaba muchas veces en transigir con las tendencias de la época.
Cuando recordamos la franca libertad con que Cabarrús escribía al mismo favorito, execrando las arbitrariedades de un poder supremo no contenido ni templado por otros poderes, y ensalzar casi abiertamente las formas de un gobierno representativo, sin que el valido se mostrara resentido ni quejoso de aquel lenguaje; cuando observamos, no solo la libertad y desembarazo con que se dejaba funcionar aquellas asociaciones populares que con el nombre de Sociedades Económicas había creado el gobierno de Carlos III, sino hacerlas eco de publicaciones de tan avanzadas doctrinas como el Informe sobre la Ley Agraria: fomentarlas y extenderlas hasta a poblaciones y localidades insignificantes; cuando advertimos que se imprimían y publicaban sin estorbo escritos como el Tratado de las Regalías de Amortización, el Ensayo sobre la antigua legislación de Castilla, la Memoria demostrando la falsedad del Voto de Santiago, y Semanarios y otros periódicos destinados a difundir las luces hasta por las clases industriales del pueblo; cuando un embajador extranjero noticiaba a su nación que después de la paz de Basilea se encontraban fácilmente en España diarios ingleses y franceses, lícito nos será inferir que no era el gobierno de Carlos IV de los que ahogaban el pensamiento, ni de los que cortaban el vuelo a las ideas.
Y aunque así no discurriésemos, diríalo mucho más elocuentemente que nosotros, y daría de ello testimonio irrecusable, aquella colección de ilustradísimos patricios que a la terminación de este reinado, y formados en él, proclamaron y sostuvieron y plantearon con tanta firmeza como copia de ciencia y de saber en la asamblea de Cádiz máximas y principios políticos de gobierno que trasformaron y reorganizaron la sociedad española, y que maravillaron a la Europa, que no creía se abrigara tanta ilustración en España.
Heredero este reinado del espíritu reformador del que le había precedido, tocole en algunas materias solamente ejecutar, y no fue poco que lo hiciera, lo que en aquél había sido prescrito, pero que había encontrado en las tradiciones y costumbres obstáculos para su realización. Tal fue la construcción de cementerios a distancia de las poblaciones, para desarraigar la práctica, tan nociva a la salubridad pública, de inhumar los cadáveres dentro de los templos; pero práctica inmemorial, y que a los ojos del pueblo aparecía piadosa, y por lo mismo su reforma dio ocasión y pie a que unos de buena fe y por una preocupación harto disculpable, otros por interés y con malicia, tildaran y aun acusaran acremente a los ejecutores de la innovación de irreligiosos o malos cristianos, no faltando quien con este motivo recordara al pueblo que eran los mismos que sacaban a la venta pública los bienes del clero y de las cofradías.
Otra costumbre popular, de diferente índole, pero no menos encarnada en los hábitos del pueblo español, quiso también, no ya reformar sino abolir, el gobierno de Carlos IV, con laudable deseo, pero con falta de cordura, que la hay en atacar de frente y en querer arrancar de improviso lo que está hondamente arraigado. Hablamos de las fiestas y espectáculos de las corridas de toros, que el gobierno de Carlos IV prohibió por contrarias a la agricultura, a la ganadería y a la industria, por la pérdida lastimosa de tiempo que ocasionaban a los artesanos, y por contrarias a la cultura y a los sentimientos de humanidad. Por más que la necesidad y conveniencia de esta medida viniera ya de siglos atrás indicada por soberanos tan esclarecidos y dignos de respeto como la grande Isabel I de Castilla; por más que en favor de la abolición de tan feroz y sangriento espectáculo escribieran los hombres ilustrados y doctos del principio de este siglo{2}; por más que la providencia hubiera sido adoptada en consulta y con aprobación del Consejo pleno, no por eso dejó de atraer impopularidad grande a los autores de la reforma, y más especialmente, al que las masas miraban siempre con marcada y desfavorable prevención, achacándole todo lo que podía serles disgustoso o contrario a sus aficiones.
Ayudaba a esta impopularidad la circunstancia de ser el príncipe Fernando ardientemente afecto a las fiestas de toros. Ídolo Fernando del pueblo, y acordes pueblo y príncipe en esta afición; enemigos Fernando y Godoy, y prohibiendo éste lo que constituía el entusiasmo de aquél, y el delirio de la gente popular que le aclamaba, la medida concitó más y más el odio de aquellas clases al favorito. Cuando más adelante, instalado ya Fernando en el trono de Castilla, le veamos cerrar las universidades y crear y dotar cátedras de tauromaquia, tendremos ocasión de cotejar el espíritu de los dos reinados, el de Carlos IV que ampliaba y fomentaba los establecimientos literarios y científicos, y prohibía las corridas de toros, y el de Fernando VII que mandaba cerrar las aulas literarias y hacía catedráticos a los toreros.
Prueba y testimonio dieron también los hombres del reinado que describimos de aficiones cultas y de fomentar las artes civilizadoras, en la protección que dispensaron al teatro, en siglos anteriores proscrito y anatematizado en España, tolerado y consentido después, considerado ya, favorecido y organizado en los reinados últimos, con empeño protegido y mejorado en el de Carlos IV, ya con premios a los mejores autores y a las mejores obras dramáticas de todos los géneros, originales, traducidas de otros idiomas, o refundidas del antiguo teatro español, ya estableciendo un censor regio, que lo fue un esclarecido poeta y distinguido político de la escuela liberal, que en nuestros días mereció la honra de ser solemnemente coronado por la mano augusta de la ilustre princesa que hoy ocupa el trono de San Fernando, ya prescribiendo para la escena reglas de buena policía, de decoro y compostura, tales como el público ilustrado tiene derecho a que se observen y guarden en estos espectáculos, en un reglamento que honra a su autor (1806 y 1807), y tal, que en la mayor parte de sus prescripciones apenas ha podido hacerse en tiempos posteriores sustancial enmienda y mejoramiento.
Muy poco se hizo en este reinado en el ramo importantísimo de la administración de justicia, si bien fue muy digna de aplauso, y así lo hemos consignado en otro lugar, la cédula en que se determinaban las condiciones y modo de proveer los cargos judiciales, y se daban reglas y establecían bases sobre duración del servicio, ascensos o remociones de los jueces. Parécenos muy extraña la falta de movimiento y de espíritu de reforma que se advierte en este ramo, siendo cabalmente la clase de jurisconsultos y letrados la que había brillado más en el reinado precedente, habiendo sido la magistratura, los Consejos y tribunales, objeto preferente de la atención y solicitud de Carlos III, y cuando vivían y estaban dando a luz aquellos ilustres varones tan luminosas obras y escritos sobre derecho y sobre materias de jurisprudencia. Por nuestra parte no hallamos otra explicación a este fenómeno, sino el estorbo que parecía encontrar el príncipe de la Paz para el ejercicio de su influencia y de su superior poderío en los hombres que vestían toga y desempeñaban el elevado sacerdocio de la justicia. No era posible que éste se ejerciera con independencia y dignidad con un monarca que prevenía al Consejo de Castilla, que en adelante ninguna sentencia se ejecutase sin que antes se remitiese a la aprobación de su secretario de Estado y del Despacho, y que éste declarase si estaba o no fundada en derecho. ¿No era esto trastornar enteramente los poderes, y crear una omnipotencia de favoritismo sobre el vilipendio del sagrado magisterio judicial? ¿Y cómo con esto no había de pronunciarse aquel antagonismo que se advirtió entre los Consejos y el valido?
Justos, no obstante, e imparciales, como debemos serlo, y es nuestra obligación más estrecha, cúmplenos decir, que si en materias de beneficencia pública no se siguió en este reinado aquel impulso enérgico, caritativo y general que distinguió y honró tanto, y constituye uno de los más gloriosos timbres de Carlos III, hízose algo en este camino, así como en el de amparar el verdadero desvalimiento, desterrar la vagancia y castigar la mendicidad fingida, especialmente en el principio del reinado. Pero el rasgo noble, grande, plausible, la providencia humanitaria y liberal del gobierno de Carlos IV en estas materias, y era ya primer ministro Godoy, fue la legitimación por la real autoridad de los desgraciados niños expósitos, prohibiendo los despreciativos apodos con que por mofa apellidaba el vulgo a aquellos seres inocentes, y declarando que quedaban en la clase de hombres buenos del estado llano general, gozando los propios honores y llevando las cargas de los demás vasallos honrados de la misma clase. Medida que en su espíritu, en su novedad y su trascendencia, puede compararse, y no es menos digna de elogio que aquella en que Carlos III declaró oficios honestos y honrados los que antes se tenían por infamantes y viles.
Dictáronse también ordenamientos, bandos y edictos, así para corregir los escándalos públicos y hasta las palabras obscenas, ofensivas al decoro social, como para la cultura, reforma y moralidad de las costumbres, ya con aplicación a los espectáculos, establecimientos y otros puntos de concurrencia, ya también hasta para las reuniones de carácter privado. Laudable era el propósito, y sonaban bien los preceptos escritos. Mas como la mejor y más eficaz lección de moralidad para los pueblos sea el ejemplo de los que le gobiernan y dirigen; como los que ocupan las alturas del poder, a semejanza de los astros, no puedan ocultar a las miradas del pueblo, siempre fijas en ellos, ni las buenas prendas y virtudes que los adornen, ni las flaquezas o vicios que los empañen; como el pueblo español acababa de ser testigo de la moral austera de la persona, del palacio y de la corte de Carlos III, y la comparaba con la falta de circunspección, de recato o de honestidad, que dentro y en torno a la regia morada de Carlos IV u observaba por sus ojos, o de oídas conocía; como de la causas de la intimidad entre la reina y el favorito se hablaba sin rebozo y sin misterio, porque ni siquiera la cautela las encubría, ni el disimulo las disfrazaba, ¡última fatalidad la de apoderarse el vulgo de los extravíos de los príncipes y de sus gobernantes!; como aparte de aquellas intimidades que mancillaban el trono, sabíase de otras que el valido mantenía, no menos ofensivas a la moral, o auténticas, o verosímiles, o tal vez nacidas solo de presunciones a que desgraciadamente daban sobrado pié y ocasión; como el pueblo veía que los hombres del poder, del influjo y de la riqueza ni habían conquistado aquellos puestos ni los honraban después de conquistados, ni con la continencia, ni con el recato, ni con la moralidad y las virtudes que a otros recomendaban o prescribían, pagábase poco de edictos, de bandos y de ordenamientos, heríale más vivamente el ejemplo de lo que presenciaba, que los mandamientos que se le imponían.
Y siendo la desmoralización una epidemia que cunde y se propaga, y corre con la rapidez de un torrente cuando el manantial brota de la cumbre y se desliza al fondo de la sociedad, y siendo lamentable tendencia y condición de la humanidad ser más imitadora de ejemplos dañosos, que cumplidora de consejos sanos, la conducta de la reina, del valido y de la corte de Carlos IV causaron a la sociedad española en la parte moral heridas que habían de tardar mucho en cicatrizarse, y males de que le había de costar gran trabajo reponerse.
VII.
Movimiento literario.– Progresos en la enseñanza y en la instrucción pública.– Estado comparativo de la ilustración española en la época de los reyes de la dinastía austriaca y la de los príncipes de la casa de Borbón.– Carácter, índole y diferencias esenciales entre la cultura intelectual de ambas épocas.– Causas de estas diferencias en los ramos de las ciencias, de las artes y de las bellas letras.
Aunque es en muchos casos exacta aquella máxima de Jovellanos: «Ya no es un problema, es una verdad reconocida que la instrucción es la medida común de la prosperidad de las naciones, y que así son ellas poderosas o débiles, felices o desgraciadas, según son ilustradas o ignorantes,» sin embargo, ni siempre marchan paralelas la ilustración y la prosperidad, ni siempre y en toda época la instrucción y el progreso intelectual son regla cierta y criterio seguro de la grandeza y del poder de un pueblo. Viose esto muy bien en el reinado que describimos, puesto que en medio de los contratiempos e infortunios exteriores y de la debilidad y abatimiento interior que hemos lamentado, la instrucción pública se fomentaba y desarrollaba de la manera que en nuestra historia hemos visto.
Y es que el vigor o la debilidad de un pueblo, su flaqueza o su poder material, penden a veces de uno o de muy pocos acontecimientos prósperos o desgraciados, que bastan a cambiar súbitamente sus condiciones de fuerza. A veces un genio guerrero o una especialidad económica robustece en pocos años una nación abatida; a veces una sola campaña desgraciada quebranta y debilita por mucho tiempo un pueblo vigoroso y robusto. Mientras que la semilla de la ilustración, base cierta y segura de futuro progreso, pero lenta en germinar y en fructificar, puede comenzar a florecer y a dar fruto en períodos de material enflaquecimiento. En las naciones como en los individuos no existen siempre a un tiempo la madurez del entendimiento y la virilidad de la juventud: por desgracia en las naciones como en los individuos el saber suele venir cuando ha pasado la edad del vigor.
Que se fomentaron los estudios y se protegieron y se cultivaron las ciencias y las letras con laudable solicitud en el reinado de Carlos IV, lo hemos visto en nuestra historia, y en la parte consagrada a la narración presentamos no pocos datos y pruebas de ello. Entonces dijimos que nos reservábamos dar en otro lugar mayor extensión a aquel examen; y casi nos arrepentimos del ofrecimiento, toda vez que, no siendo nuestra misión, ni debiendo ser nuestro propósito hacer una historia literaria, no nos cumple en este lugar sino agrupar y reunir las noticias que sobre esta materia dejamos atrás sembradas, y hacer sobre el origen, la índole, la tendencia, el espíritu, la extensión y las consecuencias precisas o probables de aquel movimiento intelectual las consideraciones que se nos alcancen y sean propias de este género de reseñas.
Si un juicioso escritor dijo con razón: «Las reformas literarias empezaron en el reinado de Felipe V, continuaron en el de Fernando VI, y produjeron la brillante época literaria del reinado de Carlos III,» nosotros podemos y debemos añadir; «Y recibieron grande impulso y mejora en el de Carlos IV.»
Es ciertamente el progresivo desarrollo del movimiento intelectual en España que hemos venido advirtiendo en los reinados de los cuatro primeros Borbones, un timbre glorioso que no puede negarse ni disputarse a los príncipes de esta dinastía, y un honroso blasón para ellos, y una compensación para nosotros de los errores políticos que especialmente en algunos de ellos hemos tenido que deplorar, y hasta que censurar amargamente. Acaso no se ha reparado todavía la diferencia en punto a instrucción y cultura entre los reinados de los cuatro últimos soberanos de la casa de Austria y las de los cuatro primeros monarcas de la estirpe Borbónica, ni su diversa índole, ni la marcha gradual que aquellas llevaron desde Felipe II hasta Carlos IV. Y sin embargo esta observación nos suministrará una nueva prueba de la verdad y exactitud de uno de nuestros principios históricos, y aun el más fundamental de ellos, a saber, la marcha progresiva de las sociedades, aun al través de aquellos periodos de abatimiento que parece hacerlas retrogradar.
Felipe II, el monarca español en cuyos dominios, según el dicho célebre, no se ponía nunca el sol, tuvo la pretensión peregrina de que el sol de la ilustración no penetrara en la península española, que a tal equivalía la famosa pragmática de 1559, incomunicando intelectualmente a España del resto del mundo, prohibiendo que de aquí saliera nadie a aprender en el extranjero, ni del extranjero viniera nadie a enseñar aquí; especie de bloqueo peninsular para las ideas, aún más extravagante que el bloqueo continental para las mercancías que otro genio inventó siglos después. El rey cenobita que tan a gusto se hallaba en una celda del Escorial, quiso hacer de España un inmenso monasterio, sujeto a clausura para las ideas. Dejaba, sí, a los ingenios españoles, que los hubo muchos y muy fecundos en su reinado, campear libremente en las creaciones de la imaginación, y en las obras de bella y amena literatura, hasta merecer con razón aquella época el nombre de siglo de oro de la literatura española, y permitíales esparcirse con la misma libertad por el campo neutral e inofensivo de aquellos ramos del saber humano, que no daban ocasión, ni de recelo al suspicaz y adusto monarca, ni de sospecha a los ceñudos y torvos inquisidores. ¡Pero ay de aquel que en materias teológicas, filosóficas o políticas, se atreviera a emitir un pensamiento nuevo que excitara la sombría cavilosidad de los supremos jueces del Santo Oficio!
Seguro podía estar de no librarse de las mortificaciones de un proceso, de las prisiones o las penitenciarías del severo tribunal, por sospechoso de herejía o por alumbrado, sin que le valiera ser teólogo doctísimo como Fr. Melchor Cano y Fr. Domingo de Soto, ni ilustradísimo religioso como Fr. Luis de León y el Padre Juan de Mariana, ni esclarecido y virtuoso prelado como Fr. Bartolomé de Carranza, ni apóstol fervoroso de la fe como el venerable Juan de Ávila, ni siquiera tener fama y olor de santidad como Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.
Con Felipe III se levantaban muchos conventos, y se los dotaba pingüemente; pero ni se erigían colegios, ni cuidaba nadie de los estudios. No le importaba que en España no hubiese ni letras ni artes, y que desapareciesen las artes y las letras, con tal que hubiese muchos frailes y desapareciesen los moriscos. Poco le importaba todo a Felipe IV, siempre que hubiese juegos, espectáculos y festines, y que no faltaran lujosas cuadrillas de justadores, músicos y escuderos. Aficionado sobre todo a comedias, con ínfulas él mismo de autor dramático, dado, más de lo que la dignidad y el decoro consentían, al trato íntimo con comediantas y comediantes, el genio y el arte escénico eran los que progresaban a impulsos de la protección y del ejemplo del rey. Brillaban y brotaban ingenios como Lope de Vega, Calderón, Tirso, Rojas y Moreto, y actores y actrices, como Morales, Figueroa, Castro y Juan Rana, y como la Calderona, María Riquelme y Bárbara Coronel. El pueblo se desahogaba contra el rey, los favoritos y el mal gobierno, con sátiras, pasquines y comedias burlescas y desvergonzadas. La poesía lírica tuvo también su período de brillo en este reinado, pero abandonada a sí misma y sin el auxilio de otros ramos del saber, extinguiose pronto, y cayó en el gongorismo y en la corrupción. Por raro caso se veía salir a luz tal cual producción de otro género y de algún fondo, como las Empresas políticas de Saavedra, y como la Conservación de Monarquías de Navarrete.
¿Qué ciencias ni qué letras podían florecer con Carlos II, guiado por confesores fanáticos, por privados disolutos y por camareras intrigantes? ¿Qué estudios habían de promover aquellos personajes influyentes de la Corte que el vulgo conocía con los apodos de la Perdiz, el Cojo y el Mulo? ¿Qué literatura había de cultivarse, como no fuese la sátira envenenada, sangrienta y grosera, con el monarca de los hechizos, de los duendes de palacio, de los familiares del Santo Oficio, de las monjas energúmenas, de las revelaciones de fingidos endemoniados, y de los conjuros de embaucadores exorcistas?
Pero viene el primer soberano de la casa de Borbón, y a su vigoroso impulso sacude su marasmo la monarquía, y salen de su lamentable abyección las letras. Trae la influencia política de la Francia, pero trae también la ilustración de la corte de Versalles. Nacen y se levantan en España las Academias de la Lengua y de la Historia, se funda la universidad de Cervera, se crea la Real Librería, la Tertulia Literaria Médica se convierte en Academia de Medicina y Cirugía, se publica el Diario de los Literatos, y se escriben el Teatro Crítico y las Cartas Eruditas. Se empiezan a dar a la estampa obras de filosofía y de jurisprudencia; la historia encuentra cultivadores; la poesía se avergüenza del estragado y corrompido gusto en que había caído, y no falta quien para volverle sus bellas formas la sujete a reglas de arte, fundando así una nueva escuela poética.
Continúa con el segundo Borbón el movimiento literario y académico. Bajo la protección regia se erigen en Madrid las Academias de Nobles Artes, de Historia Eclesiástica y de Lengua Latina. El impulso se comunica y extiende del centro a los extremos, y en Barcelona, y en Sevilla, y en Granada se crean Academias de Buenas Letras, alguna de ellas con aspiraciones a formar una Enciclopedia universal de todos los géneros de literatura. Hombres de ilustre cuna y de elevado ingenio alentaban esta regeneración literaria con su influjo y con su ejemplo; y al modo que en el reinado de Felipe V el ínclito marqués de Villena don Juan Manuel Fernández Pacheco franqueaba su casa a los literatos para celebrar en ella sus reuniones, y proponía después la fundación de la Academia Española, y era luego director de ella, así en el reinado de Fernando VI el esclarecido marqués de Valdeflores don Luis José Velázquez viajaba por España en busca e investigación de antigüedades y documentos históricos con arreglo a instrucción del marqués de la Ensenada, para hacer una colección general que sirviera para escribir la historia patria. Movíanse a su imitación los hombres eruditos de la clase media; y hasta las damas de la primera jerarquía social abrían sus tertulias y salones a los aficionados, convirtiéndose en instructivas reuniones literarias y en focos de ilustración y de cultura, las que comúnmente no suelen serlo sino de pasatiempo estéril y de frívolo recreo.
Reflexionando en estos dos reinados, considerando que el uno fue de agitación y de guerras, intestinas y extrañas, el otro por el contrario, un período de paz y quietud, y que ambos lo fueron de regeneración para las ciencias y las letras, y que en ambos tuvieran éstas desenvolvimiento, casi estamos tentados a creer, que ni el reposo es condición precisa o indeclinable, ni la agitación impedimento y estorbo invencible para el progreso científico; y sin negar ni desconocer cuánto la una y la otra tengan de favorables y adversas, acaso no es aventurado decir que más que otra causa alguna influye en provecho o en daño de la cultura intelectual, y más que otra alguna la vivifica o destruye, la alienta o amortigua la voluntad enérgica o la inercia indolente, la afición o el desapego, la ilustración o la ignorancia de los príncipes y de las personas que dirigen y gobiernan los estados.
Habiendo sido el sistema del tercer soberano de la casa de Borbón encomendar las riendas del gobierno a los hombres que más se distinguían por su ilustración y su saber, y dado, como hemos visto, en los dos reinados anteriores el impulso al movimiento científico y literario, ya no sorprende, aunque no deje de causar agradable admiración, verle desenvolverse con rapidez, a pesar de las guerras que agitaron aquel reinado. Con la feliz preparación que de atrás venía hecha, con la disposición propicia que mostró al llegar de Nápoles Carlos III, honrando y distinguiendo a las dos lumbreras de los reinados anteriores, Macanaz y Feijoo, con ministros y consejeros como Roda, Aranda, Floridablanca, Campomanes y otros que con admirable tacto supo escoger, ya no debe maravillar que el gobierno de Carlos III, el creador de las sociedades económicas, fuese el multiplicador de las escuelas de párvulos, el dotador de casas de educación de jóvenes, el fundador de los Seminarios conciliares, el reformador de los colegios mayores, el reorganizador de las universidades, el promovedor de un plan general de enseñanza, el fomentador de la ciencia de la legislación, el protector de los estudios de jurisprudencia, de medicina, de botánica, de náutica y de astronomía, de los gabinetes de física y de historia natural, de las cátedras y de las obras de matemáticas, de los viajes científicos, de los estudios históricos, de la literatura crítica, de la oratoria sagrada y profana, de las producciones dramáticas, de la poesía épica y lírica, de las publicaciones periódicas variadas y eruditas, de las nobles artes, y de los que en ellas sobresalían o las cultivaban con provecho.
Si este movimiento intelectual se paralizó o continuó, si retrocedió o progresó en el reinado de Carlos IV, y cual fuese su índole y su carácter, es lo que al presente nos cumple juzgar, o más bien tócanos solo determinar lo segundo; que en cuanto a lo primero, demostrado queda extensamente en varios lugares de nuestra historia, que lejos de suspenderse ni retrogradar en el reinado del cuarto Borbón aquel impulso literario, ensanchose el círculo y se dilató la esfera de los humanos conocimientos, y se abrieron nuevas y fecundas fuentes de instrucción y de saber. Las Sociedades económicas se multiplicaron y extendieron; extendiéronse igualmente, y se multiplicaron las escuelas, y en unas y otras se dio latitud a la enseñanza teórica y práctica de las ciencias matemáticas, físicas y naturales, y de los conocimientos geográficos, industriales y mercantiles; diose protección y otorgáronse privilegios y franquicias a los maestros; exigiéronse condiciones al profesorado, y se le elevó en consideración y en jerarquía; adoptáronse sistemas nuevos como el de Pestalozzi; fundáronse colegios como el de Medicina y el de Caballeros Pajes; creáronse establecimientos científicos como el Instituto Asturiano, y el Museo hidrográfico; cuerpos facultativos como el de ingenieros cosmógrafos, y el de ingenieros de caminos, canales y puertos; escuelas especiales y profesionales, como la de Veterinaria, la de Sordo-mudos y la de Taquigrafía; talleres de maquinaria, y gabinetes de instrumentos físicos y astronómicos como el del Buen Retiro; suprimiéronse la mitad de las universidades, por inútiles y mal organizadas, y se dio para las restantes un plan uniforme y general de enseñanza; regularizáronse las carreras, y se designaron las asignaturas, duración y títulos de cada una; continuaron los viajes navales marítimos para descubrimientos y estudios científicos; sabios pensionados viajaban por el extranjero para traer a España los adelantos de otras partes; diose latitud a la imprenta, y publicáronse obras de todos los ramos del saber; enriqueciose la Biblioteca Real, y se dotó anchurosamente a sus empleados; confiriose a la Academia de la Historia la inspección general de todas las antigüedades del reino; y el hombre poderoso de España, el privado de los reyes, hacía alarde de contar entre sus más honrosos títulos los de académico honorario de la de la Historia y protector de la de Nobles Artes de San Fernando.
El carácter, espíritu y fisonomía del movimiento literario y científico de este reinado, retratan la fisonomía, el espíritu y el carácter de la época, y el de su movimiento político, económico y social.
La cultura intelectual de últimos del siglo XVIII y principios del XIX no es la cultura intelectual de los siglos XVI y XVII. Ni las materias de estudio, ni su objeto y aplicación, ni el gusto literario se semejan y parecen; porque son otras las ideas, otras las necesidades, otros los intereses y otras las costumbres de cada época. Aunque todavía no se había realizado en España una revolución, ni en la esfera de la ciencia ni en la esfera de la política y del gobierno, habíase consumado a la vecindad de nuestra patria, y en ella misma se advertían y dibujaban síntomas de no lejanas novedades, ya impulsadas por el soplo de fuera, ya por fruto de la preparación y la semilla que dentro se había venido sembrando en los reinados anteriores.
De contado no se limitan ya los ingenios, como en aquellos siglos generalmente acontecía, a escribir gruesos volúmenes sobre teología escolástica, sobre mística o sobre moral, o a hacer difusos e interminables comentarios recargados de citas y rebosando empalagosa erudición sobre un cuerpo de leyes, o a sostener fatigosas controversias sobre temas estériles e impertinentes, o a gastar la imaginación en sutiles agudezas, o a lucir el genio poético en poesías amatorias o de pura recreación: otros objetos, otras necesidades, otras atenciones ocupaban ahora a los entendimientos: la ciencia comienza a fijarse en el mundo físico, y a estudiar los medios de utilizar sus producciones, y el talento humano empieza a consagrarse, al menos de un modo antes muy poco común y usado, a fomentar la riqueza material. De aquí la aplicación de la ciencia a las profesiones industriales, al comercio, a la navegación, a las artes útiles. De aquí la novedad de hacer objeto de estudio y enseñanza en los establecimientos públicos, que tanta resistencia habían opuesto antes, materias y ciencias como las matemáticas, la física, la historia natural, la náutica y otras que con ellas tienen analogía. De aquí haberse visto plantear la enseñanza de la arquitectura hidráulica, y hacerse de ella una carrera; haberse levantado Institutos como el Asturiano para el estudio de las matemáticas, de la mineralogía, de la náutica y de las lenguas; haberse creado talleres y escuelas de construcción de maquinaria y de instrumentos de física y astronomía; haberse fomentado los viajes marítimos, y erigido locales donde depositar las obras, los atlas, las cartas y derroteros más notables y célebres; haberse, en fin, establecido cátedras de ciencias exactas en multitud de poblaciones y en colegios de propósito creados para ello, ya que muchas universidades repugnaban todavía esta novedad.
Además de la diferencia de índole y de carácter que en el movimiento intelectual de otros siglos y el de la época que examinamos producían las diversas necesidades de los pueblos, las diversas vocaciones de los hombres, y por consecuencia las diversas materias de estudio y de enseñanza, había, y se nota, respecto a unas mismas ciencias, otro gusto, otro ensanche, otra libertad, nacido todo de la latitud que los gobiernos consentían al pensamiento y a la emisión de las ideas, habiendo ido desapareciendo en gran parte aquel recelo, aquel temor, aquella desconfianza asustadiza que tenía como comprimidos los talentos, y los ingenios como en tortura. Ya no solo los jóvenes estudiosos podían cultivar, y los hombres doctos publicar y propagar con cierto desembarazo aquellos estudios y conocimientos que antes o se tenían en poco, o se consideraban peligrosos, por rozarse con la legislación del país, o por chocar con añejas doctrinas y arraigadas tradiciones, o con errores que la oscuridad de los tiempos había sancionado como verdades intangibles so pena de profanación, sino que aquellos hombres recibieron ya premios y distinciones en lugar de persecuciones o desvíos, eran más de una vez preferidos para los primeros y más elevados puestos del Estado, y así acontecía a veces ir el gobierno delante de la opinión y de las doctrinas innovadoras.
Resultado y consecuencia de este sistema de expansión era que se leyesen y circulasen, y se diesen a la estampa, ya traducidas, ya comentadas, ya también originales, obras de economía política, de derecho público y de crítica filosófica, cuyas materias, si antes eran de algunos conocidas, estaban en estrechísimo círculo encerradas, y expuestos siempre sus autores o cultivadores al enojo o a las iras de un poder intolerante, o de los que más influencia cerca de él ejercían. Ahora, sobre correr sin inconveniente los escritos y doctrinas económico-políticas de Smith y de Turgot, las de derecho público y de gentes de Watel y de Domat, las político-filosóficas de Filangieri, de Rumford, de Pastoret y de Raynal, y hasta las producciones de Montesquieu, de Condorcet y de Rousseau, escribían ya en España o se hacían notables por sus conocimientos de economía, de derecho y de política, hombres como Campomanes, Jovellanos, Asso, Manuel, Sempere, Salas, Mendoza, Cabarrús y otros cuyas obras y trabajos científicos hemos citado en nuestra historia, y ocupaban las sillas del poder ministerial hombres de ideas tan avanzadas como Roda, Aranda, Jovellanos, Saavedra, Cabarrús y Urquijo, con más o menos resabios de la escuela francesa, pero todos con otro espíritu y con miras más elevadas y filosóficas que en los tiempos anteriores.
La misma diferencia de carácter que hemos notado en el ramo de las ciencias, había, y es fácil de observar en las buenas letras y en la bella y amena literatura, entre las dos épocas que estamos comparando. No hay asimilación, por ejemplo, en el gusto y en el giro de las obras históricas del siglo XVI y las de fines del XVIII y principios del XIX. Otra es la erudición y otra la crítica que resalta en las de este último período, y otra también la expansión y la libertad con que movían la pluma los autores, si bien en algunas de ellas se conservan todavía los atavíos y maneras del gusto antiguo, y en otras, por el contrario, se llevan al extremo la independencia y la despreocupación de la nueva escuela, como acontece en los períodos de transición. Así se ve en la Historia crítica de Masdeu llevado el escepticismo, no ya a expurgar de las fábulas con que en lo antiguo habían sido desfiguradas nuestras historias y anales, sino hasta negar las verdades y los hechos más apoyados en datos y más confirmados por documentos auténticos. Pero aparte de estos exagerados alardes de despreocupación y de genio crítico, otro era el espíritu de investigación, otro el examen y otro el análisis que se advertía, ya en las Memorias de la Real Academia, ya en las producciones históricas de Capmany, de Asso, de Llorente, de Muñoz y otros, ya en los Memoriales y Semanarios eruditos y en los Viajes literarios que salían a luz y la daban a la historia.
No pretendemos, ni pretenderlo podríamos, cotejar el número de los buenos poetas que campearon en el reinado de Carlos IV con el inmensamente mayor de los que florecieron en el siglo XVI, ya por haber sido la poesía una de las formas literarias y una de las manifestaciones de la cultura intelectual que dieron más realce a aquel antiguo período y que contribuyeron más a que se le apellidara la edad dorada de las letras españolas, ya porque no podía producir un cuarto de siglo tantos ingenios como una centuria entera, y ya también porque entonces las trabas y estorbos que las inteligencias encontraban para consagrarse sin peligro a cierta clase de estudios y trabajos científicos, hacían que los talentos creadores se agruparan en derredor del inocente y florido campo de la amena literatura, en tanto que ahora se espaciaban y extendían por más ancho círculo, y los mismos que acreditaban aventajada aptitud para manejar el plectro le soltaban muchas veces para engolfarse en más graves tareas, y en el estudio de otros más áridos, aunque más útiles ramos del saber.
Mas no por eso faltaron en este período quienes volviesen a la poesía su belleza y sus encantos, su gracia y su armonía, habiendo quien sobresaliera en la tierna anacreóntica y en el gracioso y delicado idilio, en la juguetona letrilla y el sencillo romance, en la dulce y melancólica elegía; quien manejara con agudeza y buen gusto la sátira punzante y festiva; quien cultivara con agradable naturalidad la fábula; quien diera al arte escénico moralidad, verosimilitud, decoro y cultura; quien diera al pensamiento y a la dicción grandeza y nervio, sublimidad y robustez, elevación y brío. Si en algunos géneros la poesía de esta época guardaba semejanza de carácter y de estilo con la del siglo de oro, sin más diferencia que ser otro el atavío del lenguaje, en otros géneros, y es el objeto de nuestras actuales observaciones, se distinguía esencialmente por la novedad de los asuntos a que se consagraba, por el espíritu filosófico del siglo, por la idea política que preocupaba los ánimos, por el fuego patriótico que la inspiraba y enardecía.
Porque fuera en vano buscar en el siglo XVI argumentos para excitar los arranques del patriotismo indignado, o para inspirar la amarga censura del filósofo, o para arrancar el panegírico entusiasta de una innovación, como los que ahora servían de tema, y entonces habrían sido vedados, a genios e imaginaciones como las de Jovellanos, Cienfuegos, Gallego y Quintana; que ni se concebía en aquel siglo en España, ni en el supuesto de concebirse se tuviera ni por lícito ni por posible, que los vates se atrevieran, ni permitieran los gobiernos, como al principio del presente, a emitir pensamientos e ideas como las que se leen en las sublimes odas y vigorosos cantos al Panteón del Escorial, al Océano, al Combate de Trafalgar, a la Invención de la imprenta y al Alzamiento de la nación.
VIII.
Opuesto y constante paralelismo entre la decadencia y el renacimiento de las ciencias, y la pujanza y decadencia del poder inquisitorial, desde el siglo XVI hasta principios del XIX.
Una vez expuesta y reconocida esta diferencia esencial en índole y carácter entre la cultura intelectual y el movimiento científico y literario de unas y otras épocas; demostrada la gradación progresiva en que se le ha visto marchar desde el siglo XVI hasta el XIX, desde Felipe II hasta Carlos IV; siendo, como es, la marcha de la civilización de las sociedades y el examen de sus causas una de las enseñanzas más útiles y de los estudios más provechosos y más dignos del que escribe y del que lee la historia, justo será que busquemos estas causas, además de las indicaciones que de ellas ligeramente y de paso dejamos apuntadas.
No queremos imponer a otros nuestro juicio, ni nos consideramos con derecho a hacerlo. Vamos, por lo mismo, solamente a confrontar tiempos con tiempos y hechos con hechos, y después, así los que convengan con nuestro modo de ver como los que de otra manera piensen, podrán juzgar hasta qué punto favoreció o perjudicó al desarrollo o al estancamiento de la cultura y del progreso social el sistema social el sistema que dominó en cada época, período o reinado.
Dudamos mucho que haya quien, discurriendo de buena fe, niegue o desconozca, ni menos atribuya a casualidad, el constante y encontrado paralelismo en que se observa ir marchando en los cuatro últimos siglos la libertad o la presión del pensamiento y la preponderancia o la decadencia del poder inquisitorial. En los siglos XVI y XVII, durante la dominación de la casa de Austria, el tribunal de la Fe se ostenta pujante y casi omnipotente, ya sea el brazo del gobierno con Felipe II que no consentía otra cabeza que la suya, ya sea la cabeza con Carlos II que carecía de ella, ya sea el alma del poder con los Felipes III y IV, que le resignaban gustosos a trueque de que les dejaran tiempo para orar y para gozar. Al compás de la influencia y del poderío de aquella institución hemos visto la idea filosófica y el pensamiento político, o esconderse asustados, o desaparecer entre las sombras del fanatismo, o asomar vergonzantes y temerosos de una severa expiación.
Felipe II, que se recreaba con los autos de fe, y proclamaba en público que si su hijo se contaminara de herejía, llevaría por su mano la leña para el sacrificio, levantaba un valladar y establecía un cordón sanitario para que no penetrara en España ni un destello, ni una ráfaga de la instrucción que alumbraba otras naciones. Felipe III, no pensando sino en poblar conventos y despoblar el reino de moriscos, dejando a cargo de la Inquisición acabar con los que quedaban, ni comprendía ni quería escuchar otras ideas que las que le inspiraba el fanático padre Rivera. Felipe IV nos incomunicó mercantilmente con Europa, y donde ya no se permitía entrar una idea de fuera, prohibió que se introdujese hasta un artefacto. Envuelto Carlos II entre hechiceros, energúmenos, exorcistas y saludadores, siendo en su tiempo los autos de fe y las hogueras el gran espectáculo, la solemnidad recreativa a que se convidaba, y a que asistían con placer monarca, clero, magnates, damas y pueblo; lo que privaba y prevalecía era la sátira grosera y maldiciente contra la imbecilidad del monarca, la corrupción de la corte, y la miseria de un reino que se veía casi desmoronado.
Sin embargo, la idea, que como el viento penetra y se abre paso por entre el más tupido velo, germinando en las cabezas de algunos claros ingenios y de algunos talentos privilegiados, pugnaba por romper la presión en que se la tenía, y de cuando en cuando asomaba como el rayo del sol por entre espesa niebla, buscando y marcando la marcha natural del progreso a que está destinada la humanidad, emitida bajo una u otra forma por hombres doctos, como aconteció en el reinado de Felipe IV con el ilustrado Chumacero y Pimentel en su célebre Memorial, en el de Carlos II con la Junta de individuos de todos los Consejos en su memorable Informe sobre abusos y excesos del Santo Oficio en materias de jurisdicción.
Asomaba, pues, al horizonte español al terminar la dominación de la dinastía austriaca, por la fuerza de los tiempos y del destino providencial de la sociedad humana, la aurora de otra ilustración, cuando vino el primer príncipe de la casa de Borbón a regir el reino. Aunque en el reinado de Felipe V ni disminuyen los autos de fe ni se suaviza de un modo sensible el rigor inquisitorial, sin embargo, ya el monarca no honra con su presencia aquellos terribles espectáculos, antes se niega a asistir al que se había preparado para festejarle; destierra a un inquisidor general, que se creía por su cargo invulnerable, y abre los corazones a la esperanza de ver quebrantada la omnipotencia del Santo Oficio.
Al compás de esta conducta cobran aliento los hombres de doctrina, el pensamiento se explaya con cierto desembarazo por el campo de las ciencias antes vedadas, se escribe con despreocupación sobre las atribuciones de los diferentes poderes, se proclaman principios de reforma sobre amortización eclesiástica y sobre órdenes religiosas, y si alguno de estos escritores sufre todavía molestias, vejaciones, y hasta el destierro por resultado de un proceso inquisitorial, el monarca no le retira su cariño y sigue pidiéndole consejos. Campean en fin los célebres escritos de Macanaz, de Feijoo, de Mayans y Ciscar; se inicia la buena crítica; se ensancha la esfera de las ciencias; la política y la filosofía encuentran cultivadores; se levanta el entredicho y la incomunicación literaria de Felipe II; se abre en fin una época de restauración intelectual. En cuanto afloja un poco la tirantez de cierta institución respira el pensamiento oprimido, se dilata el círculo de las ideas.
Veamos si el desarrollo siempre creciente de las ciencias y de las letras en los reinados de Fernando VI y Carlos III, guardaron también el mismo paralelismo en opuesta marcha con aquella institución. Escuelas, colegios, universidades, academias, museos, bibliotecas, sociedades patrióticas, todo se multiplica y crece prodigiosamente en estos reinados. Rodéanse los monarcas y toman consejo de los hombres más ilustrados y doctos, siquiera profesen y difundan las ideas políticas y filosóficas más avanzadas. Enséñanse en las aulas públicas y prevalecen en la esfera del poder las doctrinas del regalismo. Celébranse con la Santa Sede concordatos, en que se consignan principios y se acuerdan de mutuo convenio estipulaciones que antes habrían movido escándalo y concitado anatemas. Se erigen cátedras de ciencias exactas, se ilustra la ciencia del derecho, se premia y galardona las artes liberales, y se emplea libremente y hasta se celebra la sátira festiva y la crítica amarga contra las rancias preocupaciones y contra la elocuencia del púlpito amanerada, abigarrada y corrompida.
¿Qué se observa al mismo tiempo respecto al tribunal de la Fe? Con Fernando VI sufre una visible modificación; se ve aflojar su tirantez; el sabio benedictino que con doctísima crítica y erudición asombrosa había combatido desembozadamente los falsos milagros, las profecías supuestas, la devoción hipócrita y las consejas vulgares del fanatismo, ya no era llevado a la hoguera, ni siquiera a las cárceles secretas del tribunal; el mismo Consejo de la Suprema reconocía su catolicismo, y el monarca imponía silencio a sus impugnadores. Y el chistoso acusador de los profanadores del púlpito, el docto y agudo jesuita que ridiculizó la plaga de sermoneros gerundistas, si bien fue delatado al Santo Oficio, y éste vedó la lectura de su obra, cuando ya era de todo el mundo conocida, ni llevó sambenito, como en otro tiempo hubiera llevado, ni probó calabozos y prisiones, como otros muchos más santos que él tiempos atrás probaron y sufrieron. Con Carlos III recupera el poder real multitud de atribuciones jurisdiccionales que el tribunal de la Fe se había ido arrogando y usurpando, se someten a la revisión de la regia autoridad los procesos que se formen a determinadas clases, y se castiga a los inquisidores que se extralimitan; quebrántase así la antigua rigidez del Santo Oficio, y sus ministros y jueces se doblegan y humanizan. Prosiguen los enjuiciamientos y procesos por hábito y costumbre, y se ven encausados ministros de la corona y consejeros reales por impíos y por partidarios de la filosofía moderna, pero se reducen los procedimientos a audiencias de cargos, y se sobreseen las causas con una facilidad de que se sonríen los encausados. La Inquisición condena todavía, pero falla a puerta cerrada, y ni da espectáculos, ni quema, ni despide fulgores. ¿Se podrá desconocer la marcha opuesta que llevaban en las épocas que vamos examinando el vuelo intelectual y la decadencia del Santo Oficio, el progreso científico y el caimiento del poder inquisitorial?
Llega el reinado de Carlos IV, y el último desterrado por la Inquisición vuelve a España a vivir libremente y con pingüe pensión que se le asigna para su mantenimiento. Un ministro de la corona obtiene una real orden para que el Santo Oficio no pueda prender a nadie sin consentimiento y beneplácito del rey. Otro ministro está cerca de alcanzar de la Santa Sede la plenitud de la jurisdicción episcopal según la antigua disciplina de la Iglesia española. De todos modos, en la época en que una filosofía y una política nuevas, destructoras del régimen y de las doctrinas antiguas, hubieran podido ofrecer abundante pasto y copioso alimento a los suspicaces escudriñadores de opiniones sospechosas, la Inquisición enervada y sin fuerzas, esqueleto débil y extenuado de lo que en otro tiempo había sido gigante robusto y formidable, apenas da señales de vida, y resignada, ya que no contenta con el nombre y con la forma legal, finge amoldarse y acomodarse a las exigencias de las circunstancias y al espíritu del siglo.
Reciente debe estar en la memoria de nuestros lectores el gran desenvolvimiento que en este reinado recibieron las ciencias y las letras en España; la latitud que se dio al pensamiento y se empezó a dar a la imprenta; la propagación de los conocimientos; la incesante publicación de obras científicas, políticas y filosóficas, y la aparición continua de producciones críticas, artísticas y literarias, o consentidas, o fomentadas, o costeadas por el gobierno mismo; y por último que bajo este reinado y al abrigo de cierta libertad, aunque incompleta, hasta entonces inusitada y desconocida, se formaran aquellos doctos e ilustres varones que, con más o menos acierto o error, consignaron sus principios, los unos en la Constitución de Bayona, los otros en la de Cádiz, las cuales, aunque inspiradas por diferentes móviles, y dictadas con muy distinto espíritu patrio, cambiaban ambas, la una menos, la otra más radicalmente el modo de ser de la sociedad y de la nación española.
Creemos haber demostrado de un modo inconcuso que desde el siglo XVI hasta principios del XIX, desde Felipe II hasta Carlos IV, el poder y la influencia inquisitorial, y el movimiento intelectual, político y filosófico de España, marcharon constantemente en dirección paralela y opuesta. Que semejantes a dos ríos que corren en encontradas direcciones, durante los cuatro reinados de la casa de Austria que hemos rápidamente recorrido, el poder de la Inquisición iba creciendo y absorbiendo otros poderes, al modo de los ríos que corriendo libre y desembarazadamente largo espacio van asumiendo en sí las aguas de los manantiales que a ellos afluyen, hasta formar un caudal formidable; y que entretanto y simultáneamente el poder real y civil, el pensamiento y la idea filosófica, el principio político y civilizador de las sociedades, iban decreciendo y secándose, a semejanza de aquellos ríos cuyas aguas van menguando hasta casi desaparecer sumidas e infiltradas en los áridos y abrasados campos que recorren. Que en los cuatro reinados de la dinastía Borbónica a que alcanza nuestro examen, por una de aquellas reacciones que el principio infalible del progreso social dispuesto por Dios hace necesarias, aquellas dos corrientes fueron cambiando sus condiciones, y la que antes había sido creciente y caudaloso río que absorbía todos los veneros que al paso o a los lados encontraba, trocose en débil y escaso arroyuelo, y el que durante los cuatro reinados anteriores fue manantial imperceptible se fue haciendo en los últimos río copioso y fertilizador.
Sentado el hecho, incontrovertible a nuestro juicio, repetimos lo que arriba indicamos; juzgue cada cual, discurriendo de buena fe, si este paralelismo encontrado en que se ha visto marchar constantemente la presión del pensamiento y el predominio del poder inquisitorial, el progreso de la idea y la decadencia del tribunal de la Fe, pueden ser atribuidos a casualidad, o hay que reconocer que fueron causa y afecto necesarios lo uno de lo otro.
El lector observará que ni consideramos ni juzgamos aquí la institución del Santo Oficio con relación a su necesidad o a su conveniencia para el mantenimiento de la pureza de la fe y la conservación de la unidad del principio católico en una o más épocas dadas de nuestra historia, sino exclusivamente con relación al movimiento intelectual y al desarrollo y progreso de las ciencias y de los conocimientos humanos propios para fomentar y extender la civilización y cultura de las naciones, y para la organización que más puede convenir a sus adelantos y a su prosperidad.
Si después vino otro reinado, en que se hicieron esfuerzos por restituir a aquella institución gran parte de su quebrantado poder, de su debilitada influencia, de sus antiguos bríos, también veremos en ese reinado fatal sofocarse de nuevo la libertad del pensamiento, privar de la suya a los hombres de doctrina y de ciencia, retroceder el movimiento literario, y cerrarse los canales de la pública instrucción; especie de paréntesis del progreso social, semejante a las enfermedades que paralizan por algún tiempo el desarrollo de la vida. Pero no anticipemos nuestro juicio, llevándole más allá del período que ahora abarca nuestro examen.
Cúmplenos por último advertir, bien que pudiera también hacerlo innecesario la discreción y clara inteligencia de nuestros lectores, que cuando exponemos y aplaudimos el desenvolvimiento de los gérmenes de ilustración y cultura que hemos notado y hecho notar en el siglo XVIII y principios del XIX en nuestra España, ni queremos decir, ni podría ser tal nuestro intento, que aquella ilustración y cultura se hallara de tal modo difundida en la nación que pudiera ésta llamarse entonces un pueblo ilustrado. Por desgracia faltábale mucho para ello todavía; que las luces que alumbran el humano entendimiento no son como los rayos del sol que se difunden instantáneamente por toda la haz del globo: la condición de aquellas es propagarse lentamente a las masas; la instrucción popular, como todo lo que está destinado a influir en la perfección del género humano, es obra de los tiempos y del trabajo asiduo y perseverante de los hombres a quienes la suerte y el talento colocan en posición de servir de guía a los demás y de transmitirles el fruto de sus concepciones. Harto era, y es lo que hemos aplaudido, que al abrigo de sistemas de gobierno cada vez más expansivos y templados, se viera crecer el número de estos ilustradores de la humanidad, y que si un siglo antes lucían como entre sombras el genio y el saber de muy escasas y contadas individualidades, se vieran después multiplicadas estas lumbreras, y resplandeciendo en la esfera del poder, en los altos consejos, en las academias, en las aulas y en los libros; semillas que habían de producir y generalizar la civilización en tiempos que hemos tenido la fortuna de alcanzar, y cuyo fruto y legado nunca podremos agradecer bastante a nuestros mayores.
{1} He aquí una muestra de la inversión de fondos que se hacía con destino a algunos de los objetos indicados: está sacada de las cuentas de Tesorería de 1797.
Para el Jardín Botánico… | 40.000 |
Para el Gabinete de Historia Natural… | 82.000 |
Para el de máquinas… | 60.000 |
Para el laboratorio de química… | 220.000 |
Para los telégrafos… | 900.000 |
Para caminos… | 1.389.000 |
Para la Junta de Comercio y Moneda… | 334.270 |
Para el canal de Aragón… | 1.000.000 |
Para el de Campos (Castilla)… | 3.431.187 |
Para la fábrica de paños… | 12.680.556 |
Para la de algodones… | 963.647 |
Para la de cristales… | 2.091.414 |
Para la de china… | 264.730 |
Para proteger el comercio con fondos suministrados a los consulados… | 10.859.179 |
Total… | 34.317.179 |
{2} Como el erudito Vargas Ponce, que dejó escrita una larga y apreciable Memoria contra las fiestas de toros, la cual se conservaba inédita en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, cuya corporación, en los momentos en que esto escribimos, la ha dado a la estampa, y pronto la dará a la luz pública.