Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XXX
España desde Carlos III hasta Fernando VII
Reseña histórico-crítica (de 1788 a 1814)
[ VIII IX X XI XII XIII ]

 
IX.

Estado de España al tiempo que fue invadida por las huestes de Napoleón.– Causas interiores que provocaron y atrajeron la invasión.– Desaciertos políticos.– Intrigas de la corte y del palacio real.– Cuadro lastimoso que éste ofrecía.– Carácter y conducta del rey.– De la reina.– De Godoy.– Como ministro.– Como privado.– En cuál de estos conceptos fue más dañoso.– El príncipe Fernando.– Su esposa.– Sus consejeros.– El canónigo Escóiquiz.– El ministro Caballero.– Juicio de los sucesos del Escorial.– De los de Aranjuez.– De los de Bayona.– Insidioso y abominable proceder de Napoleón.– Explícase el delirio del pueblo español por Fernando.
 

Tal era el estado social de España, y tal había sido la conducta de los hombres del gobierno, en lo político, en lo económico, en lo religioso y en lo intelectual, cuando las legiones de nuestra antigua aliada la Francia, cuando las huestes del poderoso emperador que se decía nuestro amigo, se derramaron por nuestra península, cándidos e incautos iberos nosotros, nuevos cartagineses ellos, que venían fingiéndose hermanos para ser señores. El gran dominador del continente europeo, el que como abierto enemigo y franco conquistador había subyugado tan vastas y potentes monarquías, solo para enseñorear la nuestra creyó necesario vestir el disfraz de la hipocresía. Sin quererlo ni intentarlo confesó una debilidad y nos dispensó un privilegio.

¿Habrían sido bastantes los desaciertos políticos de Carlos IV, del príncipe de la Paz y de los demás ministros de aquel monarca para inspirar a Napoleón el pensamiento de apoderarse del trono y de la nación española, o fueron necesarias las intrigas, las discordias y las miserias interiores para atraer sobre ella, las miradas codiciosas del insaciable conquistador? Aun dado que aquellas no hubieran existido, no es de suponer que fueran los Pirineos más respetable barrera a su ambición que lo habían sido los Alpes y los Apeninos, y que se detuviera ante el Bidasoa quien no se había detenido ante el Rin y el Danubio; no es de creer que quien había derribado los Borbones de la península itálica, dejara tranquilos en su solio a los Borbones de la península ibérica; no es de presumir que quien estaba acostumbrado a humillar tan poderosos soberanos y a derruir tan vastos y pujantes imperios, pensara en hacer excepción de un monarca débil y de un reino que tanto él mismo había enflaquecido. Lo único que habría podido servir de dique al torrente de su ambición, y de freno a su desmesurada codicia, hubiera sido la gratitud a una alianza tan constante y leal, tan útil al imperio como funesta a España, el reconocimiento a tan inmensos servicios, tan beneficiosos al emperador como costosos a los españoles. ¿Mas quién podía descansar en la confianza de un agradecimiento de que nunca se habían visto señales, ni cómo podía España prometerse que sus complacencias fueran más generosamente correspondidas que las de Parma y de Cerdeña?

Pero si es cierto que habría bastado la desastrosa política exterior de nuestros gobernantes para atraer sobre la nación la tempestad que del otro lado del Pirineo estaba siempre rugiendo y amenazando, no lo es menos que las miserias del palacio y de la corte fueron como aquellas materias que llaman hacia sí la nube cargada de electricidad y atraen el rayo. Si cuando éste se desgaja, abrasara solo a los que provocan el estampido, casi no moverían a compasión las víctimas: pero Dios sabrá por qué los pueblos están destinados a expiar los crímenes o las flaquezas de sus príncipes y de sus gobernantes, y esto es lo que acrecienta el dolor del infortunio. La corte de Carlos II tan vituperada no ofrecía un cuadro tan aflictivo como la corte de Carlos IV. Allí eran cortesanos corrompidos y partidos políticos extranjeros los que abusaban de un monarca de flaco y perturbado entendimiento; aquí, además de cortesanos inmorales, eran reyes y príncipes los que dentro del regio alcázar, divididos entre sí en odiosos bandos y urdiendo abominables intrigas, daban escándalo a la nación, y comprometían el trono y el reino. Allí se disputaba la herencia de un soberano sin sucesión, y conspiraban las facciones en pro de cada aspirante a la corona. Aquí, habiendo sucesores legítimos, y antes de la época legal de la sucesión, hablábase de hijos que aspiraban a suplantar a los padres, de padres a quienes se atribuían intentos de desheredar a los hijos, de privados que soñaban en escalar tronos y sustituirse a las leyes de la naturaleza y del reino, de reinas que postergaban el fruto de sus entrañas al objeto de sus ilícitos favores. Allí se aborrecían los partidos contendientes, y nadie aborrecía al rey; aquí mostraban odiarse consanguíneos y afines del que ocupaba el trono, se achacaban recíprocamente designios criminales, temían o fingían temer cada cual por su existencia, y todos ¡oh baldón! invocaban humildemente contra sus propios deudos el auxilio y protección de un potentado extraño. ¿Qué había de hacer este destructor de imperios, y este usurpador de coronas? Casi le disculparíamos si no se hubiera puesto máscara de amistad para encubrir y cometer una felonía.

Hay, sin embargo, en esta repugnante galería, un personaje, que se destaca por la apacibilidad de su carácter, por el fondo de probidad que se dibuja en los rasgos de su rostro, y hasta en los errores de su proceder. Este personaje es el rey. Honrado Carlos IV, como Luis XVI, amante como él de su pueblo, pero débil como él, no escaso de comprensión, pero indolente en demasía, y confiado hasta lo inverosímil, vivió y murió teniendo constantemente a su lado dos personas, y vivió y murió sin haberlas conocido, la reina y Godoy. No se comprende en quien ni era imbécil, ni careció de avisos imprudentes que le hicieran cauteloso. Solo puede explicarse por una dosis tal de fe, que le representara cosa imposible la infidelidad. No fue el mayor mal, aunque lo era muy grande, de esta obcecación, el haber fiado al valido la dirección de una política que se veía ser ruinosa, y la suerte de un reino que se veía caminar por sendas de perdición. Lo peor era la mancilla que caía sobre lo que debe servir de espejo en que se mire el pueblo, la herida que se abría a la moral pública, la ocasión que se daba a calificaciones propias para desprestigiar el trono, y sobre todo, el mal ejemplo para un hijo a quien sobraba ya malicia para conocer, y faltaba generosidad o prudencia para disimular. ¿Qué extraño es que Carlos IV, tan confiado en la reina y en Godoy, confiara también en Napoleón, y creyera de buena fe que venía a hacerle emperador?

No queremos recargar las sombras del retrato de la reina. Pero culpable de la elevación del favorito, causa y fuente de la animadversión popular, de los desaciertos políticos, de los disturbios domésticos, y de la cadena de desastrosas consecuencias que de ellos se derivaron; perseverante a tal extremo que si lo fuera en la virtud, como lo fue en la pasión, hubiera pocos tan recomendables modelos; nada cuidadosa de la cautela que tanto habría podido atenuar la fealdad del proceder; generosa en desprenderse de sus joyas para subvenir a las necesidades y peligros de la patria, y solo obstinada en no desprenderse de un afecto, que habría sido el sacrificio más acepto a Dios, a la patria, y a los hombres, nos es imposible, aunque lo desearíamos, relevarla de la responsabilidad de las calamidades que de su conducta emanaron.

Menos culpable aparece a nuestros ojos el príncipe de la Paz como ministro que como privado. Hémosle juzgado ya en el primer concepto. Funesta y vituperable como fue su política, podía nacer de error, y el error no es crimen; y hemos visto además que tuvo períodos de dignidad y entereza como diplomático, rasgos de acierto como gobernante, y arranques plausibles como administrador. Ni malvado en el fondo, ni de inclinación tirano, solo aparecía lo uno o lo otro, cuando alguno intentaba quebrantar y él pugnaba por mantener su valimiento. Cegole en la última época la ambición, y no queriendo ni pensando vender la patria, la iba entregando a un dominador, y por hacerse soberano de una parte de la península ibérica, perdía a todos los soberanos y a todos los príncipes de ella, y caía él mismo envuelto en la ruina general: prueba grande de la ceguedad que padecía. Y así y todo la privanza fue más funesta que el ministerio, más fatal el valimiento que el poder. Cabe consuelo y perdón para la pérdida de un trono por desgracia a error en el gobernar; no cabe resignación ni indulgencia para el desprestigio del solio por haberle a sabiendas mancillado. El mal ministro podía excitar el descontento y el disgusto del pueblo; el favorito provocaba su cólera y su enojo. Otros ministros que lo fueron con él, o cuando él no lo era, podían compartir con él los desaciertos de gobierno; en los escándalos de la privanza no había compartícipes, reflejábanse todos en él solo. Las faltas del gobernante no habrían producido las discordias de la real familia; los favores del privado concitaban los celos y el odio de príncipes y princesas; y estas discordias trajeron más males que aquellas faltas. Godoy ministro hubiera podido traer sobre España una guerra de invasión; pero Godoy favorito, príncipe, almirante, pariente del rey, y más íntimo amigo y confidente de la reina que su propio hijo, hizo que la invasión y la guerra encontraran flaco y quebrantado el trono, enemiga entre sí la real familia, desprestigiado y sin fuerza el gobierno, y todos anticipadamente sometidos al invasor.

Sobraban al príncipe Fernando motivos de justa animadversión hacia el valido de sus padres, y sobrábale razón y derecho para procurar su caída. Aspirara o no el de la Paz a representarle indigno del amor paternal, a privarle de la sucesión al trono, y aun a suplantarle en él; fueran o no exactos otros abominables propósitos que se le atribuían, no era menester tanto para atraerse la malquerencia del de Asturias, y bastaban los escándalos del valimiento para que éste pugnara por alejarle del poder y por apartarle del lado de sus padres, y reducirle a la nulidad, y aun someterle a un juicio de cargos. Si a esto se hubieran concretado los conatos y esfuerzos de Fernando, habría procedido como príncipe pundonoroso, y obrado como príncipe celoso de la dignidad del trono, como heredero solícito de la integridad de sus derechos, y como hijo cuidadoso de la honra paterna. Pero poner de manifiesto las flaquezas de sus reyes y de sus padres por desacreditar al valido, como lo hizo en más de un documento célebre; pero sacar a plaza, más de lo que ya estuvieran, las miserias interiores de la regia cámara so pretexto o con el fin de hacer patente la criminalidad de las intimidades del privado; pero solicitar de un soberano extranjero como la suprema felicidad la honra de poder llamarse su hijo más obediente y sumiso; pero pedirle como la más señalada merced y el más insigne favor que le otorgara por esposa una princesa de su imperial familia, la que fuese más de su agrado, y poner en sus manos toda su suerte, que era como poner la del reino, y todo esto a espaldas y a escondidas de sus reyes y de sus padres, como lo hizo en las famosas cartas; pero tramar después o consentir en tramas y conjuraciones para escalar anticipadamente el solio en que se sentaba todavía el autor de sus días, como se vio por los papeles tristemente hallados en la celda de San Lorenzo, esto revelaba un príncipe cual no queremos definir, y un hijo cual queremos dispensarnos de calificar.

Tuvo Fernando la desgracia, en aquella edad juvenil, pero ya no de la imprevisión, de rodearse de consejeros imprudentes. Que su esposa María Antonia se adhiriera a su partido y a sus intereses, y cooperara activa y eficazmente con él a la caída del privado, nada más natural ni más razonable. Pero los medios que para ello empleó no podían ser ni más impolíticos ni más propios para atizar, cuanto más para apagar, el fuego de la discordia. Por derribar al valido atribuía proyectos criminales a los padres de su esposo, y a su vez era ella acusada de planes no más inocentes contra sus soberanos. Conspirando desde el palacio de Madrid en favor de los ingleses, enemigos entonces de España, y contra Napoleón, aliado entonces de los monarcas españoles, descubierta por el emperador su correspondencia secreta con su madre la reina de Nápoles en que esto constaba, hizo a Napoleón más enemigo de Fernando a quien quería salvar, y más amigo de Godoy a quien intentaba destruir. Murió la joven princesa de Asturias dejando en peor estado la causa de su marido.

El canónigo Escóiquiz, el ayo y maestro de Fernando, su consejero y confidente más íntimo, y el jefe y como caudillo de sus partidarios, con ínfulas de hombre de letras, porque tenía algunas más que otros de los de su bando, con pretensiones de político, y con la presunción de poder ser un Fenelón de príncipes, era una de esas presuntuosas medianías, de esos hombres pseudo-sabios que parecen destinados a convertir en malas las mejores causas, y a perder a los que por debilidad o por escasa penetración tienen la desgracia de tomarlos por Mentores. Por su consejo se trocó indiscreta y repentinamente la política de Fernando de inglesa en francesa; él fue el instigador de las inteligencias secretas del príncipe de Asturias con el embajador francés, el consejero de la petición de una princesa de Francia para esposa, el inspirador de las humillaciones, y el autor de las bochornosas cartas al emperador; él quien preparó y urdió la malhadada conjuración del Escorial; él quien dictó los mal pergeñados documentos que revelaban la conjura; y él en fin quien guió constantemente al príncipe por las enmarañadas y escabrosas sendas que le condujeron al precipicio, y le hubieran sepultado perpetuamente en el abismo, si no le sacara de él la atrevida resolución y el robusto brazo del pueblo. Hemos hallado pocos consejeros de príncipes tan pretenciosos como el arcediano Escóiquiz, y pocos de más pobre y desventurado aconsejar. Y era el que descollaba en ingenio y travesura entre los confidentes de Fernando: por esta medida podrá juzgarse la talla de los demás.

Mirárase pues a la corte de los reyes padres; volviéranse los ojos a la cámara del príncipe heredero, ni en una ni en otra se encontraba elemento sano: non erat in ea sanitas. Viose esto de un modo tangible en el miserable y afrentoso drama del Escorial. Por desdicha no es un suceso nuevo ni en la historia del mundo ni en los fastos de la de España descubrirse la conspiración de un príncipe contra su propio padre y soberano, y en las mismas celdas de aquel severo monasterio se había realizado cerca de tres siglos hacía una tragedia misteriosa y horrible entre un padre y un hijo, entre un soberano y un príncipe heredero Celebramos de todo corazón que el drama del siglo XIX no tuviera el desenlace trágico que tuvo el del siglo XVI. Tampoco lo merecía: eran otros los personajes, otros los caracteres, otros los tiempos. Ni el príncipe Fernando de Borbón era el avieso príncipe Carlos de Austria, ni el rey Carlos IV era el inexorable e impasible Felipe II, ni al delito tardó ahora en seguir el arrepentimiento, ni era un criminal imperdonable el que sugerido por consejeros y maestros desacordados e hipócritas, a quienes tenía por virtuosos y sabios, acaso creyera legítimos los medios por la utilidad de los fines.

Pero lo que hubo de más miserable en el suceso del Escorial no fue la conspiración de súbditos más o menos allegados al trono, que pudo nacer, o de obcecación lamentable, o de disculpable desesperación, hija de malos tratos y de injustas e irritantes postergaciones, y hasta del deseo de remediar escándalos y evitar calamidades. Lo más miserable fue la pobreza de ingenio en la trama, las bajezas, las humillaciones, las inconsecuencias, y la falta de carácter y dignidad, así de parte de los reyes y sus ministros, como del príncipe y sus parciales. Por eso dijimos que no había ni en una ni en otra cámara elemento sano y de provecho. Los papeles cogidos al príncipe, obra de Escóiquiz, y programa ridículo de conspiración, más parecen producciones de dómine pedante que instrucciones de conspirador político, con ribetes de consejero áulico y director de príncipes, y miras de enderezador de monarquías; y mostraban lo que podía prometerse el reino cuando el canónigo fuera el primer ministro de su pupilo hecho soberano. El primer Manifiesto de Carlos IV a la nación anunciando el crimen y el arresto de su hijo fue una indiscreción insigne, y su carta a Napoleón denunciándole el hecho como un monstruoso atentado, una revelación imprudentísima y una humillación imperdonable. Las cartas de arrepentimiento y de perdón de Fernando a su padre y a su madre, fuesen concepción suya, o hiciéselas propias con su rúbrica y nombre, son dos pobrísimos documentos, no por la expresión del arrepentimiento, que esto era muy plausible, sino por la forma, que era lamentable. El segundo decreto del rey perdonando a su hijo y volviéndole a su gracia fue seguido de otra carta al emperador, como quien no se atrevía ni a castigar ni a perdonar a su propio hijo sin impetrar la anuencia imperial, o por lo menos sin ponerlo a guisa de inferior en su superior conocimiento para que no le hiciera un cargo de omisión. La reina, negándose a escuchar a su hijo que se lo rogaba, no se mostró ni madre amorosa, ni reina indulgente. El papel de Godoy presentándose como mediador entre el hijo delincuente y los padres ofendidos e irritados, fuese sinceridad, o fuese política, aparece el más noble en este triste drama.

Fernando, denunciando por sus nombres, después de obtenido su perdón personal, a los que llamaba sus pérfidos consejeros, entregándolos al fallo de un proceso y abandonándolos al rigor de la ley, daba un buen pago a los que habían comprometido sus cabezas por sacarle de lo que llamaban cautiverio y elevarle al trono. A bien que los jueces se encargaron de absolver como inocentes a los mismos que el príncipe denunciaba y las pruebas confirmaban como reos, y la ley condenaba como criminales. Verdad es que los jueces no hicieron sino seguir el ejemplo del ministro de la Justicia Caballero, que después de declarar al príncipe merecedor de la pena capital por siete capítulos, descartaba de la causa cuantos documentos pudieran comprometer al primogénito de los reyes y a cuantos interesaba sacar a salvo. Envuelto y complicado en la causa el embajador francés, mandó el emperador que no se le mentara siquiera, so pena de su imperial venganza, y bastó para que ni siquiera se mentara su nombre. Aquellos pérfidos consejeros que el príncipe delató como instigadores y autores de la conjuración, contra los que el fiscal pedía la pena de muerte que la ley de Partida impone a los traidores, absueltos después por los jueces, estaban destinados a ser ministros de Fernando cuando fuera rey, y lo fueron. Con dificultad en los fastos de los tribunales se habrá visto nunca un proceso como el del Escorial.

Hemos visto lo que era el rey y la gente que privaba en su regia cámara, y lo que era el príncipe de Asturias y la gente que le dirigía y gobernaba su cuarto. El infante don Antonio era un varón tan simple como sencillo, y los hermanos del príncipe revelaban ya, cada cual según su edad, lo que habían de ser después. En medio de todo, conservábase sano el pueblo. Semejábase el pueblo español de entonces a un joven lleno de vigor, pero que no ha tenido ocasión de experimentarle y ponerle en ejercicio: de instintos patrióticos que necesitaban ser excitados para ser conocidos; con un fondo de independencia, de que él mismo no se apercibía hasta que viera que se intentaba someterle a un yugo extraño; amante de la monarquía más que de los reyes, a quienes consideraba extraviados y dominados por un hombre que le era odioso. Por eso, y porque se persuadió de que de allí procedían todos los males presentes y futuros, y con vivo deseo de remediar los unos y prevenir los otros, puso toda su esperanza y con ella todo su cariño en el príncipe heredero. Cariño y esperanza muy naturales, siendo Fernando el llamado por la ley a suceder en la corona, viendo en él aficiones y costumbres populares, considerándole injustamente tratado, y por lo mismo justamente ofendido del valido a quien príncipe y pueblo por igual aborrecían, y suponiéndole dotado de las mejores prendas para ser un excelente rey.

Era, pues, Fernando para el pueblo un príncipe oprimido, víctima de la malquerencia del privado. Ídolo Fernando del pueblo, era a sus ojos punto menos que impecable. Si de las pruebas del proceso del Escorial resultaba criminal y rebelde, era el príncipe de la Paz el que lo había inventado y urdido todo para perderle y que no sirviera de obstáculo a sus escándalos y sus locas ambiciones. Mientras el pueblo creyó que los ejércitos franceses venían a derribar a Godoy y a libertar y proteger a Fernando, era Fernando quien tenía el mérito de haberlos traído a España, merced a su secreta amistad con Napoleón. Cuando sospechó que las tropas imperiales venían con intenciones siniestras y hostiles a España y a la dinastía, era el pícaro Godoy el que las había llamado y el que vendía la patria, para hacerse él coronar, y privar del trono al pobre Fernando. Fue una gran fortuna que el pueblo en su ruda sencillez no conociera al ídolo que adoraba; fue una obcecación providencial, y una felicísima fascinación. Pues si al penetrar el objeto de la invasión francesa, si al abrir los ojos al desengaño y al descubrir la traición, no hubiera tenido un nombre augusto que invocar con fe, una bandera que levantar con ardor y entusiasmo, ¿cómo hubiera podido preparar la resistencia, expulsar a los agresores, y salvar la libertad e independencia del reino? ¿Y qué nombre más popular, y qué bandera más legítima pudiera enarbolar, para agruparse en torno de ella y dar unidad a los esfuerzos de todos, que el nombre del príncipe heredero, y la bandera del que era la esperanza de los españoles?

Pero si el cuadro que ofrecía la corte de los reyes de España era tan melancólico y triste como le hemos bosquejado, el de la corte imperial de Francia, o por mejor decir, el personaje que por su magnitud descollaba en él y asumía todo el interés del cuadro, aparece a los ojos del observador envuelto en tan sombríos tintes y oscuras nieblas que su aspecto no puede menos de inspirar repugnancia y aversión. No se dirá por cierto de nosotros que hemos escaseado en nuestra historia encomios y alabanzas a las altas y singularísimas cualidades y al mérito portentoso de Napoleón, como guerrero, como político, como administrador, admirando la magnitud de sus concepciones, y reconociendo la grandeza de su genio, no solo en sus legítimas empresas sino hasta en sus grandes injusticias. Mas hubo una época de su vida, en que el hombre de los elevados pensamientos, de los designios prodigiosos y de las insignes proezas, pareció haberse empeñado en empequeñecerse a sí mismo, y en trocar las prendas y hasta las locuras e impiedades del héroe, por las miserables condiciones y ruines procederes del hombre vulgar. Esta época fue desde que meditó apoderarse de España.

Si la historia dijera, sin revelar ni la época ni el nombre: «Hubo un conquistador, que después de dominar casi todo el continente europeo, teniendo por única aliada la España y por únicos y constantes amigos sus reyes, siguiendo llamándose amigo de la nación y de sus monarcas; que recibiendo incesantes pruebas de adhesión de los soberanos, y de los príncipes y de los ministros españoles, plagó la España de innumerables legiones como aliadas y amigas, con propósito de destronar y derribar reyes, príncipes y ministros, y hacerlos a todos esclavos y subyugar el reino; que negaba las cartas de sumisión recibidas del monarca reinante y del príncipe heredero; que resistía publicar los tratados solemnes en que había estampado su firma y comprometido su nombre; que instruía a sus generales sobre el modo de ocupar las plazas fuertes españolas, siempre con protestas de íntima amistad; que llevó sus huestes a la capital de la monarquía, siempre como aliadas y amigas, y como tales benévolamente recibidas y cordialmente agasajadas; y todo cuando los ejércitos españoles peleaban como aliados y auxiliares suyos, los unos en las heladas regiones del norte de Europa, los otros en el vecino reino lusitano, ¿quién habría podido adivinar por este proceder el nombre de Napoleón el Grande? Y sin embargo, aunque parezca fábula, esta fue la historia.

Que faltar el amigo y el aliado al aliado y al amigo; que aprovecharse los poderosos de las discordias y flaquezas de los débiles, y desangrar so color de auxilio al que se proyecta privar de la vida después de desangrado y exánime, cosas son desgraciadamente usadas entre potentados a quienes se decora todavía con el dictado de héroes y grandes hombres. Pero seguir vistiendo el blanco y puro manto de la amistad para encubrir la negra armadura de la traición; pero adormecer halagando para descargar golpe seguro sobre el que descansa tranquilo; pero vestir de flores, como Harmodio, el puñal que va a clavarse en el pecho del que se saluda amigo; pero sustituir a la franqueza la insidia, esto fue siempre de almas vulgares y de espíritus pequeños, no que de ánimos levantados y de corazones formados para ser ejemplo de grandeza al mundo.

Y todavía no acaban ni las miserias de nuestra corte, ni la honradez del pueblo español, ni la insidiosa conducta del emperador francés. Todavía se ignoraban sus misteriosos designios, y cada cual los interpretaba y traducía en favor de sus deseos o de sus intereses, a excepción del príncipe de la Paz, que si no los trasluce, se muestra antes que nadie receloso de ellos, comprende o sospecha que van enderezados en su daño, y acaso en el de sus reyes, pero nadie le cree; propone el medio de conjurar la tormenta que está encima, y nadie le acepta; proyecta salvarse a sí mismo y salvar a la real familia retirándose a Andalucía y aún a América, y todos se oponen. El rey se opone, porque teme provocar con una resolución impremeditada el enojo de Napoleón, que sigue creyendo su amigo; el príncipe de Asturias, porque no quiero alejarse, no sea que pierda la ocasión de subir al trono que piensa obtener por la gracia de Napoleón, su protector: el pueblo, porque espera de la internación de las tropas francesas la caída del favorito y la elevación de su querido Fernando. ¡Admirable credulidad de todos! Al fin logra Godoy persuadir a los reyes de la necesidad y conveniencia del viaje de la real familia, y el anuncio de esta resolución provoca el motín de Aranjuez.

Difícil sería decidir dónde se representaron más reales miserias, si en el drama del Escorial o en el tumulto de Aranjuez. Carlos IV desempeña un papel muy igual en uno y otro episodio. Teme que el pueblo se alborote, y da una proclama para tranquilizar al pueblo. «Las tropas de mi caro aliado, le dice, atraviesan mi reino con ideas de paz y de amistad.» Si aun lo creía así, era una prodigiosa inocencia: si no lo creía, y lo decía por adormecer al pueblo y a la nación, era una insigne perfidia en un rey. Para nosotros era indudable lo primero, porque era así Carlos IV. Pero siguen los preparativos de viaje, y el pueblo se alborota, y arremete furioso la vivienda de Godoy, y atropella y destruye cuanto encuentra, y no destruye la persona porque no la encuentra. Porque Godoy, que en el Escorial se había conducido al parecer decente y noblemente, en Aranjuez se ha escondido como un delincuente vulgar, y el que ha contratado con el emperador Napoleón una soberanía y un trono para sí, se ha envuelto en un desván en un rollo de estera para no ser despedazado. El rey exonera por un decreto al favorito, a quien de hecho ha exonerado al pueblo, y el pueblo agradecido grita: «¡Viva el rey!» Carlos IV, en Aranjuez como en el Escorial pone cuanto ha hecho en noticia de Napoleón su amigo. ¿Por qué había de ignorar Napoleón todas nuestras adversidades y flaquezas? Si él se había ya propuesto consumar una gran iniquidad, ¡cómo le allanaban entre todos el camino! Si no lo había meditado ¡qué conducta tan propia para inspirarla, y que tentación para cometerla!

Godoy es hallado, maltratado, encerrado en un cuartel y sujeto a un proceso. El príncipe Fernando se da con él aires de rey, y arrogándose una prerrogativa que no le pertenece, hace alarde de perdonarle la vida. El pueblo, pronto a tumultuarse, encuentra fácil pretexto para alborotarse de nuevo; el rey se intimida: oye la palabra y consejo de abdicación, y Carlos IV que el día antes había dicho a la nación que quería mandar en persona el ejército y marina, al día siguiente le dijo que sus achaques no le permitían soportar el peso del gobierno, y abdicó la corona en el príncipe de Asturias su hijo. Gran alborozo, regocijo inmenso para el pueblo español, que veía colmado su ardientísimo deseo de ver entronizado a su idolatrado Fernando. ¿Qué le importaba que la abdicación fuese o no hecha con las solemnidades legales, que fuese espontánea y libre, o arrancada por la violencia o por el miedo a un tumulto? Fernando era rey de España, y esto y no más era lo que le importaba al pueblo español.

En la capital, en las provincias, en todas las poblaciones del reino se hacen aclamaciones, y se celebran a porfía fiestas y regocijos públicos, no ya con entusiasmo, sino con delirio y frenesí. Por todas partes se pasea, y se expone luego como a la adoración pública el retrato de Fernando, mientras con el mismo placer y fruición se destruyen y despedazan todas las obras buenas y malas de Godoy. El día de la entrada solemne y triunfal de Fernando en Madrid fue un día de verdadera embriaguez y locura popular. Monarca y pueblo parecía rebosar de dicha. ¿Quién que lo hubiera presenciado pensaría en infortunios pasados, ni auguraría desdichas futuras?

¿Pero de dónde son esas extrañas y brillantes tropas que maniobran al paso del rey? ¿Quién las acaudilla, y a qué han venido a la capital de nuestro reino? Una proclama del nuevo gobierno lo explica. Esos estimables huéspedes son tropas de nuestro íntimo y augusto aliado el emperador de los franceses, las manda su cuñado el príncipe Murat, y han venido, no con el menor propósito hostil, sino a ejecutar los planes convenidos con S. M. contra el enemigo común. ¡Desgraciado el español que los ofenda de hecho o de palabra! Y en prueba de cordial intimidad y del grande aprecio en que se los tiene se manda entregar con solemnísimo aparato al príncipe Murat, gran duque de Berg, la espada del rey de Francia Francisco I, que como un trofeo insigne de nuestras glorias nacionales se conservaba desde el siglo XVI con orgullo en nuestra Armería real. Y todo esto se decía y hacía cuando se habían realizado ya las traiciones de Barcelona, Figueras, Pamplona y San Sebastián. Increíble parece tanta degradación en unos, tanta ceguedad en todos.

El episodio de Aranjuez es más triste y más repugnante que el del Escorial. Las cartas de Carlos IV y de su hija la reina de Etruria al príncipe Murat para que intercediese por la vida, por la libertad y por la suerte de su querido Godoy, causan aquella compasión casi desdeñosa que inspira la insensatez. Las de la reina María Luisa, clave de esta afrentosa correspondencia, producen hastío, bochorno y horror. ¿Y qué sensación han de producir, cuando no se ve en ellas, ni la dignidad de reina, ni el sentimiento de madre, ni siquiera el recato y pudor de señora? Si alguno dijera de Fernando que había sido el jefe de la conjuración de Aranjuez, diría lo mismo que decía de él en aquellas cartas su madre: si dijera que había conspirado por destronar a su padre, repetiría lo que su madre decía en las cartas; si añadiera que era un príncipe desalmado y cruel, sin amor a sus padres, y rodeado de gente malvada, no añadiría nada a lo que del hijo decía la madre.

Y entretanto Carlos IV da otro brillante testimonio de su real consecuencia, declarando nula su abdicación, protestando haber sido arrancada por la violencia y el miedo de la muerte, de cuyo acto se apresura a dar conocimiento a Napoleón, entregándose confiadamente en brazos del grande hombre, su íntimo aliado, hermano y amigo, y conformándose con lo que ese mismo grande hombre quiera disponer de él, de la reina y del príncipe de la Paz, cuya suerte pone enteramente a su disposición. Se engañó Carlos IV si creyó ser solo en someterse de lleno a la voluntad imperial: su hijo Fernando, rey de España por el pueblo, príncipe de Asturias solamente a los ojos de Murat y a juicio de Napoleón, espera que el emperador, su íntimo aliado y amigo, venga a Madrid a hacer la felicidad de la nación española, y manda que todas las clases del Estado le festejen y proporcionen cuanto pueda hacer agradable su estancia; y noticioso de que ha llegado a Bayona, e impaciente por verle en España, le envía una diputación de tres magnates con cartas reales y encargo de acompañarle y obsequiarle en su viaje a la capital de la monarquía española. Lo extraño no es que Napoleón viniera; lo sorprendente es que con tales llamamientos tardara lo que tardó en venir.

Aun no han acabado las miserias de la real familia española, ni las mezquinas arterías del grande hombre de la Francia. Los sucesos de Aranjuez se tocan con los de Bayona, tercero y mas lastimoso acto del drama lamentable a que estamos asistiendo. Si Napoleón luego que supo el desenlace del motín de Aranjuez resolvió acabar con la dinastía borbónica de España, y ofreció el trono español a su hermano Luis, que no lo aceptó, y dudó luego si tomarle para sí, y le había de adjudicar después a su hermano José, ¿a qué el insidioso ardid, indigno de su grandeza, de atraer a Bayona bajo falaces pretextos, y so color, y bajo la garantía de amigo, a los reyes y príncipes españoles, para devorarlos como la serpiente que atrae con su hálito ponzoñoso los inocentes pajarillos? ¿Qué se ha hecho del gigante, y de la franca ostentación de su poder, y de la confianza en sus fuerzas, cuando así emplea los rateros estratagemas del hombre ruin? ¿Necesitaba todavía más el coloso que los cien mil brazos armados que había fraudulenta y arteramente introducido en España? ¿Y qué venda tan tupida y tan impenetrable cubría aún los ojos de los reyes, y de los príncipes, y de los ministros, y de los consejeros, y de todo el pueblo español, para consentir que el nuevo monarca saliera a esperar y recibir a su imperial huésped, y de jornada en jornada, no encontrándole en el reino, y sin oír los consejos y advertencias de algunos, o más maliciosos o más previsores, se alargara hasta Bayona en busca de su cordial amigo y generoso protector, y se entregara personalmente en sus manos, como su padre Carlos IV se había entregado ya oficialmente y por escrito?

Bayona es el punto en que llegan a su colmo las flaquezas y las perfidias, aunque término no habían de tenerle hasta que le tuviera la vida de cada uno de los actores. Sucesivamente van llegando a aquel teatro todos los personajes de este triste y complicado drama, reyes, príncipes, infantes, privados de aquellos, y consejeros de éstos, todos obedeciendo a la voluntad omnipotente del gran protagonista, el protector y amigo íntimo de todos, y el que había de sacrificarlos a todos. No es fácil juzgar en cuál de las muchas escenas que allí se representaron hubo más miserable debilidad y más pérfida alevosía. La corona de España que en Aranjuez había pasado forzadamente de las sienes del padre a las del hijo, vuelve forzadamente en Bayona de la cabeza del hijo a la del padre; y este padre que decía al hijo: «Yo soy rey por derecho paterno; mi abdicación ha sido el resultado de la violencia; nada tengo que recibir de vos:» traspasa voluntariamente aquellos derechos y aquella corona... al emperador Napoleón. ¿Quién ha dado, ni al padre ni al hijo, el derecho de hacer estos traspasos, ni espontáneos ni violentos, de la corona, sin contar con la nación? Los consejeros de Fernando alcanzaron esta dificultad, que hubiera podido servirles de escudo; pero una sola vez que fueron discretos, se hicieron más criminales por lo mismo que la debilidad del consentimiento no era ya pecado de ignorancia. España, que hacía pocos días contaba con dos reyes problemáticos en Madrid, se encontró en Bayona sin ningún monarca español. Ambos habían cedido en un extraño el cetro que se disputaban. Godoy autorizó con su firma la renuncia de Carlos IV: Escóiquiz puso la suya al pié de la de Fernando VII: ¡dignos consejeros de padre e hijo, cortados para perder a España y perder a sus patronos!

Las escenas doméstico-políticas que pasaron entre reyes y príncipes, padres e hijos, y que precedieron y acompañaron a las renuncias y con motivo de ellas, y las duras palabras, y los rudos ademanes, y los arrebatos de cólera con que recíprocamente se trataron, más que para referidas ni recordadas, son para lamentadas y sentidas, no con el sentimiento de la ternura y de la compasión, sino con el sentimiento de la amargura que inspiran los actos y procederes impropios de personas a quienes Dios y el nacimiento colocaron a tan elevada altura social.

Todavía no cansados, ni el emperador de humillar ni nuestros príncipes de sucumbir a humillaciones; aun no satisfechos, ni Napoleón con la renuncia de la corona de España, ni Fernando con haber renunciado el trono español, el uno exige y el otro accede ¡mengua inconcebible! a desprenderse de sus derechos de príncipe de Asturias por una pensión y un pedazo de terreno en Francia. Y este tratado le suscriben los infantes don Antonio y don Carlos: y todos juntos, al ser internados en el imperio, se apresuran a hablar desde Burdeos a la nación española para persuadirla de que todo lo que han hecho ha sido por hacerla dichosa, y exhortándola a que permanezca tranquila esperando su felicidad de Napoleón, además de que todo esfuerzo a favor de sus derechos de rey o de príncipe sería funesto. ¡Por Dios que no se concibe tanta degradación ni tanta imbecilidad!

A bien que la nación, aunque tardía en despertar, al menos no tan desacordada como sus reyes y sus príncipes, y nunca como ellos degradada ni sufridora de afrentas y humillaciones, herida en su altivez y ultrajada en su dignidad, había dado ya aquel grito de independencia que al principio pudo parecer temeridad insensata y después llenó de asombro y espanto al mundo; y volviendo por sus fueros, y por los de aquellos príncipes de que ellos mismos se habían indignamente despojado, se alzaba majestuosa e imponente para rescatar ella sola con su propia sangre la libertad y dignidad que no habían sabido sostener sus soberanos. Gracias a Dios que salimos del período de las miserias, de las perfidias, y de las indignidades, y entramos en el de los grandes sentimientos y en el de los hechos heroicos y nobles. Tiempo era.

 
X.

El levantamiento general de España.– Su carácter.– El intruso José en Madrid.– Lo que él juzgó de los españoles.– Lo que los españoles juzgaban de él.– Lo que pronosticó a Napoleón.
 

La escena cambia. ¡Cuán diferente es el espectáculo que se presenta a nuestros ojos! Es doloroso y sangriento, pero glorioso y sublime. La nación se ha apercibido de las flaquezas de sus príncipes y de su corte, y de las alevosías del usurpador; la nación sacude su marasmo, y se levanta rebosando de santa indignación, resuelta a reparar las unas y a vengar las otras. La nación despierta para volver por su independencia y por su dignidad. La nación española se ha sentido ultrajada, y se alza a protestar que la nación española no sufre ultrajes. No importa que se halle sin ejércitos, llevados engañosamente sus mejores soldados a extrañas regiones para pelear allí como auxiliares del que ahora se descubre usurpador; la nación sabrá crearse ejércitos y soldados. No importa que se encuentre huérfana de reyes, llevados también con engaño al vecino imperio: la nación se hará reina de sí misma, y guardará a su rey la corona que él no ha sabido conservar. La nación prorrumpe en un grito de ira, que se convertirá a su tiempo en grito de triunfo. Empieza quejándose, para acabar sonriéndose. Hoy se lamenta con dolor y enojo, para gozar mañana con alarde y orgullo.

No hay que rebajar el mérito de España en haber salido triunfante en esta lucha gigantesca. No basta decir que un pueblo que quiere ser libre se hace inconquistable. También Prusia, no hacía aún dos años (1806), considerándose humillada, y sospechando traición de parte del emperador francés, pasando de improviso del adormecimiento al furor, difundiéndose repentinamente el entusiasmo patriótico en todas las clases del pueblo, participando el ejército del mismo delirio, resonando en ciudades, aldeas y campos himnos guerreros, se levantó en masa a defender su independencia amenazada por Napoleón. Y Napoleón respondió al reto arrogante del pueblo prusiano, enviando contra él el ejército grande, que en un día y en dos batallas, Jena y Awerstaed, destruyó un ejército que pasaba por invencible, y en contados días se apoderó Napoleón del reino, y entrando en la iglesia de Postdam, recogió la espada y el cinturón de Federico el Grande para que sirviesen de trofeo en los Inválidos de París. Y era ya Prusia entonces una potencia más militar que España, y no tenía sus ejércitos distraídos fuera como los tenía España, y no ocupaban el territorio prusiano las huestes mismas del invasor como ocupaban el suelo de España, ni carecía de sus reyes y de sus príncipes, como a España le acontecía, ni estaba Prusia en ninguna de las desventajosas condiciones en que España se encontraba. Y sin embargo, Napoleón subyugó en un mes aquel reino alzado en masa, y Napoleón salió de España vencido, después de una lucha de seis años. Merece observaciones este sangriento y glorioso episodio de nuestra historia.

El memorable Dos de Mayo de 1808 es la primera señal del desengaño y del despertamiento del pueblo español, es la primera protesta y la primera explosión de la ira contra la traición y la iniquidad, es el primer rugido del león que tras mentidas caricias siente haberle sido clavado un dardo, es el primer arranque de la dignidad vengadora del insulto, es la primera chispa de la electricidad que atesoraba un cuerpo que se había creído aletargado e inerte, es el principio de ese período de maravillosos hechos que habían de ser admiración y asombro de las naciones, escarmiento de usurpadores y tiranos, lección y ejemplo de pueblos libres Dios permite que estos primeros movimientos sean ciegos, y el pueblo de Madrid no vio, o no quiso reparar en la desigualdad de la lucha, y en que habría sido menester un milagro para que no sucumbiera, pobre muchedumbre, sin armamento ni disciplina, sin dirección y sin jefe, oprimida por los cañones y los fusiles y las lanzas y los sables de las veteranas y brillantes y prevenidas legiones imperiales, acaudilladas por uno de los más famosos y estratégicos generales y el más acreditado jinete y vigoroso brazo del imperio. Pero no importaba; su grito sería el grito de alarma de toda la nación, su esfuerzo sería imitado, y la sangre de las víctimas sería la sangre fertilizadora de los mártires. Lo que aconteció era de esperar; lo que no debía esperar ningún pecho generoso fue el abuso que hizo Murat de su fácil victoria, arcabuceando gente rendida, y cebándose en sangre de hombres inocentes. Proceder bárbaro, que deben lamentar y maldecir, no los españoles, sino sus compatricios, que tienen que sufrir tiempo tras tiempo la vista de ese monumento que la patria levantó para gloria nuestra y afrenta suya.

¿Qué importa ya que la Junta suprema de Gobierno, que el Consejo, que otras autoridades de Madrid se muestren escandalosamente tímidas, o criminalmente débiles? ¿Qué importa que Carlos IV, rey en Bayona, ex-rey en España, tenga la insensatez de nombrar lugarteniente general del reino al jefe de las tropas francesas alevosamente apoderadas de la capital, al verdugo del pueblo de Madrid? ¿Qué importa que Fernando VII, rey también en Bayona, habiendo dejado de ser rey de España, expida desde allí decretos contradictorios a la Junta y al Consejo, y que la Junta y el Consejo, más desacordados, si en lo posible cupiera, que los reyes, ejecuten las órdenes de Carlos IV, que para ellos no era ya rey, y desatiendan las de Fernando VII, de quien, como rey, habían recibido su nombramiento y en cuyo nombre ejercían sus cargos? ¿Qué importa que Napoleón, descartándose de aquellos dos reyes españoles, regale la corona de España a su hermano José, y que la Junta, y el Consejo, y el Municipio de Madrid le digan que era la elección más acertada que podía hacer? ¿Qué importa que Napoleón, sin ser, ni llamarse él mismo siquiera rey de España, convoque Cortes españolas en Bayona, ¡singular e inconcebible derecho político! para dar, más que para hacer allí una Constitución que haga la felicidad de España? ¿Qué importa que la Junta de Gobierno de Madrid nombrada por Fernando VII, publique el decreto de convocatoria de Su Majestad Imperial y Real, que no era Majestad ni Imperial ni Real en España, y que en su cumplimiento nombre los sujetos que han de representar a España en la asamblea de Bayona? ¿Qué importa que haya españoles, o tímidos, u obcecados, o indignos, que concurran a una ciudad extraña a suscribir y autorizar una ley constitucional formada para España por un dictador extranjero que no es en España ni emperador ni rey? ¿Qué importa todo esto, si el grito santo del Dos de Mayo resuena ya por todo el ámbito de la península hispana, y el fuego sacro del patriotismo inflama los pechos españoles? Aquellas no son más que adiciones al catálogo de las flaquezas y de las iniquidades que la nación española se levanta a vengar.

En efecto, el eco del Dos de Mayo había resonado casi simultáneamente en Occidente, en Mediodía y en Oriente, en las breñas de Asturias y en los llanos de León, cunas de nuestra antigua monarquía, en los puertos de la costa cantábrica y en las ciudades interiores de la Vieja Castilla, en las reinas del Guadalquivir y del Guadalaviar, en la ciudad de las Columnas de Hércules y en la de la Alhambra, en la que hace frontera al reino lusitano, y en la que en su arsenal famoso abriga las naves de Levante, en la corte del antiguo reino de Aragón, y hasta en las islas que separan el Océano y el Mediterráneo. No ha habido entre ellas acuerdo, no han tenido tiempo para concertarse y entenderse, y sin embargo el grito es uniforme en todas partes. Y es que la causa que las impulsa es idéntica, uno mismo el sentimiento, una la voz del patriotismo, uno el fuego que enardece los corazones, y uno también el fin. Aunque se alzaban en defensa de su independencia y de su libertad, la fórmula del grito era: «¡Viva Fernando VII!» Este precedía siempre al de: «¡Muera Napoleón!» o al de: «¡Guerra a los franceses!» Admirable pasión la de este pueblo a un rey que le abandonaba, y que le exhortaba a recibir con los brazos abiertos a ese Napoleón que le iba a hacer feliz. ¡Dichosa y feliz obcecación la de este pueblo! Parecía habérsele dicho en profecía: «In hoc signo vinces.»

Uniforme el grito, casi uniformes eran también los alzamientos. Rara vez se ha visto tanta unidad en la variedad. Desaparecieron al pronto, y pareció haber borrado como por encanto las jerarquías sociales; y es que la patria que se iba a defender no es de nobles ni de plebeyos, no es solo de los ensalzados, ni solo de los humildes; la patria es de todos, es la madre de todos. Sin pensarlo, y casi sin advertirlo, todos instintivamente se confundieron y aunaron. Si en una parte se ponía al frente del movimiento un magnate de representación e influjo, en otra conmovía y acaudillaba la muchedumbre un artesano modesto, pero fogoso: aquí levantaba las masas un militar de graduación, allí sublevaba el pueblo un eclesiástico de prestigio: acá llevaba la voz un anciano retirado del servicio militar, allá capitaneaba un alcalde hasta entonces pacífico vecino, o guiaba y arengaba a los amotinados un fraile que gozaba fama de virtuoso y de orador. Y la voz del sillero Sinforiano López en la Coruña, y la del tío Jorge en Zaragoza, y la del vendedor de pajuelas en Valencia, que declaró la guerra a Napoleón, enarbolando por bandera un girón de su faja y por asta una caña de las de su oficio, era seguida y arrastraba la muchedumbre, como la del padre Rico en la misma Valencia, como la del padre Puebla en Granada, como la del marqués de Santa Cruz de Marcenado en Oviedo, como la del conde de Tilly en Sevilla, como la del conde de Teba en Cádiz: y en las juntas de defensa y de gobierno que en cada población instantáneamente se formaban y establecían, se sentaban modestos artesanos y oscuros concejales alternando con prelados de la Iglesia como el obispo Menéndez de Luarca en Santander, con ex-ministros como el bailío don Antonio Valdés en León, con generales como Alcedo en la Coruña, con personas ilustres en fama y en ciencia, como Calatrava en Badajoz, como en Cartagena don Gabriel Ciscar, como en Villena el anciano y respetable conde de Floridablanca.

Objeto y materia grande de estudio ofrecen al hombre pensador estos movimientos, ni combinados, ni regulares, ni anárquicos, ni desemejantes, ni uniformes, pero unánimes en el sentimiento, en la tendencia y en el fin. En cada población que se levanta se nombra, más o menos ordenada o tumultuariamente, una junta, que cuide de reunir y armar los hombres útiles para la defensa de la patria, una junta que gobierne la población, la comarca o la provincia, y cuyos miembros se eligen por aclamación y sin distinción de clases, entre los que pasan por más fogosos y resueltos, o gozan de más popularidad. Nadie pone límites a las facultades de estas juntas; serán independientes y soberanas en cada localidad: colección de pequeñas repúblicas improvisadas en el corazón de una monarquía, que todas instintivamente dan la presidencia de honor a un rey dimisionario y ausente, en cuyo nombre obran, no por delegación, sino por propia voluntad. Todas se consideran igualmente independientes e igualmente soberanas; y si alguna se arroga el título de Suprema, como la de Sevilla, y aspira a ser el centro de dirección, tómanlo por desmedida presunción las otras, y se dan por ofendidas y agraviadas. La necesidad prevalecerá sobre esta altivez del genio español, y las hará irse entendiendo, concertando, y aun subordinando.

Las juntas arbitran recursos, hacen alistamientos, reclutan y arman las masas; a su voz afluyen de todas partes voluntarios; los labriegos dejan la azada y la esteva para empuñar el fusil o la espada; de las fábricas y talleres salen en grupo los jóvenes, y de las aulas de las universidades y colegios se desprenden colectivamente los escolares, y se forman batallones literarios; se improvisan y organizan ejércitos y a su frente se coloca un general de confianza, o se eleva a un subalterno de prestigio, o se inviste de un grado superior en la milicia a un ciudadano de influencia en la comarca. En algunos puntos inician las tropas el movimiento, o se adhieren al alzamiento nacional, porque los soldados son también españoles, y aborrecen como tales el yugo extranjero; y la fortuna hace que en otros puntos, como Andalucía, proclame noblemente la causa de la independencia un general de crédito que está mandando un cuerpo respetable de tropas regladas, como el comandante general del campo de San Roque, don Francisco Javier Castaños, y como Morla y Apodaca en Cádiz que se ensayaron rindiendo una flota francesa, y como en las Baleares el general Vives que se alzó con un cuerpo de diez mil soldados que mandaba. Así, y solo así podía suceder, se formaron de un día a otro como por encanto ejércitos numerosos, que parecían brotados de la tierra como los guerreros de Cadmo, si bien los más de ellos irregulares y sin instrucción ni disciplina, como gente la mayor parte allegadiza, y voluntaria y de rebato.

Producto este sacudimiento e hijas estas conmociones del ardimiento popular y del fervor patriótico sobreexcitado por la idea de la traición y la alevosía, rotos los diques de la ira y suelto el freno de la subordinación, desencadenada y ciega como siempre en sus primeros ímpetus la muchedumbre, si bien estos arrebatos de españolismo y de independencia se ejecutaron en algunas partes más ordenada y pacíficamente de lo que fuera de esperar, en otras se mancharon con excesos y demasías, con actos abominables de injustas y sangrientas venganzas, con asesinatos y ejecuciones repugnantes. Los deploramos, pero no los extrañamos; nos afligen, pero no nos sorprenden; los condenamos, pero reconocemos que son por desgracia inherentes a estos desbordamientos. Afortunadamente pasó pronto este triste período. A veces también daban ocasión a estas lamentables tropelías las mismas autoridades a quienes incumbía reprimirlas, mostrándose ya tibias e irresolutas, ya vacilantes y sospechosas, ya temerariamente contrarias al movimiento, siendo ellas las primeras víctimas de su imprudente resistencia, o de su desconfianza en la fuerza de la insurrección nacional. Algunos distinguidos generales, algunos ilustres ciudadanos fueron horriblemente inmolados por un error, que en la lógica común parecía ser el mejor y más acertado discurrir. Mas para el pueblo en aquellos momentos la tibieza era deslealtad, la perplejidad traición, la desconfianza alevosía, y la resistencia crimen capital que reclamaba una expiación pronta y terrible.

¡Qué contraste el de estos arranques populares de frenético ardor patrio que se propagaban y cundían por toda España, con lo que entretanto estaba aconteciendo en Bayona! Allí un pequeño grupo de obcecados españoles, aristócratas, clérigos, magistrados y militares, apresurábanse a reconocer y felicitar y doblar la rodilla a José Bonaparte como rey de España; y desde allí exhortaban a sus compatriotas a que desistieran de su temeraria insurrección, y obedecieran sumisos al nuevo soberano que los iba a hacer felices; y aceptaban, y suscribían, y juraban, llamándose diputados españoles, la Constitución que Napoleón les había presentado; y de entre aquellos desacordados españoles nombraba el nuevo rey su ministerio y sus empleados de palacio. Mas no está en esto ni lo grande, ni lo escandaloso del contraste. Mientras acá se alzaban los pueblos, y se preparaban a perder y sacrificar, en desigual y desesperada lucha, reposo, haciendas y vidas a la voz de: «¡Viva Fernando VII y muera Napoleón!» allá ese mismo Fernando VII escribía desde Valencey a aquel mismo Napoleón y a aquel mismo José, al uno felicitándole «por la satisfacción de ver a su querido hermano instalado en el trono de España, que no podía ser un monarca más digno por sus virtudes para asegurar la felicidad de la nación,» al otro dándole el parabién, y tomando parte en sus satisfacciones. Y los personajes que constituían su comitiva escribían también al rey José, «considerándose dichosos con ser sus fieles vasallos, prontos a obedecer ciegamente la voluntad de S. M.» Y hasta el cardenal infante de Borbón arzobispo de Toledo, decía a Napoleón que «Dios le había impuesto la dulce obligación de poner a los pies de S. M. I. y R. los homenajes de su amor, fidelidad y respeto.» ¡Qué abismo entre la altivez independiente y digna del pueblo español, y la degradación bochornosa de los príncipes y de su corte! ¡Y sin embargo aquel pueblo se alzaba colérico en vindicación de los derechos de sus príncipes y de sus reyes!

Resuelve al fin José hacer su entrada en España, y se dirige a la capital de la monarquía, y entra en ella, y es proclamado, y se instala en el regio alcázar. Sin inconveniente ni tropiezo ha cruzado desde el Bidasoa hasta el Manzanares, porque desde el Bidasoa hasta el Manzanares fue pasando por entre tropas francesas escalonadas para su seguridad y resguardo. ¿Pero qué ha visto José en los pueblos del tránsito y en la corte de lo que llaman su reino? José ha visto lo que no ha visto el emperador su hermano, lo que no ha visto la Junta suprema de Madrid, lo que no han visto los mismos españoles que le acompañaban. Ha visto José el verdadero espíritu del pueblo español, y le ha visto mejor que todos ellos, y no se ha engañado como ellos. Ha visto en los pueblos y en la corte más que tibieza, frialdad, más que retraimiento, desvío y desamor a su persona y a todo lo que fuese francés. Con su claro talento lo ha reconocido así, lo confiesa con laudable despreocupación, y con franqueza recomendable le dice a su hermano: «No encuentro un español que se me muestre adicto, a excepción de los que viajan conmigo y de los pocos que asistieron a la junta... Tengo por enemiga una nación de doce millones de habitantes, bravos y exasperados hasta el extremo... Nadie os ha dicho hasta ahora la verdad: estáis en un error: vuestra gloria se hundirá en España.»

Un rey que tan pronto y con tanta claridad comprendió su posición y el espíritu del pueblo que venía a mandar, y que así lo confesaba, no era un rey apasionado ni de escaso entendimiento. Estas y otras recomendables prendas comenzó a mostrar pronto José Bonaparte, y con la afabilidad de su carácter y con la suavidad de ciertas medidas se esforzaba por atraer, y acaso esperó captarse la voluntad de los españoles. Pero era esfuerzo vano: los españoles no veían en él ni condición buena de alma, ni cualidad buena de cuerpo; representábansele vicioso y tirano, porque era hermano de Napoleón; feo y deforme, porque era francés. Para ellos Fernando de Borbón, con su historia del Escorial, de Aranjuez, de Bayona y de Valencey, era un príncipe acabado y completo; José Bonaparte, con su historia de Roma, de París, de Amiens y de Nápoles, era un príncipe detestable y monstruoso, porque aquél era español y legítimo, éste francés e intruso. Con estos elementos, José conoció que tenía que ser aborrecido en España, José conoció que iba a ser sacrificado en España. Así sucedió.

 
XI.

La guerra.– Su principio, progreso y vicisitudes.– Triunfos portentosos.– Desastres y calamidades.– Heroísmo.– Napoleón en España.– Los ingleses.– La Central.
 

Cuando José llegó a la capital de la monarquía, habíase encendido ya la guerra, casi tan instantánea y universalmente como había sido la insurrección. Que en los primeros reencuentros y choques entre las veteranas y aguerridas legiones francesas, y los informes pelotones más o menos numerosos, ya de solos paisanos, ya mezclados con algunas tropas regulares, salieran aquellas victoriosas, y fueran éstos fácilmente derrotados, muriendo unos en el campo, y huyendo otros despavoridos, ciertamente no era un suceso de que pudieran envanecerse los vencedores. ¿Qué mérito tuvieron Merle y Lassalle en dispersar los grupos y forzar los pasos de Torquemada, Cabezón y Lantueno, ni qué gloría pudo ganar Lefebvre porque batiera a los hermanos Palafox en Mallen y en Alagón? Y aun la misma batalla de Rioseco, tan desastrosa para nosotros, perdida por imprudencias de un viejo general español temerario y terco, ¿fue algún portentoso triunfo de Bessiéres, y merecía la pena de que Napoleón hiciera resonar por él las trompas de la fama en Europa, y se volviera de Bayona a París rebosando de satisfacción y diciendo: «Dejo asegurada mi dominación en España?»

Lo extraño, y lo sorprendente, y lo que debió empezar a causarle rubor, fue que sus generales Schwartz y Chabron fueran por dos veces rechazados y escarmentados por los somatenes catalanes en las asperezas del Bruch; fue que Duhesme tuviera que retirarse de noche y con pérdida grande delante de los muros de Gerona; fue que Lefebvre se detuviera ante las tapias de Zaragoza; fue que Moncey, con su gran fama y con su lucida hueste, después de un reñido combate y de perder dos mil hombres, tuviera que retroceder de las puertas de Valencia. Y lo que debía ruborizarle más era que sus generales y soldados, vencedores o vencidos, se entregaran a excesos, demasías, asesinatos, incendios, saqueos, profanaciones y liviandades, como los de Duhesme en Mataró, como los de Caulincourt en Cuenca, como los de Bessiéres en Rioseco, como los de Dupont en Córdoba y Jaén, no perdonando en su pillaje y brutal desenfreno, ni casa, ni templo, ni sexo, ni edad, incendiando poblaciones, destruyendo y robando altares y vasos sagrados, atormentando y degollando sacerdotes ancianos y enfermos, despojando pobres y ricos, violando hijas y esposas en las casas, vírgenes hasta paralíticas dentro de los claustros, y cometiendo todo género de sacrilegios y repugnantes iniquidades. Sus mismos historiadores las consignan avergonzados.

¿Qué había de suceder? Los españoles a su vez tomaban venganzas sangrientas y represalias terribles, como las de Esparraguera, Valdepeñas, Lebrija y Puerto de Santa María. Ni aplaudimos, ni justificamos estas venganzas y represalias; pero había la diferencia de que estas crueldades eran provocadas por aquellas abominaciones; de que las unas eran cometidas por tropas regulares y que debían suponerse disciplinadas, las otras por gente suelta y no organizada ni dirigida; las unas por la injustificable embriaguez de fáciles triunfos, las otras por la justa irritación de una conducta innoble; las unas por los invasores de nuestro suelo, los espoliadores de nuestra hacienda y los profanadores de nuestra religión, las otras por los que defendían su religión, su suelo, su hacienda, sus hogares, sus esposas y sus hijas. Tal comenzó a ser el comportamiento de aquellos ejércitos que se habían llamado amigos, que se decían civilizadores de una nación ignorante y ruda.

La Providencia quiso castigar a Napoleón en aquello en que cifraba más su orgullo, en lo de creer sus legiones invencibles, y le deparó la gran catástrofe y la gran humillación de Bailén, primer triunfo formal, pero inmenso, de las armas españolas contra los ejércitos imperiales; de estos proletarios insurrectos, que él decía, sobre aquellas soberbias águilas acostumbradas a cernerse victoriosas en todo el continente. A nadie afecta tanto un infortunio como al que ha marchado siempre en prosperidad, y así no extrañamos que Napoleón derramara lágrimas de sangre sobre sus águilas humilladas. El triunfo de Bailén reveló a España su propia fuerza, y avisó a la Europa desesperanzada que el coloso no era invencible, que Aquiles no era invulnerable. La Europa miró a España, y esperó; y no esperó en vano. ¿Quién puede asegurar que sin Bailén hubiera habido un Moscú y un Waterloo? Aunque no hubieran hecho ya más Reding y Castaños, sobraba para que sus nombres pasaran con gloría a la posteridad.

Reprobamos los malos tratamientos que se dieron a los prisioneros franceses, merecedores, antes de ser prisioneros, de la mas ruda venganza y escarmiento por sus iniquidades y estragos; dignos, después de rendidos, de lástima y consideración; y duélenos que algunos jefes y autoridades españolas empañaran el lustre de la brillante jornada de Bailén, faltando, so pretextos ni nobles ni admisibles, al cumplimiento de la capitulación. Por lo mismo que la nación es, y se precia de ser hidalga, sentimos estos lunares, que no son del carácter nacional, sino producto de exagerada irritación de algunas individualidades.

Napoleón, que había dicho poco tiempo hacia: «La jornada de Rioseco ha colocado en el trono de España a mi hermano José,» pudo juzgar de la estabilidad de aquella colocación al ver a su hermano José, tras el desastre de Bailén, abandonar asustado la capital, y seguido solo de cinco de sus siete ministros, únicos españoles que se prestaron a acompañarle, retirarse aturdido a las márgenes del Ebro, donde no se contempló seguro hasta que se hizo rodear de sesenta mil franceses, teniendo delante el río, y detrás la Francia, en que por entonces pensaba ya más que en el trono de Madrid.

Habían comenzado a experimentar los franceses en Bailén que los españoles, militares bisoños y paisanos inexpertos, eran capaces de vencer a expertos guerreros y a veteranas huestes en formal batalla y a campo raso. Faltábales probar lo que eran los españoles defendiendo sus hogares, y al abrigo de torreones y muros, o de débiles tapias y flacas paredes. Esto lo empezaron a probar en Zaragoza y Gerona; dos nombres que deberán resonar siempre con estremecimiento en los oídos de los que nacieron en la patria de nuestros invasores. Mucho debió sufrir en su amor propio el general Duhesme, después de sus arrogantes promesas y jactanciosas bravatas, al verse obligado a levantar por segunda vez el sitio de Gerona, y retroceder a la capital del Principado, con sus tropas diezmadas, desfallecidas y hambrientas, habiendo tenido que dejar delante de los muros la artillería de batir y en las asperezas del camino la de campaña. Pero mayor, mucho mayor debió ser la mortificación de los generales Lefebvre y Verdier, mayor su tristeza y bochorno, y más lacerado debió quedar su corazón, al retirarse de los contornos de Zaragoza, sin poder enseñorear la población, que creyeron obra fácil de una noche, como ciudad sin murallas, después de dos meses de apretado y riguroso sitio, de incesante cañoneo, de bombardeo casi cotidiano, de rudo, sangriento y diario pelear, fuera del recinto de la población, dentro en conventos, en plazas, en calles y en casas: ellos con sesenta cañones y morteros, con guerreros avezados al combate y al triunfo; los zaragozanos, artesanos y labriegos, clérigos, mujeres y niños, ayudados de algunos militares y voluntarios sueltos, llegados al acaso, y de algunos viejos cañones, a veces manejados por mujeres, sin jefes que ordenaran la defensa, o guiados por ilustres patriotas, pero paisanos, convertidos de improviso en generales. Debieron creer los caudillos franceses que los fieros y altivos moradores de Zaragoza habían llevado su heroica defensa al extremo que pueden llegar los bríos de animosos pechos y de indomables corazones. Y sin embargo aquello no fue sino un ensayo de bravura, y una muestra del heroísmo que había de asombrar al mundo después. Los nombres de Palafox y de Calvo de Rozas comenzaron a resonar con gloria, para ser después pronunciados con admiración. Allá fueron los vencidos a contar a su rey José lo que había sido para ellos Zaragoza, y a oír de boca de su rey José lo que había sido para él Madrid, y a lamentar juntos lo que había sido para todos Bailén.

Hasta ahora eran españoles los que guerreaban en España con los franceses. No sucedía así en el vecino reino lusitano. Allí había tomado otra nación parte activa en la lucha. Portugal, que había sido tratado como nosotros por Napoleón, se levantó también contra él alentado por nuestro alzamiento, y auxiliado por nosotros. La Inglaterra, que supo con júbilo las primeras sublevaciones de España, que se propuso desde luego fomentar y auxiliar la insurrección; la Inglaterra, que sola entonces en guerra con el imperio francés, comprendió y calculó cuán provechoso había de serle que otra potencia, amiga y aliada hasta entonces de Napoleón, se tornara en enemiga y se preparara a combatir el poder de su inconciliable y perpetuo adversario; la Inglaterra, movida de ese interés, escogió a Portugal para apoyar allí la insurrección ibérica con sus caudales, con sus buques y con sus soldados. El desembarco de las tropas británicas realentó a los portugueses tanto como puso a los franceses en sobresalto y alarma.

Justificaron por cierto muy pronto los sucesos aquel temor, puesto que a poco tiempo ganó sir Arturo Wellesley, después lord y duque de Wellington, la batalla de Vimeiro contra el ejército de Junot, que estaba en Portugal con la misma representación y abrigando parecidas aspiraciones a las de Murat en España: triunfo que produjo la famosa capitulación o convención de Cintra, por la cual se obligaban a evacuar el Portugal y regresar a Francia, sin ser considerados como prisioneros de guerra, veinte y dos mil soldados franceses. ¡Cosa digna de notarse! La capitulación de Bailén, hecha por españoles, fue por todos y en todas partes aplaudida y celebrada, y calificada por los franceses de humillante para ellos; la capitulación de Cintra, hecha por ingleses, fue en todas partes recibida con indignación; los portugueses protestaron y reclamaron, quejáronse amargamente los españoles, la Gran Bretaña la tomó como asunto de luto público nacional, los franceses la llamaron honra para su patria, y los ingleses la apellidaban vergonzosa para su nación. ¿No deberá dispensársenos que hagamos reparar con orgullo esta diferencia?

Nada más natural que aprovechar la salida de José y de los franceses de Madrid, para establecer en la capital un gobierno correspondiente al estado del reino. ¿Pero qué títulos y qué merecimientos tenía el Consejo de Castilla para arrogarse el poder, en sustitución de la Junta creada por Fernando VII, si estaba poco menos desacreditado que ella, y su conducta había sido poco menos vituperable que la de aquella? Así el resultado fue ser de unos poco respetado, de otros abiertamente desobedecido. La necesidad de un gobierno patriótico era de todos reconocida: dudábase sobre la forma: la idea de Cortes, apuntada ya por la Junta de Sevilla, y ahora por otras indicada, no era de fácil ni casi de posible realización en el estado de las cosas. Optose, pues, por el sistema que más procedía, por el de una Junta Suprema Central, compuesta de diputados de las provincias. Instálase esta Junta en Aranjuez, y desde su principio comienzan a asomar y a dibujarse en ella dos partidos políticos, el de los afectos a Cortes, representados por el ilustre Jovellanos, y el de los desafectos a aquella institución, a cuya cabeza está el anciano Floridablanca. Equivócanse, pues, los que en aquel movimiento de España no han visto más que la idea monárquica y dinástica, y no han reparado en la idea política. Prevalece la opinión de los contrarios a las Cortes, pero el pensamiento fermenta entre los hombres de ilustración, y queda solo aplazado. El tratamiento de Majestad que empieza dándose la Junta, el sueldo que se señalan sus individuos, las primeras medidas que toma no satisfacen ni contentan al pueblo; y esta falta de tino, aunque nada extraña en la inexperiencia de los más, y este desprestigio en su origen, le augura disgustos para el porvenir.

El alzamiento de España y sus primeros triunfos han hecho eco y sensación grande en Europa, y de varias naciones afluyen príncipes, movidos de fines diversos, con pretensiones de tomar parte en esta lucha. También llegan noticias vagas, y por medios, que si no fueran providenciales, se dirían novelescos, a las heladas islas y regiones del Norte, donde se hallaba aquel ejército español mandado por el marqués de la Romana, que Napoleón había sacado de aquí con artificio y llevado allá con engaño. Aquellos buenos guerreros y leales patricios vislumbran la deslealtad de Napoleón y el peligro de su patria, resuelven volver a ella, lo juran de rodillas en derredor del estandarte nacional, y tras una de esas escenas que hacen latir el corazón de ternura, de admiración y de gozo, superando obstáculos que parecían insuperables, venciendo peligros que parecían invencibles, surcando procelosos mares y resistiendo rudas borrascas, logran saludar, ebrios de júbilo, aunque extenuados y hambrientos, las playas españolas, abrazan llenos de emoción a sus hermanos, y se disponen a pelear con ellos en defensa de esta patria, de que habían sido con mentida capa de amistad alejados. Bien viene este cuerpo de ejército para las necesidades de nuestra empeñada guerra.

Pero a cambio de este pequeño, aunque apreciable refuerzo, también Napoleón, noticioso de las primeras humillaciones de sus armas en la península, hace venir del norte de Europa cuerpos numerosos de su Ejército grande, y los lanza sobre España hasta reunir aquí más de doscientos cincuenta mil de sus mejores soldados. Con ellos vienen también, aparte de los que ya estaban, los generales más acreditados del imperio, los que todavía en ninguna parte han encontrado vencedores. Aquí se juntan Víctor, Jourdan, Ney, Bessiéres, Moncey, Soult, Lefebvre, Mortier, Lannes, Saint-Cyr, Augereau, duques de Bellune, de Elchingen, de Dantzick, de Conegliano, de Istria, de Dalmacia, de Treviso, de Neufchatel, de Castiglione, títulos de sus triunfos y de sus glorias. ¿Qué van a hacer aquí estos vencedores de Italia, de Holanda, de Austria, de Prusia, de Rusia, con los siete grandes ejércitos que se les encomiendan, si no han de tener que pelear sino con españoles, soldados bisoños y paisanos mal armados?

Mas no contento con esto Napoleón, y no fiándose todavía de los generales y mariscales de su mayor confianza, cree necesario mover su imperial persona, y él mismo viene de aquellas apartadas regiones a ponerse al frente de sus ejércitos de España y a dirigir personalmente la guerra. ¡El gran Napoleón viniendo a batirse con aquellos proletarios que tanto despreciaba! Cierto es que cuando él vino, ya la Central había dividido en cuatro ejércitos las fuerzas españolas; ya Blake, el mismo que sin culpa suya había perdido la batalla de Rioseco, había arrojado de Bilbao al mariscal Ney; y si en algunos puntos habíamos sufrido parciales descalabros, fueron causa de ello impaciencias, precipitaciones y movimientos poco acertados de otros generales. Pensar que con la venida de Napoleón, precedido de tan numerosas huestes, no tomara la lucha un sesgo desfavorable a nosotros, fuera desconocer la lógica de los acontecimientos humanos, fuera olvidar el talento, la inteligencia, el prestigio inmenso del grande hombre; y no porque Napoleón viniera a España había dejado de ser el primer guerrero del siglo.

Lo que era de esperar sucedió. ¿Pero qué extraño es que Blake, después de combatir briosamente él y los suyos, perdiera la batalla de Espinosa de los Monteros, y tuviera que retirarse a León, si tenía sobre sí a Lefebvre, a Ney y a Soult con sus respectivos ejércitos? Harto fue el mérito de aquel general en aquella penosa retirada, y no fue poco noble su conducta en no querer abandonar sus tropas hasta ponerlas en seguro, a pesar de la injusticia de la Central en relevarle del mando cuando mejor servicio estaba haciendo, encomendándole al marqués de la Romana. ¿Qué extraño es que el Gran Napoleón derrotara en Burgos al inexperto conde de Belveder y su mal equipado ejército de Extremadura? ¿Merecía esto que el vencedor de Austerlitz, de Jena y de Friedland, presentara a los ojos de Europa el fácil triunfo de Burgos como una batalla, y que enviara las banderas allí arrojadas por medrosas manos como un gran trofeo al Cuerpo legislativo? Algo más digno fuera que no hubiera entregado aquella infeliz ciudad al pillaje. ¿Qué extraño es que quien había franqueado de una manera tan maravillosa las cumbres de los Alpes franqueara el desfiladero de Somosierra, defendido por los desalentados restos del ejército destrozado en Burgos? No rebajamos por esto el tan celebrado mérito de la brillante carga dada por los lanceros polacos. ¿Y qué extraño es, por último, que abierto aquel paso, y protegiendo su marcha otros generales, que detenían y batían nuestro ejército de Aragón en Tudela, llegara a Chamartín, a la vista de las torres de la capital?

Atemorizada la Central con la proximidad del peligro, abandona Aranjuez, retírase a Extremadura, y no encontrando allí seguridad se refugia a Sevilla. No era posible la defensa de Madrid, encomendada a Castelar y Morla, pueblo sin muros, con solas zanjas y barricadas, y parapetos en los balcones, y paisanos armados de prisa, y solos dos batallones de tropa. Aun así medían intimaciones y parlamentos con el emperador, y bate su artillería las tapias del Retiro, y celebra una capitulación formal para la entrada de las tropas francesas en la capital del reino. Napoleón, ostentándose dueño de la corona de España, la cede otra vez de nuevo a su hermano José; mas como si esto no hiciese, y como si fuera emperador de las Españas, comienza a expedir decretos imperiales desde la aldea de Chamartín. Conducta misteriosa y equívoca, que hiere y hace prorrumpir en sentidas quejas a José; el emperador las acalla, y para satisfacción del ofendido, manda que los españoles reconozcan en los templos como rey a José, y juren amarle de corazón. Singular mandamiento, que más que a ser por lo serio cumplido, se prestaba, si las circunstancias permitieran la chanza, a ser festivamente ridiculizado. Vuelve, pues, Madrid a estar en poder de franceses. Napoleón una sola vez atraviesa como desdeñosamente la población.

Urgíale, y era su propósito predilecto, arrojar de la península los ingleses, sus eternos y más aborrecidos rivales y enemigos, que ya se habían internado en Castilla la Vieja. En la penosa jornada que ejecutó para atravesar la sierra de Guadarrama, en el corazón del invierno, a pié y en medio o delante de su guardia, entre hielos y fríos, nieves, lluvias y lodazales, reconocemos al intrépido e imperturbable guerrero de Italia y de Polonia. En la retirada que hace emprender a los ingleses por los llanos de Castilla y por las angosturas y asperezas de Galicia hasta el puerto de la Coruña, se nos representa el ahuyentador de austriacos y prusianos en las regiones del centro y norte de Europa. Aquella retirada de los ingleses dejó una triste memoria en España, no solo por lo desastrosa que fue para ellos y para nuestras tropas, a las cuales comprometieron y envolvieron en su bochornosa fuga, sino por los excesos, por los estragos, por los crímenes abominables de todo género a que se entregaron soldados y oficiales sin disciplina, sin freno, ebrios, desatentados y sin pudor, dejando tal rastro de incendio, de pillaje y de lascivia, que las poblaciones españolas maldecían semejantes aliados. Su general sir John Moure tuvo la fortuna, para su fama y nombre, de morir de una bala de cañón en la acción de la Coruña, ya que no se había muerto antes de rubor en la marcha, y en España no se sintió que se embarcaran tales protectores y amigos. El mariscal Soult que los perseguía se hizo fácilmente dueño de toda Galicia.

Período fatal fue éste para la pobre España. Los aliados nos trataban del modo que hemos visto. Los mismos españoles, exasperados con el infortunio, cometían excesos que horrorizaban y estremecían. Si la plebe de Madrid arrastraba por las calles el cadáver del marqués de Perales, cosido por ella a puñaladas, por rumores que contra él se propalaron, los soldados, dispersos y sueltos, y corriendo la tierra como bandidos, colgaban de un árbol en el paseo de Talavera el cadáver del general San Juan, mutilado e informe, porque había tenido la desgracia de ser vencido por Napoleón. Y el ejército francés, mandado por el general Víctor, vencedor en la jornada de Uclés, escandalizaba al mundo e insultaba la humanidad y escarnecía la civilización, agrupando y apiñando la gente inocente e indefensa para degollarla, y acorralando más de trescientas mujeres para abusar torpemente de ellas. ¡Qué detestables vencedores, y qué indigno fruto de la victoria! En cotejo de esto se llevaba con cierta resignación la pérdida de Rosas en Cataluña, y se soportaban con alguna más conformidad las derrotas de Cardedeu y de Molins de Rey, pues al fin aquellos eran desastres y vicisitudes de la guerra, y valiole a Saint-Cyr para aquellos triunfos su inteligencia y la superioridad de su táctica.

Faltaba, para coronar este período de quebrantos, la ruda prueba de acendrado valor y sufrimiento, de inquebrantable constancia, de indomable fiereza y de portentoso heroísmo, a que se puso por segunda vez una población española, cuyo nombre anunciamos que había de resonar y ser pronunciado con asombro en el mundo. Hablamos del segundo sitio de Zaragoza. Los pormenores de aquella memorable defensa quedan en otra parte referidos: cada uno de los lances de aquel terrible drama es una escena que admira y que conmueve: no repetiremos aquí ninguno: el conjunto de todos produce sensaciones encontradas, todas tan fuertes que no puede resistirlas mucho tiempo un pecho español: se siente a un tiempo admiración, ternura, horror, indignación, espanto, compasión, estremecimiento, gozo, ira y orgullo. Hoy que estamos ya lejos del suceso, prevalece sobre los afectos el del orgullo nacional; orgullo sobradamente justificado, y aunque nosotros no quisiéramos tenerle, nos le inspirarían los mismos escritores de la nación enemiga, al decir que no encontraban en la historia moderna nada con qué comparar el heroísmo patriótico de Zaragoza, y que para hallar algo parecido necesitaban remontarse a los tiempos de Sagunto o de Numancia, de Esparta o de Jerusalén. Lo han dicho ellos; no queremos añadir nada nosotros. Al fin entraron los franceses en lo que ya no tenía forma de ciudad, y entraron por entre los escuálidos vivientes que habían quedado, a tomar posesión de ruinas y escombros y de cadáveres putrefactos.

Así acabó la segunda campaña, y comenzó el segundo año de la guerra con las pérdidas y desastres de Espinosa, de Burgos, de Somosierra, de Tudela, de la Coruña, de Uclés, de Rosas, de Llinás, de Molins de Rey, de Zaragoza, expulsados de España los ingleses, fugitiva la Junta Central, y el rey José instalado segunda vez en el palacio de Madrid.

Y todavía continuaron nuestras adversidades. A un contratiempo que sufrimos en Ciudad-Real sucedió una verdadera derrota de nuestro ejército de Extremadura en Medellín. Mandábale el mismo general Cuesta por cuya culpa se había perdido la batalla de Rioseco. Fatídica parecía ser la estrella de aquel desventurado anciano militar para nuestra causa. Y sin embargo, la Central premió su desacierto elevándole a la dignidad de capitán general, y encomendándole el ejército de la Mancha. Díjose que era cálculo político. Aun oídas las razones, nos cuesta trabajó alcanzar la conveniencia de aquella política.

Con esto José, a quien muchos creían ya asegurado y firme en el trono de España, pero que en su clara razón no se dejaba deslumbrar, ni por las recientes victorias de las armas francesas, ni por las felicitaciones y plácemes que le dirigían las autoridades y corporaciones españolas, eclesiásticas y civiles, de las provincias sometidas, porque bien sabía él que aquellos parabienes eran de real orden, esforzábase por hacerse acepto al pueblo español con providencias administrativas que no dejaban de ser beneficiosas, y quiso dar también un testimonio de confianza creando regimientos de españoles. Hubo no obstante una medida, la de la formación de un Junta criminal extraordinaria, dictada para mengua nuestra por un ministro español, tan ocasionada a vejaciones y tiranías, que irritó con razón sobrada, y exasperó terriblemente los ánimos. Por desgracia la Junta Central no daba muestras de mayor tino en el gobierno, y sin agradar al pueblo se enajenaba con prematuras modificaciones y reformas las juntas provinciales, de cuyo auxilio y cooperación tanto necesitaba. Tuvo, sin embargo, la Suprema de Sevilla un arranque de firmeza, en que mereció bien de la patria, y merece hoy nuestro aplauso: fue la entereza y dignidad con que rechazó las proposiciones de acomodamiento que José en su carácter conciliador le había hecho. Noble, enérgica y digna fue también la contestación que el ilustre Jovellanos dio al general Sebastiani, que se atrevió ¡insensato! a tentar su lealtad y patriotismo. Consuelan tales rasgos a vueltas de tales desventuras.

 
XII.

Resumen crítico de las alternativas y de los sucesos principales de la guerra.– Júzgase la conducta y comportamiento respectivo de los franceses, de los ingleses y de los españoles.– Errores y ceguedad de Napoleón.
 

La Providencia no quiso que siguieran luciendo días tan infaustos para la infeliz España, y la permitió vislumbrar por lo menos alguna ráfaga de esperanza y algún síntoma de que no todo había de ser adverso para ella. Ya la retirada de Napoleón desde Astorga, donde recibió la noticia de las novedades y peligros que se levantaban en Austria, pudo tomarse por feliz presagio para nosotros. El rayo de la guerra era empujado por el viento a otra parte. El eco del grandioso alzamiento del pueblo español, trasponiendo las inmensas distancias con que los mares le separan del Nuevo Mundo, había resonado en aquellas dilatadas regiones de nuestros dominios, y todas, respondiendo al sentimiento de la metrópoli, se comprometieron a socorrerla con cuantiosos dones, y a ayudar con todo esfuerzo su patriótica causa, y la Junta Central en galardón de tan noble comportamiento las sacó de la categoría de colonias, las declaró parte integrante de nuestra monarquía, y dio participación y representación a sus diputados en el gobierno del reino. Y la Gran Bretaña, que aun no había hecho pacto formal de alianza con la nación española, le ajustó ahora comprometiéndose a auxiliarla con todo su poder, y a no reconocer en ella otro monarca que Fernando VII y sus legítimos sucesores, o el sucesor que la nación reconociese. Consuelos grandes para quien tantos infortunios había sufrido.

Otra parecía también comenzar a presentarse la suerte de las armas. Levantado el paisanaje en Galicia y Portugal, enviado a este reino un nuevo ejército inglés mandado por Wellesley, el mariscal Soult que creyó dominar sin estorbo las provincias gallegas y el reino lusitano; Soult, que después de marchar con trabajo desde Orense a Oporto y entrar en esta población haciendo estragos horribles; Soult, que se intituló gobernador general de Portugal, y soñó como su antecesor Junot en una soberanía lusitana; Soult tuvo que emprender y ejecutar una retirada desastrosa desde Oporto a Lugo, metiéndose y derrumbándose hombres y caballos, y dejando los cañones, entre bosques, riscos, gargantas y desfiladeros, acosado por el ejército anglo-lusitano, y por los insurrectos paisanos portugueses y gallegos, pasando ahora él y su gente las mismas penalidades que pocos meses antes había hecho sufrir a Moore y los suyos.

Dos mariscales del imperio, del nombre y de la talla de los duques de Dalmacia y de Elchingen, Soult y Ney, se ven al fin forzados a entregar la Galicia a los insurrectos, y refugiarse a Castilla, donde rebullen ya también los partidarios como en Aragón, y como en Cataluña los somatenes. Y en el centro de España hacia el Tajo van las cosas de modo que obligan al rey José a salir en persona de Madrid con su guardia, bien que teniendo que retroceder pronto a la capital, que no contempla segura a pocos días y a pocas leguas que se aparte de ella. ¡Y operaban ya en España trescientos mil franceses! Napoleón desde Alemania decía: «¿Qué pueblo es ese, y qué se ha hecho de la pericia de mis mariscales y del valor de mis mejores soldados, de esos mariscales y de esos soldados con quienes subyugué en tres meses el Austria y dominé en un mes la Prusia, con quienes vencí en Italia, en Egipto y en Rusia, que ahora no aciertan a sujetar a soldados bisoños mandados por generales sin nombre, a un puñado de ingleses y a informes pelotones de paisanos insurrectos? ¿Qué se ha hecho la gloria de la Francia, la fama de invencibles de sus soldados y la reputación de su emperador?»

Mucho más pudo decirlo al poco tiempo, al saber que Blake, con un ejército todo español y ya regularizado, medía sus fuerzas en Aragón con las del general Suchet, el más activo y el más entendido y afortunado de los generales franceses que guerrearon en España, y que si perdió las acciones de María y de Belchite, también ganó la de Alcañiz. Y más pudo decirlo después, cuando llegara a su noticia el triunfo grande del ejército anglo-hispano en la batalla de Talavera, la mayor que en esta guerra se había dado, y en que jugaron más numerosas huestes de una y otra parte. Presenció el vencimiento de los suyos el rey José. Achacábanse la culpa del triunfo de los nuestros los generales enemigos unos a otros, y a no dudar tuvo mucha Soult en su perezosa tardanza, y en no haber acudido a tiempo con tres cuerpos de ejército nada menos que se habían puesto a sus órdenes. Pero también tuvimos nosotros que lamentar disidencias y rencillas entre el general español Cuesta y el inglés Wellesley, por imprudencias y temeridades de aquél, por exigencias e impertinentes amenazas de éste, que todo lo quería y a quien todo se le antojaba poco para los suyos, no obstante que los suyos ya tomaban más de lo que era menester de los pueblos, tratando nuestros buenos aliados a los pueblos españoles como a país enemigo y de conquista. Disidencias y rencillas que hicieron infructuosa aquella victoria, que trajeron a los aliados conflictos como el del Tajo, y pérdidas como la de Almonacid, y que produjeron después la inoportuna retirada del general británico a la frontera de Portugal, y la dimisión de Cuesta, con la cual en verdad nada se perdía.

Ni Napoleón en Alemania, ni los franceses aquí, pudieron imaginar nunca que hubiese otra población en España capaz de oponer una resistencia tan tenaz y porfiada, y de llevar el heroísmo de la defensa hasta el punto extremo y hasta el grado portentoso que la había llevado Zaragoza. No concebían posible un segundo ejemplo de aquel valor indomable y de aquella imperturbable perseverancia. Y sin embargo, le vieron y experimentaron en la inmortal Gerona. En siete largos meses de sitio, de continuados ataques y diario combatir, de cotidiano cañoneo, de bombardeo asiduo, de mortandad y ruina, de hambre extrema en la población, de peste asoladora, de infección mortífera, de devorarse unas a otras las hambrientas bestias, y de caerse exánimes de inanición los hombres por las calles, después de faltar a las madres jugo con que alimentar a sus tiernos hijos, y a los hijos brazos con que sostener a sus ancianos y moribundos padres, después de los estragos y horrores que el corazón siente, y la pluma se niega a describir, la misma imperturbabilidad que los generales franceses Mortier, Suchet, Moncey, Junot y Lannes vieron absortos en las tropas y en los habitantes zaragozanos, presenciaron atónitos los generales Reille, Verdier, Saint-Cyr y Augereau, en los soldados y en los vecinos, hombres, mujeres y niños de Gerona. Aquí hizo el insigne gobernador Álvarez lo que en Zaragoza había ejecutado el ilustre Palafox. Quiso la fatalidad que en Gerona alcanzara el contagio de la epidemia al indomable Álvarez de Castro hasta ponerle a las puertas del sepulcro, recibida ya la Extrema-unción, como en Zaragoza alcanzó al impertérrito Palafox hasta ponerle a las puertas de la muerte. Allí como aquí se hizo una capitulación honrosísima, y allí como aquí los franceses tomaron posesión, no de una ciudad ni de una plaza, sino de ruinas, de escombros, de cadáveres y de espectros. ¡Loor inmortal a Zaragoza y a Gerona! ¡Gloria inmarcesible a sus heroicos defensores!

Pero no fue tan infortunado Palafox como Álvarez de Castro. Si ambos se salvaron de la enfermedad, pareciendo como que la muerte había querido respetar tan nobles y heroicas figuras, los franceses no respetaron a Álvarez, acabando de un modo insidioso con aquella preciosa vida, y atreviéndose a ejecutar en el castillo de Figueras lo que la peste parecía no haberse atrevido a consumar en Gerona. Pero la muerte material de aquel cuerpo no pudo impedir la gloria imperecedera de aquella alma. La nación decretó honores perpetuos que está gozando su honrosa descendencia, y esculpido está su nombre con letras de oro en el santuario de nuestras leyes, como lo está con caracteres indelebles en los corazones de todos los buenos españoles.

Destellos de estas defensas y de aquellos combates ocurrían cada día en menor escala, que no todos los ataques y defensas habían de ser de la magnitud de la de Gerona, ni todos los hechos de armas de la importancia del de Talavera; pero veíase el mismo espíritu y arrojo en las poblaciones por parte de los paisanos, en los campos por parte de las tropas, como sucedió en Astorga, defendida por Santocildes con los moradores de la ciudad, y como aconteció en Tamames, donde batió a los franceses el duque del Parque con el cuerpo de ejército antes mandado por el marqués de la Romana.

Mas lo que sobre todo presentaba dificultades extrañas y traía como desorientados a los generales enemigos, eran las guerrillas y los guerrilleros que por todas partes pululaban; aquellos brigands que denominaban ellos como por injuria y mal nombre, pero que los mortificaban hasta el aburrimiento y la desesperación, y los diezmaban a maravilla con sus rápidas evoluciones en ninguna estrategia aprendidas, con sus inopinados asaltos y sus imperceptibles desapariciones a semejanza de impalpables sombras, con su inquieta e incalculable movilidad, con sus bruscas embestidas, pero que no dejaban ni pequeña guarnición sosegada, ni corto destacamento tranquilo, ni francés extraviado con vida, ni convoy correo enemigo que no corriera riesgo de ser interceptado, ni desfiladero en que no asomaran, ni retaguardia o flanco de ejército que no sufriera bajas más o menos numerosas en la marcha; género especial de guerra, si en algunos países conocido y usado, en ninguno de tan maravilloso éxito como en España, ni tan dados a él ningunos naturales, ni tan aventajados en su ejercicio como los españoles.

Hizo bien la Central en promover y procurar organizar estas partidas móviles, estas fuerzas sutiles, estos grupos de voluntarios armados, estas cuadrillas de aficionados a la guerra, la mayor parte impulsados por motivos nobles y por sentimientos patrióticos, aunque hubiera que lamentar que a algunos los movieran causas de otra índole y propósitos bastardos; que la patria entonces necesitaba de todos los brazos fuertes y de todos los corazones atrevidos. Extensamente hemos juzgado a unos y a otros en su lugar. Pero es imposible dejar de reconocer los grandes servicios que prestaron a la nación estas guerrillas y estos guerrilleros. Cosas admirables ejecutaron algunos, arrancando elogios de nuestros mismos enemigos. Otras veces la crueldad con ellos ejercida por los caudillos franceses, excitando la ya irascible fibra de los partidarios, los movía a tomar revanchas sangrientas y horribles, que eran de sentir aunque no de extrañar. De ellos llegaron a hacerse cuerpos formales de ejército, brigadas y divisiones enteras con su conveniente organización y disciplina, y de ellos salieron jefes de gran renombre, y generales que han llegado a honrar la guía militar de España.

Son, sin embargo, inevitables las alternativas y vicisitudes en toda guerra larga, y húbolas para nosotros bien fatales en la de que hablamos. La Inglaterra nuestra aliada gastaba sin fruto y sin gloría en lejanos mares las naves, los caudales y los hombres, que enviaba contra Napoleón, y que empleados en nuestras costas y en nuestro suelo, habrían sido de gran fruto y de gran gloria para ella y para nosotros. Austria, en cuya ayuda habíamos hecho sacrificios costosos, nos dejó abandonados, firmando una paz poco envidiable con Napoleón. Y acá un antojo pueril, una ilusión de la impaciencia, un capricho de vanidad de nuestros generales y de nuestros cortesanos, que fascinó también al gobierno central de Sevilla, el antojo de venir a Madrid, como si fuera una expedición de recreo y una empresa corriente y fácil, nos costó la desastrosa derrota de Ocaña, la mayor catástrofe que habíamos experimentado en los dos años de guerra. Ocaña fue para nosotros el reverso de Bailén. Ahora fue también el vencido, como entonces el vencedor, el ejército de Andalucía. Era el ejército más lucido que se había logrado formar en España; por lo mismo fue más lamentable y más trascendental su derrota. Soult se vengó de la calamitosa retirada de Portugal, y lavó la mancha de su perezosa inacción en Extremadura, y fue disculpable el orgullo con que José entró en Madrid, seguido de miles de prisioneros españoles. Al desastre de Ocaña siguió el de Alba de Tormes, que hizo olvidar nuestro pequeño triunfo de Tamames. Nuestros amigos los ingleses, después de presenciar con una serenidad parecida a la indiferencia estos reveses, se metieron más adentro en el reino lusitano, libre entonces de enemigos.

Fácil por lo menos, si no abierta y franca para los franceses la entrada en Andalucía después del desastre de Ocaña, bien habrían podido realizarla aun sin el refuerzo de cien mil hombres que Napoleón determinó enviar de nuevo a España, resuelto a venir él otra vez en persona, si otras atenciones no se lo hubieran impedido. ¿Cómo había de resistir nuestro menguado y despavorido ejército del Mediodía a una masa de ochenta mil combatientes veteranos y recientemente victoriosos, a cuya cabeza iba el mismo José con el duque de Dalmacia y con sus mejores generales? No nos maravilla, pues, que vencidos los pequeños obstáculos que encontraron en Despeñaperros y Sierra-Morena, inundaran como un torrente las dos Andalucías, y que la Junta de Sevilla, temerosa de la tempestad que tan cerca la amenazaba, se refugiara en dispersión con las reliquias de nuestro ejército en la Isla de León, y dentro de los muros de Cádiz, a cuya proximidad llegaron los cañones enemigos, y cuya rendición llegaron a intimar los franceses.

Todos estos eran resultados y consecuencias naturales de una gran derrota. También era, si no tan natural, por lo menos muy disculpable, que José paseara con aire de satisfacción y de orgullo las ciudades y provincias andaluzas, y más viéndose en muchas de aquellas festejado y agasajado, en lo cual no dieron ciertamente el mejor ejemplo aquellos habitantes, por mucha parte que en tales obsequios y fiestas se quiera atribuir, ya a su carácter proverbialmente jovial y festivo, ya a cálculo y deseo de congraciar al enemigo para evitar vejámenes y persecuciones. En cambio consuela y admira la patriótica impavidez con que la Regencia del Reino (nueva forma de gobierno que se sustituyó a la Junta Central), desde aquel rincón de España, y en situación tan angustiosa, formaba grandes planes militares, proyectaba la creación de ejércitos, de escuadras, de milicias cívicas, promovía alistamientos, ordenaba requisas, arbitraba fondos, y haciendo de la Isla el centro obligado de una gran posición, se comunicaba y entendía con las naciones extranjeras y con los puertos españoles de la península y de ultramar. Consuela y admira la fe patriótica con que un general español, Blake, recoge las miserables reliquias del destrozado y deshecho ejército de Sierra-Morena, pasa la primera revista en el atrio de un templo a unos centenares de hombres y unas docenas de caballos que ha podido recoger; pero hace llamamientos, atrae, recluta, organiza, instruye, ordena, trabaja, y de aquellos diminutos restos casi en contados días ¡admirable fuerza de voluntad! logra reconstituir un ejército formal, a cuya cabeza sostiene él mismo a los pocos meses reñidas batallas con aquellas legiones, que ni esperaban ni imaginaban siquiera encontrar quien les pusiera obstáculos en la carrera de sus triunfos.

Pero la ceguedad, esa especie de genio invisible y de ángel malo que la Providencia coloca misteriosamente al lado de los hombres ambiciosos, inspira a Napoleón el pensamiento de obrar y disponer como rey, y aun como dueño absoluto de España, y sin contar con su hermano, en la ocasión en que José había hecho más progresos en la guerra, y se contemplaba más seguro en el país y más afirmado en el trono; distribuye a su placer el territorio español y ordena a su antojo el gobierno político y militar del reino, y deja a su hermano sin autoridad o con una débil sombra de ella, y le desprestigia a los ojos de los españoles, y le rebaja y desautoriza ante sus mismos generales; y José, pasando repentinamente del gozo a la aflicción y del placer a la amargura, se retira a Madrid con el corazón traspasado y con ánimo casi resuelto de abdicar una corona que solo lleva en el nombre y que le cuesta tantas pesadumbres. Discordias fraternales, que han de dar su fruto, tan amargo para ellos como le dieron antes para nosotros las de nuestros reyes y nuestra corte.

La guerra sigue, porque el espíritu del pueblo español no se abate; y sigue viva, así en Navarra como en Asturias, así en Cataluña y Aragón como en Valencia, así en Extremadura como en Castilla. Multiplícanse las guerrillas y los guerrilleros. Los ánimos de los combatientes se irritan, y las represalias son crueles. Parece en lo sangrienta una guerra civil; y es que al enemigo le exaspera lo mortificante de la porfía. La resistencia de las plazas atacadas es siempre y en todas partes prodigiosa. Astorga, Hostalrich, Lérida, Mequinenza, Ciudad-Rodrigo, Tortosa, ni podían dejar de sucumbir, ni podían llevar más allá su denuedo, ni podían ser más honrosas las capitulaciones que alcanzaron. Y aun no fue todo vencer para enemigos tan numerosos y fuertes, que no todas las plazas atacadas se rendían, y Suchet tuvo que volverse después de contemplar por muchos días las torres de Valencia como el año anterior Moncey, y si Sebastiani sorprendía y saqueaba a Murcia, tenía que retroceder a sus acantonamientos huyendo de Blake.

A juicio de Napoleón nada importaba tanto como arrojar de España a los ingleses. Todos los grandes hombres adolecen de esas flaquezas que suelen denominarse manías, y la anglo-manía era uno de los flacos o llámense terquedades de Napoleón. No había podido llevar con resignación la desastrosa retirada de Soult de Portugal, y para vengarla y vengarse de Wellington envió ahora con un ejército poderoso al vencedor de Zurich, al conquistador de Nápoles, al héroe del sitio de Génova, al mariscal Massena, duque de Rívoli y príncipe de Essling. Gran confianza tenía Napoleón en este caudillo y en aquel ejército, y prósperamente comenzó para él la campaña con la rendición de Ciudad-Rodrigo y de Almeida, y con avanzar, aunque no sin algún contratiempo, a Viseo y a Coímbra. Pero detiénese ante las famosas líneas y formidables atrincheramientos de Torres-Vedras, para él desconocidos e ignorados, por el inglés muy de antemano dispuestos, y tras de los cuales se ha parapetado, al abrigo de aquellas prodigiosas fortalezas de la naturaleza y del arte, defendidas por seiscientos cañones, y con una enorme masa de guerreros ingleses, lusitanos y españoles; caso de los más estupendos, dijo ya otro escritor, que recuerdan los anales militares del mundo.

Conocida es esta singular y memorable campaña, y juzgado está por la historia, y por los entendidos en el arte de la guerra, el mérito grande de los dos generales en jefe, Massena y Wellington, en la imponente actitud con que supieron mantenerse uno a otro en respeto en sus respectivas posiciones, la inalterable e impasible inmovilidad del uno, la firmeza inquebrantable del otro, la serenidad imperturbable de ambos. Era no obstante infinitamente más ventajosa la situación de Wellington, y por eso admira y asombra que tuviera tanta dosis de frialdad y de paciencia para estar tanto tiempo haciendo el papel del prudente Fabio, esperándolo todo del tiempo y de la paciencia. Era infinitamente más penosa la situación de Massena, y por eso admira y asombra que reprimiera tanto tiempo los ímpetus propios del guerrero francés, y sufriera con impasibilidad inglesa, incomunicado, en país y entre ejércitos enemigos, amenazado en derredor y en todas direcciones, el hambre, la peste, y todo género de privaciones y padecimientos. Y admira y asombra, en el mariscal francés la lenta y calmosa retirada, según que, apurados los recursos en cada comarca, se le hacía la permanencia en ella imposible; en el general británico, la calma y lentitud con que seguía paso a paso al francés en su retroceso, nunca precipitándose ni aventurando combates, siempre levantando delante de sí nuevas cadenas de fuertes.

Falta grande hacía a los españoles saber que Massena se había pronunciado en verdadera retirada, alarmados como se hallaban aquellos, ya que no abatidos, con la pérdida de Badajoz, que acababa de caer en poder de franceses, con la malhadada expedición del general La Peña contra los sitiadores de la Isla Gaditana, y con caer las bombas enemigas dentro del recinto de Cádiz, asiento de nuestro gobierno; todo lo cual traía inquieto a éste, disgustado y desasosegado al pueblo, y hacía que resonaran en la Asamblea nacional lamentos de dolor, sentidos cargos y agrias acusaciones. Puede un movimiento militar ser muy honroso para el que le dirige y ejecuta, y ser al propio tiempo funesto y fatal para la causa que defiende; puede ser estratégicamente muy meritorio, y políticamente muy desventurado; lo uno puede ser debido al talento, inteligencia y habilidad de un genio guerrero, lo otro a eventualidad y circunstancias adversas y a obstáculos invencibles. Tal fue la célebre retirada de Massena de Portugal en la primavera de 1811. En medio de las desdichas y penalidades que sufrió su ejército, él sacó a salvo su reputación de capitán insigne, pero vinieron a tierra los grandes planes de Napoleón, y frustrose la empresa en que más confianza había tenido de enseñorear de nuevo el Portugal y arrojar de la península ibérica los ingleses. Massena acreditó una vez más su pericia y su grandeza de alma; Napoleón vio que la guerra de España le iba a costar todavía mucha sangre y muchos tesoros, y sospechó ya de su éxito. Asombra la pausa, llamada circunspección, y la calma, que han denominado prudencia, con que Wellington siguió paso a paso al francés en su larga y penosa retirada.

La huella de destrucción, de pillaje, de incendio, de matanza y de sangre que fue dejando el ejército francés en los pueblos que atravesó en aquella retirada calamitosa, horroriza, pero no sorprende. ¿Era Massena apropósito para enfrenar y contener en aquella situación la desbocada soldadesca? A cualquier general le habría sido difícil, cuanto más al que en Roma había dado el escándalo de ser el primero en perpetrar los propios o parecidos desmanes, hasta el punto de elevar sus mismos subordinados amargas quejas al gobierno de la Francia contra las rapacidades de su general en jefe. Su conducta moral en aquella marcha no dio menos que murmurar a la tropa; y generales como Reynier, como Junot, y como Ney, Ney, cuyo carácter altivo le tenía como violento a las órdenes de Massena, como antes se había sometido mal de su grado a las de Soult, rompieron con él y se separaron de su servicio en ocasión que más de ellos necesitaba. El mismo Massena, aquel hijo mimado de la victoria, a quien con tanta confianza encomendó Napoleón la conquista de Portugal, fue llamado a Francia por el gobierno imperial.

Consecuencia de aquella retirada fue el importante triunfo de los aliados en la Albuera, triunfo que mereció los honrosos decretos de las Cortes, dando gracias a todos los generales, oficiales y soldados de las tres naciones que tomaron parte en el combate, y declarando benemérito de la patria a todo aquel ejército, y triunfo que mereció que en el Parlamento británico resonaran elogios al valor e intrepidez de las tropas españolas mandadas por Blake. Pero la consecuencia más importante, y el resultado más propicio de estos movimientos y de estas vicisitudes de la guerra es la reanimación del espíritu público en España; es la influencia de estas novedades en los gabinetes de Europa que están contemplando esta lucha; es el convencimiento de que la fortuna no había vuelto definitivamente la espalda a esta nación valerosa y perseverante; es que se veían otra vez señales de que el heroico esfuerzo nacional no había de quedar ahogado y oprimido, ni había de sucumbir a una usurpación injustificable e inicua.