Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo XXX
España desde Carlos III hasta Fernando VII
Reseña histórico-crítica (de 1788 a 1814)
[ XII ❦ XIII ❦ XIV ❦ XV ❦ XVI ]
XIII.
La idea política.– Cómo y cuándo nació.– Cómo se fue desarrollando.– Incremento que tomó.– Influencia que ejerció en la revolución material.– La idea liberal en el gobierno.– En la Central.– En la Comisión ejecutiva.– En el Consejo de Regencia.– Cortes.– Su forma y fisonomía.– Principios que dominaban en ellas.
Descansemos algo del tráfago de las armas. Pensemos un poco en la marcha que llevaba la política.
Cuatro especies de soberanías, cuatro poderes supremos, más o menos reales o nominales, existían simultáneamente en este tiempo en España, dos nacionales y dos extranjeros, dos dentro y dos fuera de la nación. De una parte el gobierno popular que la nación se había dado en ausencia de su rey, y el rey legítimo de España, cautivo en país extraño: de otra un monarca francés que se sentaba en el trono español, y un emperador que desde fuera intentaba gobernar el reino. Dentro, la Junta Suprema nacional, y el intruso rey José; fuera, Napoleón y Fernando VII. Veamos cómo marchaba cada uno de estos poderes, y cuál era su conducta política.
Rara vez se conmueve y levanta un pueblo en venganza de un agravio inferido, o en defensa de su independencia amenazada, o en sostenimiento de una institución o de una dinastía de que se intente privarle, sin que en aquella conmoción y sacudimiento venga a mezclarse y a imprimirle forma y darle fisonomía algo más que la venganza del agravio o la defensa de aquellos objetos queridos. Casi siempre surge una idea política, que asomando primero, y creciendo y tomando cuerpo después, llega a preocupar los ánimos y a hacerse asunto tan principal del movimiento y de la revolución como la causa que le dio el primer impulso. Y es que cuando se remueven y agitan los elementos sociales de la vida de un pueblo, los hombres ilustrados que alcanzan y conocen los medios de mejorar la sociedad y a quienes antes retraía el temor de alterar el orden antiguo, y la desconfianza de lograrlo aunque lo intentaran, aprovechan oportunamente aquella desorganización que producen los sucesos, para inspirar la idea, predisponer los ánimos, e infundir el deseo de sustituir aquella descomposición con una nueva forma y manera de ser que aventaje a la que antes existía.
Viose España, en el período que describimos, en las circunstancias más apropósito para ir realizando esta transición. Por una parte la ausencia de sus monarcas y de toda la familia real, arrancada de aquí con engaño, la constituía en la necesidad de poner al frente del Estado quien bajo una u otra forma en aquella orfandad le gobernara y dirigiera. Por otra los alzamientos parciales, simultáneos o sucesivos, de cada población o comarca, contra la usurpación extranjera y en defensa de la independencia nacional, los precisaban a encomendar la dirección de aquel movimiento y el gobierno del país a hombres conocidos por su energía y patriotismo; y siendo el movimiento popular y repentino, la forma de gobierno tenía que ser también popular y de fácil estructura en momentos apremiantes y de necesaria improvisación: de aquí las Juntas semisoberanas, llamadas al pronto de organización y defensa. Por otra los hombres de luces, que ya por la ilustración que había venido germinando en España desde el advenimiento del primer Borbón, ya por la que había difundido en más vasto círculo la revolución francesa, ya por la expansión en que había permitido vivir el gobierno de Carlos IV, abrigaban la idea liberal y alimentaban el deseo y la aspiración de ver reformado el gobierno de España en este sentido, aprovecharon aquellas circunstancias para apuntarla, arrojándola como una semilla que acaso habría de fructificar.
Asomó primero la idea política y la idea liberal, si bien como vergonzosamente, en la Junta de Sevilla, pronunciándose la palabra Cortes. Insinuose bajo otra forma en la de Zaragoza, recordando el derecho electivo de la nación en casos dados, conforme a las antiguas costumbres de aquel reino. Napoleón, con más desembarazo, ofrece una Constitución política a los españoles, y convoca a Bayona diputados de la nación para que acepten tras un simulacro de discusión su proyecto de un código fundamental. La idea constitucional, indicada por algunos españoles con encogimiento, es lanzada sin rebozo por el emperador francés; y aunque imperfecta y de origen ilegítimo, una Constitución se publica en España. Cuando, evacuada la capital del reino por el rey intruso, se trató de constituir un gobierno central español, ya fueron más los que opinaron por un régimen representativo; y si la idea de Cortes no prevaleció, y las circunstancias la hacían también por entonces irrealizable, en la misma Junta Suprema Central que se estableció formose ya un partido que abiertamente profesaba y proponía el principio de la representación nacional, si bien todavía encontró oposición en la mayoría. La misma Central era una imagen, y como un preludio de ella; y lo que es más, el Consejo de Castilla, cuerpo conocido por su apego a la autoridad absoluta y por su oposición a las reformas, creyó hacerse popular y conservar su poder proponiendo la reunión de Cortes; y lo que es más todavía, el mismo Fernando VII desde Bayona expidió un decreto, bien que forzado y sin libertad, para que fuesen convocadas. Así la idea de la reforma política, profesada ingenuamente por unos, emitida hipócrita y calculadamente por otros, iba cundiendo y se iba infiltrando en los entendimientos y en los ánimos de los españoles en medio del choque y del estruendo de las armas.
Es de reparar que en medio de esta tendencia a la reforma política, y no obstante el ejemplo dado por la revolución francesa, el principio monárquico estaba tan profundamente arraigado en el sentimiento español, que ni un momento se quebrantó ni debilitó en el trascurso de esta lucha, a pesar de la ausencia del rey y de sus debilidades y flaquezas. La Central comenzó y prosiguió funcionando a nombre de Fernando VII, y si de algo pecó fue de exceso de monarquismo, dándose a sí misma como cuerpo el tratamiento de Majestad, con que dio ocasión, y no sin fundamento, a murmuraciones.
Gobierno improvisado en momentos críticos y azarosos el de la Central, no siendo todos sus individuos ni tan ilustrados ni tan prácticos en el arte de gobernar como era menester, si bien había algunos que lo eran mucho y en sumo grado, sobremanera revuelta, turbada y espinosa la situación del reino, no es maravilla ni que sus actos y providencias no llevaran todos el sello del acierto y del tino, ni que el público le atribuyera y achacara todos los reveses e infortunios de la guerra, ni nos sorprende que hubiese quien contra toda razón y justicia le tildara de falta de probidad y pureza en el manejo de los intereses públicos, ni nos asombra que en su mismo seno se cobijaran la ambición, la envidia y la intriga, ni que otros cuerpos de fuera, como el Consejo, conspiraran por arrancarle y arrogarse ellos el poder, ni que entre la Central y las provincias se suscitaran discordias y rivalidades, ni que todo ello produjera una modificación en el sistema de gobierno. ¿Qué sistema hubiera podido ensayarse que en tales circunstancias llevara un seguro de estabilidad, y de beneplácito y contentamiento público?
No era absurda ni iba descaminada la primera modificación que en él se hizo concentrando el poder ejecutivo en menos personas, para que hubiese más unidad de acción y más rapidez y energía en los actos del poder. Mas los efectos beneficiosos que pudieran producir estas variaciones se frustran y neutralizan, o se convierten en daño y en mal, cuando no son fruto de la convicción y de un sentimiento generoso y noble, sino obra y producto de intriga y ambición personal. Así fue que ni entraron en la Comisión ejecutiva los individuos de más ilustración y saber de la Junta, sino algunos de los que más se distinguían por ambiciosos y osados, ni la Comisión hizo cosa importante, ni correspondió a lo que el pueblo tenía derecho a exigir y esperar: que no es lo mismo ejercer censura sobre actos de un gobierno en circunstancias difíciles, que remediar los males que se lamentan y corregir las faltas que se critican. Lo que ganó ya mucho con haberse promovido estas cuestiones fue la idea liberal, que había ido haciendo adeptos, hasta tal punto que en aquella misma ciudad, Sevilla, donde aún no hacía dos años había comenzado a deslizarse con timidez, revistió ya una forma pública y solemne con el decreto convocando las Cortes del reino para un plazo y día determinado. Es notable este progreso del principio político en medio de tanta perturbación y de tanto trastorno.
Mas los reveses de la guerra se multiplican, crecen los contratiempos y los infortunios, inúndase de enemigos el suelo en que se ha refugiado el gobierno español, ruge en derredor suyo con espantoso estruendo la tormenta, y huye despavorido y disperso en busca de un baluarte en que ampararse. Acostumbran los pueblos, no sabemos por qué lógica, a culpar a los gobiernos de todas las adversidades y desgracias que les sobrevienen, siquiera las produzcan los inevitables azares de una lucha, siquiera nazcan de naturales causas, siquiera vengan de sobrehumano impulso. Razonable o no esta lógica, no hay gobierno firme cuando las calamidades se suceden, ni que se haga o conserve popular cuando se pierden dos batallas; y los gobernantes tienen que contar, tanto como con la prudencia y el saber, con los favores de la diosa Fortuna. No gozaban ya en verdad de prestigio, ni habían alcanzado a merecerle por sus actos, ni la Junta Suprema general ni la comisión ejecutiva, cuando los infortunios y el peligro las obligaron a dispersarse; pero tampoco merecían sus individuos, animados casi todos de celo y de amor patrio, cualesquiera que fuesen sus errores, ni la conspiración que contra ellos se había fraguado en Sevilla, ni menos ser tratados como malhechores o facciosos por la muchedumbre en su peregrinación a la Isla Gaditana, ni menos todavía la ruda persecución que después sufrieron, y de que su inocencia los fue sacando victoriosos. El pueblo suele ser atinado en sus primeros arranques de aplauso o de ira, mas luego se ciega, y en su ceguedad son temibles sus grandes injusticias.
De todos modos los acontecimientos obligan a la Junta Suprema a desprenderse del mando, y se forma un Consejo de Regencia: tercera forma de gobierno que se ensaya en esta nación huérfana de reyes, pero siempre monárquica, porque también la Regencia ejerce el poder a nombre del rey. Fórmase una instrucción sobre el modo como han de celebrarse las Cortes, y se hace un reglamento al que se ha de ajustar la Regencia, y entre los juramentos que en él se prescriben es uno el de no reconocer otro gobierno que el que se instalaba, o el que la nación congregada en Cortes generales determinase como el más conveniente a la felicidad de la patria y conservación de la monarquía. Siempre en progreso el principio de la representación nacional, unido al principio monárquico. Pero el primero de estos principios encuentra ahora oposición en el Consejo de España e Indias, que apegado al antiguo régimen no puede sufrir que se hable de Cortes, e influye de tal manera en la Regencia que consigue se suprima aquella fórmula de juramento. Es la lucha entre la idea política moderna, que sufre también sus alternativas y vicisitudes, como la guerra material de las armas. La reunión de las Cortes queda por entonces suspensa.
Pero es admirable la fuerza invisible de la idea. Al poco tiempo reclama y pide la opinión pública la pronta celebración de una asamblea nacional, y la pide como medida salvadora; y no falta quien estimule y espolee a la Regencia a que salga de su perezosa irresolución. Por una de esas extrañas evoluciones que solo se realizan cuando un pensamiento preocupa y arrastra sin apercibirse de ello, aquel mismo Consejo de España e Indias, tan enemigo de Cortes que hizo suprimir la fórmula del juramento en que de ellas se hablaba, aquel Consejo que había mostrado un realismo tan intransigente, afectado por un suceso que tocaba al rey, es ahora el que con más empeño y ahínco insta a la Regencia a que convoque las Cortes con la mayor urgencia y premura. Y la Regencia, tildada en su mayoría de poco afecta a la institución, expide nuevo decreto de convocatoria, y con ánimo esta vez de que tenga eficaz cumplimiento, acuerda las disposiciones, prepara los medios, consulta, delibera y resuelve todas las dudas y dificultades que se ocurren y alcanzan sobre la forma que ha de tener la representación nacional, sobre el modo de elegirse los diputados en España y en América, sobre todas las formalidades legales que habían de preceder y habían de acompañar a la reunión.
Amigos y enemigos del régimen representativo, adictos y desafectos al sistema de libertad, todos convienen, siquiera sea bajo el más opuesto punto de vista, en que fue uno de los días más memorables en los fastos de la nación española aquel en que congregados los representantes del pueblo en un punto extremo de la península, en el estrecho recinto de la Isla de León, circundados ellos de cañones enemigos y ardiendo en todas las provincias ruda y mortífera guerra, serenos ellos en medio de la general agitación, cuando el mundo nos creía postrados y sin aliento, dieron al mundo el espectáculo sublime de sentar los cimientos y comenzar la obra de la regeneración política de España, de levantar un nuevo edificio social, de afianzar su independencia sobre la base de las franquicias y libertades, de que siglos atrás, aunque bajo otras formas, había ya gozado. La idea política que había venido infiltrándose insensiblemente en los entendimientos y en los corazones, triunfó al fin de un modo solemne y grandioso el 24 de setiembre de 1810. Los amigos del gobierno representativo prorrumpieron en gritos de alegría y en cantos de júbilo; los partidarios del gobierno absoluto no se apesadumbraron del todo, porque esperaban de las indiscreciones de los representantes el rápido descrédito y la pronta caída de las nuevas instituciones.
En aquel mismo día se expuso y acordó el programa del sistema político que había de establecerse, y se vio como en boceto el cuadro del edificio constitucional que había de erigirse, que a tal equivalía el famoso decreto de las Cortes de 24 de setiembre, en que se asentaron las bases sobre que aquel edificio había de descansar. Sorpresa y asombro grande produjo en Europa ver que la mayoría de aquellos hombres profesara, y consignara principios políticos tan avanzados como el de la soberanía de la nación legítimamente representada por sus diputados. Nadie creía que en el reinado que acababa de pasar, tan equivocadamente juzgado entonces y después, se hubieran formado tantos hombres en aquella doctrina. No nos admira que muchos se escandalizaran, incluso el presidente de la Regencia, hasta el punto de negarse a prestar el juramento de reconocer la soberanía nacional, sin que bastaran a tranquilizarle las otras bases de conservar la religión católica, apostólica, romana, y el gobierno monárquico del reino, y de restablecer en el trono a don Fernando VII de Borbón. La resistencia del prelado presidente ocasionó debates fuertes y contestaciones agrias, y fue sometida a un proceso y al fallo de un tribunal; el prelado amansó y juró; pero juró como los demás regentes, protestando en sus adentros, y no pudiendo digerir nunca aquel principio de la soberanía nacional, causa ya de mirarse con mutua desconfianza y de reojo las Cortes y la Regencia. No extrañamos aquella repugnancia en hombres salidos del antiguo régimen; puesto que en posteriores tiempos ha sido aquel principio de la soberanía objeto de controversia grande y de graves escisiones entre los mismos políticos nacidos y educados en la escuela parlamentaria y liberal.
Nadie tampoco esperaba que aquellas Cortes, inexpertas como eran, diesen desde su instalación y antes de espirar aquel mismo año, tantas pruebas y señales como dieron de dignidad y firmeza, de abnegación y desinterés, de ciencia y saber político, de previsión y cordura, de avanzado liberalismo y de sincero y acendrado monarquismo a la vez. La inviolabilidad del diputado que consignaron desde la primera sesión, acredita que comprendían su dignidad. Sujetando a responsabilidad el poder ejecutivo, y obligando así a la Regencia como a la Central a dar cuenta a las Cortes de su administración y conducta, mostraban firmeza y ejercían aquella soberanía que habían proclamado. Poniéndose a sí mismos la prohibición de solicitar ni admitir para sí ni persona alguna, gracia, merced, condecoración ni empleo, durante la diputación y hasta un año después, dieron un testimonio de más plausible desinterés y loable abnegación, que de conveniente administración y previsora política. Dividiendo los poderes públicos y designando las atribuciones de cada uno en su respectiva esfera, mostráronse conocedores del derecho público constitucional. Nombrando comisiones para redactar un proyecto de Código fundamental, y otro para el arreglo y organización del gobierno de las provincias y de los municipios, anduvieron previsores y cuerdos. Estableciendo la libertad de la imprenta, solo con la prudente reserva de sujetar a censura los escritos religiosos, dieron a la emisión del pensamiento una holgura que jamás había tenido, y a la propagación de la idea liberal la base más ancha posible. No reconociendo otro gobierno que la monarquía, ni otro rey que Fernando VII, probaron su adhesión al principio monárquico, consolidaron la dinastía, y afirmaron la legitimidad del rey. No considerando como válido pacto alguno que celebraran los reyes de España mientras estuviesen prisioneros o cautivos, procuraban salvar a Fernando VII de todo compromiso en que pudiera verse envuelto por debilidad, y sacarle incólume y limpio de toda mancha y censura para cuando volviera a sentarse en el trono de Castilla.
Admirable mezcla y conjunto de ardor político y de sensatez patriótica, de exaltación y de templanza, que hace olvidar, o disimular al menos, cualquier error en que la inexperiencia, y lo crítico, complicado y difícil de las circunstancias los hiciesen incurrir.
La política de los españoles constituyéndose y reorganizándose es, pues, una cosa que admira, pero que se comprende. Lo que admira y no se comprende, lo que asombra y no se explica, es la política de aquel rey por quien los españoles estaban vertiendo a torrentes su sangre, de aquel ídolo que se invocaba en las batallas y se ensalzaba en la tribuna. Porque es un fenómeno que ni se explica ni se comprende el de un monarca que felicita al que le ha arrancado la corona y le tiene en cautiverio, por los triunfos que consigue sobre los que pelean por sacarle del cautiverio y devolverle la corona: el de un príncipe que aspira como a la suprema felicidad a la honra de llamarse hijo obediente y sumiso del usurpador de su trono y del tirano de su patria: el de un rey a quien se proyecta libertar de la prisión en que gime, y se irrita contra sus libertadores, y los denuncia y entrega al carcelero. ¡Fenómeno singular el de un gran pueblo que se empeña y obstina en sacrificarse por un tal rey! ¡Pero más singular todavía el de un rey que así corresponde a los sacrificios de su pueblo! A pesar de que no hay acontecimiento inverosímil después de realizado, aun no se creería la conducta de Fernando en Valencey, si no se recordara al mismo Fernando del Escorial, de Aranjuez y de Bayona.
Tal era la marcha política de la nación española durante los dos primeros años de su gigantesca lucha, por parte del gobierno nacional español, y por parte del monarca español en cuyo nombre aquél funcionaba. Veamos cual fue la marcha política de los dos gobiernos extranjeros que al mismo tiempo en ella había, el del rey José y el del emperador Napoleón.
José Bonaparte, rey de España por la gracia de Fernando VII y del emperador Napoleón, aceptó la corona de España con más indiferencia que entusiasmo; juró sin gran fe la Constitución que en Bayona le tenían preparada; nombró un ministerio español, y su comitiva era toda de españoles, aunque afrancesados; entró en el reino con pocas ilusiones, y las acabó de perder en el camino y a la entrada en la capital; comprendió que todo el país le era enemigo, y que entre quince millones de habitantes no contaba más adeptos que el corto número de los que le acompañaban: díjoselo así con cierta franqueza a su hermano, y le pronosticó que España sería su tumba, y que en ella se hundiría la gloria del emperador. Mostró repugnancia a reinar en una nación así preparada; entró condonando exacciones violentas, y significó cuánto le dolía tener que derramar sangre y hacer verter lágrimas. Afable y cortés en el trato, intentó captarse con la dulzura la voluntad de los españoles. Pero los españoles no veían ni al hombre afable, ni al monarca sensible, ni al rey humanitario; no veían más que al hombre extranjero, al monarca usurpador, y al rey intruso; y representábaseles como un monstruo de cuerpo y alma; mirábanle como un tirano, retratábanle deforme de rostro, pregonábanle dado a la embriaguez y a la crápula, y aplicábanle apodos ridículos y denigrantes. Saludable injusticia, hija de una noble ceguedad, que produjo efectos maravillosos.
Sentado José en un trono inseguro y vacilante, la suerte adversa de sus armas en Bailén le lanza pronto de aquel solio, y le obliga a retirarse desconsolado y mustio a las márgenes del Ebro. Los desmanes de sus tropas en aquella retirada le hacen cada vez más odioso a los españoles. Viene Napoleón a España en persona: combate, vence, repara la honra de las armas francesas, y ocupa la capital del reino. ¿Pero cómo ha venido Napoleón a España? ¿Ha venido como amparador de su hermano, y a afirmar en sus sienes la corona que le ha conferido? Napoleón se ha hecho a sí mismo general en jefe de los ejércitos, y obra además como emperador y como rey de España. En Burgos y en Chamartín expide decretos imperiales por sí y sin contar con su hermano, y como olvidado de él, hasta que éste le expone el desaire y el bochorno que está sufriendo, y le suplica le admita la renuncia de una corona que de ese modo no puede llevar con honra y con decoro. Entonces Napoleón finge volver en sí, le cede como de nuevo la corona, y el soberano manda que todos reconozcan y juren al rey. ¿Cuál podía ser, no ya entre los nuestros, sino entre los suyos, el prestigio de este rey a merced de aquel soberano?
Esfuérzase José por congraciarse a los españoles; excusada tarea; los españoles solo atienden a que es francés. Procura hacerse grato dictando medidas beneficiosas: tarea excusada también; los españoles no miran a los beneficios de las medidas, miran solo a la procedencia, y les basta para rechazarlas. No comparan la capacidad de José con la de Fernando: no cotejan el carácter del que domina en Madrid con el carácter del desterrado en Valencey: no se paran a distinguir entre el gobierno que les da el uno y el que pueden prometerse del otro. No ven sino al extranjero y al español; al rey intruso y al monarca legítimo. José continúa aborrecido de los españoles: Fernando sigue siendo su ídolo. Detestaban los españoles al que Napoleón les había puesto por rey; adoraban al que daba parabienes a Napoleón por haberles puesto tal rey. Este fenómeno valió mucho a España.
Pero si mucho perjudicó a José esta ciega pasión del pueblo español, no le dañaba poco la conducta de su hermano Napoleón para con él: conducta que no comprenderíamos en hombre de tan gran talento, si no hubiéramos hace mucho tiempo observado y adquirido la convicción de que el talento humano no es universal, y de que los hombres de más privilegiado genio y de más profunda y asombrosa capacidad obran en casos, materias o situaciones dadas, con la indiscreción o la torpeza con que pudiera obrar y conducirse el más vulgar entendimiento o el hombre más inepto y rudo. La Providencia lo ha dispuesto así, para que el hombre no se ensoberbezca, y se advierta y conozca siempre la masa de que ha sido fabricado. Napoleón, que con su gran talento había cometido el desvarío insigne de emplear los medios arteros y los recursos vulgares del hombre pequeño para apoderarse de España, cometió después la torpeza de empequeñecer y desprestigiar al hermano a quien sentó en el trono de este reino, contribuyendo así a hacer imposible el afianzamiento del poder y de la autoridad, que no puede sostenerse sin el respeto y la consideración a la persona.
¿Qué podía prometerse de propalar que José no era general ni entendía de operaciones militares, y con prevenir a los generales en jefe que no obedecieran más instrucciones que las emanadas del emperador, sino que cada general se considerara superior al rey, y que le tratara por lo menos con desdén, relajándose así los lazos y la armonía y el orden jerárquico entre el monarca y sus súbditos? ¿Qué efectos podía esperar Napoleón de desaprobar la conducta militar y política de su hermano, precisamente cuando su plan militar le había hecho dueño de todo el Mediodía de España, y sus decretos políticos más recientes tendían a organizar la nación y a hacerse grato a los españoles, sino el de desautorizarle con unos y con otros? Querer dirigir desde Alemania las operaciones de la guerra española; disponer desde París del territorio y de las rentas de la nación como soberano de ella; decretar la incorporación de varias provincias al imperio francés; ¿qué era sino lujo indiscreto de ambición y prurito insensato de mandar? Desmembrar Napoleón el territorio de España que José había siempre ofrecido y jurado conservar íntegro, ¿qué podía producir sino irritar más y más a los españoles, y hacer más y más falsa, comprometida e insostenible la situación de su hermano? ¿Eran estos los medios de conseguir la dominación a que aspiraba? ¿Qué se ha hecho del talento del gran Napoleón?
Sobradamente lo conocía todo el rey José; rebosaba su corazón de amargura; exhalaba sentidas quejas; escribía a su esposa melancólico y casi desesperado; despachaba emisarios a Napoleón para que le expusieran la injusticia con que le trataba; negábase a seguir reinando sin dignidad y sin prestigio; ansiaba retirarse; preocupábale la idea de la abdicación, y rogaba que le fuese aceptada, no resolviéndose a hacerla sin consentimiento de su hermano por temor de enojarle; a nadie ocultaba ya su profundo disgusto; Napoleón ni socorría sus materiales necesidades, ni daba satisfacción a sus quejas; la situación de José era desesperada, y cada día era mayor su deseo de abandonar un trono y un país en que no experimentaba sino penalidades, angustias y sinsabores. En tal estado, ¿qué fuerza habían de llevar sus providencias? ¿Con qué fe había de sostener su autoridad? ¿Quién había de respetarla? La verdad es, que si posible hubiese sido que los españoles se fuesen dejando seducir del carácter afable del rey José, y de sus prudentes, ilustradas y liberales medidas de gobierno, olvidando su origen, habría bastado la imprudente conducta, el injusto tratamiento, la ambición desmedida y ciega, la falta de tacto, de cordura y de talento de Napoleón en todo lo relativo a este país, para hacer imposible su dominación en España.
Lo que hubiera podido fascinar a algunos españoles ilustrados, lo que de hecho fascinó lastimosamente a unos pocos, que era la animadversión al antiguo régimen absoluto, y el sistema civilizador y de libertad política y de gobierno constitucional que Napoleón había proclamado y que José parecía encargado de plantear en España, como un elemento de atracción y un seductor aliciente, eso mismo se veía realizado por españoles, y en más ancha y dilatada esfera; y uno de los beneficios grandes que hicieron las Cortes españolas fue quitar toda apariencia de razón a los que propendieran a afrancesarse seducidos por la raquítica e imperfecta Constitución de Bayona, fundando un sistema de más amplias franquicias políticas que las que en aquel código, ilegalmente formado, se daban al pueblo español.
XIV.
Perseverancia de los españoles en la lucha.– Cambio favorable en la suerte de las armas.– Causas interiores y exteriores de este cambio.– La guerra de Rusia.– Napoleón y la Europa confederada.– La batalla de los Gigantes.– Eclípsase la estrella de Napoleón.– Cómo fueron arrojados de España José y los franceses.– Los españoles en Francia.
Períodos hubo en que la suerte de las armas se nos mostraba tan adversa y nos era tan contraria la fortuna, que no parecía vislumbrarse esperanza de poder resistir a tanta adversidad, ni alcanzarse medio de sobrellevar tanto infortunio, ni que a tanto llegaran el valor y la constancia de nuestros guerreros y la indómita perseverancia de nuestro pueblo, que ni aquellos aflojaran ni éste desfalleciera en medio de tantos reveses y de contratiempos tan continuados. Tal fue el año 1811, en que, dueños ya los franceses de toda Andalucía, a excepción del estrecho recinto de la Isla gaditana todos los días bombardeado, enseñoreados de la corte, y de las capitales y plazas más importantes de ambas Castillas, de Extremadura, de Aragón y de Navarra, rendidas unas tras otras las de Cataluña, nos arrebataron la única que en el Principado restaba, y que estaba sirviendo de núcleo y de amparo, y como de postrer refugio, baluarte y esperanza al ejército y al pueblo catalán, uno y otro exasperados con el execrable incendio y la inicua destrucción de la industrial Manresa, borrón del general que le ordenó y presenció impasible, y deshonra de la culta nación a que él y sus soldados pertenecían.
Agravose nuestra triste situación, cuando a la pérdida de la interesante y monumental Tarragona se sucedieron el descalabro de nuestro tercer ejército en Zújar, otra mayor derrota entre Valencia y Murviedro, la rendición, aunque precedida de una heroica defensa y de una honrosísima capitulación, del histórico castillo de Sagunto, y por último la entrega de Valencia, ante cuyos flacos muros dos veces se habían estrellado los alardes de conquista de los generales franceses. Pasó ahora a poder del más afortunado de ellos, quedando prisionero el ejército que mandaba el ilustre Blake, que a su condición de general entendido y patricio probo reunía el carácter de presidente de la Regencia del reino. En otra parte hemos juzgado este acontecimiento infausto, que no por haber sido irremediable resultado de circunstancias superiores al valor y a la pericia militar dejó de ser sobremanera doloroso. Sobradamente lo expió el noble caudillo español, pasando días amargos en una prisión militar de Francia, mientras Napoleón premiaba al afortunado conquistador de Tarragona y de Valencia con el bastón de mariscal y con el título de duque de la Albufera, y con la propiedad y los productos de aquella pingüe posesión.
Mas no por eso desmayan, y es cosa de prodigio, ni el espíritu de independencia de nuestro pueblo, ni el vigor perseverante de nuestros soldados y de nuestros guerrilleros. Aunque desprovistos de puntos de apoyo, meneábanse y se movían por los campos, de manera, que los franceses que guarnecían la capital del reino (ellos mismos se quejaban de lo que les sucedía, y lo dejaron escrito) no eran dueños de salir fuera de las tapias de Madrid sin peligro de caer en manos de nuestros partidarios. En Cataluña, no obstante estar ocupadas por el enemigo todas las plazas y ciudades, manteníase viva la insurrección en los campos, los cuerpos francos y somatenes se multiplicaban, y caudillos incansables como Lacy, el barón de Eroles, Sarsfield, Milans, Casas y Manso, acometían empresas atrevidas, sorprendían guarniciones y destacamentos, y no dejaban momento de reposo a los franceses. Hacían lo mismo en Aragón, Valencia y las Castillas genios belicosos, activos y valientes, como Durán, Villacampa, Tabuenca, Amor, Palarea, Sánchez, Merino y el Empecinado; como por Asturias, Santander y Vizcaya ejecutaban parecidos movimientos y molestaban de la propia manera al enemigo Porlier, Longa, Renovales, Campillo y Jáuregui; en tanto que en Navarra burlaba Mina él solo la persecución de todo un ejército francés, habiéndose hecho tan temible que a trueque de deshacerse de tan astuto, pertinaz y molesto enemigo apelaron los generales franceses a los innobles medios, ya de poner a precio su cabeza, ya de tentar su lealtad con el halago y la seducción, como si fueran capaces ni el uno ni el otro de quebrantar la patriótica y acrisolada entereza del noble caudillo, ni la fidelidad y el amor que le profesaba el pueblo navarro y cuantos la bandera de tan digno jefe seguían.
En medio de tan multiplicadas pruebas de acendrado españolismo, asomaba de cuando en cuando algún acto, o de flaqueza reprensible, o de criminal infidencia, que afligía y desconsolaba a la inmensa mayoría del pueblo, que era honrada y leal. Pertenece al primer género el adulador agasajo con que habló y trató en Valencia al conquistador extranjero la comisión encargada de recibirle, así como la conducta del arzobispo y del clero secular. Es de la especie del segundo la entrega del castillo de Peñíscola, hecha por un mal español que le gobernaba, y a quien basta haber nombrado una vez. ¿Pero en qué causa, por justa y santa y popular que sea, deja de haber individuales extravíos y oprobiosas excepciones? En cambio eran innumerables los ejemplos de holocausto patriótico, que remedaban, si no excedían, los tan celebrados de los siglos heroicos, como muchos de los que hemos citado, y como el que ofreció en aquellos mismos días en Murcia el ilustre don Martín de la Carrera.
La suerte de la guerra corrió muy otra para España en el año siguiente (1812). Bien habían hecho los españoles en no desmayar: sobre ser éste su carácter, debieron también comprender que cuando la justicia y el derecho asisten a un pueblo, aunque sufra contrariedades e infortunios, no debe desconfiar de la Providencia. Los primeros síntomas de este cambio de fortuna fueron las reconquistas de las plazas de Ciudad-Rodrigo y Badajoz por los ejércitos aliados mandados por Wellington. Agradecidas y generosas se mostraron las Cortes y la Regencia con el general británico, concediéndole por la primera la grandeza de España con título de duque de Ciudad-Rodrigo, por la segunda la gran cruz de San Fernando. Con horrible injusticia y crueldad se condujeron los ingleses en Badajoz, saqueando, ultrajando, y asesinando a los moradores, como si hubiesen entrado en plaza enemiga, y no en población amiga y aliada, que los esperaba ansiosa de aclamarlos y abrazarlos. Como no era el primero, ni por desgracia fue el último ejemplar de este comportamiento, parecía que los ingleses, aliados de España, habían venido a ella a pelear contra franceses y a maltratar a los españoles.
No habían continuado en otras provincias los triunfos del enemigo que nos habían hecho tan fatal el año anterior: y aun en alguna, como Cataluña, el hecho de haber encomendado Napoleón el gobierno supremo de todo el Principado al nuevo duque de la Albufera, que reunía ya los de Valencia y Aragón, prueba que la guerra por aquella parte iba de manera que exigía medidas imperiales extraordinarias. Pero una novedad de más cuenta, y más propicia a España que cuantas habían hasta entonces sobrevenido, fue la que obligó al emperador a tomar otras más graves resoluciones, y a hacer en política tales evoluciones y mudanzas, que, atendido su orgullo, con razón sorprendieron y asombraron: como fue el conferir a su hermano José el mando superior militar, político y económico de todos los ejércitos y provincias de España, el renunciar a su antiguo pensamiento de agregar a Francia las provincias de allende el Ebro, y el proponer a la Gran Bretaña un proyecto de paz, estipulando en él la integridad del territorio español.
Esta gran novedad, la guerra con Rusia, que puso a Napoleón en el caso de marchar con inmensas fuerzas hacia el Niemen, le puso también en la necesidad de sacar tropas de España, y de intentar entretener a Inglaterra con proposiciones capciosas de paz, en que el gobierno británico ni creyó ni podía creer. Vislumbrábase, pues, un respiro, y se anunciaba un cambio favorable para la causa nacional; lo único que habría podido traer alguna ventaja para el rey intruso, que era la concentración del poder en sus manos, hízose casi ineficaz e infructuoso, porque habituados los generales, o a manejarse con independencia, o a no obedecer sino las órdenes del emperador, los unos esquivaban someterse a José, alguno le contradecía abiertamente, y otros le prestaban una obediencia violenta y problemática. Todo esto hubiera hecho a los españoles entregarse a cierta expansión y alegría, si el hambre horrible que afligió al país, para que no le faltara ningún género de sufrimiento, y que dio a aquel año una triste celebridad, no hubiera tenido los corazones oprimidos y traspasados con escenas y cuadros dolorosos.
Bien pronto, y bien a su costa experimentó el rey José los efectos de aquella conducta de sus generales, pues creemos como él y como el autor de sus Memorias, que sin la desobediencia de los duques de Dalmacia y de la Albufera no habría perdido el de Ragusa la famosa batalla de los Arapiles, desastrosa para los franceses, más por sus consecuencias y resultados que por las pérdidas materiales. Cada triunfo de Wellington era galardonado por las Cortes españolas con una señalada y honrosa merced: el Grande de España por la conquista de Ciudad Rodrigo, el caballero Gran Cruz de San Fernando por la toma de Badajoz, recibe el collar de la orden insigne del Toisón de Oro por la victoria de Arapiles. El rey José, que por lo menos tuvo el mérito de querer suplir con su persona la falta de cooperación de sus generales, llega tarde a la Vieja Castilla, y retrocede a Madrid, donde tampoco se contempla ya seguro; y no pudiendo contar con el ejército del Mediodía, porque Soult continúa desobedeciendo tercamente sus órdenes, se resuelve a abandonar otra vez la corte, retirándose lenta y trabajosamente a Valencia. Un repique general de campanas, confundido con las aclamaciones estrepitosas de la muchedumbre, anuncia la entrada de los aliados en la capital del reino en aquel mismo día, cuando aun podía herir los oídos de José el alegre zumbido del bronce. Ebrio de gozo el pueblo madrileño, olvidaba los rigores del hambre, y no se acordaba de los padecimientos de la guerra. Wellington es aposentado en el palacio de nuestros reyes, y la Constitución hecha en Cádiz se promulga en Madrid con universal aplauso.
El pueblo, fácil en dejarse deslumbrar por un pasajero fulgor del astro de la fortuna, se entrega al inmoderado júbilo de quien ya se lisonjea de verse definitivamente libre del yugo extraño. No nos maravillan estas fascinaciones del pueblo. Lo que dudamos mucho pueda disculparse es que un general como Wellington no calculara que mientras él recibía el incienso de los plácemes del pueblo madrileño, podía estarse rehaciendo, como así aconteció, el ejército francés vencido en Arapiles, en términos de verse forzado el inglés a abandonar otra vez la capital para acudir a las márgenes del Duero. No fue esta la sola falta del general británico, precisamente en la ocasión en que las Cortes españolas, siempre propensas a agradecer, y no parcas en premiar sus servicios, aun a costa de herir la fibra del amor propio y el sentimiento patrio de otros generales, le nombraba generalísimo de todos los ejércitos de España. Persiguiendo con su habitual pausa y lentitud hasta Burgos las vencidas huestes francesas, consumiendo fuerzas y gastando días en batir el castillo de aquella ciudad para retirarse sin haberle tomado, dio lugar a que el ejército enemigo, repuesto y aumentado, y tornándose de fugitivo en agresor del suyo, le hiciera retroceder, y le fuera acosando, trocados los papeles, por el mismo camino y la misma distancia que había andado como vencedor, hasta los lugares de sus anteriores triunfos, y hasta obligarle a internarse de nuevo en Portugal.
Otra de las consecuencias funestas de aquella conducta del inglés fue el regreso del rey José a Madrid, con gran sorpresa y pesadumbre de los moradores de la capital, que en su ausencia habían obrado ya como si para siempre hubieran sido libertados de la dominación francesa, y temían de sus antiguos huéspedes venganzas que por fortuna no experimentaron. Pero en cambio el triunfo de Arapiles produjo en el extremo meridional de la península otro suceso faustísimo para los españoles. Faustísimo era ciertamente, y bien lo mostraba la tierna y religiosa ceremonia y el grandioso y sublime espectáculo que se representó en la iglesia del Carmen de Cádiz, donde reunidos los representantes de la nación daban gracias al Todopoderoso entonando un solemne Te Deum por el levantamiento del sitio de la Isla, estrechamente asediada dos años y medio hacía, y sin cesar batida por el enemigo. Al levantamiento del sitio de Cádiz siguió la evacuación de toda Andalucía por las tropas francesas. Muy en peligro debió creerse el orgulloso mariscal Soult, y muy mal parada debía ver su causa, cuando se resolvió a abandonar aquel país en que había estado mandando como soberano, y a obedecer al llamamiento del rey José, a quien nunca se había sometido, que le esperaba para conferenciar en Fuente la Higuera.
Todavía se atribuyó a la incorregible indocilidad del duque de Dalmacia el haberse malogrado la ocasión que aun tuvieron de realizar el plan concebido por el rey y los demás generales franceses, de batir y derrotar al ejército anglo-hispano-portugués a la raya y antes de penetrar en el reino lusitano. Así lo afirmaron ellos, y así pudo ser, y no hemos de negar nosotros la razón de sus sentidas quejas. Lo que a nuestro propósito hace es observar que, debido a estas y otras causas que hemos apuntado, la suerte de la guerra que en 1811 se nos había mostrado tan adversa y presentado un semblante tan tétrico y sombrío, cambió al año siguiente de tal modo que habiendo empezado por perder nuestros enemigos dos importantes plazas, después de haber sufrido una derrota solemne en batalla campal, después de experimentar lo inseguro que estaba su rey en la capital del reino, acabaron por evacuar el suelo andaluz dejando funcionar libre y desembarazadamente al gobierno y a las Cortes españolas, e hicieron patente a los ojos de las naciones europeas su debilidad en España. Con esto, y con los desastres sufridos por los ejércitos franceses en Rusia, Europa concebía esperanzas de sacudir la opresión en que el coloso de Francia había hecho gemir a muchos estados, viendo que no era ya omnipotente, y que se eclipsaba su gloría en las dos extremidades del continente.
Según que iban los franceses evacuando algunas de nuestras provincias, íbanse descubriendo en ellas los estragos de su dominación, al modo que en los cuerpos se ve mejor la intensidad de la herida cuando se lava y cuando se levanta el apósito que la cubría. Asusta el resultado de las liquidaciones que se practicaron, y asombra la cifra a que ascendía el importe de las exacciones impuestas a cada población o comarca, ya en metálico, ya en especies y frutos, bien en forma de contribución, bien en la de suministros, bien en la de derramas, bien bajo el nombre de multas; y apenas se comprende cómo en años de esterilidad, de escasísimas cosechas y de falta de brazos cultivadores, de paralización mercantil, de miseria y penuria pública, y hasta de hambre general, pudieron los infelices y desangrados pueblos soportar tan enormes sacrificios. Agréguese a esto el saqueo oficial del oro y plata de los templos, y el despojo organizado de los tesoros históricos y de las preciosidades artísticas hecho en los museos, conventos, archivos y palacios. A bien que tal conducta nos aflige, pero no nos sorprende; eran enemigos; teníanlo por costumbre en los pueblos que invadían; y si la Italia había sufrido un despojo universal en su riqueza monumental y artística, no obstante haberla subyugado el francés y afirmado en ella su dominación, ¿cómo había de esperarse que respetaran la España, ni dejaran de arrebatar su riqueza mueble, sospechando que habían de tener que abandonar su suelo?
Lo extraño y lo injustificable es que los amigos y aliados dejaran en los campos y en las poblaciones de la nación que habían venido a auxiliar y defender la huella del ultraje, de la expoliación y de la ruina. Temibles eran para las comarcas que atravesaban las marchas y contramarchas de las tropas inglesas; sentíanse en hogares y en campiñas los estragos del más horrible merodeo, y a pesar del trascurso de más de medio siglo la destrucción de nuestros mejores y más costosos y monumentales puentes, indica todavía el itinerario de sus ejércitos. Las plazas y ciudades que conquistaban del francés, y en que eran recibidos y aclamados como libertadores, sufrían el saqueo y la matanza, y todos los horrores de la guerra, siendo tratadas como si fuesen enemigas; y su salida de los pueblos en que habían permanecido solía ir precedida del incendio de nuestros mejores artefactos, o del destrozo de nuestros más acreditados y útiles establecimientos fabriles. Bochornoso debió ser para ellos que los habitantes de Madrid no dieran muestra alguna de sentir su salida de la capital, y que en la Gaceta española se estampara luego que la conducta de las tropas francesas que tras ellos la ocuparon había sido circunspecta y arreglada.
Fuéramos, sin embargo, injustos, si a pesar de todo esto no reconociéramos y confesáramos el inmenso bien que el gobierno y la nación británica y sus ejércitos y caudillos hicieron a nuestra patria. Reservado estaba al generalísimo Wellington el mérito y la fortuna de resolver con decisivos y memorables triunfos la lucha de que dependía nuestra libertad o nuestra esclavitud, y que tenía en impaciente expectación a Europa. Favoreciole el indiscreto prurito de Napoleón de querer dirigir desde lejos las operaciones militares de España, su codicia de apropiarse las provincias del Ebro, y el afán, en que volvió a incurrir, de dar órdenes a su hermano José. Cuando en virtud de ellas en la primavera del año 13 salió José, aunque de mal grado, de la capital del reino, no dejó ya de recelar que no volvería más a verla, como así le sucedió. En esta nueva campaña que emprendió Wellington, y que había de ser la decisiva, tuvo el general británico en su favor, el monarca francés en contra suya, el uno las ventajas de pelear en un país amigo, el otro los inconvenientes de guerrear en pueblos que le eran hostiles. Wellington sabía en el instante todos los movimientos de José; José ignoraba los movimientos de Wellington hasta que le tenía encima: el uno conocía las posiciones de los generales enemigos, el otro tardaba en saber las de sus propios generales, y andaba desorientado.
Acosado siempre José por el grande ejército de los aliados en toda la larga distancia que media desde Salamanca hasta Vitoria, acabó de sorprenderse al ver que los nuestros le habían tomado la delantera y cruzado antes que él el Ebro. No fue poco si aun conservó serenidad para mandar la batalla en persona, y tuvo valor para acudir a los puestos de mayor peligro, y para ver sin aturdirse caer los guerreros a los pies de su caballo, desmintiendo así, aunque tarde y sin fortuna, la idea que Napoleón, más que ningún otro, había hecho formar de ser inepto para los combates. Aunque el ejército francés fuera solo vencido y no derrotado ni deshecho en la batalla de Vitoria, fueron tales y tantas sus pérdidas, y tal sobre todo la preponderancia que adquirieron los vencedores, que ya fue permitido augurar el éxito, quizá no lejano, de la lucha. Bailén había probado que los ejércitos imperiales no eran invencibles: Vitoría demostró que podían ser expulsados de España. Wellington obtuvo de su gobierno el bastón de feld-mariscal; las Cortes españolas, no teniendo ya honores y cargos que poder conferirle, le recompensaron con riquezas, adjudicándole el Soto de Roma.
Los sucesos se precipitan más de lo que hubiera podido calcularse. José y Jourdan trasmontan el Pirineo por Navarra, Clausel le traspone por Aragón, y por la parte de Guipúzcoa ha podido un general español escribir desde Irún: «Los enemigos por esta parte están ya fuera del territorio de España.» No quedan franceses en el norte de la península sino en Pamplona y San Sebastián. Es España la primera nación de Europa que ha hecho retroceder las legiones imperiales de Napoleón al suelo francés. No extrañamos que a Napoleón le irritara esta noticia, que recibió en Alemania, hasta el punto de desencadenarse contra los que sin duda eran menos culpables que él mismo de tan siniestro suceso.
Fuerza es no obstante reconocer que sin el triunfo de Vitoria habrían ido muy mal las cosas para nosotros en las provincias de Levante. Por un lado Suchet, duque de la Albufera, que tenía el gobierno supremo de los tres reinos de la antigua coronilla de Aragón, era con razón el general francés más temido de los españoles, ya por ser el que había alcanzado más triunfos y hecho más conquistas en España, ya por la templanza, moderación y justicia que distinguía su gobierno, ya por el respeto que había tenido y hecho tener y guardar a la propiedad privada y a las riquezas artísticas del país: seamos justos, y demos a los enemigos lo que cada cual merecía. Por otro los generales ingleses que guiaron la expedición anglo-siciliano-española, no habían hecho sino malograr empresas y retroceder de ellas cobardemente, aumentando así la fuerza y el prestigio de Suchet. Mas por lo mismo que era tan claro el talento de este guerrero, comprendió toda la trascendencia del suceso de Vitoria, meditó en su situación, y determinó abandonar a Valencia, teatro de sus glorias, y marchar hacia el Ebro. Conoce allí la inutilidad de su estancia en Aragón, porque Zaragoza ha sido también evacuada por los franceses, y prosigue a Cataluña, donde se traslada con él todo el interés de la guerra. Pero tras él van también los nuestros, ya desembarazados a su espalda: intenta mantener a Tarragona sitiada por los aliados, comprende serle imposible, ordena a su gobernador que la abandone, desmantelando antes los fuertes de aquella célebre ciudad que simbolizaba uno de sus triunfos más gloriosos, y se sitúa en la línea del Llobregat, donde todavía causa a los nuestros un descalabro que les demuestra que es Suchet el que guerrea en aquellos países.
Pero entretanto la reina del Guadalaviar ha quedado libre, y en ella se enseñorean Villacampa, Elio, el del Parque y otros ilustres guerreros españoles. Entretanto la inmortal Zaragoza recobra su merecida libertad, celebra con júbilo la salida de sus opresores, y en ella campean el intrépido don Julián Sánchez, el denodado Durán, el esclarecido Mina, que después de obligar a los huéspedes extranjeros a ponerse en cobro en tierra francesa, vuelve a Zaragoza a ejercer la comandancia general de Aragón que por sus relevantes merecimientos le ha conferido la Regencia. Así fueron volviendo a poder de españoles las ciudades principales de Valencia y Aragón, como lo estaban ya las de Andalucía y de las dos Castillas.
¿Cómo había de resignarse el orgullo de Napoleón con la idea de que sus ejércitos hubieran sido lanzados de España, aquellos ejércitos con que había dominado a Europa, y de aquella España que él se había jactado de poder subyugar con media docena de regimientos? En su primer arranque de enojo destierra e incomunica a su hermano y al mayor general Jourdan, y nombra lugarteniente general suyo en España y general en jefe de sus ejércitos al que más tercamente había desobedecido a José y estaba siendo su acusador, al mariscal Soult. La proclama de Soult al ejército reconquistador es un documento que destila en cada frase arrogancia y vanidad. Reorganizado a su gusto aquel ejército compuesto de cuatro que eran antes, emprende con él la reconquista de España. Pelea días y días en las crestas del Pirineo ocupadas por los aliados: sus huestes combaten a la desesperada en cada cumbre y en cada valle; intenta socorrer a Pamplona asediada por los nuestros, pero después de regar con sangre francesa montes y cañadas, se vuelve a sus primeras posiciones. Busca más fortuna por otro lado, y se encamina a libertar a San Sebastián, también bloqueada por los aliados: por allí sostiene en cada cerro una lucha, en cada quebrada un combate, y el reconquistador de España, lugarteniente general del reino, se vuelve a su cuartel de San Juan de Pie-de-Puerto sin haber podido conquistar una sola colina española.
Otro cuerpo de ejército francés cruza el Bidasoa con intento también de socorrer a San Sebastián. Espérale en las alturas de San Marcial el cuarto ejército español. Dase allí la ruda y sangrienta batalla que con el nombre de aquella montaña conoce la historia, y aquel cuerpo repasa el río divisorio de las dos naciones, derrotado, de noche, por donde puede cada columna, y sufriendo un horrible aguacero. Wellington en sus partes levanta hasta las nubes el valor, la bizarría, el mérito y la fama del cuarto ejército español. ¿Qué diría en los suyos a Napoleón su lugarteniente en España, el arrogante Soult?
Desembarazados con esto los ingleses que sitiaban a San Sebastián, renuevan con actividad y vigor los ataques, asaltan la plaza, apodéranse primero de la ciudad, y después del castillo. Wellington ha podido decir con verdad: «No hay ya enemigo alguno en esta parte de la frontera de España.» ¿Pero se extrañará que al querer regocijarnos con el recuerdo de tantas prosperidades, se anuble nuestro gozo, y se aflija y quebrante de nuevo nuestro corazón, al traer, sin poder remediarlo, a la memoria, el abominable comportamiento de nuestros aliados y amigos con la ciudad conquistada, sus bárbaros desmanes, las atroces matanzas de sus inocentes moradores, las violaciones inicuas, el incendio general de la población, y todo el repugnante catálogo de crímenes que en ella perpetraron? No recargaremos aquí el cuadro que con negra tinta, aunque no tan fuerte quizá como por desgracia mereciera, dejamos bosquejado en otra parte. Sirva solo esta triste e irremediable conmemoración para justificar lo que atrás dijimos, que la huella que en nuestras infelices poblaciones dejaron estampada nuestros aliados y amigos no era menos horrible que la que dejaban nuestros enemigos declarados.
Napoleón entretanto, siempre grande como guerrero, hace esfuerzos gigantescos contra las potencias coligadas del Norte, y triunfa en la campaña de Sajonia de rusos y prusianos. Pero cegábale, como otras tantas veces, su ambición sin límites. Ofrecíasele una paz ventajosa, y con apariencias de aceptarla entretenía artificiosamente las proposiciones hasta completar sus armamentos. Convidábale con su mediación el Austria, y fingiendo agradecerla y admitirla, eludíala poniendo mañosas y dilatorias condiciones. Prestábase a firmar un armisticio, con el propósito de ganar tiempo y con la intención de romperle cuando tuviese reunidas todas sus fuerzas. Accedía a enviar sus plenipotenciarios a un congreso convocado para volver el sosiego al mundo, y buscaba pretextos para diferirle, o enviaba contra-proposiciones para entorpecerle. No quería ni mediación, ni transacción, ni paz. Aspiraba a ser otra vez el dominador universal por la fuerza, y por su fuerza propia. No le contentaba una Francia grande y poderosa, cual la Europa se prestaba a reconocer y sancionar: intentaba hacer una Francia europea o una Europa francesa. La venda de la ambición cubría sus ojos. Creía que engañaba a las potencias con hábiles maniobras diplomáticas que ellas no comprendían, y las potencias, ya muy avisadas, estaban muy al alcance de sus mañosos recursos y de sus habilidosos ardides. Así en vez de adormecer y templar y hacer consentidoras de su grandeza a las potencias enemigas, las irritó más con sus trazas y simulaciones; y en vez de conservar en Austria una aliada leal y una amiga sincera, como ella se brindaba a ser, acabó por ponerla en el trance de declararse enemiga y unirse a la coalición.
Ha querido provocar una lucha gigantesca, y la lucha gigantesca viene. Tiene que pelear contra medio millón de confederados, bien alimentados y vestidos, que combaten en su propio país y en defensa de su independencia. El gran guerrero asusta todavía a la Europa confederada con la batalla de Dresde, pero él no puede estar en todas partes, y sus generales pierden más de cien mil hombres en cuatro combates sucesivos. En las evoluciones y movimientos de los confederados advierte Napoleón que no son ya los generales inexpertos de otro tiempo los que los guían y conducen, sino que muestran por lo menos tanta inteligencia como los suyos: teme haber hecho los soldados que le han de vencer, y por primera vez se nota en su rostro un sombrío presentimiento en la víspera de una gran batalla. No era infundado su fatídico recelo. En la famosa batalla de Leipsick, en que fueron sacrificados sobre setenta mil combatientes a la ambición de un solo hombre, este hombre no es ya vencedor: no se oculta a su gran talento que en él lo que no sea victoria es vencimiento, y pronuncia la palabra retirada, que en sus labios significaba el augurio de todo un porvenir. Aclarose ya éste más al siguiente día con la que se llamó batalla de los Gigantes, en que Napoleón comprendió a su costa lo que era una deslealtad, y halló en el Norte una expiación de su conducta en Occidente. Si sangrientas y horribles fueron aquellas dos jornadas, no lo fue menos la del paso del puente de Lindenau. Estremece el relato de tan encarnizado pelear y de tanta catástrofe y estrago.
Recordamos que Napoleón, escribiendo en 1800 al emperador de Austria sobre el campo de Marengo, rodeado de quince mil cadáveres, afligido su corazón de ver cómo se degollaban las naciones por ajenos intereses, le excitaba a escuchar la voz de la humanidad. Recordamos también que siete años más adelante, en 1807, conmovido con el aspecto de las víctimas de la batalla de Eylau, exclamaba: «Este espectáculo es el más apropósito para inspirar a los príncipes amor a la paz y horror a la guerra.» ¡Cuán pronto se borraron, y cuánto habría ganado la humanidad con que hubiera conservado grabadas en su corazón tan nobles máximas y tan humanitarios sentimientos! ¿Sobre quién, sino sobre el que los había emitido y olvidado, debió pesar la sangre de las cien mil víctimas de las jornadas de Leipsick en 1813? A bien que no fue pequeña expiación para el que, eludiendo toda proposición de paz y negándose a volver el sosiego al mundo, había aspirado a uncir al carro de su dominación la Europa entera, retroceder vencido y humillado, presenciar los trabajos y penalidades de sus tropas en su desastrosa retirada, ser testigo de la deserción de los suyos y de la defección de los aliados, ganar a costa de fatigosos esfuerzos las márgenes del Rin, llevando consigo la décima parte de los soldados que había puesto en campaña, y volver a París a demandar a aquella Francia agotada de hombres y de recursos, nuevos recursos y nuevos hombres para ver de defender aquellas fronteras que antes había desdeñado asegurar bajo la garantía y el beneplácito de Europa, y que ahora no habría de poder conservar.
Pero si de este modo había comenzado la Europa coligada a castigar la soberbia del coloso de Francia allá en las regiones septentrionales del continente, ¿cuál era la suerte que corrían sus ejércitos por la parte de España? ¿Qué había hecho entretanto aquel lugarteniente general del emperador, escogido como el mejor y más famoso de los mariscales franceses para enmendar los yerros y subsanar las adversidades del rey José, y reconquistar aquella España que Napoleón no había podido subyugar, y de que José acababa de ser lanzado? Después de los infructuosos y estériles combates del Pirineo, después de la pérdida de San Sebastián, de seguro no mortificó tanto el orgullo de Napoleón y el amor propio de Soult la capitulación de la plaza de Pamplona y su entrega a los españoles, ni la rendición de las plazas y fuertes que habían dejado guarnecidos en Valencia, ni los descalabros del mismo Suchet en Cataluña, ni el desánimo en que iba cayendo este general con ser el más animoso, activo y eficaz de todos, como lo que dentro ya del territorio francés acontecía. Porque renunciar a la posesión de España, que era lo que significaba la rendición de las guarniciones aisladas que dentro habían dejado, cosa era a que podrían resignarse, y que ya no debía sorprenderlos si no tenían de todo punto turbada la razón y cerrados los ojos del entendimiento. Pero convertirse la nación invadida en nación invasora, pero franquear los aliados el Bidasoa y el Nivelle, pero acometer los pobres soldados españoles a los famosos soldados de Napoleón y arrojarlos de sus puestos en el suelo mismo de la Francia, para encontrarse el mariscal Soult acorralado por Wellington contra los muros de Bayona, para verse obligado el lugarteniente de Napoleón en España a defenderse de ingleses y españoles al abrigo de una plaza francesa, esto es lo que sin duda se haría insoportable al genio presuntuoso de Soult, y lo que no se imaginaría Napoleón cuando estaba desafiando a toda la Europa confederada, y lo que no acertaría a creer cuando volvió a París persuadido de que la Francia solo podía ser vulnerable por la parte del Rin.
Grandes esfuerzos hizo Soult por salir de aquella situación que tanto le mortificaba, y tanto rebajaba aquella reputación anterior que le puso en el caso de ser el escogido para reparar la honra militar del imperio. Recias fueron sus acometidas a los puestos de los aliados, mas como nunca encontrase desprevenido a Wellington y no lograse forzar sus posiciones, hubo de resignarse, al finar el año, para él fatal, de 1813, a cubrir los pasos de los ríos y a levantar nuevas trincheras, mientras Wellington se limitaba también en la estación de las lluvias y las nieves a reforzar más y más sus atrincheramientos. De todos modos, y es el resultado que más nos importa consignar, España antes que otra nación alguna lanzó de su suelo las formidables legiones de Napoleón; las tropas aliadas de España antes que las de la gran confederación europea franquearon la frontera de Francia, y batieron los ejércitos imperiales dentro de su propio territorio.
XV.
La regeneración política.– Las Cortes de Cádiz.– Importante y digna declaración.– Concesión de derechos políticos a los españoles del Nuevo Mundo.– Ingratitud de los americanos.– Las grandes reformas políticas.– La Constitución.– Examínanse las causas del espíritu y de los defectos de aquel Código.– Cómo fue recibido por el pueblo.– Enemigos que tenía.– Lucha entre el partido absolutista y el reformador.– Cómo y por qué venció este último.
En tanto que la cuestión de la guerra iba marchando por la parte del Norte tan en bonanza y tocando tan rápidamente como hemos visto a un desenlace venturoso para nosotros, la obra de la regeneración política que se estaba elaborando al extremo meridional de España proseguía con actividad y sin interrupción en medio de los peligros, y del choque, vivo entonces todavía, de las armas. No necesitamos encomiar de nuevo, porque no hay nadie que no haga justicia a la inquebrantable firmeza de los ilustres patricios que formaban las Cortes de la Isla, cuando con más estruendo sonaba a sus oídos el cañón francés, y andaba en todas partes más recia la pelea, y eran mayores los reveses que nuestros ejércitos sufrían.
No puede haber nada, ni más noble, ni más digno, ni más patriótico, ni más independiente, ni asamblea alguna ha hecho nunca una declaración más nacional, más espontánea, más unánime, que la contenida en el decreto de las Cortes de 1.º de enero de 1811, no reconociendo por válido convenio, tratado ni acto de ninguna especie, otorgado por el rey, dentro o fuera de España, mientras no estuviera en el completo goce y ejercicio de su libertad. Una de las circunstancias que dieron más realce a esta declaración fue la unanimidad en el acuerdo, habiendo diputados de tan opuestas doctrinas y opiniones. Verdad es que con dificultad pudiera darse un decreto en que más se conciliaran el respeto a la institución y a la legitimidad de la persona del monarca, que tanto halagaba a los diputados realistas, y el de los fueros de la nación, de que eran tan celosos los diputados liberales, no considerando libre a Fernando sino cuando estuviese en el seno del Congreso nacional, o en el del gobierno, formado por las Cortes. La declaración de estar resueltas las Cortes con la nación entera a pelear incesantemente hasta dejar asegurada la religión santa de sus mayores, la libertad de su amado monarca y la absoluta independencia e integridad de la monarquía, satisfacía a los más escrupulosos en materias religiosas, a los más exagerados monárquicos, a los más partidarios de la idea liberal. La nación la recibió con aplauso y regocijo. La Regencia veía que los diputados mostraban más prudencia y sensatez de lo que ella hubiera querido.
Que no todos los actos, providencias y reformas de las Cortes habían de llevar el sello de la completa madurez y del absoluto acierto que pudiera imprimir la experiencia, de que carecían, y la discusión sosegada, tan difícil en momentos de tanta agitación y conflicto, cosa es que a nadie debía sorprender, y que es de justicia disimular. ¿Se extrañará que al determinar las atribuciones del poder ejecutivo y sus relaciones con los demás poderes no se llevara entonces al último quilate el conveniente deslinde, que el derecho político constitucional no puede estar todavía seguro de haber fijado y depurado de un modo no sujeto a controversia? Harto hicieron en trazar la línea divisoria en lo que se conoce de más esencial, y si algo más de lo que en buena organización le correspondiera dejaron al poder legislativo, excusable era hallándose por ajenas culpas y por debilidades propias ausente el rey, y con una Regencia que no mostraba el mayor apego a las nuevas formas: y tampoco es de maravillar que en el espíritu de nuestros legisladores ejerciera cierta influencia (cargo que algunos pretenden hacer imperdonable) la doctrina y el ejemplo de los que al finar el siglo anterior transformaron políticamente la nación vecina.
La regeneración que se estaba obrando no se concretaba a España, extendíase a las inmensas posesiones españolas de América y Asia. Las concesiones de importantísimos derechos a los americanos venían ya de la Central. La declaración de constituir aquellas provincias parte integrante de la monarquía española, cesando de ser consideradas como colonias, y con derecho a tener participación en el gobierno supremo del Estado, fue la primera piedra fundamental de las amplísimas e ilimitadas concesiones que necesariamente ya como una consecuencia indeclinable se habían de derivar. Jamás una nación premió más larga y anchurosamente la adhesión que sus antiguas colonias mostraron en el principio a la metrópoli al saber la invasión extranjera, ni recompensó más generosamente los auxilios que le prestaron para sostener la lucha de que dependía su libertad o su esclavitud. Jamás tampoco habrá sido correspondida con más ingratitud la excesiva generosidad de una nación.
Justo era y humanitario, y altamente plausible y noble redimir y libertar las diferentes razas que poblaban las regiones del Nuevo Mundo del estado de abyección en que vivían, abolir el sistema vejatorio de que estaban siendo víctimas, incorporarlas a la gran familia humana, y hacerlas participantes de los beneficios de la ilustración y de la cultura social. La Central, la Regencia y las Cortes rivalizaron en generosidad y largueza en lo de dispensar a los pueblos y razas americanas cuantas mercedes y exenciones pudieran contribuir a mejorar las condiciones de su vida social y civil. A estas laudables concesiones, que honran el espíritu civilizador y los sentimientos humanitarios de los que las dictaban y otorgaban, acompañaron y siguieron las de los derechos políticos, hasta establecer completa igualdad en el uso de ellos entre americanos y peninsulares, hasta conferirles igual representación, igual facultad de legislar en las Cortes del reino. Imposible llevar más allá el desprendimiento del privilegio de metrópoli. ¿Se ocultaría al buen juicio de aquellos legisladores el peligro grave que consigo llevaba la concesión de esta última clase de derechos? Y si lo comprendían y alcanzaban, ¿cómo prosiguieron en tan peligroso sistema? ¿Cómo, si ya sabían que varias de aquellas provincias se habían sublevado, pretendiendo emanciparse de la metrópoli?
Por gratitud a su lealtad y a sus socorros materiales había comenzado la Central a ser liberal y dadivosa de derechos políticos con las provincias de América. Cuando éstas se trocaron de leales en rebeldes, las Cortes continuaron siendo con ellas no menos dadivosas y liberales para ver de hacerlas agradecidas y volverlas por el agradecimiento a la lealtad. Las colonias correspondieron del mismo modo al premio de la Central que al atractivo de las Cortes. No diremos nosotros que estas concesiones fuesen la sola causa de la emancipación: otras hemos señalado en nuestra historia, y otras invocaban ellos en sus primeros movimientos de revolución, aunque fingiendo al principio no llevar propósito de segregarse de la metrópoli sino hasta el regreso de su legítimo rey. Tampoco sostendremos que fuera prudente en nuestros legisladores otorgar de pronto tal suma de franquicias civiles y de libertades políticas a comarcas tan inmensas, tan apartadas del gobierno central, y nada preparadas a recibir tan radicales reformas, y tan completa trasformación en su manera de ser y en su organización social. Mas si hubo imprevisión, y las concesiones fueron o indiscretas o prematuras, nacieron por lo menos de un sentimiento noble; y si perjudicaron a los intereses de España como nación, mérito hubo en la intención de hacer participante de los beneficios de la libertad casi a un mundo entero que llevaba siglos de vivir esclavo.
Las Cortes además se encontraron en una pendiente de que no podían retroceder. Otorgada la igualdad de derechos por la Central y por la Regencia, convocados en virtud de ella los diputados americanos al Congreso nacional, instando éstos cada día para que aquella nivelación fuera ratificada por la Asamblea, representándola como el remedio para apagar el fuego de la insurrección que ardía ya en las regiones del Nuevo Mundo, reproducidas con calor sus pretensiones, ¿podían ya las Cortes anular el decreto de la Central sin evidente riesgo de mayores conflictos, sin gravísima nota de inconsecuencia, apareciendo ardientemente liberales en la península, y queriendo esclavizar de nuevo a nuestros hermanos de América? Y dado que intentaran anular el primer decreto, o por reconocer su inconveniencia, o como castigo de la ingratitud, y sofocar por la fuerza la insurrección que en aquellas regiones cundía, ¿podían, en el estado angustioso del país, viva aquí y nada propicia entonces la lucha con Francia, emplearse allá con éxito medios represivos? Empleáronse también los pocos de que se podía disponer, pero infructuosamente; que el fuego de la revolución, una vez apoderado, es harto difícil de apagar.
El mal pude estar en las concesiones primeras, que, sin embargo, fueron entonces generalmente aplaudidas. Pero sobre todo y principalmente estuvo en la ingratitud y mala correspondencia de los habitantes de aquellos dominios, ya harto favorecidos de la metrópoli en los últimos reinados, ahora en todo igualados con los de la madre patria, con una espontaneidad que asombró al mundo como no usada nunca por naciones que tuvieran colonias. No desconocemos el destino, lógico, providencial, necesario, de las colonias, y más de colonias de la extensión y grandeza de las que poseía España en América, diez veces mayores que la metrópoli misma, llamadas a emanciparse y a vivir vida independiente y propia, cuando llegan como los individuos a la mayor edad. Y este destino se habría cumplido a su tiempo. Pero aprovechar la ocasión de hallarse la nación ahogada y oprimida para alzarse en rebelión contra ella; romper violentamente todos los antiguos lazos que con ella las unían, y proclamar su independencia, cuando la metrópoli acababa de hacerlas tan libres como ella misma, fue una ingratitud injustificable, que parece haber castigado Dios, dando a aquellos pueblos, convertidos en repúblicas, una vida inquieta, trabajosa, sin reposo interior, acreditando algunas de ellas con medio siglo de anarquía que no merecían entonces la libertad que se les daba y que desdeñaron.
Más felices las Cortes en la organización político-administrativa del reino, arreglaron, recién trasladadas a Cádiz, el gobierno de las provincias, reemplazando aquellas juntas populares improvisadas en los primeros movimientos de la revolución, irregulares e imperfectas, aunque semi-soberanas, y muchas de ellas tumultuariamente elegidas, con otras más propias de un sistema general de gobierno, compuestas de un determinado número de individuos, nombrados por los mismos electores de diputados a Cortes, con atribuciones y facultades uniformes para todas, designadas en un reglamento común: importante y oportuna reforma, origen y principio de las diputaciones provinciales, rueda administrativa que constantemente ha venido reconociéndose y funcionando después en el mecanismo constitucional, con facultades más o menos limitadas o extensas, según la restricción o la amplitud que al elemento popular se haya dado en las reformas y modificaciones que el Código constitucional ha sufrido, y en los sistemas políticos que según las épocas han ido prevaleciendo.
Descartando de éste nuestro examen las medidas económicas, muchas de ellas de carácter transitorio, como hijas de las necesidades de actualidad, aunque otras también de organización administrativa permanente, y concretándonos ahora a la regeneración política que estaba sufriendo la nación, cúmplenos observar en las Cortes de Cádiz, o por lo menos en la mayoría que por lo común solía en ellas predominar, la tendencia a abolir todo aquello del antiguo régimen que envolviera la idea de privilegio o de opresión. En este sentido fue notable y de inmensa trascendencia la abolición de las jurisdicciones señoriales y su reincorporación a la corona, la supresión de los dictados de vasallo y vasallaje, y de todos los privilegios exclusivos, privativos y prohibitivos. Lo que nos parece digno de observación en reformas de esta importancia es que no se tomaban por sorpresa, ni eran golpes ab irato, sino que eran producto y resultado de larga y detenida discusión, en que tomaban parte los más distinguidos oradores de los opuestos bandos, en que se sostenían las diferentes opiniones con gran fondo de erudición y de doctrina, y en que cada cual significaba libremente su modo de pensar o con sus razones o con su voto. Y es más de reparar todavía, que afectando estas reformas intereses tan altos y de posesión tan antigua, precisamente en las clases más poderosas e influyentes, que tenían representación grande en la Asamblea, y siendo contestados los diputados innovadores con habilidad por otros del opuesto bando, que los había de capacidad y de saber, fueran estas reformas aceptadas por mayoría tan respetable como la de 128 votos contra solos 16. Fuerza admirable la de la idea, ya influya por la convicción de la doctrina, ya arrastre por el convencimiento de hacerla irresistible las circunstancias.
Nadie había podido extrañar ver entre los decretos imperiales de Napoleón en Chamartín la abolición de los señoríos, como una de las muchas medidas con que se proponía deslumbrar y atraer al partido amigo de las reformas. Pero fue una novedad grande verla adoptada por los poderes legítimos españoles, con toda la solemnidad de una ley hecha en Cortes. Con esto se quitaba a los hombres de ideas liberales, que eran los que se decían y pasaban por más ilustrados, todo pretexto para lo que se llamaba afrancesarse, puesto que las innovaciones que apetecían y las reformas que encomiaban en un poder intruso y usurpador, las recibían del que estaba instituido por la voluntad de la nación, con lo cual llevaban el sello de la legalidad y el de la estabilidad al mismo tiempo. Mucho debió también contribuir a que la aceptaran muchos de los que se mostraban enemigos de ella la cordura y sensatez con que se dispuso el reintegro a los que hubieran obtenido las jurisdicciones señoriales por título dudoso, y la indemnización a los que las poseyeran como recompensa de grandes servicios reconocidos.
La supresión de las pruebas de nobleza que por la antigua legislación se exigían a los jóvenes que hubiesen de ingresar en ciertas academias y colegios militares, estaba tan en armonía con el espíritu de la anterior medida, que se pudo considerar como una consecuencia o corolario de ella. Dijimos atrás que la tendencia de aquellos legisladores era a derribar y abolir todo lo que envolviera la idea de privilegio y se opusiera a la igualdad legal, así como lo que fuese de carácter tiránico, vejatorio y opresivo. Por eso no quisieron ni permitieron que quedara consignado en nuestros códigos, por más que en la práctica hubiera ido cayendo en desuso, el tormento, los apremios y otros medios aflictivos que con el nombre de pruebas se empleaban con los reos o acusados para arrancarles la confesión de los delitos; pruebas bárbaras, que como repugnantes a la justicia y a la humanidad, eran rechazadas por los mismos magistrados, pero que al fin estaban todavía vivas en nuestras leyes. Y este mismo espíritu fue el que los guió para abolir después el castigo de azotar en las escuelas y colegios, como degradante, y como indigno de imponerse a jóvenes que se educaban para ciudadanos libres de la nación española.
Pero la obra política fundamental de estas Cortes, la que simboliza su espíritu, y es como el compendio y resumen de sus tareas y deliberaciones, la medida de la capacidad y del saber político de aquellos legisladores, y la síntesis de la transformación social que se obró en esta antigua monarquía, es la Constitución llamada del año XII, porque en él se concluyó y promulgó. En el lugar correspondiente de nuestra historia hemos apuntado las disposiciones que principalmente caracterizan este célebre Código, pasando a cada título el rápido examen que la naturaleza de nuestro trabajo consiente. Allí indicamos también someramente las causas que contribuyeron a los defectos o errores que el criterio de cada escuela política pudo entonces y ha podido después descubrir y notar en esta obra, que si bien, como toda obra de hombres, y más habiendo sido elaborada en circunstancias difíciles, nunca pudo presumirse que saliera perfecta de las manos de sus autores, en cambio no hay quien pueda negarle un fondo de mérito, grande con relación a la época y al estado de las luces, inesperado y asombroso a los ojos de las naciones y de los gobiernos cultos, inmensamente honroso para los esclarecidos varones que con ella sentaron el cimiento de la regeneración política de España. Permitido nos será hacer aquí algunas observaciones más sobre la obra de las Cortes de Cádiz.
¿Será una falta o un vicio imperdonable, como algunos quieren que lo sea, el que la Constitución de 1812 llevara cierto sello y colorido de las circunstancias generales de Europa y de las particulares de España en que fue hecha? No conocemos ningún código político escrito en que no se advierta la huella y señal de las opiniones dominantes de la época en que haya sido formado; y creemos que no es fácil, y dudamos que sea posible a los legisladores sobreponerse al influjo poderoso de las circunstancias, y dominarlas hasta el punto de hacer una obra exenta y limpia de todo signo y tinte de actualidad. Achácase a esta condición el corto período de vida que suelen alcanzar estos códigos, y los embates que sufren cuando cambia la opinión instable y movediza de los pueblos. Pero tal vez no se ha pensado bien que en estas alteraciones, más que en la imperfección intrínseca de la obra, suele estar la causa de su corta vitalidad; y que no es además posible, porque excede a toda previsión humana, hacer un código de leyes políticas que se acomoden sin inconvenientes a todos los tiempos y a todas las condiciones eventuales de un pueblo. De aquí la necesidad de las modificaciones, sensible, y que debe economizarse cuanto se pueda, pero inherente a las vicisitudes y a la marcha incierta de las sociedades.
Atribúyese generalmente el espíritu democrático que se nota en la Constitución del año XII a imitación del que predominaba en la Constitución francesa de 1791, en cuya escuela se supone haberse formado y en cuya doctrina aparecen empapados los legisladores de Cádiz. Ni desconocemos ni negamos el influjo natural del ejemplo, ni el que ejerce en los entendimientos más claros el espíritu de una época y la idea que en ella llega a alcanzar boga. Pero otra causa a nuestro juicio contribuyó más a darle aquel matiz democrático. Sobre que los pueblos, cuando rompen repentinamente las ligaduras de un despotismo antiguo, comúnmente no se contienen en los límites de una libertad templada, sino que por la ley indeclinable de las reacciones trasbordan aquellos límites, aunque tengan que retroceder después, encontrábase España en situación especial para que no pueda extrañarse aquella especie de extralimitación. El pueblo había sido solo a alzarse en defensa de su independencia y de su libertad. La nación, sin su rey, era la que llevaba años sacrificándose por asegurar estos dos sagrados objetos de sus aspiraciones. No se había visto en el rey sino una serie de lastimosas debilidades, ya que otro nombre no se quisiera dar a su deplorable conducta dentro y fuera de España, en el trono y en el cautiverio. Conocidas y públicas eran, porque ellos tampoco tenían siquiera el talento de disimularlas, las ideas y propósitos reaccionarios de los consejeros y privados del monarca. En la fundada desconfianza que el rey y su familia y su corte inspiraron a los legisladores de Cádiz, y bajo el natural influjo de esta impresión, ¿deberá extrañarse que en la ley fundamental del Estado dieran cierta preponderancia al elemento popular, como garantía y salvaguardia que creían ser contra los peligros de la autoridad real, cuando ésta se viera en el ejercicio de un poder, que ella había perdido y otros le habían reservado?
De aquí los largos y empeñados debates sobre la sanción de las leyes, y sobre el veto absoluto o suspensivo que habría de darse al rey; de aquí la creación de la comisión permanente de Cortes, con sus grandes facultades; de aquí la prescripción de no poder proponerse alteración, adición ni reforma en ninguno de los artículos de la Constitución hasta pasados ocho años de hallarse puesta en práctica en todas sus partes, y otras medidas de carácter preventivo y de precaución, hijas de desconfianza, contra la desafección que se temía del poder real.
El establecimiento de una sola cámara, separándose en esto de la forma conocida de nuestras antiguas Cortes, no distinguiendo entre lo que puede convenir la prontitud y uniformidad de las deliberaciones en el período constituyente de una nación, y lo que aconsejan la prudencia y la madurez reflexiva cuando la nación está constituida y legisla en estado normal, esta falta de un cuerpo intermedio moderador entre el trono y la cámara popular, con sus condiciones de independencia, de estabilidad y de aplomo, propias así para enfrenar las aspiraciones invasoras del poder ejecutivo, como para reprimir o templar los arranques impetuosos y apasionados de la cámara electiva, es el más capital defecto de la Constitución del año XII a juicio de la mayoría de los hombres políticos, que en general han creído más conveniente y por eso han adoptado el sistema de las dos cámaras en las monarquías que se rigen por instituciones representativas; y solo así creen que podía ser verdad el artículo de la Constitución de Cádiz, en que se expresaba que el gobierno de la nación española era una monarquía moderada hereditaria.
Convenimos con los que censuran, si bien atenuándolo con la consideración a la inexperiencia, el haberse dado en ella el carácter y la inflexibilidad de derecho constituyente a lo que por su naturaleza debía ser solo orgánico, y tal vez solo reglamentario, como derivación suya, y de posible y más fácil modificación sin alterar por eso lo fundamental y constitutivo, lo cual la hizo además sobremanera extensa y difusa. Menos capital nos parece el defecto de haber mezclado preceptos de derecho natural, obligaciones morales y doctrinas abstractas a las prescripciones políticas, únicas que deben tener lugar y cabida en estos códigos, si han de amoldarse y corresponder a su objeto. Fue una imitación excusada de lo que se había hecho en la nación vecina, pero que si era más propio de un tratado doctrinal, al fin no perjudicaba a lo preceptivo.
Más o menos perfecta o defectuosa la obra constitucional, fue generalmente acogida en los pueblos en que, por estar ya libres de la ocupación enemiga, se iba proclamando, con verdadero entusiasmo y regocijo; que no era tiempo ni ocasión entonces de reparar en los ápices y tildes que pudiera encontrarle o ponerle la crítica, y recibíase y se miraba y celebraba solo como el símbolo de la regeneración y de la libertad española. Y sin embargo ni todo el pueblo era entonces liberal, ni aquella Constitución había sido hecha sin fuertes impugnaciones, continuos ataques, y diarios obstáculos y entorpecimientos de parte de los diputados realistas o enemigos de las reformas, principalmente de aquellos a quienes éstas perjudicaban en sus privilegios e intereses, empleando para ello todos los medios, recursos y ardides que las oposiciones acostumbran a usar en las asambleas deliberantes; siendo muy de notar que con ser aquellos muchos en número, y algunos no escasos de instrucción y de talento, fuesen siempre vencidos, o por el superior talento, o por la fuerza de la razón, o por la mayor elocuencia de los del partido reformador: el cual por otra parte no pudo menos de seguir la marcha en que se había empeñado desde el principio, porque la Constitución no fue otra cosa que el conjunto ordenado de las máximas, principios, y aun decretos que aislada y sucesivamente se habían ido asentando y promulgando desde las primeras sesiones de la legislatura.
Los enemigos de la obra constitucional no habían cesado ni cesaron de atacarla, antes, y al tiempo, y después de hecha y publicada, no solo en los debates parlamentarios en uso legítimo de su derecho, y este era el ataque más noble, sino por todos los medios y con todo género de armas, aun las menos lícitas, dentro y fuera de la asamblea. Su empeño era desacreditar a los diputados de ideas liberales, y con ellos la representación nacional, y las reformas que de ella emanaban. Valiéndose para ello de aquella misma libertad de imprenta que tan acremente habían censurado, y siendo los primeros a abusar de aquella arma que la revolución había puesto en manos de todos los partidos, publicaban cada día, ya en periódicos y hojas sueltas, ya en forma de folletos o de manifiestos, las más crueles y mordaces invectivas, las diatribas más amargas contra la legitimidad de las Cortes, contra el espíritu de sus medidas y decretos, contra la buena fama, reputación y religiosidad de los diputados de opiniones contrarias a las suyas. Los autores de estos ataques eran a veces oscuros periodistas y escritores baladíes, a veces se descubría ser diputados los que a la sombra del anónimo maltrataban el cuerpo a que pertenecían, a veces eran personas de cuenta, como ex-regentes y decanos del Consejo.
Cuando estos escritos se leían en la asamblea, irritaban los ánimos, provocaban discusiones ardientes, concitaban alborotos en el salón y en las tribunas, daban ocasión a que se hicieran proposiciones, pidiendo medidas fuertes para la represión y castigo de los difamadores, y si algún diputado se atrevía a tomar su defensa, movían tal desorden que el presidente se veía obligado a cubrirse y levantar la sesión, y las imprudencias del temerario defensor ponían en peligro su vida, que los mismos diputados tenían que proteger contra las iras y las amenazas del pueblo. A veces estos escritos provocaban contestaciones no menos destempladas de parte de los que rebatían el escarnio que se hacía de las Cortes, y los insultos y ultrajes a los diputados. En estas lamentables polémicas, los enemigos de las nuevas instituciones no solo se aprovechaban para sus fines de aquella libertad de imprenta que habían combatido y que fingían detestar, siendo los primeros a abusar de ella, sino que reclamaban furiosamente contra las medidas que para corregir y castigar el desenfreno de unos y otros, proponían o dictaban los diputados de opiniones más liberales.
Observábase en el partido anti-reformador, que no eran las innovaciones de carácter económico, civil o político, por radicales que fuesen, las que le movían a soltar sus lenguas y desatar sus plumas contra los partidarios del nuevo régimen. Reformas de la importancia de la abolición de señoríos y otras semejantes, le causaban disgusto, pero no se mostraba grandemente irritado por ellas. Tratábase de la enajenación en venta de los edificios y fincas de la corona; y con, ser punto que parecía deber sublevar a los que blasonaban de exaltados e intransigentes realistas, tampoco se advertía que les exacerbara la cólera. Mas si en las Cortes se trataba de aplicar a las necesidades del erario bienes, productos o beneficios de la Iglesia, o de abolir privilegios eclesiásticos, o suprimir cargos u oficios innecesarios, o instituciones que parecieran ilegales, entonces pululaban los escritos en que se prodigaban los dictados de irreligiosos, impíos y ateos, a los diputados reformadores, y se intentaba hacerlos blanco de las iras populares, pregonando que irritado Dios por la irreligiosidad de tales diputados enviaba a la nación las calamidades que sufría. Es el recurso más usado en todos tiempos por los enemigos de la escuela liberal. En sesiones determinadas en que habían de discutirse estas materias, acudían frailes y clérigos disfrazados a las tribunas en gran número para imponer e intimidar con murmullos, gritos y aplausos; pero descubriose la estratagema, y producía efecto contrario al propósito que se llevaba.
Vencidos siempre los anti-reformistas, así en el terreno de la imprenta como en el de la discusión parlamentaria, apelaban a toda clase de medios para ver de hacer triunfar sus ideas. Uno de ellos fue la pretensión de poner al frente de la Regencia a la infanta de Portugal, princesa del Brasil, y el otro la de que, nombrada que fuese la nueva Regencia, se disolviesen las Cortes extraordinarias, y se convocasen otras. Pero más avisado y más diestro el partido liberal, apercibido del propósito que uno y otro proyecto envolvían, presentó e hizo prevalecer dos proposiciones con que quedaron aquellos de todo punto frustrados; la primera para que no se pusiese al frente de la Regencia ninguna persona real, la segunda para que no hubiese interregno entre unas y otras Cortes, sino que las actuales pudieran seguir funcionando y legislando hasta que las ordinarias estuviesen constituidas. A pesar de estas dos nuevas derrotas del bando realista, todavía éste alcanzó mayoría en el personal de la nueva Regencia que se nombró.
En medio de esta lucha entre los dos grandes y opuestos partidos, ya abiertamente pronunciados en la asamblea, lucha que cada día arreciaba más por parte de los enemigos de la Constitución, según que los sucesos prósperos de la guerra hacían más probable el pronto regreso a España de Fernando VII, de quien ellos esperaban el completo triunfo de su partido, y cuyo favor se prometían obtener con los méritos que ahora hicieran, proseguían las Cortes su sistema de reformas y su obra de reorganización general, suprimiendo los antiguos Consejos, creando el de Estado, arreglando los altos tribunales, estableciendo las diputaciones de provincias y los ayuntamientos con arreglo a la Constitución, y procurando que la nueva ley fundamental fuera en todas partes observada y cumplida, en lo cual ponían especial empeño y ahínco, hasta el punto de mandar a los tribunales que con preferencia a todo otro asunto se ocuparan en las causas relativas a las infracciones de aquel código. Era ciertamente cosa singular que mientras acá, en el seno mismo del Congreso, se quería desconocer la legitimidad de las Cortes y se conspiraba contra la Constitución, el gobierno de Rusia primero, y el de Suecia después, reconocieran solemnemente como legítimas las Cortes españolas de Cádiz y la Constitución que éstas habían dado. Que si más adelante cambió la política del emperador de Rusia, adhiriéndose al absolutismo de Fernando VII, y aprobando su golpe de Estado, por lo menos entonces aquel reconocimiento, siquiera fuese interesado, fue de un gran efecto en la opinión pública.
Aquellos mismos diputados a quienes se quería tildar de irreligiosos e impíos declaraban y elegían por patrona de España a Santa Teresa de Jesús después del apóstol Santiago; pero también abolían la carga o tributo que con el nombre de Voto de Santiago venía de antiguo gravando varias provincias de España, como basado sobre un fundamento apócrifo. Confundía a muchos, y muchos todavía parece no comprender hoy, esta mezcla de devoción religiosa por una parte y de despreocupación por otra. Pero este era el carácter del liberalismo español de aquella época, el cual por lo mismo es una injusticia suponer igual en espíritu y tendencias al enciclopedismo francés del siglo anterior. Los diputados liberales de Cádiz hacían reformas en materia de bienes eclesiásticos, de instituciones o tradiciones que consideraban abusivas o perjudiciales, en lo que ni lastimaba ni tocaba al dogma; eran opuestos a la institución del Santo Oficio y a otras que participaban de la misma índole. Pero lejos de ser descreídos, declaraban religión del Estado como única verdadera, con prohibición del ejercicio de cualquiera otra, la Católica, Apostólica, Romana; imponían al Estado la obligación de protegerla con leyes justas y sabias; practicaban en corporación o asistían con frecuencia a solemnidades religiosas; solían decretar rogativas y procesiones públicas, y celebrábase diariamente antes de la sesión el Santo Sacrificio de la Misa. Era, pues, injustísimo el cargo de irreligiosos o descreídos, y éralo no menos en general el de enciclopedistas: así como, a pesar de profesar y haber proclamado el principio de la soberanía nacional, dieron infinitas pruebas de ser sinceros y a veces apasionadamente monárquicos. Podría haber error, y esta es cuestión que aun se controvierte entre los políticos, en querer conciliar y armonizar las consecuencias de estos principios, pero tal era, repetimos, el carácter del liberalismo de aquella época, que no ha dejado de degenerar con el tiempo, no sabemos si con daño o con ventaja de la verdad y de la conveniencia pública.
Reservado había toda su fuerza moral y numérica el partido realista, que, como hemos dicho, era grande en el Congreso, y había cobrado aliento y audacia, para el día en que se tratara de la conservación o abolición del Tribunal de la Fe; cuestión capital, importantísima y de gravedad suma, por el influjo inmenso que de muy antiguo había venido ejerciendo la Inquisición en España, por el respeto que todavía, aunque muy debilitado aquél, imponía, y por ser el terreno en que el bando absolutista se consideraba más fuerte, y en que cifraba grandes esperanzas de triunfo. No carecían estas esperanzas de fundamento, porque ya dos veces había estado aquel partido a pique de triunfar por sorpresa en la asamblea; la comisión especial nombrada para dar dictamen sobre el asunto era en mucha mayoría favorable al mantenimiento de la Inquisición con su antigua jurisdicción y facultades, y el dictamen había sido ya presentado y puesto a discusión en este sentido. Solo a fuerza de maña parlamentaria, aunque fundada en la ley, habían conseguido los reformadores aplazar el debate y conjurar el peligro, logrando que el asunto pasara de la comisión especial a la general de Constitución, como todo lo que tocaba a lo fundamental de este código, con arreglo a un anterior acuerdo. La comisión de Constitución, en que dominaba otro espíritu, presentó a su tiempo un dictamen opuesto, proponiendo la supresión del tribunal, y se señaló día para esta discusión solemne.
Unos y otros habían aprestado y llevaban afiladas sus armas como para una gran batalla; y éralo en efecto, porque de ella dependía la derrota o el triunfo definitivo de los dos partidos contendientes. Pero al revés que antes, fue ahora el bando absolutista el que intentó aplazar la lucha y ganar tiempo, al ver cuán diferente actitud presentaba la cámara. Fueron no obstante inútiles sus esfuerzos y ardides y comenzó aquel célebre, grave y solemnísimo debate, que duró un mes entero, que asombró a los hombres políticos y de ciencia, por los eruditos, vehementes, y a veces fogosos y apasionados discursos pronunciados por los oradores más distinguidos e ilustres de la asamblea, en favor de los dos opuestos principios, doctrinas y sistemas, mostrando muchos de ellos, y algunos más especialmente, vastos y profundos conocimientos de derecho canónico, político y civil, y de historia sagrada y profana, con más o menos crítica desenvueltos, y que de todos modos colocaron aquellas Cortes a una altura que difícilmente pudieran sobrepasar las más antiguas y las más notables asambleas de Europa.
Triunfó al fin en este empeñado combate el partido que proponía y quería la abolición del Tribunal del Santo Oficio; aprobáronse sus proposiciones, y de esta manera tan ruidosa y solemne cayó en España aquella famosa y terrible institución de más de tres siglos, cuyo solo nombre infundía pavor y espanto. El suceso hizo gran sensación en Europa. Los artículos del proyecto habían sido redactados muy diestramente y enlazados con mucho talento, en términos que no podían menos de ser votados por todos los que habían aceptado de buena fe la Constitución, y disipaban los recelos y temores de los más escrupulosos o timoratos, por la seguridad y garantía de amparo que se daba a la religión y a la unidad y pureza del dogma, con el restablecimiento de las leyes y tribunales protectores de la fe; y las medidas para evitar o reprimir los delitos de impiedad y el contagio de la herejía. Fue, no obstante, disposición muy cuerda, atendido el estado de la opinión, y el efecto que tan gran novedad había de causar en los pueblos, la de acompañar al decreto de abolición de la Inquisición un manifiesto, en que se expresaban las principales causas y razones que habían movido a las Cortes del reino a tomar tan grave y trascendental providencia.
No fue tan cuerda ni tan prudente la de mandar que el decreto y manifiesto se leyeran en todas las parroquias antes del Ofertorio de la misa mayor por tres domingos consecutivos. Si esto no era hacer gala y ostentación del triunfo, y dar en ojos a los enemigos de la reforma, que lo era naturalmente una gran parte del clero, por lo menos no es de extrañar que éste le diera aquel sentido y lo tomara como una humillación que se le imponía. De aquí la resistencia al cumplimiento de la orden, a presencia de las Cortes mismas, omitiéndose la lectura en las mismas iglesias de Cádiz: resistencia que alentaba la actitud hostil de algunos prelados, y que fomentaba y aun provocaba el nuncio de Su Santidad, representando directamente y de oficio a la Regencia contra el decreto de abolición, como contrario, decía, al bien de la Iglesia, y a los derechos del romano pontífice: y resistencia por último que no desagradaba a la Regencia misma, algunos de cuyos individuos no ocultaban sus ideas abiertamente contrarias al espíritu reformador de las Cortes.
Y como éstas, lejos de cejar en su marcha reformadora, la proseguían con más empuje y más brío, tocándole ahora el turno al clero regular, suprimiendo algunas casas religiosas o prohibiendo el restablecimiento de las suprimidas, no permitiendo conventos en que hubiera menos de doce individuos, mandando que donde hubiese varios de un mismo instituto se refundieran en uno solo, con otras parecidas prescripciones relativas a las comunidades de regulares, agriábanse más los ánimos de los adictos al antiguo régimen, y de estas desavenencias y de estos choques entre la mayoría reformista de las Cortes de un lado, el nuncio, una gran parte del clero, y algunos regentes, ministros y diputados reaccionarios de otro, no podían nacer sino conflictos y colisiones que amenazaban ser graves. Hablábase ya de conspiración contra las Cortes descubierta en Sevilla; sospechábase de la Regencia, y se le atribuía un proyecto de golpe de Estado contra la asamblea o contra los diputados reformadores más influyentes; a su vez las Cortes, por un acto de aquella soberanía que habían proclamado, destituyeron enérgica y bruscamente a los regentes, y nombraron nueva Regencia, compuesta solo de tres individuos, a la cual invistieron de todo el lleno de facultades que le correspondían como a supremo poder ejecutivo, declarándola irresponsable por sus actos como si fuese el mismo monarca, y confiriéndole la propiedad de su cargo, con lo cual, al tiempo que mostraban más confianza en el nuevo poder, le daban también una estabilidad y una independencia más constitucional.
Si hubiéramos de juzgar por el rigor del derecho y de la doctrina constitucional esta institución de la Regencia, representante del poder real, juntamente con un ministerio, responsables la una y el otro hasta esta última declaración, funcionando ambos como delegados y dependientes del poder legislativo, puesto que de él recibían los nombramientos, ante él tenían que responder de sus actos, y él los cambiaba y renovaba a su voluntad, ciertamente no podríamos dejar de reconocer cierta lamentable confusión de poderes, impropia de una organización monárquico-constitucional. Pero no extrañamos que en circunstancias tales, y en especial en el período constituyente, se pasara por esta irregularidad, como se pasaba por algunas otras, y que al mismo tiempo que aquellos legisladores querían tener en la Regencia un símbolo de la autoridad real, no acertaran a dar y sintieran cierta repugnancia en conferir a las personas de los regentes, salidas de entre ellos mismos y por ellos escogidas, la misma inviolabilidad y la misma irresponsabilidad que por la Constitución no vacilaban en conferir a la persona del rey. De aquí esta anomalía que se observaba, resultando por una parte una Regencia que venía a ser como un primer ministerio, y por otra un Congreso que disponiendo del poder ejecutivo se asemejaba a una Convención. Por eso lo remediaron en lo posible, aunque tarde, invistiendo a la Regencia de las facultades y prerrogativas que le señalaron en el nuevo reglamento.
¿Pero bastaría la separación de los antiguos regentes, y el nombramiento de otros de más confianza para conjurar el conflicto que amenazaba entre el clero y las Cortes, entre los parciales de aquél y los amigos de éstas, entre el partido absolutista y el liberal? Así habría sido si la prudencia hubiera moderado, por lo menos en alguno de ellos, la exaltación de que se estaba dejando dominar. La nueva Regencia, producto de la mayoría del Congreso y participante de su espíritu, tuvo energía para volver por los fueros de las Cortes, obligó al clero de Cádiz a cumplir el decreto sobre Inquisición, haciendo que se leyera aquella misma mañana en los templos, mandó procesar a los canónigos y prebendados desobedientes, y dijo al nuncio que aunque estaba autorizada para extrañarle del reino y ocupar sus temporalidades, por consideración y respeto a la sagrada persona del Papa se limitaba a desaprobar su conducta. Ni los canónigos ni el nuncio se aquietaron ni dieron muestras de templarse ni de acobardarse, ni de querer conciliación. La liga eclesiástica se consideraba fuerte: contaba con algún apoyo dentro de las Cortes, envalentonábala el partido reaccionario de fuera, y esperaba con la venida del rey dar al traste con todo el edificio levantado por la revolución. Los canónigos se atrevieron a pedir la responsabilidad del ministro de Gracia y Justicia; el nuncio contestaba a la Regencia de un modo irrespetuoso, y el resultado fue el decreto de extrañamiento del legado de S. S. y la consiguiente ocupación de sus temporalidades. Medida gravísima, y discordias lamentables entre los poderes eclesiástico y civil, que avivaban la antigua lucha que desde el principio se había venido significando de un modo más o menos descubierto o latente, y que preparaba la terrible reacción que los hombres previsores podían ya ver venir.
Si ahora no nos hubiéramos propuesto concretarnos a aquellos hechos y a aquellas providencias de las Cortes que simbolizaban más su espíritu y la marcha de la regeneración política y los obstáculos que encontraba y que tenía que ir venciendo, dignas fueran también de examen otras muchas y muy importantes reformas que en este último período de la legislatura dictaron, ya de carácter económico y administrativo, ya encaminadas a moralizar la sociedad o a difundir la ilustración y las luces, cuyo conjunto revela también el tinte y matiz liberal que resalta y se advierte en todas sus deliberaciones, puesto que tendían a desatar las trabas que el antiguo régimen tenía puestas al desarrollo de la propiedad, de la industria, de la contratación, del progreso literario e intelectual, y que constituyen un sistema del todo diferente al que de tiempos atrás había venido rigiendo.
En este sentido, y en el temor de dejar un vacío sensible en esta breve reseña crítica, nos es casi imposible prescindir de mencionar reformas, tales como la conversión en propiedad particular de los baldíos, mostrencos y realengos, con la adición de reservar una parte para dividirla en suertes con destino a premios patrióticos por servicios militares, y otra para repartirla entre vecinos pobres y laboriosos; la libertad dada a los dueños particulares de tierras, dehesas u otras cualesquiera fincas, para cercarlas, acotarlas, arrendarlas y destinarlas al uso y cultivo que más les acomodase y conviniese, derogando todas las leyes y órdenes que determinaban, limitaban y entrababan el disfrute de tales predios: la exención de los impuestos con que la Mesta, las encomiendas y otras corporaciones tenían gravado el ramo de la ganadería: la creación de cátedras de economía civil y de escuelas prácticas de agricultura: los decretos sobre propiedad literaria: las modificaciones de la ley de imprenta: los medios empleados para que las corporaciones populares conocieran la legislación administrativa: las medidas dictadas para asegurar la moralidad de los empleados públicos, y las penas correspondientes a los abusos por negligencia o ineptitud, y a los delitos de prevaricación y de cohecho: el reglamento para la liquidación general de la deuda del Estado, y el nuevo plan de contribuciones públicas.
Increíble parece, aun después de reconocida la justa celebridad de laboriosas que estas Cortes habían adquirido, que en los últimos meses de su existencia hubieran podido discutir y acordar tal número de medidas y tan graves resoluciones como éstas y otras que en nuestra historia hemos mencionado; muchas de las cuales, si entonces no recibieron cumplida ejecución por los acontecimientos y trastornos que sobrevinieron, han sido en tiempos posteriores aceptadas y reproducidas por los cuerpos legisladores en las épocas de gobierno constitucional, y tocándose los resultados y el fruto de aquellas innovaciones, en lo general altamente favorables al desenvolvimiento de la riqueza y de la prosperidad pública. Solo se comprende tal cúmulo de trabajos legislativos, habiéndose consagrado aquellas Cortes a sus tareas políticas y administrativas en su postrer período con la misma fe y con tan incansable asiduidad como la que con universal asombro habían empleado en el principio. Afanáronse por dejar en herencia a las que les sucedieran levantado y completo el edificio de la regeneración política de España, y casi puede decirse que lo consiguieron: de su duración ¿quién podía responder? Sin embargo, notado hemos ya algunos de sus errores nacidos, ya de exaltación, ya de inexperiencia, sin los cuales tal vez no hubieran soplado tan reciamente los vendavales que dieron luego en tierra con aquel gran edificio.
Disgustos graves sufrieron las extraordinarias al terminar su misión, no solo por la terrible epidemia que de nuevo se desarrolló en Cádiz, y de que fueron víctimas ilustres diputados, sino porque, incansables también los enemigos de las reformas y del sistema constitucional, apelaron como a último asidero al empeño y propósito, que ya otros con diferentes fines tenían, de sacar y alejar las Cortes de la población de Cádiz, cuyo exaltado liberalismo creían estaba ejerciendo en ellas un influjo siniestro y una funesta presión. Poco les importaba que Madrid fuese todavía un punto poco seguro y expuesto a una atrevida incursión del enemigo, si allí esperaban ellos dominar a favor de otra atmósfera más impregnada de realismo que la de Cádiz. Poco faltó para que triunfaran, porque la fracción anti-reformista se había reforzado con los últimos diputados elegidos por las clases reformadas y resentidas, la nobleza y el clero, y sus fuerzas casi se equilibraban ya en la cámara. Merced a su prudencia y discreción, y gracias a su mayor elocuencia, logró todavía conjurar este postrer conflicto y prevaleció el partido liberal, y las sesiones de las Cortes extraordinarias terminaron y se cerraron en Cádiz a los tres años menos cuatro días de haberse inaugurado, contrastando la aflicción que causaba la epidemia con los plácemes, festejos y ovaciones que los adalides del partido liberal recibieron del entusiasmado pueblo gaditano.
Fama imperecedera y gloria inmortal alcanzaron aquellos legisladores. Ni ha habido ni habrá quien no admire el valor imperturbable y heroico, la calma y serenidad con que emprendieron, prosiguieron y acabaron la obra inmensa de la regeneración española en las circunstancias más azarosas y aflictivas en que ha podido verse nación alguna. Las innovaciones en todos los ramos de la administración, aparte de aquello a que todavía no alcanzaba la ciencia económica, llevaron en lo general el sello de la sabiduría y del acierto. Si en lo político hicieron la trasformación de la sociedad y su transición del absolutismo secular de los reyes a la libertad anchurosa de los pueblos más repentina y más radicalmente de lo que las tradiciones, las costumbres, las preocupaciones y la falta de preparación de los mismos pueblos permitían, ya hemos indicado las causas que atenúan, y disculpan aquella patriótica precipitación. La ciencia y la instrucción de aquellos legisladores causaron asombro y sorpresa, porque ni se conocían ni se esperaban. La elocuencia era generalmente más natural que artificiosa, y aunque en muchos discursos había fuego, pasión y sentimiento, en los más rebosaba la doctrina, como quienes aprovechaban la ocasión, que hasta entonces no habían tenido, de demostrar y lucir el fondo de erudición y de conocimientos que poseían. Los debates se resintieron de la falta de experiencia parlamentaria.
Pero lo que no puede negarse a aquellos insignes patricios, lo que los caracterizó más, y constituye su mayor gloria, fue la sinceridad de sus buenos deseos, la reconocida pureza de sus intenciones, la buena fe que presidía a sus propósitos, la honradez y probidad que se traslucía en sus palabras y en sus actos, el fervor patriótico que los dominaba, y más que todo el desinterés y la abnegación de que dejaron a la posteridad sublime ejemplo, que por desgracia no ha sido siempre tan imitado y seguido como fuera de apetecer y desear.