Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo XXX
España desde Carlos III hasta Fernando VII
Reseña histórico-crítica (de 1788 a 1814)
[ XV ❦ XVI ❦ XVII ❦ XVIII ❦ XIX ]
XVI.
El último y definitivo triunfo de los anglo-españoles en Tolosa.– Su coincidencia con el último y definitivo triunfo de los aliados del Norte en París.– La caída y abdicación de Napoleón.– La proclamación de Luis XVIII.– Juicio y testimonio de los extranjeros sobre la influencia principal que en este gran suceso tocó a España.– Confesión del mismo Napoleón.– Contéstase a los cargos que se han hecho a los españoles sobre el modo de hacer la guerra.
Ya no inquietaba a los españoles por este tiempo el cuidado de la guerra, porque veían cercano su fin, y consideraban seguro el triunfo definitivo de sus esfuerzos. Que aunque nada hay tan instable ni tan sujeto a inopinadas vicisitudes como la suerte de las armas en luchas de larga duración, y es temeridad entregarse fácilmente a la confianza, llega, no obstante, un período, en que de tal manera se ve la fortuna volver la espalda a uno de los contendientes, que no es aventurado dar por cierto e irremediable su vencimiento, a no sobrevenir uno de aquellos fenómenos providenciales que sorprenden y frustran todo cálculo, y que en lo humano no se pueden suponer. Tal era el estado de la guerra al finar el año 13, y en el que la dejamos en el número XIV de nuestra reseña.
Por eso, aunque existían todavía tropas francesas en España, ocupando fortalezas, plazas y ciudades, señaladamente en Cataluña, ya no sorprendían, y oíanse, no diremos sin interés, pero sin la ansiedad y zozobra de antes, las nuevas que de allí se recibían. Si las plazas de Mequinenza, Lérida y Monzón no se hubieran ganado por medio de la traza empleada por Van-Halen, era de esperar que no hubieran tardado en rendirse por los medios naturales de la guerra. No aprobamos el doble engaño de que fueron víctimas aquellas guarniciones. La guerra tiene sus estratagemas y sus ardides legítimos y de buena ley; pero los hay con los cuales no puede transigir la probidad, y rechaza la fe en los compromisos, y son a nuestros ojos dignos de vituperio, siquiera los empleen nuestros amigos y contra nuestros adversarios. Tampoco sorprendía ya la entrega de otros puntos fortificados, no ya por medios de más o menos lícita y justificable astucia, sino por negociaciones y conciertos con el mariscal francés gobernador del Principado, aun siendo como era el que había alcanzado mayor número de victorias en España. ¿Pero qué nuevas victorias se podían temer ya del duque de la Albufera, si se sabía que Napoleón le mandaba negociar la evacuación de las plazas, le pedía sus tropas, y le llamaba a él mismo, para que fuera a ayudarle en sus conflictos fuera de España?
Así era que ni las prosperidades de Cataluña, ni las de Aragón y Valencia, casi únicos puntos en que habían quedado enemigos, producían ya sensación en nuestro pueblo, como esperadas que eran, y de previsto desenlace. Por lo mismo preocupaban la atención las discordias políticas de dentro, y el interés de la guerra se había trasladado del otro lado de los Pirineos. Allí eran dos guerras las que mantenían despierta la curiosidad; una la lucha general que aun sostenía Napoleón contra la Europa septentrional confederada, otra la que los restos de sus ejércitos de España sostenían trabajosamente en las cercanías de Bayona contra las tropas anglo-hispano-portuguesas, las primeras que habían pisado el territorio francés. No había sido ya pequeña honra ésta; pero todavía faltaban a España satisfacciones que recoger por fruto y premio de sus grandes sacrificios. En tanto que Napoleón, loca y temerariamente desechadas las proposiciones de paz que le hicieron las potencias del Norte, puesto de nuevo en campaña, ganaba todavía triunfos portentosos, aunque pasajeros, irresistible en sus postreras convulsiones como un gigante herido de muerte, su lugarteniente Soult, aquel a quien había encomendado la reconquista de España, no se atrevía ya dentro de Francia a permanecer en frente de Wellington, y abandonaba la plaza de Bayona a sus propias fuerzas.
Admirable y prodigioso fue el paso del Adour por el ejército anglo-hispano; dificultades que parecían insuperables fueron vencidas a fuerza de destreza, de perseverancia y de arrojo. Por un momento se cree Soult seguro e invulnerable en Orthez, donde ha escogido posiciones, al abrigo de los ríos, cuyos puentes ha hecho destruir: pero también de allí es desalojado por los nuestros, que ya no encuentran obstáculo que se les resista; y mientras el ya aturdido y desconcertado duque de Dalmacia, dejando en descubierto el camino de Burdeos, contra las instrucciones expresas de Napoleón, huye hacia Tarbes en busca del socorro que pueda darle el de la Albufera, nuestros aliados penetran en Burdeos, donde se proclama la restauración de los Borbones, y donde son recibidos con plácemes y festejos los ingleses. Hace todavía Soult algunos amagos de resistencia, pero la verdad es que el temor le pone espuelas, y al paso de verdadero fugitivo avanza cuanto puede, desembarazándose de todo lo capturado, hasta ganar a Tolosa, donde se atrinchera y fortifica. En pos de él siguen los aliados; dificultades grandes les ofrece el paso del río, mas no hay estorbos bastantes a impedir que crucen el Garona los que habían cruzado el Adour, ni hay atrincheramientos que intimiden a los aliados y los retraigan de dar el ataque.
La célebre batalla de Tolosa y el gran triunfo que en ella alcanzaron los aliados, fue también la última humillación del mariscal Soult, de aquel orgulloso lugarteniente de Napoleón en España, del que en la jactanciosa proclama de San Juan de Pie-de-Puerto hacía unos meses había ofrecido a su ejército celebrar el cumpleaños del emperador en Vitoria, y reconquistar en poco tiempo la península ibérica, cuya pérdida achacaba a poca pericia del rey José y de los generales que aquí habían mandado; de aquel duque de Dalmacia, por cuya cabeza pasó hacerse señor de la Lusitania Septentrional, y gobernó después a guisa de soberano independiente las Andalucías. Comprendemos cuán mortificante debió ser para el escogido por Napoleón a fin de restablecer el honor y la fama de las águilas imperiales maltratadas en España, no haber siquiera asomado de este lado de las crestas del Pirineo, y verse arrojado del Bidasoa al Adour, del Adour al Garona, para ser definitivamente vencido en el corazón de la Francia misma. Y decimos definitivamente, porque ya no había medio humano de reponerse y reparar las derrotas. La entrada de los aliados del Norte en París, la proclamación de Luis XVIII como rey de Francia, y la destitución de Napoleón, quitaban ya toda esperanza e imposibilitaban todo remedio para los caudillos imperiales.
Menos orgulloso o menos obcecado Suchet que Soult, reconoció antes que él la necesidad y prestose primero a celebrar con Wellington un convenio que pusiese término a la guerra, pero a condición de negociarle por sí solo, y ajustarle separadamente de Soult; que a tal extremo llegaba la rivalidad entre los mariscales del imperio, no nueva ciertamente para Soult, a quien siempre se habían sometido de mal grado y con repugnancia manifiesta los mariscales que con él habían hecho la guerra de España. La ley de la necesidad le hizo al fin sucumbir, y ajustose entre el duque de Dalmacia y el de Ciudad-Rodrigo otro tratado en que se estipuló la cesación definitiva de las hostilidades. Y como en ambos se pactó la entrega de las pocas plazas que aun tenían en España los franceses, y el canje nuestro de los prisioneros, diose con esto por terminada y concluida la lucha de seis años entre el imperio francés y la nación española (12 de abril, 1814).
Los primeros laureles cogidos por los españoles en los campos de Bailén reverdecieron en los campos de Tolosa para no marchitarse jamás. Estas dos jornadas simbolizan, la una el principio de la decadencia de Napoleón, la otra su caída. La una avisó al mundo que el gigante no era invencible, la otra le mostró ya vencido. Cierto que a la primera concurrieron españoles solos, y a la segunda asistieron en unión con los aliados de dos naciones amigas. No reclamamos más gloría que la que nos pertenece; satisfechos con que la del primer vencimiento fuese exclusivamente española, nos contentamos con la parte que nos cupo en el último triunfo, que no fue escasa. Tampoco valoraremos nosotros la que en éste y en los que le precedieron nos pueda corresponder; bástanos la que nos dio el general en jefe del ejército aliado, que no era español. Sobran para llenar la ambición de gloria y el orgullo de un pueblo las repetidas e incesantes alabanzas que en todos sus partes oficiales hacía el duque de Wellington del heroico comportamiento de los generales y de las tropas españolas en cuantos combates se dieron del otro lado de los Pirineos, no desdeñándose de llamarlos a cada paso en sus escritos los mejores soldados del mundo, no ocultando la admiración que su denuedo le causaba, y no retrayéndose de pregonar a la faz de Europa, con laudable imparcialidad, que los españoles no sabían solo vencer dentro de su propio suelo, preocupación que muchos abrigaban entonces todavía, sino que eran los mismos en propias que en extrañas tierras, los mismos cuando el enemigo peleaba en su territorio que cuando ellos combatían en territorio enemigo.
Verdad es también que cuando los nuestros triunfaban de los generales del imperio en el Alto Garona, y los obligaban a renunciar para siempre a la posesión de España, los ejércitos aliados de las grandes potencias del Norte cruzaban el Sena, y derribando al coloso le obligaban, no solo a renunciar al predominio de la Europa que había intentado y casi logrado esclavizar toda entera, sino a abdicar el trono de la Francia misma, relegándole a una isla apartada y desierta. Mas, sobre el mérito innegable de haber sido España la última que se atrevió a invadir el gran conquistador, y la primera que después de rechazarle se atrevió a ser invasora, bien podemos preguntar, sin que se traduzca a jactancia: «Sin la guerra de España, y sin las derrotas que en ella sufrieron las águilas imperiales, ¿habrían las potencias confederadas del Norte llevado sus legiones a Francia, ocupado a París, y hecho abdicar a Napoleón?»
Un célebre hombre de Estado de la Gran Bretaña había dicho: «Si Napoleón zozobra en España, su caída es segura.» Este hombre, que conocía bien el espíritu del pueblo español, decía, también hablando de aquella guerra: «El ejército francés podrá conquistar las provincias una tras otra, pero no podrá mantenerse en un país donde el conquistador nada puede más allá de sus puestos militares, donde su autoridad está confinada dentro de las fortalezas que mantienen sus guarniciones, o en los cantones que ocupa. Por delante, por la espalda, en derredor no ve más que tenaz descontento, venganza premeditada, resistencia indomable, odio de muerte. Si España perece, Francia sostiene la guerra a un precio que nunca le han costado sus guerras anteriores contra el resto de Europa.»-- «La admirable serie de errores y desastres de que se compuso la guerra de España, dice un célebre historiador extranjero, alentó a Europa a renovar una resistencia olvidada, porque había quitado al ejército francés su reputación de invencible, y desacreditado al emperador por el descaro de sus mentiras oficiales. Los vapores que exhalaba tanta sangre derramada en la península oscurecieron la estrella de Napoleón... y el grito de patria lanzado por España resonó en toda Europa.»
Facilísima tarea nos sería aglomerar multitud de respuestas a nuestra pregunta, semejantes a las que preceden, dadas por historiadores y políticos extranjeros: ¿pero a qué amontonar testimonios sobre lo que estuvo entonces y estará siempre en la conciencia pública?
Tampoco es ya un secreto para nadie, lo que en aquel tiempo debió parecer un fenómeno de difícil explicación, a saber, la causa de que Napoleón victorioso en todas partes, habituado a subyugar las naciones más poderosas de Europa, y en el apogeo de su gloria y de su poder, viniera a sucumbir en España, la nación al parecer entonces más abatida, más pobre y más desconcertada, por los desaciertos de su anterior gobierno, por las discordias y flaquezas de sus príncipes y de sus reyes, nación sin monarca y sin tesoro, con muchas deudas y pocos soldados. Ya lo dijo entonces el célebre inglés Sheridan, el ilustre subsecretario de Fox: «Hasta el presente Bonaparte ha recorrido un camino triunfal, porque solo ha tenido que habérselas con príncipes sin dignidad, con ministros sin prudencia, con países donde el pueblo no ponía interés en sus triunfos. Hoy sabe lo que es un país animado por el espíritu de resistencia.» Otro escritor ha dicho también: «Napoleón, que no contaba con las naciones, creía que concluir con la corte era lo mismo que concluir con el pueblo. Pero en España, después de haber arrebatado un rey se encontró frente a frente con un pueblo, que desembarazado de tímidos y circunspectos señores, pudo abrazar con ardor la causa nacional, inaccesible a las seducciones, a las intrigas, a los vanos temores, y sin ver, según costumbre del pueblo, más que un solo objeto, hacia el cual se lanzaba impetuoso y sin desviarse.»
El secreto pues del hundimiento de su gloria estuvo en haber ofendido la altivez del pueblo español, en haber herido la fibra de su patriotismo, y en no haber conocido su energía. Napoleón dijo al canónigo Escóiquiz: «Los países en que hay muchos frailes son fáciles de subyugar; lo sé por experiencia.» Creyó pues que acometía una nación de frailes, y se encontró con una nación de soldados, en que hasta los frailes sabían serlo. Tanto desconocía esta nación, que le decía al abate de Pradt: «Si esta empresa hubiera de costarme ochenta mil hombres, no la acometería; pero me bastarán doce mil; es una pequeñez. Esas gentes no saben lo que es la tropa francesa. Los prusianos eran como ellos, y ya se ha visto lo que sucedió. Creedme, pronto se concluirá todo:» ¿Qué diría después, al saber que por lo menos trescientos mil franceses quedaron sepultados en España? Esta es acaso la cifra más corta: hay quienes calculan que en cada año de la guerra perecían en la península cien mil franceses. De todos modos ya vio que le costó la empresa más de ochenta mil hombres, y que los españoles no eran como los prusianos. Lo peor para él no fue que la empresa le costara más o menos millares de hombres, que esto no entraba en el balance de cálculos de quien no tomaba a cargo las vidas humanas mientras hubiera madres que dieran soldados: lo peor fue que la empresa, después de sacrificar tantos hombres, le saliera fallida.
Y lo más mortificante todavía para él, para él que había presidido cortes de soberanos vasallos, como aconteció en Erfurth, donde se juntaron, pendientes de su voluntad y de su palabra, cuatro monarcas, veinte y siete príncipes, dos grandes duques y tantos otros esclarecidos y elevados personajes; lo más mortificante, decimos, para quien así avasallaba soberanías, debió ser el verse humillado por un pueblo que él llamaba de proletarios, hiperbólica denominación con que quiso sin duda significar la diferencia y distancia entre los modestos enemigos que aquí resistían a su poder y los encumbrados adversarios que en otras partes había aplastado, como él decía, bajo las ruedas de su carro triunfal disparado.
Más incomprensible parece que Napoleón con su clarísimo talento no conociera ni antes ni después de haber estado en España el carácter de la nación que invadió y que intentaba domeñar, cuando su hermano José, en quien se suponían menos dotes intelectuales y menos perspicacia, apenas puso el pié en ella se penetró de que era un pueblo soberbio, enérgico e indomable, de que ni tenía ni podía tener nunca en él amigos, y de que la gloría del emperador se hundiría aquí, y así se lo hizo entender a su hermano. Generales franceses hubo que también se convencieron de ello; los ingleses lo conocían y lo publicaban así. ¿Cómo solamente los ojos de Napoleón se mantuvieron cerrados a esta verdad? Preciso es recurrir para explicarlo a aquella sentencia de origen divino: Quos Deus vult perdere... Hay además en lo humano una pasión que ciega tanto como el amor; esta pasión es el amor de los conquistadores, la ambición. Es cierto que cuando él vino a España se apoderó fácilmente de la capital, arrojó de la península a los ingleses, y venció en todas partes; pero no calculó que ni él tenía el don de la ubicuidad, ni los que aquí quedaban eran Napoleones.
Un cargo grave se hace a los españoles por su comportamiento en esta guerra, el de las muchas muertes violentas dadas aisladamente a franceses por el paisanaje, y ejecutadas por medios horribles, bárbaros y atroces, impropios de una nación civilizada y de un pueblo cristiano. Es una triste y dolorosa verdad. Muchas veces hemos oído de boca de nuestros abuelos y de nuestros padres, y todavía se oyen con frecuencia de la gente anciana, relatos que hacen estremecer, de asesinatos cometidos en soldados y oficiales franceses, ya rezagados en los caminos públicos, ya extraviados en montes o inciertas sendas, ya heridos o enfermos en hospitales, ya entregados al sueño y rendidos de fatiga en los alojamientos. Hombres y mujeres se ejercitaban en este género de parciales venganzas, empleando para ello toda clase de armas e instrumentos, aun los más groseros, o envenenando las aguas de las fuentes y de los pozos y el vino de las cubas. A veces se consumaba la matanza con repugnante ferocidad y salvaje rudeza; a veces se mostraba fruición en acompañarla de refinados tormentos, y a veces era resultado de ingeniosos ardides. Todos creían hacer un servicio a la patria; era tenido por mejor español el que acreditaba haber degollado más franceses; no importaba la manera; era un mérito para sus conciudadanos, y la conciencia no los mortificaba ni remordía: tal era su fe. Así perecieron millares de franceses.
No hay nada más opuesto y repugnante a nuestros sentimientos y a nuestros hábitos que estos actos de ruda fiereza: es por lo mismo excusado decir que los condenamos sin poderlos justificar jamás. Pero fuerza es también reconocer que un pueblo, harto irritado ya y predispuesto a tomar terribles represalias por la felonía con que había sido invadido, se exasperaba más cada día al presenciar y sufrir las iniquidades oficiales cometidas por aquellas tropas enemigas que se decían disciplinadas y obedientes. Si jefes y soldados saqueaban impía y sacrílegamente casas y templos; si se veían las joyas con que la devoción había adornado las coronas de las imágenes de la Virgen ir a brillar en la frente de las damas de los caudillos franceses; si los rendidos y prisioneros españoles eran bárbaramente arcabuceados; si se ahorcaba en los caminos públicos, so pretexto de denominarlos bandidos, a los que defendían sus hogares; si se ponía fuego a las poblaciones que acogían a los soldados de la patria; si se degollaba a montones grupos de hombres y de mujeres indefensas; si los vecinos pacíficos veían que sus hijas eran robadas, o violadas a su presencia sus propias mujeres, ¿puede maravillar que hasta los más pacíficos vecinos se convirtieran en fieros vengadores de tanto ultraje y de tanta iniquidad? ¿Puede extrañarse que en su justa indignación se les representara lícito y aun meritorio cualquier medio de acabar con los que tan bárbara y brutalmente se conducían?
Pero aun podría este cargo tener algún viso y apariencia de fundamento si solo así hubieran los españoles vencido y escarmentado a los invasores de su patria, y no también en noble lucha, en batallas campales, en sitios y defensas de plazas, con todas las condiciones de una guerra formal, poniendo valerosamente sus pechos ante el fusil y ante el cañón enemigo, guardando las leyes de la guerra, y siendo los hechos heroicos de España modelos que se invocaron después en el resto de Europa y se presentaron como lecciones para excitar el valor de los ejércitos y la resolución de los pueblos. Pocas naciones, si acaso alguna, habrán excedido ni aun igualado a España, en luchas semejantes, en saber unir el sufrimiento y la perseverancia con la viveza del carácter, la prudencia con el arrojo, la indignación con la hidalguía, el amor a la independencia con el respeto a las capitulaciones y convenios, el denuedo en los combates con la abnegación y el desinterés del patriotismo.
Napoleón tardó en conocer el carácter de esta nación que creyó tan fácil subyugar: no reconoció su error sino cuando ya era inútil el arrepentimiento. Si es verdad lo que se refiere en el Diario de Santa Elena, solo allí, en la soledad y en la meditación del destierro, con la lucidez que suele dar a los entendimientos la desgracia, comprendió y confesó el grande error, cometido en España, y que le llevó del solio en que pensó enseñorear el mundo a la roca en que devoraba su infortunio y que había de servirle de tumba. Tardía y sin remedio era ya para él esta confesión; pero las lecciones históricas nunca son ni tardías ni inútiles, porque la humanidad vive más que los individuos, y en aquel ejemplo habrán aprendido o podido aprender otros príncipes a poner freno a su ambición, a ser fieles a las alianzas, y a respetar la independencia y la dignidad de las naciones.
XVII.
Carácter y fisonomía de las Cortes ordinarias de Cádiz y de Madrid.– Notables medidas legislativas.– Los enemigos del sistema representativo dentro y fuera de la Asamblea.– Lo que alentaba sus esperanzas.– Actos sospechosos del rey.– Incomprensible ceguedad de los diputados.– No conocieron ni al rey ni al pueblo.– Tenebrosas prisiones de los diputados más ilustres.– Ciérrase el edificio de las Cortes.– Tumulto popular.
Volviendo a la marcha de la regeneración política, no se veían en ella síntomas de tan próspero desenlace como en la guerra. Verdad es que del término de ésta esperaban su triunfo los enemigos de aquella.
No extrañamos que en las primeras sesiones de las Cortes ordinarias se advirtiera cierta languidez y desánimo, ya por la ausencia de bastantes diputados, retraídos por la reproducción y los estragos de la peste, e interesados en que se trasladara el Congreso a otra parte; ya porque las Extraordinarias y Constituyentes parecía haber dejado terminada en todo lo sustancial la obra política; y ya porque los enemigos de las reformas, que eran muchos en estas Cortes, esperaban más de otros sucesos que de los debates parlamentarios. Los autores de la Constitución habían incurrido en el mismo error que los constituyentes franceses, inhabilitándose ellos mismos para ser diputados hasta mediar una legislatura, lo cual honraba mucho así a aquellos como a éstos, como prueba de abnegación individual, pero era grandemente expuesto como medida política, porque una asamblea enteramente nueva, y sin un núcleo más o menos numeroso de otra anterior, y más cuando una nación empieza a constituirse, puede conducir a inconvenientes muy graves. Experimentáronse éstos en la Asamblea legislativa francesa, y en España se remedió en parte con el acuerdo, no muy constitucional, de que se llenaran con diputados de las Extraordinarias los huecos de los recién nombrados que no habían concurrido.
Merced a esta medida y a este elemento, se vio el fenómeno de que, siendo numéricamente mayor en las Cortes ordinarias el partido anti-reformista, y también más osado, por la audacia que los sucesos de fuera le infundían, todavía prevaleciera en ellas el espíritu reformador de las Constituyentes, y que parecieran herederas suyas. La mayor práctica, y también la mayor elocuencia de los diputados liberales, que aun entre los nuevos los hubo que se mostraron desde el principio fáciles y vigorosos oradores, arrastraba a los que no eran decididos antagonistas de las reformas, y llevaba tras sí la mayoría. Así se explica que a pesar de ostentarse ya tan descarados y audaces los enemigos del sistema constitucional, se hicieran todavía en estas Cortes, principalmente en su segunda legislatura, abierta ya en Madrid, leyes y reformas tan radicales y atrevidas, tanto en materias administrativas y económicas, como en asuntos de legislación civil y del orden político.
Pertenecen al primer género, el arreglo de las secretarías del Despacho, los trabajos incoados para la reforma de aduanas y aranceles en el sentido de libertad comercial y fundada en los mismos datos presentados por el ministro de Hacienda, el desestanco del tabaco y de la sal, y otras de esta índole. Tanto la legislación mercantil, como la civil y la criminal, habrían recibido utilísimas y trascendentales modificaciones, si las circunstancias hubieran dado tiempo a las ilustradas comisiones encargadas ya de redactar los códigos respectivos, para dar cima a los trabajos que con laudable celo emprendieron. La ley de beneficencia militar, hecha para la recompensa y alivio de los que se hubieran inutilizado en el servicio de las armas, con sus casas de depósito de inválidos, su libro de defensores de la patria, sus columnas de honor, sus medios y arbitrios para asegurarles la subsistencia, su repartición de terrenos baldíos, y su preferencia para los empleos que pudieran desempeñar, fue una medida altamente honrosa para sus autores, y en lo cual difícilmente ha podido aventajarlos gobierno ni asamblea alguna.
En punto a recompensar y honrar a los defensores de la patria que habían vertido su sangre por ella, y perpetuar en la posteridad por medio de símbolos y monumentos públicos la memoria de los hechos heroicos de la guerra de la Independencia, no es posible llevar el celo patrio más allá de donde le llevaron estas Cortes. El premio decretado a la familia del inmortal Velarde, la erección de una pirámide en el Campo de la Lealtad, donde se encerraran las cenizas de los mártires de nuestra gloriosa insurrección, la solemnidad cívico-religiosa con que se había de celebrar cada año y perpetuamente la pompa fúnebre del Dos de Mayo, las estatuas, medallas e inscripciones que habían de trasmitir a las generaciones futuras los nombres y los actos de los más insignes patricios, los certámenes abiertos en las reales Academias para proponer los medios mejores de perpetuar las glorias nacionales, y de restituir a la nación las riquezas históricas y monumentales que nos habían sido arrebatadas, fueron asuntos en que se emplearon con una fe y un afán que excede a todo encarecimiento las Cortes ordinarias de 1813 y 1814.
Entre las medidas del orden político que dictaron estas Cortes hay dos que nos han parecido siempre muy notables, y que demuestran, de una parte la resolución y firmeza que en medio de las conspiraciones y peligros que tenía ya encima animaban al partido liberal, y de otra la persuasión en que parecía estar de que aquel orden de cosas había de ser duradero y estable. Fue una de ellas la creación y reglamento de una Milicia nacional local para mantener el orden y la seguridad pública en los pueblos, perseguir los malhechores y otros objetos semejantes. La creación pudo haber sido útil para sus fines en otras circunstancias, pero el acuerdo era ya tardío. Fue la otra la designación del patrimonio del rey, la dotación de la real casa, y el nombramiento de una comisión de las Cortes que señalara los terrenos y palacios que debían pertenecer al dominio privado del monarca, los que habían de destinarse para su recreo, y los que habían de quedar fuera de la masa del patrimonio, y correr a cargo de la junta del Crédito público. Resolución atrevida en los momentos en que se contaba ya próximo el regreso del rey, y de la cual sin duda en su interior se felicitaba el bando absolutista, conocedor de la predisposición de ánimo en que aquél venía, y alegrándose de que se le deparara un nuevo y reciente motivo para el golpe que ya esperaba contra el sistema constitucional.
Lo singular es que al lado de estas medidas que aparecían y podían tomarse por revolucionarias o poco monárquicas, se veía a aquellas mismas Cortes afanarse por mostrar su adhesión a la persona de Fernando, entusiasmarse con el menor anuncio de su regreso a España, celebrar con regocijo y dar conocimiento al público de la comunicación más insignificante que de él se recibiera en el Congreso, leyéndose en sesión solemne y acompañando de aplausos su lectura, acordar cuanto creían pudiera darle popularidad y prestigio, con tal afán, que en otras circunstancias hubiera parecido de parte de una asamblea popular un monarquismo exagerado. Verdad es que este monarquismo llevaba como inoculado en sus entrañas un pecado que había de ser imperdonable para el rey, el de ser un monarquismo constitucional. La cláusula de no reconocer los tratados hechos con otros soberanos sin la aprobación de las Cortes del reino, y de no prestarle obediencia hasta tanto que no jurara la Constitución en el seno de la representación nacional, es la clave que explica la conducta de Fernando VII con las Cortes, que nos toca juzgar ahora. Y vamos a ver el desenlace de la revolución política.
Ni puede negarse, ni era extraño, sino cosa muy natural, que la idea liberal y el sistema representativo sobre ella fundado en la Isla de León, tuviese, como todo sistema que destruye una organización social antigua, muchos y muy poderosos enemigos dentro y fuera de la representación nacional. Muchos y muy eruditos diputados habían combatido en el seno de las Cortes, en uso de un derecho legítimo, y con laudable valentía y franqueza, las reformas políticas, y defendido con vigor las doctrinas del antiguo régimen. La causa del absolutismo había tenido muy desde el principio defensores ardientes y nada cobardes en la imprenta, arma también legal, aparte del abuso que frecuentemente de ella hacían. Por otra parte habíanse descubierto conspiraciones clandestinas encaminadas a derribar el edificio constitucional que se estaba levantando. Clases enteras, perjudicadas con las reformas, y todavía muy influyentes, no habían ocultado su oposición y resistencia a las innovaciones que destruían sus privilegios. Nadie podía extrañar esta lucha, muy propia en los períodos de una trasformación social, en que se atacan convicciones muy firmes, se alarman creencias muy arraigadas, y se trastornan intereses muy antiguos. Pero de todo había ido triunfando el espíritu reformador, y el través de tantos obstáculos la obra de la regeneración se había ido levantando, en proporciones más gigantescas de lo que el cimiento de la antigua sociedad permitía para la seguridad y solidez de tan vasto y alto edificio.
Observábase, no obstante, que cuanto más parecía deber consolidarse la obra política, cuando potencias extrañas como la Prusia, imitando el ejemplo de Rusia y Suecia, reconocían como legítimas las Cortes españolas y la Constitución por ellas formada; cuando se veía próxima la feliz terminación de la guerra; cuando se consideraba, no solo probable, sino inmediato y casi seguro el regreso a España del desterrado en Valencey, entonces se mostraba más animoso y osado el partido enemigo de las nuevas instituciones; entonces se atentaba con brutal audacia a la vida de un ilustre diputado de los oradores más distinguidos de la escuela liberal; entonces se dejaban ver emisarios sospechosos venidos de Francia, fingidos generales, y otros misteriosos personajes, que se decían instrumentos de otros más elevados, provistos de documentos más o menos auténticos, e investidos de misión especial para trastornar lo existente; entonces se descubrían conjuraciones en que entraban generales españoles, consejeros y ex-regentes del reino; entonces se denunciaban planes oscuros y tenebrosos para el mismo fin; y entonces se atrevía un diputado sin nombre, pero a quien se suponía eco de otros de más cuenta, a proclamar con ruda solemnidad en pleno Congreso, que Fernando VII había nacido con derecho a ser rey absoluto de España, y que con este mismo derecho y en ejercicio de él volvería a ocupar el trono de la nación española.
¿Qué era lo que alentaba las esperanzas de los que no habían tenido en cuatro años ni fuerza ni habilidad para impedir que se levantara el nuevo edificio político, cuando eran contados los artífices, pocos los auxiliares, y escasos los elementos necesarios para la construcción de la obra, y ahora que estaba acabada y eran ya muchos los interesados en sostenerla, confiaban en que de repente la habían de ver derrumbarse y venir al suelo? ¿Era fundada la sospecha de unos y la confianza de otros en el cautivo de Valencey? La lógica y la razón parecía repugnarlo, pero los hechos vinieron pronto a acreditar que respecto a Fernando nada se podía tener por inverosímil. Cuando Napoleón, viendo ya definitivamente perdida su causa en España, y conviniéndole la paz con esta nación para resistir a las potencias confederadas del Norte, entabló tratos con el prisionero de Valencey, indicándole estar dispuesto a volverle la corona a condición de que fueran arrojados de España los ingleses que estaban fomentando en ella la anarquía y el jacobinismo, Fernando mostró al pronto cierta prudente cautela, y aun cierta apariencia de dignidad, así en la contestación que dio al negociador conde de Laforest, como en su carta a Napoleón. Mas ni en uno ni en otro documento nombraba siquiera las Cortes. «Si el emperador, decía en el uno, quiere que yo vuelva a España, trate con la Regencia.» «Si V. M. I., decía en el otro, quiere colocarme de nuevo en el trono de España, puede hacerlo, pues tiene medios para tratar con la Junta.» ¿Qué significaba esta denominación de Junta en boca del rey de España? ¿Ignoraba Fernando que había unas Cortes generales? ¿Les daba el nombre de Junta por ignorancia de la ciencia y de la nomenclatura política, o se le daba como indicio de no reconocer la representación nacional? ¿No tendrían razón las Cortes en sospechar que tan impropio lenguaje envolvía ya una protesta, o un propósito de no reconocer su poder?
A los pocos días aquella prudente cautela desaparece, y desaparece también aquella apariencia de dignidad, que se conoce no eran sus cualidades normales, puesto que sin consultar ni con las Cortes, ni con la Regencia siquiera, ajusta con Napoleón un tratado de paz, en que estipula y se compromete, entre otras cosas, a hacer a los ingleses evacuar el territorio español, y a devolver a los españoles adictos al rey José, y que le habían seguido y obtenido de él empleos, todos sus honores, derechos y prerrogativas. ¡Desprecio insigne, o provocación atrevida a la representación nacional! ¡Ingratitud abominable al gobierno y al ejército británico que tanto habían contribuido a salvarle la corona! ¡Insulto manifiesto a la lealtad española, nivelar los que habían sido infieles al rey y traidores a la nación con los que se habían sacrificado por su rey y por su patria!
Reconociendo, no obstante, que el tratado necesita la ratificación del gobierno español, despacha uno tras otro dos comisionados al efecto. El primero trae las instrucciones reservadas del rey. En ellas se reflejan el carácter y los sentimientos de Fernando: allí están estampados sus pensamientos íntimos. Ruboriza leerlas. Ese rey por quien tanto han hecho la Regencia y las Cortes, sospecha de la lealtad de las Cortes y de la Regencia, y consigna en un documento esta horrible injuria. Ese rey, que al pactar él solo con Napoleón le ha repetido humildemente que está siempre bajo la protección de S. M. I. y que siempre le profesa el mismo amor y respeto, dice en las instrucciones reservadas que cuando se halle en España cumplirá el tratado si le conviene, y si no le conviniese, le declarará nulo, y dirá que le firmó forzado y estando cautivo. Y ese rey que tales intenciones abriga respecto al emperador, cuando le vuelve la corona y la libertad, recela que si la Regencia las conoce, sea tan desleal que las denuncie al emperador. ¡Qué nobleza de sentimientos! ¡Qué grandeza de alma!
¿Quién aconseja y guía a Fernando en Valencey, al tiempo que va a dejar de ser príncipe cautivo, y cuando Napoleón le vuelve el cetro de rey que antes le arrebató, y las Cortes y la nación española le esperan ansiosas para ceñirle la diadema de que él se desprendió y ellas recogieron y le han conservado? Aunque la historia no nos lo dijera, fácil era adivinar que los consejeros de Fernando en Valencey eran los mismos, y no podían ser otros que aquellos fatales y desdichados consejeros que por tan torcidas sendas y tan oscuros laberintos le habían guiado en el Escorial, en Aranjuez, en Madrid, en Bayona y en Burdeos, en todas las etapas de su desventurada carrera.
¿Se podía extrañar que el duque de San Carlos, portador del tratado, fuese en Madrid blanco de sátiras y burlas populares, y objeto de críticas punzantes y amargas? ¿Y qué efecto podía suponerse o esperarse que haría en la Regencia la presentación de aquel documento? ¿Podía olvidar la Regencia, o estaba por ventura en sus atribuciones hacer caso omiso del decreto de las Cortes generales y extraordinarias no reconociendo la validez de pacto, estipulación, ni acto alguno que celebrara el rey mientras estuviese en cautiverio, y en tanto que no se hallara en el libre ejercicio de su autoridad en el seno de la representación nacional? La Regencia en su contestación a la carta de Fernando, no solo le recordó, sino que le trasmitió copia de este decreto. Como un rasgo de entereza y de dignidad han considerado unos este escrito de la Regencia; de necio arranque de soberanía y constitucionalismo le han calificado otros; por otros ha sido mirado como el cumplimiento indeclinable de un deber. De todos modos era la aceptación de un reto; era recoger el guante arrojado por Fernando.
Para éste y para todo el bando absolutista eran ya infructuosas todas las protestas de adhesión a la persona del rey que la Regencia hacía en su respuesta. Era ya inútil que le llamase el amado y el deseado de toda la nación. Era excusado que «se congratulara de ver ya muy próximo el día en que lograra la inexplicable dicha de entregar a S. M. la autoridad real que conservaba en fiel depósito mientras duraba su cautiverio.» A pesar de estas frases, los absolutistas veían en la contestación de la Regencia una provocación, y se alegraban en ello, al modo que los constitucionales la habían visto en la carta de Fernando. Además la Regencia, en respuesta a otra carta del rey le recordaba su decreto de Bayona, en que ofreció el restablecimiento de las Cortes para hacer libre a su pueblo, ahuyentando del trono de España el monstruo feroz del despotismo. Recuerdo que implicaba un cargo severo y grave, y una especie de acusación, no muy disfrazada, de inconsecuencia.
¿Pero era la Regencia sola a quien así se le representaba sospechoso el proceder de Fernando? ¿Cómo le consideró el Consejo de Estado consultado por las Cortes? ¿Cómo le consideraron las Cortes mismas? Aquél y éstas le miraron como un desafío a la Constitución y a la representación nacional, y resueltos uno y otras a aceptar el combate, y a perder antes su vida política que consentir en que pereciera la conquista de la libertad y de las instituciones a manos del mismo a quien a costa de sacrificios habían conservado la corona y el trono, dieron el famoso decreto de 2 de febrero de 1814; decreto en que se reproducía el de 1.º de enero de 1811, que declaraba no se reconocería por libre al rey ni se obedecería su autoridad, hasta que en el seno del Congreso nacional prestara el juramento prescrito en el artículo 173 de la Constitución. Ordenábase en él que la Regencia tomara las convenientes disposiciones para que al llegar el rey a la frontera de España le fuera presentada una copia, juntamente con un escrito en que se instruyera a Su Majestad del estado de la nación y de sus sacrificios para asegurar la independencia nacional y la libertad del monarca. Mandábase que no se permitiera entrar con él ningún español que hubiera obtenido gracia o empleo del rey intruso. Había de señalársele la ruta que habría de seguir hasta llegar a la capital del reino. El presidente de la Regencia, que saldría a recibirle, le presentaría un ejemplar de la Constitución. El primer acto del rey a su llegada a la capital sería venir en derechura al salón del Congreso para jurar aquel Código con las solemnidades que se prescribían, hecho lo cual se le entregaría el gobierno del reino, conforme a la Constitución.
Reconociendo las Cortes la suma gravedad de este decreto y la inmensa trascendencia de tan fuertes medidas, acordaron redactar y publicar un largo, razonado y elocuente manifiesto, dando cuenta y satisfacción a España y a Europa de los motivos poderosos que las impulsaban a proceder de aquella manera; documento notable, que respiraba al mismo tiempo nobleza, energía, dignidad, patriotismo, independencia, y amor al principio monárquico y a la persona misma del monarca. Mas todo esto no alcanzaba ya a cortar ni aun a templar la viva lucha que se había empeñado entre los dos opuestos partidos. Por fuera se descubrían y denunciaban nuevas conspiraciones. En la asamblea un diputado proclamaba descaradamente a Fernando VII rey absoluto; y otro diputado, órgano elocuente del partido liberal, proponía que se declarara traidor a la patria y reo de muerte a todo el que intentara alterar o modificar en lo más mínimo la Constitución.
Los realistas no solamente no rehuían esta lucha, sino que la provocaban y atizaban, buscando y estudiando cómo exasperar a las Cortes y a la Regencia, procurando que se lanzasen y precipitasen con sus acuerdos y declaraciones a un terreno en que se hicieran odiosas al rey. La Regencia y los diputados liberales, más francos y menos maliciosos que sus adversarios, más entusiastas que previsores, más confiados que suspicaces, obraban con la energía que da la fe en los principios que se profesan, y con la entereza que inspira la convicción de la legalidad de la causa que se sostiene. ¿Pero supieron unir la prudencia a la energía? ¿Comprendieron bastante la predisposición y la actitud del rey, el delirio del pueblo español por su idolatrado Fernando, la fuerza que a su poder daría el aura popular, la que encontraría en las masas, más apegadas al antiguo régimen que conocedoras de las ventajas de las nuevas instituciones, y la que hallaría en las clases influyentes perjudicadas por las reformas, y midieron bien sus fuerzas para el caso de tener que luchar contra todos estos elementos? Y dado que lo hubieran comprendido, ¿podían la Regencia y los Cortes relevarse de sostener con firmeza el depósito constitucional que la nación legítimamente representada les había confiado? Este es el problema que cada cual resolvía entonces y ha resuelto después según su particular criterio.
Devuelta a Fernando su libertad, sin condiciones, por la necesidad aún más que por la voluntad de Napoleón, escribe aquél a la Regencia anunciándole su próximo regreso a España. Y como en la carta hiciese no más que una embozada indicación del restablecimiento de las Cortes y de aprobación de lo hecho durante su ausencia «que fuese útil al reino,» bastó esto para que las Cortes enloquecieran con la lectura de esta carta, y la hicieran imprimir y circular profusamente, y mandaran cantar un solemne Te Deum en todos los templos, y que se preparara el nuevo salón de Cortes para la ceremonia del juramento de la Constitución. Pisa Fernando el territorio de España, rodeado de sus fatídicos consejeros: ¡suceso feliz, con ansia deseado de todos los españoles! ¡momento dichoso, que compensa los sacrificios innumerables hechos por un pueblo durante seis años! Pero llega a Gerona: recibe allí la carta de la Regencia con el decreto de las Cortes de 2 de febrero, y desde allí contesta a la Regencia, dándole cuenta del buen estado de su salud; mas ya no mencionaba siquiera las Cortes. Y sin embargo, aquellas Cortes, cuyo monarquismo se ha querido negar, y cuyo candor no es fácil comprender, recibieron y celebraron aquella carta con el mismo júbilo, y también la publicaron por extraordinario, y dispusieron que se cantara otro Te Deum, y ordenaron que se erigiera un monumento que inmortalizara la venida de Fernando, y propusieron que se le denominara siempre con el sobrenombre de El Aclamado.
Y Fernando torcía y variaba la ruta que le habían designado las Cortes; y en cada pueblo que pernoctaba se celebraba consejo para debatir el punto de si debería o no jurar la Constitución; y sus más íntimos consejeros y privados opinaban franca y abiertamente por la negativa; y el presidente de la Regencia cardenal de Borbón, que en nombre y representación del gobierno constitucional se había adelantado a recibirle y felicitarle, era tratado por el monarca con brusco y repulsivo desdén; y la llegada de Fernando a Valencia era solemnizada por el capitán general haciendo que sus tropas juraran sostenerle como rey absoluto; y a aquella ciudad afluían los personajes de todas las provincias más conocidos por sus ideas reaccionarias; y allí se celebraban conciliábulos para acabar con el sistema liberal; y allí un periódico desembozadamente enemigo de este sistema instigaba con descarada franqueza a Fernando a que proclamara su absoluta soberanía{1}; y allí acudía un diputado a poner en las manos del rey la famosa representación de los sesenta y nueve persas, haciendo el elogio de la monarquía absoluta, e induciéndole a anular la Constitución de Cádiz y las reformas; y allí en fin se cargaba de electricidad la nube de que había de desprenderse el rayo que instantáneamente había de reducir a polvo el árbol de la libertad.
Y en medio de estos hechos, casi todos públicos, si acaso cubierto alguno con muy trasparente velo, la mayoría liberal de las Cortes continuaba dirigiendo cartas de plácemes al rey, ponderándole su inquieta ansiedad por trasferirle cuanto antes las riendas del gobierno, y su esperanza de verle labrar la felicidad de la monarquía tomando por norma la Constitución política que la nación había jurado; cartas a que Fernando no se dignaba contestar: y nombraba una comisión del Congreso, presidida por el obispo de Urgel, que saliera a cumplimentar al monarca y ofrecerle el homenaje de sus respetos en el camino de Valencia a Madrid: y trasladábanse las Cortes al nuevo salón de sesiones para dar más solemnidad al acto del juramento del rey ante la representación nacional; y designaban para esta traslación el memorable Dos de Mayo, aniversario del glorioso alzamiento de la nación española; y la traslación se verificó, confundiéndose las descargas de la artillería, y el fúnebre sonido de las campanas, y las oraciones y responsos por los mártires de la libertad y de la independencia, con los discursos de los diputados, que parecía no sospechar, ni de los hechos anteriores, ni de esta fatídica coincidencia, que asistían al mismo tiempo a los funerales de las ilustres víctimas del Dos de Mayo y a las vísperas de las exequias del gobierno representativo. Inconcebible parece tanta confianza, tanta candidez, y tanta dosis de buena fe.
Encamínase el rey desde Valencia a Madrid, acompañado de los infantes y de la pequeña corte de Valencey. El presidente de la Regencia y el ministro de Estado han sido alejados de real orden. A la presencia de Fernando en los pueblos caen derribadas en las plazas públicas a manos de la frenética y delirante muchedumbre las lápidas de la Constitución. La diputación de las Cortes es desdeñosamente rechazada y no logra ser recibida por Fernando el Aclamado. Esto era poco todavía. Era menester que el plan que tenebrosamente se había preparado, tuviera su complemento y se consumara en medio de las tinieblas de la noche.
En las altas horas de la del 10 al 11 de mayo, cuando los diputados de la nación se hallaban entregados al sueño de la confianza, el nuevo capitán general de Madrid, nombrado secretamente por el rey, entrega al presidente de la Asamblea nacional el pliego que contenía el célebre decreto y manifiesto fechados el 4 de mayo en Valencia, en que Fernando VII de Borbón, el Deseado, declaraba ser su real ánimo no reconocer ni jurar la Constitución, ni decreto ni acto alguno de las Cortes, considerándolos todos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubieran pasado jamás tales actos, y se quitaran de en medio del tiempo; y en que mandaba que cesaran las Cortes, y se recogieran todas sus actas y expedientes, declarando reo de lesa majestad, y como tal incurso en pena de muerte al que intentara impedir esta su soberana resolución.
Y entretanto, en el tenebroso silencio de aquella misma noche, otros ejecutores de aquella autoridad militar iban arrancando de sus lechos y encerrando entre bayonetas en oscuras prisiones y lóbregos calabozos los más ilustres personajes y más comprometidos por el régimen constitucional, ex-regentes del reino, ministros, distinguidos diputados, oradores elocuentes, literatos y hasta artistas insignes. Y con aquel decreto, y con estas prisiones, y con las instigaciones de personajes fatídicos y furibundos buscados al efecto, desbórdase y se desenfrena al siguiente día el populacho de Madrid, y a los gritos de: ¡Viva el rey absoluto! se ensaña contra los hombres del partido liberal, hasta contra los ilustres presos, destroza con brutal fiereza los emblemas, símbolos e inscripciones que representan la Constitución y la libertad, y hasta los ornamentos y el menaje material del salón de las Cortes. En tales momentos aparece en los parajes públicos el famoso Manifiesto de Valencia de 4 de mayo, hasta entonces misteriosamente oculto. Y en tal estado, abolida la Constitución, encarcelados los diputados constitucionales, orgullosos y desatentados los absolutistas, desencadenada la plebe contra toda persona y todo signo que tuviera tinte de liberal, hace Fernando el Deseado su entrada pública en Madrid, en medio de las aclamaciones frenéticas de las turbas, y se sienta en el trono que él había perdido y le habían recobrado y conservado a costa de seis años de sacrificios aquellos mismos hombres que de orden suya y por premio de sus servicios gemían sepultados, como criminales y forajidos, en fétidas mazmorras.
XVIII.
Reflexiones político-filosóficas sobre todo este periodo.– Síntomas de la despótica dominación de Fernando.
Al considerar la manera cómo se desplomó y vino al suelo el edificio constitucional a tanta costa levantado, agólpanse a la mente del historiador multitud de reflexiones, halagüeñas y consoladoras unas, tristes y melancólicas otras, cuya exposición podrá no ser inútil para los fines que en el pensamiento y en la ejecución de esta obra nos hemos propuesto.
De las reflexiones que suministra el examen de este período de nuestra historia, corto en extensión, pero grande en importancia, descartemos ya, o por obvias o por repetidas, las que se desprenden del espectáculo grandioso y del ejemplo sublime que ofreció a los ojos del mundo y a la contemplación de la posteridad una nación pobre y abatida por vicios y errores de sus envejecidos sistemas de gobierno, víctima de su candidez y de su lealtad en los tratos y compromisos exteriores, invadida por todas partes con engaño y con perfidia por un enemigo que pasaba por omnipotente, abandonada de sus reyes y de sus príncipes, humilde y cobardemente prosternados a las plantas del invasor, sola en medio de su enflaquecimiento, pero altiva, noble, independiente y digna, que al apercibirse de la iniquidad con que se intenta esclavizarla, recobra súbitamente su energía proverbial de antiguos siglos, y se levanta imponente y fiera, a vengar su altivez ofendida, su nobleza insultada, su dignidad escarnecida, su independencia amenazada, y proclamando su libertad, su religión, sus reyes y sus fueros, y como el que vuelve de un prolongado letargo en todo el lleno del vigor y de la robustez, se hace instantáneamente guerrera; y sin consultar ni medir la desigualdad de sus fuerzas, acomete a sus poderosos enemigos; vence a los invencibles; sufre descalabros y no se desalienta; se desangra, pero no desfallece; ni la adormecen los triunfos, ni las derrotas la intimidan; enseña a las demás naciones a dónde puede llegar la resistencia de un pueblo; demuestra que el coloso que ha subyugado a Europa puede ser abatido; acredita que Sagunto y Numancia reviven en Zaragoza y Gerona; hace ver que la sangre de los Viriatos, de los Pelayos y de los Guzmanes corre aún por las venas de los españoles; en seis años de ruda lucha contra los franceses compendia el drama heroico de ocho siglos contra los sarracenos; arroja en fin a aquellos como a éstos de su suelo; arrolla al gigante, y se le entrega vencido a los soberanos de Europa para que puedan encadenarle; castiga y venga la perfidia; saca ilesa su dignidad; se hinche de gloria; afianza su independencia, asegura su libertad, y saca de la esclavitud a su rey; enseña por último a los usurpadores y tiranos a respetar la dignidad y la libertad de los pueblos; a los pueblos a defender su patria, su libertad y sus leyes contra los tiranos y los usurpadores.
Mas no son ya las reflexiones que de este gran suceso se desprenden las que ahora nos proponemos exponer: son las que nacen del modo como se hizo y del modo como terminó la revolución política de España en este período de sacrificios patrióticos y de glorias militares: del modo como se levantó y como se hundió el alcázar de sus franquicias; del modo cómo se condujeron entre sí los nuevos y los antiguos poderes; del modo cómo comenzó y concluyó la lucha entre el partido reformador y el partido enemigo de las reformas.
España, la nación que había precedido a todas en la carrera de las libertades, haciendo entrar el elemento popular como parte integrante en la máquina de la gobernación del Estado; España, que por un rudo golpe de despotismo de sus reyes había perdido en el siglo XVI las instituciones libres que casi de inmemorial tiempo había venido disfrutando: España, que desde aquel golpe fatal llevaba tres siglos regida por la voluntad absoluta de sus reyes, y oprimida y ahogada por el brazo de hierro del poder inquisitorial que había reemplazado a las antiguas Cortes; España, que desde aquel tiempo se había ido rezagando en el camino de la civilización, y marchaba perezosamente y como entrabada, detrás y a mucha distancia de otras naciones, emprende resueltamente y acomete con intrepidez, en medio de una guerra mortífera y con ocasión de ella, la obra de su regeneración política, civil y social, y llevándola a cabo con rapidez asombrosa, en menos de tres años de trabajos legislativos recobra el atraso de tres siglos de opresión y de oscuridad, y en punto a instituciones se pone al nivel de los pueblos más avanzados, y delante de otros que antes la precedían. Las libertades de Castilla y Aragón que murieron en el siglo XVI en Villalar y en Zaragoza, resucitan en el siglo XIX en Cádiz, aunque con formas nuevas, y acrecidas con lo que se ha tomado de recientes y vecinas revoluciones.
Es el período de la vida de España al que nos referíamos cuando dijimos en nuestro Discurso Preliminar: «Verémosle mas adelante (al pueblo español) aprender en sus propias calamidades, y dar un paso avanzado en la carrera de la perfección social; amalgamar y fundir elementos y poderes que se habían creído incompatibles, la intervención popular con la monarquía, la unidad de la fe con la tolerancia religiosa, la pureza del cristianismo con las libertades políticas y civiles; darse, en fin, una organización, en que entran a participar todas las pretensiones racionales y todos los derechos justos. Veremos refundirse en un símbolo político, así los rasgos característicos de su fisonomía nativa, como las adquisiciones heredadas de cada dominación, o ganadas con el progreso de cada edad. Organización ventajosa relativamente a lo pasado, pero imperfecta todavía respecto a lo futuro, y al destino que debe estar reservado a los grandes pueblos según las leyes infalibles del que los dirige y guía.»
Con nuevas formas, hemos dicho. Y en efecto, no era el Código político de Cádiz la reproducción de las antiguas libertades españolas ni de las leyes fundamentales de la monarquía, en la forma que en otro tiempo las había tenido, y de esto se ha hecho un grave cargo a los legisladores de la Isla. El cargo no carece de fundamento, pero se ha exagerado. Porque no creemos conveniente ni oportuno, dado que sea realizable y posible, ni en la esfera de la organización política, ni en la esfera de la legislación, como ni en la de las ciencias y las letras, resucitar antiguas instituciones con las mismas añejas formas que revestían, puesto que cada época y cada edad tiene las suyas propias, consecuencia y resultado indeclinable del conjunto que constituye la fisonomía social y variable de cada tiempo. Por eso no extrañamos, y lo hemos dicho ya, que los legisladores españoles de 1812 tomaran las formas liberales de la sociedad moderna, del siglo en que vivían, y de la nueva escuela cuya tribuna tan recientemente y tan cerca de nosotros se había levantado. Pero creemos también que no es prudente romper súbitamente y de lleno con las tradiciones de un pueblo, y en este punto nos asociamos a los que censuran a los reformadores de Cádiz, por no haber conservado más del carácter y del mecanismo de las Cortes antiguas de Castilla.
¿Por qué una sola Cámara, y no al menos dos estamentos, dando representación aparte a los brazos que en lo antiguo la habían tenido? ¿Por qué no haber hecho la convocatoria del modo que la Central la había acordado y la tenía extendida y dispuesta? ¿Por qué esta esquivez y este desaire a la nobleza y el clero, clases que tanta influencia venían ejerciendo de antiguo, que tan influyentes y poderosos eran todavía, y a quienes tanto habían de afectar las reformas? ¿Por qué hacerlas desde el principio adversarias de las innovaciones, cuando la necesidad exigía, y la política y la prudencia aconsejaban procurar, si no su cooperación, por lo menos su aquiescencia? ¿Por qué seguir en esto el ejemplo de la Asamblea Constituyente de Francia, y no el de Inglaterra en su revolución de 1668, y sobre todo el que ofrecía la historia de nuestra patria? ¿Cómo olvidaron que con la expulsión de los nobles se experimentó en el siglo XVI el gran quebranto que sufrieron las Cortes y las libertades de Castilla? ¿Y quién sabe si al volver el desterrado de Valencey se hubiera atrevido a derribar una Constitución fundada en los antiguos usos, costumbres y tradiciones españolas? Y dado que aun así lo hiciese, ¿habría encontrado tantos que aplaudieran su obra de destrucción y le ayudaran a ella? ¿Y qué colorido de razón habría podido dar entonces a su rudo golpe de Estado? Pero la densa atmósfera que se había formado en el recinto de Cádiz no dejaba ver a los legisladores el horizonte del resto de España.
Otro de los pretextos, o si se quiere fundamentos, que sirvieron de apoyo al rey y a sus consejeros para matar repentinamente la Constitución y todas sus derivaciones, fue el espíritu excesivamente democrático que predominaba en aquel código, y las inconsideradas restricciones puestas al poder real. Ya hemos indicado en otra parte que confesamos y deploramos este defecto, que encerraba un germen peligroso de muerte, pero que sin intentar justificarle encontramos poderosas causas para disculparle, o para atenuarle al menos. No necesitamos buscarlas en el ejemplo y contagio de la filosofía enciclopédica y revolucionaría de la nación vecina, aunque no fuera del todo extraño su influjo. ¡Qué diferencia entre la obra política de los españoles de principios del siglo XIX y la obra política de los franceses de fines del siglo XVIII! ¿Dieron por ventura entrada nuestros legisladores en su código a los sueños de los filósofos, y a las utopías peligrosas, y a las máximas disolventes de los enciclopedistas? ¿Se dio aquí culto a la Diosa Razón? ¿Se representaron en el santuario de las leyes españolas las escenas escandalosas del feroz populacho de París? ¿Atronó acaso el salón de nuestras Cortes la horrible vocinglería de las turbas, le alumbró la tea incendiaría conducida por desgreñadas mujerzuelas y por desalmados asesinos y matones, y manchó su pavimento la sangre destilada de las cabezas de los diputados paseadas en las puntas de las picas?
En lugar de estos trágicos y repugnantes tumultos, ¿no se discutieron libre, pacífica y razonadamente, si bien a veces con la vehemencia y con el calor propio de los debates políticos, los principios y las doctrinas de cada escuela y de cada sistema? En lugar de deificarse a la Razón, ¿no se proclamó y consignó la unidad de la Religión Católica, declarándola única verdadera, con prohibición del ejercicio de cualquiera otra? En lugar de la república democrática en su más vasta acepción, ¿no se tomó por base y fundamento de la ley constitucional el principio de la monarquía hereditaria con la persona y la dinastía reinante? En lugar de enviar al cadalso un rey inocente, ¿no se guardó en sagrado e inviolable depósito la corona real para un monarca que se había desprendido de ella trasfiriéndola a las sienes de un soberano extranjero y enemigo? ¡Qué diferencia, repetimos, entre la obra política de los franceses de fines del siglo XVIII y la obra política de los españoles de principios del siglo XIX!
No hay pues que ir a buscar en el influjo y contagio de extraños ejemplos, aunque alguno les concedamos, las causas del matiz democrático que se dio al símbolo de Cádiz, y de las restricciones inmoderadas que se pusieron al ejercicio del poder real. Dentro de la misma nación existían sobradas causas que influyeran en aquel sentido en el ánimo de los legisladores. Las calamidades que se sentían, la revolución que a consecuencia de ellas había estallado, el conflicto en que el reino se encontraba, provenían de abusos, de tiranías y de flaquezas de la corona, de las demasías de un reciente favoritismo aborrecible y aborrecido, de las debilidades incomprensibles e injustificables de unos príncipes, cuando menos excesivamente imbéciles o cobardes, ya que a juicio de hombres sensatos no mereciera el nombre de abyección u otro más duro su comportamiento. Legislábase bajo la impresión de estas ideas: tratose de curar la herida que dolía más; y se procuró precaverse contra el brazo y contra el arma que la había hecho. Túvose presente lo que era y lo que podía esperarse del pueblo. Se conocía al que estaba lejos, y se desconocía al que tenían delante. Los legisladores midieron las ideas del pueblo por las suyas propias, y queriendo hacer una monarquía templada, hicieron una república con formas de monarquía. Para lo que merecía el proceder del rey, conserváronle demasiados derechos; para lo que exigía una monarquía constitucional, cercenaron a la corona prerrogativas que le eran esenciales. Pudieron ser excesivamente benévolos con la persona que había ocupado el trono, y al mismo tiempo grandemente impolíticos enflaqueciendo el trono y dejándole sin defensa contra las invasiones del pueblo.
Dudamos mucho que con aquella Constitución se hubiera podido gobernar convenientemente, como sostienen algunos publicistas, en la suposición de que Fernando no hubiera vuelto nunca a España. Algo más nos inclinamos a creer, que si se hubiera dado a aquel código el carácter de interinidad hasta el regreso del monarca, si no se le hubiera impreso aquella inflexibilidad que solo debe llevar lo que por su índole es adaptable a todos los tiempos, tal vez habría podido salvarse mejor el principio constitucional, o al menos habría aparecido doblemente injusta a los ojos del mundo la negativa y la resistencia a una modificación razonable.
Hemos dicho que los legisladores, al organizar políticamente la nación, no conocieron bien el pueblo español de la época en que legislaban. Achaque suele ser de los hombres que descuellan por su capacidad y su ilustración ir en sus obras más allá de los tiempos en que viven. El ejemplo del Rey Sabio se ha visto reproducido en varias ocasiones. En dos cosas y bajo dos aspectos desconocieron aquellos ilustres reformadores el estado y las condiciones de su pueblo; en creerle o suponerle preparado para recibir tan radicales innovaciones, cuando ni había podido instruirse de repente, ni su educación de siglos enteros lo consentía; y en no comprender hasta dónde rayaba su delirio por Fernando VII y el efecto mágico que su nombre hacía en él.
El pueblo, que por su parte tampoco entendía de teorías constitucionales, que ni siquiera alcanzaba muchas veces la significación del moderno lenguaje político, y que no había tenido tiempo para probar los beneficios y resultados prácticos del nuevo sistema, miraba o con indiferencia o con aversión y de mal ojo reformas y novedades tan contrarias a sus hábitos y a su manera tradicional de vivir, y solo suspiraba por la vuelta de su querido Fernando, y solo soñaba en el regreso de aquel idolatrado príncipe, a quien en Madrid había compadecido como víctima del abominable Godoy, y en Valencey consideraba como mártir del tirano e impío Napoleón. En su ardiente y fanático amor a su rey, no veía en Fernando sino virtudes y perfecciones. Las noticias que a él habían llegado de abdicación de la corona, de reconocimiento del rey José, de humillaciones a Napoleón, de felicitaciones por sus triunfos en España, &c., o eran imposturas de los maliciosos liberales, o calumnias de los pícaros afrancesados, o violencias hechas por el malvado Napoleón al pobre rey preso y cautivo. Todo lo que fuera despojar de atribuciones al poder real, o amenguarlas o modificarlas por las nuevas leyes, cosa de que los ardientes realistas cuidaban de informar al pueblo con intencionada exageración, era concitar el odio de éste hacia los constitucionales.
Tales eran las disposiciones del pueblo español en general al regreso de Fernando. ¿Podía esperar el partido liberal de dentro y fuera de las Cortes que el rey viniera animado de intención más propicia y de más favorable disposición a aceptar la Constitución y las reformas? ¿Conocieron mejor los legisladores de Cádiz y de Madrid al rey que venía que al pueblo que le esperaba? ¿Tan ocultas eran sus tendencias al absolutismo, y sus intimidades con los corifeos del bando absolutista? ¿No le veían rodeado de la misma corte y de los mismos consejeros que había tenido en España? ¿No advertían el espíritu de sus cartas, ni les decía nada la calidad de los mensajeros conductores? ¿No sabían que los conspiradores realistas solo aguardaban la vuelta de Fernando para derribar por los cimientos todo el edificio constitucional? ¿No discurrían que un soberano de aquella manera dispuesto, tan pronto como se viera entre un pueblo de aquel modo preparado, tenía que hacerse omnipotente, y adquirir una fuerza irresistible?
Y si lo conocían, o lo sospechaban, ¿qué medidas, qué precauciones habían tomado para precaverlo o evitarlo? Si pensaban y habían de necesitar vencerle con la fuerza, ¿qué medios podían emplear para triunfar en esta lucha? ¿Tenían ellos acaso, ni habían cuidado de formar aquella guardia nacional entusiasta y decidida, aquellos ayuntamientos revolucionarios, aquellos clubs ardientes, aquellas masas populares ebrias del furor de libertad, de que disponían los convencionales franceses para sostener contra el empuje monárquico sus reformas y sus locuras? ¿Habían cuidado ni intentado siquiera interesar por su causa a los ejércitos y a los generales? Y si se proponían atraer el monarca con el halago o con el disimulo, ¿le significaron siquiera que estuviesen dispuestos a modificar aquellas prescripciones del código que considerase depresivas de su autoridad, o aquellas reformas de que más se hubieran resentido las clases poderosas, o que más ofendieran a las creencias o a las tradiciones populares?
En vez de esto, ¿no declararon inflexible e inmodificable aquel código, y no propusieron que se tuviera por traidor a la patria y por reo de muerte al que intentara alterar en lo más mínimo un solo artículo de la Constitución? ¿No proclamaron que no se reconocería ni obedecería a Fernando como a rey de España mientras no jurase la Constitución en el seno de las Cortes, con arreglo a un ceremonial minucioso y en algunos pormenores humillante? ¿No se le prohibió traer en su compañía extranjero alguno, aun en calidad de doméstico o criado, y no se le marcó un itinerario, como si fuese un delincuente preso y conducido por la fuerza pública? ¿Y qué precauciones adoptaron para neutralizar, ni en Valencey, ni en la frontera, ni en las jornadas del tránsito las intrigas y sugestiones de los cortesanos aduladores y absolutistas, de que sabían había estado allá, y venía acá rodeado? ¿Creían que habría de bastar una carta afectuosa de la Regencia, un Manifiesto muy patriótico, pero tardío, y enviar a Valencia al inepto cardenal de Borbón, y al poco más expedito y no más enérgico y activo Luyando? ¿Creían poner remedio a la reacción ya pronunciada de Valencia con enviar a la Mancha una pequeña comisión del Congreso al rey para tributarle homenaje, mientras los diputados decoraban y estrenaban un nuevo salón de sesiones?
Pecaron pues los legisladores de 1810 a 1814 de excesivamente cándidos e inocentes en su manera de juzgar al rey y al pueblo español, como habían pecado de inexpertos, ya en la resolución y aplicación, ya en la forma de ciertas innovaciones, plausibles en la esfera de las teorías y de los principios, peligrosas, o inconvenientes, o inoportunas en las condiciones sociales de la época y de la monarquía. Llenos de buena fe, sinceros creyentes en la bondad de sus doctrinas, sobradamente confiados en la rectitud de sus intenciones, más ilusos que suspicaces, y más honrados que previsores, no solo no adivinaron ni imaginaron siquiera cual podía ser el desenlace de aquel drama, sino que parecía ni ver los nubarrones, ni oír el rugido de la tempestad cuando la tenían ya sobre sus cabezas. Nada prepararon para guarecerse, y dejáronse arrollar por la tormenta. La verdad es, por decirlo todo, que ellos no concebían que cupiera en pecho español ingratitud tan negra y propósitos tan inicuos como los que les eran denunciados, y suponían que Fernando sería por lo menos un español hidalgo, ya que no un rey agradecido. ¡Vana ilusión de aquellos buenos varones!
Sucedió lo que a nadie ya sino a ellos pudo sorprender. Desde que Fernando puso el pié en España, se vio ya que hollaba, no el suelo de una nación libre y orgullosa de sus derechos, como los reformadores la habían querido hacer y tal vez se imaginaron que lo era, sino el de una nación fanática y esclava que adoraba humillada a un señor, y besaba la mano con que la había de encadenar. ¿A qué soberano, y más viniendo tan predispuesto a serlo en toda su plenitud, no cegaría el humo de tanto incienso, y no embriagaría el olor de una atmósfera tan embalsamada de adulación, y no fascinaría el loco entusiasmo de la delirante multitud que le aclamaba como a un Dios, y no atronaría el clamoreo de los plácemes y los vivas, y no trastornaría la vista de tantos mandarines como se disputaban la honra de sustituir a los caballos para arrastrar su carruaje? El que así era recibido de su pueblo y de su ejército, ¿podía esperarse que prefiriera ser rey constitucional a ser rey absoluto? ¿Qué monarca se detiene en la pendiente del despotismo, cuando así le empujan por ella, y le allanan y quitan todos los obstáculos en que podría tropezar? Fernando no necesitaba tanto, y no vacilo ni retardó la elección. ¿Había mostrado por ventura poseer la virtud de un santo, o por lo menos la grandeza de alma de un héroe? Resolviose pues, y abatió de un golpe la Constitución y las reformas, e inauguró su reinado con los atropellos y las iniquidades que no hemos hecho más que apuntar, y que no fueron sino el exordio de su odiosa dominación.
Pero al mismo tiempo que hemos manifestado las faltas o errores que por parte de las Cortes y de los que más contribuyeron al establecimiento del régimen constitucional daban pretexto o motivo, más o menos legítimo, para que fuera atacada su obra, y se tratara de enmendarla o de destruirla, ¿hay medio de poder justificar la conducta de Fernando VII con los constituyentes y con los comprometidos por la causa liberal? ¿Cómo justificar, ni cohonestar siquiera la negra ingratitud de un rey que se convierte en encarcelador y perseguidor implacable de los que le habían recogido, guardado y conservado la corona, aquella corona que él había perdido, poniéndola a los pies de un extranjero? Si como autores de una Constitución monárquica no anduvieron políticos ni cuerdos en restringir excesivamente la autoridad real, en rigor de derecho constituyente ¿no le tuvieron para despojar enteramente de ella al que ya la había abdicado, y entregado la nación a merced de un soberano intruso? ¿Teníale el esclavo adulador de Napoleón para sepultar en calabozos a los mismos que le habían redimido a él de la esclavitud, y le trasladaban desde una prisión extranjera al solio español?
Y respecto a la institución de las Cortes, ¿podía condenarla el mismo que por un decreto de Bayona las había mandado celebrar? Y en cuanto a la legitimidad de su congregación y al ejercicio legal de sus funciones, ¿podía negar y anular lo que la nación entera había reconocido y sancionado, lo que reconocían y respetaban como legítimo los soberanos y los gobiernos más absolutos de Europa?
Comprendemos bien, y lejos de maravillarnos ni sorprendernos, parécenos muy natural que al volver Fernando a España, y al encontrar la nación dividida en dos bandos, el reformador y el absolutista, prefiriera este último y se adhiriera a él, por inclinación, por instinto, por la educación tradicional, por instigación de sus cortesanos, por convicción, y hasta por conciencia. Comprendemos que quisiera suprimir y anular los artículos del Código constitucional que creyera atentatorios a la dignidad regia, o peligrosos o contrarios a los derechos y prerrogativas de la corona en una monarquía representativa. Comprendemos que tuviera por conveniente o necesario disolver aquellas Cortes y convocar otras para reformar con su intervención el código político. Comprendemos que suspendiera la ejecución de ciertas reformas para sujetarlas a nuevo examen, y modificar o suprimir las que no convinieran a las circunstancias y a la situación del reino, y equilibrar de este modo los derechos de los poderes públicos, y conciliar de esta manera los intereses de todas las clases, las tradiciones antiguas con las aspiraciones modernas, y templar la tirantez de las pasiones y de los odios políticos, y establecer así un gobierno representativo y una monarquía constitucional verdaderamente templada.
Pero en lugar de esto, que, más o menos hacedero y posible, por lo menos habría sido un intento prudente y un propósito noble, querer borrar de una plumada todo lo hecho y todo lo acontecido, y quitarlo de en medio del tiempo como si jamás hubiera pasado, por Dios que era el más insano alarde de despotismo, el más inaudito extravío de la razón humana, la más loca aspiración a poder lo que no puede la misma omnipotencia divina; o haciendo favor al común sentido, la hipérbole más extravagante que pudo ocurrir a una imaginación trastornada con cierta ebriedad de dominación absoluta. Pero en lugar de esto, encender y fomentar, o permitir que se encendiera el horno de las venganzas entre sus súbditos; plantear un sistema de reacción furiosa; enseñar con el ejemplo y aplaudir con el consentimiento las demasías y atropellos del feroz populacho; abrir las cicatrices y renovar las heridas de los que se habían sacrificado por su rey y por la libertad de su patria, apretando sus brazos con esposas y cadenas; poner una mordaza al genio de la ilustración y del saber, preparar calabozos y cadalsos y llevar a ellos lo más espigado de la sociedad, porque tuviera tinte de liberalismo, sin que sirviera una larga vida de virtud y de honradez, era verdadero lujo de tiranía, y fue el colmo de la ingratitud.
No puede disculparse ni sincerarse el proceder de Fernando con el carácter de las reacciones y sus indeclinables consecuencias. Infinitamente más radical fue la reacción francesa que por aquel mismo tiempo restableció a los Borbones en el trono de Francia, de que la revolución los había violentamente arrojado. No hay paralelo ni cotejo entre los abominables escándalos y desvaríos de la revolución francesa, y las extralimitaciones legales que se quieran encontrar en la marcha pacífica y majestuosa de la revolución política española. Allí insignes locuras adoptadas como principios de gobierno social; aquí tal vez alguna falta de equilibrio en el conjunto de la organización, atendidas las circunstancias del reino: allí horribles crímenes calificados de acciones heroicas, y criminales deificados; aquí moralidad en las leyes y probidad en los legisladores: allí la sangre de un rey inocente enrojeciendo el patíbulo; aquí gobernando en nombre de un rey que había abdicado trono y corona, y reservándole religiosamente la corona y el trono: allí una familia real proscrita y perseguida; aquí una familia real, cuya ausencia se lloraba, y por cuyo rescate se peleaba para aclamarla de nuevo con delirio: allí un pueblo que había sacrificado a su monarca; aquí un pueblo que se había sacrificado por su rey: allí una república tumultuaría y disolvente; aquí una monarquía hereditaria sobre la base de la misma dinastía: allí un monarca establecido por el poder extranjero, que encontraba multitud de agravios que vengar; aquí un soberano rescatado por el esfuerzo de sus propios súbditos, que hallaba muchas virtudes que galardonar.
Y sin embargo, Luis XVIII de Francia ocupa el trono de los Borbones corriendo un velo a lo pasado; olvida hasta el asesinato de su hermano y perdona a sus enemigos; olvida las locuras de la revolución, y procura establecer un gobierno representativo razonable y templado; encuentra vivas las llagas y enconados los ánimos, y trabaja por cicatrizar aquellas y conciliar éstos. ¡Qué contraste entre la conducta y el proceder de Luis XVIII de Francia, y la conducta y el proceder de Fernando VII de España! No hay pues que achacarlo a los efectos naturales de las reacciones. Jamás monarca alguno se vio ni más obligado, ni con más favorables condiciones para hacer felices a sus pueblos, que Fernando al regresar de su cautiverio de Valencey. Deseado y aclamado por todos, ajeno a las discordias de los partidos, sin crímenes que perseguir, y con muchos servicios que remunerar, todo le sonreía, todo le convidaba a ser el padre amoroso, no el tirano de sus hijos. Vulgar en sus miras, mezquino en sus sentimientos, siguió el más opuesto camino al que le señalaba la prudencia, y al que su gloria personal le trazaba.
Todavía quiso añadir a la injusticia la hipocresía y el disimulo. Todavía en su célebre Manifiesto de 4 de mayo, protestaba que aborrecía y detestaba el despotismo, cuando de orden suya se estaba encarcelando a los diputados. Todavía ofrecía gobernar con Cortes legítimamente congregadas, cuando de orden suya se depositaban en una pieza cerrada y sellada todas las actas y papeles de las Cortes, para que no se viera rastro de ellas, y si pudiera ser, ni memoria. Todavía afirmaba que la libertad y seguridad individual y real quedarían firmemente aseguradas por medio de leyes, cuando de orden suya se estaba asegurando a los ciudadanos con grilletes y con cerrojos. Todavía estampaba la promesa solemne de que todos gozarían también de una justa libertad para comunicar por medio de la imprenta sus ideas y pensamientos, cuando de orden suya se hacía enmudecer a todos los ingenios y talentos que descollaban, hundiéndolos y encerrándolos donde no pudieran ni escribir, ni leer, ni hablar, ni comunicar a nadie sus ideas.
Este documento, tomado en un sentido literal, y supuesto un propósito sincero de cumplirle, habría podido recibirse como un razonable programa, como un medio término y una bandera levantada para templar el encono de las pasiones y de los resentimientos, y conciliar los ánimos y los partidos. Cotejado con las medidas atrozmente despóticas que se tomaban, y con el sistema ferozmente reaccionario que empezaba a seguirse, era un sarcasmo, un ludibrio, una burla sangrienta, y era al propio tiempo el descrédito de la palabra de un rey, en otro tiempo tan sagrada.
No fue Fernando ni más indulgente ni más generoso con los llamados afrancesados que lo había sido con los liberales. Después de las promesas que a aquellos hizo al pasar por Tolosa, después de haber consignado en un artículo del tratado de Valencey que a todos los españoles que tuvieron la flaqueza de adherirse al partido del rey José se les reintegraría en el goce de sus derechos y honores, así como en la posesión de sus bienes, la manera que tuvo de cumplir esta real oferta luego que regresó a Madrid fue fulminar un decreto de proscripción, desterrando perpetuamente del reino a los partidarios del rey intruso. Inhumano y terrible decreto, que condenó de un golpe al ostracismo a doce mil españoles en masa. Mas no fue esto lo más horrible de aquel famoso anatema; sino que en él se prescribía que las mujeres casadas que quisieran seguir la suerte de sus maridos habían de quedar también perpetuamente desterradas del reino. ¡Inaudito principio de moral cristiana, hacer un crimen del cariño conyugal, y castigar con fuerte pena el santo amor del matrimonio!
¿Y con qué derecho dictaba Fernando tan cruel y despótica medida? Que la Regencia y las Cortes españolas hubieran sido rigurosas, como lo fueron, con los que habían tenido la desgracia de mostrarse partidarios del intruso, o la debilidad de aceptar de su gobierno mercedes, empleos u honores, entiéndese bien, y era muy propio del celo patrio y del espíritu hondamente español que las animaba. ¿Pero con qué título se ensañaba Fernando con los que no habían hecho sino seguir su mal ejemplo?
Mas terminemos ya, y no prosigamos en tan amargas reflexiones. Hemos apuntado, y era lo que nos proponíamos, las causas que de una y otra parte cooperaron a la súbita y violenta destrucción del edificio constitucional, con tanto patriotismo y abnegación levantado por los legisladores de Cádiz, y las que hicieron que tuviera tan infeliz remate el mas heroico, el más glorioso, el más brillante período de nuestra historia moderna.
XIX.
Pensamiento y propósito del autor acerca de la continuación y la conclusión de la obra.
Nos hemos detenido en el examen crítico de esta época más de lo que pensábamos, y más tal vez de lo que era propio y exigían las proporcionales dimensiones de una historia general. Sírvanos de disculpa su inmensa importancia, la magnitud y calidad de los sucesos, y la consideración de haber sido el período en que se inauguró y tuvo principio la verdadera regeneración de España, la verdadera transición de una a otra edad de la vida social española, la verdadera transformación del estado político y civil de nuestra patria.
Que si al pronto, por la vituperable voluntad de un monarca ingrato, y por la fascinación lamentable de un pueblo avezado a los hábitos envejecidos de una educación oscura y de una viciosa organización, se desplomó la obra de los innovadores, y sobre sus ruinas se restableció la antigua monarquía, no con la tolerancia de los más recientes reinados, sino con todo el aparato despótico de los mas rudos tiempos, todavía la idea liberal, aún durante la férrea dominación del mismo Fernando, renació más de una vez de sus mismas ruinas, como tendremos ocasión de ver cuando tracemos la triste historia de este reinado. Todavía más de una vez, reproduciéndose como el fénix de sus propias cenizas, resucitó con bastante fuerza para arrojar la losa fúnebre del despotismo que sobre su cadáver pesaba, aunque para caer de nuevo exánime a los golpes de la máquina de muerte que los satélites de la tiranía tenían siempre y sin cesar funcionando. Todo el reinado de Fernando fue una lucha perenne, o con escasos períodos de tregua, entre el rancio sistema de oscurantismo y de terror de los anteriores siglos, y la doctrina de expansión y de luz que produjo las nuevas instituciones nacidas en la gloriosa época de la revolución y de la independencia de España.
En la historia de ese reinado, que con la ayuda de Dios habremos de hacer, y en esa lucha fatal, que pudo ser innecesaria, veremos con dolor muchos martirios, y nos mortificará el olor de la mucha sangre que se vertió en los campos y en los cadalsos. Mas como la sangre de los mártires fructifica siempre en vez de esterilizar, veremos reverdecer la misma planta que al calor exagerado y ardiente del fuego y del hierro se intentaba secar y consumir. Siempre que resucitaba y era proclamado de nuevo el sistema liberal, revivía bajo la forma y estructura que se le había dado en Cádiz, con las imperfecciones que hemos notado, y que eran hijas de las circunstancias de la inexperiencia; pero no se conocía entonces otro símbolo de libertad que aquel código, y tomábase como el emblema que representaba el principio opuesto al gobierno tiránico que le había reemplazado, y que tan duramente se hacía sentir. Aunque los hombres de más ilustración, aunque sus mismos autores reconocieran sus defectos, no hubo ni sosiego ni oportunidad para enmendarlos. Era menester para ello más suma de experiencia, una época más favorable, y más propicia disposición de parte del jefe del Estado. No era posible alcanzar esta feliz coyuntura mientras ocupara el solio español un príncipe de los instintos liberticidas de Fernando VII. Pero la Providencia, que vela por la suerte de las naciones, había decretado que lucieran para España días más claros y felices, cuando rigiera sus destinos el tierno vástago que estaba destinado a sucederle en aquel trono.
Confesamos que miraríamos como una desgracia, si tuviéramos la fatalidad de haber de terminar nuestra historia con la de un reinado infeliz, que no podría dejar al autor y al lector sino impresiones amargas y repugnantes sensaciones. Y pedimos a Dios, ya que cerca del término natural de la empresa que hemos acometido se interpone un período tan funesto, y en cuya narración no nos ha de ser posible emplear el lenguaje agradable de la alabanza y del aplauso, y sí con frecuencia el de la censura y el vituperio, nos conceda al menos los días y la tranquilidad de ánimo que hemos menester para trasmitir también a la posteridad, en alivio y compensación de aquellas ingratas impresiones, siquiera los hechos principales y los rasgos característicos de este reinado en que vivimos, tan grandioso como mísero fue aquél, tan brillante como aquél fue tenebroso y sombrío, tan fecundo en glorias como aquél fue abundante en indignas ruindades.
Que parece haberse propuesto la Providencia mostrar al mundo cuánto puede cambiar en una sola generación, en un solo grado de sucesión, el carácter natural de un individuo y la condición social de un pueblo. Quiso que a un príncipe vulgar y mezquino en sus ideas, miserable en sus aspiraciones, y falaz en sus promesas, sucediera en el trono de España una princesa magnánima y generosa en sus sentimientos, grande y noble en sus miras, elevada y digna en su proceder; que a un rey fanáticamente reaccionario, duro opresor de su pueblo, perseguidor sistemático de los hombres eminentes en civismo y en saber, sucediera una reina protectora de la expansión del pensamiento y de la libertad razonable en la emisión de las ideas, madre cariñosa de sus súbditos, y cuidadosa de ensalzar y de agrupar en derredor de su trono a los más ilustres y esclarecidos ciudadanos; que a un padre desnaturalizado y desagradecido sucediera una hija bondadosa y benéfica; que a un monarca dado a los rigores del absolutismo sucediera una reina decidida a guardar las templadas leyes de un régimen constitucional.
Y que a la sombra y bajo la tutela maternal de la que por derecho hereditario y por la voluntad de la nación sucedió a su padre en el trono, resucitara una libertad dirigida y moderada por leyes sabias y justas; renaciera la ilustración y brillaran las luces, disipando las negras nubes que las impedían mostrarse y resplandecer; se abrieran las obstruidas fuentes de la prosperidad pública; se gozara de seguridad y de sosiego en el hogar doméstico; se levantara sobre cimientos sólidos la tribuna de la discusión; se diera expansión y desahogo a las ideas y al pensamiento por medio de la imprenta; sacudiera la nación su letargo, y fuera recobrando aquella grandeza, aquella importancia y aquella consideración que en otro tiempo había tenido entre las grandes y más cultas naciones del mundo.
Anticipamos estas breves reflexiones, para que sirva de prólogo a lo que para el complemento de esta historia nos resta hacer; y también para que, si nos tomamos algún respiro antes de dar a la estampa y a la luz pública su continuación, entiendan nuestros lectores que llevamos el propósito de no poner fin y remate a nuestra empresa con el desdichado período del reinado que sigue y dejamos iniciado, sin que podamos al mismo tiempo neutralizar la desagradable sensación que causaría en nuestro ánimo, con los sucesos más halagüeños y consoladores del que por fortuna le reemplazó, por lo menos hasta la época que baste a nuestro propósito, y hasta donde la prudencia nos permita llegar.
{1} Es curioso en su género, el siguiente artículo y apóstrofe del periódico Lucindo a Fernando.
Lucindo al rey N. S. D. Fernando VII.
Te has presentado, Fernando, en nuestro suelo, y a tu vista todo enmudece, tus enemigos forman planes, pero tu presencia los desvanece: cautivo saliste, y cautivo vuelves; cautivo te llevó Napoleón, y cautivo te llevan a Madrid las Cortes, según el testimonio de Canga Argüelles, en la sesión del 17 de abril: las Cortes no quieren que te reconozcamos por nuestro rey, sin habernos relajado el juramento, que espontáneamente prestamos. Napoleón te despojó de la soberanía, las Cortes han hecho lo mismo, y con la misma razón que Napoleón. Napoleón envió al pérfido Savary; las Cortes envían al inocente y candoreso cardenal, o por mejor decir, a Luyando, ministro de Estado, para que igualmente te conduzca a las Cortes, y seas allí, cuando menos el ludibrio y el escándalo de los malvados, que no dejarán de concurrir a tu descrédito, y aun quizá a tu destrucción. No te quieren soberano, y los pueblos te reciben como tal; no te quieren rey, y los pueblos gritan: «Reine, y reine solo Fernando.» No se obedezcan las leyes de Fernando, dicen las Cortes; y los pueblos gritan: «Ya solo Fernando manda, y nadie más.» Danse instrucciones a los generales de los ejércitos para que no te permitan ejercer ningún acto de mando, hasta que jures la Constitución; y el general Elío sale a tu encuentro, se arroja a tus pies, te besa la mano y te entrega el bastón del mando de su ejército. Te resistes, y el intrépido Elío, lleno de fuego: «Empúñelo V. M., dice, aunque no sea más que un momento.» Lo empuñaste, y en este solo acto, el ejército todo te reconoce por su soberano, y Elío y toda la oficialidad te proclaman, y renuevan el juramento que te prestaron en 1808. Esto mismo ha hecho por medio de un edecán el valiente Abisbal con su ejército. Pero te diriges a Valencia, y a un cuarto de legua de Puzol ves venir al cardenal, encargado de entregarte la Constitución, y de notificarte el célebre decreto de 2 de febrero. Ves, digo, llegar al cardenal, mandas que pare tu coche, te apeas y detienes, y el cardenal que se había parado, a que tú llegaras, se ve precisado a dirigirse donde estabas. Llega, vuelves la cara como si no le hubieras visto; le das la mano en ademán de que te la bese. ¡Terrible compromiso! ¡besará tu mano! ¡faltará a las instrucciones que se supone que trae! ¡quebrantará el juramento que ha prestado de obedecer los decretos de las Cortes! ¡terrible compromiso! vuelvo a decir. Fernando quiere que el cardenal le bese la mano, y no se quiere que el cardenal se la bese. Esta lucha duró como seis o siete segundos en que se observó que el rey hacía esfuerzos para levantar la mano, y el cardenal para bajársela. Cansado sin duda el rey de la resistencia del cardenal, y revestido de gravedad, pero sin afectación, extiende su brazo y presenta su mano diciéndole: «Besa.» El cardenal no pudo negarse a esta acción de tanto imperio, y se la besó: entonces distes cuatro pasos hacia atrás, y te besaron la mano varios guardias y criados. Triunfaste, Fernando, en este momento, y desde este momento empieza la segunda época de tu reinado. Tú das el santo y la orden, y el cardenal enmudece; porque expiró en los campos de Puzol su efímero reinado. Yo quisiera recordarte las obligaciones que te impone este extremado amor de tus vasallos; pero toda advertencia es inútil a un rey que en las más pequeñas acciones manifiesta que su divisa es la gratitud.