Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo I
Reacción absolutista
1814

Primeros actos de gobierno.– Terrible decreto de 30 de mayo.– Reorganización del ministerio.– Antecedentes de los ministros.– Abolición sucesiva de todas las reformas políticas.– Restablecimiento de conventos, y devolución de sus bienes.– Retrocede todo al año de 1808.– Reinstalación del Santo Oficio.– La Camarilla del rey.– Personas que la componían.– Su influencia.– Los infantes.– El clero.– Opiniones y méritos que elevaban a las mitras y a las dignidades.– Ruda persecución al partido liberal.– Prisiones y procesos.– Crímenes que se imputaban a los diputados liberales.– Invenciones calumniosas y ridículas.– Premios a los delatores.– Tribunales que entendieron en aquellas causas.– Dudas y vacilaciones para su fallo.– Resuélvelas el rey gubernativamente.– Personajes condenados a presidio, reclusión o destierro.– Castigos por delitos de imprenta.– Gimen en la expatriación o en los calabozos los hombres más eminentes de España.– Sentencias de muerte por causas extravagantes y fútiles.– Célebre sentencia del Cojo de Málaga.– Desgraciado fin del ilustre Antillón.– Circular a las provincias de Ultramar prometiéndoles el gobierno representativo.– Consulta al Consejo de Castilla sobre convocar Cortes.– Horrible y misteriosa trama contra algunos capitanes generales.– Prudencia de los encargados de su ejecución.– Singular desenlace de esta intriga.– Conspiración que se dijo descubierta en Cádiz.– Temor que infundió el comisario regio Negrete en Andalucía.– Destierro de Mina a Pamplona.– Intenta este caudillo apoderarse de la ciudadela.– Es descubierto y huye a Francia.– Caída del ministro Macanaz y sus causas.– Modificación del ministerio.
 

El epígrafe con que encabezamos este libro indicará al lector, que, aunque Fernando VII había sido proclamado rey de España en 19 de marzo de 1808 por consecuencia de la abdicación de su padre en Aranjuez, y aunque como tal había sido reconocido y ejercido algunos actos de soberanía, y aunque después de su abdicación en Bayona la nación le había conservado la corona y el cetro, y siguió durante todo el tiempo de su cautiverio gobernándose en su nombre y teniéndole como único y legítimo rey de las Españas, en realidad para nosotros y para el orden y conveniente división de nuestra historia su verdadero reinado comenzó cuando al regreso de su largo destierro de Valencey se reinstaló definitivamente en su trono, para no descender ya de él hasta que pagando la deuda común de la humanidad descendiera a la tumba.

Aquellos pocos y primeros actos de gobierno de que tuvimos necesidad de hacer mérito al final del libro precedente, actos que guardaban perfecta consonancia con las tendencias absolutistas y las ideas reaccionarias que desde príncipe había constantemente manifestado, no eran sino síntomas y anuncios del sistema de reacción ruda y sangrienta que comenzaba a inaugurarse, y había de dar muchos días de dolor y de llanto a España.

Costumbre laudable es entre los soberanos, como lo es también hasta entre personas privadas, señalar el día que la Iglesia consagra a celebrar el nombre que se ha recibido en el bautismo con algún acto de generosa piedad, o con mercedes o dones, que hagan a los demás participantes de las satisfacciones de aquel día. Fue por lo mismo signo fatal y augurio funesto ver que el deseado monarca, en vez de solemnizar el primer día de su santo que celebraba en Madrid de vuelta de su cautiverio con alguna de esas providencias de los reyes que llevan el consuelo a los desgraciados y enjugan el llanto de muchas familias, le solemnizara con el terrible decreto (30 de mayo de 1814), que condenaba a expatriación perpetua a millares de infelices que habían tenido la desgracia de mostrarse adictos al rey José, y a quienes había halagado con la promesa de una amnistía{1}. Nada añadiremos en este lugar a lo que en otra parte hemos dicho ya sobre este horrible decreto de proscripción, sino que él daba la clave del sistema cruel de persecuciones que se proponía seguir el monarca recién reinstalado en su trono.

Reorganizó al día siguiente (31 de mayo) el ministerio, que había formado ya en Valencia, quedando definitivamente constituido con las personas siguientes: el duque de San Carlos para Estado, don Pedro Macanaz para Gracia y Justicia, don Francisco Eguía para Guerra, don Cristóbal de Góngora para Hacienda, y don Luis de Salazar para Marina. Fácil era calcular la marcha y rumbo que había de seguir este gobierno, y lo que la nación podría prometerse de él, siendo miembro del gabinete el que suscribió el famoso Manifiesto de Valencia, y el primer proclamador del absolutismo en España y encarcelador de los diputados en Madrid, y estando a su cabeza el consejero íntimo de Fernando en Aranjuez y en Valencey, el portador de sus cartas a la Regencia y a las Cortes.

Los actos fueron correspondiendo a lo que se podía esperar de los antecedentes del monarca y de los ministros de que se rodeó. Respecto a las innovaciones y reformas políticas y administrativas hechas durante la ausencia del rey, así por la Central como por la Regencia y las Cortes, en realidad podía reducirse la política del Gobierno a muy pocas palabras y resumirse en muy breves términos, puesto que todo su propósito y todo su sistema fue la abolición de las reformas en aquel período ejecutadas, y el restablecimiento de las cosas al ser y estado que tenían en 1808, al comenzar la gloriosa insurrección y antes de la revolución política; de manera que venían a realizarse aquellas palabras del Manifiesto de 4 de mayo, de considerar tales actos como nulos y de ningún valor en tiempo alguno, «como si no hubiesen pasado, y se quitasen de en medio del tiempo.» Mas como quiera que esto no se hizo de una vez, sino por medio de medidas sucesivas, y algunas de ellas por móviles y con circunstancias dignas de mencionarse, preciso es que nosotros las vayamos también mencionando con cierto orden.

Fue una de las primeras el restablecimiento de los conventos suprimidos, y la devolución a sus moradores de todas las casas, predios y bienes que habían sido vendidos, así por el gobierno del intruso José como por decreto de las Cortes de Cádiz, sin que nada se hablara de indemnización a los compradores. Fuéronse también restableciendo los Consejos Real y de Estado, y los demás que antes habían existido, bajo su antigua forma, y nombrándose para ellos las personas que más se habían señalado por su realismo, y por su odio y encarnizamiento a los hombres y a las ideas liberales. Del mismo modo fueron desapareciendo todos los tribunales, instituciones, y cuerpos políticos y civiles de nueva creación, reemplazándolos con las antiguas corporaciones, con su añeja organización, y con las mismas atribuciones que habían tenido. Así se volvió a investir a los capitanes generales de sus facultades omnímodas, con su poder administrativo, y su presidencia de las audiencias y de las chancillerías. Se suprimieron las diputaciones provinciales, y se repusieron los antiguos ayuntamientos, en los mismos pueblos, bajo el mismo pié, y con el mismo personal que habían tenido en 1808: los concejales que hubieran muerto, eran reemplazados con otros que lo hubieran sido en años anteriores a 1808, no en los posteriores.

De esta misma manera (y no sabemos por qué no se hizo todo de una vez y por un solo decreto universal), se iba anulando todo lo hecho por las llamadas Cortes extraordinarias u ordinarias (que así se las nombraba siempre en el lenguaje oficial), lo mismo en materias eclesiásticas que en las militares y civiles, y volviendo todo al ser y estado que antes de la revolución había tenido. La época obligada y precisa a que se retrotraían todas las cosas, todas las medidas y disposiciones, era el año 1808: en caso necesario, solo era lícito retroceder, pero nada de aquella fecha en adelante. Se suprimieron seis años en el orden de los tiempos.

Restableciose igualmente, contra la esperanza de muchos, que no creían volviese a ser resucitado en España, el Consejo de la Suprema Inquisición, así como los demás tribunales del Santo Oficio (21 de julio, 1814), a ruego y representación, decía el rey, de prelados sabios y virtuosos, y de muchos cuerpos y personas graves; pero la verdad es que lo hizo sin esperar el informe del Consejo de Castilla a quien había consultado, y oyendo con preferencia las exposiciones de ciertas comunidades religiosas que pedían el restablecimiento de los autos de fe, e instigado muy principalmente por el nuncio Gravina, el mismo que había sido expatriado por las Cortes y el gobierno de Cádiz a causa de su proceder turbulento, y a quien Fernando se había apresurado a levantar el confinamiento y a reponer en el ejercicio y funciones de su legacía. De esta manera volvió a levantarse en España el poder inquisitorial, ya extinguido en toda Europa, y que parecía de todo punto incompatible con las luces del siglo e irreconciliable con los adelantos de la civilización y con las prerrogativas inherentes al mismo poder real. Y sin embargo, aun había ex-diputados de las extraordinarias, que como el famoso canónigo Ostoloza, felicitaran al rey por el restablecimiento de aquel sangriento tribunal en los términos siguientes: «Apenas ha vuelto V. M. de su cautiverio, y ya se han borrado todos los infortunios de su pueblo. La sabiduría y el talento han salido a la pública luz del día... y la religión sobre todo, protegida por V. M., ha disipado las tinieblas como el astro luminoso del día. ¡Qué hermoso es para mí, Señor, verme en presencia del mayor de los monarcas, del mejor padre de sus vasallos, del soberano más querido de su pueblo!»

Hacían bien en felicitar al rey en este sentido, y en felicitarse a sí mismos los que se habían opuesto a la abolición de aquel tribunal por las Cortes, y contrariado todas las reformas, porque éstos eran los protegidos y acariciados por Fernando, y los que recibían galardón por su resistencia al gobierno constitucional, como le sucedió también al obispo de Orense, a quien en premio de su desobediencia y rebeldía a las Cortes y del proceso que por ella se le formó, se apresuró el rey a conferirle la mitra arzobispal de Sevilla, que el prelado rehusó en razón a su edad avanzada.

Aquel mismo nuncio Gravina, el canónigo Ostolaza, el delator que fue de los diputados sus compañeros, y confesor del infante don Carlos, el arcediano Escóiquiz, antiguo ayo de Fernando cuando era príncipe, y siempre su confidente íntimo, el duque del Infantado, a quien había hecho presidente del Consejo de Castilla, y otros personajes de los que se habían distinguido por la exageración de sus ideas absolutistas y por su encarnizamiento contra el bando liberal, los cuales solían reunirse en el cuarto del infante don Antonio, a quien los lectores de nuestra historia conocen ya por su ignorancia y cerrado entendimiento, eran los que privaban con el soberano, y ejercían un siniestro influjo en la suerte de la desventurada patria y en la persecución y ruina de sus hombres más ilustres. Aficionado Fernando a esta clase de influencias tenebrosas, túvola luego muy grande y dominaba en su corazón y en sus consejos otro grupo de hombres, que por la circunstancia de juntarse en la antesala de la cámara real se denominó Camarilla, nombre con que se ha designado después a los que se cree influyen y aconsejan a los reyes a espaldas de sus ministros y consejeros oficiales.

Componían este grupo, además de algunos de los personajes anteriormente nombrados, el duque de Alagón, Ramírez Arellano, don Antonio Ugarte, hombre de baja cuna, esportillero cuando niño en Madrid, agente de negocios después, en cuyo ejercicio desplegó grande actividad y no escasa aptitud, y que en alas de una rastrera adulación, y protegido por el embajador ruso, llegó a la altura de privado; y Pedro Collado, de apodo Chamorro, especie de bufón, que con su lenguaje truhanesco, sus chismes y chocarrerías entretenía y deleitaba a Fernando. Había sido el Chamorro vendedor de agua de la fuente del Berro, entró después en la servidumbre de Fernando siendo príncipe de Asturias, estaba iniciado en la conspiración del Escorial, era el encargado de vigilar la cocina por temores de algún envenenamiento que el príncipe con frecuencia abrigaba, acompañole a Bayona y a Valencey, y de allí volvió convertido en favorito, tal que por sus manos y a su informe pasaban los memoriales que se entregaban al rey, y aquel informe, favorable o adverso, tenía más fuerza y valor que los de los mismos ministros. A esta especie de asociación se agregó el bailío ruso Tattischeff, a quien veremos influir de un modo lamentable en los negocios de España.

En aquella tertulia de antesala, tan poco correspondiente a la dignidad de la Corona y tan contraria a la ceremoniosa gravedad del alcázar regio de nuestros antiguos soberanos, entre el humo de los cigarros y la algazara producida por tal cual gracejo o chiste de la conversación, se iniciaban y fraguaban los proyectos o resoluciones que en forma de leyes se dictaban para gobierno de la monarquía, y allí se levantaba el pedestal de la fortuna de hombres oscuros o incapaces, y se preparaba la caída de altos funcionarios, o la persecución y aniquilamiento de hombres eminentes. No era raro, sino muy frecuente, que empleos de importancia se encontraran provistos sin conocimiento y con sorpresa de los ministros, por la gracia del criado decidor y chunguero, y que cuando un consejero de la corona iba a proponer al rey la solución de una cuestión de gobierno, la encontrara ya resuelta, muchas veces en opuesto sentido, por la tertulia de la ante-cámara.

Se ha intentado rebajar la significación e influjo de aquella camarilla; pero contra esta opinión depone un testigo, por cierto nada sospechoso, acérrimo realista y bien pronunciado enemigo de los liberales, ex-regente en tiempo de las Cortes, y después uno de los primeros ministros de Fernando VII: Lardizábal, el autor de aquel escrito ruidoso contra la asamblea de Cádiz, el cual dejó estampado en otro documento lo siguiente: «A poco de llegar S. M. a Madrid, le hicieron desconfiar de sus ministros, y no hacer caso de los tribunales, ni de ningún hombre de fundamento de los que pueden y deben aconsejarle.– Da audiencia diariamente, y en ella le habla quien quiere, sin excepción de personas. Esto es público, pero lo peor es que por la noche en secreto da entrada y escucha a las gentes de peor nota y más malignas, que desacreditan y ponen más negros que la pez, en concepto de S. M., a los que le han sido y le son más leales, y a los que mejor le han servido; y de aquí resulta que, dando crédito a tales sujetos, S. M. sin más consejo pone de su propio puño decretos y toma providencias, no solo sin contar con los ministros, sino contra lo que ellos le informan.– Esto me sucedió a mí muchas veces y a los demás ministros de mi tiempo, y así ha habido tantas mutaciones de ministros, lo cual no se hace sin gran perjuicio de los negocios y del buen gobierno. Ministro ha habido de veinte días o poco más, y dos hubo de cuarenta y ocho horas: ¡pero qué ministros!»

Aun en aquellas mismas audiencias públicas, a que de ordinario se hallaba presente su confidente íntimo el duque de Alagón, capitán de guardias y el compañero de sus galantes aventuras, asegúrase, y es fama que nadie ha desmentido, que por medio de señales convenidas se entendían los dos acerca de las opiniones políticas de los pretendientes, y acerca de las circunstancias y cualidades de las damas que iban con memoriales o solicitudes, de donde tuvieron origen escenas y lances novelescos, cuya relación más o menos exacta entretenía la corte, y daba materia a comentarios que no redundaban en honra y lustre de la Majestad.

Fruto y producto de tales consultores y consejeros eran los nombramientos que él hacía para los altos cargos y puestos del Estado, comenzando por los de los infantes su hermano y tío, haciendo a su hermano don Carlos coronel de la brigada de carabineros y generalísimo de los ejércitos; y a su tío don Antonio, presidente de la junta o Consejo de Marina, y después almirante general de la armada de España e Indias. Y como tan experto era el uno y tan apto para el arte de la guerra, como el otro para las cosas de mar, eran tales nombramientos objeto y materia de festivas críticas y zumbas. Recordábanse principalmente las pruebas de capacidad y talento que había dado el infante don Antonio, y aquella sandia despedida que en 1808 hizo por escrito a la Junta de Gobierno al partir para Francia, y atribuíansele ahora con motivo de su nuevo cargo otros dichos y frases propias de la medida de sus alcances y de su cándido engreimiento, que excitaban a la risa{2}. Con esto y con haberle conferido la universidad de Alcalá el grado de doctor (que a veces también se cobija la baja adulación bajo los pliegues del ropaje que simboliza el saber, la dignidad y la elevación de ánimo), y con verse investido de los atributos de la ciencia, y con llamarle el rey por chunga «mi tío el doctor,» no hay para qué decir cuánto se prestaba a la mordacidad de la gente burlona la infatuación del buen infante; si bien en tales casos el diente de la crítica no debía clavarse en el inocente que se deja fascinar, sino en los que a sabiendas le embriagan con el humo de la lisonja.

Pero al fin estos nombramientos, que podían decirse de puro honor, no tenían otra trascendencia que la de cierto ridículo que recaía en agraciantes y agraciados. De otra importancia eran los que se hacían para cargos y funciones de las que ejercen una influencia natural en el orden y espíritu público. Para esto era excusado pensar que se tomase en cuenta ni el talento, ni la instrucción, ni la probidad y moralidad de las personas. Solo podía esperar ser elevado, premiado y atendido, el que tuviera una de dos circunstancias o condiciones, o el favor y la protección de la camarilla, o un furor de absolutismo intransigente, y un odio acreditado al caído bando liberal. Observábase que por punto general eran individuos del clero los que atizaban más este odio, y los que en vez de aconsejar indulgencia y mansedumbre, concitaban a la persecución, y excitaban a la venganza. De los claustros salían furibundas y sangrientas representaciones: los ex-diputados eclesiásticos, como Ostolaza y Creux, delataban a sus antiguos compañeros en las Cortes; el padre Castro, monje del Escorial, en un periódico La Atalaya de la Mancha, publicaba escritos llenos de hiel, que respiraban furor sanguinario; y otro clérigo, que por adular al rey exageradamente no reparaba en hacerse sacrílego y blasfemo, imprimía un panegírico con el título extravagante de: Triunfos recíprocos de Dios y de Fernando VII.

Y como este era el camino que conducía más derechamente a los altos puestos de la Iglesia, fuese ésta llenando de clérigos fanáticos e ignorantes, recayendo las prebendas y las mitras, no en los que se distinguían por sus virtudes cristianas, o se señalaban por su celo apostólico, o sobresalían en ilustración y en saber, sino en los que mostraban el realismo más exagerado e intolerante, en los que más habían clamado por el restablecimiento del Santo Oficio, en los que más acaloradamente pedían el hierro y la hoguera para los impíos innovadores que ellos decían, en los que olvidándose del espíritu del Evangelio, aspiraban a empuñar en sus manos, no el báculo del pastor, sino la espada del exterminio.

En boga, pues, tales ideas y sentimientos, y entronizado tal sistema, indigna y estremece, pero no maravilla, la rencorosa y ruda persecución que desde la venida del rey se había comenzado a desplegar contra los hombres más ilustrados y eminentes, contra los más distinguidos patricios, que habían cometido el imperdonable crimen de profesar ideas liberales, siquiera les debiese el rey su corona, su salvación la patria. Henchidas las prisiones y calabozos de esclarecidos diputados y de varones insignes de la manera tenebrosa que en otro lugar referimos, consultaron los jueces de policía sobre qué bases habían de instruir los procesos. Contestoles el ministro de Gracia y Justicia, que fundasen los cargos sobre lo que arrojaran de sí los papeles ocupados a los reos, cuyas casas habían sido tan nimia y rigurosamente reconocidas y registradas, que no se perdonó (repugna estamparlo) ni los lugares más inmundos, de donde se extrajeron fragmentos de papeles con el afán de deducir de sus ilegibles y cortadas frases alguna palabra que indujera sospecha de conspiración. No hallando rastro de ella en aquel asqueroso escrutinio, mandose reconocer los archivos de los ministerios y de la secretaría de las Cortes. Tampoco allí se encontró documento justiciable, como no fuesen los actos políticos oficiales en que los presos habían intervenido como regentes, como ministros o como diputados{3}.

Fueles ya preciso a los perseguidores buscar el crimen en aquellos mismos actos, sin perjuicio de recurrir al testimonio de apasionados testigos, y de apelar a delaciones indignas, para inventar delitos que atribuir a los llamados reos. No podía faltar quien ejerciera el oficio vil de delator; ya porque desgraciadamente no falta nunca en la sociedad ese linaje de hombres, ya por el incentivo que ofrecía el ver premiada esta ruin acción{4}. Y lo doloroso no es que hubiera delatores entre gente de la ínfima plebe, sino que los hubiera también en las clases más dignas y elevadas, entre el clero y la grandeza, y los que a estas condiciones habían reunido la investidura de representantes de la nación. Contáronse entre aquellos el padre Castro, los ex-diputados Ostolaza y Mozo de Rosales, el conde del Montijo, el marqués de Lazán y otros. A veces eran invenciones de proyectos absurdos y de ridículos planes atribuidos a los diputados del bando liberal los que constituían la delación{5}. Y como de tales inventos no pudieran resultar, por lo ridículos e inverosímiles, cargos fundados y serios, buscáronse en las mismas resoluciones públicas y oficiales de las Cortes, especialmente en aquellos decretos que se miraban como atentatorios a los derechos de la autoridad real absoluta.

Hiciéronse, pues, capítulos de acusación, el famoso decreto de las Cortes de 24 de setiembre de 1810, el juramento exigido a los diputados, la abolición del Santo Oficio, los procesos del obispo de Orense y del marqués del Palacio, y varios otros votos, decretos, y artículos constitucionales. Innegables eran ciertamente estos cargos, y si había de penárselos como delitos contra la Majestad, no había medio de eludir la pena. Mas ya que lo fuesen en concepto de los que desconocían la inviolabilidad que por la Constitución gozaban los diputados, y que los guarecía y escudaba, al menos no se comprende por qué ley ni con qué razón de justicia se había de castigar esto mismo como un delito de pena capital en unos pocos, siendo así que muchos de los que los votaron andaban sueltos y libres, y algunos obtuvieron premios y destinos del mismo monarca. La Soberanía nacional, por ejemplo, consignada en el artículo 3.º de la Constitución, había sido votada por 128 diputados de los 152 votantes: y sin embargo solo 15 de ellos se hallaban procesados, los demás gozaban de libertad, y varios seguían en el goce de sus empleos, o habían obtenido otros más pingües y mayores. Lo mismo proporcionalmente sucedía con los que habían votado otras resoluciones de las que figuraban como cargos en la causa{6}.

Ello es que no resultando, ni del escrutinio de los papeles, ni de las denuncias con inicua intención fraguadas, ni de las declaraciones de testigos enemigos de los presos, ni delito ni cargo grave, sino acusaciones vagas y contradictorias, a pesar del rigor y despotismo de los jueces, y de su poco escrúpulo en la legalidad de los procedimientos, y como el rey mandase (1.º de julio, 1814) que se fallaran las causas en el preciso término de cuatro días, aquellos mismos jueces, después de representar contra aquel mandamiento, dirigieron una consulta al Gobierno, acompañando las actas y documentos de las Cortes, con nota de los oradores que más en ellas se habían distinguido. La sala de alcaldes de Casa y Corte, a la cual se pasaron los cuadernos, parece no halló méritos para la prosecución del proceso. Entonces el ministro de Gracia y Justicia, Macanaz, los trasmitió al Consejo de Castilla, y oído su informe, nombró el rey (14 de setiembre, 1814) otra comisión, compuesta principalmente de individuos de los diferentes Consejos, con encargo de que se fallasen las causas en el más breve término posible. Pero esta comisión, lejos de fallarlas en un término breve, viendo que después de muchos procedimientos no arrojaban la criminalidad que se deseaba, vacilando entre el temor de desagradar al rey y la responsabilidad de un fallo injusto, dio tales treguas al negocio, que el Gobierno le arrancó los procesos, confiándolos a una tercera comisión compuesta de alcaldes de Casa y Corte, la cual no manifestó menos embarazo ni menos indecisión que las dos primeras.

No pudiendo sufrir tanta dilación el rey, deseando vivamente el castigo de los presos, y cuando ya habían pasado aquellos momentos de calor en que hasta la pasión de la venganza parece tener alguna excusa, prescindió de todos los trámites del enjuiciamiento, y sustituyéndose a los tribunales, tomó sobre sí la responsabilidad de castigar gubernativamente a los procesados, y cuando las causas se hallaban, unas en sumario, otras en estado de prueba, casi todas en incompleta sustanciación, vistas y no votadas, y alguna con fallo absolutorio de las comisiones, dispuso que aquellos fueran trasportados a los puntos que luego se dirán (15 de diciembre, 1815), ejecutándose con tal reserva, que a la subsiguiente noche pasarían los carruajes necesarios a las cárceles donde yacían, y antes de amanecer habían de ser sacados y puestos en camino, de tal modo que hasta después de ejecutado no se apercibiese de ello la población de Madrid. El rey estampó de su puño al margen de cada causa las sentencias, que fueron como sigue:

A don Agustín Argüelles, ocho años de presidio en el fijo de Ceuta{7}.

A don Antonio Oliveros, cuatro años de destierro en el convento de la Cabrera.

A don José María Gutiérrez de Terán, seis años de destierro en Mahón.

A don José María Calatrava, ocho años de presidio en Melilla.

A don Diego Muñoz Torrero, seis años en el monasterio de Herbón.

A don Domingo Dueñas, destierro a veinte leguas de Madrid y Sitios Reales.

A don Miguel Antonio Zumalacárregui, absuelto por la segunda comisión, destierro a Valladolid.

A don Vicente Tomás Traver, confinamiento a Valencia.

A don Antonio Larrazabal, seis años en el convento que el arzobispo de Guatemala le señalase.

A don Joaquín Lorenzo Villanueva, seis años en el convento de la Salceda.

A don Juan Nicasio Gallego, cuatro años en la Cartuja de Jerez.

A don José de Zorraquín, ocho años en el presidio de Alhucemas.

A don Francisco Fernández Golfín, diez años en el castillo de Alicante.

A don Ramón Feliú, ocho años en el castillo de Benasque.

A don Ramón Ramos Arispe, cuatro años en la Cartuja de Valencia.

A don Manuel García Herreros, ocho años en el presidio de Alhucemas.

A don Joaquín Maniau, confinado en Córdoba, y multa de 20.000 reales.

A don Francisco Martínez de la Rosa, ocho años en el presidio del Peñón, y cumplidos, no pueda entrar en Madrid y Sitios Reales.

A don Dionisio Capaz, dos años en el castillo de Sancti-Petri de Cádiz.

A don José Canga Argüelles, ocho años en el castillo de Peñíscola{8}.

A don Antonio Bernabeu, un año en el convento de Capuchinos de Novelda.

Esto por lo que hacía a los diputados. El decreto condenaba además a destierro o reclusión a otras treinta personas distinguidas, entre las cuales se contaban hombres ilustres que habían desempeñado los puestos y cargos más altos del Estado, tales como los ex-regentes don Gabriel Ciscar y don Pedro Agar, don Juan Álvarez Guerra, don Antonio Ranz Romanillos, don Tomás Carvajal, don Manuel José Quintana y otros: añadiéndose, que si los confinados eran hallados en Madrid o fuera de sus destinos, fuesen inmediatamente conducidos a presidio, y los condenados a presidio castigados con la pena de muerte.

Todavía fueron menos considerados y escrupulosos, si así cabe decirlo, con los ausentes juzgados en rebeldía. Al conde de Toreno se le sentenció a la pena capital solo por los discursos pronunciados y por los votos emitidos como diputado; y a este respecto se pronunciaron otras sentencias, si no iguales, imponiendo las penas inmediatas a personajes de parecida categoría.

No hay que pensar que el rigor de estas penas se templara después. Al contrario, un poco más adelante se comunicaba por el ministro al gobernador de la plaza de Ceuta la real orden siguiente: «El Rey nuestro señor me manda por decreto puesto y rubricado de su real mano, que copio, diga a V. S. que don Agustín Argüelles, condenado por ocho años al Fijo de Ceuta, y al presidio por ocho don Juan Álvarez Guerra, don Luis Gonzaga Calvo por igual tiempo, y don Juan Pérez de la Rosa por dos, debe entenderse en la forma que sigue: –No los visitará ninguno de los amigos suyos; no se les permitirá escribir, ni se les entregará ninguna carta, y será responsable el gobernador de su conducta, avisando lo que note en ella.– Y para su cumplimiento &c.{9}»

Iguales penas se imponían por cualquier delito de imprenta que fuese denunciado. Habiéndolo sido por los jefes de una división del tercer ejército un artículo de El Universal, fueron condenados sus dos principales redactores, don Jacobo Villanueva y el padre fray José de la Canal (ilustre continuador este último de la España Sagrada), el primero a uno de los presidios de África por seis años, y el segundo por igual tiempo de reclusión en el convento más rígido de su orden{10}.

De este modo, o por el delito de afrancesados, o por el crimen de liberales, o como escritores peligrosos, o como desafectos a las instituciones levantadas por el fanatismo y por la tiranía, los hombres que descollaban por su erudición, por su talento, por su elocuencia, por sus escritos, por su saber y por sus virtudes, aquellos cuya frente había de coronar de laurel la posteridad, o cuyas cenizas había de honrar y guardar como un precioso depósito, o cuyos nombres había de grabar la patria en mármol y oro, políticos y repúblicos insignes, filósofos, oradores, historiadores, poetas, gemían aherrojados, o en las cárceles públicas, o en las prisiones de austeros y solitarios conventos, o en las mazmorras de los castillos, o en los presidios de África y de Asia, o mendigando el pan amargo de un ostracismo perpetuo. Tal fue la suerte que en esta reacción espantosa cupo a hombres como Argüelles, Martínez de la Rosa, Toreno, Quintana, Villanueva, Calatrava, Gallego, Carvajal, Conde, Meléndez Valdés, Moratín, Mora, Tapia, Lista, Marchena, Fernández Angulo, Canga Argüelles, Carvajal, y otros y otros que han dado honra y lustre a la patria en que nacieron.

Hoy casi no se concibe, y aunque se trata de hechos que, históricamente hablando, puede decirse que pasaron ayer, cuesta trabajo persuadirse de que se formaran procesos y se fulminaran sentencias sobre motivos y fundamentos tan livianos o tan ridículos como los que vamos a decir. Nadie, por ejemplo, creería que al diputado y distinguido economista don Álvaro Flórez Estrada se le formara causa en ausencia y se le condenara a pena capital por haber sido elegido en tiempo de las Cortes presidente de la reunión del café de Apolo en Cádiz, cargo que ni siquiera llegó a aceptar. Pero admitida la fábula de que en aquel café había sido sentenciado a muerte Fernando, era menester aplicar la pena del talión a alguno, y a nadie mejor que al que había sido nombrado presidente de aquella reunión.– Nadie creería tampoco que se procesara a un hombre por callar; y sin embargo hízose tan grave cargo y túvose por tan imperdonable delito en el brigadier don Juan Moscoso el no haber desplegado sus labios en tanto que otros oficiales tributaban elogios a la Constitución, que se le consideró merecedor de la pena de muerte.– Y tampoco creería nadie que fallado por un juez que se pusiera en plena libertad a un procesado, dijera el rey que no se conformaba con la sentencia, y le condenara por sí mismo a seis meses de reclusión, como aconteció con el presbítero don Juan Antonio López (17 de noviembre, 1814), que sufrió el encierro en el convento de Carmelitas de Pastrana. De estas cosas inconcebibles hacían los tribunales, y de estas cosas repugnantes y casi increíbles hacía el mismo soberano.

Ruidosa fue, entre otras, por sus especiales circunstancias, y dibuja bien el espíritu de la época, la causa que se formó a un pobre sastre andaluz, llamado Pablo Rodríguez, y por apodo el Cojo de Málaga. Atribuíase a aquel desgraciado el haber sido como el jefe o capitán, así en Cádiz como en Madrid, de los voceadores de la tribuna pública del Congreso, y el director de las serenatas y otras demostraciones populares, más o menos ordenadas, con que el liberalismo exagerado solía en aquel tiempo festejar a ciertos diputados, y solemnizar ciertos sucesos. Y por más que ni los celadores de las galerías ni otros testigos que se examinaron confirmasen la certeza del gran delito que se le atribuía, aunque de gritador tuviese fama, el Cojo de Málaga fue condenado por el alcalde de Casa y Corte, Vadillo, único juez de la causa que se atrevió a ello, a la muerte afrentosa de horca{11}. Puesto ya el reo en capilla, presentose al ministro de Estado el embajador inglés, hermano de Wellington, y solicitó con vivas instancias el indulto del reo, recordando la palabra real de Fernando de no imponer pena de muerte por opiniones o actos políticos anteriores a su regreso a España. No se atrevió el rey a desairar al embajador, pero difirió el indulto y la conmutación de la pena inmediata hasta el mismo fatal momento en que el desventurado Rodríguez, luchando con las tribulaciones y las agonías de la muerte, marchaba ya casi exánime, o por mejor decir, era llevado camino del patíbulo.

Más desgraciado todavía que este humilde artesano el sabio geógrafo y distinguido diputado a Cortes don Isidoro Antillón, arrancado de su lecho, donde se hallaba por grave enfermedad postrado, por los ejecutores y satélites del despotismo, tan sin entrañas ellos como los autores de las órdenes que cumplían, sucumbió al rigor de tan inhumana tropelía, y expiró en el tránsito a la prisión de Zaragoza. La patria y la ciencia le lloraron, ya que sus crueles perseguidores tuvieron los ojos tan enjutos para llorar como duro el corazón para sentir. Otros hombres ilustres murieron víctimas del dolor y la tristeza en el cautiverio a que habían sido destinados.

Lo singular y lo anómalo era que mientras tan rudo encarnizamiento se desplegaba contra las cosas y contra las personas que se suponía inficionadas de las ideas y de las reformas liberales, se expedía una circular a todos los habitantes de las provincias de Ultramar, en que, después de halagarlos con la idea de no haber estado tan bien representados como les correspondía en las Cortes de Cádiz, se los excitaba a nombrar sujetos que los representaran dignamente en las que próximamente se iban a convocar. «Su Majestad (decía este documento), al mismo tiempo de manifestar su real voluntad, ha ofrecido a sus amados vasallos unas leyes fundamentales hechas de acuerdo con los procuradores de sus provincias de Europa y América; y de la próxima convocación de las Cortes, compuestas de unos y otros, se ocupa una comisión nombrada al intento. Aunque la convocatoria se hará sin tardanza, ha querido S. M. que preceda esta declaración, en que ratifica la que contiene su real decreto de 4 de este mes acerca de la sólidas bases sobre las cuales ha de fundarse la monarquía moderada, única conforme a las naturales inclinaciones de S. M., y que es el solo gobierno compatible con las luces del siglo, con las presentes costumbres, y con la elevación de alma y carácter noble de los españoles.{12}»

Hubiera este paso podido tomarse como un ardid más o menos lícito y permitido para atraer a los americanos, y fascinándolos con el señuelo de la libertad y de una grande y legítima representación en las Cortes españolas, apartarlos de los proyectos de independencia y del camino de la revolución que habían emprendido. Al fin los americanos no presenciaban lo que estaba pasando en España, y podían caer en la red de galanas y falaces promesas. Pero tender el mismo lazo a los españoles, testigos y víctimas de la reacción más sangrienta y horrible que puede realizarse en un pueblo, y pensar que fuesen tan crédulos que cayeran en él, o era un sarcasmo intolerable, o era una sandez inconcebible. Y sin embargo, esto hizo el ministro Macanaz, encargando de orden de Su Majestad al Consejo de Castilla le informara y consultara sobre el modo de reunir las Cortes del reino (10 de agosto, 1814), con arreglo a lo prometido en el famoso decreto de Valencia de 4 de mayo. Todavía de parte de Macanaz, el que había suscrito aquel Manifiesto, pudo suponerse en este paso algo de buena fe, y de deseo de aparecer consecuente; de parte del rey que lo consentía y autorizaba no había un solo liberal que no lo mirara como un sangriento ludibrio. El Consejo, que conocía bien los sentimientos del soberano, comprendió que la mejor manera de complacerle era diferir indefinidamente el informe, y dejar dormir el documento; con lo cual el negocio no pasó, ni podía pasar más adelante.

Ocurrió también en este tiempo un suceso de otra índole, pero de gravedad suma, tenebrosamente preparado y urdido, y cuyo desenlace quedó también envuelto en el misterio. A un mismo tiempo recibieron los segundos jefes militares de Cádiz, Sevilla y Valencia una orden del ministro de la Guerra, Eguía, mandándoles que inmediatamente y con la mayor reserva prendiesen y encerrasen en las fortalezas de cada ciudad a los respectivos capitanes generales, Villavicencio, La-Bisbal y Elío, y que verificada la prisión, abriesen un pliego cerrado que acompañaba al primero, y ejecutasen lo que en él se les prevenía. Sorprendidos con orden tan extraña los gobernadores de Cádiz y de Valencia, en vez de proceder a la prisión, convocaron a los jefes militares, y exigiéndoles el sigilo bajo pena de la vida, consultado el contenido del oficio, acordaron todos unánimemente la conveniencia de suspender el arresto del general, hasta que el ministro respondiese a la consulta que se le elevaría exponiéndole los inconvenientes y peligros de medida tan ruidosa y sorprendente.

El de Sevilla obró de otro modo. Reunidos también los jefes de la guarnición, acordaron y se efectuó la prisión del conde de La-Bisbal. Mas abierto después el pliego misterioso, encontráronse con la orden para que el referido conde fuese fusilado en el acto. Sorprendidos y absortos con semejante mandamiento, pareciéndoles inverosímil y hasta increíble, no obstante las señales de autenticidad que presentaban el sello, la rúbrica, y hasta la letra del escrito, igual a la de otras órdenes de la misma procedencia, resolviose enviar a Madrid, permaneciendo entretanto detenido el de La-Bisbal, al oficial don Lucas María de Yera con pliegos para el ministro pidiendo aclaraciones. La respuesta del ministro Eguía, que llevó el mismo comisionado, fue completamente satisfactoria: después de calificar la supuesta orden de horrible y atroz atentado, mandaba que se restituyese al conde de La-Bisbal el pleno uso de sus funciones (14 de julio, 1814), y daba las más expresivas gracias al gobernador y a la junta de jefes por su comportamiento.

Al día siguiente (12 de julio) apareció en la Gaceta un Manifiesto, en que se expresaba la indignación que había producido en el rey el hecho inicuo de haber tomado sacrílegamente su nombre para las fingidas reales órdenes que se habían trasmitido a Valencia, Cádiz y Sevilla contra unos generales, «que con sus acciones y militares virtudes (decía el documento) se han granjeado la estimación pública: y para que no quedara impune tan atroz delito, se ofrecía un premio de diez mil pesos al que descubriese al autor, aunque fuese cómplice en el hecho, indultándole además de toda pena, y quedando para siempre oculto su nombre. De las investigaciones que se practicaron, y principalmente del testimonio de los maestros revisores de letras a cuyo examen se sometieron las reales órdenes originales, parecía resultar haber sido escritas por don Juan Sevilla, oficial de la Secretaría de la Guerra, de cuyo puño solían ir escritos esta clase de documentos. Más o menos completa y fehaciente la prueba, o más o menos vehementes los indicios, es lo cierto que con asombro general se publicó una real orden (octubre, 1814), no solo declarando inocente al arrestado don Juan Sevilla, y elogiando su irreprensible conducta y buena reputación, sino expresando que, como una prueba de lo satisfecho que S. M. se hallaba de su buen porte y fidelidad en el desempeño de sus deberes, se había dignado agraciarle con cuatro mil reales de pensión vitalicia sobre una encomienda de la orden de Alcántara. De este modo impensado, y sin que nada más se averiguase acerca del verdadero criminal, terminó un suceso en cuyo descubrimiento se había aparentado tanto interés, y cuyo desenlace, si desenlace puede llamarse lo que deja un negocio envuelto en impenetrable misterio, dio ocasión a toda clase de sospechas, juicios y comentarios.

Tanto mayor había sido la sorpresa que causaron aquellas reales órdenes que resultó ser apócrifas, cuanto que iban dirigidas contra autoridades superiores militares que se distinguían por su extremado realismo y por su intolerancia y crueldad para con los liberales. Baste decir que se encontraba entre ellos el inexorable perseguidor de los hombres de aquellas ideas, don Javier Elío. El mismo Villavicencio, a quien poco después se separó del gobierno de Cádiz, porque acaso no pareció bastante fanático a los furibundos apóstoles de la Inquisición y del despotismo, había sido el primero en crear una comisión militar para juzgar breve y sumariamente a los complicados en una conspiración que se dijo haberse descubierto en Cádiz para proclamar la derrocada Constitución de 1812: tribunal especial que fue tan del agrado del rey, que a su imitación mandó plantearlos en todas las capitales de provincia (6 de octubre) para sustanciar causas de infidencia y fallarlas en el rapidísimo término de tres días.

Incorporado con la separación de Villavicencio el gobierno de Cádiz a la Capitanía general de Sevilla, y deseando sin duda el conde de La-Bisbal borrar la huella y la fama de adicto al gobierno representativo que en aquella misma ciudad de Cádiz había adquirido y dejado en tiempo de las Cortes y de la Regencia, de que fue individuo, y cayendo ahora en el opuesto extremo, como si quisiese sobresalir en el sistema de terror que prevalecía en la corte y en la camarilla del rey, y como si amenazase por momentos el estallido de una grande y misteriosa conspiración, una noche, mientras la población se entregaba al reposo, pobló de tropas la plaza de San Antonio, con cuatro cañones cargados, y con mecha en mano los artilleros: situó una fuerte guardia en los salones del café de Apolo, punto antiguo de reunión para los liberales, y dio orden a su dueño de levantarse de la cama y de cambiar inmediatamente el rótulo de Café de Apolo por el de Café del Rey, muriendo aquel desgraciado de resultas del terror que le inspiró el conde. Diose éste también a hacer alarde de ciertas prácticas y exterioridades entonces en boga: metiose a reconciliador de matrimonios desavenidos, y a más de un ciudadano envió desde el templo a la prisión por no haberse arrodillado en la misa en el acto de la elevación. Valiole el celo de la conspiración supuesta la gran cruz de Carlos III.

Suponiendo la conspiración de Cádiz obra y parte de un vasto plan con ramificaciones en la corte, y principalmente en las provincias andaluzas, no solo se verificaron en Madrid en una misma noche (16 a 17 de setiembre, 1814) numerosas prisiones de personas tenidas por sospechosas, sino que se determinó enviar a Andalucía un comisionado regio llamado Negrete, con instrucciones reservadas y con amplias facultades, para hacer investigaciones, y para instruir y fallar las causas de conspiración. Pronto se llenaron las cárceles y calabozos de desgraciados de todas clases, y el nombre de Negrete era pronunciado con espanto y no se articulaba sin pavor. Su sistema de policía, su misteriosa manera de prender, los medios que empleaba para aterrar a los presos, el haber establecido su tribunal en el edificio de la Inquisición, y el pronunciar las sentencias sentado bajo el dosel del Santo Oficio, todo contribuía a inspirar aquella especie de terror que embarga los ánimos, y sobrecoge el aliento e impide y corta la respiración. Pero así se proponía contraer un mérito grande a los ojos del trono.

Ni la conspiración de Cádiz, tal como ella fuese, ni otras que con señales y caracteres más claros veremos irse sucesivamente descubriendo, podían extrañarse, atendido el sistema de persecución y de tirantez que se había adoptado. Si la proscripción de ilustres hombres del estado civil había producido un general disgusto que con el tiempo había de traducirse en conjuraciones y demostraciones hostiles, el resultado se veía más inmediatamente cuando la persecución se ejercía contra aquellos beneméritos militares que se habían señalado por los relevantes servicios hechos a la patria y al trono durante la reciente guerra contra el usurpador extranjero. Así aconteció con motivo de haber desterrado a Pamplona al ilustre general Mina (15 de setiembre, 1814), poniendo sus tropas a las órdenes del capitán general de Aragón. Apercibido aquel insigne guerrero de lo que se trataba por un pliego que interceptó, concertose con los jefes de algunos de los cuerpos que a sus órdenes tenía y con algunos habitantes de la ciudad, para apoderarse por un golpe de mano de la ciudadela de Pamplona. Ya una noche se hallaba él mismo al pié de la muralla, y es muy probable que hubiera realizado su plan, si éste no hubiese sido descubierto, y si el comandante de uno de los regimientos, don Santos Ladrón, no hubiera obrado contra los intentos y designios del general. Tuvo Mina que huir, acompañado de algunos amigos de su confianza, entre ellos el célebre guerrillero su sobrino que acababa de regresar de Francia, a cuyo reino se acogieron todos. El coronel Gorriz que no pudo seguirlos, sentenciado por la comisión militar, pagó con la vida la fidelidad a su jefe. Estas conspiraciones no eran más que el preludio de las muchas que después habían de estallar.

El único ministro que se había mostrado propenso a restablecer bajo una forma aceptable y templada el gobierno representativo, en conformidad a lo ofrecido solemnemente en el célebre Manifiesto de Valencia, no tardó en caer de la gracia del rey, y en ser trasportado desde el gabinete ministerial al castillo de San Antón de la Coruña. Verdad es que se atribuía a Macanaz el feo delito de hacer granjería con las dignidades y altos empleos. Cuéntase que divulgado este vergonzoso tráfico por la corte, y habiendo llegado a oídos del rey, quiso Fernando cerciorarse por sí mismo de todo sorprendiéndole en su propia casa; que al efecto se dirigió a ella una mañana muy temprano (8 de noviembre, 1814), a pie y como un simple particular, acompañado solo del duque de Alagón, su confidente, aunque seguido a cierta distancia de un piquete de su guardia, que sorprendió en efecto a Macanaz en su lecho, y apoderándose de los papeles de su escritorio, encontró en ellos pruebas del abuso que se le atribuía, con cuyo motivo le intimó el arresto, y volvió a su palacio, condenándole después a la pena que hemos dicho.

Mas los términos del decreto (25 de noviembre de 1814), hicieron sospechar que algo más que el delito de cohecho o prevaricación había influido en el castigo. Decíase en él que el ministro «había sido infiel al monarca en una época en que por su desgraciada suerte necesitaba más que nunca del apoyo de sus amados vasallos.» Entendiose que la época a que el rey aludía era la de su destierro en Valencey, y que la infidelidad estuvo en haber dado conocimiento a los ingleses de la correspondencia de Fernando con Napoleón, cuya copia se halló también entre los papeles del ministro preso, y que los diarios ingleses acababan de publicar. Y como a esto se agregaban los pasos dados por Macanaz para la reunión de Cortes, quedó por lo menos la duda de si su desgracia fue solo resultado de un abuso de administración, o si fue también expiación de las causas políticas apuntadas.

A don Pedro Macanaz sucedió en el ministerio de Gracia y Justicia don Tomás Moyano. Poco antes había reemplazado en el de Hacienda a don Cristóbal de Góngora don Juan Pérez Villamil. En el de Estado entró de nuevo el ya célebre don Pedro Cevallos, que lo había sido con el príncipe de la Paz, y consejero de Estado en tiempo de las Cortes, en lugar del duque de San Carlos, cuyo decreto de separación se hizo notable, y dio lugar a donosos y satíricos comentarios, por la circunstancia de expresarse en él que se le relevaba por su cortedad de vista. De este modo, y tan pronto, comenzó la tarea de los cambios y mudanzas de ministerios que veremos sucederse con insólita frecuencia en este reinado.

La política adoptada por Fernando VII causó universal sorpresa y casi general reprobación en los países extranjeros. Los ingleses, a pesar de su mal comportamiento y de lo poco que la causa liberal les había debido, anatematizaban casi unánimemente el rudo sistema de las persecuciones; y los mismos que aplaudían que Fernando no hubiese jurado la Constitución, y hubieran querido disculpar su conducta, no podían menos de condenar el rencor que desplegaba con aquellos que en medio de sus opiniones avanzadas habían contribuido poderosamente a restituirle a su trono. El partido liberal francés, aunque principalmente resentido con el monarca español por su decreto contra los afrancesados, tampoco le perdonaba el restablecimiento de la Inquisición y otras providencias reaccionarias de la misma índole. Muy pocos eran los que en el extranjero aprobaban los actos del gobierno de Madrid, pero estas escasas aprobaciones, que llegaban a los oídos de Fernando abultadas por la lisonja, eran bastantes para precipitarle en su funesta y malhadada carrera.




{1} Circular de 30 de mayo; día de San Fernando.– Por el artículo 6.º de esta circular se condenaba a las mujeres casadas que habían seguido a sus maridos en la expatriación a no poder regresar a España, y solo se permitía volver a los menores de veinte años, sujetándolos a la inspección de la policía en el pueblo en que se establecieran.

{2} Entre otras cosas se cuenta que decía: «A mí por agua y a mi sobrino por tierra, que nos entren.» Con este motivo se traía a la memoria aquella famosa despedida: «A Dios, señores; hasta el valle de Josafat. Dios nos la depare buena.»

{3} Creyó la policía haber hecho un gran descubrimiento con encontrar entre los papeles cogidos a don Agustín Argüelles uno escrito en caracteres arábigos, tomándole por la cifra misteriosa con que se entendían los conspiradores. La importancia del descubrimiento trocose en un verdadero ridículo al averiguarse luego que eran unos versos del Corán, los cuales había dejado escritos un moro que naufragó en la costa de Asturias, y al cual había dado asilo y hospedaje en su desgracia la familia de Argüelles, siendo éste todavía niño, y cuyo escrito conservaba como una curiosidad.

Queriendo hallar a toda costa algún crimen que atribuir a Argüelles, hízosele comparecer en rueda de presos ante el famoso impostor Audinot, el cual al instante mostró reconocer en él a uno de los conspiradores denunciados; pero había sido tan mal urdida la trama entre el impostor y el juez de la causa, conde del Pinar, que conociéndolo Argüelles, apostrofó tan vigorosa y duramente al calumniador y al juez, que confundió a los dos, turbándolos y avergonzándolos a presencia de todos con la fuerza y la convicción que da a la palabra la seguridad de la inocencia.

{4} Como aconteció, entre otros casos, con un vecino de Velez-Málaga, a quien por real decreto se agració con un empleo, «por el mérito que contrajo en delatar la reunión que se formaba en el café de Levante de esta Corte, cuyos cómplices han sido sentenciados a presidio.»

{5} Denunció, por ejemplo, el padre Castro la existencia de una Constitución secreta que decía haber hecho las Cortes, «contra la soberanía de nuestro amado monarca el señor don Fernando VII, santo tribunal de la Inquisición, regulares, gobierno, y todo establecimiento de piedad.» Y los condes del Montijo y de Buenavista declararon que los liberales habían formado causa a Fernando en un café de Cádiz, y sentenciádole a muerte. Por este orden se inventaron otras calumnias, que excitaban, aun más que la indignación, la risa y el desprecio.

{6} El destierro del obispo de Orense fue votado por 61 diputados, de los cuales solo 8 había encausados, libres 32, repuestos en sus destinos 9, premiados 10, los demás habían muerto.

Votaron la abolición de la Inquisición 94 contra 60: solo fueron encausados 16, conservaron o adquirieron empleos 17, los demás quedaron libres. Así respectivamente en los demás capítulos de acusación. El objeto era deshacerse de los hombres del partido liberal que por su elocuencia y su ilustración habían ejercido más influencia en las Cortes.– Marliani, Historia política de España.– Apuntes sobre el arresto de los vocales de Cortes: un tomo en 8.º: Madrid, 1820.

{7} Fue destinado como soldado raso al regimiento llamado Fijo de aquella plaza, pero declarado inútil para el servicio, quedó en clase de presidiario, recibiendo no obstante las mayores distinciones de las personas de la población que le conocían. Pero más adelante se le sacó de allí, y se le trasladó con otros al puerto y pueblecillo de Alcudia en la isla de Mallorca, lugar conocido por su insalubridad, y donde en efecto murieron víctimas de las enfermedades propias del clima, algunos de sus compañeros, y donde él mismo contrajo un padecimiento crónico.

{8} Este había sido condenado por las tres comisiones a cuatro años de destierro de la corte.

{9} Real orden de 10 de enero de 1816.

{10} Real orden inserta en la Gaceta de 14 de junio de 1814.

{11} Decimos que fue el único juez de la causa que se atrevió a ello, porque, discordes los demás en la aplicación de la pena, casi todos le condenaban a la de presidio, no pequeña ciertamente. El rey se adhirió al dictamen de aquel único juez, que fue una de las circunstancias por que causó la sentencia en Madrid y en toda España honda impresión de pena y de indignación a un tiempo.

{12} Circular de 24 de mayo de 1814.