Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro XI ❦ Reinado de Fernando VII
Capítulo II
El Congreso de Viena
Estado de España y de América. Conspiraciones: suplicios
1815-1816
Tratado de París.– El Congreso de Viena.– Su objeto.– Potencias que estuvieron en él representadas.– Títulos que España tenía a influir en sus resoluciones.– Pobre papel que hicieron la nación y su plenipotenciario.– Ingratitud de las potencias.– Espíritu que en la asamblea dominaba.– Resultado de sus trabajos.– La célebre acta general.– La Santa Alianza.– Relaciones entre el rey de España y el emperador de Rusia.– Abdicación definitiva de Carlos IV.– Cómo fue obtenida.– Gobierno interior de España.– Ministerio de Policía.– Fernando presidiendo el tribunal de la Inquisición.– Decreto sobre imprenta.– Supresión total de periódicos.– Restablecimiento de la Compañía de Jesús.– Felicitaciones al rey.– Reaparición de Napoleón en Francia.– Efectos que produce.– Waterloo.– Santa Elena.– Sistema de opresión en España.– Sociedades secretas.– Conspiraciones.– La de Porlier en Galicia.– Suplicio de aquel caudillo.– Destierros de ministros y de amigos privados del rey.– Estado de la América.– Imprudente conducta del gobierno con aquellas provincias.–Resultados funestos que produce.– Infructuosos esfuerzos de Morillo y de otros insignes capitanes.– Preparación de un ejército para Ultramar.– Cambio de ministerio en España.– Cevallos.– Nuevo, aunque pasajero giro, dado a la política.– Extraño y notable decreto.– Otras conspiraciones.– La del triángulo.– Suplicio de Richard.– Algunas medidas de reorganización.– Estado lastimoso de la hacienda.– Gastos del rey.– Segundo matrimonio de Fernando.– Venida de la reina.– Regocijos públicos.– Prodigalidad de mercedes.– Esperanzas que se fundaban en el influjo de la nueva reina.– Salida de Cevallos del ministerio.– Nombramiento de Garay.
Cualquiera que fuese el sistema político que Fernando hubiera adoptado, así para la gobernación interior del reino, como para las relaciones exteriores, España había adquirido sobrados títulos para representar uno de los primeros papeles, ya que no fuese el primero, en los consejos de las naciones de Europa, puesto que en la lucha gigantesca contra Napoleón ella había sido la primera que había quebrantado las alas y cortado el vuelo a las águilas francesas, la primera que había llevado sus armas victoriosas al suelo francés, y sin cuyos esfuerzos la Europa difícilmente habría podido derribar al gigante. Pero a pesar de estos títulos y merecimientos, los mayores que entonces se podían alegar ante el tribunal del mundo, Fernando, que en pocos meses había tenido la triste habilidad de segar con la hoz del despotismo, al modo del célebre emperador romano, todo lo que en España había de mas espigado y más prominente en saber y en virtud, tuvo también el funesto don, para que todo en él guardara consonancia y armonía, de empequeñecer la España a los ojos de Europa, en la ocasión más propicia para haberla mantenido en la grandeza y a la altura que ella misma se había conquistado.
El 30 de mayo de 1814 se celebró en París un tratado entre Francia, España, Inglaterra, Austria, Rusia, Prusia, Portugal y Suecia, en el cual se convino que las grandes cuestiones de que habían de ocuparse las potencias europeas se tratarían en un futuro congreso general. Señalose para este congreso la capital de Austria, y se acordó que las potencias signatarias enviaran a Viena sus respectivos plenipotenciarios en el término de dos meses. Fue el congreso de Viena la asamblea más importante de cuantas se habían conocido. Concurrieron a ella personalmente los emperadores de Austria y de Rusia, los reyes de Prusia, de Dinamarca, de Baviera y de Wurttenberg, varios electores y grandes duques de Alemania, y además los hombres de más importancia y de más fama política en representación de aquellos y de otros Estados{1}. El príncipe de Metternich presidía las conferencias; de Gentz era el secretario. En virtud del primer artículo secreto del tratado de paz de París, este congreso no había de hacer otra cosa que ejecutar aquel tratado y las convenciones anteriormente ajustadas entre los aliados. El rey de España envió a Viena para que representara la nación española a don Pedro Gómez Labrador, a quien hemos dado a conocer en nuestra historia como enviado por Carlos IV para acompañar y consolar al papa Pío VI en su destierro y en sus tribulaciones, después como ministro de Estado de la Regencia en tiempo de las Cortes de Cádiz, y ahora gran defensor del absolutismo de Fernando VII, como en otro tiempo había felicitado a las Cortes por la obra de la Constitución, que consideraba como el cimiento de la felicidad futura del país.
Humilde y pobre papel representó sin embargo Labrador en el congreso de Viena. Porque tan pronto como estuvieron reunidos los plenipotenciarios de las cuatro grandes potencias, Inglaterra, Austria, Prusia y Rusia, acordaron en la conferencia de 22 de setiembre (1814), que ellas solas harían la distribución de las provincias disponibles con arreglo al tratado de París, y que Francia y España solamente serían admitidas a dar su parecer y a hacer sus objeciones. Primera ingratitud y solemne injusticia hecha a la nación a cuyos esfuerzos principalmente debían aquellas mismas potencias el triunfo que allí las tenía reunidas. Talleyrand quería que se formara una asamblea general de todos los plenipotenciarios asistentes al Congreso; la proposición fue rechazada. Lo que se formó fue un comité directivo, compuesto de las ocho potencias signatarias del tratado de París, en el cual al fin fue admitida España, como Suecia y Portugal, cuando se trataran asuntos que interesaran respectivamente a cada una de estas naciones. Abriose el Congreso el 1.º de noviembre (1814). El carácter de nuestro representante Gómez Labrador, y sus maneras poco apropósito para atraerse las simpatías de los miembros más influyentes de la asamblea, contribuyeron a empeorar nuestra posición y a que fuese menos considerada España en aquel Congreso.
Habiendo preguntado los plenipotenciarios ingleses al español si el rey Fernando consentiría en la abolición inmediata de la trata de negros, Labrador respondió que sería muy difícil, a no diferirse la medida por un plazo de ocho años a lo menos. En virtud de esta respuesta Inglaterra y las demás potencias se reservaron emplear vías de negociación para que España minorase este plazo: y por último las ocho potencias acordaron en principio la abolición de la trata (8 de febrero 1815), dejando a cada una la facultad de señalar la época en que hubiera de cesar.– Otro de los asuntos más particularmente concernientes a España fue la reclamación que hizo Portugal para que se le devolviesen la plaza y distrito de Olivenza cedidos en 1801 por el tratado de Badajoz. El Congreso pareció reconocer la justicia de la reclamación, puesto que se comprometió a emplear los más eficaces esfuerzos{2}para que se hiciese la restitución de aquel territorio a Portugal. Pero a la Corte de Madrid no parecieron admisibles las condiciones de la de Lisboa, y la resolución no se ratificó: los portugueses en desquite de esta negativa vengáronse cuanto les fue posible en nuestras colonias de América.– Pero aquel mismo Congreso que acordó la restitución de Olivenza a Portugal por parte de España, ni siquiera nos concedió el reintegro del ducado de Parma que Napoleón nos había arrebatado. Tan escasa influencia ejercía y tan desatendido estuvo en aquella asamblea el plenipotenciario español.
Predominaba en ella, como era natural, el principio absolutista, y la aversión a las libertades de los pueblos. Acordes los representantes de las naciones en las cuestiones principales, y señaladamente en poner límites a la ambición de la Francia, las únicas dificultades serias que se ofrecían, que fueron las relativas a la suerte de la Polonia y algunos negocios interiores de Alemania, se allanaron en presencia del común peligro en que los ponía la salida de Napoleón de la isla de Elba y su desembarco en Francia. Todas por unanimidad declararon a Napoleón fuera de la ley, declaración que fue suscrita también por el plenipotenciario de España. Hízose entonces un nuevo tratado de alianza (26 de marzo, 1815), al cual se adhirió la Corte de Madrid, a condición de ser considerada en él y en los subsiguientes como potencia de primer orden: justísima pretensión, pero que fue rechazada con desdoro nuestro, y con ingratitud inconcebible de parte de las potencias aliadas.
Habiendo el Congreso de Viena reanudado sus trabajos después de vencido Napoleón, la corte de España renovó también sus negociaciones relativas a los derechos del infante don Carlos Luis sobre Toscana. Rudo por demás fue el desaire que en esta ocasión sufrió nuestro plenipotenciario con aquellas palabras de Metternich que cortaron toda discusión. «El negocio de Toscana no es asunto de negociación, es solo objeto de guerra.» España se sometió, porque a tanto se había dejado descender su influencia en aquel Congreso; y el príncipe Carlos Luis, en lugar de los ducados de Parma, Plasencia y Guastala, a que alegaba derechos valederos, tuvo que aceptar el principado de Luca, con una indemnización de 500.000 libras de renta en tanto que tomara posesión del ducado de Parma.
Terminó el Congreso de Viena sus trabajos con la célebre acta general de 9 de julio de 1815, compuesta de 121 artículos, en que se estableció el sistema general de los estados europeos sobre la base de la legitimidad{3}. Esta misma asamblea de reyes y, de ministros fue la que dio origen a la que por una lamentable profanación se llamó la Santa Alianza, que más que por otra razón alguna se hizo conocer por el nombre y por el odio que ha inspirado a los pueblos. El plenipotenciario español, en vez de firmar el acta, siquiera fuese protestando en lo que a España se refería, para no dejar de formar parte del Congreso, se negó a suscribirla, e hízolo de una manera brusca y ofensiva en la forma, poniendo así el sello a su desacertada conducta, la cual, juntamente con la injusticia de las potencias allí representadas, produjo la exclusión de España de toda participación en las negociaciones que establecieron el nuevo derecho público de Europa.
Si a la nación no le valieron sus sacrificios para ser tan atendida y considerada como le correspondía en el Congreso de Viena, tampoco le sirvió mucho a Fernando VII su amistad con el emperador de Rusia, amistad debida a las gestiones del conde Tattischeff: lo que estas relaciones entre los dos soberanos trajeron a España fue la influencia preponderante del autócrata, que después de haber reconocido como legítimas las Cortes y la Constitución de Cádiz, se adhirió al absolutismo de Fernando, y le protegió y fomentó durante todo su reinado.
Faltaba a Fernando para consolidar legalmente su poder a los ojos de Europa cortar de una vez el cabo que había dejado pendiente la protesta que su padre Carlos IV había hecho en Aranjuez sobre la nulidad de la abdicación de la corona en su hijo, como arrancada violentamente y por la fuerza. Sobre ello había escrito el nuevo rey de Francia Luis XVIII a Carlos IV que se hallaba en Roma con la reina y el príncipe de la Paz, consumiendo una existencia trabajada por los padecimientos de la vejez y por las amarguras del ostracismo. La respuesta que sobre esto dio el buen anciano al monarca francés enfureció, lejos de satisfacer, a los consejeros de Fernando, y principalmente a aquellos que más parte habían tenido en los lamentables acontecimientos del Real sitio. Pusieron pues en juego todos los recursos diplomáticos de que entonces podían disponer, y consiguieron que el mismo Pontífice, presentándose personalmente en la vivienda de los reyes padres, les intimara la necesidad de que se separara de su lado el príncipe de la Paz, a cuyo influjo se atribuía la contestación que tanto había irritado a los consejeros de su hijo. En su virtud salió Godoy a Pézzaro, con dolor inexplicable de parte de los que tantos años llevaban de vivir en una intimidad que se cita como portento de constancia, así en la próspera como en la adversa fortuna.
Resultado de todos estos pasos y gestiones fue una renuncia explícita y sencilla que el atribulado Carlos IV hizo, sin referirse en nada a la primera, de sus derechos al trono español en favor de su hijo, la cual comenzaba así: «Queriendo Yo don Carlos Antonio de Borbón, por la gracia de Dios rey de España y de las Indias, acabar los días que Dios me diere de vida en tranquilidad, apartado de las fatigas y cuidados indispensables del trono; con toda libertad y espontánea voluntad cedo y renuncio, estando en mi pleno juicio y salud, en Vos mi hijo primogénito don Fernando, todos mis derechos incontrastables sobre todos los sobredichos reinos, encargándoos con todas veras que miréis siempre porque nuestra Santa Religión católica, apostólica, romana, sea respetada, y que no sufráis otra alguna en vuestros dominios, que miréis a vuestros vasallos como que son vuestros verdaderos hijos, y que también miréis con compasión a muchos que en estas turbulencias se han dejado engañar, &c.» Cualquiera que fuese ya el valor que este documento pudiera tener en la situación respectiva de los dos reyes y en presencia de hechos consumados e irremediables, siempre desaparecía un obstáculo legal que en circunstancias dadas pudieran los partidos haber resucitado y puesto en tela de juicio.
Lejos de atemperarse el rey a la recomendación que su padre en el documento de abdicación le dejaba hecha de ser compasivo e indulgente con los que en las pasadas turbulencias habían tenido la desgracia de dejarse engañar, no aflojó un solo punto en su sistema de persecución y tirantez. Al contrario, para que no pudiera escaparse al ojo vigilante de la autoridad ninguno de los que habían mostrado adhesión al partido liberal o al de los franceses, creó un ministerio de Policía y Seguridad pública (15 de marzo, 1815), a cuya cabeza puso al general don Pedro Agustín de Echavarri, que se había hecho funestamente célebre en Córdoba, cuando la evacuaron los franceses, por su crueldad con los partidarios del rey José. Teniendo ahora en su mano la policía del reino, sin sujeción a juez ni tribunal alguno, y con un reglamento hecho a propósito para sus fines, muchos experimentaron por levísimos motivos el rigor de sus duras entrañas.
No contento Fernando con haber restablecido la Inquisición, y con crear una orden de caballería para honrar a los ministros del Santo Oficio (17 de marzo, 1815), quiso darles un testimonio de su singular aprecio, presentándose personalmente en el tribunal una mañana temprano (14 de abril), sorprendiendo gratamente a los ministros a la primera hora del despacho, sentándose entre ellos y al lado del inquisidor general, informándose menudamente del estado de los negocios, y tomando parte en sus deliberaciones y sentencias, pasando después a visitar las cárceles, y reparando luego sus fuerzas en un almuerzo con que le obsequiaron: visita que complació grandemente a los inquisidores, y por cuyo acto y distinción le dieron las gracias, llamándole el restaurador, consuelo y amparo de la Inquisición, y publicándose este rasgo del real afecto inquisitorial en la Gaceta del Gobierno{4}.
En aquel mismo día y en aquella propia Gaceta se insertó la real orden por la cual quedaba prohibida la publicación de todo periódico, revista o folleto, permitiéndose solamente la Gaceta y el Diario de Madrid: que en esto vino a parar aquella promesa del Manifiesto de 4 de mayo, y aquella justa libertad de que se ofreció habían de gozar todos para comunicar por medio de la imprenta sus ideas y pensamientos.– Prohibiéronse también por este tiempo las diversiones de máscaras en todo el reino, y se mandó cerrar algunos teatros, dándose así cierto aspecto lúgubre y sombrío a la nación, en vez de fomentar los pasatiempos y honestos desahogos con que conviene distraer al pueblo para apartarle de otra clase de entretenimientos que suelen ser más peligrosos a las costumbres y a la pública tranquilidad; máxima que la mayor parte de los políticos han adoptado y seguido con fruto.– En cambio dictábanse muchas órdenes sobre asistencia a los templos, sobre la compostura que en ellos debía guardarse, sobre el modo como en ellos habían de estar los hombres, y sobre los adornos de que para entrar habían de despojarse las mujeres. Medidas recomendables estas últimas, si detrás del celo piadoso con que se procuraba revestirlas, no se vislumbrara, cotejándolas con otras muchas de la misma índole, el afán de halagar y atraer al clero y al partido teocrático, y darle una influencia preponderante.
Siendo este el espíritu que preocupaba el ánimo del rey y el de los hombres por él escogidos para la gobernación del Estado, y habiéndose apresurado tanto a restablecer la Inquisición, esperábase ya que restauraría también otra institución, de más antiguo abolida en España, y muy en consonancia con aquel espíritu y aquella tendencia. Hablamos de la Compañía de Jesús, extinguida por Carlos III de la manera que dejamos referido en su lugar, y restablecida ya en la cristiandad recientemente por el papa Pío VII. Mas lo que no se creía era, que habiéndose consultado sobre ello al Consejo, antes de evacuar aquel alto cuerpo su informe, y por consecuencia sin ser conocida su opinión, se apresurara el rey, como lo hizo, a expedir el decreto restableciendo solemnemente en España el instituto de Loyola (29 de mayo, 1815). Expresaba en el real decreto haber sido inducido a aquella resolución por las muchas representaciones y continuas instancias que le dirigían las ciudades, villas y lugares del reino, así como los arzobispos, obispos, y otras personas eclesiásticas y seglares{5}. Y era así la verdad, como las había recibido también para el restablecimiento de la Inquisición. En virtud de este decreto creose una junta presidida por el obispo de Teruel, para entender en todo lo concerniente a la restauración de la orden, y a los cuarenta y ocho años de la expulsión volvieron a España más de cien ancianos, octogenarios ya casi todos, entrando los que llegaron juntos como procesionalmente por las puertas de la capital del reino{6}.
No es extraño que por este acto felicitaran al rey, no solamente el Pontífice, lo cual era muy natural, sino muchas corporaciones y particulares españoles. Porque habíase hecho costumbre en aquel tiempo elevar al soberano felicitaciones por todo, o hacerlas por medio de comisiones que diariamente eran recibidas por el monarca. Por espacio de más de dos años desde el regreso del rey no se publicaba una sola Gaceta, en que no llenaran una buena parte de sus columnas los plácemes y enhorabuenas con que incensaban al trono todas las clases de la sociedad. Había en ello mucha parte de adulación, mucha también de imitación, de rutina y de compromiso, pero había otra buena parte de sinceridad; porque no debe olvidarse el entusiasmo con que el rey había sido recibido, y que si bien su sistema de persecución y de tiranía hacía verter muchas lágrimas, y le concitaba la odiosidad de las familias atribuladas y de los hombres que abrigaban ideas generosas y sentimientos humanitarios, aquella misma crueldad satisfacía y halagaba a los rencorosos y vengativos, y era aplaudida por la parte fanática y reaccionaria del pueblo, que era entonces numerosa y grande.
Un suceso, aunque exterior, vino a turbar a Fernando, si bien no por mucho tiempo, en sus goces de rey, y a ponerle en cierto apuro y ansiedad, como puso a los demás soberanos de Europa; la salida de Napoleón de la isla de Elba, su desembarco y súbita aparición en territorio francés, su marcha triunfal y sorprendente a la capital de aquel reino, la recuperación instantánea y sin ejemplo en la historia de la corona imperial, abandonada por Luis XVIII al ver que ni un solo soldado peleaba en su defensa, el triunfo sobre los prusianos en Ligny, y todos aquellos asombrosos sucesos que conmovieron a las naciones y llenaron de espanto a los príncipes coligados, poco tiempo hacía vencedores del gigante que ahora reaparecía al modo de un meteoro eléctrico, y todos aquellos hechos maravillosos que forman el célebre período llamado el reinado de los Cien Días. Pero fugaz y pasajero como el relámpago y el rayo este postrer arranque del genio portentoso de Napoleón, vencido definitivamente en Waterloo por los confederados (18 de julio, 1815), apagada para siempre la antorcha de su fortuna, puesto a merced de sus mayores enemigos los ingleses, y aherrojado por éstos, de acuerdo con las demás potencias, en la isla de Santa Elena, que había de servirle ya de tumba, la Europa respiró, y Fernando y todos los soberanos se repusieron del último susto, como quienes se consideraban ya libres del que por espacio de tantos años había turbado la paz de los pueblos y trastornado o conmovido todos los tronos.
España, que tan desdichado papel hizo en el Congreso de Viena, no le hizo más lucido en la última cruzada de las naciones contra Napoleón, que a esto la redujo la desmañada política de Fernando y de sus consejeros, siendo la nación que tenía más derecho y más títulos a figurar con dignidad y en primer término así en las asambleas políticas como en las combinaciones de la guerra. Puesto que habiendo reunido con trabajo un pequeño cuerpo de ejército a las órdenes del general Castaños y enviádole a Francia, desdeñaron este auxilio los Borbones franceses hasta el punto de intimarle la retirada, y a los cuatro días, mediante un convenio con el duque de Angulema, regresaron a España sin gloria nuestros soldados: desaire tanto más marcado y sensible, cuanto que al propio tiempo se estipulaba que permaneciesen por algunos años en Francia los ejércitos de los demás aliados.
Si bien durante aquel peligro pareció haber calmado un tanto en España la persecución contra los liberales, como se observaba por algunas medidas, tales como la de haber reemplazado en el ministerio de la Guerra al cruel Eguía (llamado de apodo Coletilla) con el general Ballesteros, tenido por hombre más templado, la desesperación producida por las anteriores persecuciones había hecho pensar en aquellos medios tenebrosos de conspiración a que propenden los tiranizados y oprimidos. Habíanse formado logias masónicas y otras sociedades secretas para discurrir y concertar a la sombra de las tinieblas y del misterio la manera de derribar el poder. Centro de estos conciliábulos era la sociedad llamada el Gran Oriente, establecida en Granada. El sigilo y la lealtad recíproca entre los iniciados, el sufrimiento y la constancia en los padecimientos cuando el ojo avizor del la Inquisición o de la policía sorprendía algunos de estos conjurados, y los encerraba en calabozos y les imponía tormentos, era lo que mantenía estos focos perennes de conspiración. Este mismo espíritu se había infiltrado en los cuarteles y en las filas del ejército; y más impaciente y más resuelta la clase militar que las civiles, fueron también las primeras a estallar las conjuraciones militares. A la del general Mina el año anterior en Navarra, descubierta y deshecha del modo que vimos en el capítulo precedente, siguió este año la más desgraciada del general Porlier en Galicia.
Este intrépido caudillo de la guerra de la independencia, que tan eminentes servicios había prestado a su patria en Galicia, Asturias, Castilla y la costa cantábrica, hallándose en la Coruña tomando baños, de acuerdo con algunos oficiales y sargentos de la guarnición púsose al frente de las tropas apellidando libertad y proclamando la Constitución de Cádiz (19 de setiembre, 1815). Arrestó al capitán general Saint March y a las demás autoridades, circuló órdenes y proclamas a Santiago, con cuyo comandante general creyó contar, así como con muchos oficiales, y para impulsar y acelerar el movimiento determinó pasar a esta última ciudad con mil infantes y seis piezas de artillería. Pero el comandante general don José Imaz, lejos de prestarse a los planes de Porlier, preparose a rechazarle, y auxiliado de los recursos que le proporcionaron el arzobispo, los canónigos y otras personas adictas al régimen absoluto, saliole al encuentro, y ganados algunos sargentos de los que aquél llevaba, consiguió que sus mismas tropas se apoderaran de Porlier y de treinta y cuatro oficiales. Fueron todos llevados presos a Santiago y sepultados en las cárceles de la Inquisición, de donde se los trasladó después a la Coruña para sufrir las penas a que habían sido condenados. El desventurado don Juan Díaz Porlier, hermano político del conde de Toreno, como casado con hermana de éste, terror de los franceses en la guerra contra Napoleón, y uno de de los más ilustres libertadores del rey y de la patria, sufrió la muerte ignominiosa de horca... ¿Quién habría podido imaginar nunca que así acabase quien tantos laureles había ganado, y tan gloriosa carrera contaba? Y sin embargo, ni esto era sino el principio de las conspiraciones que había de producir una tiranía injustificable, ni el sacrificio de Porlier fue sino el principio de otras catástrofes sangrientas.
Mas no eran solamente los hombres esclarecidos del bando liberal los que con tal ingratitud eran correspondidos por el monarca por quien se habían sacrificado; iba alcanzando también este pago, y esto podía casi servirles de algún consuelo, a los mismos que le habían empujado y le impulsaban en aquel sistema de despotismo y de proscripción, a sus propios consejeros íntimos, a los hombres de su privanza en el palacio y en el destierro. Suprimido en 8 de octubre (1815) el ministerio de Policía y Seguridad pública creado en marzo, por temor al descontento y a la exasperación que en los ánimos había producido, el cruel ministro Echavarri, el terror de los liberales y de los afrancesados, fue desterrado por el rey a la villa de Daimiel, dándole solo el plazo de contadas horas para salir de Madrid. Su mismo ayo, maestro y consejero mas íntimo, el canónigo Escóiquiz, cayó de la gracia y favor real, que de lleno había poseído tantos años y en todas las situaciones, y salió también por este tiempo confinado a Andalucía, juntamente con algunos grandes que participaron de igual desgracia. No cupo mejor suerte al famoso canónigo Ostolaza, el instigador del bando realista en las Cortes de Cádiz, el predicador furibundo contra sus compañeros de diputación y contra todo lo que tuviera tinte liberal, el publicador de novenas con las armas reales, y hasta individuo de la camarilla. También a éste le alcanzaron las resultas de cierta intriga, y nombrado primero, para alejarle de la corte, director de la casa de niñas huérfanas de Murcia, procesado después por el obispo de Cartagena por desmanes que se le atribuyeron en el ejercicio de aquel cargo, fue recluido en la Cartuja de Sevilla.
A vista de esto ya no podía extrañarse que el ministro de la Guerra Ballesteros, hombre de carácter más tolerante y templado, obtuviera por premio de sus servicios la exoneración y el destierro. Lo que se extrañó fue que le reemplazara un hombre de tan recomendables dotes como el marqués de Campo-Sagrado. Pero más ruidosa fue la salida de la secretaría de Hacienda de don Felipe González Vallejo, para ir al presidio de Ceuta, donde el rey le condenó por diez años con retención, en una durísima orden, que por la acritud de los términos descubría el enojo y la irritación del monarca contra él, y se prestaba a comentarios de toda especie{7}. Entre los diversos motivos a que se atribuía tan airado golpe, era uno, y acaso no el menos fundado, el haber sabido el rey que Vallejo había tenido la indiscreción de revelar a algunos de sus amigos el contenido de varias de sus cartas a Negrete, el verdugo de Andalucía, cuya correspondencia tuvo en sus manos. Grave debía ser la ofensa o serio el compromiso, para tan rudo proceder con un ministro de la Corona. En la orden se disfrazaba bastante el motivo.
Todos estos inesperados golpes de infortunio eran regularmente debidos a instigación e influjo de la camarilla, y aun de la parte de ella de más humilde y baja estofa, con la cual no estaba segura ni la reputación mejor sentada, ni el más ilustre y limpio nombre, y la cual no se ahorraba ni aun con los individuos mismos del grupo que la estorbaban u ofendían. Observábase en Fernando que nunca estaba más halagüeño, amable, y al parecer cariñoso con sus ministros y altos servidores que en los momentos antes de precipitarlos de la cumbre de su favor y despeñarlos en el abismo que ya les tenía preparado. Nunca había oído el ministro Ballesteros más elogios de boca del rey que la noche misma en que llegando a su casa se encontró con la orden de destierro. Hasta las doce de la noche estuvo el ministro Echevarri paseando y conversando íntimamente con el rey en su cámara; al despedirse de S. M. recibió de las reales manos escogidos tabacos de la Habana, y al regreso a su casa, casi en pos de él entró el secretario encargado de intimarle la exoneración y la salida de la corte en el término de breves horas. En adelante veremos cómo conservó Fernando esta costumbre, de que cada cual podrá juzgar.
Si el sistema de intolerancia y de rigor producía tan funestos resultados en la Península, y daba ocasión y pábulo a conspiraciones subterráneas, no los surtía mejores en América, donde también se empleó con igual indiscreción. Vimos cuál era el estado de varias de aquellas provincias durante la guerra de la independencia y al regreso de Fernando a España. El fuego de la insurrección había continuado difundiéndose, y haciendo estragos, y apoderándose de aquellas remotas y dilatadas comarcas. Buenos-Aires se había emancipado completamente de la metrópoli: en Chile y en algunas grandes ciudades del Perú tremolaba el estandarte de la independencia: con sangrienta porfía sostenía Caracas la suya: ardía ya la guerra civil en Nueva-España; y si en algunas partes se obedecía trabajosamente la autoridad de nuestros virreyes, en todas amenazaba perderse, donde ya no estuviese extinguida, la dominación española; y con el afán de reducirlas a la obediencia y conservar o restablecer nuestro dominio, se consumían allí los escasos recursos, y se vertió lastimosa, aunque gloriosamente, la sangre de las pocas tropas disponibles que después de la lucha de seis años con los franceses nos habían quedado.
En tal estado la reconquista por la fuerza de las armas debía considerarse empresa imposible; y a un gobierno prudente y medianamente político y hábil, hubiera debido alcanzársele que era vano intento el sojuzgar por violentos medios rebelión tan avanzada y de tan colosales proporciones, y que la necesidad y el interés aconsejaban ver de sacar el partido mejor posible en beneficio común de España y de los americanos, ya estableciendo en aquellos dominios monarquías ilustradas con príncipes españoles que hubieran conservado relaciones y lazos de íntima amistad con la madre patria, según un antiguo proyecto político que en otras ocasiones hemos indicado, ya por otros medios de decorosa transacción que la prudencia y las circunstancias hubieran sugerido. No se pensó así, y Fernando y su gobierno quisieron dominar la rebelión americana por la fuerza y el terror.
Hubo un ministro que acaso se hizo la ilusión de desarmar y atraer los insurrectos con aquella circular, en que ofrecía convocar otra vez Cortes en España y dar en ellas a los representantes de las provincias americanas iguales derechos que a los diputados españoles. Pero fuese que allí no encontrara ya eco otra voz que la de independencia, fuese que los americanos no creyeran en ofrecimientos que estaban tan en contradicción con el sistema despótico que prevalecía en España, es lo cierto que no pasó aquello de una baldía y desatendida promesa. Tan lejos estuvo el gobierno de la metrópoli de obrar en el sentido que se ofrecía en aquel documento, que entre otras medidas de reacción fue una la de restablecer también la Inquisición en Méjico, en Méjico, donde a pesar de la insurrección de algunas provincias se celebró con festejos públicos la reinstalación del rey Fernando en su trono. Aquel golpe hizo declarar a uno de los insurgentes de más influencia que «la nación mejicana nada tenía que esperar ya de España, y mucho menos organizada bajo el plan de absolutismo de Fernando.{8}» Más adelante, hecho prisionero el cura Morelos, el insurgente de más prestigio y talento de Nueva-España, fue procesado y sentenciado por la Inquisición: en el auto de fe se hizo con él la humillante ceremonia de azotarle con varas, estando él de rodillas, los ministros del tribunal (27 de noviembre 1815). Poco tiempo después murió arcabuceado aquel célebre caudillo{9}. Semejantes actos y escenas irritaban más y más a los insurrectos, y aumentaban el número de los descontentos en Nueva-España.
Algunos generales y algunas tropas españolas hacían ciertamente esfuerzos laudables, y honraban las armas y la bandera de España en la lucha con las provincias disidentes de América. La toma de Cartagena de Indias por el denodado general Morillo y el cuerpo de ejército que tenía a sus órdenes, fue un hecho que realzó infinito la alta reputación que ya había ganado en la guerra de la Península. Pero su laboriosa campaña y sus trabajosos movimientos por las inmensas soledades y los encumbrados montes de Costa-Firme, tenían que ser tan estériles como los esfuerzos de los que en otras partes de aquellas regiones peleaban contra unas gentes que se batían con la tenacidad de quien lucha por adquirir su libertad y su independencia. Un mundo entero que se levanta resuelto a sacudir la esclavitud y la opresión en que se le ha tenido, no puede ser subyugado por la fuerza. Y sin embargo, perseverando el rey en su imprudente empeño, determinó hacer un sacrificio, que lo era inmenso atendida la penuria en que estábamos, que fue el de mandar reunir en Cádiz, para enviar a América, un ejército de más de treinta mil hombres. La temeridad de querer dominar como absoluto en las regiones trasatlánticas, le había de costar, como después veremos, la pérdida de aquellos países y el quebranto de su poder en la Península misma.
Bajo diferentes y más prósperos auspicios, al menos en lo concerniente a la parte política, pareció comenzar el año siguiente (1816) en España. Hubo uno de aquellos cambios de ministerio tan frecuentes en el principio de este reinado, entrando de nuevo en Estado el ya histórico ministro don Pedro Cevallos (26 de enero, 1816), al cual se encargó también interinamente la secretaría de Gracia y Justicia, de que se relevó a don Tomás Moyano. Este ministro se hizo notable por haber empleado en un solo día veinte parientes suyos. Dejó la secretaría de Hacienda el anciano don José Ibarra, y se confirió al director de loterías don Manuel López Araujo; y por renuncia de don José Salazar entró en el ministerio de Marina don José Vázquez Figueroa. Son reparables los términos del real decreto del nombramiento de Cevallos, «No siendo ciertos (decía) los motivos que me excitaron a ordenar vuestra exoneración del cargo de mi primer secretario de Estado y del Despacho, y estando muy satisfecho del celo, exactitud y amor con que aún en las épocas más amargas os habéis conducido en mi servicio y el del Estado, he venido en restableceros, &c.» No advertía el rey que con hablar así de los motivos que le impulsaban a quitar y poner ministros, descubría su propia ligereza en asunto de tal tamaño.
Mas lo que indicaba el propósito de dar a la política un giro de tolerancia y de generosidad, opuesto al de crueldad y rigor que hasta entonces le había señalado, fue el decreto del mismo día, que por su importancia trascribimos íntegro. «El primer deber de los soberanos (decía el rey) es dar calma y tranquilidad a sus vasallos. Cuando éstos son juzgados por los tribunales establecidos por la ley, descansan bajo su protección; pero cuando las causas se juzgan por comisiones, ni mi conciencia puede estar libre de toda responsabilidad, ni mis súbditos pueden disfrutar de la confianza de la administración de justicia, sin la cual desaparece el sosiego del hombre en sociedad. Para evitar un mal de tanta trascendencia es mi voluntad que cesen desde luego las comisiones que entienden en causas criminales; que éstas se remitan a los tribunales respectivos; y que los delatores, compareciendo ante éstos, acrediten su verdadero celo por el bien público, y queden sujetos a las resultas del juicio.– Durante mi ausencia de España se suscitaron dos partidos titulados de serviles y liberales: la división que reina entre ellos se ha propagado a una gran parte de mis reinos; y siendo una de mis primeras obligaciones la que como padre me incumbe de poner término a estas diferencias, es mi real voluntad que en lo sucesivo los delatores se presenten a los tribunales con las cauciones de derecho; que hasta las voces de liberales y serviles desaparezcan del uso común; y que en el término de seis meses queden finalizadas todas las causas procedentes de semejante principio, quedando las reglas prescriptas por el derecho para la recta administración de justicia. Tendreislo entendido, &c.»
Debió considerarse este decreto como el anuncio de un cambio benéfico en la política del rey, como la luz de una nueva aurora de tolerancia, de respiro y de expansión para los hombres hasta entonces tan duramente perseguidos y tan cruelmente tratados. Pero, fuese falta de fe a reales promesas tantas veces defraudadas, fuese tardío remedio para curar o templar la exacerbación que se había apoderado de los ánimos, descubriose por aquel tiempo una conspiración horrible, que tenía por objeto restablecer el gobierno representativo y vengar anteriores ultrajes, pero empleando a este fin el medio espantoso de atentar a la vida del monarca, aprovechando para ello, bien el paseo que por las tardes acostumbraba a dar el rey fuera de la puerta de Alcalá, bien la salida nocturna, que según voz y fama solía hacer disfrazado, designando el público rumor la casa a que concurría y la persona a quien dedicaba sus galanteos.
Llamose esta célebre conspiración la del Triángulo, por el singular encadenamiento con que estaba organizada y constituida. Consistía el triángulo en que un conjurado se descubría solamente a otros dos iniciados con los cuales se entendía; cada uno de éstos formaba después triángulo con otros dos, y así se iban eslabonando hasta lo infinito. Los acuerdos que se tomaban comunicábanse rápidamente por los eslabones de la cadena, no conociendo nadie sino la cabeza del suyo, e ignorando, todos a excepción de dos, cuál era la principal y la que daba el impulso: ingeniosos ardides, que, como las sociedades secretas, solo se discurren y emplean en épocas de tiranía. Revelose el secreto, y rompiose el anillo de la cadena por el triángulo de que era cabeza un comisario de guerra llamado don Vicente Richard, al cual denunciaron sus dos ángulos, que eran dos sargentos de marina, los mismos que le prendieron y le pusieron a disposición de las autoridades. Instruido proceso, fue condenado Richard a la pena de horca, que sufrió con la entereza de un verdadero conspirador, sin que fuera posible arrancarle una palabra de que pudiera descubrirse otra cosa que la existencia de la conjuración, pero nada que pudiera dar conocimiento de los cómplices.
Sin embargo, no fue él solo la víctima. La misma rabia de no haberse podido alzar el velo del secreto, precipitó a los perseguidores y los empeñó en la senda fatal de las injusticias. Sin bastantes pruebas del crimen fueron llevados al patíbulo el sargento mayor del regimiento de húsares don Vicente Plaza, y un exfraile sevillano llamado fray José, guerrillero de la guerra de la independencia, que había tenido algunas relaciones con Richard. Sufrió igual suerte un empleado, de nombre don Juan Antonio Yandiola, hombre instruido y de costumbres cultas, con la particularidad de haberse empleado con él el horrible medio del tormento, a pesar de haber sido abolido por las leyes y por el gobierno mismo de Fernando. La reproducción de este bárbaro medio de apremio y de exploración de los delitos causó más indignación e irritó más al pueblo y a todos los hombres sensatos que los suplicios y la muerte. Por desgracia ni estas conspiraciones servían de saludable aviso al rey, ni fueron Richard y Yandiola los últimos que perecieron en el cadalso, como habremos luego de ver.
Tampoco aflojó el rigor, ni hubo más indulgencia que antes con los afrancesados, a pesar del decreto de 26 de enero, puesto que algunos meses después (28 de junio, 1816), además del extrañamiento y del secuestro de bienes, se mandaba formarles causa en averiguación del grado de criminalidad que hubiera habido en su conducta, y se sujetaba a las viudas de los que hubieran perecido en la expatriación a la vigilancia de las autoridades en los pueblos en que se estableciesen (8 de agosto). Y pocos días más adelante (22 de agosto), con motivo de una consulta hecha acerca de los intendentes nombrados por el rey intruso, se les reprodujo la prohibición absoluta de regresar a España.
Verdad es, y la imparcialidad exige decirlo, que en este período, y especialmente durante el ministerio de Cevallos, advertíase al gobierno menos ocupado en la tarea de perseguir hombres y opiniones, y más dedicado a premiar los servicios hechos al país en la pasada lucha, a reorganizar la nación, aunque sobre los principios y máximas del antiguo régimen, a promover algunos intereses materiales, y a mejorar el estado lamentable en que por efecto de tantos trastornos habían quedado ciertas clases de la sociedad y ciertos establecimientos benéficos. Menudeaban los reales decretos otorgando mercedes de títulos de Castilla, condecoraciones, ascensos, grados, pensiones, y otras distinciones y gracias a los que se habían señalado en acciones de guerra, y en las defensas de las poblaciones y de las plazas fuertes, y el rey tomaba a su cargo (21 de julio, 1816) la reedificación de la ciudad de San Sebastián, incendiada y destruida por los ingleses del modo atroz que en otra parte hemos referido. Restablecíanse conventos, colegios mayores, y otros establecimientos e institutos que la reforma había suprimido. Dictábanse algunas medidas útiles encaminadas al fomento de la agricultura; se promovía la beneficencia domiciliaria, se creaban juntas de caridad, y se discurrían algunos otros medios de proveer a la manutención y subsistencia de los expósitos y de las clases proletarias.
Era no obstante lastimoso el estado del crédito y de la hacienda, mal administrados los escasos recursos del reino, faltando para suplir a la riqueza nacional las remesas de América, emancipadas o insurrectas las colonias, creciendo cada día la deuda pública, debiéndose a la marina, al ejército y a los empleados civiles porción de mensualidades de sus sueldos o haberes, no viéndose cómo ni de dónde poder subvenir a los crecientes apuros y ahogos. El rey, aunque al principio estableció en la real casa cierta economía que rayaba en mezquindad, suprimiendo prodigalidades y larguezas que se acostumbraban en los reinados anteriores, y hasta las pequeñas dádivas con que contaban como gajes los palaciegos, después no se mostraba escrupuloso ni en gastar más que sus antepasados, ni en recibir para ello las sumas que, so pretexto de ahorros, le regalaban los jefes de la administración, y que sufragaban no solo para sus atenciones sino para ir colocando sobrantes en los bancos extranjeros, como economía y como recurso para una eventualidad.
Habíase entretanto verificado uno de esos acontecimientos, que sobre distraer agradablemente los pueblos regidos por monarquías, les hacen comúnmente concebir esperanzas de cambios lisonjeros y prósperos: tales son los matrimonios de los reyes. En la primavera de este año (1816) se había ya concertado el segundo matrimonio de Fernando con la princesa doña María Isabel de Portugal, y al mismo tiempo el del infante don Carlos con doña María Francisca, hermana de aquella. En el concierto de este doble enlace anduvo mezclado y tomó parte activa un fraile franciscano llamado Fr. Cirilo Alameda, a quien veremos ocupar altas dignidades y representar papeles y cargos de grande importancia en el reinado de Fernando VII, y que al tiempo que esto escribimos ocupa la silla primada de las Españas, investido de la púrpura cardenalicia. Fue el ajuste de aquellos enlaces promulgado y solemnizado con gran pompa y con públicos festejos y alegres demostraciones, y en los muchos meses que todavía mediaron hasta su realización, apenas pasaba día sin que se estampase en la Gaceta alguna noticia de las augustas princesas, o alguna felicitación de particulares, de pueblos o de corporaciones. Desde que se embarcaron para venir a España, durante su permanencia en Cádiz, donde se celebraron los desposorios por poderes que para ello llevó de los dos príncipes españoles el duque del Infantado, presidente del Consejo Real, y en su largo y pausado viaje a la capital del reino, el diario oficial salía cada día lleno de individuales noticias y pormenores acerca de las dos augustas desposadas, y la nación entera parecía no pensar más que en este Fausto suceso.
Una semana permanecieron en Cádiz (del 4 al 11 de setiembre 1816), recibiendo agasajos y obsequios de todo linaje, y tanto en aquella ciudad como en el viaje a la corte, en que invirtieron más de quince días, fue la reina acogida como un iris de paz y como un astro de benéfico influjo, a cuyo juicio ayudaba lo agraciado de su fisonomía. La entrada en Madrid (28 de setiembre 1816), acompañada del rey, de los infantes y de una espléndida comitiva, por en medio de arcos de triunfo, recargados de emblemas y de inscripciones laudatorias en verso, con prodigalidad estampadas{10}, fue de lo más esplendente y lucido que se había visto en España en esta clase de fiestas, y el pueblo de Madrid excedió en demostraciones amorosas a todos los del tránsito. En aquel mismo día se celebraron las dobles bodas, siendo padrino en ambas el infante don Antonio.
A pesar de la penuria pública, de los ahogos del tesoro y de la ruina completa del crédito, prodigáronse con motivo de las reales nupcias mercedes y gracias sin cuento, tanto a las clases eclesiástica y civil como a las del ejército y armada, títulos de Castilla, ascensos, empleos, honores, grandes y pequeñas cruces, bandas y grandezas de España. Dos Gacetas extraordinarias se publicaron en un solo día (13 de octubre 1816), cuyas columnas llenaban exclusivamente los nombres de los agraciados por la real munificencia. Baste decir que se dieron nueve collares del Toisón de oro, trece grandes cruces de Carlos III, se nombraron cuatro capitanes generales de ejército, diez y siete tenientes generales, cuarenta y dos mariscales de campo, setenta brigadieres; en igual proporción se otorgaron ascensos a las demás clases del ejército de mar y tierra: bandas de María Luisa, encomiendas, cruces, pensionadas y supernumerarias, llaves de gentiles hombres, &c., &c.{11}
Entre las distinciones honoríficas que en aquel tiempo se otorgaron, ninguna tan señalada como la que el monarca dispensó a su primer ministro don Pedro Cevallos (15 de octubre, 1816); no tanto por el privilegio que le concedió de añadir a los blasones del escudo de armas de su familia el honroso lema o mote: Pontifice ac Rege æqué defensis, cuanto por los relevantes elogios con que en el real decreto ensalzaba y encarecía sus servicios y merecimientos. Pocas veces un soberano había adulado a un súbdito en un documento oficial, público y solemne, con alabanzas tan lisonjeras y exquisitas{12}. Y sin embargo, a los quince días justos (30 de octubre, 1816) a este mismo ministro le admitió la dimisión que hizo de las dos secretarías que desempeñaba, en propiedad la de Estado, la de Gracia y Justicia interinamente, confiriéndolas en los propios términos a don José García de León y Pizarro. Y aquel mismo ministro partía luego a Santander, y de allí a la embajada de Viena, dorando con este cargo su honroso destierro.
La situación desdichada en que habían puesto a la hacienda los desaciertos del reinado anterior, la pasada guerra, la ignorancia económica y las prodigalidades de éste, obligaron a Fernando a prescindir por un momento de las opiniones absolutistas que exigía como primera condición en todos sus servidores, y a encomendar la gestión de la hacienda pública, en reemplazo de don Manuel López Araujo, al célebre don Martín de Garay (23 de diciembre, 1816), como al único que podía remediar el deplorable estado de la administración y levantar de la postración el crédito, por su fama de buen rentista, no obstante ser conocido por afecto al sistema constitucional y a la monarquía representativa con dos estamentos, como perteneciente a la escuela de Jovellanos.
Con este nombramiento, y con las esperanzas que se habían fundado en la influencia y suave ascendiente que se suponía había de ejercer en el ánimo del rey la bella alma y el natural atractivo de su agraciada esposa, sustituyendo al maléfico influjo de vulgares y corrompidos palaciegos, alentáronse los hombres ilustrados y de ideas templadas, creyendo y como presagiando un cambio feliz en la marcha del rey y del gobierno en dirección opuesta a la que hasta entonces habían llevado. Pronto veremos cómo en el año entrante salieron fallidos los cálculos de los que así pensaban y tales mudanzas manifestaban prevéer.
{1} Estaban, por el Papa, el cardenal Gonsalvi; por Austria, el príncipe de Metternich, y el barón de Wessenberg; por Rusia, los condes de Rassumouski, de Strackleberg y de Nesselrode; por la Gran Bretaña, lord Castlereagh, el duque de Wellington, y los lores Cathcart, Clancarty y Stewart; por Prusia, el príncipe Hardenberg y el barón de Humboldt; por Francia, el príncipe de Talleyrand y el duque de Dalberg; por Baviera, el príncipe de Wrede y el conde Rechberg, &c., &c.
{2} Artículo 105 de los estipulados en el Congreso de Viena.
{3} Las principales reparticiones de Estados que se hicieron por aquella acta famosa fueron las siguientes: –Se devolvió al Austria el reino lombardo-veneto, con la Valtelina y la Dalmacia veneciana: –Toscana, Módena y Parma se dieron a los miembros de la familia imperial: –la Baviera cedió al Austria el Tirol, el Voralberg y el Salzbourg hasta Salzac: –la Rusia, la parte de la Galitzia oriental que había adquirido en 1809: –Rusia recibió en cambio el gran ducado de Varsovia, que fue erigido en reino, y al cual se dio una constitución garantida por todas las potencias: –Cracovia se hizo un estado libre: –Prusia recibió como indemnización una parte de la Polonia, el gran ducado de Posen, la mitad de la Sajonia, la Pomerania sueca, el Cleves-Berg, y una gran parte de la orilla izquierda del Rin hasta el Saar: –Dinamarca, cediendo la Noruega a la Suecia, obtuvo la Sajonia-Lounenbourg, y se hizo miembro de la Confederación: –la Baviera adquirió a Wurtzbourg, Aschaffenbourg, y el círculo del Rin sobre su margen izquierda: –el Hannover, erigido en reino, se aumentó con el país de Hildesheim y la Frisia: –la Holanda y la Bélgica reunidas formaron el reino de los Países Bajos: –Inglaterra conservó a Malta, Helgoland, algunas colonias, y el protectorado de las Islas Jónicas, que fue restablecido: –a la Confederación suiza se agregaron tres cantones, y se reconoció su perpetua neutralidad: –la Cerdeña, a la cual se agregó Génova, fue restablecida en reino, y se fijó su herencia en la familia de Carignan, &c.
{4} Gaceta del 27 de abril, 1815.
{5} Decreto restableciendo los Jesuitas.– Desde que por la infinita y especial misericordia de Dios nuestro Señor, para conmigo y para con mis muy leales y amados vasallos, me he visto en medio de ellos restituido al glorioso trono de mis mayores, son muchas y no interrumpidas hasta ahora las representaciones que se me han dirigido por provincias, ciudades, villas y lugares de mis reinos, por arzobispos, obispos y otras personas eclesiásticas y seglares de los mismos, de cuya lealtad, amor a su patria, e interés verdadero que toman y han tomado por la felicidad temporal y espiritual de mis vasallos, me tienen dadas muy ilustres y claras pruebas, suplicándome muy estrecha y encarecidamente me sirviese restablecer en todos mis dominios la Compañía de Jesús, representándome las ventajas que resultarán de ello a todos mis vasallos, y excitándome a seguir el ejemplo de otros soberanos de Europa que lo han hecho en sus Estados, y muy particularmente el respetable de Su Santidad, que no ha dudado revocar el breve de Clemente XIV, de 24 de julio de 1773, en que se extinguió la orden de los regulares de la Compañía de Jesús, expidiendo la célebre Constitución de 21 de agosto del año último: Sollicitudine omnium ecclesiarum, &c.
Con ocasión de tan serias instancias he procurado tomar más detenido conocimiento que el que tenía sobre la falsedad de las imputaciones criminales que se han hecho a la Compañía de Jesús por los émulos y enemigos, no solo suyos, sino más propiamente de la religión santa de Jesucristo, primera ley fundamental de mi monarquía, que con tanto tesón y firmeza han protegido mis gloriosos predecesores, desempeñando el dictado de Católicos que reconocieron y reconocen todos los soberanos, y cuyo celo y ejemplo pienso y deseo seguir con el auxilio que espero de Dios; y he llegado a convencerme de aquella falsedad, y de que los verdaderos enemigos de la religión y de los tronos eran los que tanto trabajaron y minaron con calumnias, ridiculeces y chismes para desacreditar a la Compañía de Jesús, disolverla y perseguir a sus inocentes individuos. Así lo ha acreditado la experiencia, porque si la Compañía acabó por el triunfo de la impiedad, del mismo modo y por el mismo impulso se ha visto en la triste época pasada desaparecer muchos tronos; males que no habrían podido verificarse existiendo la Compañía, antemural inexpugnable de la religión santa de Jesucristo, cuyos dogmas, preceptos y consejos son los que solos pueden formar tan dignos y esforzados vasallos como han acreditado serlo les míos en mi ausencia, con asombro general del universo. Los enemigos mismos de la Compañía de Jesús que más descarada y sacrílegamente han hablado contra ella, contra su santo fundador, contra su gobierno interior y política, se han visto precisados a confesar que se acreditó con rapidez la prudencia admirable con que fue gobernada; que ha producido ventajas importantes por la buena educación de la juventud puesta a su cuidado, por el grande ardor con que se aplicaron sus individuos al estudio de la literatura antigua, cuyos esfuerzos no han contribuido poco a los progresos de la bella literatura; que produjo hábiles maestros en diferentes ciencias, pudiendo gloriarse de haber tenido un más grande número de buenos escritores que todas las otras comunidades religiosas juntas; en el Nuevo Mundo ejercitaron sus talentos con más claridad y esplendor, y de la manera más útil y benéfica para la humanidad; que los soñados crímenes se cometían por pocos; que el más grande número de los jesuitas se ocupaba en el estudio de las ciencias, en las funciones de la religión, teniendo por norma los principios ordinarios que separan a los hombres del vicio y los conducen a la honestidad y a la virtud.
Sin embargo de todo, como mi augusto abuelo reservó en sí los justos y graves motivos que dijo haber obligado a su pesar su real ánimo a la providencia que tomó de extrañar de todos sus dominios a los jesuitas, y las demás que contiene la pragmática sanción de 2 de abril de 1767, que forma la ley 3.ª, lib. 1.º, tít. 26 de la Novísima Recopilación; y como me consta su religiosidad, su sabiduría, su experiencia en el delicado y sublime arte de reinar; y como el negocio por su naturaleza, relaciones y trascendencia debía ser tratado y examinado en el mi Consejo para que con su parecer pudiera yo asegurar el acierto en su resolución, he remitido a su consulta con diferentes órdenes varias de las expresadas instancias, y no dudo que en su cumplimiento me aconsejará lo mejor y más conveniente a mi real persona y Estado, y a la felicidad temporal y espiritual de mis vasallos.
Con todo, no pudiendo recelar siquiera que el Consejo desconozca la necesidad y utilidad pública que ha de seguirse del restablecimiento de la Compañía de Jesús, y siendo actualmente más vivas las súplicas que se me hacen a este fin, he venido en mandar que se restablezca la religión de los jesuitas por ahora en todas las ciudades y pueblos que los han pedido, sin embargo de lo dispuesto en la real pragmática-sanción de 2 de abril de 1767, y de cuantas leyes y reales órdenes se han expedido con posterioridad para su cumplimiento, que derogo, revoco y anulo en cuanto sea necesario, para que tenga pronto y cabal cumplimiento el restablecimiento de los colegios, hospicios, casas profesas y de noviciado, residencias y misiones establecidas en las referidas ciudades y pueblos que los hayan pedido; pero sin perjuicio de extender el restablecimiento a todos los que hubo en mis dominios, y de que así los restablecidos por este decreto, como los que se habiliten por la resolución que dé a la consulta del mismo Consejo, queden sujetos a las leyes y reglas que en vista de ella tuviese a bien acordar, encaminadas a la mayor gloria y prosperidad de la monarquía, como al mejor régimen y gobierno de la Compañía de Jesús, en uso de la protección que debo dispensar a las órdenes religiosas instituidas en mis Estados, y de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la de mis vasallos, y respeto de mi corona. Tendreislo entendido, y lo comunicaréis para su cumplimiento a quien corresponda. En Palacio, a 29 de mayo de 1815.– A don Tomás Moyano.
{6} Entre los jesuitas notables que regresaron a su patria se contaban los padres Castañiza, Cantón, Arévalo, Masdeu, Prats, Roca, Ruiz, Soldevila, Goya, Soler, Serrano, Cordón, Montero, Ochoa, La Carrera, Villavicencio, Alemán, Muñoz, Alarcón, Ugarte y algunos otros.
{7} Merece ser conocido el texto de la real orden.– «Queriendo (decía) dar una pública demostración de mi justicia, para que sirva de escarmiento en mi reinado a los vasallos que abusando de mi confianza y ardientes deseos del acierto en procurar la felicidad de mis pueblos, se atreven a acercarse a mi real persona para levantar calumnias, darme falsos informes, y proponerme bajo la apariencia del bien de la nación providencias opuestas a él, llevados solamente de odios personales u otros motivos, vengo en mandar que don Felipe González Vallejo, por haber abusado en tales términos de mi confianza y buenos deseos, quedando destituido del empleo de director de las reales fábricas de Guadalajara y Brihuega, pase, usando de conmiseración, a la plaza de Ceuta, y subsista confinado en ella por el término de diez años, sin poder salir, aun después de cumplido, mientras que no obtenga mi real permiso. Tendreislo entendido, lo publicaréis, y daréis las órdenes convenientes a quienes corresponda.– Rubricado de la real mano.– En Palacio a 28 de enero de 1816.– Al marqués de Campo-Sagrado.»
{8} Alamán, Historia de Méjico, libro VI, cap. 4.º
{9} Alamán, libro VII, cap. 1.º– Gaceta de Madrid de 25 de julio, 1816.
{10} Todas ellas eran obra del poeta don Juan Bautista Arriaza, entonces oficial de la Secretaría de Estado.
{11} A Fr. Cirilo Alameda se le dieron los honores del tribunal de la suprema Inquisición, y una pensión eclesiástica de 15.000 reales.
{12} «Atendiendo (decía) a los importantes y distinguidos servicios que por espacio de muchos años me habéis hecho a mí y a mi augusto padre, tanto en el desempeño de los graves negocios puestos a vuestro cuidado, cuanto en la conducta sabia, leal y circunspecta que habéis observado en las delicadas circunstancias de quererse atropellar calumniosamente mi inocencia, en las de mi exaltación al trono por la renuncia de mi amado padre, en las de mi viaje a Bayona, y en las que en esta ciudad ofreció al mundo con escándalo el mayor de los tiranos Bonaparte, a quien hicisteis frente, y contra quien sostuvisteis con energía y firmeza de carácter mis derechos y los de la nación española: en atención también a la gloria universal de que os hicieron digno los dos manifiestos que en diferentes épocas publicasteis con tanta oportunidad, que corristeis a la faz de la Europa el velo que cubría las perniciosas y desmoralizadas máximas del mismo tirano, escritos que sin duda influyeron a que fuese conocido, y que se tratase seriamente de su ruina; y en consideración por último a los servicios que en la actualidad me estáis haciendo como mi primer secretario de Estado y mi despacho, y a vuestra constante lealtad y amor a mi persona, siendo mi real ánimo que méritos de esta naturaleza no se oscurezcan ni expongan al olvido, antes sí que se perpetúe su memoria honoríficamente en vuestra ilustre casa, he venido en concederos privilegio, &c.»– No conocía el buen Fernando que aplaudir y encomiar a Cevallos por su conducta en los sucesos de Bayona y en la defensa de sus derechos contra Napoleón, era deprimirse y condenarse a sí mismo, que había seguido una conducta diametralmente opuesta.