Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro XI ❦ Reinado de Fernando VII
Capítulo III
Funesto sistema de gobierno
Nuevas conspiraciones
De 1817 a 1820
Laudable conducta de la reina.– Mala correspondencia del rey.– Escenas deplorables.– Lozano de Torres ministro de Gracia y Justicia.– Elevación escandalosa.– Sigue el sistema de opresion.– Conspiración de Lacy en Cataluña.– Trágico fin que tuvo.– Censurables manejos en el proceso y en la ejecución de la sentencia.– Muere Lacy arcabuceado en Mallorca.– Fallecimiento del infante don Antonio.– Eguía segunda vez ministro de la Guerra.– Infructuosos esfuerzos de Garay para la mejora del crédito y el arreglo de la hacienda, y sus causas.– Lastimoso estado del reino.– Miseria pública.– Plaga de malhechores y bandidos.– Medidas para su persecución.– Estancamiento de los elementos de riqueza por efecto de las absurdas leyes prohibitivas.– Lamentos de los pueblos.– Política exterior.– Remédiase en algo, aunque tarde, el derecho de España lastimado en el Congreso de Viena.– Malhadada compra y adquisición de una escuadrilla rusa.– Interior: clasificación de la deuda del Estado.– Bula pontificia para aplicar a su extinción ciertas rentas eclesiásticas.– Disgusto y enemiga del clero y del partido absolutista contra Garay.– Su caída y destierro.– Salida y reemplazo de otros ministros.– Dolorosa y sentida muerte de la reina Isabel de Braganza.– Triste situación en que otra vez se encuentran los liberales.– Tiranías y atropellos de Elío en Valencia.– Conspiración de Vidal.– Suplicio de Vidal y de otros compañeros de conjuración.– Heroísmo del joven Beltrán de Lis.– Luto grande en Valencia.– Muerte de María Luisa y de Carlos IV, padres del rey.– Su hermano el infante don Francisco casa con la princesa Luisa Carlota de Nápoles.– Tercer matrimonio de Fernando VII con la princesa María Amalia de Sajonia.– Carácter de la nueva reina.– Empréstito de 60 millones.– Malestar del reino.– Mudanza de ministros.– Salida de Lozano de Torres.– Ministerio de Mataflorida.– Antecedentes y conducta de este personaje.– Auméntase el disgusto público.– Conspiración en el ejército.– Síntomas y esperanzas de una sublevación general.
La reina Isabel de Braganza hacía en efecto laudables esfuerzos, no solo por captarse el cariño de su regio esposo, sino también por apartar de su lado y alejar del alcázar las maléficas influencias que conducían a Fernando por los malos caminos. Para ello empleaba los recursos lícitos de la mujer y de la esposa, haciendo valer las gracias de que estaba dotada, y estudiando los medios de agradar a su marido, y de satisfacer hasta sus caprichos. Pareció no mostrarse indiferente Fernando a sus atractivos y a sus caricias, y advertíase haber acertado Isabel a inspirarle cariño.
Mas por una parte, queriendo Fernando huir de las privanzas que habían perdido a su padre, habíase propuesto no dejarse dominar ni por un favorito ni por su propia esposa, no advirtiendo que por apartarse de este peligro había caído en otro no menos funesto, cual era el de dejarse encadenar por una baja camarilla de su servidumbre. Por otra, apoderados ya estos serviles aduladores del corazón de Fernando, y acostumbrados a explotar sus flaquezas de hombre, especialmente Alagón y Chamorro, que eran al propio tiempo los negociadores y los confidentes de ciertas aventuras nocturnas que llegaron ya a ser objeto y pasto de las lenguas del vulgo, continuando en su propósito no solo lograron entibiar el amor conyugal, sino que llevaron sus malos oficios hasta producir escenas lamentables de familia, dolorosas para la reina, deshonrosas para el rey y sus satélites; escenas en que intervinieron personas de alta y baja esfera, cuyos nombres estampan algunos escritores, y cuyos pormenores refieren, pero que nosotros no hacemos sino apuntar, por parecernos más de carácter privado y doméstico, que asunto propio de historia.
Si por este lado veían defraudadas sus esperanzas los que habían creído en un cambio favorable de influencias debido a la bondadosa Isabel, no vieron más cumplidas las que fundaron respecto a mudanza política en el ministerio de don Martin de Garay. Pues si bien en 29 de enero (1817) le confirió el rey la propiedad de la Secretaría de Hacienda, «como una prueba, decía, de lo satisfecho que se hallaba de su buen desempeño,» en aquel mismo día neutralizó la significación de este acto, dando a Garay por compañero en el ministerio de Gracia y Justicia al famoso don Juan Lozano de Torres, hombre ignorante y de malévolos instintos, que ni era togado, ni siquiera sabía latín, y que por la adulación y la bajeza, fingiendo un entusiasmo exagerado y ridículo por la persona del rey, se había encumbrado desde la esfera más humilde hasta el puesto de consejero honorario de Estado. Para venir a este funesto nombramiento había hecho la camarilla que el rey destituyese de una manera nada digna al ilustrado don Manuel Abad y Queipo, obispo de Mechoacán, nombrado pocos días hacía{1}. Con esto y con haber conferido otra vez la capitanía general de Castilla la Nueva al terrible Eguía, puede deducirse cuán poco durarían las ilusiones concebidas por los liberales con la elevación de Garay al ministerio.
Iguales causas producían idénticos efectos. El sistema de opresión traía las conspiraciones, cuyo hilo no se había cortado, y cuya madeja estaba en las sociedades secretas. Introducidas estas asociaciones en España por los franceses, y adhiriéndose a ellas los parciales del gobierno intruso, anatematizadas al principio y miradas con horror por la generalidad de los españoles, así por los misteriosos símbolos y pavorosas escenas que se contaban de las logias masónicas, como por saberse que estaban severamente condenadas por los pontífices, fueron sin embargo atrayendo a hombres de ciertas ideas, bien por amor a la novedad, bien por las máximas de beneficencia, de tolerancia y de libertad que constituían su emblema. Ya en Cádiz, durante el sitio de las tropas francesas, se habían formado y establecido algunas de estas sociedades, si no con consentimiento, por lo menos sin persecución y con cierta aquiescencia de parte del gobierno constitucional. Derribado éste, y sustituido por el despotismo político y por la ruda intolerancia religiosa, propendieron los constitucionales a reunirse y agruparse en secreto, ya que de público les era imposible, para defenderse y ayudarse mutuamente, y trabajar por el restablecimiento de la libertad, bien que con toda la cautela que hacía necesaria la vigilancia de la policía y de la recién restaurada Inquisición. Las circunstancias hicieron que se fijase al pronto en Granada el centro de la masonería, con el título de Grande Oriente, aunque con algunas reformas hechas en la organización de las de otras partes. Estableciéronse después en Madrid y en otros diferentes puntos. Si no todos los asociados llevaban el mismo objeto, no hay duda que muchos se afiliaban en las logias con el fin de aspirar a sacudir el yugo del absolutismo y de la intolerancia teocrática, y de restablecer o la Constitución de 1812, u otro gobierno igual o parecido.
Por otra parte la postergación en que se tenía a aquellos generales que más se habían distinguido y más servicios habían prestado en la guerra de la independencia, pero que eran tildados de adictos al gobierno constitucional, los predisponía a trabajar en contra de un gobierno tiránico e injusto, al cual parecía no servir de lección ni de aviso los ejemplos de Mina en Navarra, de Richard en Madrid, de Porlier en Galicia. Ahora reventó el fuego de aquel volcán en Cataluña, donde la conjuración, además de los elementos y ramificaciones con que contaba en el ejército y en las clases influyentes del país, iba a ser dirigida por generales tan insignes, y de tanta fama, crédito y prestigio como Lacy y Milans. Pero sucedió lo que es tan común en esta clase de empresas, para las cuales se necesita contar con el valor, el secreto y la fidelidad de muchos; que traslucido el plan, y denunciado además por dos de los oficiales conjurados, fuese por cobardía o por soborno, al capitán general del Principado, que lo era don Francisco Javier Castaños, éste tuvo tiempo de prevenirse y dictar sus medidas de represion para cuando el caso llegase.
Así fue que el 5 de abril (1817), día señalado para el estallido, solo dos compañías del batallón ligero de Tarragona concurrieron a Caldetas, en cuyos baños minerales Lacy se hallaba, y con ellas solas se trasladó el bravo guerrero al punto designado para la reunión de todos, que era la casa de campo de don Francisco Milans. Mas en vez de acudir los demás cuerpos, solamente llegaban de varios puntos oficiales sueltos de los comprometidos, anunciando, despavoridos y asustados, que todo estaba descubierto. Inútiles fueron los esfuerzos de Lacy y de Milans por alentar y dar cuerpo a la revolución; sucedioles lo que antes había acontecido a Porlier, sus mismos soldados los abandonaron, presentándose a las autoridades. Perseguidos por varios destacamentos de tropas y pelotones de paisanos, Milans logró escaparse con un grupo que le seguía; Lacy, delatado por el dueño de una quinta en que entró a descansar, fue hecho prisionero; el oficial a quien se rindió (justo es que se sepa su nombre; era un alférez de Almansa llamado don Vicente Ruiz), condújose con él caballerosamente; al entregarle su espada, díjole el oficial: «V. E. me dispensará que no acepte su acero, porque en ninguna mano está mejor que en la suya.»
Castaños anunció a los catalanes como un gran triunfo haber sido deshecha y aniquilada la conspiración. Encerrado el desventurado Lacy en la ciudadela de Barcelona, y formado consejo de guerra para juzgarle, fue sentenciado a la pena de muerte. Extraño y singular, y ciertamente incomprensible fue el fundamento en que apoyó Castaños su voto y su fallo. «No resulta del proceso, decía, que el teniente general don Luis Lacy sea el que formó la conspiración que ha producido esta causa, ni que pueda considerarse como cabeza de ella; pero hallándole con indicios vehementes de haber tenido parte en la conspiración, y sido sabedor de ella, sin haber practicado diligencia alguna para dar aviso a la autoridad más inmediata que pudiera contribuir a su remedio, considero comprendido al teniente general don Luis Lacy en los artículos 26 y 42, título 10, tratado 8.º de las Reales Ordenanzas: pero considerando sus distinguidos y bien notorios servicios, particularmente en este Principado y con este mismo ejército que formó, y siguiendo los paternales impulsos de nuestro benigno soberano, es mi voto que el teniente general don Luis Lacy sufra la pena de ser pasado por las armas; dejando al arbitrio el que la ejecución sea pública o privadamente según las ocurrencias que pudieran sobrevenir, y hacer recelar el que se alterase la pública tranquilidad.»
Recelos eran éstos no destituidos de fundamento, por el grande y merecido prestigio de que Lacy gozaba en el ejército y en el pueblo, los cuales ensalzaban acordes en todas partes las glorias y hazañas del ilustre preso, y se interesaban por su suerte, y dolíales verle morir, tanto que Castaños, temeroso de que los catalanes intentaran libertarle, consultó al gobierno si convendría que la sentencia se ejecutase en otro punto. Por el ministerio de la Guerra se previno y ordenó secreta y reservadamente a Castaños todo lo que había de ejecutar para que la víctima no se libertase del sacrificio. Las instrucciones eran (7 de junio, 1817), que en el caso de recelarse que se pudiera alterar la tranquilidad pública en Barcelona, se trasladara al reo con todo sigilo y seguridad a la isla de Mallorca a disposición de aquel capitán general, para que sin preceder más consulta sufriera allí la pena. Con arreglo a estas instrucciones, y habiéndose hecho divulgar en Barcelona que el rey había perdonado la vida a Lacy, destinándole a un castillo para donde había de embarcársele pronto, embarcósele una noche (30 de junio, 1817) para Mallorca, con órdenes al fiscal de la causa y a los comandantes de los buques para que en el caso de que en alta mar se intentase salvar al reo, le quitasen la vida en el acto.
Nada ocurrió en la navegación, y Lacy, llegado que hubo a Mallorca, fue recluido en el castillo de Bellver, muy persuadido de que aquella y no otra era su condena. El capitán general marqués de Coupigny sabía lo que tenía que hacer. Sabíalo también el fiscal, que en 4 de julio (1817) se presentó en la prisión a notificar al reo la sentencia de su muerte. Recibiola aquél con corazón firme y rostro sereno. La ejecución fue inmediata. A la primera hora de la mañana del 5 bajósele al foso, y allí fue arcabuceado, mandando él mismo a la escolta encargada de cumplir tan triste deber. Así pereció el benemérito don Luis Lacy, cuyas hazañas y servicios al rey y a la patria en la Mancha, en Andalucía y en Cataluña durante la gloriosa lucha contra los franceses pregonaba la fama dentro y fuera de la Península. Y así iban acabando en el cadalso, víctimas del amor a la libertad y de la tiranía de un poder intolerante e ingrato, los ciudadanos y guerreros que habían dado a la nación más días de lustre y de gloria, y habían afianzado más su independencia, libertándola de una dominación extraña.
Había en este intermedio fallecido (20 de abril 1817) de una pulmonía, a los sesenta y un años de edad, el infante don Antonio Pascual, tío del rey; aquel príncipe que tan notable se había hecho por la estrechez de sus facultades intelectuales, por su ignorancia y fatuidad, y por aquellas extravagancias y dislates que de él se contaban y ha conservado la historia. Y sin embargo, en el artículo de oficio en que se anunciaba su muerte pintábasele adornado de egregias virtudes cristianas y sociales, grandemente aficionado a las ciencias y a las artes, las cuales se decía haber perdido con él un generoso protector, y parecía haber perdido también la patria alguna de esas lumbreras que la irradian con sus luces. ¡Verdad es que al fin le habían hecho Doctor! Los liberales no tenían motivos para llorar su muerte.
Mas no hay que pensar que este linaje de adulación le empleasen solamente los palaciegos y cortesanos: era una especie de enfermedad de que se habían contagiado los pueblos. Ellos no se contentaban con felicitar cada día al rey por lo que hiciera o dejara de hacer, importante o liviano, saliendo cada día la Gaceta llena de plácemes y parabienes, sino que bastaba que un ministro gozase de algún favor con el monarca para que ensalzasen hasta el cielo sus virtudes, siquiera fuese de la laña de un Lozano de Torres, a quien entre otras lisonjas dieron los pueblos en la manía de aclamarle su regidor perpetuo, distinción a que se conoce era muy aficionado; de tal modo que a haber estado algún tiempo más en el ministerio, habría sido regidor perpetuo de la mitad de los ayuntamientos de España. Los títulos y merecimientos de Lozano para obtener distinciones honoríficas se demostraban con el hecho de haberse fundado el rey, para condecorarle con la gran cruz de Carlos III, en el mérito singular de haber publicado el embarazo de la reina{2}.
En el mismo día que Fernando otorgó esta merced a Lozano de Torres, rubricó el decreto elevando otra vez al furibundo Eguía de la capitanía general de Madrid al ministerio de la Guerra (19 de junio, 1817), y exonerando al honrado marqués de Campo-Sagrado, no sin hacerle dos horas antes de este golpe un regalo de confianza y otras afectuosas demostraciones, según de costumbre tenía. Las honras y los cargos habían vuelto otra vez a manos de los hombres perseguidores, sanguinarios y terribles, como don Carlos España en Cataluña, y como Elío en Valencia, donde entre otras pruebas de su habitual dulzura dio la de restablecer el tormento, obteniendo por ello una gran cruz.
Puede calcularse cuán falsa sería la posición del ministro don Martín de Garay entre tales compañeros de gabinete, y envuelto en una atmósfera de tan contrarios y fatales elementos. En vano se esforzaba por llenar su misión, que era la de levantar el postrado y arruinado crédito público. Algunas medidas aisladas planteó con este buen propósito: mas sobre la dificultad de resucitar lo que podía llamarse un cadáver, no solo le contrariaban cuanto podían, que era mucho, los cortesanos y los realistas, sino que empleaban el sarcasmo y el ridículo para desvirtuar sus providencias o hacerlas odiosas al monarca y al pueblo, si bien no le faltaban tampoco algunos amigos que las defendieran por los mismos medios y con las mismas armas que las combatían sus contrarios{3}. Añádase a á esto que uno de los elementos con que Garay contaba para la alza de los vales reales, una vez restablecida la Inquisición, cuyos bienes habían destinado a su extinción las Cortes, eran las rentas del clero, para lo cual, aunque con repugnancia del rey, abrió negociaciones con la corte de Roma. Bastaba este intento, que no era sino como un recurso preliminar en tanto que preparaba un plan general de hacienda, para atraerse la enemiga de una clase poderosa y temible, que había de crearle invencibles embarazos.
Síntoma triste era también, así de la miseria que al pueblo aquejaba, como de la mala administración de estos tiempos, sin que desconozcamos tampoco las fatales reliquias que tras sí dejan las guerras largas, la inseguridad de los caminos y de las poblaciones, aquellos y éstas plagados de salteadores, ladrones y malhechores, que traían en continua inquietud, alarma y peligro a los ciudadanos pacíficos y honrados. Para acudir al remedio de tan grave mal viose el rey obligado a expedir a consulta del Consejo una real cédula (10 de julio, 1817), en que se mandaba, que todos los capitanes o comandantes generales de las provincias pusieran en movimiento ordenado y continuo cuantas tropas tuviesen disponibles para la persecución y aprehensión de los facinerosos y bandidos; que éstos fueran inmediatamente entregados a las salas del Crimen de las respectivas audiencias; que estando las causas en plenario se estrecharan todo lo posible los términos para su conclusión y sentencia; que por lo menos una vez a la semana indefectiblemente se diera parte de los reos aprehendidos, día, paraje y modo, estado de la causa, &c.; que se restablecieran las escuadras, rondas y compañías de escopeteros y otras semejantes en Cataluña, Aragón, Valencia y Andalucía; que se diese a la tropa o paisanaje por cada malhechor que aprehendiese en despoblado una gratificación de 300 reales, y de 500 si fuese hecha en cuadrilla o con resistencia; que todos los que viajaran a cinco leguas del pueblo de su residencia llevaran pasaporte de las respectivas justicias, con término fijo para la presentación de ellos a la del lugar de su destino, expresando señas y armas, &c.{4}
No habría llegado, ni con mucho, a tal extremo la penuria pública en un país tan fértil como España sin las trabas que la mala administración ponía al desarrollo de la riqueza. Base de ella la agricultura, y habiendo la próvida naturaleza regalado en aquellos años abundantes cosechas, debiera haberse experimentado un bienestar general, o remediádose al menos las necesidades principales de la vida. Pero las absurdas leyes prohibitivas y restrictivas de aquel tiempo hacían que los pueblos de Castilla y otros centros productores, teniendo repletos y atestados de frutos sus graneros, y no pudiendo darles salida por falta de caminos y medios de trasporte y por estar prohibida la extracción, careciesen absolutamente de numerario y de todo otro recurso hasta para la mejora de sus fincas y el cultivo de sus campos. Con frecuencia elevaban sus sentidos clamores al rey, que solía consultar al Consejo, el cual pocas veces dejaba de detenerse ante consideraciones políticas mal entendidas para dictar las medidas que el buen sentido, cuanto más los buenos principios económicos, aconsejaban{5}.
Algo mejoró este año (1817) la situación de España en su política exterior respecto a las demás potencias, al menos en lo relativo al tratado de Viena; puesto que el nuevo embajador en París, duque de Fernán-Núñez, logró llenar, aunque tarde y en parte, el vacío que en los tratados de aquella asamblea había dejado el plenipotenciario don Pedro Gómez Labrador, adhiriéndose por fin España a la célebre acta de aquel Congreso, y quedando así incorporada a la gran confederación europea. También consiguió sancionar la reversión de los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla en favor del infante don Carlos Luis, y la de los Estados de Luca en el de la infanta reina de Etruria, como también entrar en la participación de las ventajas de los tratados concluidos con Francia en los años 1814 y 1815; que, tales como fuesen, era ignominioso para España haber quedado aislada y sin la debida intervención en el derecho público europeo en ellos establecido.
Pero la amistad particular de Fernando con el emperador de Rusia, su correspondencia autógrafa, y el influjo y privanza que con él ejercía el embajador ruso Tattischeff, constituido en una especie de centro de la camarilla, envolvíale en compromisos políticos y económicos que él no conocía y la nación lamentaba. Fue uno de ellos la desdichada compra de una escuadrilla rusa, compuesta de cinco navíos de línea de setenta y cuatro cañones, y tres fragatas de cuarenta y cuatro. Al decir de la Gaceta{6} venía en completo estado de armamento, y pronta para poder emprender largas navegaciones. Mas cuando arribó con ella a Cádiz el almirante Moller (21 de febrero, 1818), e hizo su entrega al gobierno español, advirtiose pronto que de todos los buques solo un navío y una fragata se hallaban en estado de servir, estando los demás apolillados y podridos. El suceso llamó la atención, pensose en el sacrificio hecho por la nación para su compra en circunstancias de lamentable penuria, calificose el negocio de escándalo, y nadie quería aparecer ni promovedor ni participante siquiera de lo que tan universal censura había excitado.
Inútilmente se esforzaba Garay por aliviar al tesoro, mejorar el estado de la hacienda y dar valor al crédito. La clasificación que hizo de la deuda en dos partes o secciones, una con el interés de 4 por 100, y otra con crédito reconocido, pero sin interés; y la promesa hecha (3 de abril, 1818), de que los vales no consolidados reemplazarían por suerte a los consolidados que se extinguiesen, alentó por algún tiempo las esperanzas del comercio y de los tenedores, que veían en ello una base de mejoras progresivas. Las negociaciones entabladas en el año anterior con la corte de Roma dieron por resultado que, convencido el pontífice de las verdaderas necesidades de España, expidiese la bula de 26 de junio (1818), permitiendo aplicar a la extinción de la deuda pública por espacio de dos años las rentas de las prebendas eclesiásticas que en adelante vacaren, y las de los beneficios de libre colación que no habían de proveerse en seis años.
Ya indicamos atrás que el intento solo de una medida de esta índole había alarmado y predispuesto al clero a entorpecer y contrariar los planes de Garay. Y como éste tenía ya contra sí cierto descontento de parte de la clase media y la enemiga del bando absolutista, cuya representación genuina y poderosa estaba en sus mismos compañeros de gobierno, y aun en el jefe y cabeza del Estado, hubo de reconocer al fin su impotencia para luchar, cuanto más para vencer tantos y tan fuertes elementos contra él conjurados. El restablecimiento de la contribución directa, en que quedaban absorbidas todas las antiguas, que fue la principal de sus disposiciones y de su plan de hacienda, no produjo los prontos y felices resultados que su buen celo le había hecho esperar, y el país que creyó verse libre por ella de sus antiguas y numerosas gabelas, se halló más recargado que antes. La camarilla por su parte supo bien aprovechar una de aquellas ocasiones que con frecuencia tenía para representar al rey la inutilidad de los servicios de Garay, y el golpe de gracia con que Fernando solía recompensar a sus servidores no se hizo esperar mucho. A la media noche del 14 de setiembre (1818), no solo el ministro de Hacienda don Martín de Garay, sino también el de Estado don José García León Pizarro, y el de Marina don José Vázquez Figueroa, se vieron arrancados de su lecho y de los brazos de su familia para partir al destierro, escoltados por fuertes piquetes de caballería. Quedaban en el ministerio el furibundo Eguía y el insigne Lozano de Torres. Ocuparon los puestos de los desterrados don José Imaz, el marqués de Casa-Irujo y don Baltasar Hidalgo de Cisneros{7}.
La otra esperanza de los liberales, la amable y virtuosa reina Isabel, no tardó en faltarles de un modo todavía más triste y digno de lástima. Aunque Isabel no había logrado apartar del lado del rey las influencias perniciosas, ni cambiar las inclinaciones y tendencias de su carácter, mirábasela siempre como un lazo que le sujetaba suavemente, o al menos le contenía de precipitarse en mayores desaciertos. Habíale hecho ya gustar las dulzuras de la paternidad, dando a luz, aunque con grave peligro (21 de agosto, 1817), una infanta, a la cual se puso por nombre María Isabel Luisa. La reina, dando ejemplo de buena y amorosa madre, la alimentaba con el jugo de su propio seno. El pueblo veía en esta princesa un lazo que estrecharía los afectos entre el rey, la reina y la nación; mas por desgracia su naturaleza poco robusta prometía una vida corta, y así fue que falleció a los pocos meses de haber venido al mundo (9 de enero, 1818).
Otra vez renacieron las esperanzas de nueva sucesión. Fernando iba a ser segunda vez padre; pero Dios no quiso conceder este don ni al monarca ni al reino. Hallándose la virtuosa y amable Isabel en altos meses de su embarazo, un ataque de alferecía la envió súbitamente al sepulcro (26 de diciembre, 1818), con gran dolor de los españoles, y con no poca aflicción del rey, a quien se observó, como nunca en su vida, apenado y tiernamente conmovido. Las circunstancias de la muerte habían sido en verdad terribles. Extrájosele sin vida la criatura que en sus entrañas abrigaba, y esparciose la voz de que al practicarse esta operación había lanzado la desventurada madre un ¡ay! agudo, que demostraba haberse engañado los médicos que la suponían ya sin vida. Horrible debió ser la impresión de este suceso, si fue realidad, y no forjado por la maledicencia, como aseguraban los que parecía deber estar mejor informados. Con la muerte de Isabel quedaba otra vez Fernando entregado a los hombres funestos de su camarilla.
Un tanto adormecidas al parecer las conspiraciones, pero en ejercicio y actividad las sociedades secretas y correspondiéndose entre sí, el fuego que se apagaba con sangre en un punto se avivaba y estallaba en hoguera en otro: porque ni el gobierno aflojaba en su tiranía, ni los oprimidos se resignaban a aguantarlo, prefiriendo correr el riesgo de perecer en los patíbulos a la afrenta de vivir mudos y encadenados. Las chispas de aquel fuego saltaron esta vez en Valencia, donde la despótica dominación de Elío tenía los ánimos enardecidos y exasperados. Nadie podía vivir allí seguro y tranquilo en su inocencia: una delación falsa, una sospecha leve de liberalismo, bastaba para que el más pacífico ciudadano fuese arrancado de su hogar y de su lecho por los satélites del procónsul, o llamado por él a su propio palacio, y ser escarnecido y abofeteado por su mano misma, o encerrado en un calabozo, o llevado al cadalso por una orden escrita en un simple retazo de papel; y para hallar el crimen, o verdadero o supuesto, que se proponía descubrir, había restablecido el horrible tormento prohibido por las leyes. La audiencia que representó al rey contra este abominable género de pruebas, recibió por contestación un mandato real para que lejos de entorpecer auxiliase los procedimientos de Elío.
El plan tenía por base apoderarse de la persona del general, y el golpe estaba preparado para la noche del 1.º de año (1819) en el teatro, al grito de libertad y constitución: los oficiales que se hallaban de guardia aquel día estaban de acuerdo, y el éxito parecía asegurado. Pero la imprevista y reciente muerte de la reina Isabel, siendo causa de que se suspendieran las funciones teatrales, lo fue también de que se aplazara y variara el plan de los conjurados, y de que al fin se descubriera y frustrara. Una noche el general Elío, acompañado de alguna fuerza y del denunciador, que lo era un cabo del regimiento de la Reina, sorprendió a los conjurados en la casa en que se hallaban reunidos, llamada del Porche; pero aun dio tiempo a uno de los jefes, el coronel don Joaquín Vidal, para salirle al encuentro sable en mano, y descargar tan rudo golpe, que le hubiera dividido a no tropezar el acero en el marco de la puerta a que aquél asomaba. Aprovechó el general aquel movimiento para atravesar con su espada a Vidal, que cayó al suelo sin sentido.
Aquella acción sin embargo aprovechó a algunos de sus compañeros, dándoles tiempo para salvarse: otros fueron cayendo en manos de los esbirros, y alguno hubo, como el capitán don Juan María Sola, que prefirió quitarse la vida a dejarse prender de ellos. Sucedió al desgraciado y valeroso joven don Félix Bertrán de Lis, hijo de don Vicente, a quien tantas veces nombramos en los sucesos de 1808, lo que por fortuna es caso raro y excepcional entre españoles; que acogido a la generosidad de sus vecinos, éstos tuvieron la inhumanidad repugnante de entregarle maniatado. Todos los aprehendidos, en número de trece{8}, fueron conducidos a la ciudadela, a excepción de Vidal, que fue trasladado al hospital a causa de su herida. Allí, apenas recobró el sentido, confió a la mujer que le asistía que tenía guardado en el uniforme un papel importante: mas la enfermera, en vez de entregarle al interesado, le puso en manos del arzobispo, y éste le pasó a las del general. La causa se instruyó y siguió con rapidez, no reparándose mucho en las formas y plazos legales: el fallo fue pronto, y señalose el 22 de enero (1819) para la ejecución de la sentencia de muerte.
Trece túnicas negras estaban ya preparadas: la horca se levantó entre la ciudadela y el convento del Remedio: antes de sacar los reos al suplicio el coronel Vidal fue públicamente degradado. El estado de salud de aquel infeliz era tal, que expiró al pié de la horca al tiempo de vestirle el verdugo el negro ropaje. Los demás se sentaron con serenidad y valor en los fatales banquillos, y sorprendió y admiró sobre todo el imperturbable continente del joven Bertrán de Lis, que oyéndose nombrar Bertrán a secas, exclamó con voz firme «de Lis:» y al consumarse el terrible sacrificio gritó: «Muero contento, porque no faltará quien vengue mi muerte.» Poco después se ofrecía a los ojos el espectáculo imponente y horrible de las trece túnicas negras colgadas. Dícese que delante de ellas paseó por la tarde el feroz Elío, vestido de grande uniforme, y seguido de algunos oficiales de su estado mayor que habían estado iniciados en la conspiración. La sangrienta ejecución de Vidal y de sus doce desventurados compañeros esparció un luto grande en Valencia, dejó impresiones y resentimientos profundos, y mirábase a Elío, con pavor por unos, con odio implacable por otros{9}.
Un luto de otra índole se anunció oficialmente a los pocos días en la corte. La reina María Luisa, madre de Fernando, había fallecido el 2 de enero (1819) en Roma, y el 19 del mismo mes descendió al sepulcro su padre Carlos IV en Nápoles, al tiempo que se disponía a volver a la ciudad santa. Así acabaron para aquellos desventurados monarcas los padecimientos, tribulaciones y amarguras que acibararon los últimos años de su vida, y en que tuvo no poca parte el comportamiento de este mismo hijo, que ahora manifestaba ser inexplicable el dolor que le causaba la pérdida de un padre, «cuyo carácter bondadoso, decía, le había granjeado el amor de todos.» Sus restos mortales fueron después traídos al panteón del Escorial para que reposasen al lado de los de sus antepasados.
El último de sus hijos, el infante don Francisco de Paula, único que habían llevado consigo al destierro, había regresado a España en mayo del año anterior (1818), y hallábase aquí bien quisto de las gentes, en razón a no haber tenido parte alguna por su corta edad en los acontecimientos de Madrid del año 1808, ni en los sucesos de Bayona, y haber seguido la suerte de sus padres. Joven ahora, concertose en el principio de este año (1819) su enlace con la infanta doña Luisa Carlota, hija de los reyes de las Dos Sicilias, cuyo matrimonio se verificó por poderes en Nápoles (15 de abril). La ilustre princesa desembarcó el 14 de mayo en el puerto de Barcelona, y el 11 de junio hizo su entrada en Madrid, en cuyo día se celebraron los desposorios con gran contento del pueblo, y distribuyéndose con tal motivo las gracias y mercedes con que tales actos suelen solemnizarse.
También Fernando, o mal hallado con su segunda viudez, o porque fuese cierto, como él decía, que los tribunales, ayuntamientos y otras corporaciones le exponían la conveniencia de dar legítima sucesión al trono, pensó luego en contraer terceras nupcias, y el 11 de agosto (1819) participó ya al Consejo haberse ajustado su enlace con la princesa María Josefa Amalia, hija del príncipe Maximiliano de Sajonia. En la noche del 14 de setiembre se otorgó la escritura de capitulaciones matrimoniales con gran pompa en el Salón de los Reinos, y el 20 de octubre hizo su entrada la nueva reina en la capital en medio de las aclamaciones de costumbre, llevando a brazo su carruaje desde la puerta de Atocha hasta Palacio una cuadrilla de jóvenes vistosamente engalanados. Siguió a estas bodas nueva distribución de ascensos, títulos, cruces y toda clase de gracias y distinciones. Pero la princesa Amalia, aunque dotada de excelentes prendas y virtudes, en extremo religiosa, pero inexperta, apocada y tímida, como educada más para el oratorio o el claustro que para el trono y para los regios salones, no fue considerada apropósito ni para realizar las esperanzas que la parte más ilustrada de la nación había fundado en las condiciones de carácter de la reina Isabel, ni tampoco para influir en el corazón de su augusto esposo de modo que neutralizara las pasiones y las influencias cortesanas{10}.
Volviendo al estado del reino, una de las causas principales de su malestar era siempre la situación angustiosa de la Hacienda, a que contribuía la sangría constantemente abierta con la lucha tenaz e imprudente que se estaba sosteniendo con las provincias sublevadas de Ultramar, y los gastos que ocasionaba el ejército expedicionario de Cádiz. Para atender a estos objetos, y no encontrando ya otros recursos ni dentro ni fuera del reino, porque la ruina del crédito nacional iba cerrando todas las puertas, había sido necesario levantar un empréstito de sesenta millones (14 de enero, 1819), con el subido interés de ocho por 100 anual, a cargo de la comisión de reemplazos establecida en Cádiz, e hipotecando a su pago el derecho de subvención de guerra, y los arbitrios de trigo, harina y diversiones públicas que la misma comisión administraba. Mas todo esto, sobre dar escasísimo respiro al Erario, agobiaba más y más a los pueblos, cuyo miserable estado revelaban a veces indiscretamente los mismos ministros, ya reconociendo la justicia con que aquellos se quejaban de la desigualdad en el repartimiento de los tributos, ya confesando ellos mismos el completo desorden de la hacienda, y ya también haciendo público que habían tenido necesidad de echar mano hasta de los fondos particulares.
De cuando en cuando dictaban algunas medidas encaminadas a la protección de la agricultura y al fomento de la producción, tal como la circular de 31 de agosto (1819), en que se concedía el premio de exención de todo diezmo y primicia en las cuatro primeras cosechas, o en las ocho alternadas, a los roturadores de terrenos incultos, que los redujeran a un cultivo estable y permanente, o los plantaran de arbolado; así como otros parecidos premios a los ayuntamientos, comunidades, compañías o particulares que, previo el correspondiente permiso del gobierno, abriesen a sus expensas canales de riego, tomando las aguas, o bien de ríos caudalosos, o bien de arroyos, o del seno de altas montañas, y más a los que en las tierras así beneficiadas, plantasen vides, olivos, algarrobos o moreras, ampliando la duración del premio según las dificultades que ofreciesen el clima y el suelo de cada provincia. Conociose el error de tener estancados, y de estar sufriendo la consiguiente depreciación los caldos y granos de nuestro fértil suelo, y se acordó, aunque tarde (24 de diciembre, 1819), permitir la libre extracción del aceite, y de toda especie de granos, harinas, semillas y legumbres, sin género alguno de derechos, a excepción de uno módico que se imponía al aceite, al menos por entonces, y reservándose fijar las bases sobre las cuales habría de ejecutarse en lo sucesivo.
Mas no podía tampoco haber fijeza en el sistema económico, porque en el ministerio de Hacienda había la misma instabilidad que en las demás secretarías del Despacho. Si la mudanza frecuente de ministros es síntoma de desgobierno, no era en verdad muy ventajosa la idea que de esta época bajo este punto de vista podía formarse. El marqués de Casa-Irujo fue reemplazado en 12 de junio (1819) en el ministerio de Estado interinamente por don Manuel González Salmón, y al día siguiente fue exonerado de el de la Guerra, con pretexto de su quebrantada salud, don Francisco de Eguía, destinándole a la capitanía general de Granada, confiando al teniente general don José María de Alós el despacho interino de la Guerra, y también el de Marina, que antes desempeñaba don Baltasar Hidalgo de Cisneros. Poco permaneció Salmón en el ministerio de Estado, pues en 12 de setiembre (1819) se confirió en propiedad al duque de San Fernando, pasando aquél en calidad de ministro plenipotenciario a la corte de Sajonia. El mismo Lozano de Torres, tan predilecto del rey (que no había astro que no se fuera eclipsando ante el influjo de ciertos planetas que a Fernando rodeaban), hubo de dejar el ministerio de Gracia y Justicia, si bien conservándole todo su sueldo y plaza efectiva en el Consejo de Estado, entrando en su lugar don Bernardo Mozo de Rosales, marqués de Mataflorida (1.º de noviembre, 1819). Y a los dos días (3 de noviembre) descendió Imaz del ministerio de Hacienda a su antigua plaza de director general de rentas, reemplazándole en aquel puesto don Antonio González Salmón.
Era el nuevo ministro de Gracia y Justicia, Mozo de Rosales, como recordarán nuestros lectores, uno de los diputados absolutistas que más habían trabajado y conspirado dentro y fuera de las Cortes por derribar el gobierno representativo, y a estos servicios debía el título con que el rey le había premiado, y el ministerio que ahora le confería. Correspondiendo su conducta como ministro a los antecedentes de toda su vida, y tan enemigo como siempre de las ideas y de los hombres liberales, renovó y aumentó el marqués de Mata-Florida las proscripciones, y redoblando el espionaje, no había ciudadano que se acostara en su lecho seguro de que no había de amanecer en un calabozo. Al compás de la opresión crecía el ansia de salir, por cualquier camino que fuese, de aquel estado angustioso, y la ceguedad misma de la corte traía el peligro de que un día tuvieran éxito las tentativas tantas veces frustradas.
Cinco conspiraciones formales habían sido descubiertas y ahogadas en sangre en los cinco años de absolutismo que llevábamos: la de Mina (1814) en Navarra; la de Porlier (1815) en Galicia; la de Richard (1816) en Madrid; la de Lacy (1817) en Cataluña; y la de Vidal (1818) en Valencia. Nada sin embargo parecía bastar a servir de lección y abrir los ojos al monarca y a sus obcecados consejeros. El disgusto y la agitación se propagaban y crecían; la injusticia de la persecución y la efusión de sangre enardecían los ánimos: el desorden de la hacienda, la miseria y los apremios aumentaban el descontento público; no se alcanzaba otro medio para sacudir el yugo de la opresión que el restablecimiento de las libertades de la Constitución de Cádiz, y se trabajaba y minaba en este sentido al ejército, en el cual se había hecho cundir la idea liberal. Favorecía a este propósito la circunstancia de hallarse hacía tanto tiempo reunido en los alrededores de Cádiz el ejército expedicionario destinado al tenaz y temerario intento de someter por la fuerza de las armas las provincias sublevadas de Ultramar: expedición mayor que todas las otras, o por lo menos tan grande como la que había ido con Morillo a Venezuela. Los soldados que de allá venían enfermos o heridos, contando los trabajos y privaciones que en aquellas regiones se sufrían y el ningún fruto que de tales sacrificios se sacaba, encendían la aversión con que ya aquella expedición era mirada. Los agentes americanos no se descuidaban en fomentar la repugnancia y el descontento de los militares, y el pensamiento de insurrección en favor de la libertad se promovía y agitaba en reuniones clandestinas que se celebraban en las casas de españoles acaudalados de las ciudades marítimas de Andalucía.
Era una de ellas la tertulia que se reunía en casa de don Francisco Javier Istúriz, hermano de don Tomás, diputado en las Cortes de Cádiz, y uno de los condenados a presidio, y fugitivo a la sazón. Congregábanse allí varios personajes de cuenta, atraídos por la amistad, la ilustración, y las dotes e ideas del don Javier, hombre hábil y de ánimo firme. Y aunque en aquella sociedad no se trabajase tanto como se creía, ejercía grande influjo en otras logias inferiores, así de paisanos como de militares. Dábasele el nombre de Soberano capítulo, así como el de Taller sublime a la central que se formó para los trabajos preparatorios del alzamiento. En una junta nocturna, compuesta de individuos de varias logias, y presidida por los del Taller sublime, presentose don Antonio Alcalá Galiano, nombrado entonces secretario de la legación de España en el Brasil, y con el ardor y la elocuencia en que tanto sobresalió después, fomentó la repugnancia que ya los militares sentían a ir a América, y los excitó a que buscaran gloria y medros por otros caminos. La arenga hizo su efecto en los concurrentes, y tanto que colocando una espada en la mesa hicieron sobre ella, con fogosas demostraciones, juramento de derrocar la tiranía.
Blasonaban los conjurados de tener al frente de sus trabajos y de sus planes al mismo general en jefe del ejército expedicionario, conde de La-Bisbal; si bien otros desconfiaban, recordando su versatilidad en opiniones y en propósitos, de que había dado no pocas muestras, pronunciándose ya en pro ya en contra de la causa de la libertad, y atribuyéndosele haber jugado un doble papel en una ocasión solemne. Unos y otros iban fundados, y tenían razón. De que el conde general se entendía y andaba en tratos con las sociedades secretas, no quedaba duda a los primeros, y él mismo no se recataba mucho de dar señales de connivencia con los conspiradores. Pero otros sospechaban que obraba de acuerdo con la corte, y que obraba de aquel modo para conocer mejor las tramas y desbaratarlas más fácilmente cuando llegara el caso. Problemática fue también la conducta de su amigo el general Sarsfield, que tenía un mando importante en la expedición. Súpose que los dos generales habían celebrado una larga conferencia, pero lo que en ella trataran ni se averiguó ni se pudo traslucir. Dio no obstante mucho en qué pensar el ver que de repente se mudaba la guarnición de Cádiz, compuesta de la gente más comprometida, y que la reemplazaba otra no de tanta confianza.
Así las cosas, en la noche del 7 de julio (1819) notose movimiento en la tropa de Cádiz, y a la mañana siguiente salió de la plaza con el conde de La-Bisbal a su cabeza en dirección del Puerto de Santa María, donde se hallaban los regimientos de la anterior guarnición. Encontrolos el conde reunidos en el sitio llamado el Palmar del Puerto, y acercándoseles él al frente de la infantería y artillería, y Sarsfield al de la caballería, hicieron venir ante ellos los coroneles y comandantes de los regimientos formados, e intimáronles que quedaban arrestados, convirtiéndose pronto el arresto en prisión, destinándolos a varios castillos. Sufrieron esta suerte Arco-Agüero, Quiroga, San Miguel, O'Daly, Roten y algunos otros. Ejecutado esto, volviose el de La-Bisbal a Cádiz, asegurando que a nadie perseguía; pero la noticia del suceso consternó e indignó a los conjurados, de los cuales unos se ocultaron, y otros huyeron, como Istúriz. Sin embargo él no hizo más, como si se arrepintiera de lo hecho: y la corte a su vez tampoco se mostró grandemente satisfecha de su conducta, puesto que si bien pareció agradecer aquel servicio confiriendo al de La-Bisbal la gran cruz de Carlos III, no veía clara su lealtad, y dejándole la capitanía general de Andalucía, relevole del mando de la expedición. Mezcla rara de premio y de castigo, de confianza y de recelo, pero que correspondía a la conducta oscura y nebulosa del conde. Diose el mando del ejército al anciano conde de Calderón don Félix Calleja, hombre poco apropósito y sin condiciones para conjurar el peligro que con aquellas tropas amenazaba.
Otro hombre era el que se necesitaba: tanto más, cuanto que pasadas las primeras impresiones de terror por el suceso del Palmar, los hilos de la conjuración se reanudaron en aquel mismo ejército, si bien con algunos menos elementos que antes, con más ardimiento y con resolución más firme, sin que de ello pareciera darse por apercibido el conde de Calderón, no obstante lo fácil que era a un general en jefe traslucir una trama no nueva, y en que tantos andaban no muy encubiertamente enredados. Entre las personas de fuera del ejército que más activamente trabajaban ahora, contábanse, de una parte don Antonio Alcalá Galiano, que en vez de salir para su destino del Brasil, volviose de Gibraltar a Cádiz a fomentar el alzamiento; y de otra don Juan Álvarez y Mendizábal, que aunque simple agente entonces de la casa de comercio de Bertrán de Lis, y joven todavía, era hombre de una imaginación fecunda en inventar recursos, de gran actividad y viveza, y de extraordinario arrojo. Dilatáronse no obstante por algunos meses los preparativos para el levantamiento a causa de la dificultad de entenderse con las tropas, divididas en diferentes cordones sanitarios, con motivo de la fiebre amarilla que de nuevo se había desarrollado en la costa, hasta que cediendo algo el rigor de la epidemia pudieron los agentes de las logias masónicas comunicarse con las que había en el ejército.
Contribuía a sobrexcitar el espíritu público la lectura de papeles que clandestinamente circulaban, siendo uno de ellos y el más notable entonces una representación, impresa en Londres, que el ilustre repúblico y reputado economista don Álvaro Flórez Estrada había dirigido al rey, en que pintaba con vivos y exactos colores los peligros en que los desaciertos del gobierno y su desatentado proceder estaban precipitando el trono y el reino, dándole consejos saludables, y exhortándole a la templanza con los que estaban siendo el objeto y blanco de proscripciones y atropellos. Al propio tiempo Galiano, figurando disponer las logias de Cádiz de grandes recursos, y ostentándose como investido de altos poderes del Taller sublime, promovía el entusiasmo, y hacia prosélitos, reuniéndose a veces la junta masónica en una pequeña cueva situada en un cerro junto a Alcalá de los Gazules. Los oficiales iban entrando en la masonería, y a los soldados los halagaba sobre todo la idea de no embarcarse. Faltábales un general que los guiase, y hablaron al efecto a don Juan O-Donojú, que mandaba en Sevilla; mas este general, aunque en relación con los masones, y que estaba al tanto de los planes que se fraguaban, rehusó ponerse al frente, y negose a tomar otra parte que guardar silencio y dejar obrar. Pensose entonces en que fuese jefe del alzamiento el que pareciese mejor a los conjurados, y el voto de éstos designase, aunque fuese de inferior graduación. La propuesta pareció bien y fue aprobada.
Hecha la votación en las logias de los regimientos, recayó la elección en el coronel don Antonio Quiroga, que habiendo sido uno de los arrestados en el Palmar del Puerto de Santa María se hallaba preso en Alcalá de los Gazules, pero con tan poco rigor, que mientras todos los días se relevaba la guardia suponiéndole incomunicado, él se paseaba por el pueblo. Escarmentados los conjurados del doble juego de su anterior general en jefe, fiaban en que uno de menor graduación hallaría más aliciente, o para perecer en la demanda, o para asegurar su éxito. Dispuesto ya todo a fines de 1819, acordose que el golpe se daría al comenzar el año entrante.
{1} Este ilustre prelado había venido de América a Madrid enviado por la Inquisición bajo partida de registro. El rey, con noticia que tenía de su talento e instrucción, quiso informarse de él acerca del verdadero estado de las provincias de Ultramar. De tal modo agradó el obispo al monarca, y de tal manera pareció convencerle con razones verbales y escritas de que para terminar las guerras que allí ardían no había otro remedio que el sistema de dulzura y de transacción, que después de haber mandado al Consejo de la Suprema sobreseer en su causa, puesto que de ella no resultaban cargos, le confió el ministerio de Gracia y Justicia. Mas al presentarse al día siguiente a tomar posesión de su cargo, hallose con un decreto de destitución, como pendiente de proceso y fallo inquisitorial. Una noche había bastado a la camarilla para representar al prelado como sospechoso, y como peligrosa su elevación al poder, y para obligar al rey a revocar su nombramiento. Abochornado el señor Abad y Queipo, retirose a su casa, y no volvió a palacio, lamentando en silencio la situación de un monarca a quien así envolvían sus cortesanos en las redes de la intriga.
{2} Para que no parezca ni hipérbole ni fábula, he aquí la letra del real decreto.– «En atención a los méritos de mi secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia don Juan Lozano de Torres, y en premio de haber publicado el embarazo de la reina mi esposa, he venido en concederle la gran cruz de la real y distinguida orden española de Carlos III, contando la antigüedad desde el día de la publicación de dicho fausto suceso. Tendreislo entendido, &c.– En palacio a 19 de junio de 1817.»
{3} Entre otros ejemplos citaremos la siguiente décima que se hizo circular contra él:
Señor don Martín Garay,
Usted nos está engañando,
Usted nos está sacando
El poco dinero que hay;
Ni Smith ni Bautista Say
Enseñaron tal doctrina;
Y desde que usted domina
La nación con su maniobra,
El que ha de cobrar no cobra,
Y el que paga se arruina.
Los liberales a su vez parodiaban la décima anterior de este modo:
No es el honrado Garay
El que nos está engañando,
Ni quien nos está sacando
El poco dinero que hay;
De Smith y Bautista Say
Sabe muy bien la doctrina;
Pero…
…
El Rey solo es el que cobra,
Y el Estado se arruina.
{4} Gaceta del 7 de agosto, 1817.
{5} De estos continuos clamores se hacía mérito en la Gaceta de 30 de setiembre, 1817.
{6} Gaceta del 28 de febrero, 1818.
{7} En dos años y medio llevaba ya Fernando nueve ministros de Hacienda.
{8} He aquí los nombres de estos desgraciados: coronel don Joaquín Vidal, don Diego María Calatrava, capitán don Luis Aviñó, los sargentos Marcelino Rangel y Serafín de la Rosa, Pelegrín Plá, Vicente Clemente, Manuel Verdeguer, Francisco Segrera, Blas Ferriol, Francisco Gay, y don Félix Bertrán de Lis.
{9} También en Murcia, aunque no corrió sangre, a consecuencia de revelaciones hechas acerca de una sociedad secreta, habían sido encerrados en el castillo de Alicante, entre otros muchos, el brigadier Torrijos, López Pinto, y Romero Alpuente, conocidos por su ilustración y por sus opiniones políticas.
{10} Todas las inscripciones en verso que se pusieron, así al cenotafio que se levantó para las exequias de la reina Isabel, como en los arcos triunfales que se erigieron para la entrada de la reina Amalia, fueron obra de don Juan Bautista Arriaza, que se conoce era el poeta oficial y obligado de la corte.