Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro XI ❦ Reinado de Fernando VII
Capítulo V
Cortes de 1820
Primera legislatura
1820 (de julio a noviembre)
Apertura de las Cortes.– Sesión regia.– Jura el rey solemnemente la Constitución.– Su discurso.– Contestación del presidente.– Comisión de mensaje.– Manifiesto de la Junta provisional.– Regocijo público.– Actitud y predisposición de los diversos elementos sociales respecto al nuevo orden de cosas.– El rey.– La nobleza.– El clero.– El pueblo.– Abuso del derecho de asociación.– Exaltación de las Sociedades patrióticas.– Rígido constitucionalismo de los ministros.– Oculta desconfianza entre ellos y el rey.– Fisonomía de las Cortes.– Resultado de la falta de dirección en las elecciones.– Diputados antiguos del año 12.– Diputados nuevos del 20.– Dibújanse los dos partidos, moderado y exaltado.– Conducta de los americanos.– Primeras sesiones.– Desorden nacido de la iniciativa individual.– Multitud de proposiciones, en sentido monárquico y en sentido revolucionario.– Presión que ejercían las sociedades secretas y públicas.– La de la Fontana de Oro.– Medidas violentas, y humillaciones que se imponían al clero.– Resistencia de éste a recomendar la Constitución en el púlpito y enseñarla en las escuelas.– La Junta Apostólica.– Restablecen las Cortes el plan de estudios de 1807.– Amnistía a los afrancesados.– Memorias presentadas por cada ministro sobre el estado de la nación.– Cuadro desconsolador de la hacienda.– Triste situación interior del país.– Plaga de ladrones y malhechores.– Melancólico bosquejo del ejército.– Acuérdase la disolución del ejército de la Isla.– Llamamiento de Riego a la corte.– Recíbele el pueblo y le festeja con entusiasmo.– Imprudencias y ligerezas de aquel caudillo.– Banquete patriótico.– Su presencia en el teatro.– Escena tumultuosa.– Es destinado de cuartel a Oviedo.– Intenta hablar en la barra del Congreso.– Léese su discurso.– Acaloradas sesiones que produce.– Pónense de frente los dos partidos.– Tumulto en Madrid.– Memorable sesión del 7 de setiembre.– Fogosos debates.– Discursos de Argüelles y Martínez de la Rosa.– Rompen los dos partidos liberales.– Triunfan el gobierno y los constitucionales templados.– Temen luego los ministros al partido exaltado, y le lisonjean.– Decretos sobre vinculaciones y sobre órdenes monásticas.– Otras reformas políticas y administrativas.– Retroceden de este sistema.– Reformas en sentido contrario.– Reglamento de imprenta.– Prohíben las sociedades patrióticas.– Fíjase la fuerza del ejército permanente.– Presupuesto de gastos e ingresos.– Déficit.– Enorme deuda nacional.– Recursos para amortizarla.– Planes de reacciones.– Niégase el rey a sancionar el decreto sobre monacales.– Esfuerzos del gobierno.– Cede el rey, con protesta.– Va al Escorial.– Proyectos reaccionarios que allí se fraguan.– Cierran las Cortes su primera legislatura.
Hay ocasiones, y suelen ser harto frecuentes, en que las demostraciones de satisfacción y de júbilo de los partidos políticos triunfantes predominan de tal modo sobre el oculto sentimiento y el silencioso disgusto de los vencidos, que exteriormente aparece ser universal la alegría; y diríase que todos los corazones rebosan de regocijo, y que a todos por igual alienta un mismo espíritu, y que en todos se abriga una misma esperanza de prosperidad y de ventura. Todo lo que puede contrariarla parece haberse olvidado, todas las sombras que podrían anublar aquella risueña atmósfera, parece haber desaparecido.
Tal era el aspecto exterior de la población de Madrid en la mañana del 9 de julio de 1820, día destinado a la solemnidad de la Sesión Regia: espectáculo grandioso, y nuevo en España, el de ir el rey en persona con toda la ceremonia y todo el aparato y brillo de la majestad a abrir las Cortes y prestar ante ellas el juramento a la Constitución. Dentro del santuario de las leyes esperaban con ansia este momento los representantes del país y las comisiones nombradas para recibir y acompañar la real familia, y las tribunas se hallaban ocupadas por el cuerpo diplomático, por los altos funcionarios del Estado, y por personas de ambos sexos de lo más distinguido de la corte. Henchía las calles una inmensa muchedumbre, que sin señal alguna de inquietud, y mostrando la más viva jovialidad, aguardaba, seguía y aclamaba al rey, que acompañado de la reina, y de los infantes don Carlos y don Francisco con sus esposas, y de una brillante comitiva, se dirigió desde el real alcázar al palacio de las Cortes, en elegantes y lujosas carrozas, tiradas por soberbios caballos ricamente enjaezados, a un lado y a otro multitud de volantes, cazadores y lacayos con vistosas libreas, y en la carrera tendidas las tropas de toda gala. Esta suntuosa ceremonia, que después en nuestros días hemos visto muchas veces repetida, era entonces y en aquellas circunstancias una novedad sorprendente, y que causó una admirable sensación.
Llegado que hubo al salón de Cortes la regia comitiva, recibida por las comisiones, colocadas la reina y las infantas en sus respectivas tribunas, sentado el rey en el solio, y más abajo y a su izquierda los dos infantes sus hermanos, puesto luego en pie el monarca, con el libro de los Evangelios delante, pronunció con voz firme y con semblante halagüeño, ante el presidente y los secretarios, el juramento siguiente:
«Don Fernando VII por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española rey de las Españas: juro por Dios y por los Santos Evangelios, que defenderé y conservaré la religión Católica Apostólica, Romana, sin permitir otra alguna en el reino: que guardaré y haré guardar la Constitución política y leyes de la monarquía española, no mirando en cuanto hiciere sido al bien y provecho de ella: que no enajenaré, cederé ni desmembraré parte alguna del reino: que no exigiré jamás cantidad alguna de frutos, dinero ni otra cosa, sino las que hubiesen decretado las Cortes: que no tomaré jamás a nadie su propiedad, y que respetaré sobre todo la libertad política de la nación, y la personal de cada individuo: y si en lo que he jurado, o parte de ello, lo contrario hiciere, no deseo ser obedecido, antes aquello en que contraviniere sea nulo y de ningún valor. Así Dios me ayude y sea en mi defensa, y si no, me lo demande.»
Una salva de aplausos siguió a las últimas palabras del rey. Terminado el juramento, el presidente Espiga dirigió a S. M. un discurso lleno de circunspección y sensatez, y de ideas liberales templadas y sanas. Manifestó el rey su agradecimiento a las Cortes por los sentimientos expresados por el órgano de su digno presidente, y en seguida pronunció él con voz clara e inteligible un discurso, cuyos primeros períodos bastarán a dar idea de su espíritu, y eran los siguientes:
«Señores diputados: Ha llegado por fin el día, objeto de mis más ardientes deseos, de verme rodeado de los representantes de la heroica y generosa nación española, y en que un juramento solemne acabe de identificar mis intereses y los de mi familia con los de mis pueblos.– Cuando el exceso de los males promovió la manifestación clara del voto general de la nación, oscurecido anteriormente por circunstancias lamentables que deben borrarse de nuestra memoria, me decidí desde luego a abrazar el sistema apetecido, y a jurar la Constitución política de la monarquía, sancionada por las Cortes generales y extraordinarias en 1812. Entonces recobraron, así la corona como la nación, sus derechos legítimos, siendo mi resolución tanto más espontánea y libre, cuanto más conforme a mis intereses y a los del pueblo español, cuya felicidad nunca había dejado de ser el blanco de mis intenciones las más sinceras. De esta suerte, unido indispensablemente mi corazón con el de mis súbditos, que son al mismo tiempo mis hijos, solo me presenta el porvenir imágenes agradables de confianza, amor y prosperidad.– ¡Con cuánta satisfacción he contemplado el grandioso espectáculo, nunca visto hasta ahora en la historia de una nación magnánima, que ha sabido pasar de un estado político a otro, sin trastornos ni violencias, subordinando su entusiasmo a la razón, en circunstancias que han cubierto de luto e inundado de lágrimas a otros países menos afortunados! La atención general de Europa se halla dirigida ahora sobre las operaciones del Congreso que representa a esta nación privilegiada, &c.{1}»
El presidente manifestó a S. M. la satisfacción con que las Cortes habían oído de sus augustos labios tan nobles y generosos sentimientos; y concluida la ceremonia, salió la real familia con el mismo cortejo, resonando, primeramente en el salón, después en la carrera hasta palacio, repetidos aplausos y vivas a la Constitución y al rey constitucional. Las Cortes permanecieron reunidas hasta nombrar, a propuesta del conde de Toreno, una comisión para redactar el proyecto de contestación al discurso de la Corona, el cual se presentó y aprobó en la sesión del siguiente día. La Junta provisional consultiva, cuyas tareas terminaban con la apertura e instalación de las Cortes, despidiose el mismo día 9 con un extensísimo Manifiesto, en que daba cuenta minuciosa a las Cortes y a la nación de todos sus actos políticos y administrativos en el período de su gobierno, al propio tiempo que sembraba su escrito de reflexiones y máximas juiciosas y saludables{2}. Las juntas de provincia cesaron también en sus respectivas funciones.
Como un faustísimo día fue mirado aquél por los amantes de la libertad; el mayor día de España se le llamó en el diario oficial del gobierno. ¿Pero bastaban estas demostraciones exteriores para poder confiar en que las halagüeñas esperanzas de los liberales se viesen cumplidas? Así hubiera podido ser, si hubiese habido sinceridad y buena fe en unos, juicio y templanza en otros, en otros menos fanatismo y apasionamiento, y en otros, en fin, más ilustración o más desinterés. Pero examinemos cuál era la actitud respectiva de los diversos elementos que jugaban en la organización y en la marcha del nuevo orden de cosas, y lo que de sus relaciones podía esperarse.
Pensar que Fernando VII hubiera renunciado de repente a las ideas y a los sentimientos de toda su vida; que hubiera jurado gustoso y estuviera sinceramente dispuesto a observar con beneplácito una Constitución que siempre había aborrecido; que se desprendiera sin repugnancia de las facultades y atribuciones de que aquella despojaba al poder real; que no lastimaran el orgullo de rey ni hirieran el amor propio de hombre los actos humillantes a que le forzaban los que en brazos de una insurrección militar se habían atrevido a escalar las gradas del trono; que se sometiera de buen grado a la voluntad de los mismos a quienes él había lanzado a los calabozos y a los presidios; que le hubiera de agradar que las Cortes le dijesen en el mensaje: «Volviendo V. M. sus derechos al pueblo, ha legitimado los suyos al trono;» pensar que todas aquellas condescendencias fuesen actos espontáneos, y no sacrificios violentos, disfrazados con estudiadas sonrisas, hasta tener ocasión de romper el velo del disimulo, era olvidar de todo punto los antecedentes del monarca, era desconocer enteramente los instintos del hombre y los sentimientos del rey.
Creer que la nobleza habría de recibir, no ya con benévola actitud, sino con pasiva resignación, la nueva abolición de sus privilegios seculares, y su igualdad con las clases llanas; y que el clero, fuerte todavía por su organización e influencia, activo por carácter, exclusivista por interés, y halagado por el reciente absolutismo de los seis años, hubiera de amoldarse impasible a instituciones que contrariaban sus hábitos y quebrantaban su influjo, era no conocer el espíritu de clase, la fuerza de la tradición, y la natural resistencia del egoísmo. Y creer también que el pueblo, falto de ilustración, ardoroso entusiasta del rey absoluto, a quien había aclamado con frenesí, y por quien había mostrado hasta delirio, se trasformara repentinamente de realista en constitucional, y se adhiriera de pronto a instituciones contrarias a sus hábitos, y que ni siquiera comprendía, era una de tantas ilusiones como suelen ofuscar a los novadores y reformistas de más capacidad y talento.
Por otra parte la exagerada exaltación y la intemperancia de las sociedades llamadas Patrióticas; el abuso que hacían del derecho de asociación para influir directamente en la política, y hasta en las deliberaciones del gobierno; las declamaciones de sus fogosos tribunos, que encaramados sobre las mesas explicaban el derecho político a un público desocupado, ávido de emociones, y dispuesto a aplaudir lo que más podía lisonjear la pasión popular; aquellas ardientes discusiones sobre cosas y personas; los dicterios que se lanzaban contra los que se calificaba de tibios o desafectos; las proposiciones que se hacían y los acuerdos que se tomaban, como si nacieran de un congreso legítimamente constituido; los periódicos revolucionarios que les servían de eco, y eran el vehículo de las más peligrosas doctrinas; el alarde que muy desde el principio comenzaron a hacer de su poder, y sus irrespetuosas exigencias, elementos eran, no para ganar prosélitos entre los hombres sensatos y captar su adhesión a las reformas y principios constitucionales, sino para inspirarles o recelo o aversión, o para arraigar en los enemigos de la libertad su repugnancia, o instintiva, o interesada, o al menos para darles pretexto y ocasión de zaherirla.
Ya hemos indicado que entre los ministros y el rey, lejos de existir aquella confianza mutua, aquella armonía y concordia que establecen la identidad de principios y la unidad de miras entre el monarca y sus consejeros, no podía haber sino una desconfianza recíproca, que la necesidad obligaba a disimular y encubrir. Y sin embargo, aquel ministerio, compuesto de lo más notable de las primeras Cortes, no era ni revolucionario ni palaciego. Hombres de buena fe y de estricta legalidad, apegados con el cariño de padres al código del año 12, rígida y severamente constitucionales, amantes de las reformas entonces proclamadas, empeñados en volver las cosas al ser y estado que tenían en 1814, al modo que Fernando VII se empeñó en que todo volviera al año 1808, como si unos y otros a su vez pudieran borrar los sucesos y los años de las tablas del tiempo, propusiéronse no obstante mantenerse firmes en un término medio, combatiendo con la misma entereza las intentonas del absolutismo y los excesos y violencias de la revolución. Disolviendo la sociedad del café de Lorencini, de donde había partido la tumultuaria exigencia de que fuese separado del ministerio el marqués de las Amarillas, vindicaron el principio de autoridad, pero se acarrearon la censura y la enemiga de los fogosos patriotas de los clubs y de las sociedades masónicas.
Mas, sobre ser las pasiones más fuertes y poderosas que los buenos propósitos e intenciones del ministerio, por una parte no advertía éste que el principio revolucionario que intentaba combatir estaba dentro de la Constitución misma a que se hallaba tan encariñado; y por otra, encerrado en una mal entendida imparcialidad constitucional, lejos de dirigir prudentemente las elecciones, ilustrando por lo menos la opinión, las había dejado abandonadas a la pasión política, que siempre es exaltada y ciega a la raíz de los cambios radicales, tanto más, cuanto son éstos más repentinos, y están más recientes y vivos los agravios del régimen anterior. Así fue que triunfaron en las urnas y pasaron a ocupar los escaños de los legisladores, jóvenes ardientes, fogosos e inexpertos, muchos de ellos salidos de las logias masónicas, imbuidos en las ideas de la revolución francesa, persuadidos de que era menester purgar la sociedad española de los elementos contrarios a la libertad, reproduciendo aquellos mismos excesos, partidarios de la doctrina y del sistema de Marat, y enemigos de todo lo que fuese templanza y moderación. Figuraba a la cabeza de éstos Romero Alpuente, y ayudábanle otros cuyos nombres iremos viendo aparecer.
Formaban contraste con estos nuevos diputados, contraste muy digno de observación, los que lo habían sido en las Cortes de la primera época constitucional, aquellos que entonces habían rayado más alto en materia de liberalismo, los autores mismos de la Constitución, algunos de ellos ministros ahora, como Argüelles, García Herreros y Pérez de Castro, otros distinguidos y elocuentes oradores, como Toreno, Espiga, Villanueva, Garelly y Martínez de la Rosa. Amaestrados éstos por la experiencia y la desgracia, apagados hasta cierto punto los fuegos de la imaginación con seis años de dolores y padecimientos, habiendo sustituido a los arranques de la pasión los consejos del raciocinio, queriendo imprimir a las ruedas de la máquina del Estado un movimiento compasado y regular, tolerantes por experiencia y por cálculo, aunque liberales y reformadores decididos, aparecían enfrente de los otros como moderados. De modo que desde el principio se dibujaron en estas Cortes los dos partidos que tomaron las denominaciones de exaltado y moderado, perteneciendo en lo general a aquél los diputados nuevos, a éste los antiguos y los ministros; y si bien en las primeras discusiones votaron todavía juntos, no tardaron en deslindarse y en mirarse como adversarios. Contribuyó a esta división entre la familia liberal el haber un escasísimo y casi imperceptible número de representantes adictos al antiguo régimen.
En un punto estaban acordes los de las dos fracciones de la escuela liberal, y este fue acaso el mayor error de ambas, en no tocar al código político, y en no querer ni consentir que se le modificara ni en un ápice; antes bien hubo un diputado, Zapata, que propuso que aquellos ocho años que habían de trascurrir para poder reformar la Constitución hubieran de empezar a contarse desde el 9 de julio de este año (1820), día en que el rey la juró en el seno de la asamblea nacional.
Con estos elementos y bajo estos auspicios comenzaron sus tareas las Cortes de 1820: debiendo advertir que no fueron los diputados americanos los que menos contribuyeron al lamentable giro que aquellas llevaron, siendo de su interés debilitar el gobierno y cooperar a la desorganización política de la metrópoli, para que allá pudiera realizarse más a mansalva la emancipación de las insurrectas colonias, a cuyo fin se unían siempre a los más exaltados, así en el Congreso como en las logias y demás sociedades, alentando o apoyando las reformas más exageradas y las más anárquicas proposiciones, teniendo de este modo la nación española, en los que debían ser sus hijos o hermanos, allá enemigos armados de la madre patria, acá parricidas que la mataban escudados con la ley.
Resentíanse las primeras sesiones del desorden que es consiguiente cuando todo se deja a la libre iniciativa de los diputados, que, como todo lo individual, es incoherente, destrabada, y muchas veces contradictoria. Llovían proposiciones sobre cada asunto que constituía o el interés o la afición especial de cada uno. El acto de la jura del rey, como cosa inesperada, hizo tal impresión en todos, que a porfía, y de buena fe, y por un impulso natural que parecía no envolver pensamiento de adulación, propúsose por varios: que se bordara el nombre de Fernando VII de relieve en el dosel del trono en que juró; que se pusiese una lápida con la inscripción correspondiente; que se pintara en un lienzo el acto de la jura y se colocara en el salón: que se acuñase una medalla, encargando las inscripciones a la Real Academia de la Historia: que se erigiese una estatua pedestre del rey con la Constitución en la mano y una corona cívica en la cabeza: que se le apellidase siempre Fernando el Grande, y a otro pareció mejor que se le denominara Fernando el Constitucional: que se reprodujera el decreto de las Cortes del año 14, declarando que el tratamiento de Majestad era exclusivo del rey, y no podía darse a corporación de clase alguna. Propúsose también el primer día, y se acordó después así, que se revocara el decreto de 18 de marzo de 1812 que excluía injustamente de la sucesión a la corona de España a los infantes don Francisco de Paula y doña María Luisa, reina que fue de Etruria, y a la sazón gran duquesa de Luca, con lo cual quedaron los dos comprendidos entre los sucesores al trono.
Al lado de estas proposiciones y medidas de carácter y espíritu monárquico, figuraban otras en sentido, a veces juiciosamente liberal, a veces revolucionario, que ésta era la lucha que comenzaba, y había de ser después viva y sangrienta. El ministerio y la mayoría sostuvieron y lograron que se mantuviera, por razones de decoro y de gratitud, la cifra de la dotación de la casa real asignada por las últimas Cortes, pero no sin fuerte impugnación de los que la combatían por excesiva, y la regateaban con grande empeño{3}. Nombrose una comisión para que ejecutara y cumpliera el antiguo decreto sobre las causas de infracciones de la Constitución, decreto que daba ocasión y abría la puerta a multitud de denuncias y de venganzas: y otra que había de proponer sobre la suerte de los sesenta y nueve Persas, que cometieron la apostasía de 1814, vendiendo a sus compañeros, y que por orden de la Junta provisional consultiva se hallaban encerrados en conventos, opinó, y así se aprobó también, que se les alzara el destierro y se los relevara de la formación de causa; mas por no disgustar al partido exaltado, se los despojó de todos los honores, dignidades y gracias obtenidas desde la época de aquel acto de traición, y se los privó de voto activo y pasivo en las elecciones. Lo cual, sobre sentar un fatal precedente para todo gobierno, tenía el inconveniente gravísimo de que, como algunos en aquel tiempo habían sido investidos hasta del carácter episcopal, no era fácil cumplir el decreto sin grave escándalo y murmuración, si había de desnudárselos de sus sagrados ornamentos.
La ordenanza y disciplina militar, cuya base y elemento de vida es la subordinación, no podía ganar nada con que decretasen las Cortes que se formara causa al capitán de Guardias marqués de Castelar por haber arrestado a un cadete que injurió a sus jefes por medio de la imprenta. Pero era todavía de mucha más trascendencia, por el carácter de medida general, la proposición de declarar beneméritos de la patria y acreedores a la gratitud pública a todos los individuos, jefes y soldados, de los ejércitos de la Isla y de Galicia, queriendo algunos hacer extensiva la declaración a la guarnición de Madrid, y a las Juntas de San Fernando, Coruña, Oviedo, Zaragoza, y a todas las demás juntas y cuerpos de tropas que habían proclamado la Constitución antes de saberse la resolución del rey, y que en las hojas de servicio de los oficiales se anotara como mérito su adhesión al sistema. Esta circunstancia, que también se exigió luego para los empleos civiles, no podía dejar de ser ocasionada a intrigas y ambiciones, y a causar perturbación en el servicio público de todos los ramos. Jóvenes sin más mérito ni carrera que estar afiliados en las sociedades secretas o públicas, o ser de los que en ellas voceaban o aplaudían, aspiraban a toda clase de empleos, y para alcanzarlos pedían la destitución de los que los desempeñaban, denunciándolos a la sociedad como absolutistas, o desafectos, o tal vez como conspiradores. Y sabida es la presión que en el gobierno ejercían algunas de estas sociedades, especialmente la de la Fontana de Oro, donde había diputados, generales y empleados de alta categoría, que ejercían grande influencia en el ministerio, en el ejército y en la milicia nacional, y oradores como Alcalá Galiano, que enloquecía y arrebataba a la muchedumbre con sus máximas tribunicias y su prodigiosa elocuencia.
Copiemos lo que a este propósito ha dicho el mismo Alcalá Galiano:
«Cuando cayó la sociedad de Lorencini por haber sido presos sus principales oradores y directores, quedó Madrid por algunos días sin que se oyesen arengas en público sobre negocios del Estado. Algunos de los de menos valer del disuelto cuerpo mudando de residencia se pasaron al café de San Sebastián; pero las predicaciones en este nuevo sitio no surtían el efecto que en el primero, y además tenían el inconveniente de salir de personas de poco valer, y desconceptuadas por haber sido fácilmente vencidas. No se juzgaba en aquellos días conveniente ni casi posible, vivir sin sociedades patrióticas... En las provincias se iban abriendo nuevas... Aun el juicioso Martínez de la Rosa, recién salido de su encierro, llevado a su patria Granada, y presentado a la que allí celebraba sus sesiones, extraviándole la razón el grato sonido de acentos de libertad, cuando no había olvidado el de los grillos de sus compañeros de cautiverio, había caracterizado de batidores de la ley a las nuevas asociaciones: expresión ingeniosa para expresar lo que debían ser semejantes cuerpos; errónea, empero, aplicada a lo que eran, y a lo que habían de seguir siendo forzosamente.
»Dominando tan equívocas ideas, los personajes de más valía entre los constitucionales de Madrid determinaron formar una sociedad, que, como compuesta de buenos elementos, había de realizar las halagüeñas ideas de una reunión, donde ventilándose en paz los negocios, con templados y juiciosos discursos, se ilustrase al pueblo, produciendo en él tan buen efecto cuanto malo le habían causado los yerros y excesos de los tribunos de Lorencini... La primera sesión debió desengañar sin embargo a quienes se formaban tan lisonjeras ilusiones. Una tribuna alta en el espacioso salón del café estaba destinada a los que arengaban al auditorio. Una barandilla separaba el lugar destinado a los socios del que lo estaba a los meros oyentes. La concurrencia, como las de su clase, no venía a aplaudir sino lo que se acomodase a su gusto, y a tales turbas solo agradan declamaciones en censura de los que mandan. Algunos hablaron, y fueron oídos con satisfacción; pero los aplausos mayores quedaron reservados a don Antonio Alcalá Galiano, que en declamación apasionada y fogosa, si bien con ciertas formas hábiles y aun pérfidas, sustituidas a las torpes invectivas de los de Lorencini, abogó por el interés de la revolución, uno mismo con el suyo, y dirigió su desaprobación al marqués de las Amarillas. Hablaba el orador de las personalidades, y no sin razón sustentaba, contra un error a la sazón dominante, que en estados libres la pluma o la palabra por fuerza habrían de usarse en elogio o vituperio de los hombres a la par que de las cosas... En suma, la sociedad de la Fontana estaba a la devoción, si no de los alborotadores declarados, de los futuros opositores al gobierno... El público allí concurrente se formaba a sí mismo en la escuela revolucionaria, y embelesado con las a menudo huecas declamaciones de los tribunos, aun contra la voluntad de éstos, y siempre allende los deseos de sus maestros, aprendía a aplicar por medio de la sedición las doctrinas en que se iba imbuyendo.{4}»
El clero, que ni era, ni podía esperarse que fuese adicto a las nuevas instituciones, y que sabía ser consecuencia del cambio político ciertas reformas, como la suspensión en la provisión de algunas prebendas y la aplicación de sus rentas al crédito público, la disminución y reforma de las comunidades religiosas, la supresión de la Compañía de Jesús y la devolución de sus bienes, rentas y efectos al cabildo de la iglesia de San Isidro{5}, y otras medidas o proposiciones de esta índole, el clero, decimos, no llevaba tan a mal todo esto, ni se resentía y ofendía tanto de ello, como de que se le obligara, como lo indicamos ya hablando de la Junta provisional, a enseñar la Constitución en las aulas y explicar y recomendar la doctrina constitucional desde los púlpitos. A esto oponía una repugnancia invencible y una resistencia tenaz, que dio ocasión, y no era maravilla, a destierros de prelados como el de Orihuela, y a otros castigos y tropelías, que le irritaban más y más cada día. Alentábale en esta resistencia la conducta de nuestro embajador en Roma, que no solo se negó a jurar la Constitución, sino que contribuyó a crear allí la junta llamada Apostólica, que atrajo a muchos obispos y declaró guerra a muerte a los liberales españoles{6}. Y acabó de envalentonarle la carta que después escribió el papa Pío VII al rey, en sentido el más propio para afirmar al clero en su enemiga al sistema constitucional, y para inspirarla a Fernando, dado que de buena fe hubiera entrado por aquel camino{7}.
Otro ejemplo de estas violencias que al clero inconsideradamente se hacían era lo que se le ordenaba en el reglamento que se formó para la milicia nacional, cuyo primer artículo imponía a todo español desde la edad de diez y ocho años hasta la de cincuenta cumplidos la obligación de servir en dicha milicia; puesto que al tenor de lo prescrito en el 38, cuando los cuerpos de milicianos nacionales fuesen a la Iglesia en formación a prestar el juramento competente, el párroco les había de hacer una exhortación recordándoles sus obligaciones para con la patria, y la que tenían de defender la libertad civil y la Constitución. Deber penoso y repugnante, al menos para aquellos eclesiásticos que por convicción, o por otra causa de las que influyen en el ánimo de los hombres, fuesen desafectos al nuevo régimen, al cual cobraban mas aversión que cariño con estas que ellos consideraban como humillaciones.
Mereció y llamó la atención de estas Cortes en su primer período el estado de la pública enseñanza, que era lamentable, y cuyo mal databa desde el restablecimiento del absolutismo. Nombrose comisión para que propusiera el modo de reformarla y mejorarla, y después de algunas discusiones sobre asunto tan importante, en tanto que se meditaba un plan general de instrucción pública correspondiente a los progresos de las ideas y de la civilización, restablecer el de 1807, que llevaba grandes ventajas al de 1771, mandado observar en la época del retroceso político y literario, sustituyendo al estudio de la Novísima Recopilación el del derecho natural y de gentes, al de las Siete Partidas el de la Constitución política. Reducíase a ocho años la carrera de la jurisprudencia, que antes era de diez; y para no trastornar ni lastimar intereses, ni perjudicar a los pueblos cuyas universidades suprimía el plan de 1807, se mandaba conservar por entonces todas las que a la sazón existían{8}.
No es posible pasar revista a todos los asuntos en que se ocupaban las Cortes; vamos escogiendo entre ellos los que parecía tener más significación, o pueden dar más idea del espíritu que en ellas dominaba. Al modo que trataron de la suerte de los sesenta y nueve Persas, discutieron también lo que había de hacerse de los Afrancesados. La Junta provisional había, como dijimos, abierto a estos desgraciados las puertas de la patria. Ansiosos de volver a ella después de tantos años de proscripción, apresuráronse a salvar los Pirineos, gozosos de volver a pisar el suelo natal. Pero hostigada la Junta y obrando bajo la presión de los más fogosos patriotas, suspendió los efectos de la amnistía y prohibió a aquellos infelices pasar de las Provincias Vascongadas, donde se vieron detenidos sin medios de subsistir y abrumados por la miseria. La voz de la humanidad y de la compasión resonó al fin en las Cortes, proclamando perdón y olvido en favor de aquellos desventurados, y abogaron por ellos diputados tan elocuentes como Toreno y Martínez de la Rosa, a quienes ciertamente no se podía tachar de falta de españolismo, y merced a cuyos esfuerzos se levantó el anatema que sobre aquellos proscriptos pesaba. En verdad no todos olvidaron la dureza con que antes y por tanto tiempo habían sido tratados, y el resentimiento los movió a afiliarse después e inscribirse en partidos o contrarios o poco amigos de la libertad.
Lo que hubo en el principio de estas Cortes de más notable, y también de más triste, fueron las Memorias que cada ministro presentó y leyó, dando cuenta del estado en que se encontraba la nación en lo relativo a cada departamento. El conjunto no ofrecía nada de lisonjero ni de consolador; pero lo más sombrío y lo mas tétrico del cuadro era lo que se refería a la hacienda, al ejército, y a la situación interior del país. La Memoria sobre Hacienda, presentada por el ministro Canga-Argüelles, comenzaba con estas significativas palabras: «La historia económica de la nación española en los últimos seis años ofrece la imagen de la miseria del erario.» Y procedía a desenvolver extensamente las causas de aquella miseria, y a indicar los medios de aliviarla, ya que no era posible extinguirla{9}. Consecuencia de ello fueron las medidas administrativas y económicas que las Cortes con más o menos acierto y oportunidad fueron adoptando; tales como la autorización concedida al rey para que pudiera completar el empréstito de 40 millones que por real orden de 2 de mayo se había mandado abrir para atender a las más urgentes necesidades; la de suspender por tiempo ilimitado el decreto de las Cortes extraordinarias de 1813, por el que se abolían las rentas estancadas; la prohibición de introducir granos y harinas extranjeras, mientras el precio de aquellos en la Península no excediese de ochenta reales fanega, y el de éstas de ciento veinte el quintal; la venta inmediata de todos los bienes asignados al crédito público; la condonación de una parte de la contribución a los pueblos que satisficieran las dos tercios de ella en las épocas que se expresaban, y otras medidas semejantes.
El ministro de la Gobernación hizo una pintura lastimosa, y desgraciadamente verdadera y exacta, del estado interior del país, especialmente en lo relativo a la inseguridad de los ciudadanos, así en los caminos como en las poblaciones, plagados aquellos y éstas de ladrones, bandidos, malhechores y gente desalmada; lo cual produjo una noble porfía entre las Cortes y el gobierno sobre quién había de anticiparse, y a quién competía en primer término dictar las providencias oportunas, que en efecto se fueron tomando, para el exterminio, o al menos la disminución de aquella plaga social.
Más triste todavía, si cabe, fue el bosquejo que el ministro de la Guerra hizo de nuestro escaso e indisciplinado ejército, atrasado en el percibo de sus haberes, sin vestuario, descalzo y casi desnudo, a excepción de los cuerpos de la guarnición de Madrid, con poquísimo armamento, y de mala condición y calidad, falto hasta de municiones, en términos que hablando de la artillería, manifestó el ministro que apenas bastarían para un solo día de batalla.
Razones políticas, más que económicas, aunque estas últimas eran las que ostensiblemente se alegaban, aconsejaron al gobierno la disolución del ejército de la Isla, que se consideraba como un peligro constante para el orden público. La medida era delicada, ya por las simpatías que tenía aquel ejército, no solo en Cádiz y San Fernando, sino en el partido exaltado de las Cortes, en las logias y en los clubs, ya por mandarle a la sazón el general Riego y por encontrarse en las Cortes su principal jefe Quiroga. Así fue que al saberse esta resolución, la diputación provincial de Cádiz, su ayuntamiento y el de San Fernando, el vecindario de una y otra ciudad, y aun el mismo gobernador militar y político de Cádiz don Cayetano Valdés, paisano y amigo a un mismo tiempo de Riego y de Argüelles, representaron, en términos al parecer respetuosos, pero en el fondo imponentes y casi amenazadores, para que la orden de la disolución fuese revocada: representación que apoyada por los liberales más enardecidos no podía dejar de poner en aprieto al gobierno, pues la oposición en Madrid se presentaba también fogosa y arrogante. Era menester separar del ejército disimuladamente a Riego, y pareció buena ocasión la de pedirle para capitán general de Galicia la diputación provincial de aquel reino, sobresaltada con los amaños y la actitud de la llamada Junta Apostólica. Al comunicarle el gobierno aquel nombramiento, manifestábale lo oportuno que sería que se presentase en la corte, pues S. M. había mostrado deseos de conocerle. Joven resuelto y animoso Riego, encumbrado repentinamente por un azar de fortuna, y fascinado con el incienso de la adulación, pero de no sobrado ingenio, y más cándido que suspicaz, separose del ejército que mandaba, y presentose en la corte a fines de agosto{10}.
Había sido relevado del ministerio de la Guerra el marqués de las Amarillas (18 de agosto), objeto de animadversión del partido revolucionario que se agitaba en el ejército, en las sociedades patrióticas y en la misma representación nacional, si bien el rey, en el decreto de exoneración, expresaba lo muy satisfecho que estaba de sus servicios, y que en ello no hacía sino condescender con las repetidas súplicas que el marqués, hasta por cuarta vez, le había dirigido.
La presencia en Madrid del que se llamaba el héroe de las Cabezas de San Juan, aunque causó pesar a sus amigos, excitó el entusiasmo de la gente exaltada, ardiente y bulliciosa, la cual le llevaba como procesionalmente por las calles, y le prodigaba todo género de ovaciones{11}. Ávido él de aura popular, y dejándose arrastrar de ella, sin medir los quilates de su ingenio, arengaba desde su alojamiento a la muchedumbre, pero en tan vulgares frases, y tan sin dignidad ni elevación, que muy pronto se disiparon las ilusiones de los que no le conocían, y habían creído encontrar otra capacidad y otro fondo en el que el vulgo aclamaba como el héroe de la revolución, y el restaurador de la libertad. Recibido en la regia cámara el 31, departió Riego con el rey, y después más largamente con los ministros. Procurose en una y otra conferencia exhortarle a que, unido al gobierno, contribuyese con su popularidad y su influencia a conciliar los ánimos, y afianzar el nuevo régimen sobre una base de concordia y de templanza. Pero el engreído caudillo de las Cabezas correspondió a tan benévola excitación con agrias y un tanto desentonadas quejas sobre la orden de disolución del ejército de la Isla, propasándose a hacer indicaciones sobre conveniencia de una mudanza de ministerio, y atreviéndose a entrar en contestaciones con hombres del talento y de la altura política de un Argüelles.
Bien se veían ya venir, tras tales imprudencias y ligerezas, disgustos y conflictos graves. Aumentose este temor al día siguiente, al ver que por consecuencia de indiscretas revelaciones de Riego sobre las conferencias de palacio, faltando a todas las consideraciones y deberes de hombre público, se referían y comentaban en los cafés las palabras del rey y de los ministros, no sin desfigurarlas, como en tales sitios acontece, y no sin escarnecer a los personajes que en tales escenas habían figurado. Todo lo cual movió al ministerio, obrando con la mesura que tan alto puesto requiere, a consultar al Consejo de Estado, si para evitar ulteriores complicaciones convendría revocar el decreto en que se confería a Riego la capitanía general de Galicia.
En tal situación, y así conmovidas las pasiones, el 3 de setiembre agasajó la sociedad de la Fontana de Oro, llamada como por sarcasmo de los Amigos del orden, al caudillo de Andalucía con un banquete patriótico en el salón de sus sesiones, donde hubo brindis, vivas, arengas, versos, y todo el calor, toda la exaltación, todos los alardes de fuego patrio que suele haber en semejantes festines, y que sin embargo no fue sino el anuncio del desorden estrepitoso que había de presenciarse en otro lugar aquella misma noche. Apenas se presentó el general en el teatro, que era el sitio donde también se había dispuesto para festejarle una función de circunstancias, resonó una salva de vivas y aplausos. Correspondió el caudillo a este recibimiento dirigiendo al pueblo desde su palco una arenga de las que acostumbraba. Entonose en los intermedios el himno bélico que se denominó Himno de Riego, por estar dedicado a él: canto patriótico y marcial, compuesto por el que entonces era ya su ayudante, y después ha sido general ilustre, don Evaristo San Miguel: himno que alcanzó gran boga, y ha entusiasmado siempre a los liberales españoles, tanto por lo menos como la célebre Marsellesa a los franceses en la época de su revolución. Mas no satisfecho el público, pidió que se cantara la famosa e insultante canción del Trágala, recientemente compuesta en Cádiz: oponíase a ello el jefe político: incomodose vivamente Riego con su negativa: añádese que la cantaron sus ayudantes, que los acompañaba él mismo, y que la plebe repetía a coro con frenética alegría: el alboroto, la gritería y el desorden llegaron a un punto difícil de describir; y como el jefe político que presidia la función intentase corregirlo y restablecer la calma, fue insultado, y aun hubiera corrido peligro su existencia a no protegerle y escudarle con sus propios cuerpos dos oficiales de la milicia nacional. Después del teatro continuó el bullicio por la población, y la tropa estuvo sobre las armas{12}.
Si semejante conducta desdoraba a Riego y le desconceptuaba para con los hombres sensatos y de orden, el gobierno ni podía tolerar que continuara agitando la capital, ni podía entregarle ya con confianza el importante mando que le había conferido. Y así, recibida la respuesta del Consejo de Estado, exoneró a Riego de la capitanía general de Galicia, y le destinó de cuartel a Oviedo, mandándole salir de la corte en el término de breves horas. También fueron confinados el gobernador de Madrid Velasco, don Evaristo San Miguel, don Salvador Manzanares, y algunos jefes militares eran destinados a diferentes puntos. Mas apenas se divulgó la noticia, comenzó la gente bulliciosa a agruparse en las plazas públicas, prorrumpíase en gritos y se fijaban pasquines sediciosos, y se repartían proclamas incendiarias; en la reunión de la Fontana se declamó ardorosamente contra los ministros que así trataban al héroe de la revolución.
Riego, que con sus ínfulas de orador tenía pensado nada menos que hablar al Congreso desde la barra, viéndose obligado ahora a partir, entregó su discurso al presidente, y pasó un oficio a los secretarios para que se sirviesen dar lectura de él, como en efecto lo hicieron en la sesión del 5 (setiembre), que por esto y por sus incidentes y consecuencias se hizo famosa y célebre. Reducíase el discurso a hacer un apasionado elogio del ejército de la Isla, a pintar la alarma que había producido y los males que iba a traer la orden de su disolución, a indicar que aquél era el principio de un plan reaccionario que excitaba sospechas contra el ministro de la Guerra, a exponer que la situación estaba llena de peligros, que abundaban los conspiradores, instrumentos de otros más ocultos y de más alta esfera, que había muchos empleos de importancia ocupados por hombres desafectos, y a augurar que si sus advertencias no eran oídas sobrevendrían grandes desgracias a la patria; y concluía diciendo:
«Por mi parte, resuelto a no ser por más tiempo el blanco de injustas reconvenciones, de celos tan mezquinos, de imputaciones negras y horrorosas, dejo voluntariamente un puesto incompatible acaso con mi honor en las actuales circunstancias, y me vuelvo a la simple condición de ciudadano. Si la patria me necesitase por segunda vez, volaré a su llamamiento, y seré siempre para ella el hombre que ha visto hasta el presente. Por ahora me contento con el placer de haber merecido su viva gratitud, y con el que inspira al hombre honrado el testimonio de su conciencia.– El ciudadano Rafael del Riego.– Madrid, 4 de setiembre de 1820.»
Hiciéronse sobre este discurso varias proposiciones por los diputados amigos de Riego, Romero Alpuente, Flórez Estrada, Gutiérrez Acuña, Istúriz y otros, discutiéndose principalmente la de Gutiérrez Acuña, pidiendo que si a la disolución del ejército de la Isla, y a las medidas tomadas con Riego y otros jefes había precedido alguna causa, mandara el gobierno formar la competente para el desagravio de las personas culpadas en concepto de muchos, y que el pueblo español tuviera el justo conocimiento en asuntos de tanta importancia. Y otra de Istúriz, para que los secretarios del Despacho exhibieran las órdenes que hubieran dado sobre el particular. Combatiéronlas Martínez de la Rosa, Cepero, Toreno, Calatrava y otros, siendo notable el discurso de Martínez de la Rosa, fundado en que el gobierno había obrado dentro de las atribuciones y facultades que la Constitución señala al poder ejecutivo, y que las Cortes no tenían derecho a introducirse en un asunto que no era de su competencia, sino cuando hubieran de exigir la responsabilidad al gobierno por haber faltado a la ley o violado algún artículo constitucional. La discusión fue sobremanera animada y viva; pero encastillada la mayoría en la letra de la ley, fue desechando todas las proposiciones, y solo admitió una parte de la de Flórez Estrada para que la representación de Riego pasase a una comisión, que a indicación del conde de Toreno se acordó fuese la de premios. Irritó esto a Flórez Estrada y a Istúriz, individuos de ella, diciendo ambos que se separaban de la comisión, añadiendo éste que ni el cielo ni la tierra le harían variar de propósito, y aquél que no podía proponer la manera de premiar a quien se estaba acusando como reo. Amonestó a los dos el presidente por su modo de producirse, y aprobose la proposición de Toreno, eludiendo así las Cortes lo que tenía de espinoso la cuestión.
Pero nuevos disturbios ocurridos fuera de aquel recinto encresparon nuevamente los debates en el santuario de las leyes. A la caída de la tarde del 6 (setiembre) al apearse el rey del coche a las puertas del palacio, oyéronse gritos de ¡Viva el Rey! que sin el dictado de Constitucional se tomaban entonces por subversivos, como equivalentes a proclamarle absoluto. Produjo esto alarma y reyertas entre los paisanos, viéndose sables desnudos, y convirtiéndose en motín, que creció y se extendió pronto por toda la población, dándose vivas a la Constitución y a Riego, dirigiéndose unos grupos a la casa del capitán general don Gaspar Vigodet, que con entereza contuvo a los alborotadores, y aun prendió al que iba a su cabeza, y penetrando otros en la del jefe político, señor de Rubianes, a quien no encontraron, habiendo podido evadirse oportunamente. Cansados de correr y de gritar libremente y sin estorbos, exhaustos ya sus pulmones, retiráronse los tumultuados a sus casas a la media noche{13}. Lo que el gobierno no ejecutó aquel día lo hizo al siguiente, que fue poner la guarnición sobre las armas, recorrer las calles patrullas de caballería, y colocar artillería con mecha encendida en la Puerta del Sol; pero todo esto sin que se oyera un solo grito, y presenciándolo silencioso el pueblo.
De esperar era, y así sucedió, que en la sesión de aquel día se tratara del tumulto de la noche anterior. Tomó la iniciativa el diputado Moreno Guerra, de la fracción exaltada, hombre no falto de instrucción, pero tosco y extravagante, presentando la proposición siguiente: «En atención a la agitación popular de anoche en las calles y plazas de esta corte, y a los gritos sediciosos que ha habido en las anteriores en el palacio mismo del rey, pido que vengan inmediatamente los ministros a este Congreso para dar cuenta del estado en que se halla la seguridad pública.» Apoyola tan violentamente como acostumbraba, y admitida unánimemente a discusión, usó de la palabra el conde de Toreno, que a pesar de ser tenido por moderado, como todos los llamados doceañistas, relativamente a los exaltados del año 20, se produjo en los términos siguientes:
«Yo bien sé que no pueden ser éstos (los alborotadores de la noche anterior) más que enemigos de la Constitución, serviles, que valiéndose del nombre de la Constitución y del Rey constitucional, atacan las leyes y maquinan la ruina del sistema que nos ha dado la libertad... Si los ministros no han tenido un carácter firme, y tal cual se requiere en semejantes circunstancias para proceder contra cualquiera, bien sea del seno del palacio, o de los mismos criados del rey, exíjaseles la responsabilidad. Por lo demás los diputados de la nación conservarán el carácter que les corresponde, y primero consentirán verse sepultados bajo las ruinas de este edificio, que dejar de cumplir con los deberes que la nación les ha impuesto. Si los secretarios del Despacho no han tomado todas las providencias que están a su alcance para impedir cualquier complot que pueda haber existido, serán responsables ante la ley, y esta responsabilidad se hará efectiva, si pudiendo impedirlo, permiten que se turbe la tranquilidad pública... Si hemos sido imparciales con personas que nos eran tan caras por los servicios hechos a la patria, seremos inflexibles, y yo el primero, contra los ministros; no conociendo a las personas, sino a las leyes, y siendo víctimas de ellas por no faltar a nuestro deber.»
Aprobada la proposición, y llamados y presentados los ministros, el de la Gobernación, Argüelles, hizo una breve reseña de los sucesos de la víspera, y leyó los oficios que habían mediado entre las autoridades y el gobierno, cuyo relato no añadía cosa esencial a lo que ya se sabía. Dio interés a la discusión el diputado Palarea, calificando de subversivos los vivas dados al rey en palacio, atribuyendo toda la culpa del alboroto al bando servil, el cual calumniaba a los liberales suponiéndoles planes de república; quejose del gobierno por la lentitud con que se seguían las causas contra los conspiradores; proponía que se suspendiera el artículo 308 de la Constitución{14}, y pedía se declarara que para lo sucesivo siempre que se dieran vivas al rey se añadiese el adjetivo Constitucional, sin el cual se considerarían aquellos como subversivos. Rechazando el ministro Argüelles el cargo de tolerancia y lentitud en las causas de conspiración, y defendiendo la severidad legal con que había procedido, decía: «Los señores diputados no pueden ignorar que ha llegado su imparcialidad hasta mandar prender, en el acto mismo de ir a ejercer sus funciones, a un individuo de la capilla real, complicado en la causa de Burgos... Yo pregunto si la época anterior presentó muchos ejemplos de una imparcialidad semejante... Y a pesar de esto se culpa al gobierno de miramiento y de consideraciones... El suceso de anoche, añadió, no es aislado; es la consecuencia de una exaltación que ha sido precedida de otros que ahora no entraré a calificar... Si necesario fuese, manifestaré al Congreso franca y lealmente todos los sucesos...»
Iba tomando calor por momentos el debate. El conde de Toreno hizo graves cargos al gobierno de no haber disipado con mano fuerte esas reuniones sediciosas que se apellidaban por excelencia constitucionales, esos alborotadores que so pretexto de reclamar la observancia de la Constitución atacaban a los ciudadanos pacíficos y cometían mil desafueros, y exclamaba: «Esas asonadas, sea quien fuere el que las promueva, son verdaderamente asonadas de serviles... El que incomoda a los demás, y con pretexto de observar las leyes las infringe todas, es en mi opinión el mayor servil; entendiéndose por este nombre quien no quiere leyes justas e iguales para todos.» Sobreexcitado Romero Alpuente con esta especie de reto hecho al partido exaltado, llegó hasta querer justificar los excesos de las turbas, diciendo:
«Si se hubiese de estar, como tal vez había de estarse, a lo que ha dicho el señor Palarea, es decir, que el pueblo sabia que en palacio había habido iguales reuniones en muchos días, que había habido esas voces tan contrarias, tan escandalosas y altamente ofensivas a la Constitución, y que sabía también que no se había tomado providencia alguna por el gobierno para prohibir tales voces, ha dicho: ya que los conductores de esta máquina, ya que los ejecutores y aplicadores de la ley están tan pasivos, y no vengan a esta nación, hagamos por nosotros la justicia y venguémosla por nosotros mismos. Si los serviles unidos se atrevieron a explicar así sus sentimientos, vamos nosotros los liberales a explicar así los nuestros, con el valor y la firmeza de la Constitución.»
Exaltó a su vez esta doctrina al digno ministro Argüelles, que con este motivo pronunció uno de sus más extensos, vigorosos y elocuentes discursos. «¡Desgraciada nación, exclamaba, aquella en que se publica que el pueblo está autorizado para hacerse justicia por sí mismo! Con tales principios, ¿qué nación pudiera subsistir?» Habló después de la agitación producida en Madrid con la venida y la conducta del general Riego, del suceso del teatro, de su destierro, del ejército de la Isla, de las conspiraciones de otras partes, de la situación política del país, de listas que circulaban de ministerios, &c. Y enardecido por las acusaciones dirigidas a los ministros por los diputados que defendían a Riego, amenazó con abrir las famosas páginas de aquella historia y revelar la verdad entera. «Que se abran esas páginas,» gritaron varios diputados.
Descolló entre muchos que tomaron parte en esta célebre discusión el elocuente Martínez de la Rosa, que siguió en su discurso la cuerda y el espíritu de los de Argüelles, anatematizando los alborotos, por quien quiera que fuesen promovidos, porque siempre redundaban en daño y descrédito de la libertad. Entonces fue cuando pronunció aquellas bellas y poéticas frases: «No, no veo la imagen de la libertad en una furiosa bacante, recorriendo las calles con hachas y alaridos: la veo, la respeto, la adoro en la figura de una grave matrona que no se humilla ante el poder, que no se mancha con el desorden.» Expuso las razones que le movían a no aprobar ninguna de las proposiciones de Palarea, y dijo entre otras cosas:
«En vano se afectan temores y recelos; las naciones no retroceden. Confío en que no daremos un paso adelante, porque la lealtad española, nuestros antiguos usos, nuestras costumbres, nuestros deberes y juramentos, han puesto una valla ante nosotros: y fío igualmente en que tampoco daremos un paso hacia atrás, porque el valor del ejército y la cordura de la nación lo impiden; y si posible fuera que el ejército y la nación olvidasen al mismo tiempo su fidelidad y sus deberes, me queda aun otra esperanza; no necesito apelar ni a su valor ni a sus virtudes. Estos seis años de despotismo y de desorden son los que han levantado a nuestra espalda un muro insuperable. Detrás de un solo paso, con una sola línea que retroceda la nación, ¿no se ve ya calabozos abiertos, suplicios levantados, las hogueras de la Inquisición encendidas?... Una nación amaestrada con tan triste experiencia, ni retrocede ni retrocederá: en vano es abultar temores y peligros.»
Ni el ministerio dio más explicaciones, ni se votó ninguna de las proposiciones del señor Palarea: de modo que esta larguísima sesión no produjo resolución alguna, pero se consideró de tal importancia, que a propuesta de un diputado se acordó que se imprimiera con preferencia a todo otro trabajo, y que inmediatamente se circulara a todas las provincias y a todas las autoridades. Grande fue en efecto la importancia y la significación de aquel solemne debate, que se llamó la sesión de las páginas, por alusión a las palabras de Argüelles. En ella se declararon ya abiertamente, y abiertamente rompieron entre sí dos partidos liberales que desde el principio se habían venido delineando; el templado y de orden y gobierno, que era el de los constitucionales del año 12, llamados ya doceañistas, y el exaltado o del movimiento, que constituían en lo general los diputados nuevos y jóvenes del año 20. Llamábanse moderados los primeros respecto a los segundos, no porque no fuesen muy avanzados en ideas, como lo era la Constitución por ellos fabricada, y a la cual rendían una especie de culto idolátrico, sino porque abroquelados en su severidad y en su legalidad constitucional, creían, permaneciendo inmóviles como la roca en el revuelto mar de las pasiones y de los partidos, poner con su resistencia un dique en que se estrellara el oleaje encontrado de la reacción y de la revolución.
Había en esto, por una parte intención sana, buen deseo, y aquella sensatez que dan la experiencia y el escarmiento; pero había por otra no poco de ilusión y de candidez, porque éralo pensar que un monarca avezado al absolutismo había de acostumbrarse de repente a la tutela, que él miraba como forzada y humillante, del gobierno representativo, y que había de ser benévolo hacia los que él antes había tratado y perseguido como facciosos, y ahora le tenían en lo que él consideraba como una esclavitud. Mezclábase también no poco de vanidad política, porque habituados ellos en la época anterior a dirigir y dar el tono a la opinión pública dentro y fuera de las Cortes, no podían acomodarse a que hombres nuevos, muchos de ellos jóvenes y sin historia, mirados como atrevidos discípulos que tenían la audacia de querer dar lecciones a los maestros, intentaran contradecirles ni menos imponerles su voluntad.
Triunfaron, sí, en la borrascosa sesión del 7 el ministerio y los ministeriales, y dábanles por ello el parabién los liberales amantes del orden, y elogiábanlos por su energía los absolutistas, y mostrábanse complacidos los palaciegos, y hasta el rey los recibía con rostro más agradable. Pero esto mismo, a ellos que huían de la nota de excesivamente monárquicos, disgustábalos en vez de serles lisonjero. Por otra parte arreciaba la oposición del partido exaltado, vencido en el parlamento e irritado con la derrota. Las sociedades secretas excluyeron de su seno a los diputados ministeriales, y se convirtieron en verdaderos centros de conspiración, en que se trabajaba con odio y con ahínco. La de la Fontana, después de haber excluido a Toreno, Yandiola, Torres y otros de los que habían votado con el gobierno, suspendió sus sesiones públicas, celebrándolas solo a puerta cerrada, pero meditando una oposición vengativa, que seguía Galiano acalorando con protestas y con folletos. El centro masónico continuó también trabajando en secreto. En vista de esto los moderados, como queriendo huir de aquella nota y conjurar este enojo, procuraron halagar a sus adversarios en las sesiones siguientes, a lo cual se debió el decreto del 11 de setiembre, aprobando las ofertas hechas por Riego y Quiroga a los individuos de su ejército, creando un batallón de infantería y un escuadrón de caballería, con el nombre uno y otro de la Constitución, compuestos de la columna expedicionaria de Riego, concediendo a las viudas de los oficiales que murieron el sueldo de sus maridos, confirmando la gratificación ofrecida por aquel general a los trescientos hombres que entraron con él en Córdoba, licenciando a los soldados del ejército de la Isla que llevaran dos años de servicio, y premiando con pensiones y con tierras de baldíos a los soldados que quisieran retirarse después de haber servido cierto número de años.
Siguiendo esta misma marcha, se promovió y acordó honrar de un modo solemne la memoria de Porlier y de Lacy, mandando que se inscribieran sus nombres en el salón de sesiones, se declaró beneméritos de la patria en grado heroico a los que sufrieron la pena capital por su adhesión a la Constitución y sus conatos para restablecerla, haciéndose un decreto particular para el coronel Acebedo, y señalando a las viudas e hijos de los que hubiesen muerto en prisiones o destierros por la causa constitucional el mismo sueldo que gozarían sus maridos o padres si viviesen{15}. Otros decretos que siguieron inmediatamente a éstos dan testimonio de que los constitucionales del 12, que entonces eran tenidos por moderados, si bien lo eran en cuanto a querer sofocar el espíritu de insurrección de las sociedades secretas y evitar trastornos violentos, no eran menos reformadores que sus adversarios, toda vez que solo se distinguían de ellos en el propósito y sistema de desarrollar las reformas con el concurso de los poderes legítimos y por las vías legales. Tales fueron principalmente los decretos de las Cortes de 27 de setiembre y 1.º de octubre, el uno suprimiendo toda especie de vinculaciones, y volviendo a la circulación y al comercio un número prodigioso de bienes amortizados, el otro suprimiendo todas las comunidades de las órdenes monacales, las de canónigos regulares de San Benito y San Agustín, los conventos y colegios de las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa, los de San Juan de Jerusalén, y todas las demás de hospitalarios de toda clase{16}.
Coincidió con estos decretos el que declaraba desaforados y sujetos a la jurisdicción ordinaria todos los eclesiásticos, seculares o regulares, de cualquier clase y dignidad que fuesen, por el hecho de cometer algún delito que por las leyes del reino fuese castigado con pena córporis aflictiva, haciendo al juez ordinario competente para proceder por sí solo a la prisión del reo y a la sustanciación y fallo de la causa, sin necesidad de auxilio ni cooperación alguna de la autoridad eclesiástica.
Aunque con estas reformas de carácter político alternaban algunas medidas de índole administrativa y económica, tales como el reconocimiento de la deuda contraída con varias casas holandesas; la concesión de ciertas franquicias a los ganaderos{17}; el establecimiento de un arancel general de aduanas{18}; y sobre todo, la autorización al gobierno para levantar un empréstito de 200 millones, hipotecando para su pago el importe de la contribución directa, y mandando que las cantidades procedentes del préstamo se destinasen solo a las obligaciones que fuesen venciendo, y no a las ya vencidas{19}, predominó sin embargo en el período de esta primera legislatura el espíritu y el afán de las reformas políticas.
Dada ya satisfacción por el gobierno y los moderados a la fracción exaltada con hechos y doctrinas de un avanzado liberalismo, y calculando ser ya tiempo de retroceder, como quienes se proponían guardar un equilibrio, más laudable que posible, volvieron a ciertas medidas restrictivas del exceso de libertad. Desbocada y provocativa andaba la de la imprenta; alarmados traían, no solo a los moderados, sino también a liberales muy ardientes, pero amantes del sosiego público y de la decencia social, las doctrinas disolventes y los insultos groseros que en periódicos y en folletos se prodigaban a clases, objetos e instituciones las más respetables y sagradas, sin perdonar ni a las personas de los diputados, ni a las Cortes mismas. A contener y reprimir tales demasías se encaminaba el decreto y reglamento que se formó para regularizar el ejercicio de la libertad de imprenta{20}. Documento en que se desenvolvía todo un sistema, determinándose la extensión de la libertad de escribir; cuándo y de cuántas maneras se abusaba de ella, la calificación de los delitos, la penalidad que les correspondía, quiénes habían de ser los responsables, cuál había de ser el procedimiento, y en el cual se establecía ya un jurado o tribunal de jueces de hecho. Algo remedió la ley de imprenta, mas no bastó a servir de dique al desbordamiento.
Pero el mayor motivo de inquietud y de alarma para los hombres sensatos, y la mayor y más temible oposición para el gobierno, estaban en las sociedades secretas, convertidas en verdaderos clubs revolucionarios, en focos organizados y perennes de conspiración, que constituidas y reglamentadas a manera de congresos, y correspondiéndose pública y secretamente unas con otras, discutiéndolo y censurándolo todo, atreviéndose a enviar comisiones al gobierno y a la asamblea como si fuesen cuerpos legales, aspirando a rivalizar y aun a sobreponerse a los poderes legítimos, acalorando y extraviando con sus declamaciones tribunicias a la multitud irreflexiva, e imbuyéndole ideas antisociales, eran un peligro continuo para el orden público, y hacían imposible la marcha de un gobierno regular y templado. El gobierno y la mayoría de las Cortes convinieron en la necesidad de apagar aquellos hornos revolucionarios.
Una proposición del señor Álvarez Guerra para que se nombrase una comisión que redactara un proyecto de ley asegurando a los ciudadanos la libertad de ilustrarse con discusiones políticas, evitando los abusos, fue la que abrió el campo a los famosos y solemnes debates que después vinieron sobre el asunto de las sociedades secretas{21}. Esfuerzos extraordinarios hicieron en defensa y sostenimiento de estas asociaciones los diputados de la fracción exaltada; distinguiéndose entre ellos Moreno Guerra, Solanot, Flórez Estrada y Romero Alpuente. Discursos elocuentes y brillantes pronunciaron los enemigos de aquellas reuniones, presentándolas como contrarias al orden, derogatorias de la dignidad de las autoridades, y manantiales de perturbaciones y de escándalos; señalándose entre ellos, Garelly, presidente de la comisión, el conde de Toreno, y el ministro de la Gobernación Argüelles, cuyas peroraciones pueden presentarse como modelos de nerviosa elocuencia y de buenas máximas de gobierno{22}. El gobierno y la mayoría lograron un gran triunfo en estos importantísimos debates, aprobándose el dictamen en votación nominal por 100 votos contra 43{23}, y dando por resultado el siguiente decreto:
«Las Cortes, después de haber observado todas las formalidades prescritas por la Constitución, han decretado lo siguiente:
»1.º No siendo necesarias para el ejercicio de la libertad de hablar de los asuntos públicos las reuniones de individuos constituidas y reglamentadas por ellos mismos, bajo los nombres de sociedades patrióticas, confederaciones, juntas patrióticas, o cualquier otro, sin autoridad pública, cesarán desde luego con arreglo a las leyes que prohíben estas corporaciones.
»2.º Los individuos que en adelante quieran reunirse periódicamente en algún sitio público para discutir asuntos políticos y cooperar a su recíproca ilustración, podrán hacerlo con previo conocimiento de la autoridad superior local, la cual será responsable de los abusos, tomando al efecto las medidas que juzgue oportunas, sin excluir la suspensión de las reuniones.
3.º Los individuos así reunidos no podrán jamás considerarse corporación, ni representar como tal, ni tomar la voz del pueblo, ni tener correspondencia con otras reuniones de igual clase.– Lo cual presentan las Cortes a S. M. para que tenga a bien dar su sanción.– Madrid, 21 de octubre de 1820.– José María Calatrava, Presidente.– Marcial Antonio López, Diputado Secretario.– Miguel Cortés, Diputado Secretario.»
Faltó sin embargo resolución a los mismos que la habían tenido para dar este golpe, pues consintieron o toleraron que siguiese abierto el café de la Cruz de Malta, donde se reunía la sociedad de este nombre, una de las mas demagógicas y revolucionarias que se conocían.
Tras estas medidas políticas, ocupáronse las Cortes en otras de orden administrativo y económico. A pesar del estado deplorable de la hacienda, se adoptaron disposiciones que exigían fuertes dispendios y sacrificios, tales como la construcción de veinte buques de guerra, a lo cual se destinaban quince millones de reales{24}; la designación de la fuerza del ejército permanente, que consistía en 66.828 hombres, y se había de aumentar para el caso de guerra hasta 124.879{25}, y esto al tiempo que se mandaba cesar los apremios a los pueblos por contribuciones.
Mas luego se presentó el presupuesto, o como entonces se decía, plan de gastos y contribuciones para el año corriente, que se contaba de julio a julio, y se vio que resultaba un déficit de 172 millones de reales. En el mismo día que este presupuesto se aprobaba (6 de noviembre), se acordaba un descuento gradual a los sueldos de los empleados activos para parte de pago de los cesantes{26}; se impuso un reparto de 125 millones de contribución entre las provincias, y otro de 27 millones a las capitales y puertos habilitados, y en los siguientes se dictaron otras medidas sobre contribución del clero, sobre establecimiento de aduanas y contraregistros, inclusas las provincias Vascongadas, y se acordó el desestanco del tabaco y de la sal.
Exhibiose luego el cuadro de la deuda pública, que ciertamente no era risueño. Ascendía a un total de 14.219 millones; de ella 7.405 millones sin interés; con interés los restantes 6.814, montando sus réditos 235 millones. Destinábanse al pago de los intereses los maestrazgos de las órdenes militares, y todas las rentas, derechos y acciones de las encomiendas vacantes y que vacaren; los productos de las fincas, derechos y rentas de la Inquisición: el sobrante de las rentas de los conventos y monasterios; las vacantes de los beneficios y prebendas eclesiásticas en toda la monarquía; los beneficios simples, y el producto de las fincas de obras pías y bienes secularizados; las minas de Almadén y de Río-tinto; el patrimonio real de Valencia, y varios otros arbitrios. A la amortización de la deuda se aplicaban, las temporalidades de los jesuitas; las alhajas y fincas llamadas de la corona; los predios rústicos y urbanos de las encomiendas y de los maestrazgos de las órdenes militares; la mitad de los baldíos y realengos; los estados de la última duquesa de Alba, y demás que se incorporaran a la nación; el valle de la Alcudia; los bienes estables pertenecientes a la Inquisición; los de los monacales suprimidos; el valor de las fábricas nacionales de Guadalajara, Brihuega, Talavera y San Ildefonso, y los edificios nacionales no necesarios en Madrid.
Importantes y vitales como eran estos asuntos, perdían su interés y se miraban con cierta indiferencia, al lado de los peligros que en aquellos momentos se veían ya venir, de la tempestad que se sentía ya cernerse y rugir sobre el edificio constitucional. Aquella aparente y fingida armonía entre el rey y las Cortes había ido desapareciendo; los ministros y el monarca se mostraban recíprocamente cada vez más recelosos y más abiertamente desconfiados; aquellos sabían que los planes de la reacción se desarrollaban rápidamente, y que el palacio no era extraño a las conspiraciones absolutistas que en varios puntos asomaban. Y mientras por un lado trabajaba la revolución en las sociedades secretas, en la prensa y en la milicia, por otro la aristocracia, ofendida por la ley sobre vinculaciones, y el clero, tomando pié de la supresión de monacales, se concertaban con el rey para ver de destruir el sistema vigente. Este último decreto de las Cortes fue el terreno que escogió el nuncio de Su Santidad para aconsejar al rey que le negase su sanción, usando del veto suspensivo que por la Constitución le correspondía. Negó en efecto el rey su sanción al decreto sobre monacales, fundándose en motivos de conciencia.
Por más que para los ministros fuese evidente que lo que en realidad se buscaba era un pretexto para chocar con el partido reformador, al fin el monarca usaba de un derecho consignado en el código fundamental. En este desacuerdo, en vez de respetar el escrúpulo del rey, si escrúpulo era, o de retirarse si no podían vencerle, ni hicieron lo primero, por suponer en Fernando otros móviles y fines, ni lo segundo, por lo peligroso que podía ser un cambio en tales circunstancias, y optaron por insistir, buscando todos los medios de vencer, si no la conciencia, por lo menos la voluntad del monarca. Como ellos no se mostraban muy respetuosos a la prerrogativa constitucional de la corona, se les atribuyó por muchos, entonces y después, lo que acaso fue pensamiento de amigos imprudentes, a saber, el amedrentar al rey con la idea y el amago de un tumulto. No hay duda que se intentó este medio, y que se acudió a la sociedad de la Fontana, cerrada entonces, para que de allí saliese la manifestación, mas no se prestaron los miembros más influyentes de ella. Hízose no obstante creer al rey que el alboroto había empezado, cuando no pasaba de un intento y de una ficción. Por lo mismo fue mayor el enojo del rey cuando supo el engaño, y como no faltó quien atribuyera toda la trama a los ministros, creció el odio de Fernando a sus consejeros y juroles venganza.
Para ello le pareció poder contar con los hombres de la oposición, resentidos de los ministros, que era la parcialidad exaltada, y quiso que se entendiese con ellos la gente palaciega. Al efecto entabló tratos con los de aquella bandería el padre Fr. Cirilo Alameda, general ya de la orden de San Francisco, que tenía privanza en la corte, diestro para el caso, y que no tuvo reparo en entrar en una de las sociedades secretas para espiarla y sacar mejor partido. El cuerpo supremo de la sociedad masónica comisionó a Galiano, el más enconado contra el ministerio, para que se entendiera con el padre Cirilo. Estos dos personajes de tan distinta procedencia, profesión e historia, llegaron ya a convenir en la formación de un ministerio, que uno de los mismos negociadores ha calificado de monstruoso. Pero sobre no agradarle a la sociedad, ellos mismos no estaban satisfechos de su obra, y como la avenencia sincera era difícil, si no imposible, las relaciones se entibiaron, y la negociación no se llevó a término, mostrando de ello desabrimiento el padre Cirilo{27}.
En tal estado, y hallándose próxima a concluir la legislatura, mal humorado el rey, partió con la reina y los infantes para el Escorial, monasterio que a petición suya había sido exceptuado de la supresión. Fue por lo tanto recibido por los monjes y por el pueblo con demostraciones del más vivo regocijo, y festejado en los días siguientes con luminarias y con cuantos obsequios era posible allí hacer, y que tanto contrastaban con el receloso desvío que había experimentado en la corte. Hallábase pues muy contenta en aquel real sitio toda la real familia; pero al mismo tiempo nadie dudaba, o era por lo menos general creencia (que después los hechos confirmaron), que en aquella mansión se fraguaban planes muy serios y formales para acabar con las instituciones. Tomó cuerpo esta idea al ver que el día designado para cerrarse la primera legislatura con arreglo a la Constitución (9 de noviembre), el rey, alegando hallarse indispuesto, no asistió en persona a tan solemne acto, encargando a los ministros la lectura del discurso que habría de pronunciar. Nadie creyó en la indisposición del monarca, y de no creerla no se hacía misterio: lo que hizo fue producir una grande exaltación en los ánimos, recordándose con tal motivo todos los antecedentes que habían mediado.
Leyose pues el discurso, en que se vertían las ideas más constitucionales, y en que el rey mostraba la mayor adhesión al sistema representativo. Y concluida su lectura, el presidente (señor Calatrava), pronunció estas palabras: «En cumplimiento de lo que manda la Constitución, las Cortes cierran sus sesiones hoy 9 de noviembre de 1820.»
{1} Estos discursos se publicaron íntegros en la Gaceta extraordinaria del 10. El que pronunció el rey se atribuyó a Argüelles.
{2} Inserta el marqués de Miraflores este largo documento en el tomo 1.º de Apéndices a su opúsculo: «Apuntes históricos para escribir la historia de España del 20 al 23.»
{3} La dotación quedó fijada por decreto de 8 de agosto (1820) de la manera siguiente:
Dotación anual para S. M. y gastos de la Real Casa… | 40.000.000 |
Para gastos de la cámara, vestidos y alfileres de S. M. la Reina… | 640.000 |
A la serenísima señora Infanta doña María Francisca de Asís… | 550.000 |
A la señora Infanta doña Luisa Carlota… | 600.000 |
A los infantes don Carlos María y don Francisco de Paula… | 300.000 |
Ya en 30 de mayo se había el rey desprendido de varias fincas y derechos del real patrimonio, cuya lista pasó después a las Cortes, reservándose otras posesiones y edificios, sin perjuicio de que las Cortes resolvieran. Estas, por decreto de 9 de agosto, ratificaron aquella cesión, y mandaron pasar la lista de los bienes a la junta del Crédito público para que los incluyera entre los que habían de venderse.
{4} Galiano, Historia de España, redactada y anotada con arreglo a la del inglés Dunham, tomo VIII.
{5} Hízose esto por decreto de 17 de agosto.
{6} El embajador era don Antonio Vargas y Laguna, y su negativa a jurar el código constitucional le valió más adelante el título de marqués de la Constancia.
{7} He aquí algunos trozos de la carta de Pío VII.– «Conocemos los religiosos sentimientos de V. M. y el filial y sincerísimo afecto que nos profesa, y por lo mismo sentimos la mayor amargura por la pena que esta nuestra carta producirá en su bellísimo corazón; pero próximos a dar estrechísima cuenta al Eterno Juez de todas nuestras obras, no queremos ser reconvenidos у castigados por haber callado a V. M. los peligros de que vemos amenazada esa ínclita nación en las cosas de la Religión y de la Iglesia.– Un torrente de libros perniciosísimos inunda ya la España en daño de la religión y de las buenas costumbres: ya comienzan a buscarse pretextos para disminuir y envilecer al clero: los clérigos, que forman la esperanza de la Iglesia, y los seculares consagrados a Dios en los claustros con votos solemnes, son obligados al servicio militar; se viola la sagrada inmunidad de las personas eclesiásticas; se atenta a la clausura de las vírgenes sagradas; se trata de la abolición total de los diezmos; se pretende sustraerse de la autoridad de la Santa Sede en objetos dependientes de ella: en una palabra, se hacen continuas heridas a la disciplina eclesiástica y a las máximas conservadoras de la unidad católica profesadas hasta ahora, y con tanta gloria practicadas en los dominios de V. M.– Hemos dado orden a nuestro nuncio cerca de V. M. para que hiciese respetuosamente, pero con libertad evangélica, las reclamaciones de que no podemos dispensarnos sin faltar a nuestras obligaciones; pero hasta ahora tenemos el disgusto de no haber visto aquel éxito que debíamos esperar de una nación que reconoce y profesa la religión católica, apostólica, romana, como la única verdadera, y que no admite en su gremio el ejercicio de ningún falso culto... &c.»
{8} Decreto de 6 de agosto.
{9} Esta larga y apreciable Memoria se encuentra en el tomo 2.º del Diccionario de Hacienda del mismo Canga-Argüelles.
{10} Para atraer al general habíase también valido su paisano el conde de Toreno del ascendiente o influjo que sobre Riego pudiera ejercer un hermano canónigo que tenía en la corte, y al cual, añaden, le hicieron entrever esperanzas de una mitra.
{11} «Por desgracia, dice Galiano, las turbas que le seguían no estaban bien compuestas, formándolas muchachos voceadores, ociosos de los comunes en las grandes poblaciones, los más de ellos de mala especie, mirones bobos y burlones malignos.» Y más adelante: «Fue, pues, pobre el festejo, aunque concurrido; y como no suplía el general entusiasmo lo que le faltaba de pompa, se le notó la pobreza, haciéndola los mal dispuestos cosa de burlas. Aun la algazara de algunos le rebajó el valor, pues contrastaba el escaso valer de quienes se mostraban alegres, y aplaudían bulliciosos, con la ausencia de personajes de nota, o el silencio maligno de los no pocos espectadores, en el semblante de muchos de los cuales aparecía una sonrisa desaprobadora de pésimo agüero.»
{12} Esto refieren los más. San Miguel, en la vida de Argüelles, cap. 23, asegura que no llegó a cantarse el Trágala por no haberlo permitido el jefe político. Dice también que Riego no habló en los entreactos, y que se exageró algo el desorden y escándalo de aquella noche.
{13} Es sumamente curioso lo que con respecto a los sucesos de aquel día cuenta Alcalá Galiano de sí mismo, con un aire de verdad y de despreocupación admirable. «La sociedad patriótica de la Fontana, dice, tenía cabalmente sesión en la misma noche. Abriola casi en el momento mismo en que empezaba el bullicio, y subió primero a la tribuna Alcalá Galiano a dar cuenta de su renuncia de oficial de la secretaría de Estado, sabida ya, y de que él esperaba recoger en aplausos la recompensa. Estrepitosas y repetidas palmadas saludaron al tribuno, sin dejarle hablar en algún rato. Empezaba él a perorar muy ufano de su situación y del buen recibimiento que le hacía su auditorio, cuando el ruido le informó, así como a sus oyentes, del bullicio. Si le hubiese esperado o deseado, habría empleado sus recursos en fomentarle o dirigirle; pero al revés, viéndole con pesar vituperó tal modo de proceder, predicando que era aquel modo impropio de hacer la oposición, y dando lecciones para hacerla con más tino y mejor efecto al uso inglés. O ya procediese con inexperiencia pedante, o ya con dolor de ver desatendida su arenga por otro espectáculo más animado y divertido, fue todo en balde; la concurrencia, aunque amiga de las declamaciones tribunicias, lo era en grado superior del alboroto sedicioso; el salón quedó desierto; el orador popular hubo de bajarse de su púlpito desabrido y avergonzado, y la asonada continuó estrepitosa.»
{14} Era el que establecía que cuando la patria peligrase, las Cortes pudieran suspender las formalidades prescritas para el arresto de los ciudadanos.
{15} Decretos de 25 de noviembre, 1820.
{16} Comprendía este decreto varias otras disposiciones. Los regulares que quedaban habían de estar sujetos a los ordinarios, no reconociéndose más prelados regulares que los locales de cada convento. No se permitía fundar casas religiosas, ni dar hábitos, ni profesar novicios.– El gobierno protegía la secularización, y daba cien dudados de congrua a todo religioso quo se secularizase hasta que tuviese otro beneficio o renta eclesiástica.– La comunidad que no contase veinte y cuatro individuos ordenados in sacris se reuniría con la del convento más inmediato de la misma orden.– Se extendían estas disposiciones a los conventos y comunidades de religiosas.– Los bienes muebles e inmuebles de los monasterios que se suprimían quedaban aplicados al crédito público.
{17} Decretos de 11 de setiembre.
{18} Ídem de 5 de octubre.
{19} Decreto de 13 de octubre.
{20} Decreto de 22 de octubre.
{21} La proposición había sido ya presentada el 4 de setiembre: la comisión dio su dictamen el 16 del mismo, y la discusión comenzó el 8 de octubre.
{22} El marqués de Miraflores los copió y publicó entre los documentos para sus Apuntes históricos sobre la revolución de España.
{23} He aquí los diputados de más nombre que votaron por la supresión de las sociedades patrióticas: Señores Couto, Traver, Ramonet, Muñoz Torrero, Vargas Ponce, Sierra Pambley, Crespo, Bernabeu, Garelly, Álvarez Guerra, Huerta, Giraldo, Toreno, Salvador, García Page, Clemencín, Tapia, Azaola, Martel, Espiga, Martínez de la Rosa, Álvarez Sotomayor, Fraile (obispo de Sigüenza), Vallejo (ídem de Mallorca), Victorica, Rodríguez Ledesma, Govantes, Quiroga, Golfín, Moscoso, Oliver, Senellach, Calatrava (presidente).
Votaron en contra: Señores Díaz del Moral, Sancho, Vadillo, Lastarria, Solanot, Cepero, Navas, Pandiola, Flórez Estrada, Romero Alpuente, Rivera, Villanueva, Puigblanch, O'Daly, Falarea, Navarro, Istúriz, Lasanta, Díaz Morales, Gutiérrez Acuña, Císcar, Ramos Arispe, Gasco, Desprats, Solana, Moreno Guerra y Solano.
{24} Decreto de 27 de octubre.
{25} Decreto de 1.º de noviembre.– Por este decreto se extinguían los tres regimientos de suizos que había al servicio de España; se licenciaba a todos los cumplidos hasta 1.º de enero último, y se organizaba bajo otro pie la guardia real de caballería.
{26} La escala era la siguiente:
Por sueldo de 6 a 8.000 reales… | 1 por 100 |
De 8 a 12.000 inclusive… | 2 |
De 12 a 20.000… | 4 |
De 20 a 30.000… | 6 |
De 38 a 40.000… | 8 |
De 40 a 60.000… | 10 |
De 60 a 80.000… | 14 |
De 80 a 100.000… | 20 |
De 100.000 arriba… | 30 |
{27} Se dijo, y se ha repetido después, que entre los medios de coacción empleados por los ministros para intimidar y obligar al monarca, fue uno el de promover manifestaciones violentas y amenazadoras en la imprenta, representaciones subversivas por parte de la milicia voluntaria, discursos provocativos sediciosos en las sociedades, y hasta fingir y hacer creer que había estallado ya el tumulto. No diremos que los ministros fueran tan respetuosos como debieran a la prerrogativa constitucional de la Corona, ni que acaso no llevaran su insistencia hasta la terquedad; pero en cuanto a acalorar ellos los ánimos para promover agitaciones y disturbios que les dieran pretexto para acobardar y forzar al rey, en verdad era intento, sobre impropio de su carácter, excusado y superfluo, porque la opinión entonces en las sociedades, en la imprenta y en la milicia más necesitaba de freno que de espuela, y no había para qué concitarla; el trabajo estaba en reprimirla.