Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo VI
El rey y los partidos
1820-1821

Intenta el rey un golpe de estado.– Frústrase el proyecto.–Divúlgase por Madrid.– Agitación: tumulto.– Mensaje de la Diputación permanente al rey.– Respuesta de Fernando.– Viene a la corte.– Demostraciones insultantes de la plebe.– Enojo y despecho del monarca.– Tregua entre el gobierno y los exaltados.– Formación de la Sociedad de los Comuneros.– Su carácter y organización.– Movimiento y trabajos de otras sociedades.– El Grande Oriente.– La Cruz de Malta.– Grave compromiso en que pone al gobierno.– Conspiraciones absolutistas.– El clero.– Partidas realistas.– Exaltación y conspiraciones del partido liberal.– Conjuración de Vinuesa, el cura de Tamajón.– Irritación y desórdenes de la plebe.– Desacatos al rey.– Quéjase al ayuntamiento.– Suceso de los guardias de Corps.– Desarme y disolución del cuerpo.– Antipatía entre el rey y sus ministros.– Quéjase de ellos ante el Consejo de Estado.– Respuesta que recibe.– Sesiones preparatorias de las Cortes.– Síntomas y anuncios de rompimiento entre el monarca y el gobierno.
 

Parecioles a los consejeros de Fernando que era buena ocasión la de haberse cerrado las Cortes para intentar un golpe de estado contra unas instituciones que siempre habían repugnado y que ahora aborrecían. Mas no debieron hacerlo con demasiada precaución ni disimulo, puesto que no era un secreto ni un misterio para nadie que en el real sitio de San Lorenzo se formaba la nube que brevemente había de lanzar sus rayos sobre el edificio constitucional, y lo que antes era solo recelo o presentimiento se convirtió en convicción, y casi en evidencia de la conspiración que existía. Con este motivo había exaltación en el partido liberal, prevención en los ministros contra el rey y la corte, irritación y odio en el monarca y sus consejeros secretos contra el gobierno y los constitucionales; y como la irritación es siempre mala consejera, la precipitación y la imprudencia estuvieron esta vez de parte del rey y de los cortesanos.

Una semana hacía solamente que se habían cerrado las Cortes, cuando se presentó al capitán general de Castilla la Nueva don Gaspar Vigodet el general don José Carvajal (16 de noviembre, 1820) con una carta autógrafa del rey, en que S. M., ordenaba al primero entregase a Carvajal el mando de Castilla la Nueva, para el que había sido nombrado. Como la orden no iba refrendada por ningún ministro, circunstancia indispensable para ser obedecida según el artículo 225 de la Constitución, rehusó Vigodet cumplimentarla; porfiaba Carvajal porque lo fuese, y después de una viva polémica resolvieron pasar los dos al ministerio de la Guerra. Era entonces ministro de este ramo el célebre marino don Cayetano Valdés, muy reputado por su probidad y por su sincera adhesión a los principios constitucionales. Sorprendió al ministro el nombramiento, y sobre todo la forma; convenciose de su ilegalidad, y puesto en conocimiento de los demás secretarios del Despacho un suceso que descorría ya el velo a anteriores sospechas, acordaron no dar cumplimiento al mandato inconstitucional.

Pudo el gobierno haber procurado ocultar el hecho, y aun pasar al Escorial a fin de obtener la revocación de aquella orden funesta, y de no haberlo ejecutado así le hicieron algunos, entonces y después, un cargo grave: movieron al gobierno a obrar de otro modo consideraciones de gran peso. En primer lugar lo miró como un acto premeditado de parte del rey, como una provocación, resultado de un plan preconcebido, como un guante que se le arrojaba, y que no podía excusarse de recoger. Temía en segundo lugar que traspirando el suceso en el público, sin poderlo evitar, pudiese él mismo pasar por cómplice de planes reaccionarios a los ojos del partido exaltado que ya censuraba su moderación y su templanza, y del cual había de tener que valerse para resistir la conjuración absolutista que asomaba ya por todas partes, y de que él mismo había de ser la primera víctima. Ello es que se divulgó el suceso por la población de Madrid, y con él se difundió la agitación, y cundió instantáneamente la alarma, y se llenaron de gente acalorada las sociedades patrióticos a pesar de su supresión oficial: la Fontana volvió a abrir sus sesiones y a levantar su tribuna, y el pueblo envió diferentes mensajes a la diputación permanente de Cortes, que presidia el señor Muñoz Torrero, excitando su patriotismo, como encargada por la Constitución de velar por las leyes fundamentales del Estado.

Entretanto los hombres más ardientes y de opiniones extremas lanzábanse a las calles, concitaban los ánimos con discursos incendiarios, y pedían la cabeza de Carvajal. La milicia y la guarnición se pusieron sobre las armas, pero ni impedían el motín, ni parecían mostrarse inquietas por el desorden; los ministros dejaban obrar, y sus amigos más promovían que contrariaban el bullicio. Los papeles habían cambiado en muy pocos días; recientemente los patriotas fogosos y los cortesanos se habían entendido para trabajar contra los ministros de la corona; ahora los ministros de la corona y los revolucionarios ardientes se armaban en contra de la corte y de los consejeros privados del rey. El ayuntamiento, influido por aquella calurosa atmósfera, elevaba al rey sus quejas en términos poco mesurados. La Diputación permanente se decidió a escribir al rey manifestándole lealmente el verdadero estado de la capital, y pidiéndole apartase de su lado a los consejeros que le extraviaban y comprometían, que volviese cuanto antes a la corte a fin de calmar la efervescencia de los ánimos, y que convocara cuanto antes Cortes extraordinarias. Aterrado el rey con la tempestad que veía haberse levantado, y sin valor sus cortesanos para arrostrar las consecuencias del mal paso en que le habían metido, retrocedieron todos, y el rey contestó a la Diputación, que daría gusto a la heroica villa y un nuevo testimonio de su ilimitada gratitud a la nación entera, regresando a la capital, pero que la dignidad y el decoro de la corona no consentían que un rey se presentase en medio de un pueblo alborotado, y así solo esperaba a que se restableciera la tranquilidad; que más doloroso le era el sacrificio que había hecho de separar a su mayordomo mayor y a su confesor{1}, que era una de las peticiones de aquél, aunque protestaba no haberse mezclado nunca en negocios ajenos a sus atribuciones; y que respecto a convocar Cortes extraordinarias, estaba pronto a ello siempre que se dijera cuál era el objeto único para que debían congregarse.

Trasmitió el secretario de la Diputación{2} el contenido de esta respuesta al ministro de la Gobernación, y púsose luego en conocimiento del pueblo, exhortándole al restablecimiento del orden, y esperándolo así de su cordura. En efecto, en la tarde del 21 (noviembre, 1820) se resolvió el rey a hacer su entrada pública en Madrid. Numerosos grupos habían salido a esperarle a media legua de distancia, pero este acompañamiento, que le siguió hasta la entrada en palacio, no debió serle muy agradable por el género de vivas con que atronaban sus oídos, y la clase de canciones que le entonaban. Asomose no obstante el rey al balcón a presenciar el desfile de las tropas, y entonces la apiñada multitud prorrumpió en la más frenética gritería, y en las más descompuestas e irreverentes demostraciones, no habiendo linaje de insultos que no le prodigara. Mientras unos con sus roncas voces atronaban el espacio, otros subiéndose en hombros de la plebe levantaban el brazo y agitaban el libro de la Constitución, y le enseñaban al rey en ademán de amenaza, y luego le apretaban al corazón o le aplicaban los labios. Sobre los hombros de otros se vio elevado un niño de corta edad: «¡Viva el hijo de Lacy! ¡Viva el vengador de su padre!» gritaban las desaforadas turbas.

Retirose el rey del balcón, lacerado con tales escenas su corazón, encendido su rostro y brotando de sus ojos el despecho y la ira. De los de la reina corrían las lágrimas en abundancia; consternados estaban los infantes sus hermanos; y fuera del palacio fue fácil pronosticar, sin necesidad de discurrir mucho, que, fuese la culpa de unos o de otros o de todos, no había que esperar ya sino funestos resultados, violentos choques, y una pugna abierta y lamentable entre el trono y los constitucionales. Cada día era más manifiesta la antipatía con que se miraban el rey y los ministros. Los partidos liberales depusieron al pronto algunas de sus disidencias, no obstante la violencia que a Argüelles y a algunos de sus amigos los costaba el avenirse con los que acababan de ser sus adversarios. Pero la necesidad apretaba, y las circunstancias favorecían, puesto que el ministerio se había reforzado con dos personas apropósito para ello, a saber, don Cayetano Valdés, que había reemplazado en la secretaría de la Guerra al marqués de las Amarillas, amigo aquél al mismo tiempo de Riego y de Argüelles, hombre honrado y pundonoroso, y uno de los que habían firmado en Cádiz, siendo gobernador, la representación contra la disolución del ejército de la Isla; y don Ramón Gil de la Cuadra, que había sustituido a don Antonio Porcel en el ministerio de Ultramar, también de los constitucionales del año 12, amigo de Argüelles, y en relaciones con los de la sociedad masónica en que estaba afiliado.

Estos elementos facilitaban la transacción entre el gobierno y los autores de la última revolución, a quienes aquél antes había vencido, teniendo postergados varios de sus hombres importantes.

La reconciliación que como resultado de la necesidad y de la concurrencia de estos elementos se pronosticaba, comenzó a realizarse con sacar a Riego de su confinamiento en Asturias para confiarle la capitanía general de Aragón, volver a Velasco a Madrid para conferirle la capitanía general de Andalucía, nombrar a San Miguel y a Manzanares para cargos análogos a los que habían tenido, dar a López Baños el mando de Navarra, el gobierno de Málaga a Arco-Agüero, la jefatura política de Madrid al marqués de Cerralbo, a Alcalá Galiano la intendencia de Córdoba, y con colocar en otros puntos a otros de los más pronunciados liberales. Al propio tiempo el rey se prestó a firmar el destierro del duque del Infantado y de otras personas influyentes que eran tenidas por enemigas de la libertad; si bien esto mismo hacía que Fernando mirase a sus ministros, no ya solo como contrarios a su política, sino como los opresores y tiranos de su persona, considerándose como encarcelado en palacio, y meditando los medios de conspirar en el secreto de su alcázar.

Sin embargo, si con el regreso del monarca a la corte y con medidas de esta índole no se restableció, ni era posible, la confianza del pueblo, y si Fernando no era ya objeto de obsequios públicos como antes, tampoco lo fue por entonces y en el resto de aquel año de insultos y dicterios, y al menos pareció haberse hecho cierta tregua, que en verdad no había de durar mucho, en lo de aplicarle aquellos apodos de baldón con que solían saludarle y mortificarle. Pero en cambio una gran parte del partido exaltado, la gente más joven, más fogosa y más irreflexiva, tomó una actitud alarmante y terrorista que hasta entonces no se había conocido. Porque afortunadamente el carácter de la revolución española, en medio del acaloramiento que ya en el pueblo, ya en los centros de asociación se manifestaba, en medio de los alborotos, de la gritería, de las declamaciones, de las fiestas y de los cantos populares, habíase realizado sin las sangrientas escenas y los repugnantes espectáculos que mancillaron y ennegrecieron la revolución francesa, sin los patíbulos, y sin las ordenadas matanzas y los actos de salvaje ferocidad que cubrieron de luto aquella nación. Antes bien era sentimiento y voz general en la mayoría de los hombres liberales: «Todo primero que correr el peligro de imitar a los franceses.»

Pero creose, como si hiciera falta, otra sociedad secreta de nueva índole, destinada a hacer ruido, y a producir nuevas escisiones entre los liberales, compuesta en un principio de descontentos de la sociedad masónica, que era al fin la más numerosa y la más influyente, la que contaba en su seno hombres de más valer, y en la que se habían iniciado los mismos ministros Argüelles y Valdés, aunque con poco beneplácito y más disgusto que los socios antiguos más exaltados. En esta sociedad, rama de la masonería, aprovechando una idea que parece fue debida al célebre don Bartolomé Gallardo, se alistó una porción de jóvenes aturdidos, sin conocimiento del mundo, aficionados a los golpes de terror de los Dantón y los Marat, como acalorada su imaginación con la lectura de la revolución francesa. Llamose la nueva asociación de los Comuneros, o hijos de Padilla, por alusión a las comunidades de Castilla del tiempo de Carlos V, pero con poco conocimiento de la índole y espíritu de aquellas corporaciones, antes bien adulterándola con toda la exageración demagógica de la época. Dividíanse sus misteriosos círculos en torres y castillos, y entrábase en la sociedad prestando el terrorífico juramento, acompañado de imponentes ceremonias, de dar la muerte a cualquiera que la secta declarase traidor, y caso de no hacerlo, «entregar su cuello al verdugo, sus restos al fuego, y al viento sus cenizas.» Supónese haberse afiliado en la nueva sociedad hasta cuarenta mil personas, pero muchas de ellas jovenzuelos inexpertos, menestrales ignorantes, algunos oficiales, muchos sargentos, y hasta mujeres, que adornaban sus pechos con la banda morada, distintivo de la secta, y que en vez de dedicarse a las faenas domésticas propias de su sexo, concurrían a las sociedades patrióticas y a las torres, y declamaban en ellas, y entusiasmaban más y más a los que eran a un tiempo ardientes amadores de la libertad y de la belleza.

Con estos elementos fácil es discurrir que no habían de ser muy impenetrables los misterios de esta nueva Eleusis, y que tampoco había de costar trabajo a los que tal se propusieran afiliarse en la sociedad con el torcido fin de concitar las pasiones de los iniciados y precipitarlos en los despeñaderos de la anarquía, para desacreditar y hundir la libertad de que se proclamaban ardorosos apóstoles. Tal fue el propósito que llevó a ella el célebre don José Manuel Regato, oculto agente de la corte, hábil agitador, y diestro organizador de asonadas y motines, que fingiéndose implacable enemigo del absolutismo, y liberal exagerado e intransigente, arrastraba con facilidad a extravíos y desórdenes revolucionarios a los que, menos maliciosos que ciegos, no veían que aquello era dar armas y preparar el triunfo a los interesados en destruir el régimen constitucional.

Otras sociedades, aunque legalmente suprimidas, vista la reciente y diversa actitud del gobierno, abrieron de nuevo sus puertas, y volvieron a oírse los mismos discursos sediciosos que habían provocado la anterior medida. Reproducíanse las representaciones amenazadoras al rey y a la diputación permanente; combatíase a las autoridades, injuriábase y se desacreditaba a los funcionarios que había interés en derribar, o cuyo puesto codiciara algún fogoso patriota, declamábase con ruda vehemencia contra clases enteras, se adulaba al pueblo, y temíase más incurrir en el desagrado de algunas de estas sociedades como el Grande Oriente, que del gobierno mismo. La de la Cruz de Malta, no obstante haber sido respetada, o por lo menos no haber sido cerrada por el gobierno; la de la Cruz de Malta, en cuyo recinto resonaban todas las noches las más fuertes diatribas contra el rey Fernando, no hallando en el ministerio un instrumento bastante dócil para sus designios, intentó derribarle, desacreditándole al propio tiempo con el monarca y con el pueblo, y valiéndose para ello de un medio ciertamente bien poco noble y harto extraño.

Sin reparar en las consecuencias, denunció al rey y al país los manejos que se atribuían a los ministros para haber obligado al monarca a sancionar la ley sobre monacales, suponiendo al pueblo dispuesto y pronto a sublevarse si se negaba la sanción, representando al rey a los ojos del pueblo como enemigo declarado de las instituciones, revelando las condiciones con que los secretarios del despacho habían transigido con los revoltosos, y añadiendo que los mismos individuos de la sociedad, sorprendidos y engañados, habían contribuido inocentemente a aquella farsa{3}. Atacado de esta manera el ministerio, recurrió a la ley de las Cortes que suprimía las sociedades patrióticas; con arreglo a ella el jefe político marqués de Cerralbo publicó un bando mandando se cerrasen las de la Fontana de Oro y del café de Malta, que eran las dos que existían, y como no fuese obedecido ocupó ambos locales la fuerza armada (30 de diciembre, 1820), y solo así se consiguió cerrar aquellos dos volcanes revolucionarios.

Al propio tiempo que de esta manera y con su imprudente conducta los más apasionados y fogosos amantes de la libertad trabajaban sin conocerlo en descrédito y en daño y destrucción de la libertad misma, los partidarios del absolutismo cooperaban al mismo fin por dos diferentes caminos y sistemas. Los unos, vistiendo el disfraz de un ardiente liberalismo para concitar a excesos que afearan y desnaturalizaran el espíritu del nuevo sistema, introduciéndose en las sociedades para ser agentes secretos de su bando; los otros conspirando más al descubierto y conduciéndose con no menos imprudencia en contrario sentido que los miembros de los clubs. El alto clero, no con la mesura y la templanza propias de su alta y sagrada dignidad, sino ruda y desconsideradamente, hacia una tenaz oposición al sistema constitucional, valiéndose para ello de todo género de armas, inclusas las de la fe y la conciencia. El Nuncio pasaba notas contra las reformas eclesiásticas; los prelados, como los de Valencia, Barcelona, Pamplona y Orihuela, excitaban con sus furibundas pastorales a la desobediencia del gobierno, si bien a algunos les costaba sufrir la pena de extrañamiento del reino: el clero inferior abusaba del confesonario para imponer a las conciencias. En Galicia fue aprehendida la famosa Junta Apostólica (enero, 1821), a cuya cabeza estaba un aventurero que se denominaba el barón de San Joanni. Otras clases de la sociedad tomaban las armas, y formaban partidas de rebeldes, como aconteció en varios puntos de las provincias de Toledo, Asturias, Álava y Burgos, sin que les sirviera de escarmiento el que en esta última comarca hubiera habido ya algunas víctimas de la conspiración absolutista.

Observa a este propósito con razón un escritor juicioso, que cuando más imprudentes y agresivos se muestran los partidos extremos, más avanzan también sus contrarios en el mismo camino de la imprudencia y la agresión. Por una natural consecuencia, cuanto menos cuerdamente se conducía el bando absolutista, más se exaltaba el partido liberal. A las conjuraciones de los unos respondían las asonadas de los otros: a folletos subversivos de aquellos contestaban escritos o discursos incendiarios de éstos: si los unos en las sombras de la noche manchaban inmundamente la lápida de la Constitución, los otros a la luz del día ostentaban en sus pechos o en sus sombreros la cinta verde con el lema: Constitución o muerte: si los unos repartían furtivamente hojas y proclamas absolutistas, los otros en público entonaban el terrible Trágala. En las plazas como en los salones, en las aldeas como en el regio alcázar, las clases humildes y los hombres políticos más elevados, se hacían una guerra de pasión, precursora de lamentables conflictos y colisiones. En Murcia los llamados tragalistas produjeron el 13 de enero (1821) un lance que pudo ser serio y sangriento. En Aragón, desde que Riego se encargó de la capitanía general, representábanse a cada paso aquellas escenas populares que hicieron célebre su estancia en Madrid, impropias de la gravedad y circunspección del pueblo aragonés. Y en Málaga se descubría una conspiración (15 de enero), aunque en verdad más ridícula que importante, dirigida por un aventurero llamado Lucas Francisco Mendialdua, que tenía por objeto convertir en republicano el gobierno constitucional, y por lo mismo no tuvo otro resultado que un alboroto parcial y el castigo de su autor.

En cambio acabó de irritar a los liberales la conspiración absolutista que se descubrió pocos días después en Madrid, la cual produjo particular indignación y tuvo desde el principio gravedad, por la circunstancia de ser el autor de ella un capellán de honor del rey, llamado don Matías Vinuesa, que había sido cura de Tamajón, y con cuyo nombre era y siguió siendo conocido. La gravedad, pues, la tomaba, no de la combinación ni del fondo del plan, sino de la sospecha a que se prestaba de que se hubiera fraguado dentro del real palacio, que muchos miraban desde los sucesos de noviembre como el centro de todas las maquinaciones. Por lo demás, el plan se revelaba todo en los siguientes documentos encontrados al mismo Vinuesa, según el informe que dio la comisión especial de las Cortes.

Plan para conseguir nuestra libertad.

Este plan (dice Vinuesa) solo deberán saberlo S. M., el Sermo. señor infante don Carlos, el Excmo. señor duque del Infantado, y el marqués de Castelar. El secreto y el silencio son el alma de las grandes empresas. La noche que se ha de verificar este plan hará llamar S. M. a los ministros, al capitán general, y al Consejo de Estado, y estando ya prevenida entrará una partida de Guardias de Corps, dirigida por el señor infante don Carlos, haciendo que salga S. M. de la pieza en que estén todos reunidos, en la que quedarán custodiados. En seguida pasará al cuartel de Guardias el mismo señor infante, y mandará arrestar a los guardias poco afectos al rey. El duque del Infantado debe ir aquella misma noche a Leganés, a ponerse al frente del batallón de Guardias que hay allí, llevando en su compañía a uno de los jefes de dicho cuerpo. A la hora de las doce de la noche deberá salir de allí aquel batallón, y a las dos, poco más, deberá entrar en esta corte. El regimiento del Príncipe, cuyo coronel debe estar en buen sentido, se pondrá de acuerdo con el duque del Infantado, y a las tres de la mañana saldrán tropas a ocupar las puertas principales de la corte.

A las cinco y media deberán empezar la tropa y el pueblo a gritar: ¡Viva la Religión! ¡Viva el Rey y la patria! ¡Muera la Constitución! Aquel día deberá arrancarse la lápida, y se pondrá una gran guardia para defenderla, con el objeto de que no se mueva algún tumulto al arrastrarla. En seguida saldrá el mismo ayuntamiento constitucional y la diputación provincial en procesión, y llevará la Constitución para que en este acto público sea quemada por mano del verdugo. Se cerrarán las puertas de Madrid, excepto las de Atocha y Fuencarral, para que no salga nadie, aunque se dejará entrar a los que vengan. Se deberá tener formada una lista de los sujetos que se haga ánimo de prender, y los dueños de las casas donde estén deberán salir responsables. Luego que esto se verifique, deberán salir las tropas a las provincias con un manifiesto para que obren de acuerdo con ellas. Se mandará que todas las armas de los cívicos las lleven a las casas de ayuntamiento, y se prohibirá la reunión de muchos hombres en un punto. Estarán nombradas las autoridades para que empiecen a obrar inmediatamente, y los presos de consideración serán conducidos, por de pronto, al castillo de Villaviciosa con una escolta respetable.

Ventajas de este plan.

1.ª La sencillez y poca complicación de él. 2.ª Que únicamente lo deberán saber cuatro o cinco personas a lo más. 3.ª Mayor proporción para el secreto y el sigilo, que es lo que ha faltado hasta ahora, y por esto no han tenido efecto las tentativas hechas hasta aquí. 4.ª El que se puede nombrar para la ejecución de este plan las personas más adictas al rey y a la buena causa. 5.ª Que Su Majestad hará ver que tiene espíritu para arrostrar los peligros. 6.ª No quedará el rey obligado a muchas personas, estando en plena libertad para obrar como le parezca. 7.ª Dar un testimonio a la nación y a la Europa entera, de que la dinastía de los Borbones es digna de empuñar el cetro. 8.ª Impedir que los enemigos traten tal vez de realizar el plan de acabar con la familia real, y con todos los demás que sostienen sus derechos.

Nota.– El plan refería algunas ventajas más, y entre ellas citaba, como muy principal, la de que los extranjeros no viniesen a obrar en esta revolución; pues además de los males que esto acarrearía a la nación, los defensores de la Constitución podrían hacer tales esfuerzos de desesperación, que se frustrase el intento por medio de los extranjeros.

Inconvenientes de este plan.

1.º El temor que es consiguiente a una empresa como ésta, de que peligre la vida de S. M. y demás personas que han de realizarlo.

2.º La poca gente con que se cuenta el efecto, y luego la desconfianza en algunos sujetos.

A lo primero digo, que en circunstancias extraordinarias deben tomarse medidas igualmente extraordinarias, como consta en las historias haberlas tomado varios emperadores y generales. Por otra parte, el peligro de perder la vida tomando las medidas indicadas es muy remoto, y el perecer a manos de los constitucionales es casi cierto.

Además de que, ocupados los puestos principales por las tropas con que contamos para la empresa, las demás de la guarnición se estarán en sus cuarteles y quedarán puramente pasivas, pues también temerán muchos de los oficiales el salir con ellas contra todo el pueblo.

El tercer inconveniente, que consiste en que este plan se descubra antes de tiempo, es el menor, porque contándose para él con pocas personas, no hay que recelar que los enemigos lo sepan y tomen precauciones para impedirlo: por fin, las preciosas vidas de SS. MM. y del infante don Carlos peligran, como también la del Infantado: así pues no queda otro arbitrio que arrostrar los peligros y llevarlo a efecto, poniendo nuestra confianza en Dios, porque el remedio de estos males con el auxilio de tropas extranjeras es muy aventurado.

Medidas que deberían tomarse luego que se verifique.

1.ª Se volverán las cosas al ser y estado que tenían el 6 de marzo de este año.– 2.ª Convendrá indicar en la proclama que se haga, que además de la celebración de Cortes por estamentos, debe también celebrarse un Concilio nacional, para que así como en las primeras se han de arreglar los asuntos gubernativos económicos y políticos, se arreglarán los eclesiásticos por el segundo.– 3.ª Todos los empleos deberán proveerse interinamente para dejar lugar a premiar con ellos a los que se averigüe después que son adictos a la buena causa.– 4.ª Convendrá dar la orden para que los cabildos corran con la administración del noveno y excusado.– 5.ª Se circulará una orden a todos los arzobispos y obispos para que en tres días festivos se den gracias a Dios por el éxito dichoso de esta empresa.– 6.ª Se harán rogativas públicas para desagraviar a Jesucristo por tantos sacrilegios como se han cometido en este tiempo.– 7.ª Se encargará a los obispos y párrocos que velen sobre la sana moral, y que tomen las medidas convenientes para que no se propaguen los malos principios.– 8.ª Se rebajará desde luego por punto general la tercera parte de la contribución general por ahora.– 9.ª Convendrá que las personas que estén encargadas de cooperar a este plan estén alerta algunas noches.– 10.ª Se nombrarán las personas convenientes que se encarguen de dirigir la opinión pública por medio de un periódico.– 11.ª Se concederá un escudo de honor a todas las tropas que concurran para tan gloriosa empresa con el premio correspondiente, y se ofrecerá además licenciarlas para el tiempo que parezca conveniente.– 12.ª Se mandará que los estudiantes gocen de los fueros que han gozado antes de ahora, y se les habían quitado por la facción democrática.– 13.ª Convendrá mandar que todos los que estén empleados en la corte salgan de ella, y se vele mucho su conducta donde quiera que fijen su residencia.– 14.ª Siendo muy interesante que en Mallorca haya un obispo de toda confianza, será menester ver si convendrá que vuelva allí el actual.– 15.ª También se deberá disponer, por los medios que parezcan convenientes, que el señor arzobispo de Toledo nombre otro auxiliar en lugar del actual, y lo mismo deberá hacerse con el vicario eclesiástico y demás de su dependencia.– 16.ª Los canónigos actuales de San Isidro deberán quedar despojados, como se supone.– 17.ª Todos los que han dado pruebas de su exaltación de ideas deberán quedar sin empleos.– 18.ª Debe aconsejarse a S. M. que en orden a los criados de su servicio se renueve la mayor parte, y lo mismo puede aconsejarse a los señores infantes.– 19.ª Todos los que se hayan alistado en concepto de cívicos continuarán sirviendo por ocho años en la milicia, y el que quiera libertarse de este servicio satisfará veinte mil reales.– 20.ª Para evitar gastos se procurará que las fiestas e iluminaciones que se hagan por este suceso, tanto en las provincias como en la corte, sean muy moderadas, pues ni la nación ni los particulares están para gastos.– 21.ª Se tomarán todas las medidas convenientes para que no salgan de la nación los liberales, de los cuales se harán tres clases: los de la primera deberán sufrir la pena capital como reos de lesa Majestad; los de la segunda serán desterrados o condenados a castillos y conventos; y los de la tercera serán indultados, para mezclar la justicia con la indulgencia y clemencia.– 22.ª Será muy conveniente que el obispo de Ceuta forme una Memoria que sirva de apéndice a la Apología del Altar y del Trono; y es del todo necesario que se ponga en las universidades un estudio de derecho natural y político, para lo que podría bastar por ahora la obra intitulada: Voz de la Naturaleza. Con esto se podrían fijar las ideas equivocadas del día en esta materia, y se evitaría que este estudio se hiciese por libros extranjeros que abundan de falsas máximas. Convendrá también que por cuenta de la nación se impriman a la mayor brevedad las obras siguientes: Voz de la Naturaleza, Apología del Altar y del Trono, las Cartas del P. Rancio, y la Pastoral de Mallorca. Que se nombre en esta corte una persona que tenga el cargo de reveer los informes que vengan de las respectivas provincias, y ninguna pretensión podrá ser despachada sin que el memorial pase a esta persona, y ponga un signo que esté ya convenido para graduar el mérito de los pretendientes.

Son incalculables las ventajas de este plan: S. M. asegura por este medio su conciencia, y los nombramientos no pueden recaer sino en personas fieles. Los políticos atribuyen al acierto que tuvo Felipe II en escoger buenos ministros y empleados la prosperidad de su reinado.

Puesto que el Ilmo. señor obispo auxiliar, acompañado del ayuntamiento de esta corte, condujo la Constitución como en triunfo público, deberá él mismo, con los mismos que componían el ayuntamiento, sacar la Constitución de la casa consistorial y conducirla a la plaza pública para que sea quemada por mano del verdugo, y la lápida será hecha pedazos por el mismo.

Puesto que los comerciantes han sido los principales en promover las ideas de la facción democrática, se los podrá obligar a que entreguen algunos millones por vía de impuesto forzoso, para emplearlos en el socorro de los pobres y otros objetos de beneficencia. Lo mismo deberá hacerse con los impresores y libreros por las ganancias extraordinarias que han tenido en este tiempo.

Igual medida se tomará con los Grandes que han mostrado su adhesión al sistema constitucional.

Se mandará que los monjes vuelvan a sus monasterios, y las justicias les entregarán los efectos y bienes que les pertenecen.

Todos los oficiales del ejército, de quienes no se tenga confianza, se licenciarán y enviarán a pueblos pequeños, permitiendo a los que tengan familia y hacienda se vayan a sus casas, pero obligando a todos a que aprendan la religión.

Se continuarán las obras de la Plaza del Oriente, ya por ornato necesario a la inmediación de Palacio, como para dar ocupación a los jornaleros de esta corte, y en el sitio destinado para teatro se levantará una iglesia con la advocación de la Concepción, y se construirán casas a su alrededor para habitación del señor patriarca y de los capellanes de honor.

Sería muy conveniente que se hiciese venir a esta corte al señor obispo de Ceuta.

Nota.– Con los afrancesados se tomarán las providencias correspondientes{4}.

Preso el 29 de enero (1821) el cura de Tamajón, y difundida al día siguiente la noticia de su diabólico proyecto, desencadenose la bulliciosa plebe, movida por las excitaciones y los discursos del café de la Fontana, y corriendo tumultuariamente las calles, dirigiose al ayuntamiento lanzando improperios contra el monarca, pidiendo justicia contra los conspiradores, y gritando algunos: «¡muera el cura de Tamajón!» El ayuntamiento salió del aprieto y compromiso lo mejor que pudo, ofreciendo que representaría lo conveniente para que se hiciese justicia, con lo que se aplacó al pronto la efervescencia popular, pero quedando siempre en los ánimos un fondo de indignación que había de producir desmanes y escenas horribles, de larga trascendencia para el porvenir.

Con esto, y con los demás trabajos de los realistas, y con la idea en que el vulgo se había afirmado por las predicaciones y las revelaciones de los clubs, de que el rey era el primer enemigo del sistema constitucional, habían vuelto los insultos a Fernando, de los cuales el más disfrazado era el estudio de saludarle con el grito de: «¡Viva el rey constitucional!» De habérsele dirigido otras expresiones nada decorosas se quejó el rey al ayuntamiento (5 de febrero, 1821), diciendo con amargura que la dignidad real había sido ultrajada. ¡El rey de España acudiendo en son de queja y en demanda de protección a una corporación municipal! El ayuntamiento envió nueve de sus individuos para impedir o contener cualquier atentado o desacato contra la real persona.

No obstante estas precauciones, al día siguiente (5 de febrero, 1821) al salir el rey de palacio varios paisanos y nacionales le saludaron con el consabido, pero al parecer intencionadamente descompasado grito de: «¡Viva el rey constitucional!» Unos guardias de Corps, que embozados en sus capas, y acaso ya prevenidos, lo presenciaban, tiraron de las espadas y persiguieron a los gritadores, hiriendo, entre otros, a un miliciano nacional y a un regidor de los enviados por el ayuntamiento. La agresión de los guardias, mirada por muchos como un acto premeditado, por algunos como un deber de lealtad de parte del cuerpo encargado de la guardia del rey, por los más como una ligereza lamentable y como una imprudencia insigne, alarmó la población entera; las sociedades públicas y secretas se reunieron arrebatadamente, la milicia se puso sobre las armas, la guarnición acudió a sus respectivos puntos, la corte tomó el aspecto de un campo de batalla, los guardias en su mayor parte se retiraron a su cuartel, no faltando algunos que se presentaron a las autoridades diciendo que no querían pertenecer a un cuerpo que había cometido una villanía.

Fuertes destacamentos de infantería, caballería y artillería rodearon el cuartel de guardias para evitar que fuese asaltado por la enfurecida muchedumbre. Y no fue por cierto la precaución inútil. El ayuntamiento, y el gobierno mismo, y el ministro de la Guerra, Valdés, muy especialmente, representaron al rey la conmoción como muy peligrosa. Fernando, a quien repugnaba cualquier medida que contra el cuerpo de su guardia se tomase, y que por lo menos hubiera querido que se limitase a solos los delincuentes, consultó al Consejo de Estado. Esta corporación dio su parecer, igual al del gobierno, y en su virtud, y a las cuarenta y ocho horas de esta actitud imponente y hostil, se acordó que el cuerpo de Guardias de Corps fuese desarmado y disuelto{5}. Disgustados con esta medida los realistas, dieron otro rumbo a sus planes, y apelaron al de introducir la discordia y la desconfianza entre la milicia nacional, la guardia real y las tropas de la guarnición, esparciendo noticias que pudieran producir un conflicto, especialmente de riesgos personales para el rey y su familia. Pero apercibidos de tan siniestros designios unos y otros, uniéronse y estrecháronse más y más, a cuyo efecto se redactaron proclamas, y se hicieron representaciones al rey, firmadas por los jefes de todos los cuerpos, a las cuales contestó en nombre del monarca el ministro de la Gobernación (10 y 11 de febrero, 1821). Documentos son éstos importantes y curiosos, y por eso los trascribimos al pie{6}.

Creció con el último suceso la antipatía del rey hacia sus ministros, en términos de hacérsele intolerable su presencia, y de no poder sufrir la tiranía que decía estar ejerciendo sobre él, sin considerar que sus mismas imprudencias y debilidades le habían traído a tan triste situación. Y queriendo sacudir aquel yugo, y no teniendo valor para desprenderse de sus ministros por el medio legítimo que la Constitución ponía en manos del monarca, tomó el camino torcido y peligroso de presentarse en el Consejo de Estado, y quejarse allí y acusarlos de tolerantes o consentidores de los insultos que recibía, y de la coacción que estaban ejerciendo en su voluntad. Expúsose con este indiscreto paso a lo que le sucedió, a saber, que los ministros, y especialmente Argüelles y García Herreros, respondieran a la queja del rey diciendo, que si usaban de energía para sostener el Código que habían jurado, y no tenían la fortuna de complacer en esto al monarca, era porque así se lo prescribían sus obligaciones.

Salió Fernando del Consejo amostazado, y revelando en su mirada y en su rostro la cólera que le oprimía. Su primer impulso de venganza fue decretar la prisión de los dos ministros que de aquella manera habían herido y rebajado su dignidad. La reflexión o los consejos de familia le hicieron retroceder de aquel pensamiento, pero no abandonó el de vengarse de ellos en la primera ocasión y de un modo que fuese ruidoso. Aquella se presentó pronto, y de cualquier manera no podía ser duradera una situación de recíproca antipatía y de agrio y constante desacuerdo entre el rey y sus consejeros responsables.

Acercábase el día para el cual estaba señalada la segunda legislatura de las Cortes. En la última semana de febrero (1821), comenzaron ya las juntas preparatorias, y el 25 se instalaron, nombrando presidente a don Antonio Cano Manuel, ministro que había sido de Gracia y Justicia en la época de la Regencia, y cuya conducta en la cuestión de los canónigos de Cádiz sobre la lectura del decreto de Inquisición en los templos podrán recordar nuestros lectores. Una comisión presidida por el obispo de Mallorca pasó inmediatamente a palacio a poner en conocimiento del rey la instalación. Fernando, impresionado por los sucesos de los días anteriores, cometió la inconveniencia de manifestar a la comisión la necesidad de que las Cortes dictaran providencias para evitar en lo sucesivo los insultos y desacatos de que había sido objeto, y para impedir nuevos ataques al orden público. El prelado presidente de la comisión, al dar a su regreso cuenta a las Cortes del desempeño de su cometido, enterole también del encargo que el rey les había hecho, a lo cual contestó el presidente de la Asamblea, que la conservación del orden público no era de la incumbencia y atribuciones del poder legislativo. La extemporánea y extraña advertencia del rey, y la seca contestación del presidente del Congreso, unido todo a los antecedentes de aquellos días, eran indicios claros y anuncios de alguna tempestad, cuyo estallido no podía hacerse esperar mucho tiempo, y de un desconcierto entre los altos poderes del Estado, cuya pugna era ya demasiado manifiesta.




{1} El mayordomo mayor era el conde de Miranda; el confesor don Víctor Sáez.

{2} Lo era don Vicente Sancho, hombre de muy claro talento y uno de nuestros más ilustres políticos, a quien el autor de esta historia tuvo por compañero en la comisión de Constitución en las Cortes Constituyentes de 1854 a 1856.

{3} «Hemos contribuido inocentemente, decía la representación, a la última farsa del mes de noviembre, en la que se ha comprometido el crédito de la nación, como lo prueban las circunstancias del empréstito y otras muchas; farsa en la que el gran número de resortes extraordinarios nos hizo creer en Vuestra Majestad un cambio importante capaz de destruir el sistema constitucional.

»Hemos visto a V. M. forzado a volver a la capital por la influencia de los ministros, y a despedir a su confesor, porque le creían poco favorable a la conservación de sus empleos. Todo se ha hecho de suerte que nadie lo ignora en la península, enviando el ministro de la Gobernación continuos correos a las provincias. ¡Acontecimiento memorable, en que se ha abusado con tanta audacia del grito sagrado de: ¡La patria está en peligro! y en el que se sorprendió nuestra credulidad y nuestro patriotismo, con grave riesgo de la tranquilidad pública.»

{4} El escrito sigue proponiendo varias otras medidas por el mismo estilo que las anteriores, y concluye haciendo algunas otras observaciones generales, y citando algunos ejemplos de la Sagrada Escritura, como el de Gedeón, Judit, David, &c.

{5} Ya ellos, temerosos de lo que se preparaba, habían salido los más con sus caballos por la puerta del cuartel que daba al campo, y alejádose a todo correr en varias direcciones.

Desde entonces, cuando el rey y la real familia salían de palacio, los escoltaban y acompañaban los cuerpos ordinarios de caballería.

{6} Proclama de la Milicia Nacional a la guarnición de Madrid.

Compañeros de armas.

Permitid a la Milicia Nacional de Madrid que con acuerdo de su Ayuntamiento os dirija la sincera explicación de sus sentimientos; el triunfo de nuestros enemigos sería seguro si lograsen desunirnos; ellos no lo ignoran, y no perdonan medio de lograrlo, y sin reparar que unidos y hermanados con la más estrecha fraternidad acabamos de combatir sus dañados intentos, propagan especies tan falsas como injuriosas, suponiéndonos desconfiados de los cuerpos de infantería de la Guardia Real, de estos cuerpos tan beneméritos y respetables a quienes debe en gran parte España su regeneración política, y de quienes desde el principio nos hemos gloriado de llamarnos compañeros. ¡Miserables! No lograréis vuestros intentos; estos cuerpos bizarros os conocen y os desprecian, y saben que la Milicia Nacional local de Madrid está indisolublemente unida con ellos por los firmes lazos de la opinión, de la amistad, y del juramento sagrado de guardar la Constitución.

¡Vivan los cuerpos de infantería de la Guardia Real! ¡Viva la Constitución! ¡Viva el rey constitucional! ¡Viva la guarnición de Madrid!

Febrero 10 de 1821.

 
Exposición hecha a S. M. por los cuerpos de la guarnición y Milicia Nacional de Madrid.

Señor:

Los jefes y oficiales de la Guardia Real de infantería, los de la guarnición y Milicia Nacional de infantería y caballería de Madrid, creyeron que no llegaría el caso de tener que hacer presentes sus sentimientos de adhesión y respeto hacia la augusta persona de V. M.; pero les precisa aun una vez el rigor de sus principios y la delicadeza de su honor. Habían cumplido con uno y otro en cuantas ocasiones fue preciso que cumpliesen con su deber, sosteniendo contra los enemigos de la patria la ley constitucional. Fue notable entre ellas acaso la del suceso por el que V. M. tuvo a bien suspender de sus funciones al Cuerpo de Guardias de vuestra Real Persona; pero desconcertados con esto los malvados, han esparcido varias voces para atribuir a la guarnición intenciones perversas, contrarias a todo lo que ésta ha acreditado hasta ahora, y aun para introducir en ella la desunión. Con este motivo, Señor, como no quieren los jefes y oficiales que suscriben que ni un momento pueda V. M. dudar de la notoria impostura y criminal malicia de semejantes imputaciones o extravíos, se atreven a manifestarle de nuevo, que jamás dejarán de cumplir el juramento que han hecho de respetar y defender la inviolable persona de V. M., tanto como los fueros y libertades que con ella asegura la Constitución: que se estrellarán contra este propósito cuantas maquinaciones intenten para separarlos de él, y atraer males sin término a su patria.

Señor: a L. R. P. de V. M.

Por la compañía de Alabarderos, el duque de Castro-Terreño.– Por el primer regimiento de Reales Guardias de infantería, el príncipe de Anglona.– Por el segundo regimiento de Reales Guardias de infantería, el marqués de Casteldosrius.– Por la artillería de la plaza, el brigadier comandante José López.– Por el 4.º escuadrón de artillería, el comandante Martin de Zarandia.– Por el regimiento de infantería Fernando VII, 2.º de línea, José María Torrijos.– Por el regimiento de infantería Infante don Carlos, 5.º de línea, Juan José Olazabal.– Por el cuerpo de Inválidos, el sargento mayor Cayetano Mena.– Por la Milicia Nacional de infantería, Juan Doz.– Por el regimiento de caballería del Príncipe, José María Cueto.– Por el regimiento de caballería de Almansa, Francisco Pablo de la Seña.– Por la Milicia nacional de caballería, el comandante marqués de Costa Pontejos.

Madrid 10 de febrero de 1821.

 
Contestación de S. M.

Excmo. Señor.– El señor Secretario del Despacho de la Guerra me dice con fecha de ayer lo que sigue.– A los jefes de la guarnición de esta plaza digo con esta fecha lo que sigue.– El Rey (Q. D. G.) ha oído la exposición que los cuerpos de la Guardia de infantería real de su casa, con los de artillería nacional, guarnición a pie y a caballo, y Milicia Nacional de ambas armas de esta Muy Heroica Villa le han hecho, manifestando su sincera respetuosa oferta de sacrificarse por su Real Persona, identificada con la Constitución de las Españas promulgada en Cádiz el año 1812. S. M., a quien estos sentimientos le son tan gratos como deseados, me manda decir a V. S. y a cada uno de los jefes, para que lo hagan notorio a sus respectivos cuerpos, que admite la oferta, que exige su cumplimiento, y que manda con toda la fuerza de su poder y facultades, que en ningún caso ni bajo ningún pretexto consientan que nadie atente lo más mínimo contra una Constitución que es su deseo ver seguir religiosa y escrupulosamente en fuerza del juramento recíproco que todos tienen hecho; previniéndole al mismo tiempo diga a todos los jefes y autoridades civiles y militares de esta Heroica Villa, cuán satisfecho y gozoso se halla de ver su constante amor a su Real Persona y a la Constitución de la Monarquía, recomendando la más íntima y estrecha unión, con la cual S. M. está bien seguro y tranquilo que ningún género de tentativa solapada ni descubierta podrá alterar la majestuosa marcha de una nación que tiene por divisa la lealtad y amor a sus reyes, y la firmeza de sus resoluciones, con las que nadie ni nada podrá variar la Constitución que tiene tan sinceramente adoptada. Todo lo que con el mayor placer mío digo a V. S. y demás jefes de la plaza de orden de Su Majestad.– De la misma Real orden lo traslado a V. E. para que se sirva comunicarlo por su parte a las autoridades civiles.– Lo que comunico a V. E. de orden de S. M. para su inteligencia y demás efectos convenientes.

Dios guarde a V. E. muchos años.

Agustín Arguelles.

Señor Jefe Político de esta provincia.

Madrid 11 de febrero de 1821.