Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro XI ❦ Reinado de Fernando VII
Capítulo VII
Cortes
Segunda legislatura
1821 (de marzo a julio)
Discurso de la Corona.– Parte añadida por el rey, sin conocimiento de los ministros.– Asombro y despecho de éstos.– Resuelven dimitir.– Se anticipa el rey a exonerarlos.– Singular mensaje del rey a las Cortes.– Les encarga que le indiquen y propongan los nuevos ministros.– Discusión importante sobre esta irregularidad constitucional, y sobre las intenciones del rey.– Digna contestación de las Cortes.– Respuesta de las mismas al discurso del trono.– Llaman a su seno a los ministros caídos, y les piden explicaciones.– Decorosa negativa e inquebrantable reserva de éstos.– Nuevo ministerio.– Situación embarazosa en que se encuentra.– Tareas de las Cortes.– Precauciones y medidas de seguridad y orden público.– La célebre ley de 17 de abril.– Su espíritu y principales disposiciones.– Prohíbense las prestaciones en dinero a Roma.– Castigos a los eclesiásticos que conspiraban contra el sistema constitucional.– Extinción definitiva del cuerpo de Guardias de Corps.– Alteración del tipo de la moneda.– Reglamento adicional para la Milicia nacional.– Horrible asesinato del canónigo Vinuesa, llamado el Cura de Tamajón.– Susto y temor del rey.– Vivos debates que provoca el suceso en las Cortes.– Discursos de Toreno, Martínez de la Rosa y Garelly.– Aumento del ejército y de la armada.– Prorróganse por un mes las sesiones.– Ley constitutiva del ejército.– Gravísimos inconvenientes de algunas de sus prescripciones.– Pingües rentas anuales que se señalan a los jefes del ejército revolucionario.– Reducción del diezmo a la mitad.– Aplicación del diezmo.– Juntas diocesanas.– Indemnización a los partícipes legos.– La ley de señoríos.– Las clases beneficiadas con las reformas no las agradecen.– Medidas económico-administrativas.– Empréstito.– Sistema de contribuciones.– Presupuesto general de gastos.– Plan general de instrucción pública.– División de la enseñanza.– Escuelas especiales.– Nombramiento de una dirección general.– Garantías de los profesores.– Creación de una Academia nacional.– Reglamento interior de las Cortes.– Ciérrase la segunda legislatura.
Aunque era cosa de todos esperada, y por los hombres de buena fe temida, una ruptura entre el monarca y sus ministros, como consecuencia indeclinable de sus antipatías, puestas de relieve con las últimas declaraciones, nadie pudo calcular que la ruptura estallase en la ocasión y la forma en que se verificó.
El rey asistió a la solemne apertura de las Cortes (1.º de marzo, 1821), acompañado de la real familia y con el mismo aparato, cortejo y ceremonia que en la anterior legislatura. Leyó con voz firme el discurso, que, como redactado por los secretarios del Despacho, según costumbre, estaba lleno de ideas y de frases que respiraban adhesión y amor al sistema constitucional. Mas ¡cuál sería la sorpresa y el asombro de los ministros, al ver que después de las palabras con que ellos habían terminado la minuta del discurso, el rey continuaba leyendo párrafos enteros que ellos no conocían, como que habían sido añadidos por el monarca mismo, y párrafos en que se arrojaba a la faz del Congreso una censura ministerial! Lo añadido por el rey decía:
«De intento he omitido hablar hasta lo último de mi persona, porque no se crea que la prefiero al bienestar de los pueblos que la Divina Providencia puso a mi cuidado.– Me es preciso sin embargo hacer presente a este sabio Congreso, que no se me ocultan las ideas de algunos mal intencionados que procuran seducir a los incautos, persuadiéndolos que mi corazón abriga miras opuestas al sistema que nos rige, y su fin no es otro que el de inspirar una desconfianza de mis puras intenciones y recto proceder. He jurado la Constitución, y he procurado siempre observarla en cuanto ha estado de mi parte, y ¡ojalá que todos hicieran lo mismo! Han sido públicos los ultrajes y desacatos de todas las clases cometidos a mi dignidad y decoro, contra lo que exigen el orden y el respeto que se me debe tener como rey constitucional. No temo por mi existencia y seguridad; Dios que ve mi corazón, velará y cuidará de una y otra, y lo mismo la mayor y más sana parte de la nación: pero no debo callar hoy al Congreso, como principal encargado por la misma en la conservación de la inviolabilidad que quiere se guarde a un rey constitucional, que aquellos insultos no se hubieran repetido segunda vez, si el poder ejecutivo tuviese toda la energía y vigor que la Constitución previene y las Cortes desean. La poca entereza y actividad de muchas de las autoridades ha dado lugar a que se renueven tamaños excesos; y si siguen, no será extraño que la nación española se vea envuelta en un sin número de males y desgracias. Confío que no será así, si las Cortes, como debo prometérmelo, unidas íntimamente a su rey constitucional, se ocupan incesantemente en remediar los abusos, reunir la opinión y contener las maquinaciones de los malévolos, que no pretenden sino la desunión y la anarquía. Cooperemos, pues, unidos el poder legislativo y yo, como a la faz de la nación lo protesto, en consolidar el sistema que se ha propuesto y adquirido para su bien y completa felicidad.– Fernando.»
Por mucho que al rey y a los suyos se quisiera disculpar con la novedad y la ignorancia de las prácticas constitucionales, el solo buen sentido debió haberles bastado para comprender lo grave y lo irregular de un paso tan monstruoso y tan inaudito como el de acusar tan rudamente en pleno parlamento a los ministros de la Corona. Solo un deseo ciego de venganza pudo inspirar a Fernando idea tan anómala y peregrina. Grande fue el escándalo. La contestación del presidente se concretó al cuerpo del discurso del monarca, tal como constaba de la minuta que había tenido a la vista, y en nada por lo mismo se refirió a la adición hecha de su cuenta, a la cual se dio en llamar la coletilla del rey. Los ministros, que lo habían escuchado con tanto asombro como indignación y despecho, salieron no obstante acompañándole, resueltos a hacer dimisión de sus cargos sin pérdida de tiempo; pero el rey se les anticipó decretando la exoneración de todos tan pronto como regresó a palacio.
No menos sorpresa que con el original apéndice del discurso recibieron las Cortes con otra comunicación del rey, leída en la sesión del 3. Cuando se esperaba saber el nombramiento de los ministros que habían de reemplazar a los exonerados, encontráronse las Cortes con el siguiente extraño mensaje de S. M.:
«Queriendo dar a la nación un testimonio irrefragable de la sinceridad y rectitud de mis intenciones, y ansioso de que cooperen conmigo a guardar la Constitución en toda la monarquía las personas de ilustración, experiencia y probidad, que con diestra y atinada mano quiten los estorbos, y eviten en cuando sea posible todo motivo de disturbio y descontento, he resuelto dirigirme a las Cortes en esta ocasión, y valerme de sus luces y de su celo para acertar en la elección de nuevos secretarios del Despacho. Bien sé que esta es prerrogativa mía; pero también conozco que el ejercicio de ella no se opone a que las Cortes me indiquen, y aun me propongan las personas que merezcan más la confianza pública, y que a su juicio sean más apropósito para desempeñar con aceptación general tan importantes destinos. Compuestas de representantes de todas las provincias, nadie puede iluminarme en este delicado asunto con más conocimiento que ellas, ni con menos riesgo de que el acierto sea cual yo deseo. El esclarecimiento que cada diputado en particular, si lo pidiese, no me rehusaría, no me le negarán tampoco todos ellos reunidos, pues cuento con que antepondrán la consideración del bien público a otras de pura delicadeza y miramiento.»
Esta nueva irregularidad de pedir a las Cortes la designación de los ministros no podía ya atribuirse a ignorancia de las prescripciones constitucionales, puesto que el mismo monarca reconocía que esto era prerrogativa suya. ¿Movíale a desprenderse de ella un deseo sincero del acierto, y una respetuosa deferencia a la representación nacional? No lo interpretaron así las Cortes: discretas y previsoras en este punto, comprendieron al instante la red en que los consejeros de Fernando, con más malicia que talento y habilidad, intentaban envolverlas. Unánimes estuvieron los diputados en el modo de ver este negocio, aun los de más encontradas opiniones, como Toreno y Romero Alpuente, Martínez de la Rosa y Moreno Guerra. «Los que han aconsejado al rey, decía Toreno, ¿a qué le han expuesto? A que digamos nosotros que las personas que merecen la confianza de la nación, sean las mismas que S. M. ha separado de su lado: y en este caso se vería, o expuesto a recibir un desaire, o precisado a separarse de la propuesta de las Cortes. ¿Y no han podido prever que las Cortes, en caso de tomar una resolución, podrían tomar más bien ésta que otra? Parece pues que le han puesto en esta alternativa para causar una desunión, que debemos absolutamente evitar como el más funesto de los males. Yo veo que los mismos que de doce años a esta parte han conducido tantas veces el trono al precipicio, siguen guiándole hacia él. Quisiera que los que aconsejan a S. M. tuviesen el mismo espíritu y deseo de su conservación que los ministros que acaban de ser separados. Y pues que ahora se puede hacer el elogio de las personas que han caído, séame lícito tributarles esta especie de homenaje, y valiéndome de las expresiones de una boca sagrada para nosotros, exclamar: “¡Ojalá que todos esos individuos venerasen tanto la Constitución, y fuesen tan adictos a ella, y tan dignos como los que acaban de ser separados! Porque a lo menos nunca han vendido a su patria ni a su rey”.»
Muchos hablaron en el propio sentido de oponerse a la propuesta de candidatos, como no correspondiente al Congreso, aunque cada cuál en el espíritu de su matiz político. Dijéronse cosas, y este era uno de los peligros de aquel inconveniente paso, que no favorecían al rey ni al prestigio de su autoridad; y por último, a propuesta del señor Calatrava, se acordó contestar al regio mensaje, que el Congreso no podía mezclarse en el nombramiento de ministros, para cuyo acierto podría consultar S. M. al Consejo de Estado; y que lo único que las Cortes podían aconsejarle era que las personas que ocuparan tan altos destinos hubiesen dado pruebas de adhesión al sistema constitucional, por estar así mandado con respecto a otros menos importantes.
La comisión nombrada para contestar al discurso de la Corona rehusaba responder al párrafo final, por no ser obra de los ministros. Pareció, sin embargo, a las Cortes que tal omisión se tomaría por desaire, o al menos por descortesía, y después de varios debates acordaron contestar con otro párrafo, que comenzaba: «Han escuchado las Cortes con dolor y sorpresa la indicación que V. M. se ha servido hacer por sí al dar fin a su discurso.» Mostrábanle el sentimiento que les causaba todo acto de desacato a su sagrada e inviolable persona, de lo cual solo podía ser capaz algún español indigno de este nombre: pero que ceñidas ellas por la Constitución a las funciones legislativas, descansaban en el celo y sabiduría del rey, cuya autoridad se extendía a todo cuanto conduce a la conservación del orden público. Que era como atribuir indirectamente a su falta de energía los desmanes de que se quejaba.
Sin embargo, lo más grave de este triste episodio estuvo en haber llamado las Cortes a su seno a los ministros caídos, no siendo diputados, ni siendo ministros, para que informasen de las causas que habían motivado su exoneración, y como si se propusiesen investigar hasta dónde podía o no resultar Fernando cómplice en las conspiraciones de sus parciales, con achaque de enterarse del estado en que se hallaba la nación, pero en realidad convirtiéndose de este modo el Congreso en una especie de tribunal de justicia. Presentáronse los ex-ministros, e interrogados por varios diputados, contestaron sucesivamente Valdés, Argüelles y García Herreros, encerrándose todos en una digna y prudente reserva, sin que nadie pudiera arrancarles ni una queja ni una palabra que ofendiese al rey. «Como individuo particular, decía Valdés, nada puedo contestar; como ministro, nada puedo decir, pues no lo soy: los actos del ministerio constan en los expedientes de las secretarías, y en todo tiempo está pronto a responder de los cargos que puedan hacerle.» –«Ni mis compañeros, ni yo, contestaba Argüelles, podemos suministrar las luces que las Cortes desean: exonerados del ministerio por una orden que veneramos, y convertidos en ciudadanos particulares, solo en el caso de hacérsenos algún cargo podremos contestar según las leyes previenen.» –«No nos resta, decía García Herreros, más que el honor; todo estamos dispuestos a sacrificarlo por la patria; pero en cuanto a lo que se nos pregunta, existen en la secretaría todos los documentos justificativos que pueden necesitarse, y las contestaciones que ahora de memoria se nos exigieren, podrían adolecer de cualquier inexactitud.»
Y como alguno, viendo su inquebrantable reserva, propusiese que se pasara a sesión secreta, esperando obtener así más revelaciones, respondió Argüelles que precisamente la publicidad era su salvaguardia, y que a no haber sido llamados a sesión pública, tal vez hubieran arrostrado los resultados de una desobediencia: y por último, rogaba a los diputados los sacasen del amargo conflicto en que los ponían. Reconociéndolo así Martínez de la Rosa, los ayudó con su elocuente voz apoyando y esforzando su ruego; accedió a él la Asamblea, y poniéndose término al asunto se levantó una sesión que había atraído gran afluencia de espectadores, en la cual los ex-ministros se enaltecieron por su conducta como caballeros y como hombres de Estado, las Cortes no acreditaron la mayor prudencia en este determinado caso, y el decoro y la dignidad del trono recibieron lastimosas heridas, porque los elogios que se prodigaban a los ministros depuestos eran otros tantos votos de censura al poder real, y se dio además ocasión a que se hicieran multitud de insinuaciones sobre el espíritu anticonstitucional que dominaba en el regio alcázar, suponiéndole centro de maquinaciones absolutistas, y ahondando así la sima de la desconfianza y de las prevenciones entre el rey y los liberales.
El nuevo ministerio que, conformándose con la propuesta del Consejo de Estado, nombró el monarca, se componía de las personas siguientes: para Estado, don Eusebio Bardají y Azara, que ya lo había sido en tiempo de la Regencia; para la Gobernación de la Península, don Mateo Valdemoro, que había sido de la Junta provisional consultiva; para Ultramar, don Ramón Feliú, ex-diputado de las constituyentes, y uno de sus notables miembros; para Gracia y Justicia, don Vicente Cano Manuel; para Hacienda, don Antonio Barata; para Guerra, el teniente general don Tomás Moreno, y para Marina, don Francisco de Paula Escudero: sujetos todos recomendables, de opinión muy liberal, y ventajosamente conocidos por sus antecedentes. A pesar de eso, su nombramiento fue recibido por las Cortes, si no con visibles muestras de desagrado, tampoco con señales de satisfacción. Encariñada la mayoría con los anteriores ministros, parecíanle pequeños cualesquiera que les sucediesen. Además de lo difícil que esta circunstancia hacía la situación del nuevo gobierno, hacíala doblemente embarazosa el estado de la opinión y de los partidos, porque toda consideración con el rey se traducía a tibieza por la Constitución, y toda tolerancia con los exaltados constitucionales era un delito imperdonable para los palaciegos.
Agréguese a esto, y no era lo menos grave, el estado, no ya de pugna moral, sino de lucha material de los partidos fuera y dentro de España. En lo exterior, la actitud de las potencias con motivo de haberse proclamado, como en España, la Constitución en Nápoles y en Portugal: la alarma y las resoluciones de la Santa Alianza; las declaraciones de los Congresos de Troppau y de Leybach; la entrada de los austriacos en Nápoles, y la destrucción del régimen constitucional en aquel reino. En el interior, la formación de partidas o facciones realistas en las provincias de Valencia, de Cataluña, de Álava, de Burgos, de Galicia y de Toledo. Sucesos que merecen ser contados separadamente, y que ahora no hacemos sino apuntar, como uno de tantos embarazos y compromisos para un gobierno que ya no contaba con una asamblea propicia, y que tenía que marchar por entre las opuestas oleadas de los partidos extremos resistiendo su encontrado empuje, y siendo por aquella misma resistencia el blanco de los tiros de todos.
Resentíanse las tareas de las Cortes, que es lo que al presente nos proponemos tratar, de este estado general de agitación exterior e interior. Habíase aumentado el número de los recelosos y desconfiados, según que veían crecer, o irse al menos desenmascarando el de los enemigos. Así, aparte de algunas discusiones y medidas sobre puntos como la formación de ayuntamientos constitucionales, sobre excepciones del servicio de la Milicia nacional, aclaraciones sobre los decretos de extinción de mayorazgos, secularización de regulares, supresión de provisiones de beneficios y capellanías, medios de cancelar pronto el empréstito de 200 millones, y algunos otros asuntos en que se invirtieron sin largos debates el mes de marzo y parte de el de abril, en lo que mostraron más afán y formaron más empeño fue en tomar precauciones para impedir la reacción que les parecía amenazar, y acordar medidas para sofocar las insurrecciones que iban alzando la cabeza. De aquí la famosa Ley de 17 de abril (1821), estableciendo las penas que habrían de imponerse a los conspiradores contra la Constitución y a los infractores de ella, y el decreto de la misma fecha sobre el conocimiento y modo de proceder en las causas de conspiración. Ley de circunstancias, pero que en tiempos posteriores ha adquirido importancia suma, porque a pesar de aquella condición y de los defectos que en ella se han reconocido, es la que constantemente ha venido poniéndose en ejecución, y a la que se ha apelado en los estados excepcionales, y siempre que se ha querido reprimir trastornos y revueltas, ya de índole reaccionaria, ya de carácter revolucionario.
No obstante ser por esta razón una ley bastante conocida, justo es que demos en este lugar sucinta idea de ella.– «Cualquier persona, dice su primer artículo, de cualquier clase y condición que sea, que conspirase directamente y de hecho a trastornar, o destruir, o alterar la Constitución política de la monarquía española, o el gobierno monárquico moderado hereditario que la misma Constitución establece, o a que se confundan en una persona o cuerpo las potestades legislativa, ejecutiva y judicial, o a que se radiquen en otras corporaciones o individuos, será perseguida como traidor, y condenada a muerte.»– La misma pena se impone al que conspirase directamente contra la religión católica.– Impónese la de ocho años de confinamiento en una isla, con pérdida de todos los empleos, sueldos y honores, al que tratase de persuadir de palabra o por escrito que no debía observarse la Constitución en todo o en parte en algún punto de la monarquía.– Si el que incurre en este delito es empleado público, o eclesiástico secular o regular, y lo hiciere en discurso, sermón, o carta pastoral, se le declara indigno del nombre español, con pérdida de todos sus empleos, honores y temporalidades, reclusión por ocho años, y expulsión perpetua del territorio de la monarquía.– Auméntase la pena cuando el escrito o sermón produjeren sedición o alboroto.– Prescríbese cómo se ha de proceder contra los prelados de la Iglesia que en sus instrucciones o edictos emitiesen máximas contrarias a la Constitución.– Prosíguese a la designación de penas para las autoridades que directa o indirectamente contraríen, impidan o embaracen el ejercicio de los derechos políticos y constitucionales, dispensando y aun castigando la obediencia de los que tales órdenes ejecuten.– Señálanse las que se han de aplicar a los ministros o secretarios del Despacho, o cualesquiera otras personas que aconsejen al rey que se arrogue alguna de las facultades de las Cortes, o que sin consentimiento de las mismas emplee la Milicia nacional fuera del territorio de las respectivas provincias.– Declárase el castigo en que ha de incurrir el ministro o juez que firme o ejecute orden del rey privando a un ciudadano de su libertad, o imponiéndole por sí alguna pena.
En el decreto sobre el conocimiento y modo de proceder en las causas de conspiración, se sometía a los reos de estos delitos que fuesen aprehendidos por alguna fuerza armada, destinada a su persecución por el gobierno o por las autoridades militares, a un consejo de guerra ordinario.– Se entendía que hacían resistencia a la tropa, y por consecuencia se los sujetaba al tribunal militar, los que se encontraran reunidos con los facciosos, aunque no tuvieran armas, los que fuesen aprehendidos huyendo después de haber estado con la facción, y los que habiendo estado con ella se encontraran ocultos y fuera de sus casas con armas.– También habían de ser juzgados militarmente los salteadores de caminos, ladrones en cuadrilla, &c.– Contenía el resto del decreto minuciosas prevenciones a los jueces para la rápida instrucción y fallo de los procesos, y reglas para la ejecución de las sentencias.
La ley de 17 de abril era una ley de temor y de desconfianza general; desconfianza de todas las clases, pero más principalmente del rey, de los palaciegos, de los ministros, de los prelados de la Iglesia, del clero todo, como sus propios artículos a las claras lo revelan. Los hechos y las circunstancias no eran ciertamente para tranquilizar a los legisladores, y el gran escarmiento del año 14 era un recuerdo que estaba pesando perennemente en su imaginación. El recelo, pues, no era infundado, pero el rigor mismo que se empleaba para atajar las conjuraciones era tomado como una provocación en las regiones en que se agitaban los planes reaccionarios. Así se iban ahondando los abismos entre los dos partidos.
Con la propia fecha de 17 de abril dieron las Cortes otro decreto, que se promulgó en mayo, mandando cesar de todo punto la prestación de dinero u otra cosa equivalente para Roma, con motivo de las bulas de arzobispados y obispados, y de las dispensas matrimoniales, y cualesquiera otros rescriptos, indultos o gracias apostólicas; si bien en el artículo 2.º se decía, que siendo conforme a la piedad y a la generosidad de la nación española contribuir al decoro y esplendor de la silla apostólica y a los gastos del gobierno universal de la Iglesia, consignaban las Cortes a Su Santidad por ahora y por vía de ofrenda voluntaria, la cantidad anual de nueve mil duros sobre las señaladas en los anteriores concordatos, sin perjuicio de aumentar esta nueva asignación si se hallase el reino en adelante en estado de hacerlo. De cualquier modo que la medida se cohonestase, no era apropósito para hacerse propicia la corte de Roma, ni para atraerse al clero y al partido apostólico de España.
Otra providencia se dictó a los pocos días (30 de abril, 1821) para reprimir y castigar a los eclesiásticos que abusaban de su sagrado ministerio. En ella se decía, que algunos párrocos de las diócesis de Burgos, Osma, Calahorra y Ávila, así como algunos frailes de aquellos y de otros puntos, habían andado en cuadrillas de facciosos, aun durante la próxima Cuaresma, y que otros esparcían especies contrarias a las leyes y decisiones de las Cortes y del rey, y excitaban a la desobediencia a las autoridades. Con cuyo motivo se hacían severas prevenciones y conminaciones a los reverendos obispos y prelados regulares, se los obligaba a dar cuenta de lo que hubiesen ejecutado respecto a los clérigos facciosos, y se les prescribía cómo y en qué sentido habían de publicar edictos y pastorales, y cómo y en quiénes habían de proveer con preferencia los curatos y beneficios. Pruebas todas de la pugna material y moral en que estaban una gran parte del clero y las ideas y los hombres constitucionales, y síntomas todos de próximas y lamentables colisiones.
Por aquellos días extinguieron definitivamente las Cortes el cuerpo de Guardias de Corps, de hecho disuelto desde el suceso de la víspera de la apertura. Y aunque en el decreto se prevenía que a los individuos que no resultaran criminales ni se les irrogaba perjuicio, ni dejaría de satisfacérseles sus haberes íntegros, hasta proporcionarles colocación en destinos correspondientes a sus circunstancias, no por eso la medida dejó de resentirlos y crear muchos enemigos.
Todas en aquellos días llevaban cierto sello de liberalismo ardiente, que parecía estudiado para dar en ojos al rey. Alterose el tipo de la moneda (1.º de mayo, 1821), mandándose, entre otras cosas, que el nombre del monarca, en vez de inscribirse como hasta entonces en latín, lo fuese en castellano, y que el lema sería: Fernando VII, por la gracia de Dios y la Constitución, rey de las Españas.– Se dio un reglamento adicional al de 31 de agosto de 1820 para la Milicia nacional (4 de mayo), por cuyo artículo 1.º se autorizaba a los ayuntamientos para recibir en clase de voluntarios a todos los que se presentasen con las circunstancias prescritas, estuviesen o no alistados en la Milicia nacional no voluntaria. Dábase a éstos cierta preferencia sobre los forzosos, y en el caso de no alcanzar para todos el armamento, había que empezar distribuyendo entre los voluntarios las armas que existiesen.– En el mismo día 4 publicaron las Cortes otro decreto señalando un sueldo anual de sesenta mil reales a cada uno de los ministros que habían sido exonerados por el rey, «en atención, decían, al estado en que se hallaban, a los distinguidos servicios que habían hecho a la nación y al rey, y a sus padecimientos por la independencia y libertad de la patria.» Lo cual no dejaba de envolver, en los términos y en el fondo, una amarga censura al monarca que los había depuesto.
Un acontecimiento extraordinario y horrible vino a dar en aquellos días nuevo interés a las sesiones de las Cortes. El capellán de honor don Matías Vinuesa, o sea el cura de Tamajón, preso desde febrero en la cárcel de Corona como autor de aquella descabellada conspiración de que hemos dado cuenta, estaba siendo objeto de la recelosa expectativa de la gente exaltada, y principalmente de algunas logias y sociedades secretas, que esperaban ver si era sentenciado a la pena de horca, dispuestas en otro caso a sacrificarle ellas y hacer lo que llamaban justicia popular. El juez, o por no hallar méritos en la causa para condenar a muerte a Vinuesa como el fiscal pedía{1}, o cediendo a otro género de consideraciones, le condenó solo a diez años de presidio. Alarmáronse los clubs tan pronto como tuvieron noticia de la sentencia, y desde luego se vieron síntomas de estar resuelto el sacrificio de la víctima. Desde las once de la mañana del día 4 (mayo, 1821) se propagó y cundió la voz de que entre dos y tres de la tarde se consumaría el horrible atentado. No se notó prevención ni medida alguna de parte del gobierno y de las autoridades para evitarle; y a la hora que se había dicho, una cuadrilla como de unos ciento cincuenta miserables, después de haber dado algunos gritos en la Puerta del Sol, se dirigió a la cárcel de Corona, y forzando la entrada, que la guardia de nacionales defendió o aparentó defender débilmente, asesinó ferozmente al desgraciado Vinuesa, llenando su cuerpo de heridas y destrozando su cabeza de un martillazo. Desde entonces el martillo fue el innoble símbolo de aquella secta de asesinos, si el nombre de secta pudieran merecer los que con actos tan abominables y viles manchaban la causa de la libertad que con impíos labios proclamaban: y la muerte fue celebrada por la gente vulgar con soeces cantares.
De tal modo asustó al rey este suceso, que recelando peligros para su propia persona bajó al patio de palacio, reunió y arengó a su guardia, apeló a su adhesión y fidelidad en caso necesario, e hizo colocar artillería en las avenidas. Ya la guarnición y milicia, aunque tardíamente, se habían puesto sobre las armas. Los grupos se habían ido dispersando. Sin embargo, cuenta un escritor contemporáneo y testigo de los sucesos{2}, que a la hora de cometido el asesinato de Vinuesa, algunos desalmados se dirigieron a la cárcel de Corte, donde se hallaba preso el guerrillero realista llamado El Abuelo, con ánimo de perpetrar con él igual crimen, pero que bastó a impedirlo la pequeña guardia de cuatro hombres y un cabo de infantería y seis u ocho jinetes de los que mandaba el comandante de caballería marqués de Pontejos; prueba de lo fácil que habría sido evitar el negro borrón con que manchó la bandera revolucionaria el horrible asesinato del clérigo Vinuesa, y el terror que se apoderó de los hombres honrados de todos los partidos.
Provocó este acontecimiento en las Cortes vivos debates. Dio conocimiento de él el ministro de la Gobernación de Ultramar, por ausencia del de la Gobernación del Reino por medio de un mensaje en nombre de S. M.{3} El asunto ofrecía un buen campo a los oradores, y más a los de ideas templadas y de orden, para tronar contra un hecho de tanto escándalo, y que tanto daño hacía al régimen constitucional. Así fue que si bien el exceso mereció general reprobación, distinguiéronse por la vehemencia con que le anatematizaron Toreno, Martínez de la Rosa y Garelly. Solo Romero Alpuente se atrevió, no a hacer la apología del asesinato, como algunos han querido decir, pero sí a impugnar el proyecto de contestación al mensaje del rey{4}, en términos que causaron disgusto e indignación, y le valieron vigorosas réplicas, y fuertes y sentidos apóstrofes.– «No se oigan, señor, exclamaba Martínez de la Rosa, estas expresiones en el Congreso de la nación española. ¡Y desgraciado el día en que las toleremos sin mostrar indignación y escándalo!… ¿Quién es, pregunto, quién es el que puede unir las dos ideas de Constitución y puñales? La Constitución se defiende con la noble espada de la ley, mas no con el arma alevosa de los asesinos.»– «¡Qué escándalo, señor! decía Garelly al terminar su discurso. Esto tiene raíces muy profundas. Yo descubro aquí claramente que el hecho se reputa como el ejercicio de una jurisdicción ordinaria. Pero ¡ay de la nación! ¡ay de la libertad si este principio llega a consagrarse!»– El proyecto de respuesta fue aprobado.
Tras algunas otras medidas políticas de escasa importancia que siguieron acordando las Cortes, tales como la confirmación de los premios y ascensos concedidos a los oficiales del ejército expedicionario, y las reglas para premiar a los milicianos nacionales e individuos del resguardo que cooperasen al exterminio de los facciosos, diéronse dos decretos, uno relativo al reemplazo del ejército permanente en aquel año, que consistía en unos diez y siete mil hombres para todas las armas (14 de mayo, 1821), y otro en el propio día facultando al gobierno para armar cinco navíos, cuatro fragatas, dos bergantines, cuatro goletas, y los demás buques que considerara necesarios para llenar las atenciones del servicio, concediéndose asimismo tres mil quinientos hombres de mar para tripularlos, con lo cual no se aumentaba la fuerza naval, puesto que en el mismo día se mandaba licenciar igual número de gente marinera, comenzando por los más antiguos de cada clase que hubiesen cumplido.
Prorrogadas el 15 (mayo) por un mes, a propuesta del rey, las sesiones de Cortes, quisieron señalar aquel día con un acto, al parecer de generosidad, puesto que se quiso llamar decreto de amnistía a uno que se expidió prescribiendo lo que había de hacerse con un gran número de facciosos que habían sido cogidos en Salvatierra, y había de aplicarse a los de otros puntos. Decimos «al parecer de generosidad,» porque eran tantas las excepciones que se hacían, comenzando por los jefes o cabezas de las facciones, siguiendo por los oficiales, sargentos y cabos, y aun soldados del ejército o milicias provinciales que en dichas partidas se hubiesen alistado, continuando por los empleados de todas clases, abogados, médicos, cirujanos, eclesiásticos, prosiguiendo por los que hubieran excitado a la sedición o contribuido a ella de algún modo, &c., que en realidad los no comprendidos en ninguna de las excepciones y que habían de ser puestos en libertad quedaban reducidos a los simples facciosos, y de entre ellos a la gente más insignificante y menuda.
Hizo, y con razón, mucho ruido, la Ley constitutiva del Ejército que aquellas Cortes acordaron y promulgaron (9 de junio, 1821). Pues sobre abarcar completa, aunque compendiosamente, todo lo relativo a la fuerza militar nacional, formación y división del ejército permanente, reemplazo, ascensos, instrucción, haberes, premios, retiros, inspecciones, fuero, administración, &c., era notable por algunas de sus disposiciones, y por las ideas políticas que éstas envolvían. Establecíase, por ejemplo, que la milicia activa tuviese mucha fuerza en tiempo de paz, y el ejército permanente solo la precisa para el servicio indispensable y para mantener la disciplina. Prohibíase permutar el servicio personal por el pecuniario. Abolíase el fuero militar para todas las causas civiles, y aun para las criminales por delitos comunes, quedando reducido a las que versaran sobre delitos puramente militares.
Pero la novedad grande y peligrosa de esta ley estaba en un precepto, cuyos inconvenientes y cuya trascendencia no sabemos cómo pudieron ocultarse a aquellos legisladores. Después de declarar delito de traición (cap. 1.º, art. 7.º) el abuso de la fuerza armada, cuando se la empleaba, 1.º para ofender la sagrada persona del rey, 2.º para impedir la libre elección de diputados a Cortes, 3.º para impedir la celebración de éstas en las épocas y casos que previene la Constitución, 4.º para suspender o disolver las Cortes o la diputación permanente, y 5.º para embarazar de cualquier manera las sesiones o deliberaciones de aquellas o de ésta, se mandaba (art. 8.º) que ningún militar obedeciese al superior que abusara de la fuerza armada en los casos expresados en el artículo anterior, bajo las penas que las leyes prefijasen. Y como si esta prescripción no bastase, y como queriendo fijarla de un modo indeleble en la memoria del soldado, se decía en el artículo 42: «Para obtener el primer ascenso en el ejército se requiere saber leer, escribir, contar, y los artículos 7.º y 8.º del presente decreto.»
Apenas se concibe en hombres de talento, como eran muchos de aquellos legisladores, establecer como principio e imponer al soldado la obligación de desobedecer a sus jefes en casos dados, y sobre todo, y esto era lo monstruoso y lo grave, dejarles el derecho de interpretar las órdenes y las intenciones de sus superiores. ¿Cuál podía ser la capacidad del soldado, cuál su criterio y su regla para discurrir y deslindar con acierto si las órdenes de sus jefes conducían o no al intento o a la consumación de alguno de los delitos comprendidos en el artículo 7.º? ¿Qué tribunal lo había de juzgar? ¿Se había de entablar una controversia, como de igual a igual, entre el que mandaba y el que había o no de obedecer? ¿No era éste un medio de poder justificar todas las sediciones militares? ¿No era esto acabar del todo con la disciplina de un ejército, ya harto quebrantada con los premios revolucionarios, y de sobra minada por las sociedades secretas, en que había afiliados multitud de sargentos, cabos, y hasta simples soldados?
Y todavía, pareciendo a las Cortes escasos los premios concedidos a los caudillos del ejército de San Fernando y de otros puntos que habían proclamado la Constitución, acordaron y decretaron (25 de junio, 1821) señalar a cada uno de los mariscales de campo, Quiroga y Riego, una renta anual de ochenta mil reales vellón; otra de cuarenta mil a cada uno de los generales, Arco-Agüero, López Baños, O'Daly y Espinosa, y otra de veinte mil al brigadier Latre. Los recomendaban al rey para las cruces laureadas de San Fernando, dispensándoles las pruebas que prescribían los reglamentos, y declaraban que por los hechos de los meses de enero, febrero y marzo de 1820 habían merecido en alto grado la gratitud de la patria, en nombre de la cuál las Cortes les expresaban su agradecimiento. Y en el mismo día declararon meritorias y honoríficas las causas que durante la época del absolutismo se habían formado a los ciudadanos cuya lista nominal publicaban, por su adhesión a la Constitución, así como los injustos y malos tratamientos que habían experimentado{5}.
Siguiendo estas Cortes, como vemos, la marcha política en el espíritu de las de 1812 y 1813, decretaron en 29 de junio (1821) la reducción del diezmo a la mitad de lo que se estaba pagando, cuyo producto se aplicaba exclusivamente a la dotación del clero y del culto, a excepción de las porciones pertenecientes a los establecimientos de instrucción y beneficencia por prebendas y beneficios que les estaban unidos, cuyas rentas continuarían percibiendo hasta el arreglo definitivo del clero. A cambio de esta aplicación, el Estado renunciaba el noveno, el excusado, tercias reales en Castilla, tercio diezmo en la corona de Aragón, diezmos novales y cualesquiera otros que la nación percibía; y los seculares poseedores de diezmos cesaban en la percepción de estas rentas. Para indemnizar a los partícipes legos se aplicaban todos los bienes raíces rústicos y urbanos, censos, foros, rentas y derechos que poseían el clero y las fábricas de las iglesias, exceptuándose las casas rectorales y los palacios de los obispos con sus huertas o jardines.
Fijábase en el decreto la base de las indemnizaciones de los seculares; se ponían a disposición de la Junta nacional del Crédito público todos los bienes y derechos de que se hablaba; se establecía una Junta diocesana en cada capital de obispado para hacer la distribución de sus dotaciones al clero y a las iglesias; se designaban las personas que habían de componerla, y cómo habían de renovarse; se suprimían todos los subsidios que antes pagaba el clero, y por último se le imponía uno general de 30 millones de reales sobre el valor de los diezmos, repartiéndolos por esta vez la Dirección de contribuciones directas entre las diócesis, sobre el presupuesto que ofreciera el producto del noveno en el año común del último quinquenio, debiendo concurrir a este pago los comendadores de las órdenes militares que aún existían.
Con el título modesto de Aclaración de la ley de 27 de setiembre de 1820 sobre vinculaciones, se determinó la parte de bienes vinculados que los actuales poseedores podían enajenar, obteniendo el consentimiento del siguiente llamado en orden, y designando quién debería dar el consentimiento cuando aquél fuese desconocido, o se hallase bajo la patria potestad, y para el caso en que se opusiesen a la venta. Notables discursos se pronunciaron en la discusión sobre la ley de señoríos, distinguiéndose mucho entre otros Garelly, Martínez de la Rosa y Calatrava, por su palabra, o por su erudición y doctrina. Los debates fueron vivos e interesantes, porque se trataba, no ya solo del origen y la jurisdicción, sino de la posesión y de la legitimidad de los títulos con que se tenía, y la obligación a los poseedores de exhibirlos y acreditarlos. Sobre la justicia o injusticia de este proceder se alegaron de una y otra parte argumentos fuertes y se dieron razones poderosas. Prevaleció la opinión que menos favorecía a los señores, mas no alcanzó a obtener la sanción real la ley propuesta, de lo cual no se culpó a los ministros, conociéndose que la causa de la resistencia estaba más arriba. Este asunto había de dar todavía ocasión a ulteriores complicaciones.
Afanábanse, como hemos indicado, estas Cortes, siguiendo las huellas de las del año 12, por dictar leyes contra la amortización y los privilegios, y favorables a las masas, y beneficiosas principalmente a la clase de labradores. Pero aquellas y éstos, lejos de agradecerlas, mostrábanse en lo general cada día más enemigos del partido liberal y reformador. Asombrábanse los diputados que más activamente y con mejor fin las promovían, y quejábanse de que siendo aquellas medidas dictadas en pro de los labradores, colonos y pequeños propietarios, oprimidos hasta entonces por los señores, hacíanse enemigos a éstos, que eran los perjudicados, y aquellos no agradecían los beneficios. Y es que los diputados reformadores no consideraban que el pueblo no los comprendía, y que la ignorancia por un lado y las sugestiones de las clases privilegiadas por otro le hacían mirar con prevención, y hasta con enemiga, tales novedades. Para obtener mayoría en la ley de señoríos, tuvo Calatrava, autor del proyecto, que atraerse a los diputados americanos ofreciéndoles su influjo en los asuntos de Ultramar.
A medida que se aproximaba la terminación de la legislatura, iban las Cortes resolviendo y formulando en decretos los asuntos que habían sido objeto de sus debates y deliberaciones. Atentas al estado económico del país, dictaron una serie de medidas encaminadas a mejorarle y organizarle. Primeramente autorizaron al gobierno para realizar un préstamo, que no podría exceder de 200 millones de reales. Reconocieron la deuda contraída en Holanda por el gobierno de Carlos IV. Prescribieron el uso del papel sellado en todas las provincias de la monarquía sin distinción, sujetando al mismo impuesto las letras giradas en el extranjero sobre España. Establecieron la contribución directa sobre predios rústicos y urbanos en cantidad de 180 millones: la llamada de patentes, que comprendía diez clases de industrias: la de consumos, que ascendía a 100 millones de reales: impusieron condiciones reglamentarias para la venta de tabacos: se sujetó a un registro público todos los actos civiles, judiciales o extrajudiciales, habiendo de pagar o un derecho fijo o un derecho proporcional, según la clase a que pertenecieran: y por último, se formó y promulgó como ley un sistema administrativo de la hacienda pública, y se dio una instrucción para la amortización de la deuda nacional.
No se tomaron estas medidas, especialmente algunas de ellas, sin contradicción grande. Combatidas fueron primero, y murmuradas después por muchos la del empréstito extranjero y la del reconocimiento de la deuda de Holanda, no obstante lo que exigían, de una parte la necesidad, y de otra el cumplimiento de antiguas obligaciones. El sistema tributario fue recibido con más descontento que aplauso, porque chocaba con los viejos hábitos y costumbres.
El presupuesto de gastos de aquel año, que comprendía de julio a julio, ascendía a 756.214.217 reales, repartidos en la forma siguiente:
Casa Real… | 45.212.000 |
Ministerio de Estado… | 11.460.813 |
Id. de la Gobernación de la Península… | 69.363.155 |
Id. de la Gobernación de Ultramar… | 1.699.500 |
Id. de Gracia y Justicia… | 19.620.954 |
Id. de Hacienda… | 156.000.000 |
Id. de la Guerra… | 355.550.916 |
Presupuestos de las Cortes{6}… | 8.133.240 |
756.214.217 |
Tanto como era natural, y necesario, que llamara la atención y excitara el interés de las Cortes el estado de la Hacienda, y la urgencia de una reforma administrativa, tanto es extraño, y por lo mismo más laudable, que en circunstancias tan agitadas y de tan viva lucha política, tuvieran el buen acuerdo, dando una honrosa prueba de su amor a la ilustración y a la cultura, de cuidar del desarrollo y fomento de la enseñanza pública, base de la civilización y de la moralidad social, proponiendo, discutiendo y aprobando, con serenidad y calma, un plan general de estudios, o sea un Reglamento general de Instrucción pública, como le titularon. Reglamento que contrastaba con el estrecho, encogido y rancio sistema que había regido en los seis años de gobierno absoluto, el más completo y el más avanzado de cuantos hasta entonces se habían hecho o intentado en España, y en el que se sentaban ideas y principios que en tiempos posteriores se han adoptado como un gran progreso en el movimiento intelectual, y algunos de los cuales, como propios del espíritu político que dominaba, iban más allá de lo que se ha creído conveniente en las épocas de régimen constitucional que se han sucedido.
Bajo el epígrafe de «Bases generales de la enseñanza pública» se prescribía que toda enseñanza costeada por el Estado, o que se diese por cualquier corporación con autorización del gobierno, hubiera de ser pública y uniforme. La enseñanza pública había de ser gratuita: la privada absolutamente libre, y podía extenderse a todos los ramos del saber. Para recibir los grados académicos, que habilitan para el ejercicio de ciertos cargos y profesiones, se necesitaba incorporar los estudios privados por medio de examen y aprobación ante un tribunal de jueces, compuesto de profesores de los establecimientos públicos.
Dividíase, como hoy, la enseñanza en primera, segunda y tercera. La primera la hacía necesaria la Constitución hasta para el uso y ejercicio de los derechos políticos de los ciudadanos. Era menester por lo tanto extenderla y facilitarla. Al efecto se mandaba establecer escuelas públicas en todos los pueblos de cien vecinos; en los que no llegaran a este vecindario se recomendaba a las diputaciones vieran de emplear los medios conducentes para hacer de modo que una escuela pudiera servir a varias poblaciones, de forma que ninguna, por pequeña que fuese, se viera privada de este beneficio. En los pueblos de gran vecindario había de haber una escuela de primeras letras por cada quinientos vecinos.– Para la segunda enseñanza se creaban Universidades de provincia, semejantes a nuestros modernos institutos provinciales, una en cada capital, habiendo de haber, en cuantas fuese posible, una biblioteca pública, academia de dibujo, laboratorio químico, gabinete de física, sala de historia natural, productos industriales, máquinas, y un jardín botánico. En la segunda enseñanza habían de darse, como hoy, los conocimientos generales que preparan para la superior, y son más necesarios al hombre en sociedad. Era la tercera la que habilita para el ejercicio de las carreras científicas y profesionales. Establecíanse para ella diez universidades en la Península, y veinte y dos en las provincias de Ultramar.
Creábanse además ocho escuelas especiales de medicina, cirugía y farmacia en otros tantos puntos del reino, y bastantes más en los dominios ultramarinos. Aumentábanse, conservando las pocas que ya había, las escuelas de lengua arábiga, de comercio, de astronomía y navegación, de veterinaria, agricultura, música y nobles artes; el depósito geográfico e hidrográfico; y se creaba una escuela o colegio politécnico. Para el completo conocimiento de las ciencias se fundaba en Madrid una Universidad Central, señalando las asignaturas que en ella debían cursarse.
Para la conveniente dirección de la enseñanza se creaba una Dirección general de Estudios, compuesta de siete individuos de los más notables del reino por su reputación y saber: señalábase a cada director el pingüe sueldo de sesenta mil reales.– Los catedráticos o profesores habían de entrar por rigurosa oposición, y no podían ser depuestos sino por causa legalmente probada y sentenciada, ni suspensos sino por acusación legalmente intentada.– Entraba en este plan la creación de una Academia nacional, compuesta de cuarenta y ocho individuos, sabios, literatos y profesores. Dividíase en tres secciones, a saber: de ciencias físicas y matemáticas, de ciencias morales y políticas, de literatura y artes, con sus corresponsales, nacionales y extranjeros.– Se proveía a la enseñanza de las mujeres.– Se mandaba conservar los establecimientos antiguos que existían, hasta la creación de los nuevos.– Y finalmente, para las atenciones y el sostenimiento de la enseñanza se destinaban los fondos que hubiese en cada provincia consagrados a este objeto, y se propondría a las Cortes el modo de cubrir el déficit con fondos generales del Estado. Tal era en resumen el plan de Estudios de las Cortes de 1821, que por desgracia las circunstancias y los sucesos no permitieron desarrollar.
Hicieron por último estas Cortes su Reglamento interior: reglamento cuya parte principal han tomado las asambleas españolas de estos últimos tiempos, si bien no era posible la aplicación en todas sus partes, por la diversa estructura de aquél y de los posteriores Congresos, por las naturales diferencias entre aquella Constitución y las que después han resultado de las modificaciones hechas en aquel código.
El 30 de junio (1821) cerraron las Cortes sus sesiones de esta segunda legislatura en medio de una aparente tranquilidad. Hízose el acto con toda solemnidad y ceremonia. Asistió el monarca, y leyó un discurso en elogio del sistema constitucional y de las tareas legislativas, resumiendo sus principales trabajos en este pasaje: –«Obra es de las Cortes, en efecto, la nueva organización del ejército, tan adecuada a los verdaderos fines de su instituto: el decreto de instrucción pública, que dividida en varias enseñanzas, desde las primeras letras hasta lo más sublime del saber, difundirá proporcionalmente las luces y los conocimientos útiles en todas las clases del Estado: el de reducción de diezmos, por el cual, sin desatender la competente dotación del clero, se alivia al labrador considerablemente, fomentando de este modo la agricultura, manantial inagotable de nuestra riqueza; y en fin, el sistema de hacienda, que suprimiendo los impuestos y arbitrios gravosos e inútiles, ha fijado las rentas públicas en contribuciones menos molestas, y conocidas ya del pueblo español, en otras nuevas, conformes con los principios equitativos de la Constitución política de la monarquía, y adoptadas con buen éxito en las naciones más cultas.
Respondiole el presidente en análogos términos, y después de pasar una parecida reseña a los trabajos de la legislatura, concluía diciendo: «En medio de tan varias atenciones, limitadas las Cortes por la Constitución a un período fijo en la duración de sus sesiones, y a pesar de la previsión con que V. M. tuvo a bien prorrogarlo, veían, señor, acercarse el término de él, dejando pendiente la resolución de muchos de los graves negocios encomendados a su cuidado, y la nave del Estado fluctuando entre la esperanza de ver asegurado su futuro destino, y el temor de que nuevos pilotos le hicieran tomar un rumbo opuesto.– V. M., participando de estos recelos, ha tenido a bien anunciarnos la convocación de las Cortes extraordinarias; y manifestando de este modo sus ardientes deseos de ver consolidadas todas las partes del sistema constitucional, adquiere V. M. nuevos derechos a la gratitud de la nación, y a la veneración de todos sus súbditos.»
Salió el rey del salón con la misma ceremonia, y en medio de los aplausos de los espectadores. Húbolos también para los diputados, que todavía las Cortes gozaban de no poca popularidad: y de todos modos, si otros síntomas ya no se hubiesen presentado, de aquella ostensible armonía entre el rey, las Cortes y el pueblo, nadie hubiera podido pronosticar tempestades que no estaban remotas.
{1} La contestación a la acusación fiscal, hecha por el abogado defensor del reo, don José Moratilla, es una de las que publica el señor Pérez Anaya en el tomo II de sus Lecciones y modelos de Elocuencia forense.
{2} El marqués de Miraflores, en sus Apuntes citados.
{3} El Mensaje decía: «El rey ha visto con el más profundo dolor, que varios individuos, hollando la Constitución y las leyes, hayan cometido el horrible atentado de quitar la vida a un reo que estaba bajo la autoridad de los tribunales. Si sus autores no fuesen pronta y ejemplarmente castigados, y tuviese imitadores su conducta, los ciudadanos que han hecho los nobles esfuerzos para conseguir la justa libertad, que nadie como S. M. protege, caerían bajo el atroz despotismo de unos cuantos que no tienen reparo en sobreponerse a la Constitución, y ésta y la patria están perdidas.
»Su Majestad considera con amargura las consecuencias que este mal ejemplo podrá traer dentro y fuera de España. Si fuese posible que algunas potencias extranjeras tratasen de influir en nuestros negocios interiores, el mayor mal de los males que en concepto de S. M. pudiera sucedernos, sería solamente animadas de la idea que en España no se observa la Constitución; porque algunos que se jactan de ser sus defensores, son los primeros que la desprecian y la quebrantan, a los cuales es necesario reprimir con mano fuerte.
»En las circunstancias de ayer, pareció conveniente S. M. hablar por sí a las tropas que custodiaban su real palacio; y los oficiales y tropa contestaron como era de esperar de su lealtad al rey, y de su adhesión al actual sistema.
»El rey me manda exponerlo todo a las Cortes; porque una triste experiencia ha acreditado a su gobierno, con cuánta facilidad se inventan y se creen, o se afecta creer, las más absurdas noticias.»
{4} La respuesta de las Cortes decía:
Señor:
«Las Cortes han sabido con el mismo dolor que V. M. el atentado cometido por algunos individuos, que atropellando la autoridad de las leyes, quitaron la vida a un reo que se hallaba bajo su custodia y amparo. Íntimamente convencidas de que el orden público es el cimiento de la justa libertad, que tan resuelto se muestra V. M. a proteger, las Cortes no pueden dudar de los funestos efectos que produciría la impunidad de un delito semejante; pues que empezando por acallar las leyes, sustituiría a su fallo el impetuoso clamor de las pasiones, y acabaría por desatar todos los vínculos sociales.
»Mas dotado el gobierno de la autoridad competente, y encargado por la misma Constitución de cuidar de que se administre la justicia, esperan las Cortes del celo y eficacia del ministerio de V. M., que tomará todas las providencias oportunas para desempeñar tan grande encargo. Las Cortes, por su parte, reducidas por inviolables límites a las facultades de un cuerpo legislativo, han dado muestras a Vuestra Majestad, ya en la pasada, ya en la actual legislatura, de un ardiente deseo de remover cuantos obstáculos pudieran oponerse al fácil y expedito curso de la justicia; y jamás serán interpeladas por el gobierno para coadyuvar a tan laudable objeto, dentro del círculo de sus legítimas facultades, sin que concurran con incansable anhelo hasta lograr el fin apetecido.
»Convencido V. M. de ser estos los sentimientos que animan a las Cortes, y unido íntimamente con ellas para sostener la Constitución de la monarquía, serán inútiles los esfuerzos de cualquiera clase de enemigos domésticos, y aparecerá cada día más lejano el recelo de que alguna potencia extranjera pretenda intervenir en nuestros asuntos interiores. La conducta mesurada y prudente que ha guardado el gobierno de Vuestra Majestad en sus relaciones diplomáticas con las demás naciones, no ha podido inspirar a ninguna fundados motivos de enemistad y desconfianza, y el estado interior de la monarquía, a pesar de la inevitable inquietud que trae consigo un tránsito político, no es tal que suministre ni aun el más leve pretexto para amenazar nuestra independencia. No creen por lo tanto las Cortes, que un hecho particular y aislado, por criminal y doloroso que aparezca, pueda menguar el justo concepto que ha merecido nuestra restauración política a las demás naciones, cuando aún las más cultas y en circunstancias menos críticas, y tal vez en tiempos tranquilos, han tenido que castigar crímenes de más funesta trascendencia contra la seguridad interior del Estado.
»Pero siendo tan importante que no se perturbe ésta en lo más mínimo, ni se mancille por ningún término la opinión de sensatez y cordura que ha adquirido el pueblo español, las Cortes confían en que el gobierno reprimirá con mano fuerte, para usar de su misma expresión, los atentados o demasías que bajo cualquier título o pretexto pudieran intentarse.
»Ayudadas las leyes del vigoroso impulso del gobierno, apoyadas en la opinión pública y en el voto unánime de todos los buenos ciudadanos, y protegidas por las armas de los ilustres defensores de la patria, tan leales a la augusta persona de V. M. como fieles a la Constitución jurada, las Cortes juzgan libre de todo riesgo un depósito tan sagrado, estando prontas a contribuir de acuerdo y en unión con V. M., a sostener a todo trance la dignidad del trono, la libertad de la nación, y el justo imperio de las leyes.»
{5} En esta lista se hallaban comprendidos, entre otros, los siguientes personajes políticos, algunos de los cuales han figurado hasta estos últimos tiempos: –Don Miguel Antonio de Zumalacárregui, el duque de Noblejas, don José Canga Argüelles, don Ramón Feliú, don Manuel García Herreros, don Ramón María Calatrava, don Manuel María Alzaibar, don Mariano Egea, don Manuel Bertrán de Lis, don Joaquín Díaz Caneja, don Vicente Bertrán de Lis, y varios otros.
{6} Téngase presente que los diputados cobraban dietas.