Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro XI ❦ Reinado de Fernando VII
Capítulo VIII
La Santa Alianza
Los enemigos de la Constitución
1821 (de enero a setiembre)
Sensación que produjo en Europa el cambio político de España.– Contestaciones de las potencias.– Pretensiones del gobierno francés.– Conducta de Inglaterra.– Revolución de Nápoles.– Proclámase la Constitución española.– Desórdenes en Sicilia.– Novedades en Portugal y en el Piamonte.– Alarma de las potencias de la Santa Alianza.– Congresos de Troppau y de Laybach.– Resuélvese la intervención en Nápoles.– Discurso del rey de España en las Cortes con este motivo.– Entrada de los austriacos en Nápoles.– Restablecimiento del absolutismo en Nápoles y Cerdeña.– Nota del gabinete imperial de Rusia al representante de España.– Aliento que toman con estos sucesos los españoles enemigos de la Constitución.– Conspiraciones realistas.– Aumento de facciones.– Destrucción de Merino.– Amnistía.– Reaparición de aquel guerrillero y sus atrocidades.– Conducta del clero y de algunos prelados.– Agitación continua.– Indignación y exaltación de los liberales.– Plan de república en Barcelona.– Los carbonarios.– Bessieres: su prisión.– Conmútasele la pena de muerte en la de encierro.– Otro conato de república en Zaragoza.– Conducta poco prudente de Riego.– Acusaciones que se le hacen.– Es destituido del mando, y destinado de cuartel a Lérida.– Efecto que hace la separación de Riego en los exaltados de Madrid.– Acuerdan pasear en procesión su retrato.– Prohíbenlo las autoridades.– Verifícase la procesión.– Firmeza y energía de Morillo y San Martín.– La batalla de las Platerías.– Arrebata San Martín el retrato, y deshace la procesión.– Tranquilidad en la corte.– Regreso del rey a Madrid.– Aumento de facciones realistas y sus causas.– Escritos de los afrancesados contra la Constitución, y nuevas divisiones entre los liberales.– Próxima reunión de las Cortes extraordinarias.
Pensar que un cambio político tan súbito y tan radical como el que se verificó en España al comenzar el año 1820, después de seis años de un gobierno absoluto y despótico en la Península, y atendida la organización general que desde 1814 se había dado a la Europa, no había de encontrar dentro y fuera del reino enemigos que suscitaran obstáculos, que contrariaran el planteamiento y embarazaran la consolidación del sistema constitucional, tal como se había proclamado y se ejecutaba, sería desconocer la marcha lógica y natural de las ideas, de los intereses y de los tiempos. Algunas de estas contrariedades hemos tocado por necesidad al paso, indicándolas someramente. Darémoslas a conocer ahora más de propósito, comenzando por las que en el exterior suscitaban los gobiernos de otras naciones.
Mudado el sistema político europeo con la caída y desaparición del coloso de Francia; dada una nueva organización al continente por obra de las cinco potencias que eran o se designaron a sí mismas con el título de grandes; hecha la repartición de Estados que a ellas les pareció, si no la más justa, la más conveniente a sus intereses; formada la Alianza, hipócritamente llamada Santa, de aquellas grandes potencias; proclamado como dogma político el principio de la legitimidad o del derecho divino, compréndese bien con cuán recelosos y desfavorables ojos miraría la Europa así reorganizada la repentina trasformación que sufrió España por medio de un golpe revolucionario, tan en oposición con el derecho público que ellas proclamaban, y querían hacer prevalecer en todas partes. Sin embargo, no se mostraron al pronto abiertamente hostiles al gobierno español, o por el poco temor que les infundiera la distancia de España de las demás naciones del mundo, o acaso recordando sus arranques de años atrás, o por tomarse tiempo para adoptar acordes una resolución definitiva. Así fue que todas tardaron en contestar a la comunicación del gobierno participándoles el cambio ocurrido; cambio que por otra parte acaso no desagradaba a Inglaterra, cuyas miras mercantiles sobre los dominios españoles de Ultramar no eran desconocidas. El monarca francés manifestaba abrigar la esperanza de que el nuevo orden de cosas aseguraría simultáneamente el bienestar personal de la familia real y de la nación española, con la cual marchaba enlazada y unida por sus relaciones la de la nación francesa. Afirmábase además que aquel soberano había dado misión a su embajador en Madrid para que procurase la modificación y reforma de la Constitución, asimilándola a la Carta que entonces en Francia regía. En términos menos benévolos fueron contestando las demás potencias, siendo la Rusia la última. Y el Santo Padre se concretó a expresar sus deseos y su confianza de que se conservaría en España la religión católica.
Aunque hubiera sido entonces posible reformar el código constitucional, tal como Luis XVIII de Francia proponía y parecía desear, y como opinaban y querían también algunos españoles, Inglaterra, que era la que debería haber visto, ya que no con placer, por lo menos sin desagrado, que se afianzase en España un gobierno libre, fue por el contrario la que, o por celos de la influencia francesa, o por la causa que antes hemos apuntado, trabajó astutamente para deshacer lo que el rey de Francia intentaba, no solo por medio de su embajador en Madrid, sino con encargo y misión especial que dio para ello a Mr. De-la-Tour du Pin. En igual espíritu contestó el gabinete británico a una nota posterior del de Rusia. Aunque ningún soberano retiró su embajador de España, sin embargo su actitud fue, como no podía menos de ser, recelosa. Y más adelante el papa Pío VII dirigió a Fernando aquella carta de que dimos cuenta en otro lugar{1}, y que tanto alentó al clero español a combatir las nuevas instituciones.
Ocurrió en este estado de cosas, y para mayor peligro de España, la revolución de Nápoles (julio, 1820), en que se alzó la bandera de libertad, y se proclamó la Constitución española: revolución a cuyo torrente tuvieron que ceder el rey y las autoridades, y que extendiéndose a Sicilia se entronizó en Palermo, donde se cometieron asesinatos horribles y otros lamentables desórdenes. Este inopinado acontecimiento, si bien parecía deber halagar a los liberales españoles por ver adoptado allí su mismo código y sistema, pero de cuya circunstancia no supieron aprovecharse, permaneciendo pasivos y aislados, alarmó de nuevo la Europa absolutista, y principalmente al Austria, interesada en sofocar aquella insurrección, como más próxima, y también más fácil. Mas lo que allí en este sentido se hiciese no podía dejar de considerarse como un peligro para nuestro país. Agregose a esto el haber alcanzado al vecino reino de Portugal las chispas del fuego revolucionario, convocándose allí Cortes conforme a las bases del Código de Cádiz para dar una Constitución al pueblo lusitano.
Puestas en alarma las potencias del Norte con las novedades de Nápoles, celebraron un Congreso en Troppau, con asistencia de Francia e Inglaterra: en él, no obstante una protesta de parte de los ingleses, se acordó intervenir en los asuntos de las Dos Sicilias, e invitar al rey a que asistiese al segundo Congreso que había de celebrarse en Laybach. Negose el parlamento napolitano a modificar su Constitución, y a dar permiso al rey para concurrir al Congreso; mas él, dejando nombrado su lugar-teniente al duque de Calabria, fugose en un navío inglés, pasó a Liorna, y de allí a Laybach, donde a presencia suya acordó la Santa Alianza derrocar a mano armada la Constitución de Nápoles. Una de las ocasiones en que Fernando VII de España se expresó con más doblez y disimulo fue al anunciar a las Cortes españolas esta resolución alarmante de las potencias aliadas, por conducto del ministro de la Gobernación.
«Nuestras relaciones diplomáticas, decía el discurso, siguen en el mismo estado… S. M. no cree que deben mirarse como de la mayor importancia los últimos sucesos de Nápoles, y que, aunque las circunstancias no son iguales, para consolidar la obra de nuestra libertad manda sin embargo que los ministros velen muy particularmente por si los enemigos del sistema tratan de alterar la tranquilidad pública, proponiendo a las Cortes lo que por sí no puedan resolver; que compadece la situación del rey de las Dos Sicilias, porque rodeado de un ejército extranjero, no podrá menos de llevar a sus pueblos las calamidades que llorarán en su persona que la opresión y consecuencias necesarias de la invasión extranjera no son medios para que los reyes obren con libertad, ni para que aseguren a sus súbditos lo que éstos deben exigir: que conoce cuán funesto puede ser, no solo para los pueblos sino para los mismos príncipes, la desgracia de aparecer con poca delicadeza en la observancia de sus juramentos y palabras; y que por este motivo se complace en decir nuevamente por mi conducto, que cada vez está más resuelto a guardar y hacer guardar la Constitución, con la que mira identificados su trono y su persona.»
Semejantes frases, cuando eran ya conocidas las intenciones del rey, y cuando se sabía haber en España agentes secretos de la Santa Alianza, fueron sin embargo recibidas con aplauso unánime, por unos con sinceridad, con hipocresía por otros, habiendo diputado conocido por sus ideas democráticas, como Moreno Guerra, que dijo como poseído de entusiasmo: «He tenido mucha satisfacción en oír el mensaje de S. M., en el cual se ve la unión del rey constitucional de España con el pueblo: no hay en él nada que no sea digno de escribirse en los mármoles y en los bronces: S. M. aparece como un verdadero español, &c.» Monarca y diputados se adulaban y engañaban mutuamente, y lo menos desfavorable que puede suponerse es que el miedo hacía a uno y a otros producirse en tal sentido.
No era infundado este miedo. Nápoles fue invadido por el ejército de la Santa Alianza. La defensa de los napolitanos, lejos de corresponder a sus jactancias, se redujo a una dispersión escandalosa a la vista del enemigo, y solo emplearon sus armas contra sus propios generales. La Constitución de Nápoles fue desgarrada por las águilas austriacas (marzo, 1821). Subyugada fue igualmente por los aliados la revolución del Piamonte, donde también se había proclamado con algazara y regocijo la Constitución de Cádiz, teniendo que abdicar el rey de Cerdeña la corona en su hermano, y refugiarse él con su familia en Niza. Al fin el monarca del Piamonte se condujo con más dignidad y nobleza que el de Nápoles, pues al menos no engañó a sus súbditos, prefiriendo la abdicación a dejarse imponer de ellos la ley. Menos consecuente el joven príncipe de Carignan, que parecía resuelto y alentado, después de haberse ligado con los constitucionales, tal vez por ambición, y de ponerse al frente de ellos, los abandonó en la hora de la prueba y del peligro, y se pasó con algunas tropas a la bandera austriaca, saludándola como aliada. Con esto apenas intentaron ya pelear los patriotas piamonteses. Los comprometidos, así piamonteses como napolitanos, que no expiaron allá su malogrado intento, vinieron a refugiarse a España, siendo más adelante causa de complicaciones para los mismos liberales españoles. Los jefes de las sociedades secretas de España, que habían impulsado y celebrado con públicas demostraciones las mudanzas de aquellas partes de Italia, y querido algunos hasta enviar tropas en auxilio de los nuevos gobiernos, quedáronse desconsolados y absortos con la noticia de su destrucción; y si no temían un próximo peligro de que la mano de hierro de las potencias del Norte ahogase también la libertad en la península española, por lo menos sus ilusiones se convirtieron en recelo, y más no pudiendo olvidar lo sucedido en 1814.
Tampoco era para tranquilizarlos la nota que poco después pasó el ministro imperial de Rusia al representante de España en San Petersburgo, señor Cea Bermúdez (2 de mayo, 1821), contestación a la que éste, en nombre del gobierno español, había dirigido a la corte imperial comunicándole los sucesos del próximo marzo. «El porvenir de la suerte de España, decía entre otras cosas, se presenta bajo un aspecto lúgubre y tenebroso: en la Europa han debido necesariamente despertarse serias inquietudes. Pero estas circunstancias son tanto más graves, cuanto pueden ser funestas a la tranquilidad general, de cuyos preciosos frutos empieza a disfrutar el mundo: así que, las potencias garantes de este bien universal no pueden pronunciar definitiva ni aisladamente su juicio acerca de los sucesos ocurridos en los primeros días de marzo en España…– «Toca ahora al gobierno de la península (decía más adelante) juzgar si instituciones impuestas por uno de estos actos violentos, patrimonio funesto de la revolución, contra la cual España había luchado con tanto honor, serán apropósito para realizar los bienes que los dos mundos esperan de la sabiduría de S. M. C. y del patriotismo de los que le aconsejan.– El camino que elija la España para llegar a este objeto importante, las medidas por las cuales se esforzará a destruir la impresión que ha producido en Europa el suceso del mes de marzo, serán las que decidirán de la naturaleza de las relaciones que S. M. el emperador conservará con el gobierno español, y de la confianza que deseará poder siempre manifestarle.»
Esta amenazadora insinuación del autócrata, el soberano que había estado en más cordiales relaciones con Fernando VII, los ejemplos de Nápoles y el Piamonte, y la actitud nada benévola de las potencias de la Santa Alianza, alentaban a los enemigos interiores del sistema constitucional, que desde el principio, comenzando por el rey, cuyo alcázar era mirado como el foco y centro de las conspiraciones, combatían por todos los medios, incluso el de las armas, el nuevo orden de cosas. Síntomas no más, y como preludios de más pronunciada y ruda guerra a las nuevas instituciones, habían sido el motín de Zaragoza, la conspiración de Bazo y Erroz en Madrid, los manejos del canónigo Ostolaza en Sevilla, los trabajos en Galicia de la Junta Apostólica, cuya raíz estaba en la corte de Roma, las partidas realistas de Aizquibil en Álava, del Abuelo en Toledo, de Morales en Ávila, y del cura Merino en Castilla, el alboroto de los Guardias de Corps, la resistencia de algunos obispos y las predicaciones del clero, la intentona del golpe de Estado por parte del rey en el Escorial, la destrucción de las máquinas en Alcoy, el plan desatentado de Vinuesa con su trágico y horrible desenlace, y otros sucesos y manifestaciones, de que al paso se ha ofrecido dar cuenta en los anteriores capítulos.
Las clases privilegiadas y ofendidas, los que rodeaban y aconsejaban al rey, todos los que estaban informados de lo que pasaba fuera, y habían leído los protocolos del congreso de Laybach, y conocían la influencia y los resultados de sus deliberaciones en países que habían proclamado gobiernos como el nuestro, redoblaron su audacia y soplaron con más fuerza el fuego de la reacción. De aquí el aumento de las partidas absolutistas en la primavera de 1821 en Galicia, en Cataluña, en la Rioja, en las inmediaciones de Burgos, en los pinares de Soria, y en Toledo, cuyas correrías y cuya táctica eran las mismas que las ensayadas con tanto éxito en la guerra de la independencia, y los mismos muchos de los guerrilleros, soldados, jefes o cabecillas. Perseguíanlas las tropas constitucionales en todas direcciones con energía y decisión, debiéndose a esto la destrucción de algunas facciones, la prisión del Abuelo, que con el tiempo logró fugarse de la cárcel, y la derrota de Merino en Salvatierra por don Juan Martín, el Empecinado, a la cuál siguió aquella amnistía concedida por las Cortes a los prisioneros de Salvatierra, de la cual hemos hablado en otra parte, y que se hizo extensiva a los de otras facciones. Pero renacían a lo mejor, como aconteció con el cura Merino, que volviendo a aparecer en Castilla a la cabeza de cien infantes y sesenta caballos, sorprendió un destacamento de soldados, y los fusiló a todos junto al convento de Arganza. Los diputados acusaron al arzobispo de Burgos y al obispo de Osma de proteger y auxiliar al canónigo rebelde.
Observose que en la Cuaresma de aquel año se multiplicaban o aumentaban las facciones, lo cual se atribuía a las sugestiones del clero en el púlpito y en el confesonario, y acababa de enconar contra él a los liberales más fogosos. Los prelados refractarios, como los de Valencia, Tarragona y otros, eran extrañados del reino, por actos de resistencia al gobierno y a las Cortes, o de rebelión más o menos manifiesta. La Junta Apostólica fue también perseguida, y cayó en manos de las autoridades. ¿Mas cómo arrancar de raíz, ni cortar de una vez los hilos de trama tan inmensa y por todas partes ramificada? Vivíase en perpetua agitación y en una lucha congojosa, a la cual no se veía término, porque era idea y persuasión general, salvo la de algunos más incrédulos, tal vez por mejor intencionados y juzgando a otros por su corazón, que el centro y el resorte principal de todas las maquinaciones estaba en palacio, y que de allí partía el impulso y se comunicaba el movimiento a los directores y ejecutores de todos los planes.
Sucedía, como siempre, que la audacia y la exaltación de un partido producía la indignación y la exaltación de otro, y los excesos de ambos. Los liberales ardientes de Madrid, vista la conducta de la Santa Alianza, intentaron apedrear y aun allanar las casas de los embajadores de Austria y de las demás potencias que ahogaron la libertad en Nápoles, que todavía se consideraban como amigas nuestras, puesto que nada habían acordado contra España en Laybach. Y si bien la actitud y las precauciones de las autoridades bastaron a disipar los grupos y a frustrar sus proyectos, la intención sola del atentado sobraba para no atraernos ni hacernos propicias aquellas potencias.
Habíase hablado ya de planes de república en algunos puntos; y aunque se cree que tales ideas, si por acaso existían entonces en algunas individualidades aisladas, no entraban en los principios de partido alguno, los actos y excesos de la gente exaltada de algunas poblaciones daban pie a que se repitiera esta acusación por los enemigos del sistema, y por los mismos constitucionales moderados. Barcelona era uno de los puntos que más se distinguían como centros de exagerado liberalismo. La llegada allí de emigrados napolitanos y piamonteses comprometidos por la causa revolucionaria y huyendo de los rigores de la reacción, y las narraciones que hacían, verdaderas o abultadas, de las tiranías de los austriacos, acabaron de encender los ánimos de los barceloneses. La secta de los carbonarios, que había comenzado a infiltrarse ya en España, cundió y se extendió allí con este motivo más que en otras partes. Y como al propio tiempo castigase la epidemia aquella capital de un modo horrible{2}, dando pretexto al gobierno francés para establecer en la frontera un cordón sanitario, irritáronse más los catalanes, que ya tenían al gabinete del vecino reino por enemigo de nuestras instituciones, sospechando que el cordón envolvía un objeto político, y no solo el material y ostensible de preservar su país del contagio de la peste. Inflamados los ánimos en la capital, pidieron los agitadores el destierro de los serviles, y calificando arbitrariamente las personas, expulsaron y embarcaron para las Baleares, entre otros sujetos de importancia, al prelado de la diócesis, al barón de Eroles, a los generales Sarsfield y Fournás, y a jefes militares en activo servicio, que después despechados levantaron la bandera de la insurrección en el Principado.
El que allí se había puesto al frente de descabellado plan de república, era un aventurero francés llamado Jorge Bessieres. Descubierta la trama, y preso y encausado el extranjero, el auditor le condenó a muerte según un decreto reciente de las Cortes sobre los conspiradores contra la ley del Estado. Agitáronse los alborotadores, exigiendo del general Villacampa que aplicara a Bessieres la amnistía concedida por las Cortes a los facciosos después de la victoria de Salvatierra. Muy distinto era el caso, mas como quiera que la agitación amenazase convertirse en alboroto, consultose al Tribunal especial de Guerra y Marina, el cual conmutó la pena de muerte en la de encierro por diez años en el castillo de Figueras. La circunstancia de haber sido después Bessieres, como veremos más adelante, uno de los más crueles satélites de la tiranía y uno de los verdugos de los liberales, hizo sospechar a muchos que en el plan de república obrase menos por ideas propias que como instrumento de los enemigos del sistema constitucional, aunque la tentativa era demasiado arriesgada para creer que la acometiese entonces por ficción y como de burlas.
Hubo algo más tarde otro conato de república en Zaragoza. Movíanlo también dos refugiados franceses, conspiradores ya en su patria, llamados Uxon y Cugnet de Montarlot, y ayudábalos el español don Francisco Villamor. Hallábase, como hemos visto, de capitán general en Aragón don Rafael del Riego. El carácter de este célebre caudillo, sus antecedentes, su excesiva franqueza y falta de circunspección, el acalorado liberalismo de que hacía alarde, su frecuente asistencia a las sociedades patrióticas, a los cafés, a las reuniones y fiestas populares, su tendencia a mezclarse en todo género de demostraciones como hombre del pueblo, sin miramiento a su elevado cargo y dignidad, circunstancias eran que autorizaban a muchos a suponerle siempre dispuesto a proteger todo lo más avanzado y extremo en materia de libertad, o por lo menos a creer que su conducta era la que daba alas a los autores de planes subversivos. El jefe político de Zaragoza, don Francisco Moreda, paisano y amigo de Riego, pero hombre de otro temple, y moderado en política, informó al gobierno del estado de las cosas, y hubo de hacerlo en términos de no representar como muy compatible con el reposo público el mando de Riego. Los ministros, que participaban más de las opiniones políticas de Moreda que de las de aquel general, releváronle del mando y destináronle de cuartel a la plaza de Lérida.
Visitaba Riego a la sazón los pueblos de la provincia, y cuando se disponía a regresar a Zaragoza, saliole al encuentro, enviado por el jefe político, un oficial con un piquete de caballería, y con orden de leerle el real decreto; en tanto que Moreda, por si se empeñaba en entrar en la ciudad, y como si temiera que su llegada produjese algún disturbio, ponía la guarnición sobre las armas, tomaba otras medidas de precaución, publicaba el plan de los conspiradores, y encarcelaba a Montarlot y a los más iniciados en el plan. Díjose que el primer impulso de Riego había sido tirar de la espada contra el oficial, y atropellar con su estado mayor el destacamento. Pero es lo cierto que sin material resistencia obedeció, y torciendo de rumbo se dirigió al punto que se le señalaba de cuartel. Para la capitanía general de Aragón fue nombrado don Miguel de Álava, bien reputado en el partido liberal, y hombre de otras condiciones que su antecesor.
La noticia de la separación de Riego encendió los ánimos de sus apasionados en Madrid, y de otros muchos que, aunque no lo fuesen, motejaban tiempo hacía la marcha del ministerio por su propensión a ahogar todo entusiasmo en favor de la libertad, atribuyéndole el proyecto de ir separando las autoridades más comprometidas en este sentido, y achacando a su conducta la osadía de los enemigos del sistema constitucional. Alzaron el grito en favor del general desterrado los más exaltados de las sociedades secretas: agrupose la gente en la Puerta del Sol, y hubo voces y conatos de tumulto, peticiones de que se obligase al rey a volver a Madrid, y hasta propósitos de ir a buscarle y traerle del Real Sitio de San Ildefonso, donde se hallaba: que ya tenía muy disgustado al pueblo de Madrid la afición del rey a vivir fuera de la Corte, y atribuíase a voluntario y premeditado plan la ausencia de dos meses que sin duda por motivos de salud llevaba entre los baños de Sacedón y el palacio de la Granja. Pasose sin embargo aquel día sin otra novedad que el amago de bullicio: mas aunque la Gaceta del 14 de setiembre desmintió de un modo solemne los rumores que circulaban desfavorables al gobierno, protestando no tener otro fundamento que el siniestro fin de perturbar el sosiego de los ciudadanos y hacerle odioso con las asonadas, los jefes de los exaltados acordaron pasear en procesión por las calles de la capital el retrato de Riego, pintado con el libro de la Constitución en una mano, y aherrojando con otra los monstruos de la ignorancia y de la tiranía. La sociedad de la Fontana anunció la noche del 17 de setiembre que la procesión se verificaría al día siguiente entre tres y cuatro de la tarde. El vulgo acogió este anuncio con estrepitosos aplausos.
Era a la sazón capitán general de Castilla la Nueva don Pablo Morillo, el vencedor de Cartagena de Indias, que enterado del cambio político ocurrido en su patria, celebrado un armisticio con Bolívar, había regresado a la metrópoli, donde se alistó en las filas de los constitucionales moderados. Nombrado capitán general de Madrid, hombre de tesón y de firmeza, habíase hecho ya respetar y temer de los alborotadores, a quienes en más de una ocasión había contenido y escarmentado con su arrojo, y desbaratado sus anárquicas tentativas. Aborrecido y acusado de infractor de las leyes por la gente de la Fontana, pidió que le juzgase un consejo de guerra, y absuelto de todo cargo volvió a encomendársele la capitanía general. Y era jefe político de Madrid el general don José Martínez de San Martín, que había reemplazado al de igual clase don Francisco Copons y Navia; cambio en que no ganaron los exaltados, porque era también el San Martín enemigo de asonadas, y de carácter resuelto y entero.
Parecía que la oposición de autoridades tan enérgicas a la proyectada procesión debería haber bastado para que desistiesen los autores de ella. Pero no fue así. En vano envió el jefe político algunos regidores a la Fontana para que mediasen con este objeto con los oradores más ardientes. El mismo día designado para la función publicó San Martin un bando prohibiéndola, y suspendiendo hasta nueva orden la reunión de la Fontana. Comisionó también al alcalde para que arrestase al dueño de aquel café, y a los oradores Mejía, Núñez y Mac-Crohon: mas tropezando el alcalde con los grupos, viose él mismo atropellado y en peligro, después de sufrir toda clase de denuestos e insultos. La procesión salió a la hora señalada (18 de setiembre), no obstante el aparato de tropas que Morillo y San Martín hicieron desplegar en calles y plazas. Contaban los procesionistas con la adhesión del regimiento de Sagunto, y animáronse grandemente y prorrumpieron en alegres gritos y vivas a Riego, objeto de su culto, y a la Constitución, al ver que a su paso por la Puerta del Sol la guardia no los había hostilizado ni puesto obstáculo alguno. Atravesaron la Plaza Mayor con objeto de depositar el retrato en las casas consistoriales; mas al desembocar en la calle de las Platerías, halláronla cuajada de tropas y de milicia nacional, con Morillo y San Martín a la cabeza. Adelantose este último con intrepidez al frente de un batallón de la milicia, que mandaba el comerciante catalán don Pedro Surrá y Rull{3}, intimó a la muchedumbre que se disolviese, so pena de ser cargada a la bayoneta, arrebató el retrato de Riego, y la multitud se dispersó tranquilamente, quedando la población silenciosa y sosegada a las primeras horas de la noche{4}.
Los escritores del partido exaltado dieron a este suceso, como por sarcasmo, el nombre de Batalla de las Platerías. Pero es lo cierto que la decisión de las autoridades y el arrojo de una de ellas bastaron a disipar las masas, y a evitar los efectos de una demostración, que si no se proponía producir un trastorno, y no era tal vez sino un desahogo y un signo de desaprobación de los actos del gobierno, era ocasionada, como todos los actos de esta índole, a conflictos y disgustos, y redundan casi siempre en desprestigio del gobierno. San Martín fue nombrado jefe político en propiedad: hízose salir de la corte al regimiento de Sagunto, y cuando el rey regresó de San Ildefonso, encontró tranquila y sosegada la capital. Excelente ocasión, observa un escritor contemporáneo, para haber cimentado sobre bases duraderas la paz pública, si el monarca se hubiera unido de buena fe y de corazón a los liberales; y no que, amigo solo de los absolutistas, a ellos solos daba protección y aliento, y aquellos se veían forzados a marchar embarazosamente y con mil trabajos por entre las contrariedades y los ataques de los partidos extremos.
Así era que las facciones realistas crecían y se derramaban por todas partes: Merino cometía mil actos de ferocidad y de venganza: apareciéronse en Cataluña Francisco Montaner, y el célebre Juan Costa, conocido por el apodo de Misas, encendiendo la guerra civil, que pronto había de hacer necesarios ejércitos formales para atajarla, ya que no bastasen a extinguirla. Las tropas, que se conservaban fieles, las derrotaban fácilmente, pero las derrotas eran más bien por lo general dispersiones del momento, para volver a presentarse en otra parte, acaso aumentadas, por la protección que encontraban en el país, cuyo espíritu anti-constitucional se mantenía y fomentaba con sermones, pastorales, proclamas secretas, y periódicos y otras publicaciones absolutistas que se daban a luz al abrigo de la libertad legal de que se aprovechaban, y que por otra parte se proponían destruir.
Entre los escritores que usando de esta libertad atacaban la Constitución y la organización política por ella establecida, pero de un modo nuevo, diestro y solapado, y por lo mismo más temible, se distinguían los afrancesados, venidos a España por el decreto de amnistía del año anterior. Hombres ilustrados y de saber muchos de ellos, pero poco agradecidos a los que tuvieron la generosidad de abrirles las puertas de la patria, porque los lastimaba y ofendía y condenaba a cierta nulidad el que ni se les devolviesen sus bienes, condecoraciones y antiguos destinos, ni se los habilitase para obtener otros nuevos; sentidos de ver dominar una Constitución que ellos no habían formado; émulos de los que, sin la cooperación suya, habían dado pruebas de tanta ilustración; por necesidad unos, por resentimiento otros, diéronse a escribir empleando la sátira y la censura contra una Constitución y unas leyes orgánicas, que, como muchas veces hemos observado, ni eran ni podían ser perfectas, y no era tampoco tarea difícil ni de gran mérito encontrarles defectos y hacer de ellos censura. Fundada y justa podía ser ésta en muchas partes; pero achacar a ellos todos los males políticos que se sentían, cuando no era fácil remediarlos, sobre envolver intención nada benévola y generosa, era aumentar la discordia entre los liberales, cuando más falta les hacía marchar unidos, creaban nuevas parcialidades, cayendo en su lazo muchos incautos, y aumentaban la confusión, ya harto lastimosa, en el bando liberal.
Nada benévolo ya el gobierno francés con la revolución española, y menos todavía desde que aquél pasó a manos de hombres de ideas más pronunciadamente realistas, aprovechó la circunstancia de la mortífera enfermedad que se desarrolló en Barcelona para establecer en la frontera del Pirineo un cuerpo de ejército con el nombre de cordón sanitario, y con el objeto ostensible de preservar del contagio la Francia estorbando la comunicación entre los dos pueblos. Harto se comprendió, y pronto se vieron pruebas de ello, que no eran las precauciones sanitarias ni el solo ni el principal fin de la aproximación de aquellas fuerzas, sino que tenía todo el carácter, aunque simulado, de una medida de observación y hasta de amenaza, y que por lo menos serviría, como sirvió, de protección y apoyo a las facciones del Principado. Débil entonces nuestro gobierno para reclamar enérgicamente del francés la retirada de aquellas tropas, hízolo también con tibieza nuestro embajador. Y si bien Luis XVIII declaró más adelante en las Cámaras que no tenían otro objeto que impedir la propagación de la epidemia, ni fueron creídas sus palabras, ni los hechos las acreditaron de ajustadas a la verdad.
Llegó en tal estado la época de la reunión de las Cortes extraordinarias, convocadas para el 24 de setiembre.
{1} Capítulo 3.º y nota 4.ª del mismo.
{2} He aquí cómo pinta un escritor el estado de Barcelona con motivo de aquella peste:
«La fiebre amarilla, trasportada en buques venidos de la Habana al puerto de Barcelona, propagábase con suma rapidez desde el cabo de Creus al de Gata, y devastaba la capital de Cataluña. La miseria y la pobreza comunicábanle nuevos bríos, y cayendo todas las plagas sobre el Principado, en medio de los horrores de la peste alzábase el pendón de la tiranía en las montañas… Huyendo del contagio, en los primeros momentos abandonaba el médico al enfermo, y la familia al moribundo, cuyos dolores crecían al verse privado del dulce consuelo de la amistad y del parentesco. Los escribanos escondidos en sus hogares negábanse a recibir testamentos, y el pavor y la consternación sepultaban más víctimas en el sepulcro que la crudeza misma de la fiebre. Cerrados los talleres y las fábricas, el hambre amenazaba con mayores estragos, si la piedad y el interés mismo de los ricos no hubiesen derramado a manos llenas el oro: en todas las parroquias se distribuían abundantes sopas a los pobres, &c.»
{3} Hombre poco conocido entonces, de cierta reputación después, y en nuestros días diputado a Cortes y ministro de Hacienda.
{4} Hiciéronse de resultas varias prisiones, y entre ellas la del coronel y varios oficiales de Sagunto, individuo de la sociedad masónica el uno, de la de los Comuneros los otros. Los vencidos aquella tarde en Madrid se dirigieron a las provincias, excitándolas a sublevarse en venganza de una causa que ellos no habían sabido defender. Pero todo contribuyó a tener soliviantada la gente bulliciosa.