Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro XI ❦ Reinado de Fernando VII
Capítulo X
Cortes ordinarias
Ministerio de Martínez de la Rosa
1822 (de marzo a julio)
Nueva faz que toma la política.– Conducta del monarca.– Lucha y destemplanza de los partidos.– Fisonomía de las Cortes.– Sus tendencias.– Riego presidente.– Cambio de ministerio.– Condiciones de los nuevos ministros.– Comienza la oposición en las Cortes.– Proposición de censura.– Complicación producida por la ley de señoríos.– Otra proposición de censura.– Inexperiencia de la oposición.– Argüelles ministerial.– Sus discursos.– Impugna a Alcalá Galiano.– Ovación de las Cortes al segundo batallón de Asturias.– Escena singular del sable de Riego.– Creación del regimiento de la Constitución.– Honores tributados por las Cortes a los Comuneros de Castilla, y a los mártires de la libertad en Aragón.– Arde la llama de la guerra civil.– Cataluña.– Misas, Mosén Antón, el Trapense.– Navarra: don Santos Ladrón.– Valencia: Jaime el Barbudo.– Choques y conflictos entre la tropa y la Milicia, en Madrid, en Pamplona, en Barcelona, en Valencia.– Sesiones borrascosas sobre los sucesos de esta última ciudad.– Exaltación de Bertrán de Lis.– Dictamen de una comisión especial.– Medidas generales que proponía para remediar aquellos y otros semejantes desórdenes.– Actitud de las cortes extranjeras para con el gobierno español.– El Santo Padre.– Planes que se fraguaban en el palacio de Aranjuez.– Agentes de Fernando en el extranjero.– Conducta de la corte de Francia.– Sesiones del Congreso.– Cuestión de Hacienda.– Guerra entre los ministros y las Cortes.– Plan de economías.– Largueza en punto a recompensas patrióticas.– Se declara marcha nacional el himno de Riego.– Erección de dos monumentos en las Cabezas de San Juan.– Ordenanza para la Milicia nacional.– Excitación oficial del entusiasmo público.– Enérgico y riguroso decreto contra los obispos desafectos a la Constitución.– Mensaje de las Cortes al rey.– Su espíritu antiministerial.– Discursos de Alcalá Galiano y Argüelles.– Triste y oscuro cuadro que presentaba la nación.– Suceso del día de San Fernando en Aranjuez.– Graves disturbios en Valencia en el mismo día.– Ardientes sesiones sobre ellos.– Bertrán de Lis y el ministro de Estado: frases descompuestas.– Votación.– Crecen en todas partes las turbulencias.– Aumento de facciones.– Toma de la Seo de Urgel por el Trapense.– Importancia de este hecho.– Tareas y decretos de las Cortes.– En la parte militar.– En materias económicas.– Presupuestos: contribuciones.– Ciérranse las Cortes.– Frialdad con que es recibido el rey dentro y fuera del Congreso.– Síntomas de graves disturbios.
«Nueva época constitucional,» llama un ilustrado escritor de las cosas de aquel tiempo, a ésta que comenzó con la apertura de las Cortes ordinarias de 1822 y con el nombramiento de un nuevo ministerio. Y bien puede llamarse así, en razón a la nueva faz que tomó la política, a la nueva fisonomía que le imprimieron los dos primeros y fundamentales elementos del régimen constitucional, la Asamblea nacional y el gobierno, el poder legislativo y el ejecutivo.
Al choque, que veremos, entre estos dos poderes, que bien necesitaban marchar unidos, y que encontrados habían de ocasionar colisiones lamentables en daño evidente para la nación, agregábase la conducta del monarca, de quien se tenía la convicción de que trabajaba incesantemente en secreto por destruir aquel sistema y derribar aquellas instituciones con que de público se mostraba tan identificado. Y uníase a todo esto la actitud y exacerbación con que luchaban y se combatían, sin consideración y sin tregua, los tres partidos que se disputaban el triunfo, y parecía disputarse también el apasionamiento y la destemplanza indiscreta y provocadora, a saber; el absolutista, que trabajaba descubiertamente en los campos, a la zapa en lo recóndito de los santuarios y del regio alcázar; el de los liberales exaltados, que bullía en las plazas, en los clubs y en la representación nacional; y el de los liberales moderados y reformistas de la Constitución, que pugnaban por prevalecer en la Asamblea, en el gobierno y en los consejos del soberano. Faltos de tacto, de discreción y de prudencia todos como partidos en esta época, aunque hombres de buena fe muchos de sus individuos, todos fueron culpables de los tristes sucesos que van a desplegarse a nuestros ojos. Iremos viendo la parte que en ellos cupo a cada uno.
Producto las Cortes que ahora se abrían de unas elecciones hechas en el estado turbulento del país que hemos bosquejado en el anterior capítulo, y bajo la influencia y actividad de las sociedades secretas, vinieron a tomar asiento en los escaños de los legisladores muchos de los hombres más acalorados y fogosos, conocidos por la exaltación de sus ideas, con más dosis algunos de buena fe que de experiencia y aplomo. Había pocos doceañistas, por la circunstancia de haber abundado en las anteriores, y la prohibición de ser reelegidos. Escaseaban los grandes y títulos; no había un solo prelado de la Iglesia; eran en corto número los propietarios y aun los empleados; en mayor proporción estaban los abogados y literatos{1}. Descollaban entre los más ardientes el duque del Parque, Riego, Alcalá Galiano, Istúriz (don Javier, hermano del don Tomás, diputado en las de Cádiz, ya difunto), Infante, Saavedra (don Ángel), Bertrán de Lis (don Manuel), Ruiz de la Vega, Salvato, Rico, Escobedo y otros. Figuraban como moderados, relativamente a éstos, Argüelles (don Agustín), Canga, Valdés, Álava, Gil de la Cuadra, y algunos otros doceañistas, aunque dispuestos a no ir detrás de sus adversarios en todo lo que afectase o tendiese a mantener la integridad de la Constitución y el sostenimiento de las reformas hechas. Generalmente habían salido de las urnas los nombres de los que eran más conocidos por su animadversión a los que ocupaban las sillas ministeriales.
Desde las primeras juntas preparatorias, que fueron varias con arreglo al sistema de entonces, revelaban estas Cortes sus tendencias y lo subido de su matiz político. En el examen de poderes púsose reparo a los del duque del Parque, en razón a prohibir la Constitución que fuesen diputados los empleados en la real casa, y ser el duque gentil-hombre de cámara con ejercicio. Pero tenía fama de liberal exaltado, y como predominaban los de estas ideas, se decretó su admisión. De mayor y más grave tacha adolecían los poderes de Alcalá Galiano, puesto que estaba procesado como infractor de la Constitución, a causa de unas elecciones municipales que ilegalmente había anulado siendo intendente y jefe político de Córdoba. Pero Galiano era considerado como el tipo de las opiniones y doctrinas más extremadas; era un tribuno popular de empuje; había ayudado a la rebelión de Cádiz y de Sevilla, y sobre todo era objeto de odio especial para los moderados. Pasó, pues, por encima de todo el mayor número, y diósele entrada en el Congreso. También se hallaba procesado el jefe político revolucionario de Sevilla, pero este caso se aplazó para cuando estuviesen reunidas las Cortes. Finalmente, en la última junta preparatoria (25 de febrero, 1822) fue elegido presidente de mes don Rafael del Riego, que más por su significación que por su influencia era como un guante que se apresuraban a arrojar al monarca y a los moderados.
Señalado por el rey el 1.º de marzo para la sesión regia, el discurso de la Corona solo ofreció de notable el párrafo siguiente: «Nuestras relaciones con las demás potencias presentan el aspecto de una paz duradera, sin recelo de que pueda ser perturbada; y tengo la satisfacción de asegurar a las Cortes que cuantos rumores se han esparcido en contrario carecen absolutamente de fundamento, y son propagados por la malignidad, que aspira a sorprender a los incautos, a intimidar a los pusilánimes, y a abrir de este modo la puerta a la desconfianza y a la discordia.» A todos constaba que no era así, y lo veremos luego; pero éste era el carácter y éste el manejo de Fernando. En la brevísima respuesta del presidente solo llamaban la atención las últimas palabras: «Las Cortes harán ver al mundo entero, que el verdadero poder y grandeza de un monarca, consisten únicamente en el exacto cumplimiento de las leyes.» Palabras que desde luego se comprendió que más que una simple aseveración envolvían una advertencia conminatoria para el trono.
El rey por su parte, después de haber admitido en 8 de enero la dimisión de los ministros de Estado, Gobernación, Guerra y Hacienda, hecha a consecuencia del mensaje y de la actitud de la anterior cámara, y nombrado interinamente otros en su lugar, aunque declarando estar muy satisfecho de los servicios de los primeros{2}; después de haber hecho pasar los ministerios por otras manos interinas, la víspera de abrirse estas Cortes y conocido ya su espíritu, nombró el gabinete definitivo (28 de febrero, 1822), compuesto de las personas siguientes: Estado, don Francisco Martínez de la Rosa; Gobernación, don José María Moscoso de Altamira; Ultramar, don Manuel de la Bodega (que a los pocos días fue reemplazado por don Diego Clemencín); Gracia y Justicia, don Nicolas Garelly; Hacienda, don Felipe Sierra Pambley; Guerra, don Luis Balanzat, y Marina, don Jacinto Romarate. Toreno, que había sido invitado por el rey para la formación del nuevo ministerio, no tuvo por conveniente aceptar, y se contentó con indicar a Martínez de la Rosa para jefe de aquél.
Hombres pacíficos y honrados los nuevos ministros, conocidos en la anterior legislatura por sus opiniones moderadas, y algunos por su brillante elocuencia, cualquiera que fuese el cálculo y el propósito del monarca al encomendarles las riendas del gobierno, frente a unas Cortes compuestas en gran parte de hombres exaltados y fogosos, Martínez de la Rosa jefe del ministerio y Riego presidente de la Asamblea, era, sobre una verdadera anomalía, un peligro evidente de choque entre los dos poderes. Pues aunque se colocaran en los bancos ministeriales Argüelles y otros diputados de talento y de prestigio, la falange con que tenían que combatir era formidable y turbulenta, y lo que le faltaba de experiencia y de tacto parlamentario, lo suplía la fogosidad, una palabra fácil en algunos, y en todos la resolución y la constancia en no perdonar medio para deshacerse de los nuevos ministros y arrebatarles el poder. La comunicación de su nombramiento en la primera sesión (1.º de marzo) fue recibida ya con visible desagrado.
Muy poco, pues, tardó en romperse el fuego entre la oposición y el gobierno, antes que hubiese actos de éste que poder juzgar. Túvose por de mal agüero la salida del rey con su familia el 6 al real sitio de Aranjuez, porque se observaba que la ausencia de la corte era siempre presagio de alguna mala nueva. Así fue que en la sesión de aquel mismo día trabose disputa sobre el orden en que los ministros habían de leer la Memoria que cada uno llevaba redactada sobre el estado de su ramo, opinando unos que fuesen por el orden de las secretarías, otros que indistintamente. El de la Gobernación manifestó que no habiendo ley alguna que lo determinase, no tenían obligación de atenerse a la práctica, y procedió a leer la suya el ministro de Marina, en razón a tener que acompañar al rey aquella tarde. Bastó este fútil pretexto para que acto continuo se presentara una proposición, que apoyó el señor Istúriz, concebida en estos términos: «Pedimos a las Cortes que manifiesten el alto desagrado con que han visto la conducta del ministro de la Gobernación de la Península en la discusión sobre el orden de leer las Memorias del ministerio.» Por solos dos votos no fue tomada en consideración, y en seguida se aprobó otra del señor Álava, reducida a que las Memorias de los secretarios del Despacho se leyesen por el orden con que éstos estaban designados en la Constitución, y que si por un acaecimiento imprevisto no pudiese observarse precisamente este orden, se autorizase al presidente para que señalase la que debía leerse.
La admisión del señor Escobedo produjo también largo altercado en la sesión del 7. Era Escobedo aquel jefe político de Sevilla desobediente a las órdenes del gobierno, y como tal sometido a una causa por su conducta con arreglo al acuerdo de las Cortes extraordinarias de 24 de diciembre último. Discutiose mucho sobre su aptitud legal, y por último se aprobó una proposición del señor Oliver, para que declarasen las Cortes que aprobados los poderes de Escobedo entrase a jurar, sin perjuicio de lo que determinase el tribunal de Cortes.
Suscitó mayor debate en la misma sesión un oficio que leyó el ministro de Gracia y Justicia, participando que S. M. no había tenido a bien sancionar la ley de 7 de junio de 1821 sobre señoríos, y la devolvía con la fórmula de: «Vuelva a las Cortes.» Y al propio tiempo presentaba un nuevo proyecto de ley sobre la misma materia. Desagradable sensación hizo lo uno y lo otro en la mayoría del Congreso, y vigorosamente lo combatió el señor Adán como atentatorio a las facultades de las Cortes, diciendo que jamás en la historia de las naciones libres se había visto devolverse a los cuerpos deliberantes una ley negando la sanción, y presentando al mismo tiempo otra ley el poder ejecutivo, como si aquellos no estuvieran facultados para devolver la misma, segunda y tercera vez, a la sanción. Hiciéronse con este motivo diferentes proposiciones, acordándose por último que quedara sobre la mesa para resolver dentro de cuatro días.
En la misma sesión hizo el diputado Canga Argüelles la siguiente proposición. «Que las Cortes declaren que se examinen como más urgentes los asuntos que siguen: 1.º El arreglo de la Hacienda nacional, al cual está unido el de la dotación del clero; 2.º La investigación de las causas interiores y exteriores de la situación política de la nación, y los medios más convenientes para asegurar la tranquilidad del Estado; 3.º El conocimiento radical de la situación de las provincias ultramarinas, juntamente con las medidas adoptadas por el gobierno sobre este punto, a fin de tomar el partido más expedito para establecer la tranquilidad en aquellos países; 4.º Que mientras estos puntos se discuten renuncien los señores diputados al derecho de hacer nuevas proposiciones; que el tiempo que deben durar las sesiones no se limite precisamente a las cuatro horas que previene el reglamento.» Declaráronse en efecto urgentes todos estos puntos, agregándoseles la formación de las ordenanzas del ejército, y retirando el señor Canga el relativo al examen de la situación política del reino, por haber ya sobre ello otra proposición pendiente.
Pero todo era escusado, pues lo que buscaba la oposición no eran negocios urgentes, sino asuntos de censura para el gobierno. Así es que en la sesión del 9 (marzo) se presentó una proposición suscrita por más de cuarenta diputados, que decía: «Siendo tan funestas las turbulencias que se advierten en las provincias, y las reacciones contra el sistema constitucional, seguidas de procedimientos y persecuciones contra patriotas beneméritos, piden a las Cortes los diputados que suscriben se sirvan resolver: que los señores secretarios de la Gobernación de la Península, Guerra, y Gracia y Justicia se presenten en las Cortes a dar cuenta al Congreso del origen de tales procedimientos, y providencias que hayan dado en su razón.» Apoyada y admitida a discusión, se acordó que los ministros se presentasen aquella misma noche en el Congreso. Hiciéronlo así, y hubieron de responder a una lluvia de preguntas, observaciones, inculpaciones y cargos, que los diputados unos tras otros les hacían; pero lejos de versar sobre puntos determinados y concretos, abarcaban vagas generalidades, a las cuales los ministros, hombres de talento que eran, respondían fácil y satisfactoriamente, aprovechándose hábilmente de la poca práctica parlamentaria de sus adversarios. Cuatro horas duró aquella especie de examen en preguntas y respuestas{3}, concluyendo la sesión con las siguientes palabras del presidente: «Las Cortes se han enterado por los señores secretarios del Despacho del estado en que se encuentra la nación, cuyos informes tendrá presente la comisión, para proponer a las Cortes lo que estime conveniente, y éstas entretanto esperan que el gobierno tomará las medidas necesarias para calmar la agitación pública, y para aliviar la suerte de algunos patriotas que gimen bajo el peso de la arbitrariedad.»
Habiendo fallado a la oposición aquella tentativa, buscó otro camino para quebrantar al gobierno, presentando en la sesión del 12 (marzo) la siguiente proposición, firmada nada menos que por cincuenta y tres diputados: «Pedimos a las Cortes se sirvan acordar, que ningún diputado pueda admitir destino alguno de provisión real, como no sea de escala en su respectiva carrera, sino después de trascurrido un año siguiente al de su diputación.» La comisión opinó que debía aprobarse. El objeto, plausible en su fondo, bien conocido, era impedir que el gobierno ganara con el aliciente de los empleos a los miembros del poder legislativo, haciéndoles perder su independencia, y desvirtuando así la índole del cuerpo y de la institución. La cuestión no era nueva, y la hemos visto ya tratada en las Cortes de Cádiz, cuyos diputados con su espontáneo desprendimiento en este punto ganaron gran prestigio. El problema sin embargo no es de fácil solución; tiene en cada uno de sus extremos inconvenientes incontestables: la dificultad está en discernir cuál de los dos males es el mayor, si la libertad o la prohibición absoluta. Argüelles combatió la proposición con vigor y con elocuencia. «Yo convendré, decía entre otras cosas, que es fácil que un diputado se deje corromper por la esperanza de un destino: hasta cierto punto conozco la fuerza de este argumento, pero no me deslumbra; porque si es verdad que un diputado ha dado pruebas públicas de que quiere contribuir al bien de su patria, ¿qué cuidado debe causar el que ocupe un empleo en que continúe dando las mismas pruebas…? La Constitución ha estrechado ya mucho en el día el círculo de los patriotas que pueden ser empleados… En las revoluciones es preciso no desperdiciar los talentos, y ya vemos que resultan más de trescientas personas excluidas por un tiempo determinado de poder desempeñar los primeros cargos de la nación. ¡Cómo, pues, hemos de aumentar nosotros esta exclusión?» Muchos y fuertes fueron los argumentos y razones que adujo, pero esta vez no prevalecieron en el ánimo de la asamblea, como tampoco los de otros diputados que hablaron hábilmente en el mismo sentido, puesto que votado nominalmente el dictamen, fue aprobado por sesenta y siete votos contra sesenta y cuatro.
Igual suerte tuvieron los esfuerzos que en otro discurso hizo con motivo de otra cuestión análoga que se suscitó a los pocos días (17 de marzo). Llevados de cierto alarde de independencia los diputados de oposición, y queriendo al propio tiempo representar como sospechosas y poco dignas ciertas relaciones entre el ministerio y los ministeriales, se hizo otra proposición para que no se permitiese a los diputados concurrir personalmente por ningún título a las Secretarías del Despacho. Tanto éste como el anterior son temas que se han reproducido en todas las épocas y casi en todas las legislaturas, si no con esta publicidad, en desahogos y conversaciones privadas, siempre en son de queja de abusos en este orden cometidos. Argüelles lo impugnó también. «Yo me abstendré seguramente, decía, de concurrir a las Secretarias del Despacho; pero como diputado de la nación, quiero quedar en absoluta libertad para ir a ellas a cara descubierta a las horas más públicas si algún justo motivo me obligase a ello; y si la provincia que me ha dado sus poderes me hubiese impuesto la precisión de obrar de otra manera, yo habría tenido suficiente libertad para decirle, que no era digno del honor que me dispensaba, pero que no podía sujetarme a semejantes restricciones.» Y atacó además la proposición como ofensiva a la dignidad y decoro de los diputados, sin negar el abuso que hubiera podido haber.
Por el contrario, Alcalá Galiano la defendió con razones como las siguientes: «Los acontecimientos que se han notado últimamente, la observación de que ciertas personas votaban unánimes a favor del ministerio, ciertas provisiones que el gobierno ha hecho de los destinos de su atribución, todo esto ha introducido una desconfianza tal, que ya se cree que no venimos aquí sino a pretender empleos; no se mira esto sino como un escalón para subir a otro puesto, y ocupar destinos lucrativos. Si el Congreso quiere adquirir una fuerza moral cual necesita, es preciso que lo haga por medio de esta proposición, cuyo efecto es más moral que verdadero… Es preciso que se destruya el influjo fatal que ha producido la vista de los paredones de palacio{4}, llenos de personas que pertenecían al Congreso. Enhorabuena que fuesen con otros fines; pero viéndolos en aquel sitio, han dado margen a creer que iban a solicitar mercedes… Los diputados, añadía contestando a Argüelles, a mi entender no son los agentes de las provincias; pueden sin embargo preguntar sobre ellas a los ministros, y para ello se los llama al Congreso. Aquí es donde debe el diputado de la nación conocer al ministro; aquí donde debe pedir a favor de su provincia; donde debe verse con él cara a cara, no en otra parte…» Asombra considerar las distintas banderas en que militaban entonces, y las opuestas en que militaron después estos dos célebres oradores políticos. La proposición fue aprobada en votación nominal por 77 votos contra 48.
Obsérvase en todo, que la mayoría exaltada de estas Cortes no veía más peligros para el sistema constitucional que de parte del poder ejecutivo, cuyos abusos trataba de prevenir o cortar con ese rigorismo de que hacía como gala, y hasta por esos medios minuciosos que vamos viendo. No le faltaba razón de desconfiar, si no por parte de los consejeros oficiales del trono, por la de la persona que le ocupaba y de sus consejeros privados. Pero no todos los peligros venían de allí: venían también, y no pocos, de la exagerada extensión que muchos querían dar a la libertad; y cuál fuera la significación que muchas gentes daban o querían dar entonces a esta palabra, pruébalo el haber creído necesario un diputado (el señor Pedrálvez) presentar una proposición que decía: «La nación que quiera ser libre debe aprender a serlo, y para fijar y garantizar la libertad pública de todo español es preciso convenir en el significado de la voz libertad. Pido pues a las Cortes que tengan a bien manifestar de un modo solemne, que la libertad que concede la Constitución al pueblo y al gobierno para hacer esto o aquello no puede ser otra que una libertad racional, justa y prudente, y que tiende al mayor bien común, &c.{5}» El Congreso pareció desentenderse de una proposición, que ciertamente no le honraba, pero que significaba mucho.
Una escena, también de mucha significación, pero de índole especial y extraña, y que por lo mismo se presta a muchos comentarios, tuvo lugar dos días después (16 de marzo) en el recinto mismo de las Cortes. El ministro de la Guerra les anunció que con motivo de hallarse a las inmediaciones de la capital el batallón 2.º de Asturias, a cuya cabeza había Riego proclamado la Constitución en las Cabezas de San Juan el año 20, era la voluntad de S. M. que aquel benemérito cuerpo entrase en la corte y pasase por la plaza de la Constitución, y que tendría también una complacencia en que las Cortes acordaran que desfilase por delante del Congreso de paso para Vicálvaro donde se dirigía. Las Cortes no solo accedieron a esto, sino que acordaron además que una diputación de un individuo por clase del batallón se presentase en la barra del Congreso, donde recibiría de manos del presidente un ejemplar de la Constitución, que conservaría el cuerpo como de su propiedad. Y como estaba mandado que la enseña de todo el ejército fuese un león en lugar de bandera, el ministro de la Guerra quiso y las Cortes otorgaron que se regalara también al batallón uno de los leones primeros que se acababan de fundir. Hizo en efecto el batallón su entrada triunfal, recibido por toda la guarnición, y seguido de alegre muchedumbre que le victoriaba y aplaudía, desfiló por la plaza de la Constitución, pasó a la de las Cortes, y cuatro maceros del Congreso salieron a recibir la diputación y conducirla a la barra.
Puestos allí, el comandante pronunció una breve arenga dando gracias por la honra que al batallón se dispensaba, a que contestó el vice-presidente Salvato{6}, diciendo entre otras cosas: «La justa gracia que os dispensa este Congreso, y la entrada que os concedió el monarca en la capital, os dan una muestra de cuánto estiman vuestro pronunciamiento hecho en las Cabezas, y del amor que profesan a los apoyos de la libertad… Ahí tenéis ese libro precioso que nos rescató de nuestra eterna desventura, por las apreciables víctimas del heroísmo… Vais a recibir así mismo la divisa que hoy reina… ¡Batallón de Asturias! El genio tutelar de la libertad acompañe tus filas, mientras que el aprecio general de los hombres libres te sigue a todas partes.» Y los secretarios le entregaron el libro de la Constitución. «Al recibir esta augusta prenda (dijo el comandante) de manos de los representantes de la nación, nada hay más grato para mí que poder presentarles este sable, que fue el primero que relumbró en la mano de Riego al proclamar la libertad en 1820.» El vice-presidente le contestó: «Las Cortes admiten con singular aprecio este acero, fasto vivo del pronunciamiento de la libertad, y trofeo del héroe predilecto de ella. Las mismas dispondrán de él según su agrado.»
La ceremonia no dejaba de ser extraña y peregrina, al menos en España, y recordaba los tiempos en que la Convención francesa dispensaba parecidos honores a las secciones armadas en París. Pero además el espectáculo de un cuerpo legislativo entregando el código de la ley fundamental del Estado a un comandante de batallón, y el de un comandante regalando un sable a las Cortes, se prestaba también a comentarios, no todos del género sério. Algunos diputados sensatos hubieron de conocerlo así, y aunque Canga Argüelles propuso que el sable de Riego se colocase en el santuario de las leyes, las Cortes lo pasaron a una comisión, la cual fue de dictamen, que el mejor y más propio destino que al sable podía darse era volverle al general Riego, para que le usase y con él defendiese la Constitución de la monarquía y al rey constitucional, reservándose la nación su propiedad, para que a la muerte del general se le colocase con la distinción que merecía en la Armería nacional, al lado de otras armas ilustres que habían defendido los derechos de España; y que mediante a ser la vaina de acero, se grabase en ella una inscripción expresiva del acuerdo de las Cortes. Así se aprobó por unanimidad.
El comandante había además presentado y recomendado una exposición, que se leyó en la sesión siguiente (17 de marzo). Reducíase a pedir, que del 2.º batallón de Asturias, y del 2.º de Sevilla que se le había reunido en Arcos para dar el primer grito de libertad, se formase un regimiento de línea con el título de la Constitución, consagrado a guardarla eternamente, y que el coronel fuese su antiguo comandante el general don Rafael del Riego, y teniente coronel don Francisco Osorio, que era en el acto del pronunciamiento segundo comandante de dicho batallón de Sevilla. Las Cortes acordaron que pasase a la comisión de Guerra. El segundo batallón de Asturias, después de recibidos los honores, y dado su paseo triunfal por la corte, se había dirigido a Zaragoza, punto que le estaba designado.
Ya que tales honores habían tributado a los que llamaban héroes predilectos de la libertad, y que vivían y se hallaban presentes, era menester no dejar sin ellos a los que por la misma se habían sacrificado y perecido en los antiguos tiempos. Hizo esta moción Argüelles en la sesión del 19 de marzo, aniversario de la publicación de la Constitución, diciendo ser la solemnidad del día la más apropósito para celebrarla con la aprobación del dictamen de la comisión de Premios, sobre los honores que debían hacerse a los beneméritos españoles Padilla, Lanuza y demás que murieron en defensa de las libertades públicas. La moción fue acogida con general agrado, y en su virtud se leyeron los artículos del dictamen, que fueron aprobados por unanimidad, haciéndose solo en pocos de ellos ligeras modificaciones. Reducíanse en lo esencial a declarar beneméritos de la patria en grado heroico a los caudillos de la libertad y que murieron por ella en Castilla y Aragón; a que se inscribiesen sus nombres en el salón de Cortes, a la derecha del solio los de los comuneros de Castilla, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado, a la izquierda los de los aragoneses Juan de Lanuza, Diego de Heredia y Juan de Luna, y a que se erigieran monumentos a los mismos, a los primeros en el sitio en que fueron decapitados, a los segundos en el que se designase, por no saberse entonces con certeza; a que se exhumasen los restos del comunero obispo de Zamora, don Antonio Acuña, enterrado en Simancas{7}, y se trasladasen y sepultasen con los demás obispos de aquella iglesia, expresándose en el epitafio haberse hecho de orden de las Cortes del reino y por justicia debida a su patriotismo.
Mientras de esta manera se entregaban las Cortes a estos arranques de fogoso liberalismo, y rendían una especie de culto a los apóstoles antiguos y modernos de la libertad, ardía por todas partes la llama de la discordia, soplada por contrarios vientos, y vivían en continua alarma los hombres amantes del sosiego y de la paz. «Jamás se había visto, dice un escritor refiriéndose a este período, amenazado de tantos enemigos a la vez el sistema representativo, ni trabajada una nación por tanto fuego de discordia.» Iremos por partes. Además de la guerra diplomática y subterránea que hacían los realistas, las facciones armadas se extendían y se presentaban cada vez más numerosas y más audaces. En Cataluña, Misas, Mosén Antón, el monje de la Trapa Fray Antonio Marañón, conocido por el Trapense; el aventurero francés Bessieres, aquel revolucionario condenado a muerte en Barcelona por republicano, y ahora cabecilla de facciosos realistas, habían convertido el Principado en un verdadero teatro de guerra, cometiendo todo linaje de atrocidades en nombre del rey y de la religión. Era el Trapense hombre de unos cuarenta y cinco años, de aspecto severo y sombrío, ojos vivos y mirada fija y penetrante: dábase aires de ascético y virtuoso, y bendecía con mucha gravedad a las gentes, que se arrodillaban a su paso y tocaban y besaban su ropaje. Fingía revelaciones para fanatizar y entusiasmar a la crédula muchedumbre; montaba con el hábito remangado, que suponía embotar las balas enemigas y hacerle invulnerable: llevaba en su pecho un crucifijo, y sable y pistolas pendientes de la cintura. En una ocasión los frailes capuchinos de Cervera de Cataluña hicieron fuego a los soldados del ejército constitucional: irritados éstos penetraron en el convento y degollaron los frailes. El Trapense sostuvo en la ciudad una lucha sangrienta con la tropa, causándole muchas bajas, sembrando de cadáveres las calles e incendiando la población por los dos ángulos opuestos.
Perseguían sin descanso a las facciones jefes militares tan entendidos, activos y resueltos como Milans, Torrijos, Manso, Rotten y otros, los cuáles las batían donde quiera que las alcanzaban. Pero siguiendo aquellas la táctica de las guerrillas, hacían de la dispersión una maniobra militar, para reaparecer y reorganizarse de nuevo en el punto de antemano designado. Era además de esto difícil y poco menos que imposible su destrucción, por la protección y los auxilios con que las apadrinaban, como habremos luego de ver, del otro lado del Pirineo el gobierno y las tropas francesas, dentro del país las clases del pueblo en que más influencia ejercía el fanatismo que de intento se fomentaba.
En Navarra se habían presentado el general Quesada, el brigadier Albuin, don Santos Ladrón, Juanito, y otros jefes de prestigio en el país. Unas veces, perseguidos, se acogían a los Alduides, para volver luego al mismo territorio, otras se corrían a Aragón o a la Rioja. Por la sierra de Murcia andaba Jaime, llamado el Barbudo, arrancando y haciendo pedazos en los pueblos las lápidas de la Constitución, cuyos hechos aplaudían y auxiliaban muchos naturales. Alzaba también su bandera la facción en la Mancha; dejábanse ver partidas en Castilla, y apenas había provincia en España en que no saltase alguna chispa de un fuego que amenazaba prender por todo el ámbito del reino.
Los choques y conflictos en las poblaciones entre la tropa y el paisanaje, entre soldados y nacionales, y entre los cuerpos mismos del ejército, eran frecuentes, y tenían la gente en temor y desasosiego continuo. Tan divididos andaban los ánimos en política. En Madrid mismo se miraban con manifiesta enemiga los cuerpos de línea de la guarnición y los de la guardia real. Junto al puente de Toledo ocurrió una tarde una reyerta, que Riego dijo en las Cortes haber presenciado él mismo, entre paisanos y militares, en que se mezclaron también individuos de la milicia nacional, y que produjo declamaciones y discusiones en el Congreso, y el nombramiento de una comisión para entender en éste y otros sucesos de la misma índole. En Pamplona era la tropa la que obligaba al vecindario a dar vivas a Riego, mientras la milicia nacional y los paisanos gritaban: ¡viva el rey absoluto! y ¡viva Dios! De sus resultas hubo el 19 de marzo, el mismo día que se acordaba en las Cortes levantar monumentos a los mártires de la libertad, una sangrienta refriega, que produjo veinte muertos y treinta heridos según los partes oficiales, doble número según la fama. El gobierno decretó el desarme de la milicia nacional de Pamplona, y el general López Baños fue comisionado para restablecer la calma en aquella ciudad.
Al revés de la milicia y del vecindario de Pamplona eran el vecindario y la milicia de Cartagena. Nombrado el brigadier Peón para mandar las armas en esta plaza, no solo se opusieron a su admisión, sino que atentando a su persona, costole trabajo y dificultades poder huir para salvar la vida y no perderla en manos de la acalorada muchedumbre. Al alboroto siguieron las representaciones contra aquel nombramiento, y hasta las mujeres dejaban las labores de su sexo para tomar la pluma y firmar la exposición. Tanto exaltaba también las imaginaciones femeniles el furor de la política.– Otro nombramiento produjo también serios disgustos en Barcelona. Un teniente coronel de la milicia, hombre inquieto y bullicioso, había hecho dimisión de su cargo; el ayuntamiento nombró otro en su lugar, y el coronel del cuerpo se negó a admitirle, y aun lo resistió con la fuerza. Las autoridades sostuvieron también con ella el acuerdo del ayuntamiento; el coronel fue depuesto, y como tenía partido entre los exaltados suscitose una grave conmoción, que fue deshecha con la intervención de la tropa y los cañones.
Hemos visto atrás algunos disturbios de este género en Valencia, la conducta del comandante general conde de Almodóvar, la del jefe político Plasencia, y la del segundo regimiento de artillería, al cual la gente turbulenta guardaba particular enemiga. Una noche, acompañando a la retreta de este regimiento un concurso numeroso (17 de marzo), o porque el pueblo quisiera obligar al piquete a detenerse delante de la casa del coronel y victorear a Riego, porque algunos mal intencionados llegaran a arrojarle algunas piedras, o porque la tropa se creyese de cualquier modo insultada, los soldados se dejaron llevar de la cólera e hicieron fuego a la muchedumbre, resultando algunos heridos, y llenando de pavor y espanto a las señoras y ciudadanos pacíficos que habían acudido al atractivo de la música, y difundiéndose luego la alarma en la población. El suceso se trató en las Cortes, y las tres sesiones que sobre él hubo fueron ardientes y borrascosas. El ayuntamiento de Valencia en una exposición, que se leyó, sinceraba completamente al pueblo, y cargaba toda la culpa y toda la responsabilidad a los artilleros, que decía haber sido los provocadores y los agresores; y pedía fuese disuelto aquel regimiento y diseminados sus individuos en otros. Los partes oficiales daban al hecho una versión enteramente contraria. Los ministros fueron llamados al seno del Congreso, y en su virtud acudieron a dar explicaciones. Los diputados valencianos acriminaron de un modo vehemente al regimiento de artillería y a las autoridades de aquella ciudad.
«¿Será posible, decía Bertrán de Lis, que después de tantos sacrificios, cuando Valencia creía reposar tranquila, se vea condenada a tener por autoridades dos modernos Elíos (Almodóvar y Plasencia)…? ¿Dos mandarines que no piensan en otra cosa que en asegurar sus destinos? ¡Quién pudiera pensar tal de Almodóvar! Muy lejos estaban mis paisanos de pensarlo así cuando le proclamaron por capitán general de aquella provincia, después de haberlo sacado de un oscuro calabozo de la Inquisición en donde gemía, y no por la causa de la libertad, aunque él ha tenido buen cuidado de ocultarlo. El y el jefe político Plasencia han manifestado su carácter de tal suerte, que no pueden ya engañar sobre su modo de pensar… Por último, concluiré con decir, que si el gobierno no tona medidas enérgicas, separando a aquellos mandarines de sus destinos, vendrá el momento en que apurada la paciencia de los valencianos, y sin respetar las leyes, como lo han hecho hasta aquí, se creerán autorizados para tomarse la venganza por sí mismos, y el resultado me parece que no será muy satisfactorio. Si corre la sangre, ¿quién será el responsable?»
Parécenos que no podía proclamarse más descarada y solemnemente el principio de la venganza popular. Pero la sesión de aquel día terminó con aprobarse una proposición de varios diputados, para que se suspendiese aquella discusión, y se nombrara una comisión especial, que reuniendo los antecedentes y oyendo al gobierno, propusiera al día siguiente una medida general, enérgica y conveniente, que remediara los males que amenazaban, y evitara la repetición de funestas convulsiones como la ocurrida en Valencia.
La comisión presentó al siguiente día su dictamen (23 de marzo), dividido en dos partes, la primera refiriéndose al suceso concreto y a la situación de Valencia, la segunda abarcando una medida general. Respecto a la primera, la comisión manifestaba no haber podido conseguir del gobierno la remoción de las dos autoridades de aquella ciudad y del segundo regimiento de artillería, encastillándose los ministros en que habiéndose sometido ya el asunto a los tribunales, a éstos incumbía juzgar a los que resultasen delincuentes, y el gobierno cuidaría de su castigo. Ciñéndose pues a la segunda, que era la de las medidas generales, la comisión proponía las siguientes: 1.ª Activar la organización de la milicia nacional voluntaria, así de infantería como de caballería: –2.ª Activar la conclusión de las causas de Estado: –3.ª Excluir a todo extranjero de los mandos de cuerpo, plaza o provincia, a no tener dispensación particular de las Cortes para obtenerlo: –4.ª Exigir la responsabilidad a cuantos hubiesen detenido, entorpecido o dilatado el cumplimiento de los decretos de las Cortes, y hacer que los que estuviesen por cumplir se llevasen a efecto dentro de ocho días: –5.ª Que las Cortes avocasen a sí todos los expedientes de las Secretarías de Gracia y Justicia y Consejo de Estado, relativos a los nombramientos de los tribunales y demás plazas de magistraturas, para que los examinase una comisión especial: –6.ª Que las Cortes enviasen un mensaje al rey, para que manifestándole el estado de desconfianza y amargura en que se encontraba la nación, se sirviese nombrar funcionarios públicos que mereciesen de antemano el amor y confianza de los pueblos, y que en unión estrecha con la representación nacional se tratase de calmar la ansiedad de las provincias, de consolidar el sistema constitucional, y de establecer de una vez la tranquilidad de esta nación heroica, &c.
De estas medidas, sobre las cuales hubo la discusión viva y fuerte que era de suponer, fueron aprobadas en la sesión del 24 las 1.ª 2.ª y 6.ª. La 3.ª la retiró la comisión; sobre la 4.ª se declaró no haber lugar a votar, y la 5.ª fue desechada en votación nominal, aunque por corta mayoría. Por último, hallaron las Cortes a qué asirse para exigir la responsabilidad al jefe político don Francisco Plasencia, y halláronlo, no en los sucesos objeto del ruidoso debate, sino en la queja de un alcalde a quien aquél había impuesto la multa de 2.000 reales y suspendido de su cargo a falta del pago de la multa.
Si de estos cuadros tan desacordes y tan poco apropósito para dar el tono y armonía necesarios a la consolidación de un sistema nuevo, pasamos al que ofrecían las Cortes extranjeras, y el palacio mismo del monarca español, no los hallaremos en actitud más propicia ni más benévola para el afianzamiento de las instituciones. El espíritu de los gabinetes de la Santa-Alianza no había ni cambiado ni mejorado. El Santo Padre indicaba bastante su disposición en el hecho de suspender las bulas a los dos célebres eclesiásticos diputados de Cádiz, Espiga y Muñoz Torrero, presentados el primero para el arzobispado de Sevilla y el segundo para el obispado de Guadix, sin otra causa al parecer que sus ideas constitucionales. La estancia de Fernando en Aranjuez, que siempre se hacía sospechosa, infundía ahora serios y no infundados temores. Dábase por seguro que se fraguaban allí nuevos planes contra el régimen vigente. Suponían unos que el proyecto era derribar enteramente las instituciones, y restablecer por completo el absolutismo, que al decir de las gentes era el pensamiento y el deseo que más halagaba a Fernando. Abrigaban otros la persuasión de que el plan era modificar la Constitución de Cádiz, asimilándola a la Carta francesa: idea que acariciaban muchos moderados, ya por los defectos que encontraban en el código de 1812, y que deseaban corregir, ya porque de este modo creían que se disiparía la animadversión de las potencias extranjeras, y principalmente del monarca y del gabinete de las Tullerías. Ambos designios rodaban por la mente de Fernando; la preferencia la daría entonces al que calculara de éxito más seguro, aunque alguno condujera a su fin menos derecha y más lentamente.
Ambos los entablaron y ensayaron los agentes y comisionados del rey en Francia y en otros puntos del extranjero. Eran éstos principalmente, el general Eguía, el que encarceló a los diputados a Cortes en 1814, fugado a Bayona desde Mallorca, donde, por las causas que atrás dijimos, se hallaba: el oficial de la Secretaría de la Guerra Morejón, enviado por Fernando a París para concertarse con la corte de Francia: el ex-ministro marqués de Mataflorida, autor de la representación de los Persas: el ex-fiscal del Consejo de Indias Calderón, y algunos otros; y por parte del gobierno francés el ministro Villèle, el vizconde de Boisset y otros, junto con el español Balmaseda. Dividiéronse también estos comisionados, trabajando los más ardientes por la restauración completa del absolutismo, los más templados por la modificación del código constitucional, sobre la base de las dos cámaras y del veto absoluto. Dieron unos a luz publicaciones que otros no aprobaron, y cruzábanse los agentes, los planes y los manejos de París a Bayona, de Bayona a Aranjuez, de Aranjuez a Madrid, y viceversa. De esta manera, constante la conspiración, andaban también desacordes entre sí los conspiradores realistas: otro género de confusión, que agregada a las discordias entre los liberales, ponían en lastimosa descomposición y anarquía el reino.
Parecía haber querido las Cortes dar alguna tregua a las cuestiones políticas, ocupándose en mejorar el estado de la Hacienda, que bien lo había menester en su deplorable situación. Mas también este terreno se hizo campo de guerra entre el ministerio y las Cortes. Dominaba a una gran parte de ellas un espíritu exagerado de economías. Empeñábase el presidente de la comisión, Canga Argüelles, ex-ministro del ramo, en que el presupuesto de ingresos, o sea los impuestos, no había de exceder de la cifra de 500 millones, y que a éstos habían de arreglarse los gastos públicos. Insistía el ministro de Hacienda en que, con arreglo a la Constitución, procedía presentar y discutir primero el presupuesto de los gastos precisos e indispensables, y después el de las contribuciones necesarias para llenarlos. Y como adujese que el orden inverso era contrario a la Constitución, diéronse por ofendidos varios diputados, pidiendo el señor Ferrer que el ministro guardase el decoro debido al Congreso, pues estaba haciendo guerra al dictamen con unas armas hasta entonces desconocidas; y añadiendo el señor Istúriz: «Yo pido más: que de no usar la moderación debida, se presente a la barra.» El ministro dio sus explicaciones, manifestando que no creía haber faltado a la moderación y al respeto que debía a las Cortes. Siguieron a esto algunas acaloradas réplicas entre Canga Argüelles y el ministro de Hacienda, a causa de haber dicho aquél que era llegado el caso de disputar palmo a palmo al gobierno sus pretensiones en orden a los gastos públicos.
La comisión proponía un plan de economías, entre las cuales se contaban: la supresión del planteamiento del plan de instrucción pública, en la parte que ocasionaba aumento de gastos al Tesoro, hasta que mejorase su situación; la de la concesión de jubilaciones y retiros, hasta nueva orden; la de provisión de ciertas plazas en las secretarías; la de no abonar a cesantes o jubilados que sirvieran destinos en comisión sino el haber que como cesantes les correspondiese, y otros ahorros tan menudos como éstos, aparte de las rebajas que se hiciesen en cada ministerio, en proporción a la de ingresos que se decretase, según su sistema.
Más generosas las Cortes en punto a premios y recompensas patrióticas, negáronse a admitir la cesión o renuncia que el general Riego hacía de la pensión de 80.000 reales anuales que las anteriores Cortes le habían asignado. Hizo sobre esto don Agustín Argüelles una proposición (3 de abril, 1822), que decía: «Pedimos que las Cortes se sirvan declarar, que los sentimientos de gratitud nacional que estimularon a la anterior legislatura para señalar la pensión de 80.000 reales al general don Rafael del Riego son los mismos que tiene ahora el Congreso para no admitir la cesión, que por su interés y desprendimiento quiere hacer de ella.» La proposición fue votada por unanimidad.
En la misma sesión presentó un dictamen la Comisión de Guerra, que aprobado, produjo el decreto de 7 de abril, cuyos dos únicos artículos decían: «1.º Se tendrá por marcha nacional de ordenanza la música militar del himno de Riego, que entonaba la columna volante del ejército de San Fernando mandada por este caudillo: 2.º Este decreto se comunicará en la orden de todos los cuerpos del ejército, armada y milicia nacional al frente de banderas.»
Señaláronse estas Cortes por su marcada predilección a todos los asuntos de carácter político, y que fueran propios para excitar el entusiasmo por la libertad. Hemos mencionado algunos de los decretos en este espíritu: mencionaremos para ejemplo algunos más. Declararon benemérito de la patria en grado heroico a don Félix Álvarez Acebedo, y mandaron que se inscribiera su nombre en el salón de Cortes (19 de mayo). Decretaron la erección de dos monumentos en las Cabezas de San Juan y en San Fernando en memoria del ejército que primero proclamó la Constitución (21 de junio). Dieron una ordenanza para la milicia nacional local de la península e islas adyacentes (20 de junio), sobre bases amplísimas, obligando a servir en ella, aparte de los voluntarios, a todo español desde la edad de veinte años hasta los cuarenta y cinco cumplidos, que estuviera avecindado y tuviera propiedad, rentas, industria u otro modo de vivir conocido, y a los hijos de éstos, encargando a las diputaciones y ayuntamientos el fomento de esta milicia con todo género de medios y recursos (20 de junio). Con el título de «Medidas y facultades que se dan al gobierno para mejorar el estado político de la nación,» se autorizaba, entre otras cosas, a los jefes políticos para promover el entusiasmo público por medio del teatro, canciones patrióticas y convites cívicos, «en los que se restablecieran, decían, las virtudes de la libertad, franqueza y unión.»
Facultábase por el mismo decreto al gobierno para usar de toda energía con los obispos que por su desobediencia o desafección crearan obstáculos a la consolidación del sistema; para que los obligara a publicar pastorales, en que clara y terminantemente manifestaran la conformidad de la Constitución política con la Religión católica apostólica romana, apremiándolos con la pena de extrañamiento y ocupación de temporalidades; para trasladar prebendados de unas iglesias a otras; para que hicieran a los jefes políticos y diputaciones informarle mensualmente de los eclesiásticos que observaran una conducta sospechosa, para que con este conocimiento los prelados separaran de las parroquias a los que inspiraran desconfianza; para que no permitiesen que se predicara sermón alguno sin expresa licencia del prelado y conocimiento de sus doctrinas, haciéndolos responsables del abuso que se cometiera en el desempeño de este ministerio; para que preguntaran a los prelados qué eclesiásticos de su diócesis andaban en partidas de facciosos y qué medidas habían tomado contra ellos, exigiéndoles respuesta a vuelta de correo, y documentada.
Y al propio tiempo prescribían las Cortes a los arzobispos y obispos se abstuviesen de expedir dimisorias y conferir órdenes mayores bajo ningún título, hasta que las Cortes, después de formado el arreglo del clero, y visto el número de ministros del culto que resultara, resolvieran lo conveniente; les daban reglas para las oposiciones y concursos a curatos, y les mandaban que los que vacasen en las ciudades o pueblos donde existieran muchas parroquias, no se proveyesen, agregándose la feligresía a la parroquia más inmediata, hasta que aquellas se regulasen por el máximum de 4.500 almas y el mínimum de 2.500, o se determinara otra cosa en el arreglo definitivo del clero.
Continuando en su espíritu de hostilidad al gobierno y de suscitarle conflictos, la comisión de señoríos reprodujo en todas sus partes el proyecto de ley aprobado en la anterior legislatura, y devuelto por el rey sin sancionar a las Cortes. Estas, no obstante los esfuerzos del ministro de Gracia y Justicia y de algunos diputados moderados, aprobaron el dictamen con pocas modificaciones, poniendo así a la corona en el compromiso, o de ceder ante la insistencia de la asamblea, o de producir un desacuerdo formal entre los dos poderes.
Llegó el caso de leer también su dictamen (24 de marzo) la comisión encargada de redactar el mensaje al rey sobre el estado de desconfianza en que se encontraba la nación, y la necesidad de dictar medidas para restablecer en ella la confianza, el orden y el sosiego de que carecía. Estaba de lleno la oposición en su terreno.– «La nación española, señor (se decía entre otras cosas en este célebre documento), al ver la lentitud con que camina el sistema constitucional, está sumida en la desconfianza más dolorosa. Esta desconfianza, que exalta y exaspera los ánimos de los españoles todos, se aumenta de día en día al ver claramente la audacia con que alguna nación extranjera, o por mejor decir, su gobierno, influye en nuestros disturbios, protege y acalora nuestras desavenencias, y con imposturas y calumnias trata de desacreditar nuestra santa revolución.– La nación española, señor, cree combatida su libertad al notar la lentitud con que se procede contra los que la atacan frente a frente, y la insolencia con que hacen alarde de sus maquinaciones los enemigos de la Constitución, jactándose abiertamente de su triunfo.– La nación española, señor, es presa del más amargo descontento, al ver en algunas de sus principales provincias entregado el gobierno en manos poco expertas, en sujetos que no gozan del amor de los pueblos; y la impunidad de los verdaderos delitos, y las persecuciones infundadas y arbitrarias, que en algunas de ellas se advierten con escándalo, tienen a todos los buenos en una ansiedad y tirantez que pueden tener funestísimas consecuencias.»
Procedía después a señalar las causas de aquella intranquilidad y descontento, y designaba como una de las principales la conducta de algunos ministros del santuario, prelados y religiosos, «que difundían la superstición y la desobediencia con máximas y consejos contrarios a la justa libertad asegurada en la Constitución, y que perjuros y sacrílegos, fanatizaban y sublevaban los pueblos, banderizaban a los que seducían, y se amalgamaban con los forajidos…» Y concluía exponiendo que era menester acudir a S. M. con la energía de diputados de un pueblo libre, rogándole arrancase de una vez con mano fuerte las raíces de tantos desastres y peligros, haciendo que el gobierno marchara más en armonía con la opinión pública, que se armara y aumentara inmediatamente la milicia local voluntaria, que se organizara con premura el ejército permanente, que manifestara decididamente a todo gobierno extranjero, que la nación española no estaba en el caso de recibir leyes de nadie, ni consentir que tomaran parte en nuestros negocios domésticos, y que aterrara con enérgicas y formidables providencias a los eclesiásticos que promovían el fanatismo y la rebelión.
Combatió Alcalá Galiano en un largo discurso el dictamen por poco explícito en la censura contra el ministerio, del cual dijo que se hallaba en un absoluto trastorno. Declamó contra la guerra que decía estarse haciendo a los exaltados; quejose acremente del ministro de la Gobernación, a quien atribuía el designio de acabar con la milicia nacional voluntaria, «pues si algún día puede ser conveniente, decía, que no haya más que una sola milicia, no es llegado aún el de arrancar las armas de las manos de la valiente juventud, que es la que puede sostener ahora nuestras libertades, y no las fuerzas heladas de la vejez:» y pedía también que en el ministerio de la Guerra «no se conservase ese influjo aristocrático, contrario a la gloriosa revolución del año 20.» Impugnó Argüelles a Alcalá Galiano, saliendo a la defensa del ministerio, y principalmente del ministro de la Gobernación, que había sido el más duramente tratado por aquél; y en cuanto al mensaje, deseaba que se modificara una parte de él, y aprobaba todo lo que en él se decía acerca de apadrinar el gobierno de la nación vecina los enemigos interiores de la libertad española. Después de una interesante discusión, el mensaje fue aprobado sin modificación alguna, por 81 votos contra 54; y aunque envolvía una censura ministerial, votaron en pro Argüelles, Valdés, Gil de la Cuadra, y otros que de ordinario votaban del lado del gobierno.
A vista de este oscuro cuadro que ofrecía la nación, de este choque continuo entre las Cortes y el poder ejecutivo, de la guerra de facciones en los campos, de los disturbios en las ciudades, del desbordamiento de la imprenta, de la incesante conspiración dentro y fuera del reino, de los soberanos extranjeros y del monarca propio, divididos entre sí los liberales, indiscretos los moderados, imprudentes los exaltados y sin cabeza y sin bandera conocida, sin fuerza el poder, y todo en inquietud, en inseguridad y en zozobra asidua, comprendíase bien que no era esta situación por mucho tiempo sostenible; y no podían menos de esperarse sucesos violentos, y de augurarse compromisos graves que no podían dejar de sobrevenir.
No se hicieron por cierto esperar. El 30 de mayo (1822), días del rey, había acudido gran afluencia de gentes al real sitio de Aranjuez donde aquél se hallaba, y donde corrían rumores de que iba a estallar un movimiento. Las señales que desde luego se observaron lo persuadieron más. Por la mañana, en los jardines mismos, cuando ya estaban concurridos de gente, se dieron vivas al rey absoluto, que sin duda pudo oír el mismo monarca, y que se aseguraba haber salido de los labios de sus mismos sirvientes, y de los soldados de su guardia. Pero prevenidas la milicia nacional y las tropas leales, y solícito y activo el general Zayas, contuviéronse los gritos sediciosos. Sin embargo, se reprodujeron éstos por la tarde; temíase una seria insurrección; mas, fuese por cobardía, o por la vigilancia de los destinados a reprimirla, quedaron burlados los que la deseaban.
Cuando en Madrid traía preocupados los ánimos y se comentaba con indignación el amago y la frustrada intentona de Aranjuez, llegaron noticias de otro más grave acontecimiento ocurrido en Valencia en el mismo día, que por esta circunstancia se supuso efecto de un plan combinado, y acabó de llenar la medida del disgusto en los liberales. Tratose de dar libertad al general Elío, preso en la ciudadela, y ponerle a la cabeza de la insurrección. Un piquete de artillería que pasó al citado punto a hacer las salvas de ordenanza por el día de San Fernando, prorrumpió en vivas al rey absoluto y al mismo Elío, penetró en la ciudadela, y levantó el puente levadizo. El jefe político y el comandante general acudieron a la puerta de la fortaleza, y trataron de disuadir de su empeño a los sublevados; desoyeron éstos sus consejos, pero también los desoyó a ellos Elío, que, o más previsor, o más conocedor del estado de la opinión, encerrose en su calabozo, y se negó a tomar parte en el proyecto de los amotinados, que confiaban en que se pronunciaría en favor suyo la ciudad. La milicia nacional, el regimiento de Zamora y otras tropas circunvalaron la ciudadela, tomaron los puntos que la dominaban, se publicó la ley marcial, y se concedió el plazo de media hora a los rebeldes para someterse. Mantuviéronse indóciles a la excitación; a las cuatro de la mañana del 31 se rompió el fuego contra ellos; varios paisanos y nacionales escalaron la ciudadela y penetraron en su recinto; los artilleros se entregaron sin condiciones. Buscábase con ansia al general Elío, pero el gobernador halló medio de ablandar a uno de los jefes de los asaltadores{8}, y le salvó la vida, entregándole para su custodia al regimiento de Zamora. Formose consejo de guerra entre los oficiales que habían asaltado la ciudadela, y condenados a ser arcabuceados los artilleros rebeldes, murieron unos tras otros. Veremos más adelante lo que fue del general Elío, envuelto en aquel proceso.
Dio ocasión y motivo este suceso a discusiones borrascosas en las Cortes, y a palabras y escenas tan ardientes como no se habían oído ni pronunciado. Los ministros fueron llamados al Congreso (3 de junio): el diputado valenciano Bertrán de Lis, después de quejarse de que no hubiera sido relevado el segundo regimiento de artillería, y pasando a deducir consecuencias, «la consecuencia es, dijo, que el ministro de la Guerra está complicado en el plan (aplauso en las galerías, y varios diputados reclamaron el orden). Yo me presento aquí, continuó, como un diputado que acuso al ministro de la Guerra, y me dirijo contra S. S. La consecuencia que yo saco es esta; y si sobre esto no le hago cargo, es porque no tengo más que sospechas, porque no tengo los datos justificativos para el efecto. Mas sí le haré un cargo terrible, de haber sido el autor de todas estas desgracias que han sucedido en Valencia, y de cuantas puedan ocurrir. La sangre que se ha derramado en aquella ciudad, sea de los artilleros disidentes, sea de quien fuere, es de españoles, y pesa sobre la cabeza del ministro de la Guerra; y esta sangre pide su sangre…»
Enfureció este lenguaje al ministro de Estado, el cual, después de unas breves palabras en defensa del gobierno, añadió. «Si los diputados son inviolables por sus opiniones, no lo son por sus calumnias, y el secretario del Despacho públicamente desmiente esta calumnia.» Varios diputados reclamaron el orden, y asimismo las galerías; y como el presidente mandara leer el artículo del reglamento relativo al modo como deben estar los que asisten a las sesiones, el diputado Salvá, valenciano también, exclamó: «Esto quiere decir que el Congreso sigue los mismos pasos que el gobierno, a saber, de oprimir el espíritu público.» El presidente le llamó al orden. Las galerías murmuraban, como suelen, cuando hablaban los ministros, y aplaudían las ideas y las frases más exageradas. Apoyó Alcalá Galiano a Bertrán de Lis, pero este mismo diputado volvió a confesar que carecía de datos para sostener la acusación contra el ministro, y la proposición que tenía hecha pidiendo la responsabilidad de aquél como autor de las desgracias ocurridas en Valencia, la reformó limitándose a que se le exigiese por no haberlas evitado. Al fin votaron otro día las Cortes que no había lugar a deliberar sobre la proposición, y el público quedó poco satisfecho del resultado de aquellas discusiones, después de haber presenciado escenas lamentables, en que la pasión parecía haberse propuesto no dejar lugar alguno a la templanza.
Tampoco la había fuera de aquel recinto. Al contrario, las pasiones políticas arreciaban, y las turbaciones crecían. Las bandas realistas se multiplicaban en los campos; los alborotadores inquietaban las grandes ciudades. En Madrid y en Zaragoza, quemaban públicamente el proyecto de Milicia Nacional presentado por el gobierno, y entregaban, también a las llamas el retrato del ministro de la Gobernación. En Barcelona el jefe político Sancho se veía precisado a cerrar la tertulia patriótica. Los manejos del rey y de la corte con el monarca francés y su gobierno en contra del código de Cádiz, así como los de sus discordes agentes en el extranjero, adquirían una publicidad irritante. Las facciones hallaban amparo, y aun protección y fomento en la frontera y dentro de la nación vecina. Acabaron de alarmarse los unos, de envalentonarse los otros, con la noticia de haberse apoderado los facciosos de la Seo de Urgel en Cataluña (21 de junio, 1822). Acaudillábalos el famoso Trapense, siendo él mismo el primero que subió la escala, con el crucifijo por bandera en la mano, según costumbre, y sin que le tocasen las balas, lo cual acabó de fanatizar y enloquecer a los catalanes, que le consideraban invulnerable por especial privilegio y providencia del cielo. Encontraron allí los rebeldes sesenta piezas de artillería, y ensañáronse tanto con los prisioneros, que a todos les quitaron bárbaramente la vida, gozando en ello el religioso de la Trapa. La toma de aquella fortaleza fue de inmensa importancia para los realistas, porque era una de las condiciones de los gobiernos extranjeros para auxiliarlos abiertamente: la posesión de un punto fortificado como base de operaciones. Facilitoles también el instalar allí su gobierno con el título de Regencia.
A los pocos días de esto se trasladó el rey de Aranjuez a Madrid (27 de junio), por la mañana temprano, sin ceremonia, sin previo aviso alguno, y sin que el pueblo se apercibiera de su entrada, como si le dictara su conciencia que debía evitar la presencia y las miradas de la muchedumbre: suponía, y no se equivocó, que no habían de ser benévolas ni de cariño, porque así lo experimentó tres días después, al tener que presentarse al público para hacer la clausura solemne de las Cortes.
En este intermedio habíase ocupado también el Congreso en otras tareas de carácter ya más administrativo, y no tan políticas como las anteriormente mencionadas. Parecía haberse propuesto tomar desquite del tiempo invertido en estas últimas. Los decretos del mes de junio, en que terminó, como veremos, la legislatura, prueban la variedad de materias sobre que en el postrer período discutieron y legislaron aquellas Cortes. Ellas elevaron a ley (8 de junio) el código penal, aquella grande obra elaborada por las que las precedieron, con su admirable distribución de materias y sus ochocientos diez y seis artículos. En la parte militar, decretaron la fuerza de que había de constar el ejército permanente para el próximo año económico, cual se fijaba en 62.000 hombres: que el gobierno pudiera disponer por ocho meses fuera de sus provincias de 12.000 hombres de la milicia nacional activa (12 de junio), cuya autorización se amplió a los pocos días hasta 20.000; que se establecieran escuelas de enseñanza mutua para instrucción de los soldados del ejército (22 de junio): se hicieron reformas en el presupuesto de la Guerra, y se determinó el modo de formarse la guardia real, que había de componerse de alabarderos, infantería de línea y caballería ligera (29 de junio).
Las materias de hacienda habían sido objeto de largas discusiones, en cuya reseña sería prolijo y no nos es posible entrar, pero que dieron por resultado los principales decretos siguientes: reconociendo por acreedores del Estado todos los poseedores de oficios públicos que salieron de la corona por título oneroso, y que habían sido suprimidos por incompatibles con la Constitución y las leyes (12 de junio): extinguiendo la junta nacional del Crédito público, y dando nueva forma a este establecimiento (22 de junio): reduciendo todos los documentos que representaban la deuda pública a tres clases, a saber: vales, créditos con interés y créditos sin interés (25 de junio): poniendo la administración y recaudación de las contribuciones y rentas del Estado a cargo de las oficinas y establecimientos que se expresaban: encargando exclusivamente al ministro de la Gobernación la formación de la estadística y catastro del reino: fijando para el próximo año económico en 270 millones la contribución sobre la riqueza territorial, consumos y edificios urbanos, y en 20 millones el subsidio del clero: transigiendo el gobierno con los deudores de los ramos extinguidos de tercias, noveno y excusado, sobre el modo de cobrar las cantidades que debían (decretos de 25 de junio): habilitando a todos los regulares secularizados de uno y otro sexo para adquirir bienes de cualquier clase (26 de junio): aprobando las tarifas para el porteo de cartas y de impresos: haciendo un reglamento para los depósitos de géneros prohibidos: determinando la contribución llamada de patentes en sus diferentes clases: aprobando el empréstito nacional de 103 millones, celebrado en 4 de agosto de 1821, y el contratado con la casa de Ardoin, Hubbard y compañía: designando los objetos a que había de extenderse el uso del papel sellado (27 de junio), que eran en general todos los pagos o entregas de dinero o efectos cuyo importe no excediera de 200 reales.
Aprobáronse por último los presupuestos generales de gastos e ingresos para el próximo año económico de 1822 a 1823, importantes uno y otro la suma de 664.813.224 reales{9}). Pero previendo el caso de las rentas y contribuciones no produjeran los rendimientos que se estimaban, se autorizó al gobierno para la venta y emisión de 13 millones de rs. en rentas del 5 por 100, inscribiéndoles en el gran libro (29 de junio). Se declararon legítimos los vales emitidos por el gobierno intruso, conocidos con el nombre de duplicados: se determinó el modo de repartir el medio diezmo y primicia: se señalaron los medios y arbitrios que habían de aplicarse a la enseñanza pública; y finalmente se dio el célebre decreto sobre repartimiento de terrenos baldíos y realengos, y de propios y arbitrios del reino, en que bajo el título de premio patriótico, se distribuía una parte de dichas fincas entre los que se habían inutilizado en el servicio militar, o servido con buena nota todo el tiempo de su empeño, y se destinaba otra a repartir por sorteo entre los labradores y trabajadores de campo no propietarios{10}.
Llegado el día de cerrarse las Cortes 30 de junio (1822), el rey asistió a la sesión de clausura con la ceremonia y el aparato de costumbre. Notose ya frialdad y falta de entusiasmo, así en la carrera como en el recinto del Congreso. En el discurso de despedida era natural decir algo de los últimos acontecimientos, y esto lo hizo el rey en el penúltimo párrafo en los términos siguientes. «Me es sumamente doloroso que el fuego de la insurrección haya prendido en las provincias que componían la antigua Cataluña: pero a pesar de que la pobreza de algunos distritos y la sencillez de sus habitantes les hacen servir de instrumento y de víctima de la más delincuente seducción, el buen espíritu que reina en todas las capitales y villas industriosas, el denuedo del ejército permanente, el entusiasmo de las milicias, y la buena disposición que muestran en general los pueblos al ver comprometidos en una misma lucha su libertad y sus hogares, todo contribuye a infundirme la justa confianza de ver frustradas las maquinaciones de los malévolos, desengañados a los ilusos, y confirmada con esta nueva prueba la firmeza del régimen constitucional.» Era el lenguaje de siempre en aquel sitio. No ofreció nada de notable la contestación del Presidente, el cual declaró en seguida cerradas las sesiones de las Cortes. Fría la despedida que se hizo al rey, como lo había sido el recibimiento, el público no se mostró con él a la salida más afectuoso ni más galante que los diputados.
Notáronse ya en la carrera síntomas de mala inteligencia entre la tropa que la formaba y el paisanaje, y al llegar a palacio mezcláronse los vivas al rey absoluto, que salían de los labios de algunos soldados con los que daban otros a Riego y a la Constitución, sobreviniendo a los pocos momentos reñidos choques entre soldados y milicianos, de que resultaron varios heridos, y hasta algún muerto. Principio y señal de gravísimos disturbios, que con no poca pena habremos de referir en otro capítulo, terminando el presente, según nos habíamos propuesto, tan pronto como concluyera la legislatura con que le comenzamos.
{1} «Componíase este Congreso, dice un escritor de aquel tiempo, de un solo grande de España, el duque del Parque, presidente de la Fontana de Oro, de dos títulos, ningún obispo, veinte y seis curas y canónigos, treinta militares, veinte y siete empleados inferiores, diez y seis propietarios de la clase media, siete comerciantes, seis médicos, veinte y siete abogados y otros.»
{2} Los dimisionarios eran Bardají, Feliú, Salvador y Vallejo: los interinamente nombrados fueron don Ramón López Pelegrín (Estado), don Vicente Cano Manuel (Gobernación), don Francisco de Paula Escudero (Guerra), y don José Imaz (Hacienda.)
{3} «No bien se presentaron los ministros, dice un diputado de aquellas Cortes, cuando empezaron los diputados a hacerles preguntas sobre la situación de las provincias de donde ellos venían, y aun sobre la de ciertos lugares, que por lo común eran los del nacimiento o de la residencia del interrogante. Quién preguntaba de Barcelona; quién de Orihuela; quién de Lucena. Repitiéndose este preguntar, y no queriendo diputado alguno quedarse ignorado o dejar de dar satisfacción a su pueblo, le sacaba a plaza, averiguando qué sabían de él los ministros. Empezaron en las galerías a fastidiarse los amigos de los preguntantes, y con el fastidio iba mezclado el coraje al ver en los de la opinión opuesta sonrisas de satisfacción y desprecio. Envalentonáronse los ministros con ver tan flaco al enemigo que los acometía, de suerte que llegó Moscoso (el ministro de la Gobernación), al hacerle una pregunta sobre la situación de cierta ciudad, a responder en tono de plácido insulto, que no tenía novedad en su salud.»
{4} Designaban así los ministerios, por hallarse entonces en el Palacio Real.
{5} Sesión del 14 de marzo, 1822.
{6} El presidente, que era Riego, pidió permiso para dejar la silla de la presidencia, por tratarse del batallón que él había mandado, y no parecerle propio ser él mismo quien le invistiera de aquellos honores.
{7} Los huesos de los demás comuneros habían sido ya exhumados el año anterior con toda solemnidad, asistiendo a la fúnebre ceremonia milicianos nacionales de casi toda Castilla. El monumento de éstos había de erigirse en Villalar, lugar de la catástrofe.
{8} Según un Manifiesto que se publicó el año 1823 en Valencia, y que se decía escrito en su calabozo por el general Elío, el medio de que se valió el gobernador para ablandar al que le salvó entonces la vida fue entregarle veinte onzas de oro que llevaba en un cinto.
Dice un escritor, que creemos valenciano, que los oficiales de artillería habían publicado por aquel tiempo varios folletos, zahiriendo con acrimonia, pero con donaire, a los que dirigían los motines, o los promovían y atizaban desde detrás de un mostrador; y que entre ellos habían sobresalido dos con los títulos de: La Cimitarra del soldado musulmán, y Las Despabiladeras.
{9} Distribuidos en la forma siguiente:
Presupuesto de gastos: | |
Casa Real… | 55.212.000 |
Cortes… | 5.523.365 |
Ministerio de Estado… | 5.760.017 |
Ídem de la Gobernación de la Península… | 32.448.028 |
Ídem de la Gobernación de Ultramar… | 941.465 |
Ídem de Gracia y Justicia… | 16.897.899 |
Ídem de Hacienda… | 148.894.075 |
Ídem de la Guerra… | 328.633.983 |
Ídem de Marina… | 80.502.590 |
Para cubrir los 664 millones que resultaban de gastos, se señalaban las rentas y contribuciones que siguen, o sea el siguiente:
Presupuesto de ingresos: | |
Contribución territorial… | 150.000.000 |
Ídem del clero… | 20.000.000 |
Ídem de consumos… | 100.000.000 |
Ídem de casas… | 20.000.000 |
Ídem de patentes… | 25.000.000 |
Regalía de aposento… | 500.000 |
Rezagos de las rentas decimales… | 10.000.000 |
Tabacos… | 65.000.000 |
Sal… | 14.000.000 |
Aduanas… | 60.000.000 |
Papel sellado y letras de cambio… | 30.300.000 |
Loterías… | 10.000.000 |
Correos… | 14.000.000 |
Cruzada… | 12.000.000 |
Lanzas, efectos de la cámara, &c.… | 8.000.000 |
Contribución de coches criados… | 2.000.000 |
Eventuales… | 2.000.000 |
Caudales de América… | 10.000.000 |
Economías en los gastos administrativos de las rentas… | 10.000.000 |
Inscripciones sobre el gran libro… | 102.013.324 |
664.813.324 |
{10} He aquí algunos de los principales artículos del decreto:
4.º Las tierras restantes (era la mitad) de baldíos y realengos se dividirán en suertes iguales en valor y la extensión de cada una será la que baste para que regularmente cultivada pueda mantenerse con su producto una familia de cinco personas; pero si divididas de esta manera no resultan bastantes para dar una a cada uno de los que tienen derecho a ellas, se aumentará su número reduciendo su cabida, con tal que a lo menos sean suficientes para mantener dos personas.
5.º Divididas en estos términos, se darán por sorteo a los capitanes, tenientes o subtenientes que se hayan retirado o se retiren antes del reparto por su avanzada edad, o por haberse inutilizado en el servicio militar, con la debida licencia, sin nota, y con el documento legítimo que acredite su buen desempeño; y lo mismo a cada sargento, cabo, soldado, trompeta o tambor, que por las propias causas, o por haber cumplido su tiempo después de haber servido en la guerra de la Independencia, haya obtenido la licencia absoluta sin mala nota, ya sean nacionales o extranjeros unos y otros: igualmente tendrán parte en el mismo sorteo los individuos no militares que se hayan inutilizado en acción de guerra. Estas suertes se titularán Premio patriótico.
6.º Las tierras restantes de los mismos baldíos y realengos se repartirán por sorteo solamente entre los labradores y trabajadores de campo no propietarios, y sus viudas con hijos mayores de doce años; entendiéndose por no propietario el vecino que teniendo tierras no igualen su valor al de una de las suertes que se han de repartir, o teniendo ganados no sean de más valor. Si aun sobrasen tierras, se dará de ello cuenta a las Cortes después de haber hecho los repartos.