Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XIII
Cortes extraordinarias
La guerra en Cataluña
1822

Sesión regia.– Discurso del rey contra los enemigos de la libertad.– Fisonomía de las Cortes.– Primeros asuntos en que se ocupan.– Triste pintura que el ministro de la Gobernación hace del estado del reino.– Medidas que se proponen para remediarle.– Arreglo del clero.– Extrañamiento de prelados y párrocos.–Traslaciones de empleados públicos.– Obligación a los pueblos de defenderse contra las facciones.– Creación de sociedades patrióticas.— Medios de fomentar el entusiasmo público.– Debates acalorados sobre estas y otras medidas.– Fogosa discusión sobre la de suspender las garantías de la seguridad personal.– Discursos templados de Argüelles.– Exaltadas peroraciones de Alcalá Galiano.– Autorización de las Cortes al gobierno para tomar ciertas medidas.– Decreto famoso sobre conspiradores.– Conceden las Cortes más de lo que el gobierno pedía.– Reducción y supresión de comunidades religiosas.– Prohíbese la circulación de un Breve pontificio.– Obligase a los empresarios y directores de teatros a dar funciones patrióticas.– Mándase erigir en la Plaza Mayor un monumento público, en que se inscriban los nombres de las víctimas del 7 de Julio.– La Milicia nacional y la guarnición de Madrid son admitidas en el salón de las Cortes para oír de boca del presidente lo gratos que le han sido sus servicios.– Reglamento de policía para todo el reino.– La guerra civil.– Operaciones y triunfos de Mina en Cataluña.– Terrible escarmiento y completa destrucción del pueblo de Castellfollit.– Famosa inscripción que se puso sobre sus ruinas.– Bando terrible.– Apodérase Mina del pueblo y fuerte de Balaguer.– Quéjase de la censura que en la corte se hace de sus operaciones, y pide ser relevado del mando.– El gobierno le confiere amplias facultades para obrar.– Ahuyenta los facciosos de Tremp.– Los vence en Pobla de Segur.– Entra en Puigcerdá.–Obliga a tres columnas realistas a refugiarse en Francia con el barón de Eroles.– Huye tras ellas la Regencia de Urgel.– Auxilios que Francia presta a los facciosos.– Triunfos de otros caudillos del ejército liberal.– Zorraquín, Rotten, Milans, Manso.– Incendio y destrucción de San Llorens del Piteus.– Sitio y toma de los fuertes de Urgel por el ejército de Mina.– Pasa éste a Barcelona.– Estado de la guerra civil en otras provincias.– La facción de Bessieres.– Derrota a los constitucionales en Brihuega.– Alarma de la corte.– Medidas extraordinarias.– Ahuyentan a Bessieres el conde de La-Bisbal y el Empecinado.– Síntomas de una próxima intervención francesa.– Desórdenes por parte de los liberales.– La sociedad Landaburiana.– Amenaza hundirse el edificio constitucional.
 

Los asuntos con anterioridad señalados, según costumbre, para ser tratados por las Cortes, eran: proporcionar al gobierno recursos, así de hombres como de dinero, para hacer frente a las necesidades urgentes del Estado: arreglar negocios de suma importancia con algunas naciones extranjeras: dar al ejército las ordenanzas, cuya discusión quedó pendiente en la última legislatura: formar el código de procedimientos para la recta y pronta administración de justicia: reservándose además el rey proponer otros asuntos que mereciesen ser objeto de sus deliberaciones; mas como nuestros lectores verán, la mayor parte de lo que en estas Cortes se trató y decretó estaba fuera del programa.

Tuviéronse las acostumbradas juntas preparatorias en los primeros días de octubre; nombrose presidente de mes al señor Salvato, diputado por Cataluña, perteneciente al partido exaltado, y celebrose la sesión regia el 7. «Circunstancias verdaderamente graves, dijo el rey en su discurso, han movido mi ánimo a rodearme de los representantes de la nación, que por tantos títulos merecen su confianza. Renace la mía al veros reunidos en este santuario de las leyes, porque van a ser remediadas prontamente las necesidades de la patria.– Los enemigos de la Constitución, no perdonando medio alguno de cuantos les sugiere una pasión bárbara e insensata, han logrado arrastrar a la carrera del crimen un número considerable de españoles. Pesan sobre mi corazón, y pesan sobre el vuestro, las desdichas que estos extravíos producen en Cataluña, Aragón y otras provincias fronterizas. A vosotros toca emplear un remedio eficacísimo contra desórdenes tan lamentables. La nación pide brazos numerosos para enfrenar de una vez la audacia de sus rebeldes hijos, y sus valientes leales que la sirven en el campo del honor reclaman recursos poderosos y abundantes, que aseguren el éxito feliz en las empresas a que son llamados.– Las naciones se respetan mutuamente por su poder, y la energía que saben desplegar en ciertas circunstancias. España, por su posición, por sus costas, por sus producciones y las virtudes de sus habitantes, merece un puesto distinguido en el mapa de Europa. Todo la convida a tomar la actitud imponente y vigorosa que le atraiga de las otras la consideración de que es tan digna. Todo presenta la necesidad de entablar nuevas relaciones con los Estados que conocen lo que valen nuestras riquezas verdaderas… &c.»

En la contestación del presidente fueron también notables los dos primeros párrafos: «Señor (decía): las presentes Cortes extraordinarias, llamadas para proveer a las urgencias del Estado; desembarazar la nación de las bandas de facciosos que infestan varios puntos de su territorio; arreglar negocios con algunas potencias extranjeras, y poner en armonía con las instituciones que nos rigen la ordenanza militar y el código de procedimientos criminales, tendrán la oportunidad de dar salida a la efusión del celo predispuesto en favor de tan importantes objetos.– El principal en que están librados los destinos, y aun la conservación de toda sociedad política, es el de defenderse en fuerza reunida de todo insulto o violencia pública; y puesto que nos hallamos en el caso de rechazar los ataques que se hacen al apacible goce de la libertad que hemos sancionado en nuestro pacto escrito, justo e imprescindible es que coloquemos la nación en la imponente actitud que fuere necesaria para destruir los agresores, aterrar los rebeldes, sostener nuestros derechos, y hacer respetables el voto público y la ley fundamental restaurada por él…»

Seguía, como se ve, el rey hablando el lenguaje del más decidido amante de la libertad y del constitucional más resuelto y apasionado. No se negaba a pronunciar cuanto quisieran poner en su boca; esta era su táctica. Y los dos discursos revelaban bien cuál era el objeto preferente y principal de la reunión de aquellas Cortes. La minoría de las anteriores se convirtió en mayoría ahora, como suele acontecer en cambios semejantes, las circunstancias eran críticas, y obligaron a muchos a agruparse en derredor del gobierno. Aun la minoría, compuesta de los ministeriales de antes, se presentó templada: verdad es que la formaban ahora los hombres de carácter menos violento y apasionado. Así y todo era difícil en aquella situación guardar el temple que lo delicado de ella exigía.

Consagráronse las primeras sesiones a tratar de la ordenanza militar, uno de los puntos del programa, pero que a pesar de los muchos artículos que se aprobaron, estaba destinado a no acabarse ni recibir su complemento, ni entonces, ni en otras épocas sucesivas en que volvió a ser materia de discusión. Pasose luego a las medidas de seguridad y de urgencia, adoptándose entre ellas la importante de reforzar el ejército, como se hizo, decretando un reemplazo de treinta mil hombres, y una remonta de ocho mil caballos. Disponía además el gobierno de veinte mil hombres de milicia activa, que se le había autorizado para sacar y mover de las respectivas provincias. También se aprobó una ley de policía para todo el reino; y respecto a sociedades patrióticas, aunque de ellas procedían y habían salido los ministros, tratose de coartarlas y regularizarlas, y no fue poca la limitación que se les puso, sujetándolas a no poder celebrar sesiones sin que doce horas antes diesen aviso a la autoridad superior local, designando el día, la hora y el sitio en que habían de tenerlas{1}.

Pero la gravedad de la situación política exigía de parte del gobierno y de las Cortes una serie de medidas también graves para ver de sacar la nación del estado aflictivo en que se encontraba. La pintura triste de este estado la hizo el ministro de la Gobernación en una Memoria o discurso que leyó en la sesión del 12 (octubre), concluyendo por proponer para remedio de los males que se lamentaban las medidas siguientes: 1.ª Para evitar todo motivo de queja en los eclesiásticos, se procederá a fijar la suerte del clero: –2.ª Las cantidades que de las rentas de los prelados eclesiásticos extrañados del reino se les asignaren, serán a prudencia del gobierno, el cual procurará que siendo suficientes para su manutención no sirvan para el fomento de facciosos: –3.ª Podrá el gobierno extrañar de sus respectivas diócesis a los prelados, curas párrocos y demás eclesiásticos que con arreglo al artículo 1.º del decreto de 29 de junio último hubiesen sido separados de sus ministerios, o recogídoles sus licencias: –4.ª También podrá el gobierno trasladar de una provincia a otra a los empleados o cesantes que tuviere por conveniente: –5.ª Perderá las dos terceras partes de su haber, cualquiera que sea el motivo porque lo perciba, toda persona que estando el pueblo de su residencia invadido por facciosos no se presente a perseguirlos, siempre que aquél se ponga en defensa: –6.ª El pueblo que siendo acometido por un número de facciosos igual a la tercera parte de su vecindario no se defendiese, será obligado a mantener la fuerza militar que se destine para ocuparle: –7.ª Las autoridades locales que no dieren aviso a las superiores de que los facciosos están en su recinto, serán multadas por los jefes militares, con arreglo a las circunstancias, gravedad y trascendencia de la culpa: –8.ª El gobierno podrá suspender a propuesta de los jefes políticos a los ayuntamientos, reemplazándolos con individuos que hubiesen sido de ellos en cualquiera de los años anteriores: –9.ª Que se declare llegado el caso prevenido en el artículo 308 de la Constitución, y suspendidas las formalidades para el arresto de los delincuentes, con respecto a los facciosos y demás personas que conspiren contra la misma Constitución: –10. A fin de indemnizar los daños y perjuicios que causen los enemigos de la Constitución en las causas que se les siga, tendrán la responsabilidad pecuniaria mancomunadamente para resarcimiento de los perjuicios causados a tercero: –11. Para inspirar confianza a los pueblos respecto de los funcionarios públicos encargados de ejercer la administración de justicia, mandarán las Cortes abrir una visita de los expedientes de las propuestas hechas por el Consejo de Estado, autorizándose al gobierno para devolver las que no se encuentren arregladas a lo que previenen los decretos de Cortes en esta materia: –12. Por el término que estimen las Cortes quedará autorizado el gobierno para remover y reemplazar en propiedad y personalmente a los jueces militares: –13. El gobierno queda autorizado con el mismo objeto para reemplazar con persona que reúna las cualidades necesarias, aunque no sea cesante, al empleado que pertenezca a la magistratura y no cumpla con su obligación: –14. Todo funcionario público y empleado civil o militar que se niegue a admitir el destino que le diese el gobierno, quedará privado del que anteriormente tenía, e inhabilitado para obtener otro, y si fuese militar, se le recogerán sus despachos: –15. Con el objeto de fomentar el espíritu público se crearán sociedades patrióticas, reglamentadas de modo que sean de pública utilidad, y se precava el extravío de la opinión: –16. Con el mismo objeto se procurará que en los teatros se hagan representaciones que inspiren amor a la moral y al ejercicio de las virtudes cívicas, y que conduzcan al amor de la patria y de la gloria: –17. Se dará un testimonio solemne de gratitud a la heroica Milicia nacional, guarnición y jefes militares de esta corte, que se presentaron a defender las libertades patrias del día 7 de Julio, haciéndose extensiva a los individuos del ejército permanente, milicia activa y local, y demás personas que hayan dado pruebas positivas de adhesión al sistema constitucional: –18. Por último el gobierno desea, y espera de las Cortes que adopten cuantas medidas les sugiera su particular celo y amor al bien público.

Las Cortes tomaron en consideración el proyecto, y nombrada una comisión, de que fueron individuos los señores Domenech, Istúriz, Canga Argüelles, Ruiz de la Vega y Alcalá Galiano, leyó este último en la sesión del 17 el dictamen, reducido a proponer con pocas diferencias, las mismas medidas que pedía el gobierno. Hubo no obstante un voto particular sobre el arreglo de cabildos, y otro del señor Istúriz, proponiendo la extinción de monjes y regulares. Comenzó la discusión el 20, arrancando aplausos de la tribuna pública algunas ideas que se vertieron acerca de la conducta de una gran parte del clero, señalándose en este punto el señor Canga Argüelles, con frases como éstas: «¿Olvidaremos que es como un estado dentro de otro, y como si dijéramos un ejército, cuyos generales son los prelados, y la Inquisición su reserva?» En cambio impugnaban las medidas hombres de ideas muy liberales y no poco avanzadas, pero de estricta legalidad constitucional, como don Agustín Argüelles, los generales Álava, Valdés y otros. Sin desconocer lo extraordinario de las circunstancias y sus especiales necesidades, entre ellas la de robustecer la autoridad del gobierno y ensanchar en lo posible sus medios de acción, repugnábales el facultarle para que se suspendiese artículo alguno de la Constitución, ni para prescindir de las formalidades en ellos prescritas. Contestando, como en otras ocasiones, a Argüelles, Alcalá Galiano dijo, entre otras cosas, con su natural elocuencia: «Señores, no nos engañemos, estamos sobre un volcán, cuya explosión puede de un momento a otro sepultarnos bajo las ruinas de la nación. Mas si por desgracia, y a pesar de estas medidas, llegásemos a vernos en una crisis apurada, lloraría la suerte de la patria, pero repetiría lo que dijo un ilustre representante de la nación francesa en momentos sumamente críticos: Perezcamos todos, antes que veamos perecer la patria.»

Varias fueron las medidas cuya discusión suscitó debates acalorados, principalmente aquellas que tenían por objeto la suspensión de algunas leyes, o sea lo que se denomina las garantías constitucionales para el arresto y prisión de los delincuentes. Mejor y más desembarazado era el terreno de los que las combatían, puesto que abogaban por el mantenimiento de las leyes y por la integridad de los preceptos constitucionales, cuya teoría, la más segura en el fondo, hace aparecer a los que la sustentan como hombres de más legalidad. Apoyábanse los otros en la necesidad de salvar la patria, que es la suprema ley de los Estados: salus populi. Argüelles, que era de los primeros, decía: «Señor, ha llegado el fatal momento en que la nación española espera de sus representantes una medida, que si bien las Cortes saben hasta qué personas deben dirigirse sus efectos, no es fácil prever cuándo haya de cesar, y cuál haya de ser su extensión respecto a once millones de españoles que habitan en la península. Esta sola idea me indica hasta qué punto deben ser circunspectas las Cortes en esta discusión, que les puede atraer una de las más terribles responsabilidades que tienen las representaciones nacionales de los pueblos, gobernados por principios constitucionales. Yo no sé si habrá un solo individuo de esta magnánima nación, que pueda estar tranquilo al ver que por esta medida quedan al arbitrio del gobierno un inmenso número de personas: consideración que aumenta la necesidad de que las Cortes traten este asunto con gran detenimiento.»

Defendía por su parte la comisión la necesidad de las medidas por la situación peligrosa en que se encontraba la patria y por el descaro y la impunidad con que trabajaban los conspiradores, bajo la salvaguardia de la seguridad individual que les daban las leyes. «En esta situación peligrosa, decía el señor Saavedra, individuo de la comisión, cuando se halla rodeada la patria de tantos peligros, y cuando está próxima a hundirse nuestra libertad social, no debemos separarnos por un momento de nuestras más caras libertades, para después gozarlas con toda su latitud, sin susto y sin zozobra. Un gobierno firme y vigoroso puede salvar a la nación, y es necesario quitarle todas las trabas, que tal vez se oponen a esta interesantísima obra. Señor, en toda la monarquía hay conspiradores, en número que debe llamar vuestra atención: éstos, escudados con la seguridad individual que les concede el código que profanan y procuran destruir, completan sus maquinaciones con la salvaguardia de no poderse decretar contra ellos auto motivado de prisión. En las provincias todas, en esta capital misma, aun después del memorable 7 de Julio, en que se dio una lección tan tremenda a los tiranos, aun después vemos a los parricidas, los conocemos por sus nombres, y los vemos, al fin, que maquinan a cuerpo descubierto, y se sonríen de los males que preparan a su patria.»

En razones análogas se apoyaban los demás defensores de la medida. «Nuestra situación es la más crítica, decía Alcalá Galiano; esta confesión dolorosa no debía hacerse, pero creo que estamos ya en el caso de hablar con franqueza: siendo pues evidentes nuestros males, por más razones que se den contra esta medida, repetiré lo que decía siempre aquel elocuente romano al concluir sus discursos. Delenda est Carthago. Sí, señores; destruyamos a nuestros enemigos, y no perdamos medio para cortar la cabeza a la víbora que quiere sembrar la muerte entre nosotros.»– Mas a pesar de los esfuerzos del gobierno y de los buenos oradores que le ayudaban, y no obstante ser evidente y de todos reconocida la necesidad de tomar providencias prontas, fuertes y enérgicas contra los conspiradores, la medida pareció tan dura que fue al fin desaprobada en votación nominal por 74 votos contra 57, acordándose que no volviera a la comisión{2}.

Sobre las demás que el gobierno había propuesto hubo también detenida discusión, aunque no tan empeñada. El resultado de aquellos debates fue autorizar las Cortes al gobierno, por medio de decretos: 1.º Para señalar prudencialmente las cantidades anuales a los prelados separados de sus diócesis, lo mismo que a los prebendados que se hallasen en iguales circunstancias: –2.º Para privar de las dos terceras partes de sus sueldos a los empleados que hallándose los pueblos de su residencia atacados por facciosos, no se presentasen a prestar los servicios que les indicasen las autoridades: –3.º Para multar o castigar a las autoridades locales que no diesen parte o conocimiento a los generales o jefes militares inmediatos, del tránsito de una facción que se presentase en los términos respectivos: –4.º Para trasladar de unas diócesis a otras a los párrocos y demás eclesiásticos que hubiesen separado de sus ministerios, o a quienes hubiesen recogido sus licencias: –5.º Para trasladar asimismo de una provincia a otra a los que gozasen sueldos del erario, sin poder resistirse los interesados, aunque renunciasen sus sueldos: –6.º Para suspender a los individuos de los ayuntamientos, reemplazándolos con otros que lo hubiesen sido en los años anteriores, después de restablecida la Constitución: –7.º Para privar de su destino a cualquier empleado militar o civil que se negase a admitir uno nuevo que se le confiriese: –8.º Para remover, retirar discrecionalmente y reemplazar en propiedad a los jefes y oficiales del ejército y milicia activa.

Mas de poco sirvió a Argüelles y a los que como él opinaban el triunfo de la sesión del 24 de octubre; puesto que en la del 31 se leyó el dictamen de una comisión sobre el modo de proceder al arresto de los que conspiraban contra el sistema; dictamen que dejaba atrás todas las medidas anteriores. «Para detener (decía el artículo 1.º) a los que conspiren directa o indirectamente contra el sistema constitucional y mantenerlos en custodia, no será necesario que preceda sumaria información del hecho por el que merezcan según la ley ser castigados con pena corporal, ni mandamiento de juez por escrito, ni su notificación al detenido, ni auto motivado anterior o posterior a la detención, ni otra formalidad más que la de entregar a la persona que se encargue de la custodia del detenido una orden firmada por la autoridad que decrete la detención; en que se exprese que dicho procedimiento es con arreglo al presente decreto, cuya orden se le hará entender al detenido dentro de cuarenta y ocho horas.»–«Para el mismo fin de la detención (decía el 2.º), y para facilitar la justificación del expresado delito, se podrá reconocer las casas de todos los españoles y personas residentes en la monarquía, cualquiera que sea su clase, exceptuando las casas de los embajadores, ministros y encargados de negocios extranjeros, en las que se procederá con arreglo a los tratados.» Por el 5.º y 6.º se daba a los jefes políticos o sus delegados el plazo nada menos que de treinta días para justificar la certeza del delito y poner al detenido a disposición del juez o tribunal competente.

Equivalía esto a dejar la suerte y la libertad de los ciudadanos a merced y a la arbitrariedad de los jefes políticos, y a investir a éstos de la dictadura más terrible. En vano clamaron algunos diputados contra tan despótica medida; en vano demostraron que lo de conspirar indirectamente era una frase vaga que abría la puerta a todo linaje de injusticias y de abusos; que era la dictadura de cada autoridad; el Congreso fue dando su aprobación a todos los artículos del dictamen. Aun se pretendía que este decreto no debía pasar a la sanción real, y se discutió este punto en la sesión del 16 de noviembre. Pero las Cortes habían ido en materia de concesión de facultades más allá de lo que el gobierno mismo quería; y con ser este un gobierno que llamaban de los siete patriotas, como para motejar su exaltación política, todavía dio una lección de templanza al Congreso, devolviéndole sin sancionar el decreto sobre conspiradores, declarando el ministro de la Gobernación que no era necesario para cumplir el saludable objeto que se proponía, y que además contenía disposiciones que podían producir inconvenientes mayores que las ventajas que de él pudieran resultar (sesión del 19 de diciembre); que si el decreto se sancionase, serían mayores las facultades de un agente del gobierno que las del rey mismo, puesto que no puede éste, sin quebrantar el artículo fundamental, decretar la detención por más tiempo que el de cuarenta y ocho horas, cuando por el contrario, según el proyecto, cualquier jefe político o delegado suyo podría prolongarla hasta treinta días sin responsabilidad alguna; que encontraba en la Constitución y en las leyes medios suficientes para precaver las conspiraciones o castigar a los conspiradores. «Acaso no hay ejemplar, dijo, de que a un cuerpo legislativo merezca tan grande confianza el gobierno, que no tema concederle prerrogativas superiores a las que este mismo pudiera apetecer.»

No quedó clase del clero que no fuese objeto de las medidas de estas Cortes. Después de los obispos y párrocos, tocoles a las comunidades religiosas, y por decreto de 15 de noviembre se suprimían todos los conventos y monasterios que estuviesen en despoblado, o en pueblos que no excediesen de 450 vecinos; exceptuándose solamente de esta disposición el monasterio de San Lorenzo del Escorial, hasta que las Cortes pudieran deliberar con todo detenimiento sobre el modo de conservar aquel magnífico edificio, y sobre el destino que convendría darle. En pueblos fronterizos, aunque pasasen de 450 vecinos, no podía tampoco haber conventos de religiosos.

Tocole luego al Pontífice con motivo de un Breve que había expedido prohibiendo varias obras españolas; y en la sesión del 25 de noviembre se presentó, discutió y aprobó una proposición concebida en los siguientes términos: «Pedimos a las Cortes se sirvan prevenir al gobierno proceda inmediatamente a dictar las providencias tan enérgicas como exigen las circunstancias para impedir la circulación del Breve expedido por S. S. en el mes de setiembre último, prohibiendo varias obras españolas, y especialmente la que defiende la inviolabilidad de los diputados a Cortes, pasando los más enérgicos oficios a la curia romana por medio de nuestro encargado de negocios y del nuncio, para que de una vez entienda que por directas ni indirectas no se ha de salir con las suyas con una nación como la española, que conoce sus derechos y que los sabe sostener, y que dirigida por un gobierno representativo, no tolerará pasivamente iguales procedimientos a los que ha sufrido el gabinete español en épocas que le mandaba la autoridad real, desprovista de la fuerza irresistible que le comunican las Cortes; todo con arreglo a lo que previene la ley 2.ª tit. 18. lib. 8.º de la Novísima Recopilación.» Un diputado dijo: «Pido que se lea esa bula, ese decreto, edicto, o como se llame ese papelote:» a lo que contestó el señor Canga, uno de los firmantes de la proposición, que se leería, si era necesario, el Breve, no papelote, como se le llamaba. Otro diputado pidió que se modificaran aquellas expresiones de «no salirse con las suyas con una nación &c.»; replicósele que eran frases de uno de los reyes más católicos y más religiosos de España, y la proposición se aprobó íntegra como se había presentado.

Llevadas estas Cortes del afán de promover el entusiasmo patriótico, como si pudiera ser verdadero entusiasmo el artificial, expidieron el decreto sobre Teatros, por cuyo artículo 3.º se autorizaba al gobierno para que obligara a los empresarios y directores de teatros a ejecutar funciones patrióticas para animar el espíritu público en los días que se señalaran por las autoridades, cuidando eficazmente de que se fomentaran y auxiliaran los teatros, removiendo los obstáculos que se opusieran a su progreso.

Buscáronse todos los medios de honrar y dejar perpetuamente grabada la memoria de los sucesos del 7 de Julio, y para ello decretaron las Cortes (27 de diciembre) que se erigiese en la plaza de la Constitución o en otro paraje visible un monumento público, en que se inscribiesen los nombres de los patriotas que perecieron con las armas en la mano, o de resultas de heridas recibidas; que se representase también grandioso suceso en el salón de sesiones, imitando bajo relieve; que la inscripción se hiciese extensiva a los que pertenecieron al ejército que proclamó la Constitución en enero de 1820, y a los que en la Coruña hicieron igual pronunciamiento; que en todos los actos de revista se tuviesen como presentes, diciendo el capitán o comandante de cada compañía al pronunciar el nombre de cada uno: «Ha muerto en defensa de los santos fueros de la libertad, pero vive en la memoria de los buenos:» que se confirmara la condecoración cívica del 7 de Julio, y se hiciera extensiva a los individuos del ayuntamiento y diputación provincial que en aquella madrugada estuvieron desempeñando sus funciones.

No contentas con esto las Cortes, quisieron hacer una demostración parecida, aunque más en grande y todavía más solemne, a la que habían hecho las del año 20 con el batallón de Asturias, aquella en que se representó la famosa escena del sable de Riego. Al efecto se acordó que el ayuntamiento de Madrid, la diputación provincial, y los jefes de la guarnición, de la milicia nacional y de la demás fuerza armada en aquellos días, fuesen admitidos en el salón de Cortes, para oír de boca de su presidente, que sus servicios del 7 de Julio eran altamente gratos a la nación, y que por lo mismo se declaraba a sus individuos, inclusos los oficiales leales y demás tropa de la guardia real, beneméritos de la patria. Señalose para esta ceremonia el 1.º de enero de 1823. En efecto, en dicho día se presentaron en la barra del Congreso las mencionadas corporaciones, presididas por el jefe político Palarea. Los diputados asistieron a la sesión todos de ceremonia. El presidente les dirigió una alocución análoga al objeto, y les participó la indicada declaración de las Cortes, a lo cual contestó el jefe político con un discurso de gracias. Todas las tropas desfilaron aquel día por delante del Congreso, y todo se celebró con vivo entusiasmo por los hombres liberales como una gran fiesta nacional.

Pero estos alardes de popularidad, estos halagos al ejército, a la milicia y al pueblo, daban pie a pueblo, milicia y ejército para atreverse a representar a las Cortes sobre la marcha política que en concepto de cada cual deberían seguir, y sobre las medidas que deberían adoptar en los ramos que interesaban a cada clase o corporación. Así en una sesión misma se daba cuenta, por ejemplo, de las observaciones que los sargentos primeros de una plaza hacían al Congreso sobre la ordenanza del ejército; de la petición del ayuntamiento de una aldea aconsejando las medidas que se deberían tomar contra los reos de conspiración; de la milicia nacional de pueblos insignificantes y desconocidos, dando su opinión o haciendo advertencias sobre el sistema político del gobierno o de la representación nacional, o bien de los generales o jefes de los cuerpos, en sentido no muy adecuado al carácter y atribuciones de una asamblea legislativa.

Diose por último en el mes de diciembre el reglamento provisional de policía, en que se prescribían todas las reglas y medios de seguridad, vigilancia y orden público que fue posible prever y discurrir, con arreglo a lo que la situación y las circunstancias del reino exigían. Ocupadas aquellas Cortes con preferencia en todo lo concerniente a la política activa, poco fue lo que hicieron en el orden administrativo y económico. Fijose el presupuesto de gastos ordinarios y extraordinarios, subiendo este último a 95 millones, y por un decreto se autorizó al gobierno (4 de diciembre, 1822) para la emisión y venta de 40 millones de reales en rentas al 5 por 100, inscribiéndolas en el gran libro. El presupuesto de la guerra, que ascendía a más de 288 millones, absorbía él solo las tres cuartas partes del presupuesto general.

Veamos ya lo que en todo este tiempo habían adelantado las operaciones de la guerra.

Era Cataluña, como antes hemos visto, el foco principal de las facciones, y donde éstas se ostentaban más imponentes, y en mayor número y más disciplinadas. El general Mina, que había comenzado su campaña ahuyentando las facciones reunidas en Cervera, y libertando las tropas leales que aquellas tenían sitiadas y en el mayor apuro en el edificio de la universidad, prosiguió sus operaciones con una prudente parsimonia, que por algunos era ya criticada de censurable lentitud, pero que después se vio ser discreta maniobra; porque aquel hábil guerrero, que solo disponía de fuerzas muy inferiores en número a las de la facción, quería, y le importaba mucho, para ganar la influencia moral de que necesitaba en el país y en el ejército, asegurar un éxito feliz en sus primeras empresas. Proponíase Mina economizar toda la sangre que le fuese posible, y así se lo aconsejaba también un antiguo general conocedor del carácter de los catalanes, el conde de La-Bisbal; pero deseaba al propio tiempo intimidar a los pueblos protectores de los enemigos con algún acto de severidad que los aterrase, y alentar a los constitucionales con un ejemplo de energía, que mostrase la resolución de que iba animado, y la confianza que tenía en sus fuerzas.

Propúsose, pues, apoderarse de la fortaleza de Castellfollit, uno de los albergues en que se consideraban más fuertes y seguros los enemigos. No precipitó las operaciones por temor de malograr la empresa, y también por incidentes que la retardaron. Sostuvo varios combates antes de formar el sitio: duró éste siete días (del 17 al 24 de octubre); el fuego fue vivo, hiciéronse minas, y volose una torre del fuerte; aterrados los facciosos con aquel destrozo, abandonaron la fortaleza en la noche del 23 al 24. Todos los habitantes se fueron con ellos, y la población quedó desierta. Pareciole buena ocasión a Mina para hacer el escarmiento ejemplar que meditaba: mandó pues arrasar todas las fortificaciones y todos los edificios, y en lo más visible de uno de los muros que quedaba en pie hizo poner la siguiente inscripción, que se hizo célebre:

Aquí existió Castellfollit.
Pueblos,
tomad ejemplo:
no abriguéis
a los enemigos de la patria.

Encontró muchas municiones de boca y guerra, que vinieron bien a sus tropas, escasas de lo uno y de lo otro, e inmediatamente dirigió una alocución a los habitantes del país, y publicó un bando, en que se hacían prevenciones como las siguientes: –Todo pueblo en que se toque a somatén, obligado por una fuerza armada de los facciosos inferior a la tercera parte del vecindario, será saqueado e incendiado: –Toda casa campestre o en poblado que quedase abandonada por sus habitantes a la llegada de las tropas nacionales, cuya disciplina, subordinación y arreglada conducta deben ya haberse hecho demasiado públicas, será entregada al saqueo y derruida o incendiada: –Los ayuntamientos, justicias y párrocos de los pueblos que en distancia de tres horas al contorno del punto donde se hallase situado mi cuartel general o alguno de los jefes del ejército, omitiesen dar aviso diario de los movimientos de los facciosos en sus inmediaciones, sufrirán la pena pecuniaria que se les imponga; y la muerte, si el daño causado por su omisión fuese de grave importancia, &c.

Conociose la influencia de la toma de Castellfollit, porque en los encuentros que en los siguientes días tuvieron las tropas los resultados acreditaban el aliento que éstas habían cobrado, y el desánimo que parecía comenzar a sentirse en los facciosos. Mina se dirigió contra Balaguer, otro de los fuertes que éstos tenían; mas el 3 de noviembre, día en que debía quedar formalizada la circunvalación, evacuó también el enemigo la plaza: también encontró Mina la población desierta, no habiendo quedado en ella sino dos o tres frailes, de tres conventos que había. Estableció un consejo de guerra para que entendiese en las sumarias que habían de formarse contra los huidos; dejó una corta guarnición, y salió el 6 a proseguir sus empresas.

Desde Pons envió una exposición al gobierno (9 de noviembre), en la cual concluía pidiendo que se le relevase de un mando, que ni había ambicionado, ni ambicionaba, y prometiendo servir gustoso a su patria bajo las órdenes de un jefe más digno. Dio este paso Mina, porque supo este militar pundonoroso que en medio del gran servicio que estaba prestando a la causa de la libertad, y de los triunfos que iba ganando, quejábanse de él y parecían empeñados en desacreditarle los murmuradores de la corte, criticando su tardanza en acabar con los facciosos de Cataluña, como si fuese cosa fácil destruir en pocos días más que doble, o acaso triple número de enemigos, protegidos por el país, conocedores de él, mandados por jefes no inexpertos, y poseedores de plazas fuertes. Ayudaba a esta murmuración la circunstancia fatal de que muchos de los partes de Mina no llegaban al gobierno, porque eran interceptados, mientras que llegaban a la corte sin tropiezo los inexactos o falsos que publicaba la junta realista de Urgel. Atormentaban al propio tiempo a Mina otros disgustos, y no poco también las dificultades que encontraba y las privaciones que padecía.

Mas con respecto al gobierno, pronto vio que los ligeros juicios de sus enemigos no le habían hecho desmerecer para con él, ni perder su confianza: puesto que a los pocos días, en orden reservada de 16 de noviembre, le prevenía que vigilase mucho la frontera, que habilitase las plazas fuertes, y en atención a que el mejor medio de prevenir o contener una invasión extranjera era acabar pronto con los enemigos interiores, le daba amplias facultades para obrar sin ningún reparo. Antes de llegar esta orden, y no obstante la exposición, que sin duda no se recibió en el gobierno, Mina había proseguido sus operaciones, ahuyentado los facciosos de Tremp, y entrado en esta población (11 de noviembre), que encontró habitada, no habiendo huido como de otras sus moradores, con cuyo motivo dio al día siguiente una proclama a los habitantes de la Conca de Tremp, encareciéndoles la seguridad y confianza que debían tener en el comportamiento de las tropas constitucionales, de que habían visto ya el ejemplo, exhortándolos a que no se dejaran engañar por más tiempo de los enemigos del orden público, y diciéndoles que ya podían ver cómo los caudillos de la rebelión, Romanillos, Romagosa, Eroles y el Trapense huían en todas partes ante las bayonetas de los libres.

Iba en efecto el sistema de Mina produciendo los mejores resultados. Por otra parte sus tropas habían cobrado grande aliento con los anteriores triunfos; y así fue que, aunque Eroles y Romagosa con tres mil quinientos hombres le esperaban el 15 en las formidables alturas y escarpadas montañas de Puebla de Segur, confiados en destruirle a su paso por aquellas angosturas, fue tal el arrojo y decisión con que los atacaron las fuerzas de Mina, trepando impávidamente por las lomas y cerros, que desalojándolos de sus terribles posiciones, llegaron, si bien no sin tenaz esfuerzo, a Puebla, donde descansaron tres días. Y mientras Rotten, Milans y otros intrépidos jefes batían con ventaja las facciones en aquellos contornos, Mina iba avanzando con Zorraquín, Gurrea y otros caudillos de su confianza, sin dejar momento de reposo a los enemigos, en dirección de la Seo de Urgel, baluarte principal de los realistas y asiento de su Regencia; no sin representar Mina al ministerio sobre la escasez de sus fuerzas y recursos para emprender operaciones y dar resultados de alguna importancia, pidiendo le fueran enviados tres mil hombres de refuerzo con alguna artillería de batir, y el gobierno así se lo ofreció.

Después de una gloriosa refriega en las inmediaciones de Bellver, más que atrevida temeraria, en que él mismo al frente de su escolta arremetió al galope a triple número de enemigos, causándoles no poca pérdida, llegó el 29 de noviembre a Puigcerdá, capital de la Cerdaña, comarca habitada por gente liberal, a la cual se propuso libertar de la opresión en que la tenían las facciones, y lo consiguió hasta tal punto, que obligó a tres columnas enemigas a refugiarse en territorio francés. Todas ellas fueron desarmadas a su vista por las tropas francesas, que habían estado presenciando la pelea de los nuestros, comportándose aquellas con la moderación que cumplía a tropas de una nación neutral. No tardó en seguir el mismo camino, y muy de prisa, la célebre regencia de Urgel, con acuerdo de una junta compuesta del obispo, de los llamados secretarios del despacho, y de los jefes militares de la plaza. Tal era el miedo que se había apoderado de aquel gobierno supremo. Mina ofició inmediatamente al comandante general francés de la línea, pidiéndole le entregase las armas que los facciosos habían dejado en poder de sus tropas, o bien que internase aquellos, o le diese otra seguridad de que no volverían a inquietar la España: a lo cual contestó al siguiente día (30 de noviembre) el comandante general, conde Curial, que las armas quedaban depositadas en uno de sus arsenales, con arreglo a órdenes del rey, siendo ya el ministro de la Guerra el único que podía disponer de ellas, y por tanto el gobierno español podía hacer la reclamación correspondiente cerca del rey de Francia.

Tanto como la instalación de la Regencia había alentado y enorgullecido a los realistas catalanes, otro tanto debió desanimarlos su fuga al vecino reino. Mina dio desde Puigcerdá una proclama (4 de diciembre) a los habitantes de la Cerdaña, dándoles gracias por su buen comportamiento con las tropas nacionales, y exhortándolos a armarse ellos mismos en defensa de su libertad, seguros de que en todo caso volaría en su socorro. Puso después todo su empeño en ver de apoderarse de la ciudad, fortalezas y castillo de Urgel. Al aproximarse sus tropas, la facción que ocupaba la ciudad se recogió a los fuertes, y el 8 de diciembre entró en ella el esforzado brigadier Zorraquín con el batallón de Mallorca, a fin de impedir que la guarnición se surtiera de los víveres que pronto habría de necesitar. Mina a su vez se situó en Bellver, punto apropósito para estorbar la entrada de las gavillas facciosas en la Cerdaña. Desde allí observaba también la conducta de los franceses con los realistas refugiados en su suelo, no ya solo con los que él había visto desarmar, sino con los que cada día entraban empujados y perseguidos por Rotten, por Milans, por Manso, y otros jefes de las tropas constitucionales. Con dolor y con indignación advertía Mina que aquellos mismos facciosos volvían de Francia al suelo español socorridos y mejor equipados, y por estas y otras señales adquirió el convencimiento de que la causa de la libertad española estaba fallada en el extranjero en daño de nuestra patria: si bien no por eso desmayó, ni dejó de cumplir la misión que le estaba encomendada, confiando también en que la nación sabría sostener sus fueros, como lo había hecho en la guerra de la independencia.

No cesaron en el resto del mes de diciembre los combates parciales, algunos de ellos muy ventajosos para los defensores de la libertad, como el que sostuvo Milans con las facciones reunidas de Targarona, Caragol y otros cabecillas, arrojándolas también al vecino reino; adversos otros, como la sorpresa de un destacamento de soldados en Gerri, la interceptación en Oliana de un convoy de vestuarios que con impaciencia se aguardaba para el indispensable abrigo de tropas casi desnudas, y la captura de las brigadas en la Seo. Las nieves y los hielos tenían interceptados los caminos, y para asegurar la llegada de algunas provisiones tenían que hacerse marchas penosísimas, en algunas de las cuales las acémilas se despeñaban y los hombres se quedaban helados. En cambio de tantas privaciones y trabajos, que paralizaban o entorpecían las operaciones, consolaban al general en jefe y a las tropas las noticias de hallarse en marcha algunos cuerpos de refuerzo. También recibió Mina la comunicación oficial de haber sido elevado al inmediato empleo de teniente general, previniéndole al mismo tiempo que remitiera relación de los jefes y oficiales que se hubiesen distinguido y héchose dignos de premio. Aprovechó Mina esta ocasión para proponer para el ascenso inmediato a los bizarros brigadieres Zorraquín, Rotten y Manso, sin perjuicio de las gracias que deberían recaer sobre la mayor parte de los individuos de su pequeño ejército, que todos rivalizaban en valor, y todos sufrían igualmente.

Pasó el resto del mes de diciembre sin otro encuentro serio que el que tuvo Manso con una columna de dos mil facciosos en las inmediaciones de Tortosa, la cual acabó de derrotar en Cherta. Pero al propio tiempo se presentó con mil quinientos, viniendo de Mequinenza, aquel Bessieres, que preso y sentenciado por republicano en Barcelona, pagaba ahora, acaudillando a los soldados de la fe, la indulgencia con que había sido tratado. De este modo, a pesar de la actividad, del valor y de los triunfos de las tropas constitucionales, aun bullían por todas partes facciosos, así por estar casi todo el país sublevado, como por lo poco que se adelantaba con arrojarlos de España, puesto que volvían socorridos y protegidos por los franceses. El 31 (diciembre) pasó Mina a la Seo de Urgel a conferenciar con Zorraquín.

La guerra, en vez de perder su carácter rudo y feroz, íbase haciendo cada día más sangrienta y horrible. Los facciosos por su parte saqueaban y asesinaban, y cometían todo género de atrocidades, especialmente con aquellos pueblos o moradores que, o les resistían, o no se mostraban adictos suyos. Algunos se habían ido armando para su propia defensa y la de sus hogares. Las tropas del ejército nacional no aflojaban tampoco en su sistema de rigor, y eso que la destrucción de Castellfollit y el terrible bando de Mina de 24 de octubre, no solo habían sido mirados en la corte con desagrado y como medidas excesivamente severas, sino que el gobierno mismo hubo de decir al general en jefe, «que tales medidas estaban fuera del límite que en el sistema constitucional era permitido a la autoridad de los generales de los ejércitos.» Mina sin embargo, seguía creyendo que, si bien es justo que los gobiernos quieran que sus mandatarios no traspasen nunca la ley en sus disposiciones, hay casos y momentos, y más en las guerras civiles, en que es preciso tolerar que se traspase aquella línea por evitar mayores males. Es lo cierto que a pesar de aquella advertencia del gobierno, el terrible ejemplar de Castellfollit se repitió luego en San Llorens de Morunis o del Piteus.

Eran los moradores de esta población de los partidarios más acérrimos de las bandas que se llamaban de la fe. Era el punto que servía como de depósito donde los jefes de guerrillas llevaban sus prisioneros y los frutos de sus saqueos y depredaciones. El general Rotten que maniobraba por aquella comarca se propuso hacer otro escarmiento con aquel foco de la rebelión, y como lograra ahuyentar de allí las facciones, y como los habitantes huyeran del pueblo siguiendo a aquellas, hizo lo que expresa la siguiente orden general, y el bando que con harto dolor nuestro estampamos a continuación, como testimonio lastimoso de la crudeza de aquella guerra.

Orden general dada a la 4.ª división del ejército de operaciones de Cataluña.

La 4.ª división del ejército de operaciones del sétimo distrito militar (Cataluña) borrará del mapa de España la villa esencialmente facciosa y rebelde, llamada San Llorens de Morunis (o Piteus), con cuyo fin será saqueada y entregada a las llamas. Los cuerpos tendrán derecho al saqueo en las casas de las calles que se les señalen, a saber, el batallón de Murcia, en las calles de Arañas y de Balldefred: Canarias, en las calles de Segories y de Frectures: Córdoba, en las calles de Ferronised y Ascervalds, y el destacamento de la Constitución y la artillería en los arrabales. (Exceptúanse de ser incendiadas, cuando se dé la orden, las casas de doce a trece patriotas.)

Siguen los detalles para la ejecución de esta orden.

Bando. Don Antonio Rotten, caballero de la orden nacional de San Fernando, brigadier, &c.

Ordeno y mando lo siguiente:

Artículo 1.º La villa que se llamaba San Llorens de Morunis o Piteus, ha sido saqueada e incendiada por mi orden, a causa de la sedición de sus habitantes contra la Constitución de la monarquía, que nunca han querido jurar, como también por haber caído en las penas señaladas en el bando de S. E. el general en jefe de este ejército, publicado en 24 de octubre último, en el sitio donde existió Castelfollit.

Art. 2.º No podrá reconstruirse esta villa sin la autorización necesaria de las Cortes.

Art. 3.º Ninguno de los que la habitaron podrá fijar su domicilio en los distritos de Solsona y Berga, sin permiso del gobierno, o de S. E. el general en jefe del ejército.

Art. 4.º Exceptúanse las familias de los patriotas y de los que piensan bien. (Siguen los nombres de doce personas.)

Art. 5.º En virtud de la obligación de los vecinos e hijos de la villa que se llamó San Llorens, de fijar su domicilio fuera de los distritos de Solsona y de Berga, los que allí se encontrasen serán fusilados, si no justifican que salieron del lugar antes del 8 del corriente, día en que entraron las tropas nacionales, o que se hallan comprendidos en alguna de las excepciones o bandos que rigen sobre los facciosos.

Art. 6.º Los que hubiesen abandonado la villa antes del 18 del corriente, los sexagenarios, las mujeres y los jóvenes menores de diez y seis años, no podrán fijar su domicilio en los dos distritos sin el permiso del gobierno o del general en jefe, bajo pena de ser expulsados por la fuerza, y entendiéndose que se les concede un mes, contado desde este día, para la evacuación.

Art. 7.º Esta orden se comunicará para su puntual cumplimiento a los cuerpos y destacamentos que pertenecen a la división, a las comisiones de vigilancia y a los Ayuntamientos constitucionales de los indicados distritos, para que lo comuniquen a sus respectivas poblaciones.

Dado en las ruinas de San Llorens de Morunis a 20 de enero de 1823.

Proseguía entretanto el bloqueo y circunvalación de los fuertes de la Seo de Urgel. Había días de sostenido fuego entre sitiados y sitiadores; días de silencio de unos y de otros; salidas intentadas con más o menos éxito; peleas para impedir la llegada de socorros y provisiones, ya a los de dentro, ya a los de fuera, y todos los sucesos varios de un prolongado cerco. Mina acudía allí donde lo consideraba más conveniente según las noticias y partes que recibía, y combinaba con sus caudillos las evoluciones que tenía por más oportunas al logro de su objeto en las comarcas circunvecinas de la plaza, dando lugar a muchas acciones parciales que fuera impertinente describir. Conócese que los sitiados carecían de noticias exactas de las posiciones de sus enemigos, porque el bloqueo dejaba claros por donde pudieran huir, y sin embargo no se resolvían a ello, y cada día era su situación más apurada y expuesta a sucumbir. Por fuera se movían sin cesar las facciones, y el mismo Mina nos da una idea de estos movimientos, diciendo en sus Memorias al terminar la relación de los sucesos de enero de 1823:

«Los tales facciosos parece que se multiplicaban en todas partes, y muy principalmente los que hacían cabezas de su partido; porque Misas, Mosen Antón, Queralt, Miralles, tan pronto parecían con sus hordas en una provincia como en otra de las cuatro del Principado. Rotten siempre los tenía encima; Milans los escarmentaba continuamente, y al instante volvían a pararse sobre sus espaldas o costados; mi columna estaba circundada de ellos; últimamente, el general Butrón, segundo cabo del distrito, me avisaba que con mucha frecuencia tenía que salir de Barcelona con fuerzas para ahuyentarlos de aquellas inmediaciones; y en todas partes lo mismo, Misas, Antón, Targarona, Caragol y demás, según los avisos oficiales que yo recibía. Los señores franceses, con la protección que les daban, nos proporcionaban tales satisfacciones.»

Al fin, aquellos facciosos que con tanta tenacidad habían defendido los fuertes de la Seo de Urgel, los abandonaron a las altas horas de la noche del 2 al 3 de febrero (1823), refugiándose en la pequeña república o valle neutral de Andorra. A las tres y media de la mañana del 3 entró en ellos el jefe de la plana mayor con la compañía de cazadores de Mallorca. Inmediatamente montó Mina a caballo y voló en persecución de los fugitivos, los cuales dejaron en aquel camino de sierras y desfiladeros algunos centenares de muertos, con multitud de efectos de guerra, equipos y toda clase de despojos. Despachó en posta a su ayudante Cañedo para que trajese a la corte tan fausta nueva, y envió extraordinarios a las capitales de las cuatro provincias de Cataluña, a Zaragoza, al cónsul de España en Perpiñán, al embajador español en París, y a varios otros puntos que creyó conveniente: después de lo cual, el 6 (febrero) tomó el camino de Barcelona, de incógnito, y sin más compañía que la del intendente del ejército, para atender a los medios de ejecutar sus ulteriores planes.

Favorable había sido también la fortuna a los constitucionales en Navarra, donde Quesada se vio igualmente forzado a refugiarse en Francia, batido por Espinosa. Sucedió a éste Torrijos en el mando de aquel antiguo reino, y lejos de dejar reponerse a los absolutistas, los arrojó de Irati, aquel fuerte situado en la frontera, que era para los facciosos de Navarra como los de Urgel para Cataluña. Por la parte de Castilla, Merino, que era el más fuerte de los guerrilleros, había sido también sorprendido y derrotado en Lerma, provincia de Burgos. No habían corrido tan prósperamente las cosas por la parte de Aragón y en el territorio que separa aquel reino de la capital. Habíase aparecido allí con una fuerte columna, que se hacía subir a cuatro mil facciosos, procedente de Fraga y Mequinenza, el ingrato y traidor francés Bessieres, que tuvo la audacia de intimar la rendición a Zaragoza, si bien fue despreciada su intimación, como era de esperar. Mas hallándose allí de paso los refuerzos que el gobierno enviaba a Cataluña, y que Mina estaba esperando, detúvolos el comandante general de Aragón don Manuel de Velasco para perseguir con ellos y con su tropa a Bessieres, el cual, después de otra tentativa inútil sobre Calatayud, se corrió camino de Madrid, llegando hasta Guadalajara, a diez leguas de la capital.

Alarmó esta noticia a la corte, tanto más, cuanto que la guarnición que en ella había era escasa. Sin embargo, el gobierno hizo salir una columna de tropa y nacionales a las órdenes de O'Daly, uno de los jefes de la revolución del año 20, acompañado del Empecinado. Repartiéronse éstos la fuerza, y dividiéronla en dos trozos para caer a un tiempo por distintos puntos sobre el enemigo. Confiaban también en que éste vendría perseguido por las tropas de Aragón, mas no era así, por no haber creído aquel comandante general deberlas sacar fuera de su distrito. De modo que habiendo encontrado O'Daly con su columna a Bessieres en Brihuega (24 de enero, 1823), antes que llegara la del Empecinado, y no habiendo esperado a ésta para el ataque, aprovechando Bessieres la ocasión la derrotó completamente, quedando en su poder la artillería y muchos prisioneros. Cuando llegó el Empecinado, ignorante del suceso, y también sin las debidas precauciones, hallose igualmente solo, y acometido por los vencedores retirose con su gente a la desbandada, pudiendo salvarse con trabajo.

Gran consternación produjo en Madrid la derrota de Brihuega, aumentándose con la llegada de los fugitivos. Era la ocasión en que, como diremos en su lugar, los ánimos estaban sobresaltados con las notas y con las amenazas de guerra de las potencias de la Santa Alianza. El gobierno participó de aquel susto, y tomáronse tales disposiciones como si se viese amenazada la capital. Reuniose la milicia, empuñaron las armas los empleados, y se dio el mando de la fuerza al general Ballesteros, que a su vez nombró otros generales para la defensa de las puertas de la capital. Formose además apresuradamente otra columna para que saliese al encuentro de los realistas, cuyo mando se confió al conde de La-Bisbal, atendida su reputación militar, y no obstante sus veleidades y sus defecciones anteriores, pero que a la sazón se había adherido con empeño a la parcialidad exaltada. Salió pues La-Bisbal con su columna. «No vaciló, escribía, en asegurar a V. E. que en cualquier punto donde logre venir a las manos con la facción, no solamente caerá en mi poder la artillería, sino que será enteramente destruida esa horda de enemigos de la libertad. Sin embargo los facciosos tomaron y fortificaron a Huete, donde permanecieron hasta el 10 de febrero (1823). Aquel día, mientras el de La-Bisbal practicaba un reconocimiento en dirección de Cuenca para proteger la llegada de una columna que de Valencia esperaba, abandonaron aquella población, retirándose los unos a Aragón, los otros a Valencia, siendo pocas las ventajas que sobre ellos pudieron obtener las tropas constitucionales. Quedó otra vez el Empecinado al frente de la fuerza, y La-Bisbal regresó a la corte, no sin menoscabo en la opinión de inteligente y activo que había adquirido en la guerra de la independencia, y que en otras ocasiones había sabido mantener.

Como siempre los peligros que se tocan de cerca son los que naturalmente afectan más, sin que baste a dar tranquilidad la reflexión de que puedan ser pasajeros, ni la comparación con otros mayores, pero que pasan a más distancia, la derrota de Brihuega influyó mucho en el espíritu público, y decíase en la corte que cómo era posible que resistiese al poder de las naciones coligadas que amenazaban invadirnos un gobierno que no tenía fuerza para acabar con unas gavillas de guerrilleros, y se dejaba aterrar por un puñado de facciosos. Pero la verdad es que este terror y aquella censura nacían de la idea y convencimiento general que se tenía de la proximidad de una invasión extranjera, especialmente por parte de la Francia, para destruir el gobierno y el sistema representativo. El mismo Mina lo esperaba así, y en aquellos mismos días le avisaron de Madrid que cinco individuos de la legación francesa habían salido ya en posta para París, y que el embajador mismo tenía ya los pasaportes del gobierno, y emprendería su marcha de un momento a otro.

Por desgracia la intervención armada extranjera era un suceso que podía contarse por irremediable, como obra y resultado de los propósitos, deliberaciones y acuerdo de la Santa Alianza, según ya evidentemente se desprendía de las notas que se habían cruzado entre el gobierno español y los gabinetes de las potencias que constituían aquella, lo cual será el asunto importante de que nos proponemos dar cuenta en el siguiente capítulo. Anunciábalo además claramente el discurso pronunciado por el rey Luis XVIII al abrirse las sesiones de las cámaras (28 de enero), que también daremos a conocer allí.

Solo añadiremos ahora, que los desórdenes de los liberales exaltados de aquella época, desórdenes que explotaban los enemigos interiores y exteriores de la libertad española para cohonestar la guerra de dentro y las conspiraciones de fuera, lejos de cesar o moderarse para quitar pretextos y conjurar la tormenta que se venía encima, parecían ir en aumento cuanto más se acercaba el peligro. Las sociedades secretas, foco perenne de escándalos y perturbaciones, se hacían la guerra hasta entre sí mismas, sacando mutuamente a plaza sus miserias al mismo tiempo que sus ridículos misterios, publicando sus estatutos y los nombres de sus afiliados, y denostándose recíprocamente con sátiras y sarcasmos en sus respectivos periódicos. El gobierno mismo, como si quisiera que no se olvidase haber salido de ellas, cometió la imprudencia de permitir la que se formó con el título de sociedad Landaburiana, cuyo solo nombre indicaba componerse de los que se decían vengadores del oficial Landáburu, asesinado a las puertas del palacio. Era esta sociedad de comuneros, y presidíala con el título sarcástico de Moderador del orden el diputado Romero Alpuente, el pequeño Danton, como le llama un historiador contemporáneo, que proclamaba frecuentemente la necesidad de que pereciesen en una noche catorce o quince mil habitantes de Madrid para purificar la atmósfera política; al modo que Morales, el pequeño Marat al decir del mismo escritor, proclamaba en la Fontana de Oro que la guerra civil era un don del cielo{3}.

El ministerio mismo, después de haber intentado por varios medios templar el imprudente ardor de la sociedad Landaburiana, tuvo que cerrarla, so pretexto de amenazar ruina el edificio en que se reunía; mas, como dice otro historiador de aquellos sucesos, «el edificio que venía abajo era el de la patria.»




{1} Poníanseles además otras trabas. Se fijaban las horas en que estas sociedades podían reunirse y las en que habían de disolverse. No podían tener carácter de tales ante la ley, y si querían representar habían de hacerlo como particulares, y no como corporaciones. En caso de manifestarse síntomas de sedición en alguna de estas reuniones, la autoridad podría suspenderlas, en cuyo caso se leería tres veces esta ley a los concurrentes para que se retiraran.

{2} La medida que se había discutido era la 9.ª, y estaba redactada en los siguientes términos: «Siendo sobremanera escandaloso y repugnante que pretendan disfrutar de todos los beneficios de la Constitución los criminales que conspiran contra ella, se declara llegado el caso del artículo 308 de la misma Constitución, y suspensas las formalidades prescritas para el arresto de los delincuentes en las causas que se formen contra los que directa o indirectamente conspiren para destruir el sistema constitucional.»

{3} Otro escritor contemporáneo, miembro que era, y de los más influyentes, de aquellas sociedades, hace la siguiente pintura del estado en que entonces se encontraban. «La de los Comuneros, dice, estaba en guerra abierta con la de los Masones. Seguíanse las hostilidades con ardor en los periódicos, y en otros mil campos de batalla de poca nota, dañándose mutuamente de palabra y de obra con empeño incesante. Pero en las Cortes procedían masones y comuneros contra la parcialidad moderada, su común contraria… El cuerpo supremo gobernador de la masonería estaba en tanto dividido, allegándose unos de sus miembros a los comuneros, y otros a los moderados, si bien no a punto de confundirse con las gentes a quienes se arrimaban… Los comuneros vinieron a desunirse, yéndose los más de ellos con la gente desvariada y alborotadora, y los menos casi confundiéndose entre la masonería, y por último, mezclándose también con los enemigos de la Constitución los moderados ante sus defensores, a quienes repugnaba la unión con los exaltados. Esta descomposición de partidos, lenta, pero segura, no produjo amalgamas perfectas; por donde vinieron a quedar rotos en fragmentos los antiguos bandos, y la sociedad política a cada hora más confusa y disuelta.»

Y hablando de la sociedad Landaburiana dice el mismo escritor: «En Madrid, en vez de la sociedad de la Fontana, con su impropio título de Amigos del orden, se estableció una en el convento de Santo Tomás, llamándose Landaburiana, en honra a la memoria del sacrificado oficial de guardias Landáburu. Abierta, se precipitaron hombres de los varios bandos en que estaba subdividido el exaltado, a contender por los aplausos, y aun por algo más sólido, que podían conseguir haciéndose gratos en aquel lugar a la muchedumbre. Desde luego los anti-ministeriales llevaron la ventaja, no siendo auditorio semejante propenso a aplaudir más que las censuras amargas y apasionadas hechas de los que gobiernan. No dejó de presentarse Galiano, engreído con su concepto de orador; pero si bien fue aplaudido en alguna declamación pomposa y florida contra los extranjeros, próximos ya a hacer guerra a España, cuando quiso oponerse a doctrinas de persecución y desorden, allí mismo por otros proclamadas, fue silbado, o poco menos, y hasta vino a hacerse blanco de odio, siendo común vituperar con acrimonia su conducta.»

El que así habla de Galiano es el mismo don Antonio Alcalá Galiano, en su Compendio de la Historia de Fernando VII.