Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XIV
El congreso de Verona
Las notas diplomáticas
1822-1823

Espíritu de la Santa Alianza.– Conferencias en Verona.– Representación de la Regencia de Urgel a los plenipotenciarios.– No envía España representantes a Verona.– Preguntas formuladas por el plenipotenciario francés.– Contestaciones de las potencias.– La de la Gran Bretaña.– Tratado secreto de las cuatro grandes potencias en Verona.– Desaprobación del ministro inglés.– Conferencia de Wellington con Mr. de Villéle.– Notas de las potencias al gabinete español.– La de Francia.– La de Austria.– Las de Prusia y Rusia.– Respuestas de gobierno español.– Da conocimiento de ellas a las Cortes.– Impresión que causan en la Asamblea.– Proposición de Galiano, aprobada por unanimidad.– Ídem de Argüelles.– Aplausos a uno y a otro.– Tierna escena de conciliación.– Célebre y patriótica sesión del 11 de enero.– Comisión de mensaje al rey.– Discursos notables.– Pasaportes a los plenipotenciarios de las cuatro potencias.– Ídem al Nuncio de Su Santidad.– Comunicación del ministro británico sobre la actitud del gobierno francés.– Discurso de Luis XVIII en la apertura de las cámaras francesas.– Amenaza que envuelve.– Intentos y gestiones de la Gran Bretaña para impedir la guerra.– Consejos a España.– Firmeza del gobierno español.– Prepárase a la guerra.– Distribución de los mandos del ejército.– Proyecto de traslación de las Cortes y del gobierno de Madrid a punto más seguro.– Proposición y discusión en las Cortes sobre este proyecto.– Se aprueba.– Censuras que se levantan contra esta resolución.– Repugnancia y resistencia del rey.– Exoneración de los ministros.– Alboroto en Madrid.– Vuelven a ser llamados.– Terminan las Cortes extraordinarias sus sesiones.
 

Las potencias de la Santa Alianza, que habían destruido el sistema constitucional proclamado en Nápoles y en el Piamonte, y restablecido el antiguo despotismo en aquellos reinos, no habían olvidado ni perdido de vista un momento la situación del pueblo y del monarca español desde la revolución de 1820, no habiendo tomado respecto a España una resolución definitiva, semejante a la que tomaron con las naciones italianas, por las causas y consideraciones que antes hemos indicado. Pero era de esperar y temer que la tomasen, siendo para ellas objeto de odio y de recelo las libertades españolas, y ofreciéndoles sus excesos motivo o pretexto doble para mirarlas como peligrosas para el sosiego de Europa, y funesto su contagio principalmente para la vecina Francia.

De aquí la guerra, poco disimulada, aunque indirecta, que el gobierno francés había estado haciendo casi desde el principio a la Constitución española y al partido liberal: el ejército que puso al otro lado de la frontera de España, primero con el título de cordón sanitario, so pretexto o con el fin ostensible de preservar su país de la peste que afligía nuestras provincias limítrofes; después, y habiendo cesado aquel motivo, con el nombre de ejército de observación; y por último, la protección y auxilios desembozadamente dados a las facciones absolutistas, ya pasasen voluntariamente a su suelo, ya fuesen arrojadas a él por las tropas del ejército nacional.

Así, desde que se reunieron en Verona los plenipotenciarios de Francia, Austria, Rusia y Prusia, entre los asuntos que señalaron como materia de sus deliberaciones fue ya uno de ellos el peligro que veían en la revolución de España para las potencias de Europa, y para la Francia en particular{1}. Y en el Congreso de soberanos que se había acordado y se celebró después con toda solemnidad en la misma ciudad de Verona, cuyas conferencias comenzaron con formalidad en octubre de 1822, no era un misterio para nadie que había de decidirse bajo aquel punto de vista la suerte de España. Asistieron a este Congreso, además de los soberanos de Austria y Prusia, Nápoles, Toscana y otros príncipes, los plenipotenciarios y hombres de Estado de más cuenta de las principales potencias de Europa, como el príncipe de Metternich, barón de Lebreltern, conde de Nesselrode, de Lieven, Pozzo di Borgo, duque de Wellington, marqués de Londonderry, vizconde Strangford, de Montmorency, de Chateaubriand, de Ferronays, de Rayneval, y otros muchos personajes notables y de primer orden{2}.

El gobierno español no envió ni representante, ni agente, ni negociador alguno, lo mismo que había sucedido antes en los congresos de Troppau y de Laybach. Explican los ministros de aquella época esta falta de representación que algunos le han censurado, lo primero, por no haber sido llamada la España, ni dádole siquiera conocimiento de la existencia del Congreso; y lo segundo, porque consideraban humillante para el gobierno español presentarse a pleitear con la Regencia de Urgel ante aquel tribunal de soberanos. Ni siquiera quiso pedir la mediación de la Gran Bretaña, teniéndolo por un paso inútil: y lo más que hizo el ministro de Estado San Miguel fue indicar que agradecería sus buenos oficios, persuadido de que la Inglaterra, no pudiendo mediar, no había de poner tampoco resistencia, reservándose, según se expresaba, obrar en adelante como más le conveniese{3}.

Por el contrario, activa y diligente la Regencia realista de Urgel, aquella Regencia instalada en agosto con autorización de Fernando, rey constitucional, para gobernar en nombre de Fernando, rey absoluto{4}, habíase adelantado a dirigir una representación a los plenipotenciarios reunidos en Verona (12 de setiembre, 1822), en la cual pedía por conclusión, que el primer paso por ahora fuese el de restablecer las cosas en el estado que tenían el 9 de marzo de 1820. Después, decía, por disposición de VV. MM. y con su intervención, será oída la voz verdadera de la nación. Y por último pedía alguna fuerza armada, por si la necesitaba para auxiliar sus providencias. Ya antes había enviado la misma Regencia, a la cual ciertamente no se podría tachar de inactiva, comisionados a cada una de las cortes de la Santa Alianza, los cuales fueron recibidos por la de Rusia con muestras de cordialidad y simpatías: y en cuanto a la de Francia, baste decir que consiguió negociar un empréstito de ocho millones de francos, siendo el primer negociador el conocido y célebre Mr. Ouvrard. Pero sus diputados no fueron admitidos en las conferencias de Verona.

A pesar de la enemiga con que los gobiernos de la Santa Alianza miraban las libertades españolas, ni los aliados, ni el ministro mismo de Francia Mr. de Villéle estaban por que se declarase la guerra a España. Austria y Prusia no la querían. Villéle en sus instrucciones sobre el asunto, se limitaba a decir: «No estamos resueltos a declarar a España la guerra… La opinión de nuestros plenipotenciarios sobre la cuestión de saber lo que conviene hacer al Congreso respecto de España, será que siendo la Francia la única potencia que debe operar con sus tropas, también será la sola que juzgue de la necesidad de tal medida.{5}» Pero declaráronse partidarios de la guerra, primeramente el conde de Montmorency, revolucionario en su juventud, y en su edad madura celosísimo monárquico; y después el vizconde de Chateaubriand, hombre de florido ingenio como literato y escritor, no del más sólido criterio como político, que en su poética imaginación veía en la guerra de España una buena ocasión de adquirir las glorias militares de que carecía y necesitaba el blanco pendón de los Borbones. Esta idea le había preocupado mucho tiempo hacía, y de haberla acariciado y trabajado hasta realizarla hace él alarde en sus escritos, como de cosa de que había de resultarle gloria y fama póstuma.

Y aunque él quería hacer de Fernando un rey tolerante, templado y prudente, tal como las circunstancias del siglo y del mundo, y las especiales del pueblo español exigían, aun para esto creía indispensable devolverle el lleno de su dominación, y sustituir el principio monárquico al popular, siendo el pueblo el que recibiera la forma de gobierno de mano y por la voluntad del rey, al modo del sistema que en Francia regía. Para esto halló un auxiliar poderoso en el emperador Alejandro de Rusia, que soberbio y orgulloso, de veleidoso carácter, tan resuelto absolutista ahora, como antes había blasonado de liberal, gustaba aparecer como el regulador de las cosas de Europa. Montmorency, injusto siempre con España, presentaba al Congreso la cuestión de una manera hipócrita, como si fuese nuestra nación la que provocaba y amenazaba invadir la Francia, y suponiendo a ésta en la necesidad de sostener una guerra defensiva, cuando sabía y le constaba de sobra que trabajada España por la guerra civil en los campos, en lucha los partidos políticos en las poblaciones, enemigas entre sí las sociedades secretas, y en desacuerdo el rey y los constitucionales, no estaba en disposición de invadir otras naciones, sino en el caso de aspirar a ser respetada por ellas en su independencia y en todo lo que a su gobierno interior pertenecía.

Para precisar las cuestiones, el plenipotenciario francés en Verona hizo a los de las otras cuatro potencias las preguntas siguientes (20 de octubre, 1822): –1.ª En el caso de que la Francia se viese en la necesidad de retirar su ministro de Madrid, y de cortar todas las relaciones diplomáticas con España, ¿están dispuestas las altas potencias a adoptar las mismas medidas, y a retirar sus respectivos ministros? –2.ª En el caso de que estallase la guerra entre Francia y España, ¿bajo qué forma, y con qué hechos suministrarían las altas potencias a la Francia aquel auxilio moral que daría a sus medidas el peso y la autoridad de la alianza, e inspiraría un temor saludable a todos los revolucionarios de todos los paises? –3.ª ¿Cuál es, finalmente, la intención de las altas potencias acerca de la extensión y forma de los auxilios efectivos (secours matériels) que estuviesen en disposición de suministrar a la Francia, en el caso de que ésta exigiese la intervención activa, por creerla necesaria?

El 30 de octubre (1822) se leyeron las contestaciones de los aliados a las tres preguntas. Las potencias continentales manifestaban que obrarían de acuerdo con Francia, y que le prestarían todo el apoyo y auxilio que necesitase: el tiempo, modo y forma de este auxilio se determinaría en un tratado particular. Muy diferente fue la contestación de la Gran Bretaña. «Sin reproducir, decía, los principios que el gobierno de S. M. Británica ha considerado como base de su conducta relativamente a los asuntos de otros países, considera que de cualquier modo que se desapruebe el origen de la revolución española, cualquier mejora que pudiera desearse en el sistema español, para bien de la misma España, debe buscarse más bien en las medidas que se adopten en la misma nación que no en el extranjero, y particularmente en la confianza que al pueblo español puede inspirarle el carácter de su rey. Considera que una intervención con el objeto de dar auxilio a un monarca que ocupa su trono, para destruir lo que ya está establecido, o para promover el establecimiento de cualquier otra forma de gobierno o Constitución, particularmente siendo por la fuerza, solo servirá para poner a aquel monarca en una posición falsa, e impedirle buscar aquellas medidas de mejora que podían estar a su alcance. Tal intervención siempre le ha parecido al gobierno británico que sería tomar sobre sí una responsabilidad innecesaria, que considerando todas las circunstancias, debe poner en riesgo al rey de España, y exponer a la potencia o potencias que interviniesen al ludibrio, al riesgo cierto, y a desastres posibles, a gastos inmensos, y resultados desagradables que dejasen fallidas sus esperanzas.» Extendíase en otras análogas consideraciones, y concluía por oponerse a todo proyecto de hostilidad o de intervención en España{6}.

A pesar de esto los ministros de las potencias continentales continuaron deliberando sobre el modo como había de realizarse la intervención, y resultado de estas conferencias fue el tratado secreto que se celebró el 22 de noviembre (1822) entre los plenipotenciarios de Austria, Francia, Prusia y Rusia, cuyo contexto es el siguiente:

Los infrascritos plenipotenciarios, autorizados especialmente por sus Soberanos para hacer algunas adiciones al tratado de la Santa Alianza, habiendo canjeado antes sus respectivos plenos poderes, han convenido en los artículos siguientes:

Artículo 1.º Las altas partes contratantes, plenamente convencidas de que el sistema del gobierno representativo es tan incompatible con el principio monárquico, como la máxima de la soberanía del pueblo es opuesta al principio del derecho divino, se obligan del modo más solemne a emplear todos sus medios, y unir todos sus esfuerzos para destruir el sistema del gobierno representativo de cualquier Estado de Europa donde exista, y para evitar que se introduzca en los Estados donde no se conoce.

Art. 2.º Como no puede ponerse en duda que la libertad de la imprenta es el medio más eficaz que emplean los pretendidos defensores de los derechos de las naciones, para perjudicar a los de los príncipes, las altas partes contratantes prometen recíprocamente adoptar todas las medidas para suprimirla, no solo en sus propios Estados, sino también en todos los demás de Europa.

Art. 3.º Estando persuadidos de que los principios religiosos son los que pueden todavía contribuir más poderosamente a conservar las naciones en el estado de obediencia pasiva que deben a sus príncipes, las altas partes contratantes declaran, que su intención es la de sostener cada una en sus Estados las disposiciones que el clero por su propio interés esté autorizado a poner en ejecución para mantener la autoridad de los príncipes, y todas juntas ofrecen su reconocimiento al papa, por la parte que ha tomado ya relativamente a este asunto, solicitando su constante cooperación con el fin de avasallar las naciones.

Art. 4.º Como la situación actual de España y Portugal reúne por desgracia todas las circunstancias a que hace referencia este tratado, las altas partes contratantes, confiando a la Francia el cargo de destruirlas, le aseguran auxiliarla del modo que menos pueda comprometerlas con sus pueblos, y con el pueblo francés, por medio de un subsidio de 20 millones de francos anuales cada una, desde el día de la ratificación de este tratado, y por todo el tiempo de la guerra.

Art. 5.º Para restablecer en la península el estado de cosas que existía antes de la revolución de Cádiz, y asegurar el entero cumplimiento del objeto que expresan las estipulaciones de este tratado, las altas partes contratantes se obligan mutuamente, y hasta que sus fines queden cumplidos, a que se expidan, desechando cualquiera otra idea de utilidad o conveniencia, las órdenes más terminantes a todas las autoridades de sus Estados, y a todos sus agentes en los otros países, para que se establezca la más perfecta armonía entre los de las cuatro potencias contratantes, relativamente al objeto de este tratado.

Art. 6.º Este tratado deberá renovarse con las alteraciones que pida su objeto, acomodadas a las circunstancias del momento, bien sea en un nuevo Congreso, o en una de las cortes de las altas partes contratantes, luego que se haya acabado la guerra de España.

Art. 7.º El presente será ratificado y canjeadas las ratificaciones en París en el término de dos meses.

Por Austria, Metternich.

Por Francia, Chateaubriand.

Por Prusia, Berestorff.

Por Rusia, Nesselrode.

Dado en Verona a 22 de noviembre de 1822.

Como consecuencia de este tratado acordaron que cada potencia enviara a su respectivo ministro plenipotenciario en Madrid una comunicación separada, aunque de un mismo tenor, que primero se pensó en que fuese nota oficial, y después se convino en que fuese en forma de instrucción, explicando sus intenciones al gobierno de España. Cuando los ministros de las cuatro potencias dieron conocimiento de estas comunicaciones al plenipotenciario inglés, éste volvió a manifestar su desaprobación, como contrarias a los principios bajo los cuales el rey de Inglaterra había obrado invariablemente en todas las cuestiones relativas a los asuntos interiores de otros países; que el gobierno del rey no podía aconsejarle que usase el mismo lenguaje que sus aliados respecto a España, y que debía limitar sus buenos deseos y sus esfuerzos a los que hiciera su ministro en Madrid para calmar la fermentación que aquellas comunicaciones ocasionarían, y a hacer todo el bien que le fuera posible.

No satisfecho con esto el gabinete de la Gran Bretaña, propuso al gobierno francés que se suspendiera la remisión de las comunicaciones a Madrid. Pasó al efecto a París el duque de Wellington, y habiendo tenido una entrevista con el ministro Mr. de Villéle, consiguió que éste recomendara un nuevo examen en Verona de las notas redactadas, con la idea de inducir a las mismas cortes a suspenderlas.

El mismo Wellington pasó una nota al ministro francés Montmorency (17 de diciembre, 1822), expresando que si el resultado de aquel examen no fuese suficiente para alejar todo peligro de hostilidad, el rey su amo se hallaba pronto a admitir el oficio de mediador entre los gobiernos francés y español, y a emplear los más eficaces esfuerzos para el ajuste de sus diferencias y para la conservación de la paz del mundo. A la cuál contestó el ministro de Negocios extranjeros de Francia (20 de diciembre, 1822), que S. M. Cristianísima apreciaba los buenos sentimientos del rey de Inglaterra en favor de la paz, pero que la situación de la Francia respecto de España no era de tal naturaleza que requiriese una mediación entre las dos cortes, y que agradeciendo la oferta, tenía el sentimiento de no poder aceptarla.

Inútiles fueron todos los esfuerzos del gabinete británico. Los de la Santa Alianza tenían tomada su resolución, y con arreglo al tratado secreto procedieron a pasar sus respectivas comunicaciones. He aquí la que dirigió Chateaubriand a nombre de la Francia a su ministro en Madrid, conde de Lagarde (25 de diciembre, 1822):

«Señor conde.

»Pudiendo variar vuestra situación política a consecuencia de las resoluciones tomadas en Verona, es propio de la lealtad francesa encargaros que hagáis saber al gobierno de S. M. C. las disposiciones del gobierno de S. M. Cristianísima.

»Desde la revolución acaecida en España, desde el mes de abril de 1820, la Francia, a pesar de lo peligrosa que era para ella esta revolución, ha puesto el mayor esmero en estrechar los lazos que unen a los dos reyes, y en mantener las relaciones que existen entre los dos pueblos.

»Pero la influencia bajo la cual se habían efectuado las mudanzas acaecidas en la monarquía española, se ha hecho más poderosa por los mismos resultados de estas mudanzas, como hubiera sido fácil prevéer.

»Una insurrección militar sujetó al rey Fernando a una Constitución que no había reconocido ni aceptado al volver a subir al trono.

»La consecuencia natural de este hecho ha sido, que cada español descontento se ha creído autorizado para buscar por el mismo medio el establecimiento de un orden de cosas más análogo a sus opiniones y principios.

»El uso de la fuerza ha creado el derecho de la fuerza.

»De aquí los movimientos de la Guardia en Madrid, y la oposición de cuerpos armados en diversos puntos de España. Las provincias limítrofes de la Francia han sido principalmente el teatro de la guerra civil. A consecuencia de este estado de turbación en la península, se ha visto la Francia en la necesidad de adoptar las precauciones convenientes, y los sucesos que han ocurrido después del establecimiento de un ejército de observación en la frontera de los Pirineos, han justificado la previsión del gobierno de S. M.

»Entretanto el Congreso, indicado ya desde el año anterior para resolver lo conveniente sobre los negocios de Italia, se reunió en Verona.

»La Francia, parte integrante de este Congreso, ha debido explicarse acerca de los armamentos a que se había visto precisada a recurrir, y sobre el uso eventual que podría hacer de ellos. Las precauciones de la Francia han parecido justas a los aliados, y las potencias continentales han tomado la resolución de unirse a ella para ayudarla (si alguna vez fuere necesario) a sostener su dignidad y su reposo.

»La Francia se hubiera contentado con una resolución tan benévola y tan honrosa al mismo tiempo para ella, pero el Austria, la Prusia y la Rusia han juzgado necesario añadir al acta particular de la alianza una manifestación de sus sentimientos. Estas tres potencias han dirigido al efecto notas diplomáticas a sus respectivos ministros en Madrid; éstos las comunicarán al gobierno español, y observarán en su conducta ulterior las órdenes que hayan recibido de sus cortes.

»En cuanto a vos, señor conde, al comunicar estas explicaciones al gabinete de Madrid, le diréis que el gobierno del rey está íntimamente unido con sus aliados, en la firme voluntad de rechazar por todos los medios los principios y los movimientos revolucionarios; que se une igualmente a los aliados en los votos que éstos forman, para que la noble nación española encuentre asimismo un resultado a sus males, que son de naturaleza propia para inquietar a los gobiernos de Europa, y para precisarlos a tomar precauciones siempre repugnantes.

»Tendréis, sobre todo, cuidado en manifestar que los pueblos de la península restituidos a la tranquilidad, hallarán en sus vecinos, amigos leales y sinceros. En consecuencia daréis al gobierno de Madrid la seguridad de que se le ofrecerán siempre cuantos socorros de todas clases pueda disponer la Francia en favor de España, para asegurar la felicidad y aumentar su prosperidad; pero le declararéis al mismo tiempo, que la Francia no suspenderá ninguna de las medidas de precaución que ha adoptado, mientras que la España continúe siendo destrozada por las facciones.

»El gobierno de S. M. no titubeará en mandaros salir de Madrid, y en buscar sus garantías en disposiciones más eficaces, si continúan comprometidos sus intereses esenciales, y si pierde la esperanza de una mejora que espera con satisfacción de los sentimientos que por tanto tiempo han unido a los españoles y franceses, en el amor de sus reyes, y de una libertad juiciosa.

»Tales son, señor conde, las instrucciones que el rey me ha mandado enviaros en el momento en que se van a a entregar al gabinete de Madrid las notas de los de Viena, Berlín y San Petersburgo. Estas instrucciones os servirán para dar a conocer las disposiciones y la determinación del gobierno francés en esta grave ocurrencia.

»Estáis autorizado para comunicar este despacho, y entregar una copia de él, si se os pidiere.

»París, 25 de diciembre de 1822.»

La dirigida por el gabinete de Viena a su encargado de negocios, conde de Brunetti, era como sigue:

«Señor conde:

»La situación en que se halla la monarquía española, a consecuencia de los acontecimientos ocurridos en ella de dos años a esta parte, era un objeto de una importancia demasiado grande, para dejar de ocupar seriamente a los gabinetes reunidos en Verona. El emperador nuestro augusto amo ha querido que vd. fuese informado de su modo de ver esta grave cuestión, y con este objeto dirijo a usted el presente despacho.

»La revolución de España ha sido juzgada, en cuanto a nosotros, desde que tuvo principio… Aun antes de haber llegado a su madurez, había ya producido grandes desastres en otros países; ella fue la que por el contagio de sus principios y de sus ejemplos, y por las intrigas de sus principales instrumentos, suscitó las revoluciones de Nápoles y del Piamonte, y ella las hubiera generalizado en toda Italia, amenazado la Francia, y comprometido la Alemania, sin la intervención de las potencias que han librado a la Europa de este nuevo incendio. Los funestos medios empleados en España para preparar y ejecutar la revolución, han servido de modelo en todas partes a los que se lisonjeaban de proporcionarle nuevas conquistas; la Constitución española ha sido doquiera el punto de reunión, y el grito de guerra de una facción conjurada contra la seguridad de los tronos y el reposo de los pueblos.

»El movimiento peligroso que había comunicado la revolución de España a todo el Mediodía de la Europa, ha puesto al Austria en la penosa necesidad de apelar a medidas poco conformes con la marcha pacífica que hubiera deseado seguir invariablemente. Ella ha visto rodeada de sediciones una parte de sus Estados, agitada por maquinaciones incendiarias, y al punto de verse atacada por conspiradores, cuyos primeros ensayos se dirigían hacia sus fronteras. A expensas de grandes esfuerzos y sacrificios, ha podido el Austria restablecer la tranquilidad de Italia, y desvanecer sus proyectos, cuyo éxito no hubiera sido indiferente a la suerte de sus propias provincias.

………

»El lenguaje severo que dictan a S. M. I. su conciencia la fuerza de la verdad, no se dirige a España, ni como nación, ni como potencia; solo se dirige a aquellos que la han arruinado y desfigurado, y que se obstinan en prolongar sus sufrimientos.

………

»Todo español que conozca la verdadera situación de su patria, debe ver que, para romper las cadenas que pesan en la actualidad sobre el monarca y el pueblo, es preciso que la España ponga término al estado de separación del resto de la Europa, en que la han puesto los últimos acontecimientos.

………

»El rey de España será libre cuando pueda poner fin a las calamidades de sus pueblos; restablecer el orden y la paz en su reino; rodearse de hombres dignos de su confianza por sus principios y por sus luces; y por último, cuando se sustituya a un régimen reconocido como impracticable por los mismos que le sostienen todavía por egoísmo o por orgullo, un sistema en el cual los derechos del monarca se vean felizmente combinados con los verdaderos intereses y los votos legítimos de todas las clases de la nación.

………

»Hará vd., señor conde, de este despacho el uso más propio de las circunstancias en que se halle vd. al recibirlo, y está vd. autorizado para leerlo al ministro de Negocios extranjeros, y aun para darle copia si la pide.

»Reciba vd. señor conde, la seguridad de mi mayor consideración.

Metternich

Calcadas sobre los mismos principios las de Prusia y Rusia, solo extractarémos de ellas algunos párrafos.

………

«Una revolución, decía la Prusia, nacida de un motín militar, ha roto repentinamente todos los lazos del deber, trastornado todo orden legítimo, y descompuesto los elementos del edificio social, que no ha podido caer sin cubrir todo el país con sus escombros. Se ha creído poder reemplazar este edificio arrancando a su soberano, ya despojado de toda autoridad real y de toda libertad de voluntad, el restablecimiento de la Constitución de las Cortes de 1812, que confundiendo todos los elementos y todos los poderes, partiendo solo del principio de una oposición permanente y legal contra el gobierno, debía necesariamente destruir esta autoridad central y tutelar, que hace la esencia del sistema monárquico. El resultado no ha tardado en hacer conocer a la España los frutos de un error tan fatal. La revolución, es decir, el desencadenamiento de todas las pasiones contra el antiguo orden de cosas, lejos de haberse detenido o comprimido, después de un desarrollo tan rápido como espantoso, el gobierno impotente y paralizado no tuvo ya ningún medio, ni de hacer el bien, ni de impedir o detener el mal. Hallándose todos los poderes concentrados, mezclados y confundidos en una asamblea única, esta asamblea no ha presentado más que un conflicto de opiniones y de miras, y un choque de intereses y pasiones, en medio de las cuales las proposiciones y resoluciones más disparatadas se han cruzado, combatido o naturalizado constantemente. El ascendiente de las funestas doctrinas de una filosofía desorganizadora, no ha podido menos de aumentar el extravío general, hasta que según la tendencia natural de las cosas, todas las nociones de una sana política fuesen abandonadas por vanas teorías, y todos los sentimientos de justicia y moderación sacrificados a los sueños de una falsa libertad. Las leyes e instituciones establecidas bajo pretexto de ofrecer garantías contra el abuso de la autoridad, no fueron más que instrumento de injusticia y de violencia, y un medio de cubrir este sistema tiránico de una apariencia legal.

»No se titubeó ya en abolir, sin miramientos, los derechos más antiguos y sagrados, en violar las propiedades más legítimas, y en despojar a la Iglesia de su dignidad, de sus prerrogativas y de sus posesiones. Es permitido creer que el poder despótico que ejerce una facción, por desgracia del país, se hubiera deshecho antes entre sus manos, si las declamaciones engañadoras que salen de la tribuna, las feroces vociferaciones de los clubistas y la licencia de la imprenta no hubieran comprimido la opinión, y sofocado la voz de la parte sana y razonable de la nación española, que, la Europa no lo ignora, forma la inmensa mayoría. Pero la medida de la injusticia ha sido colmada, y la paciencia de los españoles fieles parece en fin haber llegado a su término. Ya se muestra el descontento en todos los puntos del reino, y provincias enteras están abrasadas por el fuego de la guerra civil.

»En medio de esta cruel agitación se ve el soberano reducido a una impotencia absoluta, despojado de toda libertad de acción o de voluntad, prisionero en su capital, separado de todos los servidores fieles que le quedaban, lleno de disgustos y de insultos, y expuesto de un día a otro a atentados, de que la facción, si ella misma no los provoca contra él, no ha conservado ningún medio de librarle. Vos que habéis sido testigo del origen, de los progresos y resultados de la revolución de 1820, estáis en el caso de reconocer y asegurar que no hay nada exagerado en el cuadro que acabo de trazar rápidamente.»

………

En la de San Petersburgo, que era la más extensa, se leía:

«Señor conde.

»Los Soberanos y los plenipotenciarios reunidos en Verona, en la firme resolución de consolidar más y más la paz de que goza hoy la Europa, y de prevenir todo lo que pudiera comprometer este estado de tranquilidad general, debían desde el momento en que se juntaron dirigir una mirada inquieta y cuidadosa hacia una antigua monarquía, agitada de dos años a esta parte por conmociones interiores, y que no pueden menos de excitar igualmente la solicitud, el interés y los recelos de las demás potencias. Cuando en el mes de marzo de 1820, algunos soldados perjuros volvieron las armas contra el soberano y su patria, para imponer a España unas leyes que la razón pública de Europa, ilustrada por la experiencia de los siglos, desaprobaba altamente, los gabinetes aliados, y principalmente el de San Petersburgo, se apresuraron a señalar las desgracias que arrastrarían tras sí unas instituciones que consagraban la insurrección militar en el modo de establecerlas. Estos temores fueron demasiado pronto, y harto justificados. No se trata aquí de examinar ni de profundizar teorías ni principios. Hablan los hechos; y ¿qué sentimientos no deberá experimentar a la vista de ellos todo español que conserve todavía el amor de su rey y de su país? ¿Qué de remordimientos no acompañan a la victoria de los que hicieron la revolución de España? En la época en que un suceso deplorable coronó su empresa, la integridad de la monarquía española formaba el objeto de los cuidados de su gobierno. Toda la nación estaba animada de los mismos sentimientos que S. M. C.; toda la Europa le había ofrecido una intervención amistosa, para establecer sobre bases sólidas la autoridad de la metrópoli en las provincias de Ultramar, que en otro tiempo habían hecho su riqueza y su fuerza. Animadas por un ejemplo funesto a perseverar en la insurrección las provincias, en que ésta se había manifestado ya, hallaron en los sucesos del mes de marzo la mayor apología de su desobediencia, y las que permanecían todavía fieles se separaron inmediatamente de la madre patria, justamente intimidadas del despotismo que iba a pesar sobre su desgraciado soberano, y sobre un pueblo cuyas innovaciones poco previstas le condenaban a correr todo el círculo de las calamidades revolucionarias. No tardaron en unirse al destrozo de la América los males inseparables de un estado de cosas en que se habían olvidado todos los principios constitutivos del orden social. La anarquía sucedió a la revolución, el desorden a la anarquía. Una posesión tranquila de muchos años cesó bien pronto de ser un título de propiedad; muy pronto fueron puestos en duda los derechos más solemnes; muy pronto la fortuna pública y las particulares se vieron atacadas a un tiempo por empréstitos ruinosos, y por contribuciones continuamente renovadas. En aquellos días, cuya idea sola hace todavía estremecer la Europa, ¡a qué grado no fue despojada la religión de su patrimonio, el trono del respeto de los pueblos, la majestad real ultrajada, la autoridad transferida a unas reuniones, en que las pasiones ciegas de la multitud se disputaban las riendas del Estado! Por último, en estos mismos días de luto, reproducidos desgraciadamente en España, se vio el 7 de julio correr la sangre en el palacio de los reyes, y una guerra civil abrasar la Península…

»Por otra parte, después de la revolución de Nápoles y del Piamonte, que los revolucionarios españoles no cesan de representar como obra suya, se les oye anunciar que sus planes de trastorno no tienen límites… Es de temer que los peligros cada día más reales de vecindad, los que amenazan a la familia real, y las justas quejas de una potencia limítrofe, acaben por suscitar entre ella y la España las complicaciones más graves. Este extremo desagradable es el que desearía evitar S. M. si fuese posible, pero mientras que el rey no se halle en estado de manifestar libremente su voluntad, mientras que a la sombra de un estado de cosas deplorable, los motores de la revolución, unidos por un pacto común a los otros países de Europa, traten de alterar su reposo, ¿está acaso en poder del Emperador, en el de ningún otro monarca, mejorar las relaciones del gobierno español con las potencias extranjeras? Por otra parte, ¿cuán fácil no sería conseguir este objeto esencial, si el rey recobrase con su entera libertad los medios de poner un término a la guerra civil, de prevenir la guerra extranjera, de rodearse de sus más ilustrados y fieles súbditos, para dar a España las instituciones análogas a sus necesidades y a sus legítimos deseos?…

»Una parte de la nación se ha pronunciado ya, solo falta que la otra se una desde ahora a su rey, para libertar a la España, para salvarla, para asignarla en la familia europea un lugar, tanto más honorífico, cuanto arrancado, como en 1814, al triunfo desastroso de una usurpación militar. Al encargaros, señor conde, de dar parte a los ministros de S. M. C. de las consideraciones que se desenvuelven en este despacho, el emperador se complace en creer que sus intenciones y las de sus aliados no serán desconocidas… La respuesta que se dé a la presente declaración, va a resolver cuestiones de la más alta importancia. Las instrucciones de hoy os indican la determinación que deberéis tomar, si los depositarios de la autoridad pública en Madrid desechasen el medio que les ofreceréis, de asegurar a la España un porvenir muy tranquilo.

»Recibid, señor conde, la seguridad de mi distinguida consideración. (Firmado). Nesselrode.

»Verona, 14 (26) de noviembre de 1822.»

Tales fueron las célebres notas de los plenipotenciarios de la Santa Alianza reunidos en Verona, las cuales fueron entregadas al ministro de Estado español don Evaristo San Miguel en los días 5 y 6 de enero de 1823. La noticia de este paso, que se apresuraron a divulgar los empleados y agentes de las embajadas{7}, llenó de júbilo, como era natural, a los absolutistas españoles, y de indignación a los liberales. Los ministros extranjeros pedían una respuesta pronta, y en verdad la contestación ni admitía muchas dilaciones, ni ofreció grandes dudas a los ministros de España, a pesar de los gravísimos compromisos en que las notas los ponían. Así fue que hubo entre ellos poca discusión, y se convino pronto en la respuesta, y se tardó muy poco en redactarla. De forma que en la mañana del 9 de enero se pasó ya a cada uno de los cuatro ministros extranjeros copia de la que el gobierno español dirigía al suyo respectivo en cada una de las cortes, habiendo adoptado el mismo sistema que emplearon para sus comunicaciones los plenipotenciarios de Verona{8}.

Y como se hallasen abiertas las Cortes, presentáronse en ellas los ministros en la sesión del mismo día para darles conocimiento de las comunicaciones y de las respuestas. «Aunque el gobierno sabe, dijo el ministro de Estado, que éste no es de aquellos asuntos que reclaman necesariamente el conocimiento inmediato de las Cortes, creería sin embargo faltar a los sentimientos de buena inteligencia y fraternidad que le ligan con el Congreso nacional, si no pusiese en su conocimiento este negocio. Por lo mismo ha querido dar cuenta de él en sesión pública, para que toda la nación se entere del contenido de estos documentos, y porque el gobierno francés ha tenido cuidado de hacer pública su comunicación al conde de Lagarde. Si las Cortes gustan, daré lectura de estos documentos.» Y ocupando la tribuna, leyó la nota de Francia, que conocen ya nuestros lectores, y en seguida la respuesta, concebida en los términos siguientes:

«Al ministro plenipotenciario de S. M. en París, digo con esta fecha de real orden lo que sigue:

«El gobierno de S. M. Católica acaba de recibir comunicación de una nota pasada por el de S. M. Cristianísima a su ministro plenipotenciario en esta corte, de cuyo documento se dirige a V. E. copia oficial para su debida inteligencia.

»Pocas observaciones tendrá que hacer el gobierno de S. M. Católica a dicha nota; mas para que V. E. no se vea tal vez embarazado acerca de la conducta que debe observar en dichas circunstancias, es de su deber manifestarle francamente sus sentimientos y sus resoluciones.

»No ignoró el gobierno nunca, que instituciones adoptadas libre y espontáneamente por la España, causarían recelos a muchos de los gabinetes de Europa, y serían objeto de las deliberaciones del Congreso de Verona; mas seguros de sus principios y apoyados en la resolución de defender a toda costa su sistema político actual y la independencia nacional, aguardó tranquilo el resultado de aquellas conferencias.

»La España está regida por una Constitución promulgada, aceptada y jurada en el año de 1812, y reconocida por las potencias que se reunieron en el congreso de Verona. Consejeros pérfidos hicieron que S. M. Católica el rey don Fernando VII no hubiera jurado a su vuelta a España este código fundamental, que toda la nación quería, y que fue destruido por la fuerza, sin reclamación alguna de las potencias que le habían reconocido; mas la experiencia de seis años, y la voluntad general de la nación le movieron a identificarse con los deseos de los españoles.

»No fue, no, una insurrección militar la que promovió este nuevo orden de cosas a principios de 1820. Los valientes que se pronunciaron en la isla de León, y sucesivamente en las demás provincias, no fueron más que el órgano de la opinión y de los votos generales.

»Era natural que este orden de cosas produjese descontentos; es una consecuencia inevitable de toda reforma, que supone corrección de abusos. Hay siempre en toda nación, en todo estado, individuos que no pueden avenirse nunca al imperio de la razón y de la justicia.

»El ejército de observación que el gobierno francés mantiene en el Pirineo, no puede calmar los desórdenes que afligen a España. La experiencia ha demostrado, al contrario, que con la existencia del llamado cordón sanitario, que tomó después el nombre de ejército de observación, se alimentaron las locas esperanzas de los fanáticos ilusos, que levantaron en varias provincias el grito de la rebelión, dando así origen a que se lisonjeasen con la idea de una próxima invasión de nuestro territorio.

»Como los principios, las miras o los temores que hayan influido en la conducta de los gabinetes que se reunieron en el congreso de Verona, no pueden servir de regla para el español, prescinde éste por ahora de contestar a lo que en las instrucciones del conde de Lagarde dice relación con aquellas conferencias.

»Los días de calma y tranquilidad que el gobierno de S. M. Cristianísima desea para la nación, no son menos deseados, apetecidos y suspirados por ella y su gobierno. Penetrados ambos de que el remedio de sus males es obra del tiempo y la constancia, se esfuerzan cuanto deben en hacer sus efectos tan útiles como saludables.

»El gobierno español aprecia en lo justo las ofertas que el de S. M. Cristianísima le hace de cuanto puede contribuir a su felicidad; mas está persuadido, que los medios y precauciones que pone en ejecución no pueden producir sino contrarios resultados.

»Los socorros que por ahora debiera dar el gobierno francés, son puramente negativos. Disolución de su ejército de los Pirineos; refrenamiento de los facciosos enemigos de España y refugiados en Francia; animadversión marcada y decidida contra los que se complacen en denigrar del modo más atroz al gobierno de S. M. Católica, las instituciones y cortes de España; he aquí lo que exige el derecho de gentes, respetado por las naciones cultas.

»Decir la Francia que quiere el bienestar de España, y tener siempre encendidos los tizones de discordia que alimentan los principales males que la afligen, es caer en un abismo de contradicciones.

»Por lo demás, cualesquiera que sean las determinaciones que el gobierno de S. M. Cristianísima crea oportuno tomar en estas circunstancias, el de S. M. Católica continuará tranquilo por la senda que le marcan el deber, la justicia de su causa, el constante carácter y adhesión firme a los principios constitucionales, que caracterizan a la nación a cuyo frente se halla, y sin entrar por ahora en el análisis de las expresiones hipotéticas y anfibológicas de las instrucciones pasadas al conde de Lagarde, concluye diciendo, que el reposo, la prosperidad, y cuanto aumenta los elementos del bienestar de la nación, a nadie interesa más que a ella.

»Adhesión constante a la Constitución de 1812, paz con las naciones, y no reconocer derecho de intervención por parte de ninguna; he aquí su divisa, y la regla de su conducta, tanto presente como venidera.

»Está V. E. autorizado para leer esta nota al ministro de Negocios extranjeros, y para dejarle copia si la pide. La prudencia y tino de V. E. le sugerirán la conducta firme y digna de la España, que deba observar en estas circunstancias.»

»Lo que tengo la honra de comunicar a V. E. de orden de S. M., y con este motivo le renuevo las seguridades de mi distinguida consideración, rogando a Dios guarde su vida muchos años.

»B. L. M. de V. E. su atento y seguro servidor

Evaristo San Miguel.

»Señor ministro plenipotenciario de S. M. Cristianísima en esta corte.

»Palacio, 9 de enero de 1823.»

Después de dar lectura de las notas de Austria, Prusia y Rusia, dijo el ministro de Estado: «El gobierno de S. M. ha creído que no era oportuno, ni justo, ni decente dar contestación a estas notas; puesto que todas ellas están llenas de invectivas, suposiciones malignas, dirigidas no tan solo a la nación, sino a los que la gobiernan, y a los individuos que han hecho la revolución… (muchos diputados: «A todos, a todos han sido dirigidas, a toda la nación.») Al gobierno de S. M. le parecía, a vista de estas notas, que reservándose el derecho de hacer pública su causa… convenía manifestar altamente que por ninguna manera reconoce derecho de intervención, ni necesita que ningún gobierno extranjero se mezcle en sus asuntos.»

Y leyó la siguiente nota-contestación a los tres gabinetes:

«Muy señor mío:

»Con esta fecha dirijo a los encargados de negocios de S. M. Católica de orden del rey, lo que sigue:

»El gobierno de S. M. Católica acaba de recibir comunicación de una nota del de… a su encargado de negocios en esta corte, de que se pasa copia a V. S. para su debida inteligencia. Este documento, lleno de hechos desfigurados, de suposiciones denigrativas, de acriminaciones tan injustas como calumniosas, y de proposiciones vagas, no puede provocar una respuesta categórica y formal sobre cada uno de sus puntos. El gobierno español, dejando para ocasión más oportuna el presentar a las naciones de un modo público y solemne sus sentimientos, sus principios, sus resoluciones, y la justicia de la causa de la nación generosa a cuyo frente se halla, se contenta con decir: Primero, que la nación española se halla gobernada por una Constitución, reconocida solemnemente por el emperador de todas las Rusias en el año de 1812. Segundo, que los españoles amantes de su patria, que proclamaron a principios de 1820 esta Constitución, derribada por la fuerza en 1814, no fueron perjuros, sino que tuvieron la gloria inmarcesible de ser el órgano de los votos generales. Tercero, que el rey constitucional de las Españas está en el libre ejercicio de los derechos que le da el Código fundamental, y que cuanto se diga en contrario es producción de los enemigos de la España, que para denigrarla la calumnian. Cuarto, que la nación española no se ha mezclado nunca en las instituciones y régimen interior de otra ninguna. Quinto, que el remedio de los males que puedan afligirla, a nadie interesa más que a ella. Sexto, que estos males no son efecto de la Constitución, sino de los enemigos que intentan destruirla. Sétimo, que la nación española no reconocerá jamás en ninguna potencia el derecho de intervenir ni de mezclarse en sus negocios. Octavo, que el gobierno de S. M. no se apartará de la línea que le trazan su deber, el honor nacional y su adhesión invariable al código fundamental jurado en 1812. Está V. S. autorizado para comunicar verbalmente este escrito al ministro de Relaciones extranjeras, dejándole copia, si la pidiere.

»Su Majestad espera que la prudencia, celo y patriotismo de V. S. le sugerirán la conducta firme y digna del nombre español, que debe seguir en las actuales circunstancias. Lo que tengo la honra de comunicar a V. S. de orden de S. M., y con este motivo le renuevo las seguridades de mi distinguida consideración, rogando a Dios guarde su vida muchos años.

»B. L. M. de V. S. su atento y seguro servidor

Evaristo San Miguel.

»Palacio 9 de enero de 1823.»

La lectura de estos documentos produjo murmullos de aprobación en los bancos de los diputados y en las tribunas. El presidente, señor Istúriz, dijo: «Las Cortes han oído la comunicación que acaba de hacer el gobierno de S. M.– Fieles a su juramento, y dignas del pueblo a quien representan, no permitirán que se altere ni modifique la Constitución, por la cual existe, sino por la voluntad de la nación, y por los términos que la misma prescribe.– Las Cortes darán al gobierno de S. M. todos los medios de repeler la agresión de las potencias que osaren atentar a la libertad, a la independencia y a la gloria de la heroica nación española, y a la dignidad y esplendor del trono constitucional de S. M.»

Se leyó en seguida la siguiente proposición del señor Galiano: «Pido a las Cortes, que tomando por base la comunicación que acaba de leer el gobierno de S. M., decreten que se envíe a S. M. un mensaje para asegurarle de la decisión de la representación nacional, fiel intérprete de los votos de sus comitentes, a sostener el lustre e independencia del trono constitucional de las Españas, la soberanía y derechos de la nación, la Constitución por la cual existen; y para la consecución de tan sagrados objetos no habrá sacrificio que no decreten, ciertas de que serán hechos con alegre entusiasmo por todos los españoles, que antes se sujetarán a padecer todo linaje de males que pactar con los que tratasen de mancillar su honor, o de atacar sus libertades.»

No se dejó al diputado apoyar la proposición, porque todos se levantaron a aprobarla por unanimidad, y así lo declaró el presidente en medio de ruidosos y vehementes aplausos. Preguntó luego el señor Galiano a los ministros, si a consecuencia de aquellas comunicaciones se habían expedido ya los pasaportes a los representantes de las potencias que así ofendían el honor español. Contestó el de Estado que no. El señor Argüelles propuso que se encargara la redacción del mensaje a una comisión, suspendiendo las Cortes la manifestación de sus sentimientos hasta el día en que se presentara, «para que jamás se pueda decir, añadió, que han sido arrancados por la impresión del momento, y para que lleven toda la solemnidad augusta que debe caracterizar la decisión noble y justa de la nación.» Adhiriose Galiano a la proposición de Argüelles. «La discusión, dijo, de este interesante negocio sería hoy violenta, impetuosa y agitada; otro día será templada, calmada y majestuosa, cual conviene a la nación española, grande, moderada y generosa, aun cuando se vea atacada por el medio más vil y ratero.» Pidió que se presentara el mensaje en el término de 48 horas, que se imprimiera en todas las lenguas, que se difundiera gratis por el mundo entero, y que se dijera a las naciones: «ahí tenéis la paz y la guerra; escoged lo que quisiereis (vivos y repetidos aplausos).»

Pidió, por último, que fuese agregado el señor Argüelles a la comisión. El señor Argüelles quiso modestamente excusarse, pero le ahogaron las aclamaciones. Argüelles y Galiano manifestaron a su vez, que si por punto general disentían en opiniones, en esto había entre ellos completa uniformidad de sentimientos: acercáronse uno a otro por un movimiento espontáneo, y se dieron las manos con las expresiones del efecto más cordial. Otro tanto hicieron varios diputados de los que se sentaban en opuestos bancos, en medio de los aplausos de los espectadores. El presidente levantó la sesión, dando un viva a la Constitución, a que diputados y concurrentes respondieron con fogosas aclamaciones a la Constitución, a la libertad, al héroe de las Cabezas, a la representación nacional y al gobierno{9}.

En la sesión siguiente se propuso que el acta de la anterior se firmara por todos los diputados, que se imprimiera y circulara a todos los pueblos de la monarquía, juntamente con los discursos relativos a las notas de los gabinetes extranjeros. Mas donde subió de punto el entusiasmo patriótico fue en la sesión del 11, con ocasión de haberse presentado el proyecto de mensaje a la corona; el cual, suscrito por los señores Canga-Argüelles, Álava, Saavedra, Argüelles, Ruiz de la Vega, Adán, Salvá y Galiano, se reducía a manifestar al rey que las Cortes habían oído con la mayor extrañeza las doctrinas que sentaban las notas de París, Viena, Berlín y San Petersburgo, porque además de no estar conformes con las prácticas establecidas en las naciones cultas, se injuriaba a la nación española, a sus Cortes y su gobierno, al mismo tiempo que habían oído con el mayor agrado la respuesta franca y decorosa que a estas notas había dado el gobierno español, manifestando la falsedad de los cargos que en ellas se hacen a la nación. Pidieron muchos la palabra en favor del Mensaje, mas solo la usaron los señores Saavedra, Canga, Ferrer (don Joaquín), Argüelles y Galiano, todos en el mismo sentido.

Los discursos de aquel día fueron de los más notables y de los más elocuentes que se han pronunciada desde la tribuna española. Inspirábalos el amor patrio ultrajado y ofendido, la independencia nacional escarnecida, la pasión de la libertad política sobreexcitada, la dignidad del carácter español vilipendiada por los mismos extranjeros que no hacía muchos años habían debido a España el no ser oprimidos por el gigante del siglo. Cada uno de los oradores tuvo momentos y frases felices, que arrancaron estrepitosos aplausos.

«¡Vituperan, decía el señor Saavedra (don Ángel), nuestro código sagrado! ¡Este código que hizo traducir en su lengua el emperador de Rusia en el año 13! ¡Este código que hizo jurar ese mismo emperador a algunos pocos españoles que se hallaban en sus dominios, y Código que reconoció el rey de Prusia en el año 14! ¡Ah, señores! En aquella época necesitaban de nuestros brazos para sostener sus tronos. Conocían que el fuego sacrosanto de la libertad era el que debía darles la energía necesaria para derrocar al tirano que nos amenazaba. Tal contradicción, tales calumnias contienen estas notas, a que el gobierno de S. M. ha contestado con la energía digna del alto puesto que ocupa, y por lo que yo siempre le daré los mayores elogios… Por lo tanto concluiré diciendo solamente, que la nación española no está en estado de que ninguna otra le imponga la ley; que aun tiene en sí fuerza y recursos, que serán siempre terribles para los enemigos de nuestra libertad, y que la nación española no reconocerá jamás una dominación extranjera. No señor, aun viven los valientes que destrozaron al intruso; aun están teñidas sus espadas de la sangre de los que osaron invadir su territorio. Dicen que estamos desunidos: todos queremos libertad: en los principios estamos todos conformes: la libertad de la nación y la independencia es lo que queremos, y no hay enemigos suficientes para arrancárnosla. El que se atreva a insultarnos, venga, pues, a este suelo, en donde encontrará, en vez de la mala fe, la virtud y el hierro.»

«¿No es cosa original, decía Canga-Argüelles, ver a la Rusia y a la Prusia defender la causa de la Iglesia Católica Apostólica Romana? Pero yo no veo a estas dos naciones, no señor, veo a la curia romana… que se ha puesto acorde con las altas potencias, y les ha dicho: «inserten vds. este artículo, a ver si saco partido…» Yo les diré que España tiene buenos españoles, que jamás admitirán ninguna intervención extranjera; y les repetiré, que en una ocasión prefirieron tener un rey bastardo y español a uno legítimo y extranjero; y por último, les diré, como diputado de la nación española, lo que los aragoneses dijeron en el año 1524 a Carlos V, cuando se empeñaba en que le concediesen auxilios: «Señor, no será razón que el reino que tantas coronas ha dado a V. M. a costa de su sangre y privaciones, pierda ahora su libertad.»

El señor Ferrer habló en el propio sentido, haciendo un cargo a cada una de las naciones signatarias de las notas. Siguiéronle en el uso de la palabra Argüelles y Galiano, los dos más fáciles y distinguidos oradores; y aunque la circunstancia de no haber quien combatiera el mensaje no era apropósito para excitar el sentimiento y el fuego de la elocuencia, la materia por sí misma los hacía ser vehementes y fogosos, y muchos períodos de sus discursos produjeron vivas y prolongadas aclamaciones. Argüelles, después de tronar contra la conducta de la Francia, cuyos designios ambiciosos calificó de llenos de perfidia, después de llamar la atención hacia el lenguaje hipócrita, al propio tiempo que insultante de las otras potencias, dijo que era impostura suponer al rey privado de libertad:

«Solo, añadió, tiene restricciones para hacer el mal que como hombre podría hacer, y que desgraciadamente ha hecho por culpa de malos consejeros. El rey de España, decía después, ha sido siempre víctima de las promesas de los extranjeros; pero yo confío en que se aprovechará de las lecciones de la historia y de su propia experiencia. Pedro, rey de Castilla, murió rodeado de extranjeros, asesinado por su hermano Enrique en la tienda de Beltrán Duguesclin… La corte de San Petersburgo debe acordarse de que Pedro III, marido de la célebre Catalina II, fue destronado, y todas las señales evidentes que aparecieron en su muerte demostraron que había sido envenenado. Es más memorable lo ocurrido con el emperador Pablo I, que también fue destronado; pero lo es aún mucho más el escandaloso destronamiento de Gustavo IV, de la casa de Vasa, que todavía anda por Europa hecho un peregrino, y probablemente en estado de demencia… &c.»

Muchos pasajes del discurso de Galiano arrebataron también a los espectadores. «Y a la nación española, decía, ¿qué le importa que los déspotas mantengan esta o la otra relación? ¿Qué le importa, digo, a esta nación que tiene por principal timbre haber sabido sostener su independencia a costa de tanta sangre, después de comprarla con tanta gloria?» Rechazó el derecho de intervención que querían arrogarse las naciones, y decía: «¡Estaba reservado para esta época de ignominia el inventar semejante derecho!… Pretenden esos monarcas fundar sus gobiernos en la tiranía y opresión de los pueblos; pero éstos están autorizados para recobrar su libertad. No me detendré en hacer reflexiones sobre la conducta de estas mismas potencias que reconocieron antes el gobierno español en 1812, y que después le injurian y vilipendian…»

Otros varios diputados quisieron hablar, mas como nadie lo hiciese en contra, se declaró el punto suficientemente discutido. El Mensaje se aprobó por unanimidad, votándole nominalmente todos los presentes, en número de 145. Nombrose una comisión que le pusiera en manos del rey, a cuya cabeza iba el general Riego; y se mandó imprimir íntegra aquella interesantísima sesión, para que se difundiese hasta los ángulos más remotos de la monarquía.

A la salida de ella esperaba a los diputados un numeroso gentío, que los recibió con aplausos, víctores y abrazos. A Argüelles y Galiano, adversarios hasta entonces, amigos aquel día, los paseó la multitud en hombros por la plaza inmediata, hasta que pasando el coche del presidente fueron introducidos en él, siguiéndolos todavía buen trecho la muchedumbre con entusiasta gritería. Pero aunque de este entusiasmo participaban muchos, estaba lejos de representar entonces la opinión general de la nación. Tampoco tuvo, sin embargo, aquella escena el carácter de alboroto que otros le atribuyeron.

Ya el 10 habían pedido y recibido sus pasaportes los encargados de negocios de Austria, Prusia y Rusia. Detúvose un poco el de Francia, como para aparentar que no dejaba a España sino en el caso apurado y extremo, mas no tardó en seguir los pasos de sus compañeros, como era de esperar.

La corte de Roma, que hasta entonces había estado callada, encontró también en este tiempo pretexto para unirse a la conjuración de la Santa Alianza. Había sido nombrado embajador de España en Roma don Joaquín Lorenzo Villanueva, uno de los más ilustrados eclesiásticos y que más se habían distinguido en las Cortes del año 12 y en las de 20 y 21. Al llegar a Turín, intimole un delegado del Santo Padre que Su Santidad tenía el sentimiento de no poder recibirle con carácter de diplomático. Se quiso atribuir esta medida a una publicación de que se suponía autor al Villanueva, con el título de Cartas de don Roque Leal; si bien traslucía todo el mundo que la verdadera causa eran sus opiniones liberales sustentadas en el Congreso. Firme y entero el gobierno español con la corte pontificia, como lo había estado con las demás cortes, después de intentar algunos medios de conciliación, envió también sus pasaportes al Nuncio, aunque protestando que esta resolución afectaba solo al poder temporal del Papa como soberano, y sin que en nada alterase y disminuyese los sentimientos de respeto y veneración debidos al jefe de la iglesia. Así fue España quedándose sola y aislada de casi todas las naciones.

Pensar que la marcha de los embajadores no fuese signo de abierta hostilidad y síntoma de próxima guerra, era no conocer el espíritu que había inspirado las notas, y la consecuencia natural de las respuestas, aun ignorando, como ignoraba el gobierno español, lo pactado secretamente en Verona. Presentáronse, no obstante, en aquellos días emisarios, ya españoles, ya extranjeros, esparciendo la especie de que aun era tiempo de poder venir a una conciliación con las potencias, modificando la Constitución, si no lo impidiese la obstinación y la dureza del gobierno; especie que no podía envolver otro propósito que dividir más entre sí a los liberales, puesto que era acuerdo solemne del Congreso de Verona «obligarse las potencias a emplear todos los medios y unir todos sus esfuerzos para destruir el sistema representativo en cualquier estado de Europa en que existiese.» Ni al gobierno español se le habían hecho proposiciones en este sentido, ni él podía hacerlas, ni lo consentía su dignidad, después de las notas.

Verdad es que el ministro británico en Madrid, Sir William A'Court, en comunicación de 27 de enero (1823), hablaba de dos oficios recibidos por el de Francia del gabinete de su nación, en uno de los cuales se decía, que ésta no trataba de dictar a España las modificaciones que hubieran de hacerse en su Constitución, pero a fin de que no se dijera que dejaba de explicar sus intenciones, no renovaría sus relaciones de amistad con este país en tanto que con acuerdo y consentimiento del rey no se estableciera un sistema que asegurase las libertades de la nación y los justos privilegios del monarca. Mas para llegar a este resultado, proponía que, libre el rey de su cautiverio, y puesto a la cabeza de su ejército, se aproximara a las márgenes del Bidasoa para tratar con el duque de Angulema, que se hallaba en la frontera al frente de cien mil soldados franceses{10}. Condición degradante, a que no podía prestarse ningún gobierno que tuviera dignidad, y condición que ponía al monarca en ocasión y facilidad de recobrar su apetecido absolutismo.

Al día siguiente (28 de enero, 1823) pronunciaba Luis XVIII de Francia, al abrirse las Cámaras, aquel célebre discurso, en que decía:

«He empleado todos los medios para afianzar la seguridad de mis pueblos, y para preservar a la España de la última desgracia, pero las representaciones que he dirigido a Madrid han sido rechazadas con tal ceguedad que quedan pocas esperanzas de paz.– He dado orden para que se retire mi ministro en aquella corte; y cien mil franceses, mandados por aquel príncipe de mi familia a quien mi corazón se complace en dar el nombre de hijo mío, están prontos a marchar invocando al Dios de San Luis, para conservar el trono de España a un nieto de Enrique IV, y para preservar aquel hermoso reino de su ruina y reconciliarle con Europa… Si la guerra es inevitable, haré cuanto esté de mi parte para reducirla al más estrecho círculo y para abreviar su duración. Solo la emprenderé para conquistar la paz que el estado actual de España haría imposible. Que Fernando VII quede en libertad para dar a sus pueblos instituciones que no pueden recibir sino de él solo, y las cuales, asegurando el reposo de la España, disipen las fundadas inquietudes de la Francia. Conseguido esto, cesarán las hostilidades. Yo os doy, señores, esta solemne palabra.»

Como se ve, el rey de Francia, que amenazaba con la guerra, teniendo ya preparados y prontos para emprenderla cien mil hombres, indicaba todavía, como medio de evitarla, que Fernando VII, puesto en libertad, diese a los pueblos instituciones que de él solo podían recibir, es decir, una Carta otorgada como la francesa. Doctrina y condición inadmisibles para el gobierno español entonces, y para el partido constitucional dominante, que no admitían el principio de la Constitución emanada del rey, ni reconocían otra soberanía que la de la nación, ni esperaban que Fernando de propia voluntad hubiera de conceder Constitución alguna. En este sentido eran las contestaciones de San Miguel, y en el mismo se preparaba un Manifiesto a la Europa, expresándose en él que la guerra se tenía por inevitable, que España estaba dispuesta a repeler la fuerza con la fuerza, y que Francia hallaría que su empresa era algo más ardua de lo que creía.

Inglaterra, alarmada con el discurso del monarca francés, reconociendo que en él se sentaba un principio, «al que no se podía esperar accediese la nación española, ni era posible que pudiera sostenerle ningún hombre de Estado inglés,» todavía no quiso renunciar al papel de mediadora, todavía intentó, o aparentó intentar impedir la invasión francesa. En este sentido, y al parecer con este fin, al mismo tiempo que en diferentes notas manifestaba al gobierno francés que si aquel pueblo estaba contento con instituciones emanadas de la voluntad del soberano, no podía sostener la pretensión de imponer esta regla a otras naciones, ni menos el derecho de obligar a España a seguir su ejemplo, aconsejaba al gobierno español, y para ello enviaba un comisionado expreso a Madrid (Lord Fitzroy Somerset), que accediese a modificar su Constitución, o hiciese alguna proposición que ella pudiera presentar al gabinete de Francia.

El gobierno español no creía digno ni decoroso en aquellas circunstancias prestarse a hacer concesiones que parecían ya arrancadas por la amenaza; y el inglés, al mismo tiempo que reprobaba el principio de intervención, que miraba la invasión francesa con malos ojos, que mostraba querer impedirla, que ofrecía su mediación y la veía desechada, limitábase a hacer a Francia observaciones muy prudentes, pero ineficaces, y a dar a España consejos que él en igualdad de circunstancias no habría admitido, mas no daba muestras de oponerse por otros medios a la invasión que se temía. Y la nación inglesa, que en 1814 presenció impasible la caída de la Constitución española, y en los seis años de despotismo y de calamidades que la siguieron, se contentó con servir de asilo a los desgraciados que lograban escapar de los calabozos y huir de las persecuciones y los cadalsos, no daba trazas de llevar ahora las pruebas de su amistad a España y la defensa de sus derechos más allá de las negociaciones y de los buenos oficios diplomáticos.

Por desgracia no consistió en esto solo el mal comportamiento del gabinete británico con el gobierno español. Daño, más que provecho, hizo a este y al partido liberal la misión encomendada al lord Somerset; pues sobre reducirse sus proposiciones a especies vagas de difícil realización, caso de aceptarse, y para lo cual ni se señalaban medios, ni él daba respuesta satisfactoria cuando sobre ello era preguntado, hizo creer a muchos que había traído remedios eficaces para conjurar la guerra; y como no veían que se empleasen, y lo que veían era que él regresaba a su país sin que apareciese resultado alguno de su misión, culpaban al gobierno y a sus amigos de haber desechado o negádose a admitir los supuestos remedios, y los hombres templados y amantes de la paz hacían recaer sobre ellos la responsabilidad y la impopularidad de la guerra.

De otra, y aun de peor índole, fue la reclamación inopinada con que en circunstancias tales sorprendió al gobierno español el ministro inglés A'Court, sobre subsanación de antiguos perjuicios sufridos por súbditos ingleses. Semejante gestión, hecha en la angustiosa y apurada situación en que España se encontraba, con la conminación de que si no se daba una reparación inmediata a aquellos daños, los buques ingleses darían principio a hostilizar los españoles, prestábase a quejas y calificaciones duras sobre la falta de generosidad, de consideración, y de todo sentimiento de amistad y hasta de humanidad de parte de una nación aliada, por más que fuese acompañada de protestas especiales para cohonestar su conducta. Débil por las circunstancias el gobierno, y no fuerte la nación para disputar con la que era más poderosa, tuvo que precipitar un convenio con ella, haciéndole concesiones importantes. Nos maravillaría esta conducta de la Gran Bretaña, sino la hubiéramos visto en días harto recientes conducirse de un modo análogo con la nación española, cuando la veía envuelta en una guerra extranjera y costosa; con la diferencia que ahora España, en medio de sus apremiantes atenciones, satisfizo con brevedad prodigiosa y con hidalgo rumbo la reclamación inglesa, dando al acreedor apremiante una lección y un testimonio de no haberse extinguido la antigua caballerosidad española.

Inminente, pues, y casi segura la guerra, contrarios a ella muchos españoles, o por sus opiniones, o por oposición a los ministros, ardiendo los partidos en discordias, escasísimos los recursos para sostenerla, pocas y no del todo bien disciplinadas las tropas para resistir la invasión, y con más simpatías de parte del rey hacia los agresores que hacia los que preparaban la defensa, procedió no obstante el gobierno a buscar recursos, a levantar, armar y organizar fuerzas, y a nombrar los jefes que habían de mandarlas. Nada tuvo que hacer en Cataluña, donde tan brillantemente había dirigido Mina las operaciones de la guerra interior. El mando de las fuerzas de Navarra, Aragón y el litoral del Mediterráneo se confió al general Ballesteros; el de Castilla la Nueva, o sea ejército de reserva, al conde de La-Bisbal; diose el de Galicia a don Pablo Morillo, conde de Cartagena, y se puso el de Andalucía en manos del general Villacampa. Eran en verdad los generales de más crédito, de más reputación y de más servicios, y el gobierno pareció haber hecho estudio de escogerlos de todas las parcialidades políticas, como si hubiera querido significar que debían reunirse todos los partidos constitucionales para rechazar la agresión extranjera y realista que se aguardaba{11}. Intención, o casualidad, esto parecía lo conveniente, pero no podía evitar el gobierno que cada partido se quejara del nombramiento de aquél o aquellos que no eran de su confianza. A todos revistió de amplias facultades.

Al comunicar a las Cortes sus resoluciones (12 de febrero, 1823) bosquejaba el estado de los negocios públicos, para que en su vista adoptasen aquellas las providencias que juzgasen oportunas. Pasado aquel documento a una comisión especial, ésta propuso al siguiente día su dictamen, expresando en él: 1.º Que si las circunstancias exigiesen que el gobierno mudara de residencia cuando las Cortes extraordinarias hubieran cerrado sus sesiones, las Cortes decretaban su traslación al punto que aquél señalase, de acuerdo con la diputación permanente: 2.º Que en este caso el gobierno consultaría el paraje donde hubiera de trasladarse a una junta de militares de ciencia, conocimientos y adhesión al sistema.

Este proyecto de traslación, con el cual se sabía estar conforme el gobierno, aunque no partiera de él la iniciativa, prueba que ni las Cortes ni el gobierno esperaban un alzamiento general de la nación contra el extranjero, como en 1808; que muy al contrario, conocían la diferencia de las circunstancias por efecto de los partidos políticos que la dividían; que los enemigos interiores de la Constitución, de los cuales casi había estado amenazada ya la capital, podrían, en combinación con los extranjeros, aspirar a dar un golpe en la corte misma, población por otra parte abierta, y por tanto fácilmente accesible a un ejército extranjero, de que guardaban memoria no muy lejana los franceses. Era, pues, prudente, a su juicio, una vez resueltos a sostener la lucha, situar el gobierno y las Cortes en punto que estuvieran más al abrigo de un golpe de mano, como ya en otra ocasión se había hecho.

Impugnaron la totalidad del dictamen algunos diputados (14 de febrero), también con razones muy fundadas y atendibles: defendiéronle calorosamente Argüelles y Valdés. Al día siguiente se discutieron los artículos: también los impugnaron algunos, pero otros los defendieron con vehemencia y energía. Patentizose en esta discusión la mala fe de las potencias de la Santa Alianza; hízose una reseña de los actos con que habían mostrado su odio a las instituciones desde que fueron proclamadas el año 20; se puso de manifiesto el ultraje y el insulto que en las Notas se hacía a una nación libre, generosa e hidalga; se demostró la irritante amenaza que envolvían las palabras del discurso del monarca francés; se hizo ver que no había medio decoroso de evitar la guerra, y que teniendo motivos para considerar ésta inmediata, sería insigne imprudencia dejar expuestos a una sorpresa las Cortes, el gobierno y la persona sagrada del rey. Fue, pues, aprobada la medida propuesta por la Comisión en votación nominal, por 84 votos contra 53 (15 de febrero).

Pocas resoluciones habrán sido atacadas con más dureza, con más virulencia y acritud que ésta. Ensañáronse contra ella la corte y los realistas, y desaprobábanla otros, o por motivos de rivalidad, o por creerla innecesaria o prematura. Volviose con esta ocasión a censurar la obstinación y la terquedad de los ministros, en no plegarse a lo que a juicio de muchos exigían la necesidad y la prudencia. Redobláronse los trabajos para derribar el ministerio, que las Cortes por su parte se esforzaban en sostener. Los ministros, que cada vez creían más en la conveniencia de la medida de traslación, mirándola como el único camino de salvación posible, resolvieron abordar francamente esta cuestión con el rey, entrando con él en explicaciones. Pero Fernando, que había mostrado una repugnancia manifiesta a la medida, se expresó contra ella en términos tan fuertes, y opuso una resistencia tan firme, cual nunca los ministros habían experimentado, y de tal manera, que considerándola invencible se retiraron de su presencia sin insistir más por entonces, y con el convencimiento de que era llegado el caso de presentar sus dimisiones. Mas como al día siguiente (19 de febrero, 1823) hubiesen de cerrar sus sesiones, cumplido el plazo natural, las Cortes extraordinarias, determinaron diferirlo hasta después de concluido este acto.

No quiso el rey solemnizar con su presencia esta ceremonia. El discurso de clausura fue leído por el presidente{12}. Además de la frialdad del acto, presentaba todo un aspecto sombrío, y los ánimos se mostraban preocupados, como a la aproximación de una gran novedad. En efecto, apenas los ministros habían regresado a sus secretarías, cuando recibieron los decretos de exoneración, a excepción del de Hacienda, a quien se había encomendado el refrendarlos y comunicarlos. Mas al anochecer de aquel mismo día alborotose una parte de la población pidiendo la reposición de los ministros: llenose de gente la plazuela de Palacio; oyéronse voces y gritos subversivos; algunos de «¡Muera el rey! ¡muera el tirano!» y el regio alcázar se vio amenazado por atrevidos, aunque no muy numerosos grupos: algunos subieron las escaleras, y la persona del rey parecía correr peligro: guardábale solo la milicia, y eran muy contadas las personas que acompañaban a Fernando, fuera de sus hermanos, abandonado en aquella ocasión de casi todos sus servidores{13}. La multitud no se aquietó hasta que le fue anunciado que el rey había revocado los decretos, y repuesto provisionalmente a los mismos ministros, a quienes se llamó en efecto a las once de la noche, con orden de que acudieran inmediatamente a sus puestos. Accedieron a ello los ministros, después de haber conferenciado entre sí, y consultado con sus amigos, y a poco más de la media noche quedaba restablecido el ministerio.

Todavía en la mañana del 20 (febrero, 1823) una gavilla de sediciosos de oficio y de comuneros de la ínfima clase se dirigió al palacio del Congreso, donde celebraba sesión la diputación permanente, pronunciando a gritos la palabra regencia, que equivalía a pedir la suspensión del rey. Aturdida la diputación, aunque menospreció la demanda, no tuvo energía para hacer castigar a los audaces alborotadores. Al mismo tiempo otros de algo más alta esfera extendían una representación pidiendo lo mismo, y para recoger firmas colocaron mesas en las plazas y calles principales. No faltó, como no falta nunca gente para todo en las grandes poblaciones, quien la suscribiera, pero los mismos comuneros de más representación se encargaron de poner término a tan escandaloso acto, y hubo quien derribó las mesas, dejando atónitos a los que convidaban a firmar, con lo cual se restableció, al menos en lo material, el sosiego.

Mas el poder obtenido de una manera violenta y conocidamente inconstitucional, con visible repugnancia del monarca, no podía satisfacer a los mismos que así le habían recobrado. Reconociéndolo ellos, expusieron al rey que no podían serle ya útiles sus servicios, y pidieron ser relevados. Deseábalo también el monarca; si bien, hecho cargo de su posición respectiva, para exonerarlos de cierta manera honorífica accedió a hacerlo de un modo singular que se le propuso, a saber, que no cesasen en sus cargos hasta que leyesen en las Cortes ordinarias, según práctica de entonces, las Memorias expresivas del estado de los negocios de cada departamento{14}. Este ardid era un triunfo para los ministeriales, interesados en que se llevara a efecto el viaje del rey acordado por las Cortes. Así continuaba de hecho, y para aquel objeto, un ministerio caído, no obstante haber procedido el rey al nombramiento de los que le habían de reemplazar, cuyo nombramiento recayó en las personas siguientes: don Álvaro Flórez Estrada, para Estado; don Antonio Díaz del Moral, para Gobernación; don Lorenzo Calvo de Rozas, para Hacienda; el general don José María Torrijos, para Guerra; don Ramón Romay, para Marina; don Sebastián Fernández Vallesa, para Gracia y Justicia. Todos eran de la parcialidad exaltada; algunos pertenecían a las sociedades secretas. No hablaremos ahora de las condiciones de cada uno. Embarga nuestra atención, como embargaba entonces la del país, la relación de los sucesos que estaban abocados, y con que daremos principio al capítulo siguiente.




{1} Los demás asuntos eran: 1.º El tráfico de negros: 2.º Las piraterías de los mares de América o las Colonias españolas: 3.º Los altercados de Oriente entre la Rusia y la Puerta Otomana: 4.º La situación de la Italia.

{2} La relación nominal de todos los que asistieron puede verse en la obrita titulada: Congreso de Verona, tomo I, núm. XII.

{3} Correspondencia entre Wellington y Canning.– Despacho del ministro San Miguel al representante de España en Londres.– Papeles hallados en el archivo de la Regencia de Urgel, Legajo 54.

{4} La primera autorización del rey fue en 1.º de junio (1822), dirigida al marqués de Mataflorida por conducto de don José Villar Frontín, secretario de las encomiendas del Infante don Antonio.– Las otras fueron de enero y marzo de 23, como veremos más adelante.– Papeles de la Regencia, Legajo núm. 25.

{5} Congreso de Verona, tomo I, núm. XX.

{6} Memorándun: Contestación del duque de Wellington a Mr. Canning: Verona 5 de noviembre de 1822.

{7} Además, para que el gobierno español no pudiera ocultar de modo alguno la negociación pendiente, faltó el francés a la reserva con que estos asuntos se conducen siempre, haciendo insertar textualmente en su periódico oficial el Monitor, las órdenes e instrucciones comunicadas a su representante en Madrid.

{8} Habiendo dicho el marqués de Miraflores en sus Apuntes Histórico-críticos, que San Miguel llevó a la sociedad del Grande Oriente las notas en la misma noche que las recibió, y que allí mismo se improvisó la respuesta, San Miguel desmintió este aserto (Vida de Argüelles, tomo 2.º, página 460), asegurando que fue obra exclusiva del Consejo de ministros, y que solo después de extendidas las leyó a cinco amigos suyos y del gobierno, todos diputados, en cuyo seno recibieron dos o tres correcciones puramente de estilo, sin tocar en nada a la sustancia.

{9} Escribiendo el representante de Inglaterra en Madrid sir William A'Court en 10 de enero al ministro inglés Mr. Canning, le decía hablando de esta célebre sesión: «Las Cortes mostraron en alto grado una circunspecta moderación… Como no era generalmente sabido que los despachos se iban a leer públicamente, no fue muy concurrida de diputados la sesión, y las galerías estaban dispuestas a algún tumulto, prorrumpiendo el ardor constitucional de los concurrentes en repetidas aclamaciones, y algunos gritos, poco sostenidos, de ¡mueran los tiranos! &c. Sin embargo puede decirse, considerado todo, que la sesión se celebró con orden y tranquilidad. No puedo menos de creer que alguna parte de la moderación que allí apareció fue efecto del lenguaje que he usado constantemente, tanto con el señor San Miguel, como con otros que tienen un considerable influjo. Seguramente, conseguí evitar se diesen los pasaportes, aun no pedidos, a los tres encargados de negocios, como al principio se había intentado. Esto acaso no es ganar mucho, puesto que inmediatamente serán pedidos por ellos; mas sin embargo evité lo que más adelante pudiera dar lugar a un nuevo pretexto de ofensa de parte de este gobierno.»

{10} Documentos relativos a las gestiones de los gobiernos francés inglés en las desavenencias entre la España y la Francia: núm. 33.

{11} Por ejemplo, Ballesteros era tenido por representante de la sociedad comunera; la masónica miraba como suyo a La-Bisbal; Mina era muy grato al partido exaltado amigo del ministerio, y éste aborrecía a Morillo, que era agradable a los moderados.

{12} El discurso respiraba liberalismo, como todos los que el gobierno ponía en boca de Fernando.– «Los facciosos, decía entre otras cosas, que meditaban la ruina de la ley fundamental, van cediendo el campo al valor de las tropas nacionales. Esa junta de perjuros, que se titulaba Regencia de España, ha desaparecido como el humo, y los rebeldes, que contaban con triunfos tan fáciles y tan seguros, ya comenzaron a sentir los tristes resultados de sus extravíos.»

{13} Atribuyose esta asonada a la sociedad de los masones de que había traído su origen el ministerio, a fin de arrancar la anulación del decreto de exoneración. En la de los comuneros, su rival, había habido escisiones, las cuales produjeron largos manifiestos y contestaciones, atizando unos la guerra entre las dos sociedades secretas, queriendo otros establecer la paz y concordia. Estas polémicas se agitaban precisamente en aquellos días.

{14} Art. 82 del Reglamento de las Cortes: «Al día siguiente (el segundo de su instalación) se presentarán los ministros, y cada uno en su ramo darán cuenta del estado en que se halla la nación. Sus Memorias, que deben imprimirse y publicarse, se conservarán en el Congreso para que las noticias que contengan puedan servir a las comisiones.»