Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XV
Salida del rey y del gobierno de Madrid
Las Cortes en Sevilla. Sesión memorable
1823 (de 1.º de marzo a 15 de junio)

Apertura de las Cortes.– Discurso del rey.– Sus protestas de ardiente liberalismo.– Informe del ministro de Estado sobre la actitud del ejército francés de observación.– Acuérdase manifestar al rey la necesidad de trasladarse el gobierno y las Cortes a punto más seguro.– Accede Fernando a la traslación.– Se designa la ciudad de Sevilla.– Señálase para la salida el 20 de marzo.– Ocupaciones y tareas de las Cortes en este período.– Salida del rey y de la familia real.– Llegan a Sevilla.– Abren allí las Cortes sus sesiones.– Discurso arrogante del presidente.– Noticia de la invasión de los franceses en España.– Declaración de guerra a la Francia.– Cambio de ministerio.– Asuntos en que se ocupan las Cortes.– Manifiesto del rey a la nación española.– Mensaje de las Cortes al rey.– Proclama del duque de Angulema en Bayona.– Entrada del ejército francés.– Vanguardia de realistas españoles.– Regencia absolutista en Oyarzun.– Su primer decreto.– Distribución de las tropas constitucionales.– No resisten la entrada de los franceses.– Avanzan éstos sin obstáculo camino de Madrid.– Extraña y torcida conducta de los condes del Montijo y de La-Bisbal.– Comunicaciones que entre ellos mediaron.– Gran disgusto en la corte y en el ejército.– Tiene que esconderse el de La-Bisbal.– Toma el mando de las tropas el marqués de Castelldosrius.– Sale con ellas de Madrid.– Queda el general Zayas para conservar el orden público.– Capitula con el príncipe francés.– Intentona de Bessieres sobre Madrid.– Escarmiéntale Zayas.– Excesos y castigo del populacho.– Entra Angulema en Madrid.– Sale Zayas.– Regencia y ministerio realistas.– Vuelven las cosas al 7 de marzo de 1820.– Creación de voluntarios realistas.– Desenfreno de la plebe.– Representación de los Grandes de España.– Contestación de Angulema.– Sesiones de las Cortes en Sevilla.– Dictamen de la comisión diplomática.– Sensación que causan los sucesos de Madrid.– Medidas de las Cortes.– Alarma en Andalucía.– Trátase de la traslación del rey y de las Cortes a Cádiz.– Resistencia del monarca.– Comisión de las Cortes.– Respuesta brusca del rey.– Proposición de Alcalá Galiano.– Se declara al rey incapacitado momentáneamente.– Nómbrase una regencia provisional.– Traslación del rey, de la familia real y de las Cortes a Cádiz.– Desmanes en Sevilla.– Llegada del rey y del gobierno a Cádiz.– Cesa la regencia provisional, y se repone al monarca en sus funciones.
 

El 1.º de marzo abrieron sus sesiones las Cortes ordinarias, después de las juntas preparatorias de costumbre. Tampoco asistió el rey en persona, y también leyó su discurso el presidente. Como obra de los ministros, los discursos del rey en esta época contenían siempre frases y protestas del más ardiente liberalismo. «Las potencias continentales de la Santa Alianza (decía en éste) han levantado ya la voz contra las constituciones políticas de esta nación, cuya independencia y libertad ha conquistado con su sangre. La España, respondiendo a las intimaciones insidiosas de aquellos potentados, ha manifestado solemnemente al mundo que sus leyes fundamentales no le pueden ser dictadas sino por ella misma… El rey Cristianísimo ha dicho que cien mil franceses vendrán a arreglar los asuntos domésticos de España, y a enmendar los errores de sus instituciones. ¿De cuándo acá se da a soldados la misión de reformar las leyes? ¿En qué código está escrito que las invasiones militares sean precursoras de la felicidad de pueblo alguno?– Es indigno de la razón rebatir errores antisociales, y no es decoroso al rey constitucional de las Españas el hacer apología de la causa nacional, ante quienes, para hollar todos los sentimientos del pudor, se cubren con el manto de la más detestable hipocresía.»

Fueron al siguiente día llamados los ministros; e interrogados sobre los movimientos del ejército francés de observación, y sobre lo que de él podía temerse: respondió el de Estado, que aquél tomaba una actitud hostil, que hacía temer se realizasen las amenazas sabidas de todos; y para que las Cortes se enterasen mejor de todo lo relativo al asunto, tendría el honor de leer la Memoria de oficio, correspondiente a su departamento, en que se contenía todo. No permitieron las Cortes que se leyese, y aun tomaron acuerdo formal para que se suspendiese la lectura de las demás Memorias de los secretarios del Despacho; manera de prolongar la vida de aquel ministerio, puesto que el rey había aplazado su relevo para cuando hubiese leído sus Memorias en las Cortes. Tratose luego con gran calor sobre la urgencia de trasladarse el gobierno con el rey, amenazado como estaba el reino de una próxima invasión, y sobre el punto donde habría de verificarse, añadiendo algún diputado que la medida le parecía insuficiente, y que en su conciencia creía necesario declarar la impotencia física de Su Majestad, cuya proposición produjo aplausos en las galerías, prueba del estado de exaltación en que se encontraban los ánimos. El gobierno manifestó que sobre el punto de traslación había consultado a una junta de militares, y después al Consejo de Estado, el cual aun no había evacuado su informe. El resultado de esta sesión fue acordar que los ministros expresaran al rey la necesidad de que eligiese inmediatamente el punto a que habían de trasladarse, y que al día siguiente dieran cuenta a las Cortes del que se hubiera designado, así como de las medidas que se hubiesen tomado para realizar la traslación. Si así no se hiciese, había dicho el señor Canga Argüelles, las Cortes usarán de sus facultades.

No hubo necesidad de esto, porque al siguiente día (3 de marzo), cuando las Cortes acababan de aprobar el proyecto de contestación al discurso de la Corona, se leyó una comunicación del gobierno, participando que el rey, a pesar de su anterior repugnancia, vistos los deseos de las Cortes, y oído por fin el Consejo de Estado, cuyo dictamen estaba conforme con aquellos, había accedido a que se verificase la traslación, y designado para ella la ciudad de Sevilla; y que para llevarla a efecto había el gobierno dado las órdenes convenientes, así para la seguridad de los caminos, estableciendo en ellos puestos militares, como para la provisión de trasportes y víveres, y cómodo aposentamiento de la real familia y de las Cortes, a cuyo fin había destinado los fondos posibles, y se ocupaba en dictar otras medidas al mismo propósito. Autorizáronle además las Cortes para ello, y se aprobó también una proposición, facultándole para que con el sigilo y celeridad posibles hiciera recoger todas las alhajas de plata, oro y pedrería de las iglesias y conventos, a fin de que no fuesen presa de la rapacidad de los facciosos, o del ejército extranjero que invadiera la nación, y las hiciese trasportar a las plazas fuertes que juzgara conveniente.

Tratose de fijar el día y hora de la salida, que se acordó dejar a la designación del rey, con tal que fuese antes del 17, a cuyo efecto pasó una comisión de las Cortes a hacer la pregunta y conferenciar con S. M. Mostrose el monarca dispuesto a preparar su marcha para antes del 17, si las Cortes lo querían así; pero exponiendo que si aquellas no encontraban reparo en que lo difiriese hasta el 20, puesto que en tan corto plazo no era verosímil que variaran las circunstancias, lo preferiría, por exigirlo así el estado de su salud y de sus negocios, y que en cuanto a la hora no le era posible señalarla con tanta anticipación. Volvió la comisión a poner en conocimiento de las Cortes esta respuesta del rey; hiciéronla objeto de algunas observaciones, pero conviniendo en que la dilación de tan contados días no podía ofrecer dificultad, ni contrariar el objeto y fin que en la resolución se habían propuesto, acordaron, no sin darle cierto aire de galantería, complacer al rey en cosa que parecía tan pequeña y tan justa.

Ocupáronse las Cortes en los días siguientes en los medios de recompensar del modo posible el patriotismo, y el servicio que habrían de prestar los milicianos nacionales que voluntariamente quisieran seguir y acompañar al rey y a las Cortes a Sevilla, acordando, entre otras cosas, que a los que durante aquel servicio les tocare la suerte de soldado les sería abonado el tiempo que sirviesen como si fuese en el ejército permanente, y que a los que estuviesen siguiendo su carrera literaria se les consideraría el tiempo que prestasen aquel servicio como de asistencia a sus respectivas cátedras. Se autorizó al gobierno para que pudiera suspender la admisión en la península e islas adyacentes de los buques y efectos extranjeros de las naciones que cortaran sus relaciones amistosas con la España y su gobierno constitucional. Estableciéronse reglas para la conducta que hubieran de observar las diputaciones de las provincias que fuesen invadidas, o estuviesen próximas a serlo, por tropas extranjeras, manera como habían de entenderse con los generales en jefe, arbitrios y caudales de que habían de poder disponer, puntos a que habrían de trasladarse, y cómo habrían de servir de juntas auxiliares de defensa nacional. Natural ocupación parecía para las Cortes en aquellas circunstancias la de estos asuntos, así como el arreglo y distribución de las fuerzas del ejército. Lo que no se comprende tanto es, cómo en momentos tales tenían serenidad para discutir y hacer objeto de sus deliberaciones el arreglo del clero, la organización y atribuciones de los ayuntamientos, y otros semejantes asuntos, propios para ser tratados en tiempos más normales y de más calma.

Aunque una junta de médicos que consultó el rey había opinado que el mal estado de su salud no le permitía salir ni viajar, y en efecto, a juzgar por los partes diarios de la Gaceta, atormentábale bastante por aquel tiempo la gota, una comisión del Congreso, para la cual se eligieron algunos diputados facultativos, fue de dictamen de que su mal mejoraría visiblemente, trasladándose a un clima benigno y a cortas jornadas{1}. También se habían anunciado turbulencias para aquel día. Mas la resolución se llevó a cabo, y a las 8 de la mañana del 20 salió el rey con su real familia de la corte, sin mostrar disgusto ni repugnancia por su parte, silenciosa la población, pero sin advertirse síntoma alguno de alteración ni desorden. Hizo su viaje a pequeñas jornadas{2}, escoltado por unos dos mil hombres de tropa y milicia, recibiendo en los pueblos señaladas muestras de respeto y veneración, salvo en tal cuál punto en que se oyeron algunos denuestos proferidos por los agentes de las sociedades secretas, y llegó el 11 de abril a Sevilla, sin el menor inconveniente, como si se estuviese en tiempos tranquilos, sin molestia alguna, y lo que es más, sin que se resintiese ni aun levemente su salud, como habían temido y pronosticado los facultativos. Las Cortes salieron tres días después, y también llegaron sin obstáculo de ninguna especie a la capital de Andalucía. En Madrid había quedado el conde de La-Bisbal al frente del ejército de reserva, que organizaba con inteligencia y acierto.

El 23 de abril reanudaron las Cortes en Sevilla sus sesiones, suspendidas en Madrid el 22 de marzo. El presidente, señor Flórez Calderón, pronunció un discurso que rebosaba de entusiasmo patriótico, pintando con pomposas frases la marcha triunfal de las Cortes, ponderando la decisión que mostraban todas las clases del pueblo por la causa de la libertad, retando a todas las potencias de Europa, dando seguridades de que nadie en el mundo se atrevería, sopena de encontrar aquí su tumba, a atentar contra la independencia y la libertad de España y contra la integridad de la Constitución. Todo lo cual formaba singular contraste con la noticia oficial que en la misma sesión se dio, de que el ejército francés había invadido desde el 7 de abril nuestro territorio, y de que algunos de sus cuerpos se hallaban ya en Vitoria, si bien sin previa declaración de guerra, como manifestaron los secretarios del Despacho. Con tal motivo propuso el señor Canga-Argüelles, y se tomó en consideración, se declarara que la independencia y libertad de la patria estaban en inminente peligro, que por tanto se estaba en el caso del artículo 9.º de la Constitución de obligar a todos los españoles a tomar las armas, y que los invasores no fuesen considerados como ejército, sino como hordas que venían a saquear y hollar los derechos de una nación sabia, noble y generosa.

Presentose en la misma, y se aprobó, una proposición, autorizando al gobierno para que en virtud de haber sido violado por las tropas francesas el territorio español, sin pérdida de tiempo y sin esperar al examen de los presupuestos, propusiese los medios de atender a las necesidades urgentes de la guerra. Los ministros manifestaron tener preparadas, y en disposición de ser leídas al Congreso, sus respectivas Memorias sobre el estado general de la nación, única circunstancia que había hecho al monarca suspender su salida del ministerio, añadiendo el de Estado que aquella misma noche extendería un apéndice a la suya, a fin de comprender en ella los últimos sucesos, de modo que estaría en disposición de ser leída al día siguiente.

Leyose el 24 el decreto del rey declarando la guerra a la Francia. Los ministros fueron también leyendo, conforme a lo acordado, sus respectivas Memorias; y según que cada uno terminaba la lectura de su respectivo documento se daba por relevado del ministerio, saliendo así todos sucesivamente, con arreglo al decreto de 18 de febrero último, en que habían sido exonerados por el rey, pero debiendo continuar en las Secretarías hasta tanto que leyesen sus Memorias en las Cortes, desde cuya fecha en realidad no eran verdadero gobierno. Así terminó aquel ministerio, formado en circunstancias azarosas, y cuya carrera había sido una serie de amarguras, mezcladas con muy pocas satisfacciones. Atribuyéronle muchos las desgracias, que no sabemos si otros hombres habrían podido conjurar. Sin defender ni sus ideas ni su política, no extrañas en la atmósfera que en aquel tiempo se respiraba, nos reservamos juzgarlo más adelante.

A medida que salían, iban siendo por lo menos interinamente reemplazados. ¿Qué había sido de los ministros nombrados por el rey para sustituirles antes de la salida de Madrid? Unos y otros habían acompañado en el viaje al monarca y a las Cortes, los unos gobernando de hecho, aunque exonerados, los otros, ministros de derecho, sin gobernar, dando esta anomalía ocasión a celos, desaires, rivalidades y odios entre sí mismos y entre los parciales de unos y otros. Contaban con más partido en las Cortes los primeros; mostrábase el rey más inclinado a los segundos; si no por verdadero afecto a éstos, por odio verdadero a aquellos. En situación tan irregular, los diputados, que comenzaban a considerarse como soberanos y mirar al rey como sometido a su voluntad, juntáronse en gran número y acordaron proponer un ministerio, que no dudaban sería, como impuesto por la necesidad, aceptado por el monarca. Así fue, y predominando en este acto el influjo de la sociedad masónica y de una parte de la de los comuneros, al cabo de algunos nombramientos provisionales que habían precedido, completose el ministerio al mediar mayo (1823), entrando en Gracia y Justicia don José María Calatrava, que por su fama de hombre de saber y por su valía había de dar nombre y ser el alma del gabinete; en Hacienda don Juan Antonio Yandiola, perseguido como cómplice en una conjuración contra el rey, pero que a la sazón militaba en las filas de los moderados; en Guerra don Mariano Zorraquín, que al lado de Mina y como su jefe de Estado mayor dirigía las operaciones de la guerra en Cataluña; nombrando para reemplazarle durante su ausencia al general don Estanislao Sánchez Salvador, gratos los dos al partido exaltado{3}; en Estado don José María Pando; Campuzano en Marina, y en Gobernación el teniente coronel don Salvador Manzanares, hombre de buenas prendas, pero extraño al ramo que se le confiaba, y por su posición no preparado todavía para tan alto puesto{4}.

Mientras el ejército invasor avanzaba de la manera que habremos de ver, y en tanto que en el resto de España acontecían sucesos de la mayor gravedad, las Cortes de Sevilla se ocupaban en aprobar por tercera vez el proyecto de ley de señoríos, dos veces desecha por la corona, y que a la tercera adquiría el carácter de ley del reino sin necesidad de la sanción real, con arreglo a un artículo de la Constitución. A vueltas de algunas medidas de circunstancias, tales como la formación de cuerpos francos y de guerrillas para ayudar al ejército, la creación de una legión extranjera, o sea de emigrados extranjeros, y la concesión al gobierno de algunos arbitrios y recursos para las atenciones de la guerra, las Cortes seguían discutiendo, como en los tiempos ordinarios y normales, tales asuntos como el arreglo económico de las provincias de Ultramar, la organización de los ayuntamientos, diputaciones y gobiernos de provincia, y otros de índole semejante.

Y en tanto que progresaban las tropas invasoras, el rey estampaba su firma al pié de un Manifiesto a la nación, en que sus ministros le hacían enunciar frases e ideas como las siguientes: «A la escandalosa agresión que acaba de hacer el gobierno francés, sirven de razón o de disculpa unos cuantos pretextos tan vanos como indecorosos. A la restauración del sistema constitucional en el imperio español le dan el nombre de insurrección militar; a mi aceptación llaman violencia; a mi adhesión cautiverio; facción en fin a las Cortes y al gobierno que obtienen mi confianza y la de la nación; y de aquí han partido para decidirse a turbar la paz del continente, invadir el territorio español, y volver a llevar a sangre y fuego este desgraciado país.» Y después: «¡Ah! creedme, españoles: no es la Constitución por sí misma el verdadero motivo de estas intimaciones soberbias y ambiciosas, y de la injusta guerra que se nos hace; ya antes, cuando les convino, aplaudieron y reconocieron la ley fundamental de la monarquía. No lo es mi libertad, que poco o nada les importa; no lo son en fin nuestros desórdenes interiores, tan abultados por nuestros enemigos, y que fueran menos o ninguno si ellos no los hubiesen fomentado. Lo es, sí, el deseo manifiesto y declarado de disponer de mí y de vosotros a su arbitrio. Lo es el atajar vuestra prosperidad y vuestra fortuna: lo es el querer que España vaya siempre atada al carro de su ostentación y poderío; que se llame reino en el nombre; que no sea en realidad más que una provincia perteneciente a otro imperio; que no vivamos, no existamos sino por ellos y para ellos.»

No obstante ser cosa de todos sabida que aquella invasión que Fernando anatematizaba había sido por él mismo, si no traída, por lo menos provocada; no obstante sospecharse que entonces mismo meditaba planes de reacción y de sangrienta venganza contra los constitucionales, como se vio después por las notas y apuntaciones que iba haciendo acerca de las personas, hechos y conducta de los liberales, apuntaciones y notas que constituyeron lo que se llamó en el tiempo de la reacción El libro verde, las Cortes acordaron dirigirle un mensaje felicitándole por su Manifiesto, y adhiriéndose a los sentimientos en él expresados. Esto podía considerarse como un acto de cortesía, propio también para comprometer más al monarca. Pero lo extraño es que hombres como el señor Galiano se mostraran tan entusiasmados con el Manifiesto, que proclamaran a Fernando por aquel hecho, digno de gobernar a todas las naciones del mundo{5}.

Habíase, como dijimos, verificado la invasión francesa el 7 de abril, desvaneciéndose las muchas ilusiones y esperanzas de los liberales españoles{6}. Decidido el gabinete de las Tullerías a ser el ejecutor de los planes de la Santa Alianza y el destructor de las libertades españolas, queriendo también probar al mundo que los Borbones de Francia tenían un ejército, resolvió que éste pasase el Pirineo conducido por el duque de Angulema, Luis Antonio de Borbón, el cual había dado el 3 en Bayona como orden del día la siguiente proclama: «Soldados: la confianza del rey me ha colocado a vuestra cabeza para llenar la más noble misión. No ha puesto las armas en nuestras manos el espíritu de conquista: un motivo más generoso nos anima: vamos a restituir un rey a su trono, a reconciliar al pueblo con su monarca, y a restablecer en un país, presa de la anarquía, el orden necesario para la ventura y seguridad de ambos Estados.– Soldados: respetad y haced respetar la religión, la ley y la propiedad: así facilitaréis el cumplimiento del deber que he contraído de mantener las leyes y la más exacta disciplina.»

Si tal era el objeto y tales los sentimientos del gobierno francés, si su fin era, como había antes proclamado, sustituir las instituciones que regían a España con otras más análogas a la Carta francesa, y restablecer el orden interior en la península, y no el de destruir en todas partes el gobierno representativo conforme al tratado secreto de Verona, ni esto lo anunció con claridad, ni era fácil que se desprendiera de los compromisos de Verona, ni menos podía esperarse del influjo de la regencia española recién organizada en Bayona, y que seguía al ejército francés, compuesta de hombres completamente absolutistas, y tan reaccionarios como el general don Francisco Eguía, el barón de Eroles, don Antonio Calderón y don Juan Bautista Erro, cuyo primer documento público fue anunciar a la nación española que todas las cosas volvían al ser y estado en que se hallaban el 7 de marzo de 1820. Esta junta se instaló en Oyarzun el 9 de abril. Tampoco daba indicios de ser conciliadora la misión de los franceses la circunstancia de venir a su vanguardia las facciones realistas, en número de 35.000 hombres, de los cuales mandaba el conde de España la división de Navarra, la de las Provincias Vascongadas el general Quesada, la de Cataluña Eroles.

El ejército invasor, contando las falanges realistas, pasaba poco de 90.000 hombres, nuevos conscriptos los más, con poca instrucción y sin hábitos de disciplina, aparte de los oficiales veteranos que habían sido sacados de la especie de retiro en que estaban. Débil ejército, si las fuerzas españolas hubieran estado mejor organizadas, y la nación menos fraccionada en partidos, y menos plagada de facciones. Dividiose aquél en cinco cuerpos: el 1.º a las órdenes del duque de Reggio; el 2.º a las del conde Molitor; el 3. a las del príncipe Hohenlohe; el 4.º a las de Moncey, muy conocido en España desde la guerra de la independencia, que había de operar ahora en Cataluña, y el 5.º a las del conde Bordessoulle. Aun había liberales que abrigaban esperanzas de que este ejército no llegaría a pisar nuestro territorio, ya por las que había hecho concebir el espíritu del gabinete británico favorable a la causa de la libertad española, y confirmado al parecer por los obsequios que el ministro Canning dispensaba a los duques de San Fernando trasladados de la embajada de París a aquella corte, ya por las ideas de que suponían, como hemos indicado, animadas las tropas francesas, ya por lo que en ellas influiría el terror de los recuerdos y la memoria de los escarmientos de la pasada lucha, si había en la frontera quien les disputase enérgicamente el paso.

Mas lo que hallaron en la frontera, esperándolos del lado acá del Bidasoa, fue un pelotón de poco más de cien ilusos, oficiales franceses y emigrados italianos, que se titulaban ejército de los hombres libres, a cuya cabeza estaba un Mr. Caron, los cuales, no distinguiendo de tiempos, y no calculando que no eran ahora los elementos de las fuerzas militares de la Francia lo que algunos años antes, creyeron que con solo enarbolar la bandera tricolor, símbolo de sus anteriores glorias, habían de acudir a ella despertándose el antiguo entusiasmo por la libertad. Pero sucedió que al ondear la bandera, exhortando a los soldados a que desertaran de las filas del duque generalísimo, a la voz de fuego, dada por el general Vallín, disparó contra ellos la artillería, cayendo muertos ocho o diez de aquellos ilusos, con lo que corrieron despavoridos los restantes, a encerrarse en la plaza de San Sebastián. Cruzaron pues las tropas francesas sin otro obstáculo el Bidasoa, apoderáronse de Pasajes y de Fuenterrabía, y dieron principio al bloqueo de San Sebastián. Aún así, ni se imaginaban ni podían imaginarse ellas que habían de atravesar la España desde el Norte al Mediodía antes de disparar los fusiles cargados en Bayona. Animáronse al ver que no encontraban resistencia en sus marchas hasta el Ebro: pasaron también tranquilamente este río, y continuaban sin encontrar enemigos camino de la capital, dejando bloqueadas las plazas que quedaban a retaguardia.

Dijimos ya en el capítulo anterior cómo habían sido distribuidas las fuerzas de España para el caso de la invasión. Tan acertado y conveniente había parecido a Mina el nombramiento de los generales que habían de mandarlas, especialmente los de Ballesteros y conde de La-Bisbal, que decía que cada soldado español, a las órdenes de tan bravos y entendidos jefes, valdría por muchos soldados franceses, bisoños como eran. Pero Ballesteros, a quien estaban confiadas las Provincias Vascongadas y Navarra, y que tenía a su disposición de diez y seis a veinte mil hombres, ni trató de impedir la marcha de los franceses, ni se puso delante de sus filas, corriéndose a Aragón, donde parecía contentarse con ir delante del conde Molitor sirviéndole como de itinerario, hasta que se trasladó a Valencia, a cuya capital hizo el buen servicio que veremos después. A vista de esto, mal podían defenderse los pueblos, cuya opinión, por otra parte, no era en general afecta a las instituciones; y las diputaciones provinciales, revestidas de tan amplias facultades por las Cortes, en vez de organizar la resistencia, se iban disolviendo.

Quedaban y se fijaban las esperanzas en el conde de La-Bisbal, jefe de la reserva y comandante general del primer distrito, cuya pericia era conocida, y confiando todos en que cubriría la capital del reino, impidiendo el paso por los puertos de Guadarrama y Somosierra al primer cuerpo del ejército francés que con la guardia real se dirigía por ellos a Madrid. ¡Vanas e ilusorias esperanzas! Por una de aquellas veleidades de carácter y de conducta en que se había hecho ya notable el de La-Bisbal, viéronse aquellas frustradas de la manera más lastimosa. El siempre enredador y bullicioso conde del Montijo, célebre ya también por cierta clase de evoluciones de mala índole en nuestra historia, habíase quedado en Madrid con instrucciones secretas para trastornar el régimen representativo, so color de introducir reformas en el código fundamental, dorándolo con la necesidad y conveniencia de amoldarle y acomodarle a la Carta francesa. En 11 de mayo dirigió este personaje una carta a modo de exposición al de La-Bisbal, haciéndole ver los males que había producido la licencia confundida con la libertad, la diferente situación de la España de entonces a la de 1808, el modo cómo ahora eran recibidos los franceses, que la opinión pública de España era contraria a la Constitución de Cádiz, que tampoco quería el despotismo, y que haría un servicio insigne a la nación, que la Europa entera apreciaría, si se declarara independiente de un gobierno que tenía prisionero al rey, y proclamara un orden de cosas que ni fuese el antiguo despotismo ni tampoco el código gaditano.

Respondió el tornadizo conde (15 de mayo) a la expresada carta en una especie de Manifiesto, en que decía:

«Que como jefe del ejército y de aquel distrito debía cumplir las órdenes del gobierno a cuya cabeza existía el monarca, no obstante estar convencido de que por desgracia de la nación el ministerio actual no podía sacarla del abismo en que la había sumido la impericia del anterior. Que como ciudadano español que puede sin faltar a las leyes pensar lo que le parezca sobre la situación del reino, opinaba que la mayoría de los españoles no quería la Constitución de 1812, sin entrar en el examen de las causas que hubiesen producido el descontento.

»Que los hombres honrados únicamente deseaban una Constitución que reuniese la voluntad de todos los españoles; que el vulgo carecía de opinión; que obraba por la costumbre inveterada que le hacía respetar lo más antiguo como lo más justo, y que los medios que en su concepto debían emplearse para restablecer la paz y unión, eran: –1.º anunciar a los invasores que la nación, de acuerdo con el ejército y con el rey, convenía en modificar el código vigente en todos los puntos que fuesen necesarios para reunir los ánimos de los españoles, asegurar su felicidad y el esplendor del trono, y que por consiguiente debía retirarse a la otra parte de los Pirineos, y negociar allí por medio de sus embajadores: –2.º que S. M. y el gobierno regresasen a Madrid, para que no se dijese que la familia real permanecía en Sevilla contra su voluntad: –3.º que para verificar las reformas anunciadas se convocasen nuevas Cortes, para que los diputados no careciesen de los poderes necesarios: –4.º que S. M. nombrase un ministerio que no perteneciese a ningún partido, y mereciese la confianza de todos, inclusa la de las potencias extranjeras: –y 5.º que se decretase un olvido general de todo pasado.»

Cualquiera que fuese el efecto que a su tiempo y en otra ocasión hubieran podido producir algunos de los medios propuestos por el conde, ni era aquella la oportunidad, ni a él le correspondía otra cosa que cumplir su misión de combatir a los invasores de su patria, sin mezclarse en cuestiones políticas; ni podía dejar de sospecharse que fuese plan preconcebido entre él y el autor de la carta a que respondía. Imprimiéronse ambos documentos, y su publicación produjo los efectos desastrosos que eran de esperar. Oyéronse en las filas del ejército las voces de traición y de traidor: algunos jefes se negaron a asistir al consejo de guerra por él convocado; rompiéronse los lazos de la disciplina; los soldados desertaban en gran número; los oficiales se dividieron en bandos, y por último se vio obligado el de La-Bisbal a esconderse (18 de mayo), entregando el mando de las desconcertadas tropas al marqués de Castelldosrius, el cual no tuvo otro arbitrio para contener la deserción que sacarlas de Madrid camino de Extremadura, quedando en la capital el general Zayas con algunos batallones para mantener el orden y contener la muchedumbre, en tanto que llegaban el príncipe y el ejército francés que habían pasado ya de Buitrago{7}.

Apresurose Zayas, en unión con el ayuntamiento de Madrid, a capitular con los franceses (19 de mayo). Ya aquel día se comenzó a notar en los barrios bajos un movimiento de bullicio con ademanes siniestros, que pudo reprimir la intervención  enérgica de la fuerza armada. Mas al día siguiente, grupos de chisperos y manolos y de desgarradas mujeres, armados de palos y chuzos, recorrían descaradamente las calles, dispuestos al pillaje para cuando entraran los facciosos. En tal situación recibió Zayas un oficio del famoso aventurero francés Bessieres, republicano antes, furibundo jefe de facciosos realistas después, manifestándole su resolución de entrar el primero en Madrid con su gente, como vanguardia del ejército extranjero. Contestole el honrado Zayas que tenía celebrado un convenio con el príncipe francés, y que si no se atenía a él le rechazaría con la fuerza. Mas no tardó el famoso guerrillero en presentarse con los suyos a las puertas de la capital, y aún llegó a penetrar en sus calles, acompañado de las frenéticas turbas de la plebe, que ya se saboreaban con el botín, y daban, más que gritos, aullidos de alegría. Zayas, que había colocado convenientemente sus fuerzas de tropa y nacionales, dioles orden de arremeter a los facciosos, e hiciéronlo tan bien que los obligaron a refugiarse con gran pérdida al Retiro, de donde los desalojaron a la bayoneta los granaderos de Guadalajara, acabando de ponerlos en desorden el intrépido don Bartolomé Amor con los cazadores y la caballería. Hiciéronseles setecientos prisioneros, y en las calles y en los campos quedaron muchos cadáveres, entre ellos no pocos de la bullidora chusma de los barrios, que fueron acuchillados sin piedad, a fin de evitar a la población el saqueo y la anarquía a que aquella gente amenazaba entregarse.

Puestos por Zayas estos sucesos en conocimiento del general francés, instole a que apresurase todo lo posible su entrada en Madrid, a fin de evitar otros parecidos o mayores desastres. En su virtud el 23 de mayo hicieron el duque de Angulema y sus soldados su entrada en la corte de España, saliendo Zayas y las tropas españolas por el lado opuesto, no sin tener que defenderse de la amotinada plebe, que le acosaba, rabiosa de que le hubiera impedido el saqueo. Los franceses fueron recibidos por el populacho con vítores, canciones populares y otras demostraciones de júbilo. Desencadenáronse las feroces turbas contra todos los conocidos por constitucionales, excitándolas una parte del clero, o celebrando con maligna sonrisa los atentados que las veían cometer{8}. Reprodujéronse muchas de las escenas del año 14, y ya habían sido teatro de semejantes iniquidades los pueblos por donde habían pasado los franceses, y aquellas y éstas eran preludio de los bárbaros desmanes que en toda España se habían de ejecutar.

Ya desde Alcobendas, el mismo día 23, había dado el príncipe generalísimo una proclama, en que decía:

«Españoles: si vuestro rey se hallase aún en su capital, estaría muy cerca de acabarse el honroso encargo que el rey mi tío me ha confiado, y que sabéis en toda su extensión. Después de haber vuelto la libertad al monarca, nada me quedaría que hacer sino llamar su paternal cuidado hacia los males que han padecido sus pueblos, y hacia la necesidad que tienen de reposo para ahora y de seguridad para lo futuro. La ausencia del rey impone otros deberes. El mando del ejército me corresponde; pero las provincias libertadas por nuestros soldados aliados no pueden ni deben ser gobernadas por extranjeros. Desde las fronteras hasta las puertas de Madrid, su administración ha sido encargada provisionalmente a españoles honrados, cuya fidelidad y adhesión conoce el rey; los cuales en estas escabrosas circunstancias han adquirido nuevos derechos a su gratitud y al aprecio de la nación. Ha llegado el momento de establecer de un modo firme la Regencia que debe encargarse de administrar el país, de organizar un ejército, y de ponerse de acuerdo conmigo sobre los medios de llevar a efecto la obra de libertar a vuestro rey. Esto presenta dificultades reales, que la honradez y la franqueza no permiten ocultar, pero que la necesidad debe vencer. La elección de Su Majestad no puede saberse. No es posible llamar a las provincias para que concurran a ella, sin exponerse a prolongar dolorosamente los males que afligen al rey y a la nación. En estas circunstancias difíciles, y para las cuales no ofrece lo pasado ningún ejemplo que seguir, he pensado que el modo más conveniente, más nacional, y más agradable al rey, era convocar el antiguo Consejo de Castilla y el de Indias, cuyas altas y varias atribuciones abrazan el reino y sus provincias ultramarinas, y el conferir a estos grandes cuerpos, independientes por su elevación y por la situación política de los sujetos que los componen, el cuidado de designar ellos mismos los individuos de la Regencia. A consecuencia he convocado los precitados Consejos, que os harán conocer su elección. Los sujetos sobre quienes hayan recaído sus votos ejercerán un poder necesario hasta que llegue el deseado día en que vuestro rey, dichoso y libre, pueda ocuparse en consolidar su trono, asegurando al mismo tiempo la felicidad que debe a sus vasallos.– ¡Españoles! Creed la palabra de un Borbón. El monarca benéfico que me ha enviado hacia vosotros jamás separará en sus votos la libertad de un rey de su misma sangre y las justas esperanzas de una nación grande y generosa, aliada y amiga de la Francia.– Cuartel general de Alcobendas, a 23 de mayo de 1823.– Luis Antonio.– Por S. A. R. el príncipe generalísimo, el consejero de Estado, comisario civil de S. M. Cristianísima.– De Marting.»

En virtud de esta proclama, convocados y reunidos los Consejeros, propusieron, y aprobó el príncipe generalísimo para la Regencia (25 de mayo), al duque del Infantado, al de Montemar, al barón de Eroles, al obispo de Osma y a don Antonio González Calderón, los cuales tomaron posesión de sus cargos (26 de mayo), quedando en este mismo hecho suprimida la Regencia provisional establecida antes en Oyarzun, pero reemplazada con algunos de sus mismos vocales, y con hombres todos de las mismas ideas y de la misma intolerancia{9}, siendo su secretario el que lo era del rey con ejercicio de decretos, don Francisco Tadeo Calomarde, después célebre ministro, como veremos, en este reinado. Organizada la Regencia, se nombró el ministerio, ocupando la secretaría de Estado el canónigo don Víctor Damián Sáez (no habiéndola aceptado don Antonio de Vargas y Laguna), la de Hacienda don Juan Bautista Erro, la de Gracia y Justicia don José García de la Torre, la de Marina don Luis de Salazar, la de Guerra don José de San Juan, y don José Aznárez la del Interior, de nueva creación, y desconocida hasta entonces en España.

Decididamente realistas la nueva Regencia y el nuevo ministerio, sus primeras providencias llevaron ya el negro sello de la más completa reacción. Todas las reformas fueron abolidas, volviendo las cosas al pié que tenían el 7 de marzo de 1820, conforme al sistema proclamado ya por la Regencia de Oyarzun. Creáronse los voluntarios realistas, institución de odiosa y funesta celebridad en los diez años siguientes. Diose a Eguía, el encarcelador de los diputados liberales el año 14, el empleo de capitán general en premio de sus proscripciones. Se mandó que los regimientos de Guadalajara y Lusitania, que el 20 de mayo habían mantenido el orden en Madrid castigando a la desalmada plebe que intentaba el saqueo, fuesen borrados de la lista militar del ejército, y sus individuos perseguidos y juzgados según las leyes. Con esto el vulgo se desencadenaba en todas partes, en términos que la misma Regencia se vio en la necesidad de publicar una proclama a los españoles (4 de junio), condenando tales desmanes, si bien ofreciendo hacer respetar la autoridad real, y encargando a los tribunales que emplearan toda su inflexible severidad contra los que intentaran menoscabarla.

En medio de esta tenebrosa atmósfera que iba cubriendo el horizonte español, apareció como una ráfaga de extraña luz la representación que en 27 de mayo dirigieron al generalísimo francés los grandes de España que abrigaban sentimientos liberales, contra el terrible sistema de absolutismo que se estaba desplegando.

«Nosotros, esclarecido príncipe, le decían entre otras cosas, ponemos al cielo por testigo, e invocamos con noble y denodado esfuerzo la memoria de la fidelidad y del patriotismo de nuestros progenitores, y aun nuestra misma conducta durante el otro cautiverio (del rey), en crédito de la uniformidad y de la energía de nuestros votos, por que tan grandes bienes se restituyan{10}y se aseguren para siempre a esta grande nación, tan maltratada en este triste y último período, como benemérita de ellos. Acabad, señor, pronta y felizmente el desempeño de vuestro noble encargo; juntad la libertad de un rey de vuestra sangre a las justas esperanzas de una nación amiga de la Francia: que de los esfuerzos reunidos de estos dos pueblos generosos resulte el bien común, y un nuevo y duradero lazo de amistad y de alianza; que ahuyentadas las mezquinas y funestas pasiones para hacer lugar a la benéfica concordia, formada una sola familia, con un solo espíritu, en derredor del regio trono; puestos en fin los españoles en honrosa y sabia armonía con las naciones cultas de Europa, tan lejos de las intrigas de la arbitrariedad, precursora siempre de desastres, podamos un día más dichoso y puedan nuestros hijos decir con inefable y permanente júbilo: –«El rey Fernando VII de Borbón, cautivo en el alcázar de sus mayores a pesar de sus fieles súbditos, y la magnánima nación española sojuzgada por la ominosa facción de un corto número, recobraron su libertad y sus fueros, y vieron renacer el suave y útil yugo de una religión santa, la moral pública y el saludable imperio de las leyes, con el auxilio de la Francia y bajo la dirección de su augusto príncipe el duque de Angulema.»

Podían estar obcecados los Grandes acerca de los propósitos y fines del monarca, del gobierno y del príncipe francés, pero siempre fue mirado por muchos como laudable su intento y el paso que daban. Los encargados de poner el escrito en manos del príncipe extranjero quisieron acompañarle con la oferta de armar y sostener por cuenta de la grandeza un cuerpo de ocho mil hombres que ayudase a terminar pronto la guerra. Mas solo obtuvieron del príncipe una contestación vaga, como si temiera adquirir con ella un compromiso contrario a los fines de la Santa Alianza y a los planes de su soberano. «Al venir en nombre del rey, mi señor tío, les dijo, a pacificar la España, a reconciliarla con las potencias de Europa, y a ayudarla a romper las cadenas de su rey, sabía que podía contar con el apoyo de todos los verdaderos españoles. A los Grandes de España tocaba dar en esta memorable circunstancia un testimonio solemne de su adhesión a nuestros esfuerzos y nuestros votos. Mis deseos están conformes con los vuestros. Anhelo como vosotros que vuestro rey sea libre, y tenga el poder necesario para asegurar de una manera estable la felicidad de la nación.»

Sucedió, sin embargo, con la exposición de la Grandeza lo que en tiempos de agitaciones políticas sucede comúnmente con los medios términos. Cuando llegó una copia de ella a Cádiz, anatematizáronla los hombres de ideas extremadas, únicos que se apellidaban y se tenían por liberales, mientras los realistas la maldecían unánimemente, ensañándose contra ella, como se vio después en un furioso escrito que dirigieron a la Regencia; y los consejeros secretos del rey pedían a sus autores explicaciones terminantes, porque lo consideraban como un desacato y un ultraje hecho a su soberanía.

Entretanto las Cortes en Sevilla discutían (23 y 24 de mayo) el dictamen de la comisión diplomática sobre la Memoria leída el mes anterior por el ministro de Estado acerca de nuestras relaciones con las potencias y la situación general del reino. La comisión, después de un extenso preámbulo, obra de la pluma de Alcalá Galiano, proponía a las Cortes se sirviesen declarar: «Que el gobierno de S. M. procedió de un modo digno de la nación a cuyo frente se hallaba en el discurso de las últimas negociaciones; y que la guerra que España se veía precisada a sostener le era imposible de evitar, a no infringir sus juramentos y obligaciones, y renunciar a su honor, a su independencia, al pacto social jurado, y a todo sistema fundado en ideas liberales y justas, tendiendo el cuello al yugo del poder absoluto impuesto por la violencia de un gobierno extranjero.» La discusión fue grave, detenida y solemne, y se declaró que no se cerraría mientras hubiese un solo diputado que quisiera hablar en pro o en contra. Fueron los principales sostenedores del dictamen Flores Calderón, Argüelles y Galiano, que excitaron muchas veces los aplausos del Congreso y de los concurrentes. Su objeto fue demostrar que la guerra contra España estaba resuelta desde 1820; que las modificaciones que se proponían en la Constitución no eran sino pretexto para las hostilidades y una trama para alucinar y dividir a los españoles incautos; que si el gobierno hubiera caído en semejante lazo, se hubiera deshonrado sin conseguir el objeto de conservar la paz, la que solo hubiera podido obtener sometiéndose al yugo de un atroz despotismo. Impugnole el señor Falcó en un notabilísimo discurso, que no dejaba de estar también nutrido de razones. Pero la impugnación era ya tardía. Después de las célebres sesiones de 9 y 11 de enero en Madrid, la cuestión estaba ya prejuzgada, y el dictamen de la comisión fue, como no podía menos, aprobado en votación nominal por la gran mayoría de ciento seis votos contra veinte y seis{11}.

Llegaron a este tiempo a noticia de las Cortes los acontecimientos de Madrid que acabamos de relatar. Fácil es concebir la profunda sensación que en ellas harían. Acordose desde luego que se formara causa al conde de La-Bisbal, sin perjuicio de las disposiciones que el ministerio tomase; y se nombró una comisión que, oyendo al gobierno, propusiera las recompensas de honor a que juzgara acreedoras las tropas de la brigada del tercer ejército de operaciones que defendieron a Madrid el día 20, y a su digno general don José de Zayas. Por lo demás las Cortes seguían discutiendo y deliberando, al parecer con una serenidad admirable, sobre todo género de asuntos, así sobre castigos a los que hiciesen traición o se uniesen a los enemigos de la libertad, fuesen eclesiásticos, militares o civiles, como sobre premios a los defensores de la Constitución; así sobre reformas de hacienda, de aranceles, de papel sellado, de hipotecas, de contribución del clero, como de marina, de comercio, de arreglos en las provincias de Ultramar: así sobre legislación y administración de justicia, como sobre correos, imprenta, agricultura o artes. Beneficiosas como habrían podido ser en tiempos normales muchas de estas leyes, eran ahora, sobre intempestivas, evidentemente ineficaces, y no podían tener fuerza moral, sublevada como estaba ya contra el gobierno casi toda la península, a excepción de los puntos ocupados por las tropas constitucionales.

Había no obstante quienes, recordando los primeros descalabros y los siguientes triunfos de la guerra de la independencia, no desconfiaban todavía de recibir noticias más favorables y satisfactorias, puesto que nuestras tropas se hallaban todavía enteras, e inspiraban gran confianza sus jefes. Mas las cosas iban sucediendo muy al revés de aquellas esperanzas. El cuerpo del general Molitor perseguía al de Ballesteros de la manera que diremos después. El conde Bourk se estableció en el reino de León para preparar la invasión de Asturias y Galicia. Bourmont batió en Talavera la retaguardia de las tropas que Castelldosrius había sacado de Madrid, y que por Extremadura se retiraron a Andalucía. Bordessoulle se apoderó de la Mancha, y derrotado Plasencia en Despeñaperros, quedaba el suelo andaluz abierto a las tropas de estos dos últimos generales franceses, en número de 17.000 hombres, a los cuales no había que oponer sino los escasos restos de La-Bisbal, cuyo mando se dio a López Baños, relevando de él a Zayas, y la menguada fuerza de Villacampa, que no bastaban a contener al enemigo, ni a librar de un golpe de mano a Sevilla, ciudad populosa, pero abierta, y que encerraba además en su seno muchos desafectos al sistema constitucional.

Grande alarma y cuidado produjeron en el gobierno y en las Cortes las nuevas de estos sucesos, que llegaron el 9 de junio a Sevilla.

Tratose inmediatamente de la traslación del rey y de las Cortes a punto más seguro, idea contra la cual se levantó gran clamoreo. La milicia de Sevilla no inspiraba ni confianza ni temor. Los dos batallones de la de Madrid que habían acompañado al gobierno, sobre ser sinceramente adictos a la Constitución, se conducían con admirable juicio y disciplina. Pero un tercer batallón que llegó después, compuesto de gente inquieta, alborotadora y de todo punto desconsiderada, con noticia de los desmanes cometidos por los realistas de Madrid, amotinose queriendo tomar venganza, o lo que llamaban represalias, en los absolutistas sevillanos de los excesos de los madrileños. Comenzó el alboroto con insultos, siguió el asesinato de un hombre desconocido, y el allanamiento y saqueo de algunas casas, entre ellas una en que vivía un eclesiástico diputado. Flojos en la represión el capitán general y el jefe político, el ministro Calatrava separó por lo menos a este último de su empleo. Por fortuna el motín se sosegó, pero trasluciose que se tramaba en contrario sentido una conjuración en favor del rey.

En tal situación llegó un parte suscrito por un militar en funciones de jefe político, redactado en medroso lenguaje, participando haber franqueado los franceses el suelo andaluz, y añadiendo que en el trance de la derrota todo, hasta el honor, se había perdido. De la pavorosa sensación que se revelaba en el autor de la noticia participó también el gobierno, el cual se apresuró a convocar a sesión secreta. En ella reinó el mismo estupor; silenciosos y pensativos, más que resueltos los diputados, se separaron sin acordar providencia alguna, y en esta situación congojosa se pasaron la tarde y noche (10 de junio, 1823). Los diputados, fuera del recinto de las sesiones, andaban inquietos, tristes y zozobrosos. Divisaban todos la negra nube que encima se venía; todos se quejaban de que nada se hacía para conjurarla, pero no acertaba nadie a proponer lo que debía hacerse. Verdad es que las dos sociedades, masónica y comunera, alma entonces de la política, en vez de unirse en el común peligro, seguían haciéndose una guerra sañuda y rencorosa, exasperados algunos con ver a otros ponerse del lado del rey, solo por ver si por este medio triunfaban de sus rivales, cuyos rivales eran a veces los miembros de su misma sociedad, llegando la locura de algunos a echar a volar la idea de que se discurriese el medio de acabar con Fernando y su real familia, acaso solo por hacer méritos con el rey, revelándole un secreto, que no pasó de ser anónimo, y que había sido recibido con general indignación.

Llegó así el que había de ser terriblemente memorable 11 de junio (1823). Antes de abrirse la sesión, las tribunas del Congreso se hallaban cuajadas de espectadores, en cuyos semblantes se retrataban a un tiempo la incertidumbre, el temor y la ira; mientras los diputados, reunidos fuera del salón, convencidos de no haber otro remedio que la traslación del rey y de las Cortes a la Isla Gaditana, pero también de la resistencia del rey, conferenciando a voces entre sí y con los ministros, pero sin atreverse a abrir la sesión, hasta poder proponer en ella un plan determinado, oían a su vez los murmullos y gritos de las tribunas, impacientes por que se abriese. Costaba trabajo a los diputados hacerse oír de los demás. Una fuerte exclamación de ¡Silencio! proferida por Alcalá Galiano, seguida de otra de Riego: «¡Oigamos a Galiano!», produjo el que todos callaran para oír al exaltado y elocuente orador, el cual procedió a indicar el plan que había concebido: el cual consistía, sin acusar al rey ni a los ministros, en hacer que constase de oficio la resistencia del rey a salir de Sevilla, y en tratar de vencerle hasta hacerle consentir en pasar a Cádiz, como único medio de salvar a un tiempo su persona y el régimen constitucional, con lo demás que luego le veremos ir desenvolviendo. Como el ansia de todos era encontrar un remedio que pudiera sacarlos de cualquier modo del apremiante conflicto, se acordó abrir ya la sesión, comprendiéndose desde luego que el alma de la de aquel día había de ser el mismo Alcalá Galiano.

Abriose aquella en medio de un profundo, e imponente silencio, significativo de la inmensa importancia que a juicio de todos había de tener. El diputado Galiano presentó su primera proposición, para que, llamado el gobierno, expusiera cuál era la situación del país y las medidas que había tomado para poner en seguridad a la persona del rey y a las Cortes, a fin de deliberar en vista de lo que contestara. Apoyola brevemente, comenzando por decir: «Más es tiempo de obrar que de hablar.» Y aprobada por el Congreso, acordó éste continuar en sesión permanente hasta oír la contestación del gobierno. Llegados los ministros, el de la Guerra hizo una relación de todos los acontecimientos militares de que el gobierno tenía noticia hasta aquel momento, no ocultando los peligros que se corrían. El de Gracia y Justicia (Calatrava) manifestó que el gobierno había consultado con una junta de generales y otros jefes militares si habría medio de resistir la invasión francesa en Andalucía, a lo que había contestado que no, y consultada a qué punto convendría trasladar el gobierno y las Cortes, había respondido unánimemente que no había otro que la Isla Gaditana. Que puesto todo en conocimiento del rey, y consultado por éste el Consejo de Estado, este alto cuerpo había convenido con los generales en la absoluta necesidad de trasladarse las Cortes y el gobierno, variando solo en el punto, siendo de opinión el Consejo que debía ser Algeciras.

Estrechados y apurados los ministros con preguntas por Galiano, sobre si creían poderse sostener la Constitución sin que la traslación se verificase, si el viaje estaba dispuesto, si ellos podían seguir siendo ministros en el caso de que el rey se negase, concluyó por rogarles que no tomasen parte en la discusión, porque ésta había de llevar necesariamente un giro violento, en que ellos no podrían hablar sino en nombre del rey. Hecho lo cual, presentó la segunda proposición, reducida a que una comisión llevase un mensaje a S. M. suplicándole que sin demora se pusiese en camino con su real familia, y acompañado de las Cortes y del gobierno, añadiéndose a propuesta de Argüelles «a la Isla Gaditana, y mañana al mediodía.» La comisión se nombró: presidíala don Cayetano Valdés, hombre severo y de todos respetado: el rey señaló la hora de las cinco de la tarde para recibirla; mientras la comisión fue a cumplir su delicado encargo, el Congreso se quedó en una respetuosa y casi muda expectativa. Regresó la comisión, y en el semblante mustio del presidente se leyó que no traía contestación satisfactoria:

«Señor, dijo Valdés, la comisión de las Cortes se ha presentado a S. M.: ha enterado al monarca de que el Congreso quedaba en sesión permanente: que había resuelto trasladarse dentro de 24 horas a Cádiz, en virtud de las noticias que tiene de la marcha del enemigo, pues aumentada su velocidad, podía el ejército invasor impedir la partida del gobierno, y de este modo dar muerte a la libertad y a la independencia de la nación; y por lo tanto era urgente y necesario que la familia real y las Cortes saliesen de esta ciudad.– El rey ha contestado que su conciencia y el interés que le inspiraban sus súbditos no le permitían salir de Sevilla: que si como individuo particular no hallaba inconveniente en la partida, como monarca debía escuchar el grito de su conciencia.– Manifesté a Su Majestad que su conciencia quedaba salva, pues aunque como hombre podía errar, como rey constitucional no tenía responsabilidad alguna; que escuchase la voz de sus consejeros y de los representantes del pueblo, a quienes incumbía la salvación de la patria.– S. M. respondió: He dicho; y volvió la espalda.»

Siguieron a esta relación momentos de profundo silencio, como presagiando todo el mundo que tras lo que se había oído, algo terrible restaba oír. El guante estaba arrojado, y suponíase que no faltaría quien le recogiera. De contado estaba conseguido uno de los propósitos de Galiano, que era saber oficialmente la resistencia del rey. Levantose en efecto de nuevo este diputado, y con ademán solemne y mostrando cierta tristeza hipócrita (usamos su misma expresión), «Llegó ya, dijo, la crisis que debía estar prevista hace mucho tiempo.» Y después de breves palabras para probar que S. M. no podía estar en el pleno uso de su razón, sino en un estado de delirio momentáneo, pues de otro modo no podía suponerse que quisiera prestarse a caer en manos de los enemigos, propuso que se declarara llegado el caso de considerar a S. M. en el del impedimento moral señalado en el artículo 187 de la Constitución, y que se nombrara una Regencia provisional que para solo el caso de la traslación reuniera las facultades del poder ejecutivo. Declarado el asunto urgente, y puesto a discusión, hablaron en contra Vega Infanzón y Romero, aquél en un discurso cansado, aunque vehemente: defendiéronla Argüelles y Oliver; y sin votación nominal, porque así se procuró que fuese, se aprobó una proposición que declaraba nada menos que demente al rey, y suspenso del poder real{12}.

Acto continuo se nombró una comisión que propusiera los individuos que habían de componer la Regencia; y a propuesta suya recayó el nombramiento en don Cayetano Valdés, don Gabriel Císcar y don Gaspar Vigodet, los cuales prestaron el correspondiente juramento, mediando luego entre el presidente del Congreso y el de la Regencia, Valdés, breves pero muy sentidos discursos, sobre la necesidad terrible en que se había puesto a la representación nacional de tomar una medida de tal naturaleza, y a los regentes en la de aceptarla. La nueva Regencia salió para palacio, acompañada de la diputación de las Cortes, entre aplausos y vivas de diputados y espectadores. Fernando recibió la noticia del atentado que contra él acababa de cometerse, sin inmutarse al parecer. O se alegraba de tener más agravios de que vengarse en su día, o en aquel mismo esperaba verse libre de sus opresores. Porque en efecto, había tramada una conjuración con ese objeto, pero traslucida su existencia por algunos constitucionales, y sorprendido el lugar en que se hallaban reunidos los conjurados, aquella misma noche fueron presos, incluso su jefe, que era a la sazón alcaide del alcázar{13}.

Regresó la comisión del Congreso, y su presidente Riego anunció que la Regencia quedaba instalada, y que los aplausos y demostraciones de alegría con que había sido acompañada manifestaban que el pueblo español quería que se adoptasen medidas enérgicas en las circunstancias actuales. Lúgubre y sombrío aspecto presentó el salón de sesiones el resto de aquella noche. En sesión permanente, más por precaución que porque hubiese de qué tratar, pues ya no quedaba que hacer sino disponer el viaje, cosa de la Regencia y del rey; escasa la luz; pocos y cansados los diputados; durmiéndose en los escaños, o departiendo en voz baja entre sí sobre el gran suceso del día; en la tribuna algún otro espectador, cuya curiosidad le hacía compartir la vigilia con los diputados; inmóviles el presidente y secretarios en sus sillones, aguardábase con ansiedad y desazón el siguiente día. Pero vino el día deseado, y pasaban horas, y ni se advertían síntomas, ni se recibían noticias de próximo viaje. El rey, que se había sujetado sin replicar a la decisión del Congreso, parecía oponer ahora la peor de las resistencias, la resistencia pasiva. La hora acordada del mediodía se pasaba; conforme avanzaba la tarde crecía la zozobra en los ánimos. La milicia nacional de Madrid se impacientaba y bullía. Llegó a creerse que ya no se verificaba el viaje del rey; grande era la agitación, y hubo proyectos extremados para hacerle salir violentamente, porque los realistas en Sevilla, con ser en gran número, habíanse mostrado tan cobardes que no se los temía.

Aproximábase ya la noche; cuando a eso de las siete de la tarde (2 de junio, 1823) se recibió en el Congreso un oficio del ministro interino de la Gobernación, participando que a las seis y media habían salido SS. MM. y AA. para Cádiz, sin que hubiese habido alteración alguna en la tranquilidad pública, y añadiendo que la Regencia provisional del reino se disponía a salir inmediatamente. En su virtud a las ocho de la noche levantó el presidente la sesión, que había comenzado a las 11 del día anterior, anunciando, conforme a una proposición aprobada, que las Cortes suspendían sus sesiones para continuarlas en Cádiz. Sin molestia ni contratiempo, marchando a cortas jornadas y haciendo pausas, llegaron el rey y la real familia la tarde del 15 a la Isla de León{14}.

No hicieron tan tranquilamente su viaje los diputados que retrasaron un poco su partida de Sevilla, después de aquella célebre sesión, que duró treinta y tres horas. Los que se descuidaron, fueron atropellados por la muchedumbre: los equipajes que quedaron rezagados cayeron en poder de la tumultuada plebe, que en Sevilla, como en todos los pueblos que quedaban desguarnecidos de tropa o de suficiente fuerza de nacionales, se ensañaba con furor, y cometía todo linaje de insultos, desmanes y tropelías contra todos los que eran tildados de negros, que así seguían apellidando a los que se habían mostrado afectos al sistema constitucional. Allí el populacho se creyó más en derecho de dar suelta a las venganzas, por lo mismo que acababa de ser testigo de cómo había sido tratado el rey. Grupos de gitanos y gente del barrio de Triana entraron a saco el salón de Cortes, y varias casas y cafés donde se reunían los liberales.

El mismo día 15 a las seis de su tarde se abrieron las Cortes en Cádiz en el templo de San Felipe Neri, solo para dar cuenta de la siguiente comunicación de la Regencia provisional desde el Puerto de Santa María: «Excmo. señor: La Regencia provisional del reino nombrada por las Cortes no debe existir sino por el tiempo de la traslación de las mismas y del gobierno a la Isla Gaditana; y debiendo verificarse la entrada de S. M. en ella en el día de mañana, per hallarse ya en este pueblo sin novedad en su importante salud, espera la Regencia provisional que V. E. se servirá decirme por medio del expreso que conducirá este pliego, si están ya trasladadas las Cortes a la misma Isla, o tendrá a bien avisarme tan pronto como lo estén para los efectos consiguientes.– Dios guarde a V. E. muchos años.– Puerto de Santa María, junio 14 de 1823.– Cayetano Valdés.– Señor Presidente de las Cortes.»

Habiéndose leído la lista de los diputados presentes y de otros que se hallaban en la población, se acordó contestar que las Cortes estaban ya trasladadas. En su virtud la Regencia anunció por decreto haber cesado en sus funciones provisionales; pero las sesiones no se reanudaron formalmente hasta el 18, según lo acordado en la del 11 en Sevilla.

Así terminaron sus tareas las Cortes congregadas en esta última ciudad desde el 23 de abril, las más famosas de la historia parlamentaria española, por el acto inaudito y nuevo en los anales políticos de las naciones que con la autoridad y la persona del rey ejecutaron: acto que juzgaremos a su tiempo, así como la conducta respectiva de las Cortes y del monarca en este breve, pero famoso período, limitándonos al presente al oficio de simples narradores. En este mismo concepto, y dejando por ahora al rey, al gobierno y las Cortes en Cádiz, procederemos en el siguiente capítulo a dar cuenta de los progresos del ejército invasor franco-hispano, y de cómo en el resto de España se verificaba la terrible restauración absolutista.




{1} Fue singular lo que en esto pasó. La consulta de los médicos había causado gran disgusto a los diputados empeñados en la traslación del rey a Andalucía. Nombrose una comisión para deliberar sobre ella, cuidando de que entraran en la comisión diputados médicos. Oyose a los consultados por el rey, que parecían apoyar su dictamen en sólidas y muy atendibles razones. Sin embargo los de la comisión opinaron que el viaje le haría más provecho que daño, y su dictamen fue, como era de esperar, el que prevaleció en el Congreso. Galiano, que aunque no era médico, sostuvo una acalorada y agria polémica con los facultativos de cámara, fue el encargado de redactar el dictamen, en el cual muchos creyeron descubrir malévolas ironías, que tal vez no entraron en su intención.

{2} Al día siguiente de la salida anduvo el rey largo trecho a pie, sin dar señales de sentir fatiga, como si se hubiera propuesto desmentir el pronóstico de los médicos, que habían declarado peligrosa para su salud la marcha, o como si quisiese dar a entender que todo aquello había sido amañado para cohonestar su resistencia a la salida.

{3} El valiente e instruido Zorraquín murió, como veremos, gloriosamente en Cataluña, casi al mismo tiempo que se elevaba a un cargo para el cual se le reputaba muy apto, y del que se le creía generalmente merecedor.

{4} San Miguel pasó desde la silla del ministerio al destino de ayudante de Mina. También López Baños volvió a empuñar la espada en defensa de la patria y de la libertad.

{5} Sesión del 27 de abril.

{6} Habíanse fundado éstas principalmente en tratos del gobierno español con franceses descontentos del suyo, habiendo momentos en que se llegó a creer en una revolución dentro del vecino reino. Desapareció mucha parte de estas ilusiones, así para los de allá como para los de acá, con el suceso del diputado Manuel en la Cámara francesa, cuando se debatía el asunto de la guerra de España. Este liberal y elocuente diputado, no ajeno a la conjuración, soltó en su discurso una frase, que interpretada como revolucionaria y republicana, produjo escándalo y alboroto grande en sus adversarios, que sin permitirle acabar el pensamiento hicieron y aprobaron una proposición para que se le expulsase de la cámara. Entonces fue cuando pronunció aquellas célebres palabras: «Busco aquí jueces y solo encuentro acusadores:» seguidas de otras no menos enérgicas y dignas. A pesar del acuerdo de la expulsión, alentado por unos sesenta diputados que se reunieron aquel día en casa de Mr. Laffitte, el valeroso diputado por la Vendée se presentó al siguiente en la sesión. Su presencia movió una tempestad entre sus contrarios; el presidente, por medio de los ujieres, le mandó salir del salón; el fogoso defensor de las libertades públicas y de su propia inmunidad exigió que le enseñaran la orden escrita del presidente: el sargento de la guardia nacional se negó también a cumplir el mandamiento; fue menester que los gendarmes le sacaran a la fuerza. Con él se salieron muchos diputados; sesenta y tres protestaron, pero éstos, aunque habían convenido en no volver a las sesiones, no dejaron de asistir a ellas. Este suceso probó que no se podía ya esperar por entonces un levantamiento de la nación francesa, ni contra los Borbones, ni en favor de las libertades de España.

Quedaba a los españoles la esperanza, que pronto vieron frustrada también, en las ideas liberales de muchos de los jefes y oficiales que venían en el ejército invasor, como si fuese lo mismo desaprobar la invasión que rebelarse contra ella.

{7} Zayas, acreditado general de la guerra de la independencia, de quien tantas veces hemos hablado, era adicto al rey, pero no le quería absoluto; no amaba la Constitución, pero la prefería a la monarquía pura: hubiérala querido, como otros muchos, modificada. No aprobaba que el gobierno hubiera dado lugar a la guerra, pero una vez comprometida en ella la nación, no faltaba a pelear como leal y como valiente. Ahora creyó hacer un servicio entablando tratos con un enemigo, a quien después de lo que había pasado no podía resistir con la fuerza que tenía.

{8} Hablando de los sucesos de éste y del anterior día, y de la conducta del general Zayas, dice el marqués de Miraflores en sus Apuntes: «De los riesgos y de la suerte de esta gente se hace responsable al general Zayas, y se le culpa por que perecieron mujeres, niños y hombres indefensos; en efecto perecieron algunos, aunque muy pocos: ¿pero cómo ser responsable el general de los excesos de sus soldados, una vez sacado el sable para batirse? Si pereció desgraciadamente alguna mujer, niño u hombre indefenso, cúlpese a su indiscreción, no al general Zayas…» –Y luego: «¿Qué hubiera sido de la capital y de sus desgraciados vecinos, abandonados al espíritu de facción, al horrible desenfreno de un populacho hambriento, fanático y bárbaro, protegido por una soldadesca sin organización militar ni disciplina? Lágrimas y sangre hubieran corrido copiosamente. Títulos eternos de gratitud debe, pues, Madrid al general Zayas… &c.»

{9} De ellos dice Miraflores: «No es posible dejar de confesar que estos candidatos estaban lejos de poseer las eminentes cualidades de hombres de Estado, ni podían ser apropósito para dominar circunstancias políticas de tamaña magnitud; y por más que la justicia les atribuya sentimientos caballerosos y honrados, es imposible concederles los suficientes medios para tales circunstancias, que por cierto estaban también lejos de poseer sus compañeros en la regencia.»

{10} Aludían a la libertad del rey, y al orden, paz y justicia que deberían reinar entre los españoles, palabras que había pronunciado el mismo duque de Angulema.

{11} Los principales discursos que se pronunciaron en estas sesiones se hallan íntegros en el Diario de las Sesiones de Cortes celebradas en Sevilla y Cádiz, publicado en 1858 por el oficial mayor de la secretaría del Congreso don Francisco Argüelles, con acuerdo de la comisión de gobierno interior del mismo, y cuya apreciable colección se debe a la infatigable diligencia y laboriosidad de aquel entendido funcionario, que no omitió medio alguno para recoger y reunir tan importantes documentos, extraviados los más de ellos a causa de los disturbios de aquella época.

{12} Después pidieron varios diputados que constase su voto contrario a la declaración de inhabilitación del rey; otros que constara el suyo en contra del nombramiento de regencia provisional. Antes, creyendo que la votación iba a ser nominal, andaban muchos diputados como escondiéndose detrás de los bancos. Cuando vieron que era ordinaria, volvieron los más a sus puestos.

{13} Esta trama tenía por objeto impedir la salida del rey, y aún proclamar su libertad, arrebatándole y llevándole a punto donde pudiera empuñar libremente las riendas del Estado. Debía ponerse a la cabeza de esta empresa el general escocés Downie, hombre estrafalario y de desarreglada conducta, que acaso por salir de ciertos compromisos se metía en los de estas aventuradas empresas.

{14} Algún disgusto hubo en el Camino, por parecerles a los milicianos de Madrid, y a Riego, que iba allí, no como autoridad, sino voluntariamente y como aficionado, que se marchaba con demasiada lentitud, lo cual produjo agrias contestaciones entre Riego y el presidente de la Regencia, su pariente don Cayetano Valdés. Esto ocasionó algún bullicio: el rey tuvo miedo, y de aquí nacieron después algunas calumnias, pero en realidad no pasó de algún amago de inquietud.