Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XVI
Progresos del ejército realista
Sitio de Cádiz
1823 (de abril a setiembre)

Retirada de Ballesteros a Aragón y Valencia.– Los franceses dominan el Ebro y el alto Aragón.– Valencia sitiada por los realistas.– Libértala del segundo cerco Ballesteros.– Retírase éste a Murcia.– Entrada de los realistas en Valencia: tropelías.– Encamínase Ballesteros a Granada.– Persíguele el conde Molitor.– Batalla de Campillo de Arenas.– Capitulación de Ballesteros.– Reconoce la regencia de Madrid.– Desaliento de los liberales.– Invasión de franceses en Asturias.– Huber, D'Albignac, Longa, Campillo, Palaréa.– Ejército de Galicia.– Abandona Morillo la causa del gobierno de Sevilla.– Su proclama a las tropas.– Sepárase Quiroga de él.– Llegada del general francés Bourcke a Galicia.– Únesele Morillo.– Apodéranse los franceses del Ferrol.– Concentración de tropas constitucionales en la Coruña.– Sitio de esta plaza.– Presos ahogados en el mar.– Manifiesto del rey a los gallegos y asturianos.– Rendición de la Coruña a los franceses.– Sumisión de toda la Galicia.– Cataluña.– Situación del Principado a la entrada de los franceses.– El mariscal Moncey.– Decisión y constancia de Mina y de los jefes y tropas constitucionales.– Abandónase la plaza de Gerona.– Bando terrible de Mina.– Muerte de Zorraquín.– Trabajos y penalidades de Mina y de su división en una expedición por el Pirineo.– Gurrea y su columna prisioneros de los franceses.– Mina enfermo en Barcelona.– Operaciones de Milans, Llovera, Manso, San Miguel y Miranda.– Cataluña inundada de franceses y facciosos.– Barcelona circunvalada.– Legión liberal extranjera.– Cuerpos francos.– Defección del general Manso con algunos cuerpos.– Únese a Moncey.– Sentimiento e indignación de Mina.– Lealtad de los jefes y tropas de Tarragona.– Expedición de Milans.– Cambio desfavorable en el espíritu público del país.– Apuros en Tarragona.– Desagradables contestaciones entre Mina y Milans.– Renuncias de jefes.– Vuelve Milans a tomar el mando.– Desgraciada expedición a Figueras.– Rendición de aquel castillo.– Expedición de San Miguel a Cervera.– Andalucía.– El general francés Bordessoulle enfrente de Cádiz.– Bloqueo de la Isla.– El duque de Angulema en Andalucía.– Célebre ordenanza de Andújar.– Contraste entre el comportamiento del príncipe francés y el de la Regencia española de Madrid.– Persecución de liberales en toda España.– Activa Angulema las operaciones del sitio de Cádiz.– Correspondencia entre el rey Fernando y el duque de Angulema.– Apurada situación del gobierno constitucional en Cádiz.– La contrarrevolución de Portugal.
 

El ejército francés marchaba y avanzaba como asustado y atónito de no encontrar casi en ninguna parte resistencia, pues no merecía este nombre la que halló a las inmediaciones de Logroño, en que pelearon los nuestros con poca fortuna, cayendo prisionero el intrépido caudillo de la guerra de la independencia don Julián Sánchez, y la casi insignificante que le opusieron en algún otro punto, a excepción de Cataluña. Ya hemos visto la conducta del conde de La-Bisbal en Madrid, que mandaba el tercer ejército, y lo que hicieron con sus restos el marqués de Castelldosrius y el general Zayas. Mucho habían esperado los liberales del que tenía a sus órdenes el general Ballesteros, que aunque no llegaba, ni con mucho, a los 35.000 hombres que le supone el historiador francés de esta campaña{1}, era bastante, y aun podía ser sobrado para detener y resistir al cuerpo del general conde Molitor que le seguía. Pero Ballesteros, con su retirada a Aragón, dejó al general francés marchar rápidamente desde Tolosa por Tudela a Zaragoza, en cuya ciudad entró el 26 de abril, recibido con los gritos de ¡viva Fernando! ¡Viva la Religión! ¡Viva el duque de Angulema! por aquellos mismos habitantes cuya heroica resistencia a las huestes de Napoleón catorce años antes había sido la admiración y el asombro del mundo.

Todo el curso del Ebro desde su nacimiento hasta Mequinenza quedaba ya franco por aquel tiempo a los franceses y a los soldados españoles de la fe. El alto Aragón reconoció la junta realista. La costa cantábrica y Provincias Vascongadas, a excepción de San Sebastián, Santoña y Santander; y Navarra, a excepción de Pamplona, estaban en poder de los invasores; y la vanguardia del duque de Angulema había hecho ya su entrada en Burgos. Ballesteros se encaminó al reino de Valencia, donde por lo menos llegó en ocasión y a tiempo de prestar a aquella ciudad un grande e importante servicio.

Valencia había estado ya sitiada en el mes de marzo por las facciones de Sampere y otros cabecillas realistas, que habían batido algunas columnas de tropas nacionales, apoderádose de Segorbe y del castillo de Murviedro, este último por una vergonzosa capitulación del gobernador Bucarelly, y a cuyas fuerzas se habían unido muchos paisanos del contorno y de la Huerta desafectos al sistema constitucional, llegando a ocupar los arrabales de la ciudad y los caseríos situados orilla del Turia, circunvalándola después enteramente, arrojando granadas a la población, y sosteniendo los de dentro y los de fuera un vivo fuego. Levantaron los facciosos aquel sitio el 29 de marzo a consecuencia de la llegada del coronel Bazán, comandante militar de Castellón, con una columna, reforzada con miqueletes enviados por la diputación de Tarragona en socorro de Valencia. Celebrose esto en la ciudad con Te-Deum, y con banquetes cívicos y otras demostraciones.

Mas como en una salida que hizo después el mismo Bazán, sufriese un fuerte descalabro a las inmediaciones de Chilches, volvieron los facciosos a cercar a Valencia (8 de abril), unida ya a la fuerza de Sampere la de Capapé (El Royo), engrosadas ambas con el paisanaje de todas las inmediaciones y con muchos desertores del ejército mismo. La fuerza era ya respetable, y se presentó delante de los débiles muros provista de todo género de artillería; cortó la acequia que surtía de aguas la ciudad; comenzaron sus morteros y obuses a lanzar bombas y granadas que hacían no poco estrago en los edificios, obligando a las gentes a refugiarse en los que se tenían por más sólidos. Mucha era la decisión y la actividad de las autoridades, mucho el entusiasmo y arrojo de la escasa tropa y de los voluntarios nacionales, así de la ciudad como de las inmediatas villas que habían acudido a su defensa; hicieron algunas salidas vigorosas y arriesgadas, pero la escasez de subsistencias, y con ella la miseria y el hambre se hacían sentir en la población: tomáronse las medidas a que en tales casos obliga la necesidad; y como faltase también numerario, se estableció una fabrica para reducir a moneda la plata labrada, con el lema: «Valencia sitiada por los enemigos de la libertad.» Las salidas se repetían, aunque sin gran fruto; los sitiadores continuaban arrojando proyectiles, y aun se descubrió una mina debajo de uno de los principales edificios. El cerco se prolongaba; los apuros de la población crecían; el bloqueo era tan estrecho, que ya en Valencia se ignoraba absolutamente lo que acontecía en todo el resto de España. Los realistas habían establecido ya su Junta superior gubernativa del reino.

En tal estado llegó a Valencia el general Ballesteros con el segundo cuerpo del ejército constitucional, y levantó la facción el segundo cerco (9 de mayo), retirándose una parte a las montañas del Maestrazgo, y otra apoderándose de Alcira hasta las inmediaciones de Játiva. Poco tiempo duró a los valencianos la alegría de su libertad. Después de haber hecho sacrificios para satisfacer los pedidos de subsistencias, de equipo y de útiles de guerra que Ballesteros les hizo para sus tropas, con las cuales había emprendido el ataque del castillo de Sagunto, cuando nadie lo esperaba, y cuando tal vez la guarnición estaba próxima a sucumbir, viósele levantar los reales (10 de junio), y pasando rápidamente por Valencia retirarse a la provincia de Murcia. Los batallones de voluntarios valencianos prefirieron incorporarse al ejército de Ballesteros y seguir hasta donde pudieran las banderas de la patria, a quedar expuestos a los desastres de una invasión y a las venganzas de los realistas furibundos, y se despidieron de sus desoladas familias (11 de junio), a las cuales esperaban largos sufrimientos. A los dos días entraron en Valencia las bandas realistas, y comenzó, como en todas partes, el período de ruda reacción, el de los groseros cantos populares, acompañados de insultos con que la gente soez provocaba y escarnecía a las señoras y familias que tenían sus esposos, hijos o parientes en la milicia, el del apedreo de las casas, y la salvaje persecución hasta a los objetos de colores que pasaban por signo de liberalismo, el del espionaje hasta el sagrado del hogar doméstico, el de las prisiones por opiniones o por sospechas, el de las purificaciones y otros procedimientos con que hacía sentir su dominación de hierro el más feroz despotismo{2}.

Ballesteros, cuyas filas se aclaraban cada día más con la deserción, abandonó también la provincia de Murcia, dejando en las plazas litorales de Alicante y Cartagena cortas guarniciones, al mando la primera del coronel De Pablo (Chapalangarra), y la segunda al del general Torrijos, ambos firmes y decididos constitucionales, y encaminose al reino de Granada, dirigiéndose a su capital. Allí fue también el general Zayas, en reemplazo de Villacampa, a quien el gobierno constitucional había relevado del mando de los escasos restos del ejército de reserva, incomodado por haberle expuesto aquel general el verdadero estado de la opinión pública, la dificultad de sostenerse contra aquel torrente, y la conveniencia de negociar en tan desesperado trance una transacción. Pero también el mismo Zayas, antes y después de haber conferenciado con Ballesteros, manifestó al gobierno con honrosa franqueza el cuadro que ofrecían así el ejército como el país, exhortándole a que abriera los ojos y viera lo que todos ya veían, y no dejase que el mal se agravara al punto de no tener ya remedio.

Avanzaba ya también en dirección de Granada el general francés conde de Molitor, después de haber estado en Murcia, y tomado de paso a Lorca. Ballesteros determinó salirle al encuentro, quedando Zayas en Granada: situose aquél con su ejército, muy menguado ya y reducido a menos de diez mil hombres, aunque valerosos y decididos, en Campillo de Arenas, lugar situado en los confines de Granada y Jaén. Atacado allí por el ejército francés, que venía entero y victorioso, si victorias podían llamarse triunfos casi sin resistencia conseguidos, batiéronse nuestros soldados con un denuedo que asombró a los franceses, y la porfiada y bien sostenida batalla de Campillo (28 de julio) acreditó, aunque tarde, de cuánto habrían sido capaces las tropas del ejército constitucional, si se las hubiera empleado contra el invasor extranjero cuando éste entraba receloso y desconfiado, y aquellas se hallaban enteras y entusiasmadas. Mas ya no era posible sostener la lucha, derramado por el interior de España casi sin ningún descalabro el ejército francés, y pronunciada por todas partes en su favor la opinión del país. El mismo Zayas se había visto obligado a retirarse sobre Málaga, acosado por el general Ordonneau, y no pudiendo Ballesteros incorporarse a él hizo desde Cambil proposiciones de capitulación al conde de Molitor.

Estipulose en efecto la capitulación (4 de agosto) entre el general francés y el coronel primer ayudante de estado mayor de Ballesteros don José Guerrero de Torres, que aprobaron y firmaron después Ballesteros y el duque de Angulema. Los artículos de la capitulación eran: –El general Ballesteros y el segundo ejército de su mando reconocen la autoridad de la Regencia de España, establecida en Madrid durante la ausencia del rey: –El mismo general ordenará a los demás generales y gobernadores de las plazas situadas en el territorio de su mando que reconozcan la expresada Regencia: –Las tropas que están a sus órdenes se acantonarán en los puntos que se designen de acuerdo con el general Molitor: –Los generales, jefes y oficiales del segundo ejército español conservarán sus grados, empleos, distinciones y sueldos correspondientes: –Ningún individuo de dicho ejército podrá ser inquietado, perseguido ni molestado por sus opiniones anteriores a este convenio, ni por hechos análogos, a excepción de los que sean de la competencia de la justicia ordinaria: –El sueldo se pagará por el tesoro español: en caso de retraso o imposibilidad, se continuará dando a las tropas la ración de etapa en los acantonamientos designados: –Los nacionales que deseen volver a sus casas, podrán hacerlo libremente, y tendrán en ellas seguridad y protección.

Fácilmente se comprende el desaliento y el disgusto que produciría en todos los comprometidos por la causa liberal la capitulación de Ballesteros y de su ejército, que había sido una de sus mayores esperanzas. Esperanzas fundadas en el número y la calidad de las tropas, que pasaban por las mejores de entonces, y en las opiniones del general, tenido, aun entre los comuneros, por uno de los más fogosos defensores de la causa de la libertad. Cierto que desde el principio de la guerra se había observado que no correspondía su conducta al concepto de que gozaba, y había dado lugar a quejas e inculpaciones, de que el mismo Torrijos quiso dar conocimiento al gobierno de Cádiz, no obstante la amistad que a ambos generales unía, como miembros de una misma sociedad secreta. Así fue que las guarniciones de las plazas de Levante no quisieron someterse a la capitulación, y aun una parte del ejército se retiró a Málaga, donde seguía todavía ondeando la bandera de la libertad,

Pero ya era causa desesperada la de los constitucionales, por lo que veremos ahora que había acontecido durante este tiempo en Galicia.

Mandaba, como hemos dicho antes, el ejército de aquel antiguo reino el general Morillo, conde de Cartagena, el cual le había reorganizado, disciplinado y moralizado, con laudable inteligencia y celo. Indicamos también que con objeto de dominar la Vieja Castilla y de amenazar a Galicia y Asturias se había situado el general francés Bourcke en la capital y reino de León. Concurría por otro lado a invadir las Asturias el general Huber, unido al general realista español Longa, los cuales antes de entrar en el Principado batieron al intrépido Campillo, jefe de un cuerpo constitucional (21 de junio), y persiguieron sus restos hasta Ribadesella y Gijón, siendo recibidos los franceses en Asturias como lo habían sido en todas partes, y Campillo que había vuelto a rehacerse en lo posible en Avilés fue también atacado allí, y acabada de dispersar su gente. Huber y Longa se reunieron en Oviedo (27 de junio). Entretanto en el camino real de esta ciudad a León hubo un serio combate entre una columna de tropas constitucionales que mandaba el general Palaréa y otra de franceses que guiaba el general D'Albignac, procedente del cuerpo de Bourcke y enviado para este objeto por él. De resultas de este reencuentro Palaréa se retiró por Asturias a Galicia, y Huber y D'Albignac marcharon también juntos sobre Lugo, quedando Longa en Asturias para mantener la tranquilidad.

Bourcke por su parte, con noticia de los sucesos y de los movimientos de Asturias, dirigiose igualmente a Galicia por la carretera de Astorga y Villafranca, en cuyo camino su vanguardia había tenido ya algunos choques parciales. Acababa de llegar a Galicia desde Sevilla el general Quiroga, uno de los proclamadores de la Constitución de Cádiz el año 20, y uno de sus más decididos sostenedores. Hallábase también allí el inglés sir Robert Wilson, que había venido a ofrecer su espada al ejército de la libertad, el cual se puso al frente de aquel batallón de emigrados extranjeros que había intentado atraer al ejército francés en el paso del Bidasoa, que ametrallado por su artillería se refugió en San Sebastián, y desde allí se embarcó después para la Coruña.

Mas como en este tiempo recibiese el general Morillo noticias de lo acontecido en Sevilla, de la suspensión del rey y el nombramiento de una Regencia provisional, hiciéronle tal impresión, que desde luego, dando por fenecida una Constitución por los mismos legisladores quebrantada, resolvió separar su causa de la de las Cortes, y desde Lugo dio a sus soldados la siguiente proclama (26 de junio):

«Soldados del cuarto ejército: habéis manifestado vuestra decisión a no obedecer las órdenes de la Regencia que las Cortes instalaron en Sevilla, despojando de sus atribuciones al rey, de un modo reprobado por nuestro pacto social. Animado de los mismos sentimientos que vosotros, he condescendido con vuestros deseos, y os declaro que no reconozco al gobierno que las Cortes han establecido ilegalmente; y que resuelto al mismo tiempo a no abandonar estas provincias a los furores de la anarquía, conservo el mando del ejército. Auxiliado por una junta gubernativa, tomaré las providencias que exijan las circunstancias, no obedeciendo a ninguna autoridad, hasta que el rey y la nación establezcan la forma de gobierno que debe regir en nuestra patria.– Soldados: casi todos pertenecéis a estas provincias: vuestros padres, vuestros hermanos y vuestros vecinos necesitan de vosotros para conservar la paz y la tranquilidad, sin las cuales se hallan expuestas sus propiedades y sus personas. Jamás fue vuestra presencia más necesaria en las filas, y no dudo que penetrados del noble encargo que os está confiado, me daréis constantes pruebas de vuestra disciplina y vuestra unión.{3}»

La junta a que el de Cartagena se refería, y que había formado en Lugo, se componía del obispo, del jefe político, de tres individuos de las diputaciones provinciales de Lugo, Orense y la Coruña, y de algunas otras personas, las cuales, informadas de los sucesos de Sevilla y de los movimientos de los generales franceses sobre Galicia, opinaron todas que debía solicitarse de éstos un armisticio, hasta que libre el rey diese el gobierno que fuese de su agrado, continuando Galicia gobernada por las mismas autoridades, y no reconociendo entretanto ni la regencia de Sevilla ni la de Madrid. Quiroga había asistido a la junta y conformádose con su acuerdo. Mas luego quiso poner en salvo su persona, dispuesto al parecer a ausentarse de Galicia, para lo cual le facilitó el mismo conde de Cartagena una buena parte de los fondos que tenía en caja. Pronto, sin embargo, mudó de opinión, y puesto al frente de las tropas descontentas de la resolución de Morillo, se declaró en hostilidad contra él, como otros jefes a quienes desagradó aquel acto, y le censuraban duramente, y aun interceptó al ayudante que llevaba las comunicaciones del de Cartagena a las autoridades de la Coruña. Obligó esto a Morillo a escribir a Quiroga una carta sumamente sentida sobre su comportamiento, y exhortándole a que apartándose de aquel camino evitara las desgracias que él mismo iba a hacer caer sobre Galicia su patria{4}.

El general francés Bourcke, que marchaba sobre Lugo, contestó a la proposición de tregua de Morillo, que no podía aceptarla sin la previa sumisión del ejército de Galicia a la Regencia de Madrid, único gobierno que el príncipe generalísimo reconocía; pero que con esta condición ofrecía seguridad y protección a los españoles de todas las opiniones que no turbasen la tranquilidad pública, y que las propiedades serían escrupulosamente respetadas. En este estado llegó Bourcke a Lugo, donde encontró al conde de Cartagena (10 de julio). Abrumado éste con los disgustos de la Coruña, donde se instaló Quiroga con las tropas que le siguieron, y con los que le daban los realistas mismos, acabó por reconocer la Regencia de Madrid, uniéndose a los franceses con los tres mil hombres que le habían permanecido fieles, y encargándose de perseguir las columnas que se le habían desbandado, mientras que Bourcke continuaba su movimiento sobre la Coruña{5}.

Huber y D'Albignac desde Asturias habían penetrado también en Galicia por la costa, y apoderádose del Ferrol, cuya guarnición se les sometió (15 de julio), y cuyos recursos y pertrechos habían de servir grandemente a Bourcke para el ataque de la Coruña, de cuyos atrincheramientos exteriores logró hacerse dueño después de un vivo combate, mientras que Morillo forzaba el puente de Sampayo, en que se había fortificado una columna de constitucionales procedente de Vigo. Sensible debió ser para el conde de Cartagena batirse ahora en favor de los franceses y contra sus propios compatricios defensores de la libertad, en aquel mismo sitio en que quince años antes, peleando con bizarría contra los franceses en defensa de la independencia y de la libertad española, dio a conocer sus brillantes prendas de guerrero, y cuyo combate fue una de las primeras y más gloriosas páginas de su carrera militar.

Apretaba Bourcke el cerco en la Coruña, merced a la artillería de todos calibres llevada del Ferrol. Una propuesta de capitulación hecha al general Quiroga, ofreciendo la conservación de sus grados y empleos a los oficiales, fue desechada. Había en la plaza gran descontento y disgusto, y para acallarle se tomaron medidas horriblemente severas. La indisciplina del soldado cundía, y para contenerla se impuso pena de la vida al que robara dinero o cualquier objeto por valor de una peseta. El inglés Wilson no creyó oportuno permanecer encerrado en la plaza, y embarcose para Vigo, desde donde entabló negociaciones con el conde de Cartagena, hasta suponiendo que la Inglaterra saldría garante de sus proposiciones: mas no creyendo Morillo que tuviese semejantes poderes, contestole que nada le detendría en sus operaciones hasta la conclusión de la paz general. A poco tiempo Wilson desapareció de Galicia, volviéndose a Inglaterra. No tardó tampoco en abandonar la plaza el batallón, llamado legión liberal, de emigrados extranjeros, de los cuales hicieron algunos prisioneros los paisanos realistas de la parte de Vigo. También Quiroga, viendo fuertemente atacada la plaza por mar y tierra, con deseo o so color de ponerse al frente de las tropas de Roselló y de Palaréa, se embarcó para Vigo, dejando el mando de la plaza, y al pueblo y la guarnición descontentos y murmurando de su conducta{6}.

Quedó también entonces de gobernador de la plaza el brigadier don Pedro Méndez de Vigo, hombre de opiniones exaltadas, y de fogosas pasiones políticas. Deploramos que en su tiempo se verificara uno de los hechos más repugnantes y horribles con que las guerras civiles suelen por desgracia mancharse. Hallábanse acumulados en el castillo de San Antón los presos políticos enviados de varios puntos del reino, y principalmente de la corte, y se creyó oportuno sacarlos de la Coruña. Había entre ellos personas notables del partido realista. Una noche se vieron aquellos infelices trasladados del castillo a un quechemarín en número de más de cincuenta. Conducidos a algunas millas dentro del mar, y después de maltratados por la soldadesca, aquellos desgraciados… no queremos referir pormenores que estremecen; después de acuchillados fueron sumergidos en el fondo del mar. Al amanecer del 24 (julio) regresó al puerto y a la vista del castillo el barco descargado de las víctimas{7}.

Mas si todo espíritu honrado se subleva contra semejantes crímenes, tampoco puede el hombre que abriga sentimientos de dignidad en su corazón, ver con serenidad que aquel mismo monarca que había atizado y fomentado la sublevación realista y llamado los ejércitos extranjeros para derribar la Constitución española, estuviera en aquel mismo tiempo alentando a los liberales con proclamas como la que con fecha 1.º de agosto dirigió desde Cádiz a los pueblos de Galicia y Asturias y a los soldados del 4.º ejército de operaciones. No hay fuerza ni violencia moral que pueda cohonestar el que un rey que se hallaba en el caso de Fernando VII, hablara a los que en Galicia defendían aún la libertad con frases como las siguientes:

«No creyeron nuestros enemigos bastantes para la consecución de sus deseos, ni las feroces huestes que los siguen, ni el rebaño estúpido y fanático que tenían preparado de antemano para que ayudase sus abominables intentos; era preciso además que sembrasen la división de opiniones entre los amigos de la libertad, y el desaliento y disgusto entre los que tenían obligación de ser sus más firmes campeones… Descubriose esta negra trama en Madrid con la deserción escandalosa del conde de La-Bisbal; siguió respirando después, aunque con poco efecto, en otros parajes; y en fin, a vuestra vista, entre vosotros, el conde de Cartagena acaba de manifestarse instrumento ciego y víctima funesta de esas artes alevosas… No era el general Morillo, ni su junta prevaricadora, los que habían de decidir solos de la suerte del Estado. Formando un nuevo orden de cosas incompatible con las leyes, y repugnante a la voluntad general, para lo que no tenían ni autoridad ni poder, y suponiendo gratuitamente que la Constitución no existía, ellos eran los que realmente la derribaban, ellos los que tomaban a su cargo el entregar la patria a la dominación de los franceses, ellos los que la abandonaban a las abominaciones de los facciosos… ¿A qué aspiraban pues estos insensatos? ¿Presumían acaso sobreponer su opinión a la opinión de los otros, y poner un término a la guerra cuando a ellos les conviniese descansar? No; la España constitucional no sucumbe tan fácilmente. Pueden sus viles enemigos abusar de su buena fe, los reveses afligirla, las naciones desampararla, algunos hijos degenerados venderla; pero ella, firme en medio del temporal deshecho que la combate… resistirá, y no pactará jamás en perjuicio de estos derechos imprescriptibles, que todas las leyes del cielo y de la tierra la aseguran y afianzan a porfía.

»Otros se los mantendrán, ya que estos hombres pervertidos no se los han querido defender… Otros sin duda sabrán coronarse con esta gloria, mientras que esos tránsfugas se ven ya borrados del libro del honor y de la vida. Siéntense en buen hora en el puesto de ignominia que ya les señalan la posteridad y la historia; sigan siendo el vilipendio de los franceses, el juguete de los facciosos, los siervos miserables de unos y otros, al paso que vosotros, hombres generosos y leales, desoyendo sus consejos y desbaratando sus intrigas, os habéis cubierto de un lauro inmarchitable, que la patria contempla agradecida, y el mundo con estimación y respeto.– Continuad, pues, en el honroso camino que vuestra lealtad supo abriros. Manteneos firmes junto al estandarte de la libertad y de la independencia. Sea la Constitución vuestro punto de apoyo, &c.– Fernando.– Cádiz, 1.º de agosto de 1823.{8}»

Pero el sitio de la Coruña apretaba. Desde el 6 de agosto todas las baterías habían comenzado a hacer fuego, incendiándose edificios en tres diferentes cuarteles de la ciudad. En la mañana del 11 una bandera blanca enarbolada en el camino cubierto hizo señal de capitulación. Pero el general Novella pretendía que el general francés declarara que la guarnición había cumplido su deber y obedecido a Fernando VII, que la tomara bajo su protección el duque de Angulema, pero sin reconocer la Regencia de Madrid, esperando en esta actitud el resultado de los negocios de Cádiz y las órdenes del rey. Negose Bourcke a admitir tales condiciones, y habiendo enviado su ultimátum, decidiose la guarnición a capitular, poniendo las bases de la estipulación en manos del general en jefe Morillo. El 21 de agosto ocuparon las tropas francesas la Coruña; componíase la guarnición de más de tres mil hombres, al mando de jefes tan decididos y resueltos como Novella, Campillo y Jáuregui (el Pastor), los cuales volvieron a ponerse a las órdenes del conde de Cartagena.

Con esto y con la toma de Vigo por los realistas, no quedaban en Galicia más tropas constitucionales que la columna de Roselló, la cual después de la refriega del puente de Sampayo se había retirado hacia Orense, y de allí a la provincia de Zamora. Érale imposible sostenerse contra las fuerzas combinadas de Bourcke y de Morillo, que en diferentes direcciones se destacaron en su persecución. Alcanzada en Gallegos del Campo, y con enemigos al frente y a la espalda, tuvo Roselló por excusado el combatir, y rindió las armas (27 de agosto). La capitulación, que se firmó en el lugarcito de Maide, declaró la columna prisionera de guerra, y en este concepto Roselló, Méndez Vigo y Palaréa, con cuatro coroneles, seis tenientes coroneles, ciento cuarenta oficiales, y cerca de mil trescientos hombres de tropa, fueron conducidos prisioneros a Francia.

De este modo quedó sometida toda Galicia a las armas realistas. El general Bourcke, dejando guarnecidas las principales ciudades, tomó con el resto de sus fuerzas la vuelta de Madrid, quedando en aquel reino el conde de Cartagena para conservar la tranquilidad pública. Y de este modo también, de los cuatro ejércitos constitucionales que se habían organizado para resistir la invasión francesa, los tres, el de La-Bisbal, el de Ballesteros y el de Morillo, habían hecho ya su sumisión. Restaba solo el de Cataluña, mandado por Mina; único punto en que el francés había encontrado formal resistencia.

Cuando los franceses invadieron a Cataluña, Mina y los demás caudillos constitucionales habían dado tales y tan repetidos golpes a las facciones del Principado, que puede decirse que estaban deshechas. Dispersas en pequeñas bandas andaban algunas por el país, huyendo la persecución activa de las tropas. Ocupábase entonces Mina, de acuerdo con los jefes políticos, intendentes y diputaciones, en arbitrar recursos y en proveer al reemplazo del ejército permanente. Cierto que aún tenía a su disposición más de veinte mil hombres de tropas regulares, que constituían el primer ejército de operaciones, aparte de los voluntarios nacionales que en no pequeño número le seguían… Pero eran tantas las plazas que habían tomado y tenido necesidad de guarnecer, que apenas le quedarían ocho mil hombres libres de que disponer, los cuales estaban casi en continuo movimiento en todas direcciones. Con la entrada del general francés Moncey, duque de Conegliano, con el cuarto cuerpo de ejército, y de las facciones capitaneadas por el barón de Eroles, Mosen Antón, y otros que habían sido arrojados antes por Mina a territorio francés, y ahora volvían pertrechados y repuestos, alentose naturalmente el espíritu de los realistas catalanes, y crecieron las dificultades para Mina y los jefes del ejército constitucional. De contado el gobernador y guarnición de Gerona tuvieron que abandonar la plaza por creerla insostenible contra las fuerzas que iban sobre ella (24 de abril); así como se había mandado retirar la guarnición de Rosas, y hubo necesidad de trasladar a otra parte la compañía de artillería que había en Figueras.

Poblaciones importantes iban cayendo en poder de los franceses y de los partidarios del país que tan reforzados venían ahora de Francia. Conocedores éstos del terreno y con tan buenos o mejores espías que pudieran tener los constitucionales, eran unos utilísimos auxiliares de los extranjeros. Mina, Milans, Llovera y demás caudillos de las tropas liberales, amenazados por todas partes de fuerzas superiores, con las cuales fuera tenacidad exponerse a sostener serias y formales batallas, suplían la inferioridad numérica con la continua movilidad, con las incesantes y ligeras evoluciones, marchas y contramarchas, buscando alguna ocasión de sorprender al enemigo y evitando todo descuido de que éste pudiera aprovecharse. Así es que pasaban días y días sin otro resultado que pequeños y muy parciales reencuentros, de éxito vario para unos y para otros, pero sin que el francés alcanzase ventaja de consideración, cuando tan fáciles triunfos se prometía.

Una proclama del vizconde Donnadieu, comandante de la décima división del ejército francés, y furibundo realista, y otra de la Junta central provisional que él mandó establecer, ambas fechadas en Vich (6 y 10 de mayo), irritaron de tal modo a Mina, que por su parte publicó otra desde el campamento de Sellent (15 de mayo), con los dos únicos y terribles artículos siguientes: «–1.º Todo el que por hacer parte de la junta, ayuntamiento o cualquier otro género de corporación opuesta al actual sistema de gobierno, o por alistarse a tomar las armas, conspirase contra la Constitución política de la monarquía española, que es lo mismo que conspirar contra la religión católica apostólica romana, contra la legitimidad y perpetuidad del reinado del señor don Fernando VII y aun contra su voluntad expresa, será fusilado irremisiblemente en el momento que sea habido: –2.º Todo pueblo en que se toque a rebato o somatén contra las tropas o individuos constitucionales, será también incendiado hasta reducirlo a cenizas, o derruido hasta que no quede piedra sobre piedra; y las autoridades de toda especie me responderán además personalmente.– Imprímase, publíquese, y circúlese sin detención para que llegue a noticia de todos.»

Así iba marchando la guerra en Cataluña, sin combate alguno de consideración. Mina, que ignoraba lo que pasaba en el resto de España y que tenía la más alta idea de la decisión, de la pericia y de las prendas militares de La-Bisbal, de Ballesteros y de Morillo, jefes de los otros tres ejércitos de operaciones, y que confiaba en que por lo menos alguno de ellos mejoraría su crítica situación llamando la atención del enemigo hacia otra parte, supo con verdadera pena, sin acertar a explicar el suceso, que los franceses estaban apoderados del alto Aragón, cuya noticia recibió como una verdadera desgracia, y como síntoma de otras. No tardó en efecto en experimentar otro contratiempo. En una operación que dispuso con intento de sorprender la guarnición de Vich, y a causa de un retraso en su columna ocasionado por la lobreguez de la noche, no solo no logró la sorpresa, sino que habiéndose empeñado varias refriegas a las inmediaciones de la ciudad, en una de ellas cayó mortalmente herido el general su jefe de estado mayor Zorraquín (26 de mayo), costando no poco trabajo y gran riesgo retirar su cuerpo del sitio peligroso en que yacía tendido. Al día siguiente sucumbió de la herida aquel benemérito guerrero, nombrado, como hemos visto, ministro de la Guerra del gobierno constitucional, el amigo de más intimidad y de mejor consejo de Mina, que lloró su muerte, como la lloró todo el ejército, que admiraba su valor y la superioridad de sus conocimientos militares{9}.

Grandes fatigas, privaciones y trabajos padecieron después de este contratiempo así el general Mina como la división que consigo llevaba, especialmente en la primera quincena del mes de junio. Resuelto a hacer una invasión en la Cerdaña francesa, como el gobierno deseaba, y como antes en otras ocasiones se había ejecutado, aunque sin esperanzas por su parte de mover a los liberales franceses, como muchos haciéndose ilusión creían, llegó en medio de peligros y dificultades al pueblo de Palau, en territorio francés, donde formó su campamento. A media hora de distancia y al pueblo de Mallover llegó también aquella tarde la división de Gurrea. Mas no habiendo surtido efecto en el país esta incursión, levantaron su campo ambas columnas, y marcharon a reunirse en su retroceso en las alturas frente a Puigcerdá. Aquí comenzaron a verse acosados de enemigos, teniendo que marchar por toda la cordillera del Pirineo. Donde quiera que intentaban descender, tropezaban con doble fuerza preparada a combatirlos; todos los pasos encontraban cortados: no hallaban otro terreno por donde poder marchar que las crestas de la sierra, por donde seguían extenuados de fatiga y de necesidad. «Solo el empeño, dice Mina en sus Memorias, de no caer en manos de nuestros verdugos pudo dar aliento y sufrimiento para soportar tanta fatiga y penalidad.»

Un temporal deshecho y furioso de granizo, nieve y ventisca que se levantó en la mañana del 14 (junio), vino a aumentar el conflicto de los que vagaban sin vereda ni camino por aquellas asperezas. Desorientados todos, Mina dio orden de retroceder por la huella misma que la división había abierto; mas a los pocos pasos ya no se conocía huella, habiéndola cubierto la arremolinada nieve. Hombres y caballos tropezaban en peñascos y caían en derrumbaderos. El mismo Mina, queriendo salvar a un soldado que se despeñaba, cayó sobre una roca, lastimándose una pierna y dándose tal golpe en el pecho que arrojó alguna sangre por la boca. Por fortuna con mil trabajos pudieron llegar al convento de Nuria, donde descansaron dos horas. Trepando después por el puerto de Fenestrelles, único que les quedaba libre, al frente de Mont-Luis, atravesaron la Cerdaña francesa. Para ganar luego la cordillera de Carol, tuvieron que formar escalones, e ir sosteniendo el fuego contra el enemigo. Fatigosamente subieron el monte de Maranches; a la bajada se vieron flanqueados de columnas enemigas que los acosaban de cerca. Mina apenas podía andar de las caídas y los golpes; la venida de la noche les favoreció en esta ocasión: a favor de ella, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, pudieron llegar a Urgel, unos tras otros, en compañías, en pelotones, dispersos, y estropeados todos{10}.

Súpose allí con mucha pesadumbre que Gurrea y su división, que marchaban delante en aquella horrible noche de la borrasca, cegados por el viento y la nieve, habían descendido del puerto más de lo que debieran, y habiéndose encontrado después hacia la altura del frente de Puigcerdá con una división de seis u ocho mil enemigos, acometido por todas partes, había caído prisionero de los franceses con cerca de quinientos hombres, entre ellos el secretario particular de Mina, que llevaba consigo muchos documentos oficiales.

Dos solos días pudo descansar Mina en Urgel, atendiendo en lo posible a su curación. Las circunstancias no le permitieron más reposo. Moviose pues de nuevo, aunque con mucha molestia, y en la tarde del 23 de junio llegó a Tarragona, donde encontró al coronel don Evaristo San Miguel, que como saben nuestros lectores, acababa de ser ministro de Estado, y había querido volver a emplear como militar su espada en defensa de la Constitución. Mina le nombró interinamente jefe del estado mayor de su ejército, cuyo cargo desempeñaba provisionalmente don Pedro Alonso después de la muerte de Zorraquín. Moviéronse todos desde allí en dirección de Barcelona; acampó la división en Sans, media hora de la ciudad, y desde aquel pueblecito dirigió Mina una enérgica representación al gobierno (30 de junio), manifestándole con tanto sentimiento como franqueza, que si inmediatamente no le enviaba refuerzos de tropa, no podía responder de la salvación de Cataluña, lo cual podía traer la ruina de la patria.

Pero cruzose esta comunicación con la que a su vez el ministro de la Guerra le dirigía a él desde Cádiz (28 de junio), dándole instrucciones, autorizándole para aumentar su ejército, exigir de las diputaciones auxilios de dinero, equipos y subsistencias, y hacer excursiones a las provincias de Aragón y Castellón de la Plana. Por estas comunicaciones comprendieron recíprocamente y casi a un tiempo el gobierno de Cádiz y el capitán general de Cataluña que su situación respectiva era igualmente, o poco más o menos, aflictiva y apurada, y que uno y otro se verían pronto reducidos a hacer los últimos y desesperados esfuerzos.

Mientras duró la penosísima y desastrosa expedición de Mina por el Pirineo, ignoraba las operaciones y la suerte de las demás divisiones de su ejército. Dirigidas éstas por Milans y Llovera, habían seguido, como antes, en continua movilidad, ya hacia la costa hasta Mataró, ya más al interior, pero no desviándose nunca mucho de Barcelona, donde apelaban siempre en demanda de recursos y de columnas auxiliares, que la diputación provincial, y el gobernador general Roten, les facilitaban en todo lo que podían. Con este sistema, y limitados a parciales reencuentros, porque a más no alcanzaban sus fuerzas, si no obtuvieron ventajas, tampoco sufrieron descalabros, que en tales circunstancias no fue escaso mérito. En los últimos días de junio reconcentráronse unos y otros en derredor del cuartel general de Mina en las cercanías y casi a las puertas de Barcelona.

Con tal motivo desde principios de julio pudieron ya concertarse las operaciones y maniobrar la mayor parte de las fuerzas bajo la dirección del general en jefe, y así comenzaron a hacerlo, marchando sucesivamente la tercera y la primera división a situarse en Molins de Rey y Ortal: si bien hubo la desgracia de que en aquellos primeros días se agravaran de tal modo las dolencias de Mina, resultado de los golpes y padecimientos de las anteriores jornadas, que hubo que conducirle en una camilla y en hombros de soldados a Barcelona, donde habiéndose puesto en formal curación consiguió algún alivio. El 6 (julio) se celebró una junta de jefes en Villarana, a que asistieron el general Manso, Llovera, Miranda, el jefe de Estado mayor de la división de Milans, por hallarse éste indispuesto, y el del Estado mayor del ejército San Miguel, para acordar medidas en vista de la aproximación del enemigo. Aprobadas que fueron por Mina, emprendieron unos y otros con arreglo a ellas sus movimientos, movimientos en que ni nos incumbe ni nos sería fácil seguirlos. Diremos, sí, en conjunto, que apenas pasaba día sin que las tropas constitucionales o se vieran amenazadas o se tropezaran con columnas enemigas, algunas de seis y aun de ocho mil hombres, ya franceses, ya de las facciones del país, con las cuales sostuvieron frecuentes y honrosos combates. Mas si bien no pudieron impedir que el ejército francés se acercara y casi circunvalara a Barcelona, harto hicieron en sostenerse todavía todo aquel mes sin grave pérdida. La escasez de recursos era grande: Mina, no obstante el delicado estado de su salud, atendía solícitamente a todo, y merced a sus reiteradas gestiones con el gobierno, consolose mucho con la noticia de que éste le enviaba, haciendo también por su parte un sacrificio, millón y medio de reales en efectivo, trigo y harinas por valor de medio millón, y varios efectos de equipo, lo que le proporcionaba al menos algún desahogo para las infinitas atenciones que sobre él pesaban, careciendo casi absolutamente de recursos a que apelar ya dentro del país.

Había también en Cataluña, como en Galicia, una llamada Legión liberal extranjera, que este título mandaron las Cortes que se diese a estos pequeños cuerpos compuestos de emigrados extranjeros, principalmente italianos y franceses, que obligados a abandonar su patria a consecuencia de las reacciones políticas, vinieron a España a tomar las armas en favor de la libertad. Sobre no poder por su corto número hacer grandes servicios a la causa, al organizarse esta legión en Cataluña suscitáronse entre ellos pretensiones, discordias e intrigas, aspirando cada cuál a mayor graduación que los otros, y dando no poco que hacer con quejas y reclamaciones diarias a los encargados de su clasificación{11}.– También se formaron otros cuerpos volantes con los nombres de Cazadores de Mina, Cazadores de la Constitución, compuestos de gente muy animada y resuelta; y aun alguna otra partida de guerrilla, que hubo que disolver, porque más que en combatir a los enemigos se ocupaba en molestar con exigencias y atropellos a los pueblos.

En este estado comenzó a experimentar Mina grandes sinsabores y disgustos, con la defección de algunos de los jefes en quienes tenía más confianza, y que habían de acelerar la ruina de la ya harto combatida causa constitucional. El mariscal Moncey, duque de Conegliano, se había dirigido al general Manso (28 de julio), jefe de la segunda división y gobernador y comandante general de Tarragona, exponiéndole los acontecimientos de Sevilla, y excitándole a que, imitando la conducta del general Morillo, reconociese la Regencia de Madrid, y concurriese con su ejército a dar al país la paz y tranquilidad que tanto necesitaba. Contestó Manso al mariscal francés (31 de julio), rechazando noble y resueltamente su proposición, como ofensiva a su lealtad militar y al juramento que a la Constitución, de orden del mismo rey, tenía prestado. Mas a pesar de esta respuesta (que Mina dudó si había sido auténtica o fraguada después), a los tres días de ella viose con asombro al general Manso solicitar del general francés desde Torredembarra (3 de agosto) una suspensión de hostilidades, en tanto, decía, que regresaban de Cádiz los comisionados que iba a mandar pidiendo se declarara llegado el caso de modificar la Constitución, que el pueblo, tal como estaba, rechazaba y aborrecía. Acompañáronle en esta resolución el batallón de Hostalrich, el escuadrón del Príncipe y varios jefes y oficiales del de Málaga. Aseguró haber escrito el 4 a Mina, dándole cuenta de esta resolución y exponiéndole las causas que a ella le habían impulsado; pero Mina afirmó siempre no haber llegado a sus manos semejante comunicación, inclinándose a creer que no había existido.

Lo que no tiene duda es que Manso se dirigió a todas las autoridades militares y civiles de Tarragona, manifestándoles su resolución, expresando su deseo de que se declararan trascurridos los ocho años prescritos por el código constitucional para proceder a su reforma, e invitando a todos a que siguieran su ejemplo. El gobernador Perena reunió en junta todas las autoridades y corporaciones, diputación provincial, ayuntamiento, intendente, gobernador eclesiástico, capitán del puerto, jefes de todos los cuerpos militares, y de estado mayor y de plaza, para deliberar sobre el contenido del oficio de Manso y contestación que debería dársele. Anticipose a todos el batallón de infantería 1.º de línea, levantando un acta solemne (5 de agosto), a la cual se adhirieron los demás cuerpos de la guarnición, desaprobando las proposiciones de Manso como denigrativas a su honor y contrarias a sus juramentos; no reconociendo sino lo que la nación legítimamente representada determinase, ni obedeciendo otras órdenes que las del general en jefe don Francisco Espoz y Mina, a quien se haría presente la sorpresa e indignación con que se había recibido el degradante oficio de Manso, que por vía de precaución se prohibiera la entrada en la plaza a los cuerpos que a aquél habían seguido, y que se enviase a éstos un oficial de confianza para sacarlos del error en que pudieran estar.

Contestó el ayuntamiento al general Manso, manifestando ser ajenos a la corporación los asuntos de que se hablaba en su oficio, pero que de todos modos estaba resuelto a no permitir que entrara en la población ni fuerza ni autoridad alguna que no dependiera de S. M. el rey constitucional de España y su legítimo gobierno. Esta contestación le sirvió de voto, que hizo constar en el acta, y a él se adhirieron el gobernador eclesiástico e intendente, cerrando el acta la diputación con estas palabras: «Convencida la diputación de que no existen facultades en el general Manso, desde luego no se conforma con las medidas que ha tomado, ni cooperará a que tengan efecto en cuanto penda de sus facultades; siendo también su dictamen, que se haga consulta al Excmo. señor general en jefe para que dicte providencias en este complicado negocio.» Y todo esto le fue enviado a Mina por conducto de su ayudante de campo don Casimiro Cañedo, que se hallaba a la sazón en Tarragona, juntamente con un oficio del comandante general de la provincia don Juan Antonio de Aldama, en que le expresaba su reprobación a la conducta de Manso, así como el buen espíritu de que estaba animada la tropa, citándole batallones de los que estaban con aquel general y le habían abandonado y presentádose en Tarragona, diciendo que ellos no perjuraban.

He aquí cómo recibió Mina la noticia de la defección de Manso. Oigámosle a él mismo: «Si alguna vez, dice, me he resentido de mis males y he llorado de rabia de no poder montar a caballo, fue en aquella ocasión. Arrebatada mi sangre a la cabeza con el conocimiento del suceso, acaso me hubiera precipitado si tengo posibilidad de presentarme a la cabeza de las divisiones; y en la dificultad de ejecutar esto por la postración en que me tenían mis dolencias, contesté el 9 a Aldama aprobando sus disposiciones, diciéndole que el hecho de Manso no estaba a mi alcance, por la confianza que me inspiraba, y que como su criminal conducta la creía bastante ramificada, esperaba que con el lleno de facultades con que le autorizaba, procediera con el mayor rigor contra todo el que se hallase complicado, castigándolo cual lo exigían las circunstancias, &c.»

Manso, que ya se unió definitivamente al mariscal Moncey, no arrastró más gente tras sí, gracias a la decisión y a la constancia de Milans, de Llovera, de San Miguel, Miranda, Cerezo y otros denodados caudillos constitucionales. Sin embargo, el hecho produjo un efecto funestísimo en el país, y fue de una trascendencia suma; porque Manso gozaba de una reputación general en todo el Principado. Así fue que se conoció un cambio desfavorable a la causa liberal en el espíritu de los pueblos, y desánimo y tibieza, ya que no una completa variación, en las familias más comprometidas por ella. Bien lo conocía Mina, que estaba temiendo que cualquier día estallase alguna otra insurrección; y como él por otra parte se hallase bloqueado en Barcelona por treinta mil hombres en el campo y varios buques de guerra en el mar, acordó enviar a Cádiz al jefe político, general Butron, a hacer presente al gobierno el verdadero estado de las cosas, y a suplicarle le proveyese sin perder momento de hombres y de fondos, como si el gobierno de Cádiz estuviese entonces en posibilidad de facilitar tales auxilios.

Aprovechando no obstante el buen espíritu que todavía animaba las tropas, pusiéronse en movimiento las que había disponibles, a las órdenes del general Milans, el cual, casi todo el mes de agosto en continua movilidad y sin darse apenas un solo momento de reposo, haciendo marchas y contramarchas forzadas, sufriendo todo género de penalidades y privaciones, luchando al propio tiempo con la escasez y con los enemigos, mantuvo el honor de las armas nacionales, sostuvo combates heroicos con fuerzas muy superiores a las suyas, a veces con el mismo mariscal Moncey, saliendo de ellos más de una vez victorioso, pero sufriendo más daño que de las legiones francesas de los pueblos mismos en que antes las tropas liberales hallaban protección, y ahora encontraban abandonados y desiertos, huyendo los moradores para colocarse en las alturas, y hostilizar desde allí, bien guarecidos, sus flancos o su retaguardia. El ejército expedicionario regresó a Tarragona con baja considerable de gente, no tanto por efecto de los combates, como por las deserciones que ocasionaba la actitud hostil de los pueblos. Por lo demás los jefes hacían mil elogios, y estaban hasta admirados del valor con que se batían los soldados leales. Y en cuanto a Milans, habiéndole enviado el mariscal Moncey un parlamentario con la capitulación hecha por Ballesteros, invitándole a que imitase su ejemplo, contestole con la dignidad que correspondía a un militar lleno de pundonor y de patriotismo.

Demasiado era estar sosteniendo una lucha tan desigual, rebosando todo el Principado de franceses y de facciones numerosas, enemigos por otra parte los pueblos, cuando en 31 de agosto toda la fuerza de las tres divisiones del primer ejército constitucional en operaciones excedía en poco de nueve mil hombres. Y con la propia fecha escribía Milans desde Tarragona al general en jefe: «Me hallo en esta plaza sin cesar de trabajar para proporcionar víveres y recursos, pues carece de todo, así que de dinero, vestuario y armas, descuidado por el ex-general Manso. Los ricos emigran casi todos, y Tarragona presta poco, y es pueblo de poquísimos recursos. Se experimentan necesidades de todo género, y exigen un remedio perentorio… Los enemigos están en Alta-fulla, Torredembarra y Valls, en número muy considerable… Misas, el Barón, Manso y Sarsfield se hallan reunidos en estas inmediaciones, y al parecer se trata de poner un serio bloqueo a esta plaza.» San Miguel escribía en términos no más consoladores, y mostrábase además desesperado por la dificultad de comunicarse con el general en jefe. Y éste por su parte, postrado en cama por la recrudescencia de la herida de su pierna, exhortábalos a que a todo trance evitaran el bloqueo, y les ofrecía hacer salir de Barcelona una columna con objeto de recorrer el Ampurdán y socorrer la plaza de Figueras, que se hallaba bastante apurada, esperando que ellos mantuviesen en continua alarma al enemigo.

Sobre no poder aventurar batalla alguna en campo raso con tan poca gente, ocurrieron sensibles desacuerdos entre Mina y Milans, que perjudicaron como perjudican siempre las desavenencias entre jefes de un mismo partido. Mina había prevenido a Milans que pasase a Barcelona para hablar sobre asuntos de importancia, y con ánimo, aunque no lo expresaba, de que se reemplazaran Roten y él en sus respectivos mandos. Contestó Milans que no le era posible trasladarse a Barcelona, a causa de los inminentes peligros que para ello había, así por mar como por tierra. Mandole luego el general en jefe que hiciera salir de Tarragona una columna de cuatro a cinco mil hombres, con todo el cuartel general, así para desahogar de gente la plaza, como para distraer al enemigo, en tanto que él hacía salir otra de Barcelona en socorro de la apurada guarnición del castillo de Figueras. También a esta orden respondió Milans exponiendo los inconvenientes que a su juicio envolvía la operación. Replicole Mina en términos algo fuertes, y concluía mandándole que inmediatamente emprendiera el movimiento que le tenía ordenado. Diose por agraviado Milans de algunas expresiones del último oficio, y resignó el mando, que entregó a Llovera, el cual se excusó por falta de salud; la misma excusa alegó el brigadier Aldama, en quien aquél recaía: rehusole igualmente el brigadier don Diego de Vera, y recayendo por último en el jefe de estado mayor San Miguel, éste, antes de aceptarle, reunió una junta de jefes, los cuales acordaron que debía tomar el mando Llovera. Intervino por último Mina en estas discordias, y en virtud de sus comunicaciones volvió finalmente Milans a encargarse del mando, con mucha satisfacción de Llovera, que no le apetecía.

Pero en estas desagradables contestaciones y disputas habíanse invertido y perdido lastimosamente más de tres semanas, desde el 29 de agosto hasta el 21 de setiembre, y sus funestos resultados se tocaron pronto. La salida, pues, de la columna tan repetidamente ordenada no se verificó hasta el 24 (setiembre); componíase de tres mil hombres, y su objeto era recorrer el campo hasta Lérida, y llamar la atención de los enemigos en alivio de los de Figueras. Llamose expedición de San Miguel, por ser este jefe el que la mandaba. La que Mina envió desde Barcelona con objeto de socorrer con víveres la plaza de San Fernando de Figueras y operar después en el Ampurdán, iba al mando del coronel Fernández y del comandante Minuisir, y componíase de escasos dos mil cuatrocientos hombres. Fue menester que saliera por mar, y con muchísimas precauciones, a causa del bloqueo que Barcelona sufría. Desembarcó en la playa de Mongat, y desde allí fue haciendo sus jornadas con pocos encuentros y con bastante felicidad.

Mas al sétimo día encontrose cercada por ocho mil infantes y quinientos caballos, con más otros dos mil hombres que acudían de la parte de Perpiñán. El faccioso Burgó le intimó la rendición; la propuesta fue despreciada; rompiose el fuego, y cuando Fernández contaba ya más de seiscientos hombres entre muertos y heridos, entre ellos sobre setenta oficiales, y él mismo atravesado por un balazo, entregose prisionero de guerra con el resto de la columna. Este desastre, a que contribuyeron indudablemente las causas antes referidas, no podía dejar de influir en la suerte de la apurada y exhausta guarnición de Figueras, cuyo gobernador, don Santos San Miguel, hermano de don Evaristo, estaba hacía dos meses instando para que se tratara de sacarle de los apuros en que ya se veía. Por eso era el empeño de Mina en las combinaciones de que hemos dado cuenta y que tanto se retrasaron. Sabido el infortunio de la columna de socorro, San Miguel reunió junta de jefes, en la cual se acordó como único remedio la capitulación con el enemigo, que se ajustó en efecto el 26 (setiembre).

La guarnición quedaba prisionera de guerra, debiendo salir de la plaza con todos los honores correspondientes, conservando los oficiales sus espadas, equipajes y caballos, y los soldados sus mochilas y demás efectos. La guarnición sería conducida a Francia con escolta de tropas francesas, no pudiendo ser nunca entregada a autoridades españolas, ni alojada en lugares ocupados por realistas españoles, siendo tratada con toda consideración, y no permitiendo que fuera insultada por nadie.– A los milicianos se les expedirían pasaportes para sus casas, así como a los jóvenes de menor edad, y a los soldados cumplidos.– La plaza de San Fernando sería entregada con todas las formalidades de costumbre a las tropas francesas, que tomarían posesión de ella el 29 en nombre de su Majestad Fernando VII. La expedición de San Miguel tampoco había hecho progresos, teniendo que replegarse y refugiarse en Lérida, acosada por las tropas realistas procedentes de Aragón.

Tal era en las fechas que llevamos expresadas el estado de la guerra en Cataluña, allí donde había sido mayor y más tenaz la resistencia de parte de los jefes y de las tropas constitucionales y de los milicianos voluntarios del país. Réstanos referir lo que entretanto había acontecido en el Mediodía de España.

Poco trabajo había costado al general francés Bordessoulle llegar hasta las cercanías de Cádiz, donde se refugiaron el rey, las Cortes y el gobierno con las pocas tropas que pudieron reunir. Descuidadas desde el año 14 las fortificaciones de la plaza, y con víveres apenas para quince días, hubiera sido temible y peligroso un golpe de mano, en que por fortuna no pensó el general francés, teniendo por necesarias más fuerzas de mar y tierra para cubrir la extensa línea que había de constituir el bloqueo de la isla que se propuso realizar. No tardó en reunírsele una brigada del cuerpo del general Bourmont, que había quedado mandando en Sevilla. El duque de Angulema le envió artillería de Brest y de Bayona, material cogido en el reino de Valencia, y tropas de la misma arma que partieron en posta de Madrid. Con esto y con las fuerzas navales y buques ligeros y lanchas cañoneras que se hicieron reunir en Sevilla, Sanlúcar y Puerto de Santa María, hubiéranlo pasado muy mal los sitiados por falta de provisiones, si un viento favorable no hubiera permitido arribar por el canal de Santi-Petri las que de Gibraltar se aguardaban. Animados con esto los soldados, alentáronse también los generales a intentar con ellos una salida general, que verificaron en efecto en varias columnas y por varios puntos (16 de julio), pero de todos fueron rechazados, teniendo que replegarse con pérdida a la plaza. Una columna enviada por Bourmont desde Sevilla ahuyentó del condado de Niebla las cortas reliquias del cuerpo de López Baños, que allí mandaba y sostenía el intrépido brigadier Ramírez, cortando así las comunicaciones entre el condado y la plaza de Cádiz.

Deseando el duque de Angulema alentar personalmente al ejército francés que bloqueaba la Isla Gaditana, y no teniendo ya por necesaria su presencia en Madrid, atendido el estado general de la península, determinó dejar la capital para ponerse al frente de su ejército de Andalucía, no sin designar antes los jefes y distribuir las fuerzas que cada uno había de mandar en las diferentes provincias de España{12}. Con esto, y con haber encomendado al mariscal Oudinot el cuidado de la capital, debiendo reunírsele la división Bourcke después de la pacificación de Galicia, salió el de Angulema de Madrid (28 de julio), llevando consigo tres mil hombres. En la Carolina supo la capitulación de Ballesteros de resultas del combate de Campillo de Arenas, lo que no pudo menos de causarle viva satisfacción. Llegado que hubo a Andújar, dio allí el célebre decreto conocido con el nombre de Ordenanza de Andújar (8 de agosto), que merece ser copiada íntegra.

«Nos Luis Antonio de Artois, hijo de Francia, duque de Angulema, comandante en jefe del ejército de los Pirineos:

»Conociendo que la ocupación de España por el ejército francés de nuestro mando nos pone en la indispensable obligación de atender a la tranquilidad de este reino y a la seguridad de nuestras tropas: Hemos ordenado y ordenamos lo que sigue:

»Artículo 1.º– Las autoridades españolas no podrán hacer ningún arresto sin la autorización del comandante de nuestras tropas en el distrito en que ellas se encuentren.

»Art. 2.º– Los comandantes en jefe de nuestro ejército pondrán en libertad a todos los que hayan sido presos arbitrariamente y por ideas políticas, y particularmente a los milicianos que se restituyan a sus hogares. Quedan exceptuados aquellos que después de haber vuelto a sus casas hayan dado justos motivos de queja.

»Art. 3.º– Quedan autorizados los comandantes en jefe de nuestro ejército para arrestar a cualquiera que contravenga a lo mandado en el presente decreto.

»Art. 4.º– Todos los periódicos y periodistas quedan bajo la inspección de los comandantes de nuestras tropas.

»Art. 5.º– El presente decreto será impreso y publicado en todas partes.– Dado en nuestro cuartel general de Andújar a 8 de agosto de 1823.– Luis Antonio.– Por S. A. R. el general en jefe, el mayor general, conde Guilleminot.»

Este humanitario decreto irritó grandemente a la Regencia realista de Madrid, por el contraste que formaba con su conducta, y porque era como una acusación ostensible y fuerte de sus crueles medidas y disposiciones. Baste decir, que tomando pretexto la Regencia de los acontecimientos de Sevilla, cuando se suspendió temporalmente al rey, había expedido un decreto de proscripción en los términos siguientes:

«Artículo 1.º Se formará una lista exacta de los individuos de las Cortes actuales, de los de la pretendida Regencia nombrada en Sevilla, de los ministros y de los oficiales de las milicias voluntarias de Madrid y Sevilla que han mandado la traslación del rey de esta ciudad a la de Cádiz, o han prestado auxilio para realizarla: –Artículo 2.º Los bienes pertenecientes a las personas expresadas en dicha lista serán inmediatamente secuestrados hasta nueva orden: –Artículo 3.º Todos los diputados a Cortes que han tenido parte en la deliberación en que se ha resuelto la destitución del rey nuestro señor, quedan por este solo hecho declarados reos de lesa majestad; y los tribunales les aplicarán, sin más diligencia que el reconocimiento de la identidad de la persona, la pena señalada por las leyes a esta clase de crimen: –Artículo 4.º Quedan exceptuados de la disposición anterior, y serán digna y honrosamente recompensados, los que contribuyesen eficazmente a la libertad del rey nuestro señor y de su real familia: –Artículo 5.º Los generales y oficiales de tropa de línea y de la milicia que han seguido al rey a Cádiz quedan personalmente responsables de la vida de SS. MM. y AA., y podrán ser puestos en consejo de guerra para ser juzgados como cómplices de las violencias que se cometan contra S. M. y real familia, siempre que pudiendo evitarlas no lo hayan hecho…: –Art. 8.º Continuarán por ocho días más las rogativas generales para implorar la divina clemencia, cerrándose durante aquellos los teatros, &c.: –Art. 9.º Se comunicarán por correos extraordinarios estas medidas a las principales cortes de Europa.»

Con esto, y con las juntas de purificación, y con las prisiones clandestinas y misteriosas a que éstas dieron lugar, y con las persecuciones de toda índole que la Regencia, y a su ejemplo las autoridades desplegaron contra todos los comprometidos por la causa de la libertad, en todas partes el partido reaccionario se había entregado a la venganza, cometiendo todo género de insultos, de violencias y tropelías, en los campos y las poblaciones, haciéndose prisiones arbitrarias y sumergiéndose en calabozos centenares y millares de desgraciados{13}. Esto fue precisamente a lo que intentó poner coto el duque de Angulema con su Ordenanza de Andújar, y por esta misma razón se sublevó contra ella el partido absolutista, predicando la resistencia al decreto del príncipe francés: protestó contra él la Regencia: las autoridades elevaron multitud de representaciones; el periódico El Restaurador, redactado por dos frailes furibundos, llamó en su apoyo a los caudillos del ejército de la fe, y el Trapense y otros respondieron inmediatamente que se opondrían a la ejecución de la Ordenanza: y hasta los representantes de la Santa Alianza declararon que aquella medida atacaba la independencia de las autoridades y del pueblo español.

Tantas censuras, y tantos clamores, y tal oposición de parte de los intransigentes realistas, acobardaron al de Angulema, y pusiéronle en el compromiso, que no tuvo valor para resistir, de modificar un poco más adelante el decreto de Andújar, declarando (26 de agosto), que no había sido nunca su intención embarazar el curso de la justicia en la persecución de los delitos ordinarios, sobre los cuales el juez debe conservar toda la plenitud de su autoridad, y que respecto a los periódicos su objeto era impedir que se insertasen, como con frecuencia sucedía, artículos que pudieran agriar los partidos, o impedir el efecto de las medidas tomadas por S. A. R., ya relativas a las operaciones militares, ya referentes a la pacificación de España y a la libertad de S. M., sobre lo cual debían entenderse los comandantes franceses con las autoridades españolas{14}. Por fortuna el primer decreto había producido ya algunos buenos efectos, porque, especialmente en Madrid, los comandantes franceses se apresuraron a romper los cerrojos de las cárceles, y muchos desgraciados volvieron a respirar el aire puro de la libertad, bendiciendo a los libertadores extranjeros.

La llegada del duque de Angulema al ejército sitiador de Cádiz, después de haber sido recibido por los pueblos en triunfo y como un verdadero libertador, dio impulso a los trabajos del cerco, y su presencia comunicó aliento a las tropas y actividad a las operaciones, de que daremos cuenta después. Mas sin perjuicio de ellas, y no queriendo el príncipe francés entenderse con el gobierno constitucional, escribió directamente al rey por medio de un oficial con calidad de parlamentario, en los términos siguientes:

Querido hermano y primo: La España está ya libre del yugo revolucionario; algunas ciudades fortificadas son las únicas que sirven de refugio a los hombres comprometidos. El rey mi tío y Señor había creído (y los acontecimientos no han cambiado en nada su opinión) que restituido V. M. a su libertad, y usando de clemencia, sería conveniente conceder una amnistía, como se necesita después de tantas disensiones, y dar a sus pueblos, por medio de la convocación de las antiguas Cortes del reino, garantías de orden, justicia y buena administración. Cuanto la Francia pueda hacer, así como sus aliados y la Europa entera, se hará, no temo asegurarlo, para consolidar este acto de vuestra sabiduría.

He creído de mi deber dar a conocer a V. M. y a todos aquellos que pueden precaver aún los males que les amenazan, las disposiciones del rey mi tío y señor. Si en el término de cinco días no he recibido ninguna respuesta satisfactoria, y si V. M. permanece todavía privado de su libertad, recurriré a la fuerza para dársela, y los que escuchan sus pasiones con preferencia al interés de su país, serán solos los responsables de la sangre que se vierta.

Soy con el más profundo respeto, mi querido hermano y primo, de V. M. el más afecto hermano, primo y servidor.– Luis Antonio.– Cuartel general del Puerto de Santa María, 17 de agosto de 1823.

A la cual dio Fernando, o mejor dicho, el ministerio, la siguiente respuesta:

Mi querido hermano y primo: He recibido la carta de V. A. R. fecha 17 del corriente, y es en verdad muy particular que hasta el día no se me hayan manifestado las intenciones de mi hermano y tío el rey de Francia, cuando hace seis meses que sus tropas invadieron mi reino, y después que han ocasionado tantas penalidades a mis súbditos que han tenido que sufrir esta invasión.

El yugo de que cree V. A. R. haber librado a España no ha existido nunca, ni jamás he estado privado de ninguna libertad, sino de la que me han despojado las operaciones del ejército francés. El único modo de devolvérmela sería dejando poseer la suya al pueblo español, respetando nuestros derechos como respetamos los de los demás, y haciendo que cesase un poder extranjero de entrometerse en nuestros asuntos interiores por medio de la fuerza armada.

Los paternales sentimientos de mi corazón están por todo aquello que me indique la regla más segura y el medio más eficaz para buscar y hallar un recurso a las necesidades de mis súbditos. Si para la conservación del orden y de la justicia desean fuertes garantías, yo convendré en ellas con su acuerdo, esperando que V. A. R. me permitirá le diga, que el remedio que me indica es tan incompatible con la dignidad de mi corona, como con el estado actual del mundo, la situación política de las cosas, los derechos, las costumbres y el bienestar de la nación que gobierno. Restablecer después de tres siglos de olvido una institución tan variada, tan difícil de hacerla variar, y tan monstruosa como lo es la de las antiguas Cortes del reino, Cortes en las que la nación no se reúne ni posee una verdadera representación, sería lo mismo y aún peor, que resucitar los Estados generales en Francia. Además, esta medida, insuficiente para asegurar la tranquilidad y orden público, sin procurar ventaja alguna a ninguna clase del Estado, haría renacer las dificultades e inconvenientes en que se ha tropezado en otras ocasiones, y en que se tropieza cada vez que se trata de discutir sobre este asunto.

No es al rey a quien corresponde dirigir los consejos que V. A. R. ha creído debía darle, porque ni es justo ni posible que se pida al rey precava los males que no ha causado ni merecido; y esta petición fuera mejor se dirigiese al que es autor voluntario de ellos.

Yo deseo y también mi nación, que una paz honrosa y duradera ponga fin a los desastres de la guerra presente que no hemos provocado, y que es tan perjudicial a la Francia como a la España. A este fin tengo negociaciones pendientes con el gobierno de S. M. Británica, de quien he solicitado igualmente la mediación S. M. Cristianísima. Yo no me separaré de esta base, y creo que V. A. R. deba hacer lo mismo; más si a pesar de esta declaración se abusa de la fuerza, bajo el pretexto que indica V. A. R., los que lo hagan serán los responsables de la sangre que se vierta, y particularmente lo será V. A. R. delante de Dios y de los hombres, de todos los males que recaigan sobre mi persona y real familia, y sobre esta ciudad benemérita. Dios guarde a V. A. R., mi hermano y primo, muchos años.

Yo el Rey.

Cádiz, 21 de agosto de 1823.

Como se ve por esta respuesta, indicaba el gobierno de Cádiz estar en negociaciones con el de la Gran Bretaña sobre mediación y transacción. Pero el embajador inglés sir William A'Court, cuando se nombró la Regencia de Sevilla, no queriendo entenderse con ella, se retiró a Gibraltar. Atribulado el gobierno de Cádiz, dirigiose a él en junio implorando la mediación inglesa, y en principio de setiembre renovó su reclamación allanándose a todo, y poniendo por únicas condiciones el olvido de lo pasado y la seguridad de un gobierno representativo, rogándole por último se situase en un navío inglés en la bahía de Cádiz, para que pudiera en un caso servir de asilo a la familia real. El acuerdo era ya tardío, y el embajador se concretó a enviar su secretario lord Elliot con las proposiciones del gobierno de Cádiz al duque de Angulema, el cual contestó que no trataría con nadie sino con el rey en libertad.

Y como en este intermedio, y vista la respuesta de 21 de agosto, hubiese hecho el de Angulema acelerar y apretar las operaciones del sitio, y atacar y tomar el fuerte del Trocadero (31 de agosto), único punto de verdadera resistencia que se puede decir habían encontrado los invasores desde el paso del Bidasoa, con las circunstancias y del modo que apuntaremos después, creció la congoja de los de Cádiz, y el gobierno hizo que el mismo monarca pidiera al príncipe francés un armisticio para tratar de paz (4 de setiembre).

Aunque, como observará el lector, parecía correr apresuradamente hacia su desenlace este terrible drama, y no estaba ya lejos en verdad, aglomeráronse antes de su terminación tantos y tales incidentes y episodios, que sería fatigoso y largo comprenderlos todos en este capítulo, y bueno será hacer un pequeño alto y darse un respiro, antes de narrar tragedias y miserias, que han de atormentar a todo el que tenga corazón de sentir, y no esté endurecido y petrificado por la pasión y el fanatismo político. Solo nos permitiremos, como por vía de apéndice al capítulo, y a fin de quedar desembarazados de otro episodio que no pudo menos de tener enlace con los sucesos de España, decir algunas palabras sobre la contrarrevolución de Portugal, que ya en este tiempo se había consumado.

Proclamada en este vecino reino, como en el de Nápoles, la Constitución española con algunas modificaciones, los liberales de España habían contado, como era natural, con el apoyo de los constitucionales portugueses. Pero menos afianzado todavía allí que aquí, y menos seguro el nuevo sistema, ya por la resistencia de la reina a jurar el código político, lo cual hizo que las Cortes exigieran y lograran del viejo monarca el destierro de su esposa, ya por los excesos de la plebe, que indignaron a los mismos que habían hecho la proclamación, la contrarrevolución fue también más rápida y más breve que en España. Empezola en la provincia de Tras-os-Montes el conde de Amarante (marzo, 1823), uniéndosele la guarnición de Chaves y un regimiento de línea. Obligole sin embargo el general Do Rego a salir de Portugal y entrar en España: mas no tardó en volver, habiéndose puesto el infante don Miguel a la cabeza de la restauración, con el regimiento número 23, que mandaba el brigadier Sampayo (mayo, 1823), escribiendo el infante a su padre que lo había hecho por librarle del yugo humillante de las Cortes y restituirle sus derechos. Uniose también al infante el general Pamplona. Enviado contra ellos por el gobierno constitucional el general Sepúlveda, gobernador de Lisboa, y no obstante haber sido el primer autor de la revolución en Oporto, declarose también por el rey, con lo que se incorporó toda la familia real, y pudo darse la contrarrevolución por terminada. Todo había sido obra de pocos meses. Los miembros más exaltados de las Cortes tuvieron que embarcarse para Inglaterra.

De este modo habían quedado los liberales españoles solos y aislados contra toda la Europa absolutista.




{1} Abel Hugo, Histoire de la Campagne d'Espagne en 1823. Dos volúmenes gruesos en 8.º, tomo I.

{2} A Valencia fue enviado por el gobierno realista de Madrid de comisario regio y con amplias facultades el brigadier don Luis María Andriani, el cual, después de una alocución propia de la época, abolió la libertad de imprenta, formó un tribunal de seguridad pública compuesto de gente artesana, conocida por su exagerado realismo, y estableció la junta o tribunal de purificación, debiendo ser los que solicitaran ser purificados convocados al tribunal por medio de carteles públicos, y sin cuyo requisito de purificación ya se sabía que nadie podía obtener empleo, colocación, sueldo, honores, pensión ni retiro.

{3} Por mucho que esta evolución del conde de Cartagena favoreciese a la causa realista, como quiera que no se sometía a la Regencia de Madrid, no le fue agradecida la resolución. He aquí como se anunció en la Gaceta del 7 de julio la proclama de Morillo: «La presente alocución de este jefe revolucionario presenta dos observaciones: primera, que hasta los que siguen el partido de la rebelión miran con escándalo la inaudita conducta observada con nuestro rey por los por sí llamados padres de la patria, verdaderamente sus verdugos: que luego que la necesidad y la impotencia física y moral los constituye en la precisión de sucumbir, lo intentan con altanería y sin buena fe, sosteniendo el norte de sus errados principios, tan contrarios a nuestras antiguas leyes, como parto de los deseos de dominar a la sombra de modificaciones, que dejando la grave enfermedad revolucionaria en pie, es demasiado conocida para no ser mirada con desprecio, horror e indignación por todos los españoles sinceros amantes de la felicidad de la nación y de S. M.»

{4} He aquí esta sentida y notable carta:

«Lugo, 28 de junio de 1823.

»Mi querido Quiroga: Has hecho una locura impidiendo el paso al oficial que de mi orden conducía pliegos para las autoridades de la Coruña, en que les participaba las ocurrencias acaecidas en esta ciudad en el día 26 del corriente; y permitiendo que las personas que te acompañan alteren los sucesos y pinten mi conducta como la de un traidor a mi patria. Tú sabes bien, pues que lo has presenciado, que mi declaración de no reconocer la Regencia, que con despojo de la autoridad del rey se ha formado en Sevilla en 11 de este mes, procede de los mismos principios que me obligaron a aceptar el mando de este ejército, decidido a emplear todo género de sacrificios para repeler la invasión extranjera, y defender la Constitución política de la Monarquía. He visto atacada ésta en los fundamentos que la sostienen, y no puedo reconocer un acto que detestan los pueblos y la tropa. Tú has sido testigo de la opinión que generalmente han emitido las diferentes personas que he reunido para proceder con acierto en asunto tan delicado.

»Tú mismo, conviniendo en los principios que los dirigieron, y dudando únicamente de la autenticidad del papel que ha servido a todos para persuadirse del hecho, y de las noticias que por separado le confirmaban, solo reconociste la Regencia condicionalmente. Convencido de todo, te has decidido a poner en seguridad tu persona, y me pediste con este objeto auxilios, que te facilité gustosamente, quedándome el sentimiento de que el estado de los fondos, que solo ascendían a 70.000 reales, no me permitiese franquearte más que 40.000, aunque te prometí librar a tu favor en lo sucesivo, de mi propio caudal, mayor cantidad. ¿Qué es pues lo que esperas? ¿Cometerás la bajeza de ser tú el traidor a las promesas que has hecho voluntariamente a tu salida, sin que yo las exigiese de ti, y añadirás a esta mancha sobre tu honor la de mancillar el mío, permitiendo las falsas noticias que los que te acompañan procuran esparcir acerca de mi conducta? Tengo formado tal juicio de tu honradez, que me decido a descansar en ella, prometiéndome que abrazarás el único partido que te queda, reconociendo el extravío a que te has conducido. El que en la Isla dio de buena fe el grito de libertad, no podrá nunca dejar de proponerse, como único objeto de todos sus esfuerzos, la felicidad de su patria; y tú, nacido además en la hermosa Galicia, estás dispuesto seguramente a sacrificar tus opiniones y tu vida por librarla de los males que la amenazan. Los franceses parece que ya invadieron a Asturias, y que el 24 de este mes se hallaban en Oviedo. Numerosas fuerzas se reúnen sobre León, y la invasión de Galicia puede temerse como muy próxima. En este estado de cosas, me había propuesto resistir esforzadamente la invasión, si los franceses no acceden a la proposición que hice al general Bourcke, para suspender las hostilidades y conseguir después un armisticio, durante el cual debe quedar Galicia y las demás provincias libres de la comprensión del ejército de mi mando, gobernadas por las autoridades constitucionales, esperando tranquilas el momento feliz en que el rey y la nación adopten la forma de gobierno que más convenga. ¿Pero cómo podré resistir la invasión, si te esfuerzas a dividir la opinión de la fuerza con que debo contar? Reflexiona los males a que te precipita la inconsideración de los que te rodean; repara que no llevan por objeto el bien público ni tus glorias, y que en su demencia te conducen a clavar el puñal en el corazón de la misma patria que tanto amas.

»Mi amistad hacia ti, y el reconocimiento de la que tú mismo siempre me has manifestado, no puede contentarse con solo consejos, y me pone en el deber de ofrecerte cuantos auxilios estén a mi alcance para la seguridad de tu persona. Créeme, Quiroga, tus impotentes esfuerzos solo producirán conmociones populares, obligarán a éstos que para remedio de sus males invoquen el auxilio del ejército invasor, y que éste entonces estará dando la ley a unas provincias cuya tranquilidad me propongo conservar. Decídete, pues, a separar de tu lado a los que te aconsejan tan imprudentemente, cumple las promesas que de tu propia voluntad has hecho, sigue dando a tu triste patria pruebas de que la amas, y cuenta siempre con la amistad franca y sincera de tu amigo, Q. B. T. M.– El conde de Cartagena.– Excmo. señor don Antonio Quiroga.»

{5} Había despachado Morillo al coronel O'Doyle a Madrid con una enérgica representación para el duque de Angulema, pintando el estado del país y de la opinión, haciendo notar los errores y extravíos de la regencia realista, y manifestando las razones por que no se resolvía a reconocer ni la Regencia de Madrid ni la de Cádiz: He aquí los principales trozos de este notable documento:

«Serenísimo Señor.

»El deseo de ser útil a mi patria, único móvil de mis acciones, me obliga a tomarme la libertad de dirigirme a V. A. R. Las adjuntas copias de mis proclamas y de mi correspondencia con el teniente general Bourcke instruirán a V. A. R. de los motivos que he tenido para separarme del gobierno de Sevilla y unirme a las tropas francesas, como también de las condiciones que he puesto, y que me han sido concedidas, conforme a las promesas que V. A. R. ha hecho a los españoles. Ruego a V. A. R. que tome en consideración los documentos citados, y me concretaría a formar su extracto, si no creyere conveniente que V. A. R. los lea íntegros para que se forme una idea exacta de mi posición.

»Estoy enteramente unido con el general Bourcke, y le he ofrecido todos los esfuerzos posibles por mi parte y por parte de las tropas que están bajo mis órdenes para obtener la libertad del rey y la completa pacificación del país. Los socorros que puedo prestar el ejército francés, aunque menores de lo que deseo, son de alguna importancia, porque podré contener los pueblos en los límites del orden y evitar muchos males. Mi conducta siempre franca y leal, y el interés que constantemente he manifestado a sus habitantes, me han procurado cierto crédito, que emplearé desde luego en provecho de estas provincias. Jamás hablaría de mi en estos términos a V. A. R. si no creyese que cuando se trata del bien público no debe callarse cosa alguna.

»Mientras que las tropas que mando trabajaban en poner un término a los males de la guerra y en contribuir tanto cuanto les era posible a la libertad del rey, por la que suspiran todos los buenos españoles, se nos ha dado el título de revolucionarios en un escrito publicado en Madrid, y no se nos hubiera prodigado esta injuria sin el consentimiento del gobierno, puesto que la Gaceta está sujeta a su censura. Presumo, serenísimo señor, que me han tratado con tanta ligereza de revolucionario, porque en vez de conciliar los espíritus y de atraerlos se procura exasperarlos, porque no me he dirigido directamente a la Regencia de Madrid. Esto me obliga a hablar francamente a V. A. R. de los motivos que he tenido, y que todavía tengo, para no entenderme con la Regencia de Madrid.

»Este gobierno no ha correspondido, a mi entender, a las esperanzas de V. A. R.; y los españoles que piensan, que desean la estabilidad del trono, la prosperidad del pueblo, no encuentran en su marcha ni la firmeza ni la decisión que podrían salvarnos. En cuanto a sus decretos, puede decirse que no ha dado uno fundado en los verdaderos principios de conciliación; podemos considerarlos más como las reglas que se impone un partido triunfante, que como las que deben seguirse para conseguir la unión y la paz. Si atendemos a los hechos, hallaremos una apariencia aún menos favorable por lo que mira a la capacidad del gobierno actual. Por todas partes se oye hablar de desórdenes, de encarcelamientos arbitrarios, de insultos permitidos al pueblo, de exacciones violentas: en fin, se olvida el respeto debido a las leyes, y la anarquía no cesa de afligir a la desventurada España.

»Este cuadro no está exagerado, serenísimo señor, y los hombres más sensatos de todas las provincias se desesperan al ver las riendas del gobierno flotantes, las autoridades procediendo con una arbitrariedad escandalosa, y el populacho desencadenado, halagado en vez de ser reprimido; al ver, en fin, que no se observan las leyes.

»Tal es la verdadera situación de muchas provincias; y no creo que ni las felicitaciones recibidas por la Regencia, ni los regocijos desordenados de las poblaciones a la entrada de las tropas francesas o de los realistas españoles, causen ilusión a algunos hasta el punto de persuadirse que no queda otra cosa que desear, y que la marcha del gobierno es buena y acertada. Mientras que el populacho recorre las calles y despedaza las lápidas de la Constitución, insultando a cada paso a las personas más respetables, profiriendo gritos furiosos de ¡muera! y entonando canciones de sangre y de desolación, los hombres de bien lloran amargamente sobre la suerte de un país cuyo destino parece ser el caer siempre en las manos de gobernantes que le arrojan de extremo en extremo. Los españoles ilustrados y celosos del honor de su patria conciben muy bien que existen ciertos momentos en que no se puede reprimir a la muchedumbre; ¿pero qué juicio deberá formarse del estado de los negocios cuando estos momentos que deberían ser pasajeros, se prolongan semanas y meses enteros?

»Pues los hombres que experimentan ahora tanto disgusto son precisamente los que han derribado al gobierno anterior. Sí, serenísimo señor, no cabe duda alguna. Las Cortes, despojando a los propietarios de sus bienes, distribuyendo los del clero secular y regular, predicando y tolerando el desorden, hubieran arrastrado a la muchedumbre, y V. A. R. hubiera encontrado sobre los Pirineos numerosos ejércitos de patriotas que se hubieran formado, como aconteció en Francia en iguales circunstancias; porque el pueblo español no es ni menos ilustrado ni menos afecto a su país que lo era el pueblo francés en la época de 1789. Mas los hombres de luces y de probidad, amaestrados por la revolución francesa, han opuesto un dique al torrente de la anarquía: el resultado de sus esfuerzos no ha sido rápido, pero sí seguro: han conseguido formar esa opinión que ha desacreditado completamente a la demagogia, que ha sido causa de que ni el estímulo del desorden ni el imperio del terror hayan podido armar al pueblo en defensa de la Constitución. Ahora solo se presta oídos a la voz confusa de la multitud; pero la calma sucederá a la efervescencia, y la verdadera opinión ocupará su lugar; y entonces ¡desgraciados de nosotros si el gobierno no la ha consultado!»

Pero al mismo tiempo entregó también a O'Doyle un simple reconocimiento de la Regencia de Madrid durante la autoridad del rey, para que le presentase solo en el caso de una absoluta necesidad. No podemos nosotros penetrar, dice un autorizado escritor de aquel tiempo, las razones que para presentar este segundo documento, como lo hizo, tendría O'Doyle, cuya probidad, cuyo talento y cuyas estimables circunstancias son bien notorias. Ello es que quedó reconocida por Morillo la Regencia de Madrid.

{6} Quiroga en lugar de ir a Vigo siguió a Inglaterra en pos de Wilson.

{7} Por desgracia no era solo allí donde se cometían atentados de esta índole. Ya había sucedido, con escándalo de la humanidad y con desdoro y mengua de la causa del liberalismo, el asesinato del obispo de Vich, don Fr. Raimundo Strench, furibundo conspirador realista, pero sujeto como los de la Coruña al fallo de las leyes, en ocasión de conducirle preso desde Barcelona a Zaragoza.– En Alicante habrían sufrido igual suerte que los de la Coruña veinte y cuatro frailes entregados al patrón de un buque, si los sentimientos del conductor no hubieran impedido la catástrofe, trasladando los presos a Oropesa, en vez de arrojarlos a las olas.– Otros veinte y cuatro infelices de Manresa, entre ellos quince eclesiásticos, que iban conducidos a Barcelona, fueron muertos a balazos, so pretexto de que habían salido a libertarlos los facciosos.

Siempre se alegaba para estos actos algún pretexto parecido. Dijeron de los de la Coruña que estaban en relaciones secretas con algunos realistas de la población para el plan de asesinar una gran parte de los liberales el día en que por la entrada de las tropas francesas fueran puestos en libertad.– Sobre el asesinato del obispo de Vich y de su lego, que produjo después una causa ruidosa, prometió Mina en sus Memorias no perdonar diligencia alguna para averiguar las causas y circunstancias del hecho. Esto lo ha cumplido su ilustre viuda, explicándolo en una nota puesta a las mismas (tomo 3.º, págs. 239 y siguientes), con arreglo a los documentos que pudo adquirir, resultando de ellos que atacado por los facciosos el oficial que los conducía, el obispo y su lego intentaron persuadir a la escolta que se rindiese, y entonces, recelando que pudieran escaparse, les dieron muerte.

De todos modos, estas y otras semejantes crueldades, hijas de la exaltación política imprudentemente irritada, y también del mal corazón de algunos, que nunca faltan en ninguna causa ni partido, por noble que sea, sirvieron luego de pretexto a los realistas para cometer los horrores con que mancharon el período de la reacción, y de los cuales, siquiera sea en conjunto, y con harto dolor y pena, tendremos que dar cuenta después.

{8} Miraflores, en el tomo II de sus Apéndices, inserta íntegro este documento, que es largo, y está escrito todo en el mismo espíritu.

{9} «Fue un ¡ay! triste, general, el que se oyó de todos los que percibieron la noticia (dice Mina en sus Memorias), porque no había en el ejército un solo individuo que no admirase en él reunidas las prendas todas que ennoblecen al hombre en la sociedad, y sobre todo las partes completas de un soldado, de quien la patria debía esperar mucho en su angustiada posición, y en cualquiera otra. ¡Maldije mil veces a los infames invasores que me habían privado de tan buen compañero!»

{10} «No es mi pluma, escribía Mina, capaz de pintar los padecimientos de todas clases que experimentamos en esta retirada, los peligros que arrostró aquella incomparable columna, y la constancia de todos los individuos que la componían, y menos los elogios que le eran debidos. Victorias muy granadas ha habido, y yo mismo he ganado, que no merecían tantos lauros como esta hazaña militar, de que yo conozco pocas iguales en su clase, reunidas todas las circunstancias que mediaban.»

{11} Entre los franceses se hallaba Armand Carrel, redactor después de El Nacional.

{12} He aquí la distribución que hizo:

El mariscal duque de Reggio, jefe del primer cuerpo, tendría el mando superior de las provincias de Castilla la Nueva, Extremadura, Salamanca, León, Segovia, Valladolid, Asturias y Galicia: su cuartel general en Madrid.

El príncipe de Hohenlohe, jefe del tercer cuerpo, tendría a su cargo las provincias de Santander, Vizcaya, Álava, Burgos y Soria: cuartel general Vitoria.

El mariscal marqués de Lauriston, jefe del segundo cuerpo de reserva, mandaría en las provincias de Guipúzcoa, Navarra, Aragón y el Ebro superior: su cuartel general Tolosa.

El teniente general conde Molitor, jefe del segundo cuerpo del ejército, tendría el mando superior de las provincias de Valencia, Murcia y Granada.

El general vizconde de Foissac-Latour, comandante de una columna de operaciones, el de los reinos de Córdoba y Jaén.

Y finalmente, el teniente general conde de Bordesoulle, jefe del primer cuerpo de reserva, continuaría con el mando superior del reino de Sevilla y de las operaciones contra Cádiz: su cuartel general el Puerto de Santa María.

{13} He aquí el cuadro de horrores que describe un escritor contemporáneo, y testigo presencial:

«Prisiones, asesinatos, tropelías inauditas y de todas especies, el más furioso democratismo, desarrollado a la augusta sombra de lealtad, de restauración de las antiguas leyes y de la religión de un Dios de paz y de misericordia; este era el aspecto que ofrecía la desventurada España a medida que caía en ella el régimen constitucional.

»En Zaragoza 1.500 personas son llevadas a la cárcel pública por el populacho, conducido por frailes y curas: en Navarra el Trapense comete escándalos de que se resiente la decencia, y tropelías que ultrajan la humanidad y su carácter: en Castilla la cárcel es atropellada en Roa, y sacrificadas algunas víctimas con horrorosos detalles que estremece describir: en Madrid centenares de personas son conducidas a las cárceles, por si tuvieron esta o la otra opinión: en la mayor parte de los pueblos sucedía lo mismo, siendo las más veces el mayor delito el tener dinero con que comprar la libertad.

»En la Mancha, el Locho y sus soldados cometían los mayores excesos, y asesinar, robar, escalar casas para robarlas, y violar mujeres, Manzanares, Consuegra y otros pueblos lo presenciaron. En Córdoba a las Voces de ¡Viva el rey absoluto! sucedía lo mismo: centenares de personas de carácter fueron llevadas a la cárcel pública, y adentro de ella arrojadas en un pilón lleno de agua, e insultadas fría y brutalmente… Alguno que otro funcionario menos cruel o más ilustrado, pues conocía el golpe fatal que recibía el gobierno con tamaños desaciertos, fue no solo desoído, sino atropellado, y lleno de puñaladas conducido a un calabozo por el populacho feroz de Zamora. Los ministros de Jesucristo, en fin, desde la cátedra del Espíritu Santo atizaban tan funesta discordia, y en vez de predicar la caridad, recomendada en el Evangelio, excitaban a la persecución y al exterminio. ¡Qué horror! ¡Pero esta es la verdad! Invocamos el testimonio de los hombres de bien de todos los partidos.– El marqués de Miraflores.»

Con colores más o menos vivos todos los escritores de aquel tiempo dibujan el mismo cuadro.

{14} Por esta segunda medida fue acremente censurado el de Angulema por los liberales franceses y españoles, motejándole aquellos de débil, y tachándole éstos de hipócrita. Pues decían unos y otros que no debía guardar tales consideraciones y miramientos con quienes le eran deudores del poder.