Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XVII
Fin de la segunda época constitucional
1823 (de junio a noviembre)

Cádiz.– Suicidio del general Salvador.– Espíritu y fisonomía de las Cortes.– Causas a los diputados.– Facultades extraordinarias al gobierno.– Creación de tribunales especiales.– Calma aparente.– Palabras atrevidas de un diputado.– Arrogancia fingida de las Cortes.– Discusiones extemporáneas.– Se cierran.– Extraños discursos del rey y del presidente.– Variación de autoridades en Cádiz.– Sucesos militares.– Salida y expedición de Riego.– Arresta a Zayas en Málaga.– Arresta a Ballesteros en Priego.– Libertan a Ballesteros los suyos, y Riego huye.– Es batido y derrotado por las tropas francesas.– Préndenle unos paisanos.– Peligros que corre.– Reclamanle los generales franceses.– Sitio de Cádiz.– Ataque y toma del Trocadero y de otros fuertes.– Temor de los sitiados.– Nuevas contestaciones entre el rey y el duque de Angulema.– Niégase el príncipe francés a tratar de paz, mientras Fernando no se presente libre en su cuartel general.– Cortes extraordinarias para deliberar sobre este asunto.– Toman los franceses el fuerte de Santi-Petri.– Conducta del embajador inglés.– Intimación y amenaza del de Angulema.– Sublévase en Cádiz el batallón de San Marcial.– Facultan las Cortes al rey para que pueda presentarse libre en el campo francés.– Conmoción popular oponiéndose a la salida del rey sin que antes de seguridades y garantías.– Las da Fernando en el célebre decreto de 30 de setiembre.– Sale de Cádiz.– Su entrevista con Angulema en el Puerto de Santa María.– Horrible decreto de 1.º de octubre.– Condena a pena de horca a los individuos de la Regencia de Sevilla.– Los salvan los generales franceses.– Van a Gibraltar.– Desencadenamiento popular contra los liberales.– Causas de estas demasías.– El rey y sus consejeros.– Consuelo y protección que los liberales perseguidos encuentran en los franceses.– Consejos de templanza de Luis XVIII y del duque de Angulema a Fernando.– Son desoídos.– Otro decreto de proscripción dado en Jerez.– Don Víctor Sáez, ministro de Estado y confesor del rey.– Nuevos decretos semejantes a los anteriores.– El rey en Sevilla.– Recepción de embajadores.– Aprémianle para que adopte un sistema de conciliación.– Disgústase Angulema de su conducta, y regresa a Francia.– Es aclamado el rey con loco entusiasmo en su viaje.– Riego es conducido preso a Madrid.– Insultos en el camino.– Proceso y acusación.– Condénasele a la pena de horca.– Suplicio de Riego.– Entrada del rey en Madrid.– Ovaciones populares.– Se van rindiendo las plazas que aún ocupaban las tropas constitucionales.– Tarifa, San Sebastián, Ciudad-Rodrigo, Badajoz, Cartagena, Peñíscola, Alicante.– Cataluña.– Lérida, Urgel.– Conducta de Mina en Barcelona.– Negociaciones con Moncey.– Capitulación.– Emigración de Mina.– Fin de la guerra, y de la segunda época constitucional.
 

Dejamos indicado en otro lugar, que tan luego como las Cortes y el gobierno se trasladaron a Cádiz se volvió oficialmente a Fernando VII su aptitud moral para gobernar, cuya imposibilidad se hizo durar solo cuatro días{1}, cesó en sus funciones la Regencia, y las Cortes reanudaron en Cádiz sus interrumpidas sesiones (18 de junio), con arreglo a lo acordado en la última que se celebró en Sevilla.

Señalose aquel día por un suceso trágico en extremo doloroso. El general Sánchez Salvador, uno de los más beneméritos militares de aquel tiempo, que había aceptado de la Regencia de Sevilla el ministerio de la Guerra, amaneció degollado en su propio cuarto, y junto a su ensangrentado cadáver se halló la siguiente carta: «La vida cada día se me hace más insoportable, y el convencimiento de esta verdad me arrastra a tomar la resolución de terminar mi existencia por mis propias manos. El único consuelo que puedo dejar a mi apreciable mujer y a mis queridos hijos y amigos, sobre esta terrible determinación, es el de que bajo al sepulcro sin haber cometido jamás crimen ni delito alguno.– Noche del 17 al 18 de junio.» Su muerte fue muy justamente sentida y llorada, y reemplazole al pronto e interinamente el ministro de Marina.

La diputación provincial de Cádiz manifestó a las Cortes su satisfacción por ver instalado el cuerpo representativo en la misma ciudad y sitio en donde en otra época resonaron los primeros acentos de libertad. Mas si bien las circunstancias eran ahora muy diferentes, y a muchos de los mismos diputados no se ocultaba el peligro, y casi tenían la certeza de que allí donde en otro tiempo tuvo el régimen constitucional su cuna iba a encontrar ahora su sepulcro, muchos de ellos, o se hacían la ilusión, o aparentaban hacérsela, de que habían de salvarse todavía las libertades, y tenían o simulaban tener una confianza y una serenidad parecida a la que tanto había asombrado en los diputados de las primeras Cortes de Cádiz. De aquí que se advierta en esta legislatura retraimiento y timidez manifiesta en unos, arrogancia excesiva en otros; y que mientras por un lado se formaba causa a más de cuarenta diputados que faltaban de sus puestos{2}, y se negaba el permiso para ausentarse a otros varios que le solicitaban por falta o so pretexto de falta de salud, por otro se veía a las Cortes ocuparse en asuntos propios de tiempos normales y tranquilos, y que suponían larga duración en el sistema, tales como el de declarar libres y laicales los bienes de las capellanías de sangre, de modificar o adicionar la ley de libertad de imprenta, el modo como los militares habían de ejercer su derecho electoral, las condiciones de renta que habían de tener en lo sucesivo los diputados, las dietas que habían de disfrutar, y otros asuntos semejantes que suponían un régimen representativo de larga vida.

Se declaró beneméritos de la patria en grado eminente a los individuos de la Regencia provisional de Sevilla; pero reconociendo que esta misma patria estaba en peligro, el ministro de la Gobernación propuso, que sin perjuicio de las facultades de los generales en jefe, gobernadores, comandantes militares y otras autoridades, se creara un tribunal especial para conocer de los delitos de traición contra la libertad, rebelión o conmoción popular, contra la persona del rey o la seguridad del Estado, impedimento de la libre acción del gobierno, &c.; que en todo punto declarado en estado de sitio se suspendieran las formalidades prescritas en la Constitución para el arresto de los delincuentes; que los generales en jefe, comandantes generales, gobernadores de plazas y jefes políticos de provincias pudieran hacer salir de su territorio a todo el que les infundiese sospechas, suprimir cualquier corporación, arrestar personas, suspender magistrados o jueces, alcaldes o diputados provinciales, intendentes o cualesquiera otros funcionarios y reemplazarlos por otros. Las Cortes, lejos de escatimar al gobierno estas facultades extraordinarias, se las dieron también para que las propias autoridades pudieran expulsar de su distrito o del territorio español a todo extranjero que les inspirase sospecha; y en cuanto a las corporaciones que podrían suprimirse, a petición de varios diputados se declaró estar comprendidas en ellas las comunidades religiosas y cabildos.

Diose un decreto privando de todos los derechos y garantías de la Constitución a los españoles que siguieran el partido del enemigo, que en verdad era ya entonces casi toda España: expidiose otro suspendiendo la ley de 27 de noviembre de 1822 sobre reuniones para discutir materias políticas: se crearon los tribunales especiales que el gobierno había pedido para conocer de todos los delitos que en el decreto minuciosamente se expresaban, mientras durase la invasión de la península: se suspendieron multitud de artículos de la ley constitutiva del ejército, y en su lugar se invistió a los generales de facultades extraordinarias, y se acordó no dar por entonces licencias absolutas a los cumplidos. Y al propio tiempo que se tomaban estas y otras semejantes medidas propias de la turbación de los tiempos y de la situación aflictiva y extrema en que las Cortes y el gobierno se hallaban, discutíanse con aparente calma proyectos de ley, tales como el de la conservación de la propiedad en las obras literarias, derechos de los traductores, de impresores-libreros, y otros semejantes asuntos, que parecía exigir el reposo de una época normal y tranquila.

La defección de Morillo y sus proclamas, cuando llegaron a noticia de las Cortes, promovieron grandes debates y suscitaron fuertes declamaciones contra la conducta de aquel general. Mas como él se hubiese fundado en no reconocer por legal la suspensión del rey en Sevilla y el nombramiento de la Regencia, y como ya varios diputados hubiesen pedido antes que constase su voto contrario a la deposición del rey, el señor Rodríguez Paterna se atrevió en esta ocasión a decir que se miraran mucho las Cortes en proceder contra un general que acaso habría suspendido su comunicación con el gobierno hasta ver cómo había sido nombrada la Regencia. «Y todo el mundo sabe, añadió, que la Regencia fue nombrada de un modo inconstitucional.» Escandalizaron a muchos estas palabras (sesión del 24 de julio), mandáronse escribir, tronaron contra ellas Ferrer, Galiano, Argüelles y otros, se pidió que pasasen a una comisión, pero tuvieron también sus defensores, y se declaró no haber lugar a votar por 48 contra 45: prueba grande de lo discorde que el mismo Congreso andaba entre sí en asuntos de tanta monta.

Habiendo sido uno de los motivos de discordia y de desconfianza entre los mismos liberales, y uno de los medios explotados por los enemigos del sistema vigente, la idea de modificar el código de Cádiz, picado de ello el Congreso, y a propuesta de algunos diputados, hízose una declaración solemne (sesión del 29 de julio), «manifestando a la nación y a la Europa entera, que las Cortes no han oído ni oirán proposición alguna de ningún gobierno relativa a hacer modificaciones o alteraciones en la Constitución política de la monarquía española, sancionada en Cádiz en 1812,» y que el gobierno lo circulara a todas las autoridades civiles y militares, y se le diera la mayor publicidad, para desmentir la maledicencia y frustrar las maquinaciones que en este plan se intentara apoyar. Y como si el gobierno constitucional ofreciese entonces síntomas de larga duración y vida, leyose el dictamen de la comisión sobre el modo de hacerse las elecciones de diputados a Cortes para las legislaturas de los años 1824 y 1825.

Al parecer con la misma confianza, y en vísperas de terminar las Cortes sus tareas, se leyó el de la comisión de Legislación sobre una proposición del señor Istúriz, relativa a la supresión de los regulares y conventos que hubiesen reclamado del gobierno intruso la devolución de sus bienes, o que hubiesen solicitado la reposición de los diezmos, monasterios y otros establecimientos y exacciones abolidas por el sistema constitucional; y en cuanto a la supresión de cabildos, que se oyese el dictamen de la comisión eclesiástica: así como se aprobaron diez artículos propuestos por la comisión de recompensas, designando las que se habían de dar a los militares que seguían defendiendo la causa de la patria (sesiones de 1 y 2 de agosto). Medidas que entonces parecían extemporáneas e inútiles a todos los que conocían la situación desesperada, y el fin cierto y no remoto que esperaba al gobierno constitucional, y que pocos sospecharían entonces que algunas de ellas habían de ser resucitadas andando el tiempo, en otra época de régimen representativo.

Igualmente se discutió en los últimos días el de la comisión de Ultramar, redactado sobre una Memoria presentada por el ministro del ramo, referente a las provincias de la América española, o emancipadas ya de la metrópoli, o sublevadas con el mismo propósito. Mala ocasión era para tratar con fruto de negocio de tamaña importancia; así fue que después de algún debate (3 de agosto), y de declararse el punto suficientemente discutido, se acordó no haber lugar a votar sobre el dictamen{3}.

En este estado llegó el plazo natural de cerrarse la segunda legislatura de las Cortes ordinarias. El rey y la reina asistieron en persona a este acto solemne. Aun suponiendo que el monarca no diga en tales casos sino lo que en sus labios hayan querido poner los ministros, es sin embargo notable que Fernando VII, de quien nadie dudaba que era el primer conspirador contra las instituciones, y el que había atraído sobre su propio pueblo las legiones extranjeras, se prestara a pronunciar a la faz del mundo un discurso de ardiente liberalismo, y que contenía períodos como los siguientes:

«Señores Diputados:

»Invadido nuestro suelo con la más inaudita alevosía por un enemigo pérfido, que debe principalmente su existencia a esta nación magnánima, el mundo ve violados contra ella los derechos de los pueblos todos, y todos los principios más sagrados entre los hombres. Pretendidos defectos en nuestras instituciones políticas, supuestos errores en nuestra administración interior, fingido deseo de restablecer una tranquilidad, cuya turbación no es otra sino de los mismos que la ponderan, afectado interés por la dignidad de un monarca que no quiere serlo sino para dicha de sus súbditos, tales fueron los pretextos de una agresión que será el escándalo de la posteridad, y el mayor borrón del siglo XIX. Pero la hipocresía, alentada por sus efímeros progresos, arrojó al punto la máscara, y descubriendo todo el horror de sus miras, no deja ya dudar, aun a los más engañados, que la única reforma que desea es privar de toda independencia, de toda libertad, de toda esperanza a la nación, y que la dignidad que pretende restituir a mi corona, se reduce a deshonrarme, a comprometer la suerte de mi real persona y familia, y a minar los cimientos de mi trono para elevarse sobre sus ruinas.

»Fiados muy poco en sus fuerzas y en su poco valor, los invasores no han podido adelantar sino a fuer de cobardes, derramando el oro corruptor, apelando a las más viles arterías para seducir a los incautos, y armando en su auxilio la traición, el fanatismo, la ignorancia y todas las pasiones y los crímenes. Contra tantos enemigos, y en lucha tan desventajosa para quien no sabe pelear sino con nobleza, la fortuna de las armas nos ha sido desfavorable hasta ahora. La defección de un general, a quien la patria había colmado de honores, destruyó un ejército, trastornó todos los planes, y abrió al enemigo las puertas de la residencia del Gobierno, que se vio precisado a trasladarse a este punto; y frustrada así la combinación de operaciones, y disminuidos tan considerablemente nuestros medios de defensa, se han sucedido desde entonces las desgracias, y los males se han agolpado sobre un pueblo generoso, el menos acreedor a sufrirlos.

………

»Descansad por ahora, señores Diputados, de vuestras laudables tareas, y recoged en el aprecio de vuestros conciudadanos el fruto a que sois tan acreedores. Procurad inculcarles la necesidad de que se reúnan todos en rededor de mi trono constitucional, y la de que las discordias y las injustas desconfianzas desaparezcan entre nosotros. Sea la Constitución nuestra única divisa, la independencia, la libertad, el honor nacional, nuestro único deseo, y una constancia imperturbable la que opongamos siempre a desgracias que no hemos merecido. Mi Gobierno dejará de existir primero que dar un paso contrario a los juramentos que le ligan con la patria, o a lo que exigen el decoro de la nación, y la dignidad de mi corona; y si las circunstancias lo pidieren, buscaré en las Cortes extraordinarias el puerto de salvación para la nave del Estado. Yo, en tal caso, las llamaré, contando siempre con su celo y patriotismo, y juntos caminaremos por el sendero de la gloria, hasta adquirir una paz honrosa y digna de los españoles y de mí.»

Natural era que la contestación del presidente correspondiera al tono del discurso real, de lo cual son muestra sus dos primeros períodos.

«Señor:

»Las Cortes de la nación española, al terminar sus sesiones ordinarias, quisieran congratularse con V. M. por el tranquilo goce de las benéficas instituciones que nos rigen. Pero ciertamente, como V. M. acaba de decirlo, la más alevosa agresión ha derramado sobre esta nación todos los males de una guerra atroz, en que luchan a porfía el fanatismo, los vicios y la ignorancia de los agresores, contra las virtudes, el honor y la ilustración de los ofendidos. En tal situación, digna es de pechos españoles la noble resolución de mantener constantes la pelea hasta triunfar o perecer con gloria.

»¿Y qué pretextos han elegido para unas hostilidades que serán por siempre el escándalo del mundo civilizado? Amparar la religión, y sostener las prerrogativas del trono de V. M. reformando nuestra Constitución. Mas la religión no se ampara con los furores de la superstición de los siglos bárbaros, ni el trono y persona de V. M. se defienden exponiéndolos al descrédito universal, con los excesos cometidos abusando de su nombre. Sobre todo, legiones extranjeras con las armas en la mano, no intentan reformar la Constitución de ningún pueblo, sino destruir la libertad y violar sus más preciosos derechos; y con tal propósito obran ahora activamente los príncipes que hace poco tiempo debieron a nuestra firmeza, y a la sublimidad de los principios que persiguen, los unos la restitución, los otros la conservación de sus tronos, y todos la seguridad de su poder, que hoy emplean para pagarnos con injurias y calamidades nuestros beneficios. Semejante proceder solo puede hallar abrigo en la pérfida ingratitud de los príncipes que se envilecieron y prosternaron ante un militar osado; ni pueden tener apoyo y complicidad sino en españoles degradados, para quienes sean absolutamente extraños los sentimientos de honor e independencia nacional.»

………

Desde los primeros días de la instalación en Cádiz se habían hecho algunas variaciones en el personal de las autoridades. Se nombró gobernador político y militar de la plaza, y general en jefe de la armada nacional al teniente general don Cayetano Valdés: inspector general de artillería e ingenieros al teniente general don Miguel Ricardo de Álava, y segundo jefe del ejército que mandaba Ballesteros al mariscal de campo don Rafael del Riego. Más adelante hizo dimisión el general Vigodet del mando que tenía en la Isla, el cual se dio al general Burriel: después fue nombrado el general Moscoso para desempeñar parte de las funciones a que no podía atender Valdés, y por último, reemplazó a Moscoso Latre. Y autorizado el rey por las Cortes para emplear diputados militares, nombró al coronel don José Grases ayudante general de Estado mayor, con destino al ejército de reserva acantonado en San Fernando.

Ya hemos visto las operaciones militares que habían tenido lugar durante el período de esta legislatura. La capitulación de Ballesteros y las representaciones del general Zayas habían causado profunda sensación y alarma en las Cortes, en el gobierno y en la guarnición de Cádiz. En su virtud, Riego, que ya antes había propuesto hacer una salida por mar para atacar a los franceses en el punto que se le designara y para distraer las tropas sitiadoras{4}, salió de Cádiz con algunos oficiales (17 de agosto), coincidiendo su salida con la llegada del duque de Angulema a la línea del bloqueo, y desembarcó en Málaga, donde tomó el mando de la división de Zayas, compuesta de unos dos mil quinientos hombres. Uno de sus primeros actos fue arrestar a los generales que allí había, entre ellos al mismo Zayas, y enviarlos a bordo, juntamente con otros presos eclesiásticos y seglares. Separó después a varios jefes que no le inspiraban confianza, y por último, recogió la mayor parte de la plata de las iglesias. Mas como el general francés Loberdo avanzase desde Granada en aquella dirección por Loja y Antequera, evacuó Riego a Málaga, tomando posesión de ella el general francés{5}.

Riego entonces enderezó sus pasos hacia donde estaban las tropas de Ballesteros, con ánimo de inflamar su espíritu e inspirarles su antiguo entusiasmo por la causa de la libertad, y hacer que se separaran del convenio ajustado. Siguiendo la costa de Levante, se encaminó a Nerja, y flanqueando por la izquierda la montaña metiose entre Loja y Granada, llegando de este modo a Priego (10 de setiembre), donde Ballesteros se hallaba con su cuartel general. Ignorando éste, pero sospechando los intentos de Riego, púsose cuando lo supo al frente de sus tropas, resuelto a atacarle si no retrocedía. El choque parecía inevitable, porque ya las guerrillas habían roto el fuego, aunque flojamente: mas cuando Ballesteros se puso a la cabeza de la columna de ataque, Riego mandó cesar el fuego, y sus tropas arrojando las armas y con los brazos abiertos, se lanzaron sobre las otras gritando: «Somos hermanos: ¡viva la nación libre! ¡viva la Constitución! ¡vivan los generales Ballesteros y Riego!» Este y su estado mayor aclamaron a Ballesteros su general, y ellos y sus tropas entraron en Priego, todos mezclados y repitiendo los vivas a la Constitución.

Quiso entonces Riego, que este era su propósito, persuadir a Ballesteros a que rompiese la capitulación hecha con el conde Molitor, pintándole lo que la nación con ello ganaría, y la gloria que a los dos esperaba. Ballesteros reunió todos sus jefes, y todos estuvieron unánimes en no faltar a la fe del tratado y a la palabra empeñada, y esto mismo le manifestó a Riego en una conferencia que en su propio alojamiento tuvieron los dos en presencia de algunos generales. Descontento salió Riego de la entrevista y de la respuesta, y tomando una compañía de sus tropas, y desarmando con ella la guardia de veinte hombres que Ballesteros tenía, le intimó que quedaba prisionero en nombre de la patria, así como los jefes que se hallaban en su compañía, y que se prepararan para ir aquella misma noche a un castillo. Sabedores los soldados de Ballesteros de este atentado, intimaron a Riego por medio de un oficial que si inmediatamente no ponía en libertad a su jefe, le atacarían con todas sus fuerzas reunidas. Comprendió Riego lo crítico de su situación, hizo anunciar a los prisioneros que quedaban libres, y al amanecer del 11 partió para Alcaudete, sin que le siguiera un solo soldado de Ballesteros, al contrario, desertándosele para venir a incorporarse a aquél dos escuadrones de Numancia y de España, y algunos oficiales{6}.

Desde entonces, como dice un escritor, amigo íntimo que fue de Riego, pudo darse este general por perdido. De los diversos rumbos que podía tomar prefirió encaminarse a Cartagena, cuya plaza mantenía Torrijos, y llegó a Jaén con dos mil quinientos hombres escasos, y ya no muy animosos. Sabedor de este movimiento el general francés Bonnemains, que después de recorrer la costa se hallaba en Almuñécar, corrió tras él, alcanzole en Jaén (13 de setiembre), le atacó y derrotó, causándole una pérdida de quinientos hombres. Batido de nuevo en Mancha-Real, después de un combate de catorce horas apenas le quedaron mil doscientos hombres. Intentó dirigirse a Úbeda, donde estaba otro de los acantonamientos de Ballesteros, pero sorprendido poco después en Jódar por un cuerpo de caballería francesa que cubría la comunicación del camino real de Andalucía, hízole este hasta setecientos prisioneros, dispersándose las restantes fuerzas en tal desorden, que abandonándole todos, pudo escapar acompañado solamente de tres personas{7}. En este estado llegó a un cortijo del término de Vilches. No se distinguía Riego por lo discreto y lo cauteloso, y esta fue la causa de su perdición.

Había en el cortijo dos porquerizos: Riego envió uno de ellos al inmediato pueblo de Arquillos a comprar algunas viandas para comer, pero tuvo la imprudencia de ofrecerle quince onzas de oro si guardando el secreto le acompañaba después hasta el punto que le indicaría, junto con otras palabras que dieran a entender al rústico quién era. Apenas llegó éste a Arquillos, lo reveló al comandante de los realistas, el cual reunió la gente armada, y acompañándolos oficiosamente el cura, armado también, dirigiéronse todos al cortijo, donde encontraron a Riego y sus dos compañeros almorzando tranquilamente. Prendiéronlos a todos sin que opusiesen resistencia, y conducidos a la Carolina (15 de setiembre), el comandante de los realistas los sepultó en un calabozo de la cárcel pública. Noticiosos los franceses de la prisión de Riego, reclamaron su persona, y en su virtud fue trasladado a Andújar, evitando de este modo el peligro de que cometiesen con él un atentado los fanáticos y facciosos realistas de la Carolina. Excusado es decir que la prisión del que pasaba por el caudillo más ardiente de la libertad fue celebrada con frenético alborozo por los feroces partidarios del absolutismo{8}.

Durante la desventurada expedición de Riego se había ido apretando el sitio de Cádiz, habían mediado las comunicaciones entre el duque de Angulema y Fernando VII de que dimos cuenta en el anterior capítulo, y los franceses se habían apoderado por asalto y casi por sorpresa la noche del 30 al 31 de agosto del fuerte del Trocadero, que defendía el denodado coronel y diputado Grases con mil quinientos hombres. Tres columnas de ataque embistieron a un tiempo, después de doce días de brecha abierta, aquella fortaleza que era la mayor esperanza de los sitiados de Cádiz, presenciándolo el duque de Angulema con su Estado mayor al borde de la Cortadura. Casi todos nuestros artilleros perecieron al pie de sus cañones: hubo ciento cincuenta muertos y trescientos heridos; los demás, incluso Grases, quedaron prisioneros: perdiéronse cincuenta y tres piezas de artillería. Los franceses ocuparon sucesivamente el Fuerte-Luis, y la antigua fortaleza de Matagorda (31 de agosto y 1.º de setiembre). Distinguiose por su arrojo en la toma del Trocadero el príncipe de Carignan, que servía como voluntario en las filas francesas, y en la revista general de las tropas que se pasó al siguiente día hiciéronle la honra de colocar sobre sus hombros las charreteras del primer granadero que había muerto en el asalto.

El desaliento que la pérdida del Trocadero produjo en la guarnición y en el gobierno de Cádiz, movió a los ministros a inducir al rey a que escribiese de nuevo al duque de Angulema proponiéndole la suspensión de hostilidades para tratar de una paz honrosa. La carta de Fernando fue entregada al general Álava, conocido personalmente de Angulema y de varios de sus generales. Cumplió aquél su misión poniéndola en manos del príncipe francés en el Puerto de Santa María. La carta decía así:

«Mi querido Hermano y Primo. Las declaraciones que hice a V. A. R. en mi carta fecha 21 de agosto, no han producido el efecto que debía esperar, pues se ha derramado de ambas partes sangre inocente que se podía haber ahorrado. Mis sentimientos como rey, y los deberes que me animan como padre de mis súbditos, me obligan a insistir de nuevo, a fin de terminar los desastres de la guerra actual, y convencido enteramente de que deberán animar a V. A. R. los mismos deseos, os propongo una suspensión de hostilidades, sin perjuicio del bloqueo, durante la cual se podrá tratar de una paz honrosa para ambas naciones.

»El teniente general don Miguel Ricardo de Álava, conductor de la presente, está autorizado por mí para conferenciar sobre este asunto, si lo juzgáis conveniente, con la persona que V. A. R. guste designar. De este modo se podrán obtener las explicaciones recíprocas, tan necesarias para entenderse y facilitar las medidas ulteriores, y si V. A. R. tiene a bien admitir mi proposición, como lo espero, el mencionado general está autorizado para concluir Y firmar un armisticio, o si necesario fuese, yo le daré mis plenos poderes en debida forma.

»Dios conceda a V. A. R., mi querido hermano y primo, los muchos años que le deseo. Soy de V. A. R. su apasionado hermano y primo.

Fernando.

»Cádiz, 4 de setiembre de 1823.»

La siguiente respuesta del de Angulema fue llevada al rey por conducto del duque de Guiche, que acompañó a Álava en su regreso:

«Mi señor hermano y primo: He recibido esta noche la carta de V. M. del 4, de que estaba encargado el teniente general don Miguel de Álava, y tengo el honor de contestaros por el mariscal de campo duque de Guiche, mi primer ayudante de campo.

»Yo no puedo tratar de nada sino con V. M. solo y libre. Cuando se logre este fin, empeñaré a V. M. con instancia para que conceda una amnistía general, y dé su entera libertad, o a lo menos prometa las instituciones que juzgue en su sabiduría convenir a las costumbres y al carácter de sus pueblos, para asegurar su felicidad y sosiego, sirviendo al mismo tiempo de garantía para lo futuro. Yo me consideraré dichoso, si dentro de algunos días puedo poner a L. P. de V. M. el homenaje del profundo respeto con que soy, mi señor hermano y primo, de V. M. su más apasionado hermano, y primo y servidor,

Luis Antonio.

»En mi cuartel general del Puerto de Santa María, 5 de setiembre de 1823.»

Aquel mismo día, después de obsequiado el parlamentario francés con un banquete por las autoridades de Cádiz, volvió a escribir Fernando a su augusto primo preguntándole qué debería hacer para que le considerase en libertad.

La contestación del duque de Angulema fue la siguiente:

«Mi querido hermano y primo: He tenido el honor de recibir la carta de V. M. de ayer. La Francia no hace la guerra ni a V. M. ni a la España, sino al partido que tiene a V. M. y a su augusta familia cautivos en Cádiz, y no les consideraré en libertad, hasta que estén en medio de mis tropas, ya sea en el Puerto de Santa María, o en donde elija V. M. Si hasta esta noche no tengo una respuesta satisfactoria a ésta y a la nota que he comunicado al general Álava, acerca de la libertad de V. M., de su real familia y de la ocupación de Cádiz por mis tropas, miraré como deshecha esta negociación.

»Soy, &c.

Luis Antonio.

»Puerto de Santa María, 6 de setiembre de 1823.»

Todavía el rey envió por tercera vez al general Álava con otra carta para el príncipe generalísimo, que decía así:

«Mi querido hermano y primo: He recibido la carta de V. A. R. de fecha de ayer, y por su contenido veo con el mayor dolor que V. A. R. cierra todas las puertas a la paz. Un rey no puede ser libre alejándose de sus súbditos, y entregándose a la discreción de tropas extranjeras que han invadido su reino; una plaza española, cuando no sostiene traidores, no se rinde a menos que el honor y las leyes de la guerra no justifiquen su entrega. Sin embargo, yo deseo dar a V. A. R. y al mundo la prueba de que he hecho todo lo que he podido para evitar la efusión de sangre, y ya que rehúsa V. A. R. el tratar con cualquiera que sea, excepto conmigo solo y libre, estoy pronto a tratar solo con vos y en plena libertad, bien sea en un sitio a distancia igual de los dos ejércitos, y con toda la seguridad conveniente y recíproca, o bien a bordo de cualquiera embarcación neutral, bajo la fe de su pabellón. El teniente general don Miguel Ricardo de Álava va autorizado por mí para poner esta carta en manos de V. A. R., y espero recibir una respuesta más satisfactoria.

»Dios, &c.

Fernando.

Cádiz, 7 de setiembre de 1823.»

El duque de Angulema no solo se negó a responder a esta última carta de Fernando, sino también a recibir al ilustre y honrado general Álava.

Mas ya el rey, aconsejado por el gobierno, había creído conveniente en tan angustiosa situación, y así lo hizo, convocar Cortes extraordinarias (5 de setiembre), para que deliberasen sobre una exposición que el gobierno presentaría acerca del estado de la nación. Convocadas en su virtud por la comisión permanente para la tarde del 6, túvose la mañana de aquel mismo día la sesión preparatoria, en que se leyó la lista de los diputados presentes, que prestaron juramento{9}, y se eligió presidente al señor Gómez Becerra. Aquella misma tarde se verificó la sesión de apertura. No asistió el rey, pero el presidente leyó en su nombre el siguiente breve y notable discurso:

«Señores Diputados:

»En aquel día solemne en que se cerraron las Cortes ordinarias del presente año, os anuncié que si las circunstancias lo pidieren buscaría en las Cortes extraordinarias el punto de salvación para la nave del Estado. Una exposición que mi gobierno os presentará por orden mía, patentizará que la nave del Estado está a punto de naufragar si no concurre a salvarla el Congreso, y consecuente a lo que entonces anuncié, a lo crítico de las circunstancias y a lo arduo de los negocios, he tenido por necesario que se congreguen Cortes extraordinarias, para que deliberando sobre dicha exposición, resuelvan con su acostumbrado celo y patriotismo lo que más convenga a la causa pública. Lo que os manifieste mi gobierno mostrará también palpablemente cuán infructuosos han sido los esfuerzos hechos para obtener una paz honrosa, porque el enemigo, empeñado en llevar adelante su propósito de intervenir contra todo derecho en los negocios del reino, se obstina en no tratar sino conmigo solo y libre, no queriendo considerarme como tal si no paso a situarme entre sus bayonetas. ¡Inconcebible y ominosa libertad, cuya única base es la deshonra de entregarse a discreción en manos de sus agresores!

»Proveed, pues, señores Diputados, a las necesidades de la patria, de la cual no debo ni quiero separar nunca mi suerte; y convencido de que el enemigo no estima en nada la razón y la justicia, si no están apoyadas por las fuerzas, examinad prontamente los males y su remedio.

»Cádiz a 6 de setiembre de 1823.

Fernando

En la tarde y noche del propio día se celebraron dos sesiones, secreta la una, pública la otra. El documento del gobierno, que se leyó, no era más que la exposición del cuadro lastimoso que la nación presentaba; de su conducta después de la invasión francesa; de los medios inútilmente empleados para obtener una paz honrosa; de la escasez de recursos; la apurada situación de la Isla Gaditana, y la necesidad de que las Cortes desplegaran toda energía a fin de ayudar al gobierno a salir dignamente de tan estrecho conflicto. El cuadro era exacto; los hechos conocidos; ninguna idea nueva. La contestación al discurso de la Corona fue también breve; la que se dio a la Memoria del gobierno era una ratificación de lo que aquél exponía; convenía con él en que era necesario perecer antes que sucumbir a las proposiciones que se le hacían, y en cuanto a recursos y facultades, no solo le concedían las Cortes las más amplias posibles, sino cuantos medios él pudiera imaginar y encontrar. Concediéronse también a la Junta de defensa cuantas pudiera necesitar y creyera convenientes al intento de defender la plaza y la Isla. Y cumplido al parecer el objeto de la convocatoria, expuso el presidente (10 de setiembre) que le parecía estarse en el caso de que se cerrasen las sesiones; pero opúsose a ello el gobierno, diciendo que S. M. le mandaba manifestar, que en tan críticas circunstancias podía ocurrir de un momento a otro necesitar de la cooperación del Congreso, y que si bien podían suspender las sesiones, convenía que no las cerrasen para evitar nueva convocatoria.

Hízose así, suspendiéndose el día 12. Pero todavía en la del 11, pronunció el señor Flores Calderón un enérgico y vigoroso discurso, en que declamó ardientemente contra dos clases de sectas que él decía, dañosas a la causa de la libertad, a saber, la de los transaccionistas, que deseaban un acomodamiento o convenio con el gobierno francés, y la de los indefensionistas, que propalaban ser ya excusado e inútil todo intento de defensa, porque no había medios de continuar la lucha y la causa estaba enteramente perdida; «especie de víboras, decía, que tenemos entre nosotros para que nos despedacen las entrañas.» Y se aprobó una proposición suya, para que el gobierno diera toda la publicidad posible a la decisión que había tomado de continuar la defensa, y a las comunicaciones que habían motivado esta determinación. Aprobose también en la del 12 un proyecto de premios a los interesantes servicios que estaban haciendo el ejército permanente, y la milicia activa y local.

Entretanto los franceses, dueños del Trocadero, preparaban el ataque del fuerte de Santi-Petri. La llegada repentina a Cádiz del general Quiroga y del inglés sir Robert Wilson infundieron cierto aliento en los ánimos de los más exaltados. El ayuntamiento publicó un bando (16 y 17, setiembre), ordenando un alistamiento general forzoso; mas no produjo otro resultado que el convencimiento de que así el gobierno como las autoridades populares habían perdido su fuerza moral. El mismo 16 arrojaron los sitiadores algunos cohetes a la Carraca, que se incendió, si bien se logró apagar a poco tiempo el fuego. Por aquellos mismos días, como hemos visto, era destruida la columna expedicionaria de Riego, y sepultado él desdichadamente en un calabozo. Y como si todo caminara a un tiempo a su fin, el 17 capitulaba la guarnición de Pamplona después de cinco meses de bloqueo y siete días de brecha abierta; si bien estos tristes sucesos se ignoraban todavía en Cádiz. Lo que desalentó a los gaditanos y difundió la consternación en la plaza fue la toma del castillo de Santi-Petri (20 de setiembre), que enarboló bandera blanca después de una débil resistencia de solas cuatro horas de ataque{10}.

Dueños del mar y de aquellas fortalezas los sitiadores, comenzaron el 23 a arrojar sobre la plaza algunas bombas y muchas más granadas, que no dejaron de causar daño en la población. Calculando el desánimo que esto habría producido, pasó al siguiente día el mayor general del ejército francés a don Cayetano Valdés la comunicación siguiente:

«Puerto de Santa María, 24 de setiembre.– Señor Gobernador: S. A. R. el príncipe generalísimo me ha ordenado intimar a V. E. que le hace responsable de la vida del rey, de la de todas las personas de la familia real, igualmente que de las tentativas que podrían hacerse por sacarla. En consecuencia, si tal atentado se cometiese, los diputados a Cortes, los ministros, los consejeros de Estado, los generales y todos los empleados del gobierno cogidos en Cádiz serán pasados a cuchillo. Ruego a vuestra excelencia me avise el recibo de esta carta.– Soy, señor Gobernador, de V. E. &c.– El Mayor General Guilleminot

Recibida en la mañana del 26, a las doce menos cuarto de ella le dio Valdés la siguiente contestación:

«Cádiz 26 de setiembre, a las doce menos cuarto de la mañana.

»Señor General:

«Con fecha del 24 recibo hoy una intimación que V. E. me hace, de orden del Sermo. señor duque de Angulema, en que constituye responsables a todas las autoridades de Cádiz de la vida de S. M. y su real familia, amenazando pasar a cuchillo a todo viviente, si aquél peligrase. Señor General, la seguridad de la real familia no depende del miedo de la espada del señor duque ni de ninguno de su ejército, pende de la lealtad acendrada de los españoles, que habrá visto S. A. el señor duque bien comprobada. Cuando V. E. escribía la intimación era el día 24, día después en que las armas francesas, y las españolas que estaban unidas a ellas, hacían fuego sobre la real mansión, mientras los que V. E. amenaza de orden del señor duque, solo se ocupaban en su conservación y profundo respeto.

»Puede V. E., señor General, hacer presente, que las armas que manda le autorizan tal vez para vencernos, pero nunca para insultarnos. Las autoridades de Cádiz no han dado lugar jamás a una amenaza semejante, y menos en la época en que se les hace, pues cuando V. E. la escribió, acababa de dar pruebas bien positivas de que tiene a sus reyes y real familia más amor y respeto que los que se llaman sus libertadores; o quiere S. A. que el mundo diga que la conducta ordenada y honrosa que tuvo este pueblo cuando las armas francesas lo atacaron, era debido a un sobrado miedo, hijo de una intimación que V. E. hace de orden de S. A. ¿Y a quién? Al pueblo más digno de la tierra, dirigiéndola, ¿y por quién? por un militar que nunca hará nada por miedo.

»Soy de V. E., &c.»

Pero aconteció lo que por desgracia no es raro en tales situaciones, y es el síntoma más fatal en las luchas armadas. Al desaliento sucedió la indisciplina, y el batallón de San Marcial que guarnecía una de las baterías se pronunció contra la Constitución, proclamó al rey absoluto, y llamó a los franceses. Retrajéronse éstos de acudir al llamamiento, recelando fuese un ardid, y tuvo tiempo el general Burriel para hacer pasar por las armas a los principales motores de la sedición y contener a los insurrectos. Pero el mal tenía ya difícil remedio; había cundido en las tropas, y los generales Valdés y Burriel lo manifestaron así con lealtad a las Cortes, reunidas en sesión secreta el 28, diciendo que con tropas poseídas de tal espíritu no era posible la defensa de la Isla. Una junta de generales convino en la exactitud de aquel informe. Las Cortes reconocieron la imposibilidad de mantener más tiempo aquel estado de cosas, y la necesidad de ceder al imperio de las circunstancias, y al día siguiente dijeron al rey por medio de una diputación que podía salir de Cádiz y presentarse en el cuartel general de los franceses.

En la comisión del Congreso que dio este informe hubo voto particular, que extendió el señor Ruiz de la Vega. Aunque el voto particular coincidía con el de la mayoría en la necesidad de hacer la sumisión, distinguíase en cargar más responsabilidad sobre el gobierno que había de ejecutarla. Este dictamen tuvo todavía en su favor 34 votos, haciendo por ello alarde los votantes de ser gente de mayor firmeza que la mayoría.

Aquel mismo día despachó Fernando a su gentil-hombre el conde de Corres, ya sin anuencia del gobierno, para que anunciase al príncipe francés su primo su resolución de trasladarse al Puerto de Santa María. Así se habría verificado, a no impedirlo una conmoción popular, oponiéndose a la salida del rey en tanto que no diera algunas garantías de seguridad para los comprometidos por la causa constitucional. El general Álava pasó a poner esta novedad en conocimiento del de Angulema. Pero irritado el generalísimo francés, sobre no querer recibir a Álava, dio orden para el ataque general el 30. Todo volvió a tomar un aparato hostil en el campamento, mas el pueblo de Cádiz se aplacó con la noticia de un decreto que se preparaba, y que firmaría el rey, en que iban a dársele las seguridades que pedía.

En efecto, el ministro de Gracia y Justicia, don José María Calatrava, después de conferenciar con Fernando, redactó un proyecto de decreto, que puso en manos del monarca. Leído por éste, quiso mudar y sustituir de su puño algunas palabras que le parecieron algo oscuras con otras más claras y terminantes, diciendo después: «Así no debe quedar duda de mis intenciones.» El célebre decreto de 30 de setiembre, enmendado por el rey{11}, decía así:

«Siendo el primer cuidado de un rey el procurar la felicidad de sus súbditos, incompatible con la incertidumbre sobre la suerte futura de la nación y de sus súbditos, me apresuro a calmar los recelos e inquietud que pudiera producir el temor de que se entronice el despotismo, o de que domine el encono de un partido.

»Unido con la nación he corrido con ella hasta el último trance de la guerra, pero la imperiosa ley de la necesidad obliga a ponerle un término. En el apuro de estas circunstancias, solo mi poderosa voz puede ahuyentar del reino las venganzas y las persecuciones; solo un gobierno sabio y justo puede reunir todas las voluntades, y solo mi presencia en el campo enemigo puede disipar los horrores que amenazan a esta Isla Gaditana, a sus leales y beneméritos habitantes, y a tantos insignes españoles refugiados en ella.

»Decidido, pues, a hacer cesar los desastres de la guerra, he resuelto salir de aquí el día de mañana, pero antes de verificarlo quiero publicar los sentimientos de mi corazón, haciendo las manifestaciones siguientes:

»1.º Declaro de mi libre y espontánea voluntad, y prometo bajo la fe y seguridad de mi real palabra, que si la necesidad exigiere la alteración de las actuales instituciones políticas de la monarquía, adoptaré un gobierno que haga la felicidad completa de la nación, afianzando la seguridad personal, la propiedad y la libertad civil de los españoles.

»2.º De la misma manera prometo libre y espontáneamente, y he resuelto llevar y hacer llevar a efecto un olvido general, completo y absoluto, de todo lo pasado, sin excepción alguna, para que de este modo se restablezcan entre todos los españoles la tranquilidad, la confianza y la unión, tan necesarias para el bien común, y que tanto anhela mi personal corazón.

»3.º En la misma forma prometo, que cualesquiera que sean las variaciones que se hagan, serán siempre reconocidas, como reconozco, las deudas y obligaciones contraídas por la nación y por mi gobierno bajo el actual sistema.

»4.º También prometo y aseguro, que todos los generales, jefes, oficiales, sargentos y cabos del ejército y armada que hasta ahora se han mantenido en el actual sistema de gobierno en cualquier punto de la Península, conservarán sus grados, empleos, sueldos y honores. Del mismo modo conservarán los suyos los demás empleados militares, y los civiles y eclesiásticos que han seguido al gobierno y a las Cortes, o que dependen del sistema actual, y los que por razón de las reformas que se hagan no pudieren conservar sus destinos, disfrutarán a lo menos la mitad del sueldo que en la actualidad tuviesen.

»5.º Declaro y aseguro igualmente, que así los milicianos voluntarios de Madrid, de Sevilla o de otros puntos que se hallan en esta Isla, como cualesquiera otros españoles refugiados en su recinto, que no tengan obligación de permanecer por razón de su destino, podrán desde luego regresar libremente a sus casas, o trasladarse al punto que les acomode en el reino, con entera seguridad de no ser molestados en tiempo alguno por su conducta política ni opiniones anteriores, y los milicianos que los necesitaren, obtendrán en el tránsito los mismos auxilios que los individuos del ejército permanente.

»Los españoles de la clase expresada, y los extranjeros que quieran salir del reino, podrán hacerlo con igual libertad, y obtendrán los pasaportes correspondientes para el país que les acomode.

Fernando.

»Cádiz, 30 de setiembre de 1823.»

No tenían mucha confianza los gaditanos en aquellas promesas del rey, porque sus tendencias eran harto conocidas, y su conducta y su carácter no eran tampoco para nadie un misterio. Pero al fin era una palabra real solemnemente empeñada, y debía calcularse que algo habría aprendido en el libro de la experiencia y del infortunio.

Tras esto admitió la dimisión que le habían hecho los ministros{12}, declarando que quedaba muy satisfecho del celo y lealtad con que en circunstancias tan difíciles habían desempeñado sus cargos en servicio del rey y de la nación. Y avisó al príncipe generalísimo que al día siguiente, 1.º de octubre, pasaría al Puerto de Santa María, como así se verificó, entrando el rey y la familia real en una falúa ricamente empavesada, que gobernaba el comandante general de las fuerzas navales, Valdés, anunciando su partida el repique general de las campanas y las salvas de artillería, que se correspondían con las de la armada francesa, acompañándole numerosas lanchas y ligeros bateles, encaramada la gente donde quiera que pudiese ver aquella interesantísima escena, que parecía ser de alborozo y de júbilo, y que sin embargo había de traer largos días de amargura y de llanto.

Fueron el rey y la familia real recibidos en el Puerto con muestras de afecto y de alegría por el príncipe francés y su comitiva. Esperábanlos allí también el duque del Infantado, presidente de la Regencia de Madrid, y el ministro de Estado de la misma don Víctor Sáez, que con este objeto y el de fomentar la reacción en Andalucía habían salido de Madrid el 19 de agosto. Desembarazado Fernando de los ceremoniosos obsequios del recibimiento, tuvo una entrevista con don Víctor Sáez, a quien nombró ministro universal hasta su llegada a Madrid; y cuando todavía se estaba leyendo en Cádiz el Manifiesto del rey del día anterior, y cuando empezaban a circular ejemplares en el Puerto de Santa María, sorprendió a la ciudad, como había de sorprender a la nación y al mundo entero, el siguiente, tristemente famoso, decreto, que estampamos todavía con espanto:

«Bien públicos y notorios fueron a todos mis vasallos los escandalosos sucesos que precedieron, acompañaron y siguieron al establecimiento de la democrática Constitución de Cádiz, en el mes de marzo de 1820: la más criminal traición, la más vergonzosa cobardía, el desacato más horrendo a mi real persona, y la violencia más inevitable, fueron los elementos empleados para variar esencialmente el gobierno paternal de mis reinos en un código democrático, origen fecundo de desastres y de desgracias. Mis vasallos, acostumbrados a vivir bajo las leyes sabias, moderadas y adaptadas a sus usos y costumbres, y que por tantos siglos habían hecho felices a sus antepasados, dieron bien pronto pruebas públicas y universales del desprecio, desafecto y desaprobación del nuevo régimen constitucional. Todas las clases del Estado se resintieron a la par de unas instituciones en que preveían señalada su miseria y desventura.

»Gobernados tiránicamente en virtud y a nombre de la Constitución, y espiados traidoramente hasta en sus mismos aposentos, ni les era posible reclamar el orden ni la justicia, ni podían tampoco conformarse con leyes establecidas por la cobardía y la traición, sostenidas por la violencia, y productoras del desorden más espantoso, de la anarquía más desoladora y de la indigencia universal.

»El voto universal clamó por todas partes contra la tiránica Constitución; clamó por la cesación de un código nulo en su origen, ilegal en su formación, injusto en su contenido; clamó finalmente por el sostenimiento de la santa religión de sus mayores, y por la conservación de mis legítimos derechos, que heredé de mis antepasados, que con la prevenida solemnidad habían jurado mis vasallos.

»No fue estéril el grito de la nación; por todas las provincias se formaban cuerpos armados que lidiaron contra los soldados de la Constitución: vencedores unas veces y vencidos otras, siempre permanecieron constantes en la causa de la religión y de la monarquía: el entusiasmo en defensa de tan sagrados objetos nunca decayó en los reveses de la guerra; y prefiriendo mis vasallos la muerte a la pérdida de tan importantes bienes, hicieron presente a la Europa con su fidelidad y su constancia, que si la España había dado el ser, y abrigado en su seno a algunos desnaturalizados hijos de la rebelión universal, la nación entera era religiosa, monárquica y amante de su legítimo soberano.

»La Europa entera, conociendo profundamente mi cautiverio y el de toda mi real familia, la mísera situación de mis vasallos fieles y leales, y las máximas perniciosas que profusamente esparcían a toda costa los agentes españoles por todas partes, determinaron poner fin a un estado de cosas que era el escándalo universal, que caminaba a trastornar todos los tronos y todas las instituciones antiguas, cambiándolas en la irreligión y en la inmoralidad.

»Encargada la Francia de tan santa empresa, en pocos meses ha triunfado de los esfuerzos de todos los rebeldes del mundo, reunidos por desgracia de la España en el suelo clásico de la fidelidad y lealtad. Mi augusto y amado primo el duque de Angulema, al frente de un ejército valiente, vencedor en todos mis dominios, me ha sacado de la esclavitud en que gemía, restituyéndome a mis amados vasallos, fieles y constantes.

»Sentado ya otra vez en el trono de San Fernando por la mano sabia y justa del Omnipotente, por las generosas resoluciones de mis poderosos aliados, y por los denodados esfuerzos de mi amado primo el duque de Angulema y su valiente ejército; deseando proveer de remedio a las más urgentes necesidades de mis pueblos, y manifestar a todo el mundo mi verdadera voluntad en el primer momento que he recobrado mi libertad, he venido en decretar lo siguiente:

»1.º Son nulos y de ningún valor todos los actos del gobierno llamado constitucional (de cualquier clase y condición que sean) que ha dominado a mis pueblos desde el día 7 de marzo de 1820 hasta hoy día 1.º de octubre de 1823, declarando, como declaro, que en toda esta época he carecido de libertad, obligado a sancionar las leyes y a expedir las órdenes, decretos y reglamentos que contra mi voluntad se meditaban y expedían por el mismo gobierno.

»2.º Apruebo todo cuanto se ha decretado y ordenado por la Junta provisional de gobierno y por la Regencia del reino, creadas, aquella en Oyarzun el día 9 de abril, y ésta en Madrid el día 26 de mayo del presente año, entendiéndose interinamente hasta tanto que, instruido competentemente de las necesidades de mis pueblos, pueda dar las leyes y dictar las providencias más oportunas para causar su verdadera prosperidad y felicidad, objeto constante de todos mis deseos. Tendreislo entendido, y lo comunicaréis a todos los ministerios.

(Rubricado de la real mano.)

»Puerto de Santa María, 1.º de octubre de 1823.

»A don Víctor Sáez.»

El horrible decreto de 1.º de octubre, sin ejemplar en la historia, baldón del príncipe que le suscribió, negro borrón de la desdichada página histórica que se abrió con él, «fue, como dice un ilustrado escritor, la trompeta de muerte, que anunciaba exterminio a todo cuanto en España llevaba el sello de la libertad, de la ilustración y la justicia. Soltose de nuevo el dique a las pasiones de la muchedumbre. La voz del fanatismo volvió a resonar en los púlpitos, en las calles y en las plazas… En la misma proscripción fueron comprendidos cuantos matices más o menos pronunciados distinguieron a los liberales en la época de los tres años.» «Dio principio, dice otro escritor ilustrado, a una era sangrienta de crímenes jurídicos, de asesinatos y de proscripciones que desdoran los anales de la desventurada España.» No hay exageración en esto, como por desgracia habremos de ver en la dolorosa historia del período funesto en que vamos a entrar, con la repugnancia que inspiran los hechos atroces, las escenas vergonzosas, las venganzas sangrientas, erigidas en sistema de gobierno, y ejecutadas por el populacho ciego, fanático, desatentado y feroz.

Comenzó este sistema, en consonancia con aquel decreto, desde el día mismo que Fernando se consideró en libertad, condenando a la pena de horca a los individuos de la pasajera Regencia de Sevilla nombrada el 11 de junio, los ilustres general Valdés, don Gabriel Císcar y don Gaspar de Vigodet: Valdés, que había guiado la falúa que le condujo al Puerto de Santa María, y que había oído de su boca palabras halagüeñas de aprecio: Císcar y Vigodet, que no habían aceptado la Regencia, sino después de habérselo ordenado el mismo Fernando, al uno por medio de una carta autógrafa, al otro so pena de incurrir en su indignación. Sentencia horrible, que se habría ejecutado, si los generales franceses Bourmont y Ambrugeac, indignados de semejante acto, no hubieran tenido la generosidad de librarlos haciéndolos embarcar en un navío francés, que los condujo a Gibraltar, donde debieron a la hospitalidad inglesa el no perecer de miseria y de hambre. Mas ¿qué mucho que esto hiciera con los regentes de Sevilla quien condenó también a pena de muerte al general Ballesteros, a cuya capitulación con los franceses debía en gran parte su libertad, el cual como los regentes se salvó también precipitadamente para no volver a pisar el suelo patrio?

No necesitaba Fernando de grandes excitaciones para entregarse a sus instintos de venganza; pero si las hubiera necesitado, allí tenía para eso al Infantado y a Sáez, encargados de ello y sugeridos por el obispo de Osma, uno de los regentes de Madrid, y uno de los creadores y el que dirigía y tenía a su cargo el centro de la sociedad secreta del Ángel exterminador, extendida por toda España, y que tantos días de luto preparó a esta desventurada monarquía. Con el anatema del trono y con el ejemplo y las exhortaciones de tales prelados, ¿qué extraño es que la ruda plebe por una parte, el ignorante y fanático clero por otra, se desencadenaran en todas partes contra los liberales, y tomando la restauración desde los primeros días el tinte del fanatismo religioso, revistiera aquel carácter de crueldad que todavía horroriza, y que hará mirar siempre aquella época como un período afrentoso para nuestra nación? Las cárceles volvieron a henchirse de presos, arrastrados a ellas al capricho por los voluntarios realistas. Las mujeres de éstos insultaban groseramente y maltrataban de hecho a las esposas de los milicianos nacionales. Un pañuelo, un abanico, una cinta verde o morada, colores que se tenían por preferidos de los liberales, eran bastantes para merecer la ira popular, y provocar los denuestos, y a veces hasta lanzarse como furias sobre las personas que los llevaban. La cátedra del Espíritu Santo se profanaba con excitaciones a la venganza, y en virtud de ellas eclesiásticos ancianos y venerables, ajenos a la política, pero que habían obtenido algún cargo o recibido algún nombramiento en los tres años, se veían arrebatados de su lecho y sumidos en una prisión, donde pasaban años enteros sin que nunca se les dijera la causa.

Otros muy diferentes sentimientos mostraban los franceses. Causadores del mal, pero no imaginando que la reacción se llevaría a tan feroz extremo; ejecutores de la restauración, pero creyendo que ésta se contendría en los límites de la templanza, no ocultaban el disgusto, y aun el horror que tales demasías les inspiraban. Donde había guarnición francesa, los liberales gozaban de algún respiro, porque sus jefes solían no consentir las prisiones y atropellos; pero se ejecutaban tan pronto como desocupaban el pueblo las armas francesas. ¡Cosa singular! Los españoles más amantes de la libertad preferían la dominación de los extranjeros que habían venido a arrebatársela, al yugo de sus propios compatriotas y vecinos. El mismo duque de Angulema no encubrió el desagrado que desde los primeros decretos del rey le inspiraban sus actos de gobierno y su conducta, y en lugar de la intimidad que parecía deber esperarse entre los dos personajes, notose luego frialdad, y aun desvío de parte del duque hacia Fernando. Ejecutor de los acuerdos de la Santa Alianza, sabía que no eran la intención y el propósito de aquellos soberanos que se llevara la tiranía al extremo de la barbarie y de la ferocidad. Conocedor de los sentimientos del rey de Francia su tío, reprobaba como él la política sanguinaria del príncipe español.

En efecto, Luis XVIII, monarca restaurado en su trono como Fernando, no solo le había dado un ejemplo de moderación y templanza que imitar, sino que contestando a la carta en que aquél le participó su salida de Cádiz, le daba los más sanos y prudentes consejos de tolerancia y de conciliación. «Los príncipes cristianos, le decía, no deben reinar por medio de proscripciones; ellas deshonran las revoluciones, y por ellas los súbditos perseguidos vuelven pronto o tarde a buscar un abrigo en la autoridad paternal de sus soberanos legítimos. Creo, pues, que un decreto de amnistía sería tan útil a los intereses de vuestra Majestad como a los de su reino.» Y más adelante: «Un despotismo ciego, lejos de aumentar el poder de los reyes, lo debilita; porque si su poderío no tiene reglas, si no reconoce ley alguna, pronto sucumbe bajo el peso de sus propios caprichos; la administración se destruye, la confianza se retira, el crédito se pierde, y los pueblos, inquietos y atormentados, se precipitan en las revoluciones. Los soberanos de Europa, que se han visto amenazados en su trono por la insurrección militar de España, se creerían nuevamente en peligro en el caso en que la anarquía triunfase segunda vez en los estados de V. M.» Veremos como Fernando se dejó llevar más de las pérfidas sugestiones de fanáticos y crueles consejeros y del clamoreo brutal de las feroces turbas, que del buen ejemplo y de los sanos consejos del jefe de la familia de los Borbones. Sigámosle en su viaje de regreso a Madrid.

Trasladado el 2 de octubre a Jerez, expidió allí otro famoso decreto, prohibiendo que durante su viaje a la corte se hallase a cinco leguas en contorno de su tránsito ningún individuo que en el reinado de la Constitución hubiese sido diputado a Cortes en las dos legislaturas pasadas, secretario del Despacho, consejero de Estado, vocal del supremo tribunal de Justicia, comandante general, jefe político, oficial de la secretaría del Despacho, jefe u oficial de la extinguida milicia voluntaria. Y además se les cerraba para siempre la entrada en la corte y sitios reales dentro del radio de quince leguas. Encomendada la ejecución de este bárbaro decreto a los agentes reaccionarios de las provincias, asusta pensar en el sin número de proscripciones que encerraba{13}.

Allí mismo confió la dirección de su conciencia y nombró su confesor (4 de octubre) al ministro de Estado y canónigo don Víctor Sáez, atendidas su insigne virtud, ciencia y prudencia, cuyas prendas sin duda había acreditado inspirándole y refrendando los anteriores sanguinarios decretos, y que acabó de confirmar redactando el que se publicó el 6 en Lebrija, y que no se concebiría ni creería, a no verlo estampado, y rubricado por la mano real. Decía así este decreto, calumnioso para los liberales, injurioso para toda la nación, y provocador de ultrajes y de persecuciones:

«Al contemplar las misericordias del Altísimo por los riesgos de que se ha dignado librarme restituyéndome al seno de mis fieles vasallos, se confunde mi espíritu con el horroroso recuerdo de los sacrílegos crímenes y desacatos que la impiedad osó cometer contra el Supremo Hacedor del universo: los ministros de Cristo han sido perseguidos y sacrificados: el venerable sucesor de San Pedro ha sido ultrajado: los templos del Señor profanados y destruidos: el Santo Evangelio despreciado; en fin, el inestimable legado que Jesucristo nos dejó en la noche de su Cena para asegurarnos su amor y la felicidad eterna, las Hostias Santas han sido pisadas. Mi alma se estremece, y no podrá volver a su tranquilidad hasta que en unión con mis hijos, con mis amados vasallos, ofrezcamos a Dios holocaustos de piedad y de compunción, para que se digne purificar con su divina gracia el suelo español de tan impuras manchas, y hasta que le acreditemos nuestro dolor con una conducta verdaderamente cristiana; único medio de conseguir el acierto en el rápido viaje de esta vida mortal. Para que estos dos importantísimos objetos tengan exacto cumplimiento, he resuelto que en todos los pueblos de los vastos dominios que la divina Providencia ha confiado a mi dirección y gobierno, se celebre una solemne función de desagravios al Santísimo Sacramento, con asistencia de los tribunales, ayuntamientos y demás cuerpos del Estado, implorando la clemencia del Todopoderoso en favor de toda la nación, y particularmente de los que se han extraviado del camino de la verdad, y dándole gracias por su inalterable misericordia: que los MM. RR. Arzobispos y Obispos, Vicarios capitulares Sedevacante, Priores de las órdenes militares, y demás que ejerzan jurisdicción eclesiástica, dispongan misiones que impugnen las doctrinas erróneas, perniciosas y heréticas, inculcando las máximas de la moral evangélica; y que pongan en reclusión en los monasterios de la más rígida observancia a aquellos eclesiásticos que habiendo sido agentes de la facción impía, puedan con su ejemplo o doctrina sorprender y corromper a los incautos o débiles a favor de las funciones de su estado. Tendrase entendido en el Consejo, y dispondrá lo necesario a su cumplimiento.– Está rubricado de la real mano.»

Siguió Fernando su viaje por Utrera a Sevilla, donde habían concurrido y se presentaron a felicitarle los embajadores de la Santa Alianza. Detúvose allí bastantes días, agasajado con todo género de fiestas, de toros, de bailes, de juegos, en que la enloquecida muchedumbre enronquecía a fuerza de gritos de «¡viva el rey absoluto! ¡vivan las cadenas!» Expidió también allí diferentes decretos: el uno, mandando que en todas las iglesias del reino (9 de octubre) se celebrasen exequias fúnebres por los que desde el 7 de marzo de 1820 habían perecido en defensa de la causa de Dios y la suya: otro, con motivo de su cumpleaños (14 de octubre), concediendo premios y cruces a los generales y oficiales del ejército francés; otro, suprimiendo el ministerio del Interior creado por la Regencia (18 de octubre); y por último, apremiado por los embajadores de las altas potencias, entre los cuales se hallaba ya también desde el 14 el de la Gran Bretaña, para que concediera una amnistía y adoptara una política templada, prudente y conciliadora, expidió otro el 22, víspera de su salida, no concediendo todavía, sino anunciando que a su llegada a Madrid manifestaría su voluntad, haciendo compatible su real clemencia con la pública vindicta.» Y con esto salió en la mañana del 23 dirigiéndose a Carmona.

Habíase mantenido el duque de Angulema en cierto retraimiento y a cierta distancia del rey, mostrando así su disgusto por las medidas reaccionarias que éste tomaba. Comió sin embargo el 10 de octubre con S. M. en Sevilla, y aprovechó la ocasión para manifestar a Fernando los sentimientos y la conducta de templanza que convenía desplegar en la situación en que se encontraba el reino. No hubieron de agradar a Fernando tales indicaciones, sonando mejor en su oído los consejos de Sáez y la apasionada vocinglería del vulgo, y eludió la respuesta. Tuvo sin duda el de Angulema por infructuoso y excusado repetir las tentativas en este sentido, y al día siguiente alejose de Sevilla, junto con el príncipe de Carignan, y acompañándolos hasta Carmona los infantes don Carlos y don Francisco. Continuaron los príncipes extranjeros hasta Madrid, donde los voluntarios realistas desfilaron por delante de su alojamiento. Deseaba el de Angulema salir de España, donde no le agradaban las escenas que le hacían presenciar, y dejando nombrado a Bourmont general en jefe del ejército francés de la península, atravesó rápidamente Burgos y Vitoria, desdeñando las ovaciones que le hacían los pueblos, llegó a Oyarzun, donde se despidió de las tropas con una orden general, cruzando en seguida el puente del Bidasoa, que se llamó entonces Puente del duque de Angulema{14}.

Lenta y pausadamente seguía la real familia española su viaje a la corte. Llamaba la atención tanta lentitud. Mucho podía atribuirse al placer pueril de disfrutar despacio de las frenéticas aclamaciones y locos festejos con que los pueblos del tránsito la recibían y agasajaban. Flores derramadas por los caminos, arcos de triunfo, engalanadas comparsas de doncellas y mancebos, corridas de toros, el coche real llevado casi siempre en brazos de los voluntarios realistas, diputaciones de todas clases, comisiones de los cabildos de Sevilla, Granada, Jaén, Cuenca y Toledo, que iban a ofrecer al rey por vía de regalo cuantiosas sumas, todo lo que el fanatismo, la lisonja y la bajeza podían inventar para halagar la vanidad humana{15}, todo lo disfrutó Fernando en los pueblos de Carmona, Écija, Córdoba, Andújar, la Carolina, Santa Cruz de Mudela, y demás poblaciones que iban atravesando, ahuyentados a muchas leguas del camino o encerrados en calabozos todos los liberales proscritos por el decreto de Jerez, mientras que su famoso ministro Sáez iba señalando la travesía con medidas administrativas, tales como la aprobación del célebre y ruinoso empréstito de Guebhard, contratado por la primera Regencia realista, y mientras distribuía los puestos más altos y de más confianza de palacio y de la nación entre los que más se habían distinguido en favor del absolutismo{16}.

Mas no eran solos los halagos y las adulaciones los que hacían perezosa y lenta la marcha de la real familia. Proponíase también sin duda Fernando no llegar a la corte hasta que se hubiera consumado en ella un holocausto ruidoso, el sacrificio de una víctima que el furor de la reacción tenía preparado.

Por aquel mismo camino que él ahora traía había pasado no hacía mucho un general español, objeto años y meses antes de entusiastas aclamaciones y de exageradas ovaciones populares y parecidas a las que al rey ahora se consagraban. Recientemente aquel mismo general se había visto conducido y guardado por fuerte escolta, tendido en un miserable carro con algunos de sus compañeros de armas, siendo objeto y blanco de los insultos y del ludibrio de los pueblos, escarnecido y apedreado, en frecuente riesgo de perder la vida, que contra las arremetidas de los amotinados defendían con trabajo sus guardadores. Este general era don Rafael del Riego, llamado durante los tres años el héroe de las Cabezas, que preso de la manera que dijimos, y reclamado del general francés por la Regencia realista so pretexto de haber caído en manos de españoles, era llevado a Madrid, para sufrir la suerte que le deparara el resultado del proceso que se le había formado. Llegado a Madrid el 2 de octubre, y conducido al pronto y por las afueras para evitar un atropello y una catástrofe al Seminario de Nobles, fue después trasladado a la cárcel pública.

Ninguna víctima más apropósito para satisfacer la sed de venganza de la reacción que el primero que había proclamado la Constitución en 1820, y había sido como el ídolo de los liberales exaltados. El sacrificio estaba decretado; no importaba el delito de que se le había de acusar. Así fue que no se procesó a Riego por delito de sedición militar, ni por el de conspiración, ni por otro alguno de los que castigaban las leyes. Acogiose el tribunal al decreto de la Regencia de 23 de junio, que declaraba traidores y reos de muerte a los diputados que en la sesión de 11 del mismo mes habían votado la destitución temporal del rey y la traslación de la real familia a Cádiz{17}. No se reparó en que nadie puede ser juzgado por una ley posterior al delito, ni se tuvo presente la inviolabilidad del diputado: por el contrario, fundose precisamente la acusación fiscal en «el horroroso atentado cometido en calidad de diputado de las llamadas Cortes con su voto en la sesión del 11 de junio, en cuya virtud pedía la pena de horca, y desmembración del cadáver, colocando la cabeza en el pueblo donde en 1820 se dio el grito de libertad, y los pedazos del cuerpo en Sevilla, Isla de León, Málaga y Madrid.» Sin embargo el tribunal, que era la sala segunda de alcaldes de Casa y Corte, pronunció (5 de noviembre) la sentencia siguiente: «Se condena a don Rafael del Riego en la pena ordinaria de horca, a la que será conducido arrastrado por todas las calles del tránsito, en la confiscación de todos sus bienes, y así mismo en las costas procesales.{18}»

A las diez de la mañana del mismo día le fue notificada la sentencia, y se le puso en capilla. Debilitado por los padecimientos de su largo y penoso viaje, y por las amarguras de la prisión, Riego cayó en gran postración y desaliento, y faltole ánimo para mirar con serenidad el próximo fin de su existencia. Entregado a las inspiraciones de los que le rodeaban, hiciéronle escribir en la noche del 6, víspera de su muerte, una carta en que reconocía y pedía le fuesen perdonados los excesos y delitos cometidos en la época pasada{19}. Al siguiente día y a la hora fatal fue sacado de la cárcel y conducido al patíbulo del modo ignominioso que la sentencia decía, abatido él y casi exánime, contrastando su estado con la bulliciosa vocinglería del populacho que con tanto frenesí le había aclamado y victoreado antes, y ahora acudía en tropel a gozar con el espectáculo de su muerte. Besó Riego la escalera del cadalso, y a los pocos minutos dejó de existir entre los vivas al rey absoluto el que había sido ídolo del pueblo, de aquel pueblo que había hecho el grito de ¡viva Riego! el desahogo de sus regocijos, el símbolo y la expresión de su entusiasmo, la significación de su delirio por la libertad, si es que el pueblo de entonces sabía ni en una ocasión ni en otra lo que gritaba. Los vengativos absolutistas mostraron más o menos franca o hipócritamente lo que les halagaba el sacrificio, siquiera se considerase como asesinato jurídico, del que personificaba la revolución.

Sin duda Riego había sido muchas veces arrebatado, y ni había tenido el talento ni desplegado la cordura que exigía la posición a que le habían elevado las circunstancias y los arranques de su genio. Irreflexivo por lo general, y muchas veces puerilmente vanidoso, si bien no es del todo extraño que el aura popular le embriagara y trastornara, había cometido errores y extravíos, pero deseaba sinceramente la libertad y la prosperidad de su patria; su corazón era generoso y no inclinado a la maldad, y muchas veces le debieron la vida algunos de sus sacrificadores, incluso el que desde la cumbre del poder confirmó su sentencia de muerte.

Como si se hubiera estado midiendo el tiempo, terminó el rey a los pocos días su lento viaje, e hizo su entrada en Madrid (13 de noviembre), sentado en unión con la reina en un carro triunfal vistosamente engalanado, no tirado por caballos, sino por veinte y cuatro mancebos, y cuyas cintas llevaban los voluntarios realistas. Arcos de triunfo, colgaduras, comparsas, músicas marciales, volteo de campanas, danzas del pueblo, víctores y algazara de la plebe, todo esto señaló y solemnizó la carrera de Fernando desde el templo de Atocha hasta la regia morada. Era su tercera entrada triunfal en Madrid. Al día siguiente desfilaron por delante de palacio las tropas francesas y españolas, acto que presenciaron SS. MM. desde el balcón, rebosando de alegría el rostro de Fernando. Dejarémosle ahora restaurado en su trono, reservando para después dar cuenta del sistema político que desplegó, y veamos cómo terminó la guerra de armas, que a su salida de Cádiz aún no había concluido. Resumiremos los hechos, puesto que eran previstos, y pueden mirarse como consecuencias naturales del suceso principal.

A medida que iban llegando a las poblaciones y plazas ocupadas todavía por las tropas constitucionales las noticias de la libertad del rey y de su decreto del Puerto de Santa María, comprendían que era inútil intento el de prolongar más una lucha, cuyo resultado no podía ya desconocerse, y capitulaban o se disponían a capitular. Ya lo habían hecho Tarifa, San Sebastián, Ciudad-Rodrigo, y algunos otros puntos fortificados. En Extremadura el brigadier Plasencia, después de una negociación verbal hábilmente conducida, había entregado los restos de su división en Almendralejo (25 de octubre); y la plaza de Badajoz abrió sus puertas (28 de octubre) al general don Gregorio Laguna, nombrado gobernador por el rey. En el reino de Murcia, el general Torrijos que defendía la plaza de Cartagena, y que no había querido adherirse a la capitulación de Ballesteros, hubo de ceder también a la necesidad, y negoció un convenio con los generales franceses Bonnemains y Viment, de cuyas resultas las tropas del segundo ejército extranjero tomaron posesión de aquella plaza (5 de noviembre), corriendo luego igual suerte Peñíscola y Alicante.

Eu Cataluña, donde se había mantenido más viva y obstinada la guerra, pero donde también se había hecho imposible su prolongación, la llegada del general Lauriston delante de Lérida hizo al gobernador decidirse a ajustar un convenio con el barón de Eroles (18 de octubre), y en su consecuencia entraron las tropas francesas y españolas en la ciudad y castillo a las once de la mañana del 31. En la Seo de Urgel capituló el 20 don Froilán Méndez Vigo con el general barón Hurel, y el 21 tomaron las tropas francesas posesión de los fuertes.

Ignoraba Mina en Barcelona lo acontecido en Cádiz. Hízoselo saber el mariscal Moncey, duque de Conegliano, por medio de un parlamentario que le envió. Apenas acertaba el general español a creerlo, y cuando se cercioró de su exactitud, maravillábase de que el gobierno no le hubiera dado instrucciones algunas de cómo debería de manejarse. Desde que circuló la noticia, ya no hubo momento de quietud en Barcelona: agitáronse en diversos sentidos unos y otros, siendo inútiles las alocuciones que exhortando a la tranquilidad publicaban las autoridades y corporaciones: picaba la deserción: Mina enfermo, luchaba entre los opuestos pareceres y choques de la gente del pueblo, de la guarnición y milicia, el temor de una explosión, la falta absoluta de recursos, el juramento prestado de morir antes que someterse al yugo de la tiranía, juramento de que no había gobierno que le relevara, su decisión por la causa de la libertad, la pérdida de las plazas de Cardona, Tortosa, Lérida y Urgel, y el aislamiento completo en que se hallaba. Atendido todo esto, accedió a que se celebrara un armisticio, y el 22 de octubre le hizo proposiciones el mariscal Moncey.

Llamó entonces a su habitación a varios jefes y diez y seis principales sujetos de la ciudad, los cuales convinieron en que se diese principio a negociaciones formales. Con esto se exasperaron los díscolos, y hubo momentos en que el desorden hizo temer que peligrase la vida del gobernador Roten, y la del mismo Mina. Trasladose éste con gran trabajo a la ciudadela; dio un bando terrible contra los alborotadores, arrestó y trasportó a Mallorca a varios de ellos, publicó una alocución a los habitantes, reunió los gremios de la ciudad (26 de octubre), reconoció la necesidad de entenderse y convenirse con el enemigo, y se acordaron las bases del tratado que debería estipularse. Fueron nombrados para desempeñar este encargo el general Roten, dos tenientes coroneles, y dos vecinos de Barcelona, los cuales pasaron a Sarriá, donde se hallaba el cuartel general del mariscal Moncey, y después de conferenciar con los tres individuos que por su parte nombró el general francés, ajustaron y firmaron (1.º de noviembre) la siguiente honrosísima capitulación:

«Artículo 1.º Las tropas de línea, la milicia activa y todas las tropas de tierra y mar sujetas a la ordenanza militar, que se hallan a las órdenes del general Mina, saldrán de las plazas de Barcelona, Tarragona y Hostalrich, y se dirigirán a los acantonamientos que les serán señalados de común acuerdo por los generales en jefe de ambos ejércitos, en cuyos acantonamientos no podrá haber otras tropas que las francesas. Los regimientos estarán reunidos en los mismos cantones en cuanto sea posible.

»Art. 2.º Las tropas arriba dichas conservarán su organización actual, sus armas, sus equipajes y caballos; recibirán la paga y víveres que les señala la ordenanza. Los oficiales, sargentos y cabos conservarán sus empleos, y no podrán ser molestados por su conducta política ni por sus opiniones anteriores. Se concederán a estas tropas los medios de trasporte necesarios, que pagarán según tarifa.

»Art. 3.º Con los enfermos y heridos quedarán los empleados de sanidad y asistentes necesarios; y a medida de su curación, se les facilitarán las escoltas y socorros que necesiten para pasar a sus destinos.

»Art. 4.º Si algunos oficiales, empleados u otros individuos del ejército deseasen permanecer momentáneamente en dichas plazas para arreglar asuntos de intereses u otros cualesquiera, podrán verificarlo. Luego de concluidas sus agencias se les darán las seguridades necesarias para pasar a sus destinos.

»Art. 5.º Los oficiales generales, los oficiales retirados de todas clases, los oficiales sueltos, los de estados mayores, de artillería, de ingenieros y de marina; los empleados de la administración militar que se encuentran en las arriba dichas plazas, conservarán sus grados y equipajes, y obtendrán relativamente a sus opiniones y conducta política todas las garantías que están estipuladas en el artículo 2.º para los oficiales de tropa de línea. Serán autorizados a quedarse en los lugares donde se hallan.

»Art. 6.º El resguardo militar, tanto de infantería como de caballería, que se halla en dichas plazas, conservará su actual organización, será acantonado como las tropas de línea, y podrá ser llamado a llenar las funciones relativas a su instituto con las garantías concedidas a las tropas de línea por el artículo 2.º

»Art. 7.º Los cazadores de provincias de infantería y caballería obtendrán las mismas garantías. Se les concederá su licencia absoluta conforme a su empeño. Los oficiales, sargentos y cabos no podrán usar otro distintivo que el del grado que tenían anteriormente a la época en que pasaron a dichos cuerpos de cazadores de provincia.

»Art. 8.º Las milicias locales, tanto voluntarias como legales, los cuerpos de exentos, depositarán sus armas en los parques de artillería el mismo día de la ocupación de las plazas arriba indicadas. Los individuos que componen dichos cuerpos podrán quedarse en las citadas plazas o retirarse adonde quieran, bajo las garantías de seguridad personal estipuladas en el artículo 2.º Las mismas garantías serán concedidas a cualquier otro individuo que haya tomado las armas bajo cualquiera denominación.

»Art. 9.º Los milicianos no vecinos ni domiciliados en dichas plazas, serán libres de permanecer o salir de ellas hasta que juzguen conveniente volver a sus pueblos respectivos. Los comandantes de plazas y justicias serán requeridos de darles seguridad y protección.

»Art. 10. El señor mariscal, duque de Conegliano, interpondrá su mediación para hacer levantar los secuestros y embargos puestos a consecuencia de ocurrencias políticas sobre los bienes de los milicianos y otros individuos domiciliados o refugiados en las plazas arriba indicadas.

»Art. 11. Los italianos y alemanes que formen parte de cuerpos que se hallan en dichas plazas, serán tratados como los militares españoles. Se concederán pasaportes a los que los pidan.

»Art. 12. Los empleados civiles, las personas que hayan ejercido funciones públicas en el sistema constitucional, y todo otro individuo, no podrán ser perseguidos ni en sus personas ni en sus bienes por su conducta pública ni por las opiniones que hubiesen manifestado tanto verbalmente como por escrito.

»Art. 13. El señor mariscal duque de Conegliano interpondrá su mediación para que las deudas y empeños contraídos por los funcionarios y administraciones establecidas en Cataluña por el sistema constitucional sean reconocidos, salva la regulación de cuentas.

»Art. 14. Los religiosos seglares y regulares domiciliados o refugiados en dichas plazas serán libres de permanecer en ellas o de salir bajo las garantías personales establecidas en el artículo 2.º

»Art. 15. No se exigirá contribución alguna de guerra en dichas plazas por el ejército francés.

»Art. 16. Se concederán pasaportes a los individuos, de cualquiera clase que sean, que por motivos políticos quisiesen salir de España. Serán trasportados, tanto por tierra como por mar, a los puntos que las autoridades francesas hubiesen fijado de acuerdo con ellos, y se les facilitarán subsistencias durante el tiempo necesario para pasar a su destino, pero con la condición que deberán presentarse a dichas autoridades en los tres primeros días de la ocupación de las citadas plazas. Podrán llevar consigo sus propiedades amovibles, y se tomarán las medidas necesarias para asegurar su trasporte.

»Art. 17. Las plazas de Barcelona, Tarragona y Hostalrich serán ocupadas por las tropas francesas cuarenta y ocho horas después que la ratificación del presente convenio les haya sido comunicada. Dichas tropas tomarán la posesión en nombre de S. M. el rey Fernando VII.

»Los puertos de Barcelona y Tarragona serán ocupados al mismo tiempo que las plazas por los buques del crucero francés.

»Art. 18. Las armas de toda clase, los arsenales, parques, la artillería, todos los almacenes militares y todos los buques de guerra españoles que se hallen en los puertos de Barcelona y Tarragona serán entregados bajo inventario a los funcionarios franceses nombrados para recibirlos.

»Art. 19. Los buques, de cualquiera nación que sean, que se hallen en los puertos arriba señalados, no podrán ser detenidos ni molestados por pretexto alguno.

»Art. 20. Para favorecer los intereses particulares, las autoridades francesas darán pasaportes a los habitantes de dichas plazas que los necesiten, hasta que las autoridades civiles españolas estén instaladas.

»Art. 21. Las autoridades francesas tomarán, al momento de posesionarse de dichas plazas, las medidas necesarias para asegurar la tranquilidad pública y prevenir toda clase de desorden.

»Art. 22. El presente convenio no será válido hasta haber sido ratificado por el señor mariscal duque de Conegliano y por el señor teniente general Espoz y Mina. Esta ratificación deberá verificarse el día de mañana.

»Sarriá, 1.º de noviembre de 1823.– Conde de Cursal.– Barón Berge.– Després.– Roten.– José de la Torre Trassierra.– Ramón Gali.– Antonio Gironella.– José Elías.– Barcelona, 2 de noviembre de 1823.– Aprobado y ratificado por mí.– El comandante general del sétimo distrito militar y general en jefe del primer ejército de operaciones, Espoz y Mina.– Aprobado y ratificado.– Sarriá, 2 de noviembre de 1823.– El mariscal de Francia, duque de Conegliano, comandante en jefe del cuarto cuerpo del ejército de los Pirineos. Moncey.– Es copia: conforme.– Espoz y Mina

El 2 se hizo otro convenio, señalando los acantonamientos de las tropas, todo lo cual comunicó Mina a las autoridades de Barcelona, y después de haber hecho habilitar un buque para conducir fuera de la plaza a varios comprometidos y desertores franceses, entraron las tropas de Moncey en la ciudad (4 de noviembre), sin alteración ni regocijo por parte de la población. De acuerdo Mina con el mariscal Moncey{20}, preparósele el bergantín de guerra francés Le Courassier, y el 7 de noviembre por la noche se dio a la vela el general español, acompañado de algunos individuos de su Estado mayor, con rumbo a Inglaterra, y el 30 llegaron a Plimouth.

Así acabó la guerra, y así también la segunda época constitucional de España, cuyo principio, cuyo espíritu, cuyos errores, y cuyos sucesos todos habremos de apreciar más adelante, hasta donde alcance nuestro juicio sobre tan confuso y complicado período, con la imparcialidad y desapasionamiento con que hemos procurado juzgar épocas anteriores, y de cuyo buen deseo creemos tener dadas algunas pruebas{21}.




{1} Cuéntase que cuando se enunció al rey que se le restituía el ejercicio de su autoridad, dijo él con cierta sardónica sonrisa: «¿Con que ya no estoy loco?» Dicho muy propio del carácter de Fernando.

{2} El tribunal de Cortes era el que formaba y seguía estas causas, y citaba y emplazaba por edictos públicos y por medio de la Gaceta Española hasta tres veces a los diputados ausentes, para que compareciesen en el término de nueve días a dar sus descargos, so pena de proseguir la causa en su ausencia hasta la sentencia definitiva.

He aquí una muestra de esta actuación:

«Don Dionisio Valdés, diputado a Cortes por la provincia de Madrid, presidente del Tribunal de ellas, de que el infrascrito secretario de S. M. y escribano de cámara del mismo certifica:

Por el presente edicto cito y emplazo a los señores diputados ausentes don Manuel Álvarez, por la provincia de Zamora; don Rafael Casimiro Lodares y don Miguel Sánchez Casas, por la de la Mancha; don José Apoita, por la de Vizcaya; don Domingo Cortés, don Francisco Enríquez, don José Alcalde y don Ramón Lamas y Meléndez, por la de Galicia; don José Cuevas por la de Cuba, en Ultramar, &c., &c. (siguen otros nombres de diputados y provincias); contra quienes se está siguiendo causa por no haberse presentado en esta Isla Gaditana a cumplir con sus sagrados deberes el día de la fecha en que las Cortes declararon haber lugar a que se les forme causa, ni menos manifestado su imposibilidad de hacerlo, para que dentro de nueve días, contados desde el siguiente al de la fecha de este edicto, que por segundo término se les señala, comparezcan en este Tribunal y por la escribanía de dicho infrascrito escribano de cámara a dar sus descargos de lo que resulte contra ellos, pues si lo hicieren, se les oirá y administrará justicia en lo que la tengan; con apercibimiento de que pasado el término prescrito de derecho, se proseguirá en su ausencia la causa sin emplazarles más hasta la sentencia definitiva, habiendo de notificarse los autos que se proveyeren en los estrados del Tribunal y de pararles estas notificaciones el perjuicio a que haya lugar.

Cádiz 20 de agosto de 1823.– Dionisio Valdés.– Por su mandato, don Nicolás Fernández de Ochoa.»

{3} He aquí lo que proponía la comisión:

«Art. 1.º– Se invitará a los gobiernos de hecho de las provincias disidentes a enviar comisionados con plenos poderes a un Punto neutral de Europa, que designará el gobierno de Su Majestad, siempre que no prefieran venir a la península, estableciéndose desde luego un armisticio con los que se avengan a enviar dichos comisionados.

»Art. 2.º– El gobierno de Su Majestad nombrará por su parte uno o más plenipotenciarios que en el punto designado estipulen toda clase de tratados sobre las bases que se consideren más apropósito, sin excluir las de independencia en caso necesario.

»Art. 3.º– Estos tratados no tendrán efecto ni valor alguno hasta que obtengan la aprobación de las Cortes.»– Diario de las Sesiones de Sevilla y Cádiz en 1823: sesión del 2 de agosto.

{4} Hablando el historiador francés de esta campaña acerca de esta proposición de Riego, dice que fue rechazada por el gobierno, porque pedía para ella tres mil hombres y cien mil duros, y que el gobierno «insurreccional» (así le califica) no quiso desprenderse de tres mil defensores, y de una suma «que los partidarios de la Constitución contaban, sin duda, repartirse entre sí cuando perdieran toda esperanza de triunfo.»– Tomo II., cap. 9.– ¿De dónde habrá sacado el escritor francés especie tan injuriosa a la honra y a la probidad de los constitucionales? Por fortuna ni cita, ni creemos que podría citar dato alguno para tan temeraria aseveración, y mientras no pueda darle otro carácter que el de una suposición suya, nos habrá de permitir que la consideremos como una calumnia, que rechazamos en nombre de la honradez española.

{5} Este destacó algunos barcos en persecución de los que Riego había hecho salir con los presos y con las riquezas recogidas: de ellos fueron apresados algunos, con doce cajones de plata, que el general Molitor dio orden de volver a sus respectivas iglesias.

{6} Parte oficial de Ballesteros al conde Molitor.

{7} Eran éstas el capitán don Mariano Bayo, el teniente coronel piamontés Virginio Vicenti, y el inglés Jorge Matías.

{8} Un historiador da los siguientes pormenores sobre la prisión de Riego: «Después de la derrota de Jódar, dice, Riego anduvo algún tiempo errante por las montañas con cerca de veinte de sus compañeros de armas, de los cuales quince eran oficiales superiores, comprometidos como él por la causa revolucionaria. Extenuado de fatiga y de hambre, encontró al santero de la ermita de la villa de la Torre de Pedrogil, y a un vecino de Vilches, llamado López Lara. Llamolos aparte y les dijo: «Amigos míos, se os presenta la ocasión de hacer vuestra fortuna y la de vuestras familias: solo se trata de conducirme, sin ser visto de nadie, a la Carolina, a Carboneras y a las Navas de Tolosa. Allí tengo amigos, que me proporcionarán un guía para Extremadura, donde deseo ir.» Los dos paisanos lo rehusaron, pero Riego los hizo detener, y los obligó a montar en dos mulas, declarándoles que de grado o por fuerza habían de servir de guías a su gente. Llegada la noche se pusieron en camino. Una conversación imprudente hizo conocer a los dos guías que el hombre que acompañaban era el famoso general Riego. Desde este momento López Lara pensó en los medios de ponerle en manos de la justicia. De día ya, se encontraron cerca del cortijo de Baquerizones, no lejos de Arquillos. Riego anunció que iba a pedir un asilo. Lara llamó a la puerta, y quiso la suerte que quien le abrió fuese uno de sus hermanos llamado Mateo.

Riego, temiendo que le perjudicase una escolta de tanta gente, no permitió que entrasen con él sino tres de sus compañeros. El uno era un coronel inglés, que lleno de miedo y de desconfianza hizo cerrar inmediatamente la puerta y se apoderó de la llave. Dieron pienso a sus caballos, y se acostaron en el establo, con las espadas desnudas al lado. Habiendo despertado Riego, dijo a López Lara que necesitaba herrar su caballo. «Muy bien, respondió éste, iré a que le hierren en Arquillos.» Riego no quiso, manifestando deseo de que el caballo no fuese llevado a Arquillos, sino que su hermano Mateo se encargara de traer de allí un albéitar. Apenas tuvo tiempo López para decir en secreto a su hermano que era Riego el que estaba en su casa, que lo avisase a las autoridades y les asegurase que ellos cumplirían con su deber. Riego se puso a almorzar, cuando supo por Mateo que el albéitar venía: pero el inglés, siempre receloso, no se quitaba de la ventana, desde donde con un anteojo examinaba todos los alrededores. De repente gritó: «¡General, somos perdidos! Se acerca gente armada.»

«¡A las armas!» exclamó Riego; pero en el instante mismo López Lara y Mateo tomaron unas carabinas y apuntando dijeron: «El primero que se mueva es muerto.» Riego no se atrevió a resistir; dejose atar las manos a la espalda, y se limitó a rogar a López que dijese a la tropa que llegaba no les hiciese mal, puesto que eran prisioneros.

Entró el alcalde seguido de la fuerza armada: Riego le suplicó de nuevo que no le maltratase, y que le abrazase; con repugnancia accedió a ello el alcalde. Riego ofreció entonces a la tropa todo el dinero que tenía, con tal que se le tratase con humanidad; el alcalde prohibió aceptar nada, y dijo a los prisioneros que la justicia decidiría de su suerte. Un instante después el comandante de realistas de Arquillos llegó con una escolta de a caballo, y se llevó los prisioneros.

A su llegada a Andújar, el pueblo quería despedazar a Riego. Cuando llegó a la plaza, frente al balcón desde donde no hacía mucho le había arengado, volviose hacia un oficial francés que le acompañaba, y mostrándole la muchedumbre que le rodeaba le dijo. «Este pueblo que hoy veis tan encarnizado contra mí, este pueblo, que sin Vos me hubiera ya degollado, el año pasado me llevaba aquí mismo en triunfo; la ciudad me obligó a aceptar a pesar mío un sable de honor. La noche que pasé aquí, las casas se iluminaron, el pueblo bailaba bajo mis balcones, y me aturdía con sus gritos.»

Riego fue depositado en la cárcel de Andújar, custodiado por una guardia francesa para preservarle de los furores del populacho. El capitán general de la provincia de Granada, a cuya jurisdicción pertenece el pueblo de Arquillos, se proponía reclamarle para hacerle juzgar, no por delitos políticos, sino como brigante y asesino… Cuando llegó la orden de enviarle a Madrid, Riego partió escoltado por tropas francesas, &c.»

{9} Los diputados presentes fueron: Gener, Istúriz, Soria, Llorente, Valdés, Velasco, Buruaga, Muro, Canga, Navarro Tejeiro, Moure, Rico, Surrá, Albear, Argüelles, Cuadra, Álava, Rojo, Valdés Bustos, Álvarez (don Elías), Murfi, duque del Parque, Bertrán de Lis, Somoza, Reillo, Gil Orduña, Baije, Villanueva, Busaña, Trujillo, Lillo, Núñez, Falcón, Seoane, Roset, Adanero, Montesinos, Sierra, Silva, Belmonte, Vizmanos, Domenech, Neira, Garmendia, Ojero, Soberón, Moreno, Blake, Pedrálvez, Rey, Taboada, Bausá, Torner, Herrera, Bustamante, Sarabia, Fernández, Cid, Alix, Zulueta, Saavedra, Galiano, Serrano, González Alonso, Salvato, Marán, Sotos, Tomás, Buey, Adán, Calderón, Gómez (don Manuel), Posadas, Santafé, Luque, Meco, Torres, Afonzo, Bartolomé, Sequera, Sedeño, Abreu, Garoz, Oliver, Ruiz de la Vega, Atienza, González, Aguirre, Núñez (don Toribio}, Munárriz, Escudero, Salvá, Septiem, Meléndez, Varela, González (don Manuel), Rodríguez Paterna, Larrea, Lagasca, Villavieja, Ramírez Arellano, Castejón, Benito, López del Baño, Ayllón, Pacheco, Santos Suárez, Ovalle, Belda, Quiñones, Gisbert, López Cuevas, Jiménez, Valdés (don Cayetano), Gómez Becerra.

{10} Contaba Angulema entonces para las operaciones del sitio con más de 20.000 hombres de tropas de tierra, y con una fuerza marítima de tres navíos, once fragatas, ocho corbetas, y fuerzas sutiles correspondientes, con el nombre de flotilla del Guadalete.

{11} El Sr. Calatrava conservaba en su poder el documento original con las enmiendas o añadiduras puestas de puño del rey, tal como después se imprimió.

{12} Eran éstos, don Juan Antonio Yandiola, don Salvador Manzanares, don Francisco Osorio, don José María Calatrava, don Manuel de la Puente, y don Francisco Fernández Golfín, encargado interinamente de la Guerra por indisposición del propietario.

{13} Sobre esto escribía el ministro francés Chateaubriand a Mr. de Talarn: «Mr. de Gabriac me escribe desde Madrid, que el decreto del rey relativo a las personas que no deben presentarse delante de su persona tiene consternada a toda la capital, y en solo Madrid comprende a más de seiscientas personas de las más distinguidas familias. Nunca os invitare lo bastante a que os declaréis con energía contra estas violencias del señor Sáez, que trastornarían nuevamente a la España.» Y en otra carta: «Importa detener esta marcha cuanto antes. El mal está en el señor Sáez, según aseguran en esta. Hemos hecho bastantes sacrificios para que nos den oídos, y es menester trabajar para dar al rey un ministerio razonable. Si desterrase a todos los hombres de capacidad por haber hecho lo que el mismo rey hacía en ciertas épocas, la España volvería a caer en la anarquía.»– Y en otra carta a Mr. de la Ferronnais: «Ya que no podemos de ninguna manera determinar las instituciones que serían más acomodadas para hacer renacer las prosperidades de España, podemos a lo menos saber quiénes son los hombres más aptos para la administración. Estos hombres son raros; pero en fin hay algunoз, y debemos reunir nuestros esfuerzos para hacérselos tomar al rey por ministros y consejeros. Aunque estos hombres hayan servido durante el reinado de las Cortes, no por eso debe privarse su patria de sus talentos, y recaer el rey en las faltas que le han perdido, rodeándose de una nueva camarilla.»– Chateaubriand, Congreso de Verona, tomo II.

{14} El 26 de noviembre fue magníficamente recibido en Burdeos, y el 2 de diciembre lo fue con más solemnidad y aparato en París, donde hizo su entrada montado en un hermoso caballo, y rodeado de los mariscales duque de Reggio, duque de Ragusa, y marqués de Lauriston, y de los generales Bordesoulle, Bethisy, La Roche-Jacquelein y Guiche: el rey le recibió con cordial alegría, y las corporaciones, la tropa y el pueblo llenaban los aires con los gritos de: «¡Viva el rey! ¡Viva el héroe del Trocadero! ¡Vivan los Borbones!»

{15} El ayuntamiento de Sevilla, por ejemplo, nombró una comisión de su seno para que acompañase a SS. MM. hasta la corte, y proveyese a cuantas urgencias, necesidades, gustos o deseos pudieran tener el rey y su familia.– Gaceta de Madrid de 1.º de noviembre.

{16} Diose la capitanía general de Castilla la Nueva al barón de Eroles, la de la Vieja a don Carlos O'Donnell, la de Valencia a don Felipe Saint-March, la mayordomía mayor al conde de Miranda, la presidencia del Consejo de Indias al duque de Montemar, al del Infantado la comandancia de la Guardia real y la presidencia del Consejo de Castilla, que por su renuncia obtuvo don Ignacio Martínez de Villela, la embajada de Francia al duque de San Carlos, y la de Rusia al conde de la Alcudia.

{17} Posteriormente se pasó a las audiencias del reino, para que se supiese los que habían de ser presos, la siguiente:

Lista de los diputados a Cortes que votaron la sesión del 11 de junio de 1823, y por ella el nombramiento de la Regencia y destitución de S. M., mandados arrestar, con embargo de sus bienes, los cuales se expresan a continuación, con expresión de las provincias por que fueron nombrados.

Cádiz.

Don Antonio Alcalá Galiano.

Don Francisco Javier Isturiz.

Don Pedro Juan de Zulueta.

Don Joaquín Abreu.

Asturias.

Don Agustín Argüelles.

Don José Canga Argüelles.

Don Rodrigo Valdés Busto.

Málaga.

Don Juan García Oliver.

Cataluña.

Don Ramon Adán.

Don Pedro Surrá y Rull.

Don Ramón Salvato.

Don José Grases.

Don José Melchor Prat.

Don Ramón Bulsagra.

Extremadura.

Don Facundo Infante.

Don Diego González Alonso.

Don Álvaro Gómez Becerra.

Madrid.

Don Dionisio Valdés.

Don Juan Antonio Castejón.

Álava.

Don Miguel Ricardo de Álava.

Burgos.

Don Manuel Flores Calderón.

Don Manuel Herrera Bustamante.

Isla de Cuba.

Don Tomás Pener.

Sevilla.

Don Cayetano Valdés.

Don Mateo Miguel Ayllón.

Valencia.

Don Melchor Marán.

Don Vicente Navarro Tejeiro.

Don Juan Rico.

Don Jaime Gil Orduña.

Don Martín Serrano.

Don Vicente Salvá.

Don Lorenzo Villanueva.

Jaén.

Don Pedro Lillo.

Don Manuel Gómez.

Segovia.

Don Pedro Martín de Bartolomé.

Guipúzcoa.

Don Joaquín Ferrer.

Salamanca.

Don Félix Varela.

Don Félix Ovalle.

Don Juan Pacheco.

Granada.

Don Francisco de Paula.

Don Domingo Ruiz de la Vega.

Don José María González.

Don Nicasio Tomás.

Don Pedro Álvarez Gutiérrez.

Toledo.

Don Ramón Luis Escobedo.

Don Francisco Blas Garay.

Don Gregorio Sainz de Villavieja.

Galicia.

Don Domingo Somoza.

Don José Moure.

Don Pablo Montesinos.

Don Santiago Muro.

Don José Pumarejo.

Don Manuel Llorente.

Canarias.

Don Graciliano Alonso.

Don José Murfi.

Valladolid.

Don Mateo Seoane.

Córdoba.

Don Ángel Saavedra.

Mallorca.

Don Felipe Bausá.

Murcia.

Don Antonio Pérez de Meca.

Don Bonifacio Sotos.

Filipinas.

Don Vicente Posada.

Cuenca.

Don Manuel Sierra.

Aragón.

Don Mariano Lagasca.

Don Pablo Santafé.

{18} Gaceta de Madrid del 6 de noviembre.– El duque de Angulema, acaso por no presenciar el horrible suplicio, salió de Madrid para Burgos a la una de la tarde del 4.

{19} Declaración de Riego en la víspera de su suplicio.

«Yo don Rafael del Riego, preso, y estando en la capilla de la real cárcel de Corte, hallándome en mi cabal juicio, memoria, entendimiento y voluntad, cual su Divina Majestad se ha servido darme, creyendo, como firmemente creo, todos los misterios de nuestra santa fe, propuestos por nuestra madre la Iglesia, en cuyo seno deseo morir, movido imperiosamente de los avisos de mi conciencia, que por espacio de más de quince días han obrado vivamente en mi interior; antes de separarme de mis semejantes, quiero manifestar a todas las partes donde haya podido llegar mi memoria, que muero resignado en las disposiciones de la soberana Providencia, cuya justicia adoro y venero, pues conozco los delitos que me hacen merecedor de la muerte.

»Asimismo publico el sentimiento que me asiste por la parte que he tenido en el sistema llamado constitucional, en la revolución y en sus fatales consecuencias; por todo lo cual, así como he pedido y pido perdón a Dios de todos mis crímenes, igualmente imploro la clemencia de mi santa religión, de mi rey, y de todos los pueblos e individuos de la nación a quienes haya ofendido en vida, honra y hacienda, suplicando, como suplico, a la iglesia, al trono, y a todos los españoles, no se acuerden tanto de mis excesos como de esta exposición sucinta y verdadera, que por las circunstancias aun no corresponde a mis deseos, con los cuales solicito por último los auxilios de la caridad española para mi alma.

»Esta manifestación, que hago de mi libre y espontánea voluntad, es mi deseo que por la superioridad de la sala de señores alcaldes de la real casa y corte de S. M. se le dé la publicidad necesaria, y al efecto la escribo de mi puño y letra, y la firmo ante el presente escribano de S. M. en la real cárcel de Corte y capilla de sentenciados, a las ocho de la noche del día 6 de noviembre de 1823.– Rafael del Riego.– Presente fue de orden verbal del señor gobernador de la Sala.– Julián García Huerta.»

{20} «Tan pronto como el mariscal Moncey tomó posesión de la ciudad de Barcelona, dice la condesa viuda de Mina en nota a las Memorias de su esposo, tuvo la atención de enviar una guardia a Mina para que le custodiase. Presentose el oficial, y dijo al general la orden que llevaba, a lo que le contestó que podía retirarse y decir a su jefe que quedaba agradecido; pero que no la admitía, porque para permanecer entre sus compatriotas no juzgaba necesaria más guardia que la del pueblo. Retirose en efecto la guardia, y Mina no tuvo ninguna hasta embarcarse al día siguiente.»

{21} Los franceses dieron una grande importancia a esta campaña. Además de la historia que sobre ella escribió el oficial de estado mayor Abel Hugo, y que hemos citado, escribió también el vizconde de Martignac un Ensayo histórico sobre la revolución de España y sobre la intervención de 1823. El recibimiento que se hizo al duque de Angulema en París fue magnífico, y tal como podía hacerse a un gran triunfador. Posteriormente se imprimieron y publicaron con soberbio lujo, en folio mayor, con el título de Hechos de armas del ejército francés en España, unos Cuadros cronológicos e históricos de aquella guerra. Y últimamente, el rey expidió una breve ordenanza, que decía: «Queriendo perpetuar la memoria del valor y de la disciplina de que ha dado tantas pruebas el ejército de los Pirineos en España: Debemos ordenar y ordenamos: «El Arco de Triunfo de la Estrella será inmediatamente terminado.»