Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro XI ❦ Reinado de Fernando VII
Capítulo XVIII
Segunda época de absolutismo
Reacción espantosa
(Noviembre de 1823 a mayo de 1824)
Lúgubre cuadro que bosquejan varios escritores.– La sociedad del Ángel exterminador.– Los conventos convertidos en clubs.– Abuso en las predicaciones.– Provocativo lenguaje de los periódicos.– Junta secreta de Estado.– El Índice de la policía.– Disgusto de los gabinetes aliados por esta política.– Acuerdo y esfuerzos de los ministros de Francia y Rusia para apartar de ella al rey.– Resultado de las gestiones del conde Pozzo di Borgo.– Cambio de ministerio.– Casa-Irujo, Ofalia, Cruz, López Ballesteros.– Caída de Sáez, y premio de sus servicios.– Felicitaciones al rey, excitándole al exterminio de los liberales.– Ejemplos.– Restablecimiento del Consejo de Estado.– Concesión de grandes cruces, ascensos y títulos de Castilla a los más exaltados realistas.– Creación del Escudo de Fidelidad.– Divídense los realistas en dos bandos.– El infante don Carlos al frente del partido apostólico.– Formidable poder de los voluntarios realistas.– Abolición de la Constitución en las provincias de Ultramar.– Creación en España de la superintendencia general de policía del reino.– Las comisiones militares ejecutivas.– Reorganización de la hacienda por el ministro López Ballesteros.– Las medidas administrativas.– Muerte del ministro Casa-Irujo.– Entrada de Calomarde en el ministerio.– Antecedentes de su vida.– Sus opiniones.– Su manejo con el rey y con los partidos.– Influencia y ascendiente que toma.– Real cédula sobre causas y pleitos fallados en la época constitucional.– Junta para la formación de un plan general de estudios.– Restablecimiento de mayorazgos y vinculaciones.– Sentencias de las comisiones militares.– Disolución de las bandas de la fe.– Reglamento para la reorganización de los voluntarios realistas.– Circunstancias notables que acompañaron su circulación.– Disgusto e indignación de los realistas.– Queman el reglamento, y no le cumplen.– Vuelven las purificaciones para los empleados civiles.– Pídese al rey el restablecimiento de la Inquisición.– Rehúsalo Fernando, y por qué.– Nuevas instancias del gobierno francés a Fernando para que adopte una política templada y conciliadora.– Redáctase el proyecto de amnistía.– Modificaciones que recibe.– Publícase el decreto.– Alocución del rey.– Innumerables excepciones que neutralizan el efecto de la amnistía.– No satisface a ningún partido.– Calomarde y la policía.– Nuevas prisiones de liberales.– Misiones en los templos para exhortar al perdón de los agravios y a la fraternidad.– Malos misioneros renuevan, en vez de apagar, las pasiones y las venganzas.
Difícilmente nación alguna contará en sus anales (y las felicitamos por ello, ya que a la nuestra tocó la desgracia de sufrirlo), tras un cambio político, un período de reacción, tan triste, tan calamitoso, tan horrible, tan odioso y abominable, como el que atravesó la desgraciada nación española desde que en 1823 se consideró derrocado el sistema constitucional, ya antes de la salida del rey de Cádiz, mucho más desde que, puesto, como él decía, en libertad, expidió los atroces e inauditos decretos del Puerto de Santa María y de Jerez.
El cuadro lúgubre que bosquejan los escritores de aquel tiempo de las persecuciones, insultos, sangrientas venganzas, prisiones, tormentos y suplicios, a que se entregó el pueblo rudo, fanático y feroz, contra todos los que habían formado o tenido parte en el gobierno constitucional, o le defendieron, o ejercieron cualquier cargo, o tenían nota de adictos, o eran tildados siquiera de liberales, o pertenecían a familias de ellos, o aunque no lo fuesen, eran denunciados como tales, nos parecería exagerado, o sobrecargado por la pasión con negras tintas, si no viéramos que en la descripción que de él nos hacen se hallan todos unánimes y contestes. Nosotros alcanzamos también, aunque muy jóvenes, aquel funesto período, y aun duran grabadas en nuestra memoria las impresiones de las repugnantes y bárbaras escenas que presenciamos. Después supimos que los actos de inhumanidad y de ludibrio de que éramos testigos, no eran más que copia, acaso débil, de los que se estaban ejecutando en todas las comarcas y casi en todas las poblaciones del reino.
«Vemos, dice uno, la restauración conducida por la discordia, que con un puñal en la mano, y las voces de rey absoluto, inquisición y religión en los labios, recorre este suelo infortunado.» «No pertenecen al siglo en que vivimos, dice otro, las escenas de aquella época: los españoles en su delirio retrocedieron a más remota edad por un portento de la naturaleza.» «La bandera, dice otro, el emblema, el símbolo de la nueva restauración era únicamente la horca, que como sistema político del nuevo gobierno se alzó fatídica y perenne en la plazuela de la Cebada… No es posible dar una idea aproximada de las demasías de la plebe y de la intolerancia del gobierno al realizarse el nuevo triunfo del absolutismo… Fascinada la plebe por las fanáticas peroraciones de clérigos y frailes, lanzábase a cometer todo linaje de desmanes… En la mitad del día, en los sitios más sagrados, no solo en las aldeas sino en las más populosas ciudades, se acometía y apaleaba a los que habían pertenecido a la milicia nacional, llegando la barbarie en algunos puntos hasta el extremo de arrancarles a viva fuerza las patillas y el bigote, y pasearlos por las calles principales con un cencerro pendiente al cuello y caballeros en un asno. Más de una heroína liberal fue sacada entonces a la vergüenza y en igual forma, trasquilado el cabello y emplumada. La sociedad española, merced a la ceguedad de su rey, que no veía o no quería ver la desatentada conducta de su gobierno, retrogradó muchos siglos en el camino de la civilización: retrocedió a los más bárbaros tiempos de la edad media… ¿Pero qué mucho se portase así el bando absolutista en su parte popular y plebeya, si el gobierno le trazaba la senda de aquellas tropelías con sus actos de venganza, de intolerancia y de sistemática persecución?
«En cuanto a los que habían dado pruebas de adhesión a los principios liberales, estampa otro, por inofensiva que hubiese sido su conducta, nada pudo salvarlos de una cruda persecución… El número de presos fue en poco tiempo tan grande, que no pudiendo los tribunales ordinarios juzgar con la rapidez que se necesitaba, ni sirviendo para conocer según las leyes en esta clase de delitos, se crearon en Madrid y en las capitales de provincia tribunales especiales más expeditivos, sin las trabas de las formas judiciales, y permanentes, para sentenciar las causas de conspiración: se les dio el nombre de Comisiones militares ejecutivas… Horribles fueron las consecuencias de esta legislación draconiana. Una delación, que la envidia o un resentimiento particular sugería muchas veces, bastaba para llevar a cualquiera al banquillo de los criminales: una palabra vaga o fría era suficiente para sumergir a uno en el calabozo: el capricho de los jueces decidía sobre la validez de las pruebas, sin hacerlas constar en el proceso. Se debía arrojar veneno en la conversación y respirar sangre. No se pueden leer sin estremecerse las Gacetas de aquel tiempo, llenas de sentencias de las comisiones militares: ciento doce personas fueron ahorcadas o fusiladas en el espacio de diez y ocho días, desde el 24 de agosto a 12 de setiembre, entre ellas varios muchachos de diez y seis y diez y ocho años: un infeliz zapatero, por la imprudencia de conservar colgado en las paredes de su cuarto el retrato de Riego, fue condenado a diez años de presidio, llevándolo antes pendiente del cuello hasta el lugar de la horca para verlo quemar por mano del verdugo; su mujer, Soledad Mancera, por cómplice en el mismo delito, a diez años de galera, y su hijo Juan a dos años de presidio. Sería interminable el catálogo de las atrocidades que en nombre de la ley se perpetraron. Era frase usual que se debía exterminar las familias de los negros hasta la cuarta generación.»
Así todos. Y lo doloroso es que todos dicen verdad, y no han exagerado, porque los hechos excedían a toda exageración. ¿Quién alentaba las frenéticas turbas, quién volcanizaba los ánimos, quién encendía las pasiones de los tribunales de sangre? Por una parte la Junta Apostólica, que, como antes hemos dicho, tenía su cabeza en Roma; la sociedad del Ángel exterminador, dirigida por el obispo de Osma, ramificada en todas las provincias, y sostenida o por eclesiásticos de alta dignidad o por generales del ejército de la Fe: muchos conventos de frailes convertidos en focos de reunión y como en clubs del realismo; las predicaciones de los púlpitos, desde los cuales se exhortaba al pueblo a la venganza, y que hicieron a algún gobernador eclesiástico (el de Barcelona) lamentarse amargamente en una pastoral de la profanación que con tales excitaciones se hacía de la Cátedra del Espíritu Santo: que fue santa osadía y heroica virtud en el digno sacerdote atreverse a expresarse de tal manera en aquellos rudos tiempos.
Por otra los periódicos que entonces se publicaban, aunque reducidos a la Gaceta y al Restaurador, eran muy bastantes para concitar y envenenar las pasiones. La Gaceta, con ser menos destemplada, casi nunca daba a los constitucionales sino los nombres de pillos, asesinos o ladrones. El Restaurador, redactado por el furibundo Fray Manuel Martínez, no destilaba en sus páginas sino odio a muerte a los liberales, hambre y sed de venganza y de exterminio. De su grosero lenguaje pueden dar muestra las siguientes líneas: «Desde que el rey ha salido de Cádiz, decía en uno de sus números, han entrado ya en aquella plaza cuatrocientos ochenta bribones y bribonas de la negrería. Antes había cerca de mil: no se puede andar por aquella ciudad, porque no se ve más que esa canalla.» Acudían, en efecto, a Cádiz los perseguidos que podían, buscando un asilo al abrigo de las tropas francesas, para embarcarse luego a Gibraltar, a Inglaterra o a América. Cuando un poco más adelante un ministerio más tolerante y templado, indignado de la procacidad del periódico, se vio en la precisión de suprimirle, el rey tuvo a bien no dejar sin premio los servicios de su sanguinario director, poniendo una mitra en tan digna y apostólica cabeza, y confiriéndole el obispado de Málaga.
Y por último, la plebe por estos medios excitada, venía a ser a su modo el reflejo de la conducta del rey y de sus ministros, y de sus medidas de gobierno. A las ya conocidas agregose la creación por orden reservada de una Junta secreta de Estado, presidida por un ex-inquisidor, compuesta de individuos del más subido realismo, y cuyo secretario era un canónigo de Granada, ardiente absolutista. Inventó esta Junta, entre otras cosas, la formación por la policía de un Índice o padrón general, en que por orden alfabético de apellidos se anotaba lo que cada individuo había sido durante el llamado régimen constitucional, como ellos decían, si exaltado o moderado, si había ejercido algún cargo, si era masón o comunero, comprador de bienes nacionales, y finalmente la opinión de que gozaba. Pedíanse generalmente informes reservados a los curas o a los frailes, o se valían de los que daba el famoso Regato, o se promovían por bajo de cuerda las delaciones. Del gran índice, o como si dijéramos, del libro maestro que se formó, se pasó la correspondiente lista a la policía de cada provincia, que sirvió para vigilar a los sospechosos, y para otros peores fines, propios del sistema de persecución inquisitorial que se había adoptado.
Semejante marcha había disgustado muy desde el principio a los gabinetes de las potencias mismas autoras y ejecutoras de la restauración, y muy especialmente al gobierno francés, que como si quisiese remediar en parte el daño que él mismo había hecho, y viendo que los consejos de templanza dados por Luis XVIII y por el duque de Angulema no hacían mella en el empedernido corazón de Fernando, recurrió, con acuerdo de la Santa Alianza, a la mediación del embajador extraordinario de Rusia, conde Pozzo di Borgo; que, en efecto, llegó a Madrid (28 de octubre), donde esperó el regreso de Fernando, y en la primera audiencia (15 de noviembre) habló ya al rey de la gloria de terminar la última de las revoluciones por la clemencia que las hace olvidar. El ministro francés Chateaubriand escribía al embajador ruso: «Tengo muchos deseos, general, de que el rey llegue a Madrid… Procurad que se revoque todo lo absurdo e implacable de esos malhadados decretos; que cesen esas proscripciones por clases que amenazan a toda la población… que escojan un ministerio prudente, y que el haber servido al rey de orden suya no se tenga por una mancha y un crimen imperdonable. Por último, general, predicad la moderación, y no temáis que el carácter español abuse de esa palabra: procurad que hagan en Madrid algo que se parezca a los actos de un pueblo civilizado.» Y más adelante (29 de noviembre) le decía al representante de Francia en Madrid, marqués de Talaru. «Concibo, mi querido amigo, que en el absurdo despotismo de la España y la completa anarquía de su administración, organizar un consejo de ministros es de hecho dar un paso adelante; en cualquier otra parte no sería nada. Pero este consejo de ministros está compuesto de los mismos hombres que hemos visto afanados en publicar, como su amo, decretos sobre decretos, restableciendo los diezmos, proscribiendo en masa a los milicianos, y titubeando en perdonar a Morillo. Mucho me alegraré de que caminen bien, y de que el rey, que todo lo resuelve, lo haga de una manera razonable, pero lo dudo.»
Al fin los consejos, gestiones y esfuerzos del embajador Pozzo di Borgo hicieron que Fernando, temeroso del enojo de la Santa Alianza, cejase algún tanto en la marcha de furiosa reacción que había emprendido, y se decidió a rodearse de ministros más tolerantes e ilustrados: y relevando de sus cargos a los que tan a gusto del bando apostólico se habían hasta entonces conducido, confirió la secretaría de Estado (2 de diciembre) al marqués de Casa-Irujo, la de Gracia y Justicia a don Narciso de Heredia, conde de Ofalia, la de Guerra al general don José de la Cruz, y la de Hacienda a don Luis López Ballesteros, director de rentas: en la de Marina confirmó a don Luis María Salazar.
Obsérvase, y se extraña con razón, que debiendo Fernando su restablecimiento en el trono principalmente al monarca, al gobierno y al ejército francés, fuese tan escasa la influencia de aquel gabinete para con él, que tuviese que apelar a la del embajador de otra potencia. Así como no puede menos de asaltar la reflexión de cuán extremado y odioso aparecía a los ojos de Europa el despotismo del monarca español, cuando fue menester que el autócrata de Rusia, que pasaba por el jefe de la escuela absolutista, enviara su representante a Madrid para obligar a Fernando a suavizar y moderar su violento, tiránico y rencoroso sistema de gobierno.
Pero confesamos que a veces no nos maravilla, sin dejar de abominarla, esta conducta del rey, al leer las innumerables felicitaciones que de todas partes y por todas las clases, corporaciones e individuos de la sociedad se le dirigían cada día, y de que salían atestadas todas la Gacetas de aquel tiempo, no solo dándole parabienes por su libertad y ensalzando hasta las nubes su marcha política, sino excitándole a que no aflojara, antes bien arreciara en la guerra a muerte y sin tregua contra la gente impía, que así se calificaba a todos los liberales. No citaremos sino dos ejemplos para muestra del espíritu de estas felicitaciones. En 20 de noviembre decía en la suya el diputado general del reino de Galicia: «Pero estaba escrita en el sacrosanto libro de los decretos inescrutables del Eterno la conservación de la España católica, y de su católico, legítimo y piadoso monarca, dignándose enviar a V. M. el ángel consolador y tutelar en tan prolongadas e inauditas tribulaciones, y el exterminador para derrocar los monstruos de la revolución, de la iniquidad y de la impiedad más nefanda.– Pereció para siempre, señor. Jamás, jamás volverá a salir del abismo, y su memoria es tan execrada de los buenos e innumerables vasallos de V. M., y por consiguiente los de vuestro reino de Galicia, que pasará su odio de padres a hijos, de generación en generación, y hasta la más remota e incalculable posteridad.»– Y el cabildo de Manresa en 8 de diciembre concluía su felicitación diciendo: «Autorizad, señor, al santo tribunal de la Fe con las facultades que reclaman las circunstancias para celar, aterrar y castigar, si es menester, a cuantos intenten empañar la religión y la moral: proteged las órdenes religiosas, y en particular el instituto de la Compañía de Jesús.»
Es lo cierto que aun con la mudanza de ministerio no perdonó Fernando ocasión de premiar, condecorar y ensalzar a los realistas más intolerantes y acalorados, y que más servicios habían prestado, como se decía entonces en los decretos, al Altar y al Trono. El mismo día que relevó de la secretaría de Estado a don Víctor Sáez, le agració con la mitra de Tortosa. Al siguiente restableció el Consejo de Estado, del cual nombró decano a don Francisco Eguía, y vocales al duque de San Carlos, don Juan Pérez Villamil, don Antonio Vargas Laguna, don Antonio Gómez Calderón, don Juan Bautista de Erro, don José García de la Torre y don Juan Antonio Rojas, todos del partido extremo de la teocracia, y confiriendo a su hermano el infante don Carlos la calidad de asistente, y la facultad de presidirle en su ausencia, la cual hacía extensiva a su hermano don Francisco de Paula. Al propio tiempo nombró gobernador del Consejo Real a don Ignacio Martínez de Villela.
«Bien quisiera mi corazón (decía en el real decreto de 14 de diciembre 1823) dar a todo el clero un premio que patentizara mi gratitud.» Mas reconociendo que las circunstancias no lo permitían, declaró comprendidos en sus disposiciones de 11 y 24 de octubre a los que más se hubieran distinguido por sus servicios, y confirió grandes cruces a varios arzobispos y obispos. Otorgó igual gracia a los generales barón de Eroles, don Carlos O'Donnell y conde de España; ascendió a tenientes generales a los mariscales de campo Grimarest, Quesada y Laguna; hizo merced de título de Castilla, con la denominación de marqués de la Lealtad al hijo primogénito del general Elío, con la de conde del Real Aprecio a don Francisco Eguía, con la de marqués de la Fidelidad a don Pedro Agustín de Echávarri, y con la de marqués de la Constancia a don Antonio Vargas y Laguna, aquel que en 1820 se negó en Roma a jurar la Constitución. Concedió otras recompensas por este orden a individuos todos del más subido tinte absolutista; y por último, creó el Escudo de Fidelidad, destinado a honrar y distinguir a los que habían hecho voluntariamente la guerra en defensa del Trono y de la Religión, que era la frase; autorizando a los capitanes generales (14 de diciembre, 1823) para que expidiesen los correspondientes diplomas a los que considerasen dignos de esta gracia.
Mas como se mandase también que todas las juntas, autoridades y jefes remitiesen al ministerio en el término de cuarenta días relaciones de todos los grados, ascensos, condecoraciones u otras gracias que en nombre del rey hubiesen concedido, con expresión de fechas, nombres, procedencias y méritos de cada agraciado, a fin de que sobre ello recayera la soberana resolución; y como había sido tanta la prodigalidad y el abuso en esta materia, como que había quien de paisano se había hecho coronel, o de fraile general, o de subteniente había ascendido a mariscal de campo, alarmáronse y se irritaron los más medrados y aprovechados realistas, sospechando que no iban a ser aprobados muchos de aquellos arbitrarios e improvisados ascensos.
De todos modos, y a pesar de tantos favores como se les seguía dispensando, mientras se privaba de sus sueldos y retiros a los oficiales que se habían alistado en la milicia, y se despojaba de los bienes recibidos a los militares que habían capitalizado los suyos al amparo de la ley, dejando a unos y a otros en la más espantosa miseria, el partido apostólico intransigente diose por ofendido y desairado con el nombramiento y la política del nuevo ministerio, y desde entonces se dividieron los realistas en dos bandos; uno, de los que deseaban un gobierno, aunque absoluto, ilustrado, templado y conciliador; otro, de los intolerantes, y que profesaban el principio de que la manera de asegurarse de no ver resucitado el liberalismo era acabar con todos los que estaban contaminados con tales ideas. Componían el primero, además de algunos ministros, los diplomáticos, los generales antiguos, varios grandes, los hombres de letras, y los afrancesados, que aunque escasos en número, los había notables por su ilustración. Formaban el segundo, la mayoría del clero alto y bajo, los jefes que habían sido de las facciones, los voluntarios realistas, y la plebe y gente menuda, que siempre y por natural propensión se va a los partidos extremos.
No satisfechos ya del rey estos últimos, y encontrando más en afinidad con sus ideas el fanatismo religioso del infante don Carlos, apegáronse a él, y le hicieron como su nuevo ídolo. El príncipe creyó sin duda hacer un bien a la causa realista accediendo a ponerse a la cabeza de los descontentos, y desde entonces comenzó a ser su cuarto el centro de reunión de los más granados de éstos, y poco a poco se fue haciendo el foco perenne de los planes y de las intrigas reaccionarias, siendo aquél el principio del partido carlista, que fomentado también por la infanta doña Francisca, su esposa, alma de los conciliábulos, y por la princesa de Beira, ambas presuntuosas, coléricas e irascibles, unido al ascendiente de don Carlos con el rey su hermano, había de traer a la nación los graves conflictos y las lamentables luchas en que se vio envuelta después.
Con estos elementos, los medios de conciliación que algunos de los nuevos ministros empleaban o proponían, estrellábanse contra estas influencias y contra el creciente y formidable poder de los voluntarios realistas, que ejercían una terrible presión en el ánimo de los mismos ministros; y el torrente de la reacción, un tanto reprimido, pero al cual nunca faltaba por quién ser empujado, desbordábase de nuevo arrollando a los que parecía haberse ya escapado del naufragio. El conde Pozzo di Borgo, que a mediados de diciembre (1823) se había despedido del rey después de obtener la palabra de que sería otorgada una amnistía, y regresado a París con la satisfacción de dejar encomendado el timón de la nave de España a cabezas más ilustradas y a manos más expertas y menos crueles, pudo ver desde allá cuánto se iba desnaturalizando su buena obra: como acá presenciaban los ejecutores de la contrarrevolución, que la suya había sido, como dice un escritor contemporáneo, derrocar un partido para entronizar otro más furioso, sustituir al dominio de la democracia liberal el de la democracia realista, al jacobinismo la teocracia, a los comuneros los ángeles exterminadores, y a los tumultos populares la anarquía sistematizada por el despotismo.
Inaugurose el año 1824 con un decreto, declarando abolida para siempre la Constitución española en todos los dominios de América, y volviendo allí también las cosas al estado que tenían en 7 de marzo de 1820, suprimiendo en su consecuencia las diputaciones, ayuntamientos, audiencias, jefes políticos y demás corporaciones y autoridades creadas en los tres años, volviendo en cambio a sus conventos las comunidades suprimidas, y siendo reintegradas de todos sus bienes, inclusos los que por cualquier título se hubiesen enajenado. Y para la península se inauguró con la creación de las dos odiosas y terribles instituciones, que habían de ser el alma y los brazos del gobierno para el ominoso sistema de persecución y de terror que tras un brevísimo eclipse se volvió a entablar, a saber, la policía y las comisiones militares ejecutivas y permanentes (decretos de 8 y 14 de enero 1824).
A cargo la primera de un superintendente general del reino, con intendentes en las provincias y subdelegados en los partidos, con sus oficiales y secretarios, desnaturalizando a veces el carácter sagrado de la magistratura con encomendar a los ministros de los tribunales las funciones de intendentes o subdelegados de policía, dábanseles tales y tan extensas atribuciones que equivalía a poner en sus manos la suerte de los ciudadanos, pudiendo además tenerlos arrestados ocho días antes de entregarlos a los jueces o tribunales. Establecidas también las segundas en todas las capitales de provincia, sujetos a su jurisdicción y a sus fallos, así los que con hechos se acreditara ser enemigos del gobierno absoluto, como los que no hicieran sino hablar en favor de la abolida Constitución, equiparados unos y otros a los malhechores y salteadores de caminos, puesto que a todos se los sujetaba a un mismo enjuiciamiento, y se les imponían las mismas penas, habiendo de sustanciarse breve y sumariamente las causas, y ejecutarse las sentencias sin dilación, eran estas comisiones unos verdaderos tribunales de sangre. Entre la policía, que llegó a hacer instrumentos suyos hasta los sirvientes de las casas para descubrir los secretos del hogar y de la familia, y las comisiones militares que juzgaban y sentenciaban a los acusados con arreglo y en el corto plazo de ordenanza, los infelices liberales que se habían salvado de las prisiones, y no habían tenido medios para emigrar al extranjero, veíanse a todo momento amenazados de más desdichada suerte que los unos y los otros.
Había, no obstante, entre los ministros uno, que consagrado exclusiva y asiduamente a la reorganización del desquiciado ramo que estaba a su cargo, desplegaba en él un celo y una inteligencia no común en aquel tiempo, y sin ser un talento de primer orden, mostraba aptitud e imaginación para arbitrar recursos y regularizarlos, ganando así el respeto y buen nombre que aun entre los hombres de otras ideas había de conservar después. Era éste el ministro de Hacienda don Luis López Ballesteros, que con enérgicas y acertadas medidas iba poco a poco desembrollándola del caos, y sacándola del abatimiento, de la miseria y del descrédito en que yacía. La separación de los cargos de recaudar y administrar las rentas del Estado, la conveniente distribución de los diferentes centros administrativos, y la creación de las dos intendencias generales, de ejército y de marina (5 de enero, 1824): el nombramiento de una junta de fomento de todos los ramos de la riqueza pública, así en las primeras materias, como en la fabricación, navegación y comercio (5 de ídem): las reglas para la liquidación y abono de suministros hechos por los pueblos a las tropas constitucionales (7 de enero): las disposiciones generales para el gobierno de la hacienda militar (12 de enero), lastimosamente hasta entonces enmarañada, y manantial de lamentables abusos y dilapidaciones: la creación de una Caja de Amortización de la deuda pública, y la de la Comisión de liquidación de la misma (4 de febrero): la designación, orden y arreglo de todas las contribuciones (16 de febrero): la extensión del uso del papel sellado: la formación de la Junta de Aranceles para los de las aduanas de España e Indias, con sus respectivos códigos, ordenanzas y reglamentos: la del gran libro de la deuda consolidada para el pago de los intereses de seiscientos millones; aunque mezcladas estas y otras medidas con algunos errores económicos propios del tiempo, de que el ministro o no creyó oportuno o no acertó a desprenderse, fueron regularizando la hacienda y resucitando el muerto crédito de la nación, y eran un consuelo en medio de los infinitos males públicos que la política reaccionaria hacía experimentar y deplorar.
Quiso la mala suerte de España arrebatarle con la muerte en los primeros días de enero a otro de los ministros que iban encaminando lentamente al rey por senda más anchurosa y despejada. Era éste el ministro de Estado marqués de Casa-Irujo. Confiriose esta vacante en propiedad al secretario de Gracia y Justicia conde de Ofalia, y se confió este ministerio a don Francisco Tadeo Calomarde (17 de enero, 1824), secretario que era de la Cámara de Castilla, y secretario que había sido también de la Regencia realista.
Hombre de humilde cuna Calomarde, y de no más que mediano talento, pero de carácter flexible y ambicioso{1}, habiendo concluido con trabajo su carrera, y héchose abogado y doctor en derecho, vino a Madrid, donde le abrió las puertas del favor y de la fortuna, proporcionándole una plaza de oficial en la Secretaría de Indias, su matrimonio con una hija del médico del príncipe de la Paz, de la cual sin embargo se separó pronto, no habiéndola tratado bien ni antes ni después cuando se vio en la opulencia. Calomarde se retiró con la Junta Central de Aranjuez a Sevilla y a Cádiz, donde en 1810 obtuvo la plaza de primer oficial de la Secretaría de Gracia y Justicia. Protegido por su paisano el ministro del ramo don Nicolás María Sierra, fueron los dos que nuestros lectores recordarán haber sido acusados de cohecho para que los eligiesen diputados por la provincia de Aragón. Enemigo desde aquel suceso del gobierno representativo, y llevando en su pecho el deseo de la venganza, fue de los que en 1814 corrieron a Valencia a saludar a Fernando con el título de rey absoluto, alcanzando en recompensa la plaza de primer oficial de la Secretaría general de Indias. Acusado y convencido de abuso en el desempeño de su cargo, fue desterrado a Toledo. En 1820 intentó volver a ensayar el papel de liberal; nadie le creyó, y el tiempo no tardó en acreditar la hipocresía de aquel ensayo, cuando se vio en 1823 que el duque del Infantado le prefirió para encomendarle la secretaría de la Regencia absolutista creada en Madrid.
Hemos creído oportuno recordar brevemente estos antecedentes de la vida de Calomarde, en razón a haber sido el ministro que se apoderó más de la confianza del rey y ejerció con él más influencia, y también el que se ha mantenido más largo tiempo en el poder en el presente siglo. Su carácter y las circunstancias le favorecían y se prestaban a ello. Sumiso a la voluntad del soberano, y estudiando sus gustos y sus deseos, sabía acomodar grandemente a ellos las medidas que le proponía como ministro. Comprendiendo que el sistema de Fernando era mantener una especie de maquiavélico equilibrio entre las diversas tendencias de los que le rodeaban, Calomarde se propuso ayudar a este plan, adquiriendo para sí mismo una preponderancia de influjo. Al efecto se rodeó de agentes secretos de confianza, que para esto era mañoso, que espiasen y vigilasen a todos, y púsolos en todas partes, en palacio, en los Consejos, en las cortes extranjeras, en las reuniones públicas, y hasta en las privadas. Perteneciendo al bando y sociedad de los apostólicos, y poseedor de sus secretos, queriendo tenerlos propicios para el caso de una tormenta, revelaba y descubría a Fernando la parte que le convenía para hacerse necesario a él. Favoreciendo secretamente el partido de don Carlos, cuando éste se comprometía en alguna empresa prematura, castigábala hasta con severidad para aparecer extraño a sus intrigas.
Se había consultado y puesto en tela de juicio si se considerarían válidas las sentencias de los tribunales dictadas en el trienio constitucional, y si lo serían también los títulos de abogados y escribanos recibidos en la misma época, y sobre ello se había elevado consulta formal al Consejo, puesto que por el decreto de 1.º de octubre de 1823 se declaraba nulo todo lo hecho en aquel período, de cualquier género que fuese. El rey, después de la entrada de Calomarde en el ministerio, expidió sobre este asunto una real cédula (5 de febrero, 1824), por la que se ordenaba que los pleitos y causas sentenciadas y ejecutoriadas en los tres años se tuviesen por válidas y subsistentes, a excepción de los recursos de segunda suplicación y de injusticia notoria, que no tenían lugar en las leyes de la época constitucional, y exceptuando también las actuaciones y sentencias dadas en los pleitos seguidos contra los ausentes por defender la causa realista, las cuales serían de ningún valor ni efecto. Mandábase también revalidar los títulos de abogado, escribano y procurador recibidos durante aquel gobierno, sujetando a los interesados a lo que sobre la materia de purificaciones tuviera a bien el rey determinar. Lo mismo se había hecho ya con los farmacéuticos y cirujanos.
Dos importantes medidas tomó el rey por consejo de Calomarde en los primeros meses de su ministerio; laudable la una, injusta y vituperable la otra. Fue la primera el restablecimiento de una junta, cuya creación databa ya de 1815, para que inmediatamente formara un plan general de estudios (13 de febrero, 1824); si bien en el preámbulo del decreto, como en todos entonces, los males de la educación se atribuían a la impiedad de las abolidas instituciones. Fue la segunda la reposición de los mayorazgos y vinculaciones (11 de marzo) al ser y estado que tenían en 7 de marzo de 1820, restituyéndose a los actuales poseedores los bienes que se les desmembraron en virtud de las órdenes y decretos del anterior gobierno; semillero de enredos y cuestiones, por el modo y las reglas con que la restitución había de hacerse.
Por el ministerio de la Guerra (y así formamos juicio del carácter e ideas de cada ministro, y de la marcha de la administración en cada uno de sus ramos), después de haberse creado las comisiones militares ejecutivas para los objetos ya indicados, fuésele agregando el conocimiento de otros delitos, tales como el de robo o actos preparatorios para él (22 de enero, 1824), ya se ejecutaran de día o de noche, en poca o en mucha cantidad, en dinero o en efectos de cualquier clase. Así en un mismo día solía publicar la Gaceta sentencias de una comisión militar, tales como las siguientes: la de pena de horca impuesta por la comisión, pero conmutada por el auditor y alcaldes de Casa y Corte en diez años de presidio, a dos individuos que se decía haber gritado ¡Viva Riego!, y la pena también de horca, que se ejecutó a los tres días, a un desgraciado que había robado a otro dos pesetas, once cuartos y una navajita de Albacete{2}.
Conociose la necesidad de disolver las bandas de la Fe, pero hízose con tal temor, que hubo que fundar el decreto (29 de enero, 1824) en las economías que reclamaba la situación del erario, principalmente en el ramo de guerra, y en la falta de brazos que experimentaban la agricultura y la industria. Túvose la debilidad de expresar en el mismo decreto que eran infundados los recelos y desconfianzas que los díscolos esparcían sobre la disolución de aquellos cuerpos, y de ofrecer que los oficiales que se destinaran al ejército que se trataba de reorganizar y disminuir, habrían de ser de probadas opiniones realistas. A pesar de estas seguridades aquellas bandas no se resignaron a dejar las armas sino muy perezosamente; y para neutralizar el efecto de aquella disposición se concedió (11 de febrero) a las familias de los oficiales de aquellos cuerpos que hubiesen muerto, las pensiones correspondientes al grado superior inmediato al que disfrutaban al tiempo de su defunción, y dos reales diarios a las viudas de los soldados y tambores.
Mas lo que incomodó e irritó sobremanera a la gente del realismo exaltado fue la circular del ministro de la Guerra (28 de febrero, 1824), mandando proceder a la reorganización de los cuerpos de voluntarios realistas, «queriendo, decía, el rey nuestro señor poner el establecimiento de esta fuerza realista a cubierto de los defectos inherentes a toda organización precipitada, y de las deformidades que pudieran desfigurarlo. Para lo cual acompañaba un reglamento, cuya ejecución encomendaba a los capitanes generales, exigiendo para los jefes y oficiales cualidades distinguidas, y confiando a los ayuntamientos el examen de las circunstancias y la admisión de los voluntarios. Lo grave de este asunto fue que con la circular del ministro se repartió una real orden, firmada por el general comandante de los realistas de la corte don José Aymerich, previniendo que ni la circular ni el reglamento fuesen obedecidos, porque el rey había sido violentado por los franceses a firmar aquel decreto. Lo cual obligó al superintendente general de policía del reino, don José Manuel de Arjona, a publicar con aprobación del rey un bando, en que manifestaba que la referida real orden era una maquinación pérfida, con que se calumniaba al rey, a los franceses, y al comandante general de los realistas de Madrid, cuya firma se había suplantado al pie; y él mismo lo aseguró así también en un Manifiesto que dio a luz en 14 de abril.
A pesar de estas protestas, muchos insistieron en creer que la firma era auténtica, y se persuadieron de ser todo plan del partido apostólico para enardecer los ánimos. Ello es que no solamente no se cumplió el reglamento, sino que la orden provocó alborotos y desórdenes en varios puntos, llegando en algunos de ellos la indignación y la osadía al extremo de quemar al ministro de la Guerra en estampa, juntamente con el reglamento. Mientras por otra parte se observaba que el autor verdadero o supuesto de la real orden que se distribuyó con la circular seguía obteniendo el favor del monarca, y ascendiendo a puestos y cargos honoríficos.
No sufría el partido apostólico nada que tendiera a la moderación y a la templanza. Habíase suspendido por decreto de 26 de octubre anterior el odioso sistema de las purificaciones, y era preciso hacer que se restableciese. No lo repugnó mucho el monarca, y sin sacrificio de sus inclinaciones expidió una real cédula (1.º de abril, 1824), mandando que se obedeciese y observase el decreto de la Regencia relativo a las purificaciones de los empleados civiles, añadiendo después circunstancias no menos ominosas y degradantes que las primeras. Con este sistema, que más adelante había de extenderse a los catedráticos de las universidades, hasta a los estudiantes, y por último, aunque por lo ridículo parezca increíble, hasta a las mujeres{3}, quedó otra vez la suerte de los infelices empleados pendiente de los informes secretos, ya de fanáticos frailes, ya de gente vengativa y ruda de la ínfima plebe, ya de conocidos enemigos personales. Y de este modo se fue despojando de los destinos públicos, y condenando a la miseria y a la mendiguez multitud de familias de honrados funcionarios, que no tenían favor en los conciliábulos secretos de los apostólicos, siendo reemplazados muchos de ellos por hombres groseros y sin instrucción, pero que gozaban fama de acalorados e intransigentes realistas.
Insaciable también el clero en el repartimiento de preferencias y favores; no satisfecho con que se hubiesen distribuido las mitras, prebendas y beneficios más pingües y codiciados entre los eclesiásticos que más se distinguían por sus servicios o su adhesión a la causa del absolutismo: no contento con la señalada protección que seguía dispensándole el ministro de Gracia y Justicia Calomarde{4}, ni con la real orden de 13 de marzo (1824), en que el rey volvía a encargar que las dignidades y prebendas vacantes se diesen a los que en los últimos tres años se habían señalado más por la fidelidad a su persona, todavía unos prelados pedían el restablecimiento de la Inquisición, otros, como los de Valencia, Tarragona y Orihuela, la restablecían de hecho en sus diócesis, aunque con el nombre de Juntas de la Fe, presididas por ellos, y nombrando individuos a los que habían sido inquisidores o secretarios del Santo Oficio. El obispo de León en una pastoral decía que las voces de paz y concordia, caridad y fraternidad, eran el arma con que los ateos de nuestros días querían establecer su cetro de hierro, y añadía: «No os olvidéis de lo que dice Isaías: que con los impíos no tengáis unión, ni aun en el sepulcro; y lo que encargan San Juan y San Pablo, modelos y apóstoles de la caridad, que ni comamos ni aun nos saludemos con los que no reciban la doctrina de nuestro señor Jesucristo.»
Señalose entre otras por su rigor la Junta de la Fe de Valencia, igualmente que el arzobispo de la diócesis, y hubiera bastado a darles funesta celebridad el caso del maestro de primeras letras de Ruzaffa don Cayetano Ripoll. Este desgraciado, a quien todos los que le conocieron suponen un hombre caritativo, sobrio, y dotado de otras excelentes prendas, había tenido la desgracia de imbuirse en la lectura de ciertos filósofos materialistas del pasado siglo, y cometido la imprudencia de mostrar cierto desdén y desvío de las devociones y prácticas religiosas, a la vista y con no buen ejemplo de los mismos niños de su escuela, y de proferir en conversaciones particulares expresiones y máximas no propias de un buen católico, si bien se asegura que ni daba escándalo público, ni sembraba, ni enseñaba a otros sus errores. Mas no era necesario tanto en aquellos tiempos, y más habiendo sido miliciano nacional de Valencia. Denunciado a la Junta de la Fe, al parecer por una mujer, se le formó causa, y se le hizo la acusación de que no oía misa en los días festivos, de que en materia de doctrina cristiana solo enseñaba a los niños los mandamientos de la ley de Dios, y de que cuando pasaba el Santo Viático no salía a la puerta de la escuela a tributarle veneración, sin embargo de que los muchachos lo hacían. Se procedió al examen de trece testigos, de cuyas declaraciones no se dio conocimiento al encausado, y ordenose su arresto y el embargo de sus bienes (29 de setiembre, 1824).
La causa corrió varios, y no nada breves ni ligeros trámites. De toda la documentación que sobre ella hemos visto resulta principalmente, que conforme al dictamen fiscal se le destinó un teólogo que le instruyera en los misterios y dogmas de la religión, el cual informó «que las fuerzas intelectuales de Ripoll eran muy débiles, que era muy apegado a su propio dictamen, y que su ignorancia en materias religiosas iba acompañada de una gran soberbia de entendimiento». Con lo que dando por completo el sumario, acusole el fiscal de que tácitamente confesaba los cargos, dando a entender «que le constituía contumaz y hereje formal que abraza toda especie de herejía.» Con esto el tribunal de la Fe dijo: «que no ha cesado de practicar las más vivas diligencias para persuadir a Cayetano Ripoll la contumacia de sus errores por medio de eclesiásticos doctos y de probidad, celosos de la salvación de su alma; y viendo su terquedad y contumacia en ellos, ha consultado con la Junta de la Fe, y ha sido de parecer que sea relajado Cayetano Ripoll, como hereje formal y contumaz, a la justicia ordinaria, para que sea juzgado según las leyes como haya lugar, cuyo parecer ha sido confirmado por el excelentísimo e ilustrísimo señor Arzobispo.» Así se mandó en auto de 30 de marzo de 1826. La Sala del Crimen de la Audiencia por su parte falló, «que debe condenar a Cayetano Ripoll en la pena de horca, y en la de ser quemado como hereje pertinaz y acabado, y en la confiscación de todos los bienes; que la quema podrá figurarse pintando varias llamas en un cubo, que podrá colocarse por manos del ejecutor bajo del patíbulo ínterin permanezca en él el cuerpo del reo, y colocarlo después de sofocado en el mismo, conduciéndose de este modo y enterrándose en lugar profano; y por cuanto se halla fuera de la comunión de la Iglesia católica, no es necesario se le den los tres días de preparación acostumbrados, sino bastará se ejecute dentro de las veinticuatro horas, y menos los auxilios religiosos y demás diligencias que se acostumbran entre los cristianos.»
Ni se le oyó de palabra ni por escrito, ni se le dio defensor, ni se le comunicó el estado de la causa hasta el momento terrible en que se le notificó la sentencia. Contrastaba tanto rigor con la resignación que al decir de todos mostró antes y después en la cárcel el desgraciado, no exhalando una sola queja, ni lamentándose siquiera de su suerte. Para conducirle al patíbulo, se cubrieron o se quitaron las imágenes y las cruces de los retablos que había en la carrera. Solo al atarle con excesiva fuerza las muñecas el ejecutor de la justicia se quejó exclamando: «Por Dios, hermano, no tan fuerte:» lo que le valió una brusca respuesta propia de verdugo. Al fin espiró en el cadalso aquel infeliz diciendo: «Muero reconciliado con Dios y con los hombres» (31 de julio, 1826). Dícese que al dar cuenta al gobierno de esta ejecución preguntó el ministro qué tribunal era la Junta de la Fe de Valencia, no estando autorizado por orden alguna del rey. ¡Ignorancia bien extraña, si ignorancia era! En Francia llenaron de maldiciones a los que así restablecían en España los autos inquisitoriales: la imprenta inglesa los denunció al mundo con indignación, y se escandalizó la Europa entera. Nosotros nos hemos detenido algo en la relación de este suceso, siquiera por la razón consoladora de haber sido el último sangriento testimonio de la intolerancia religiosa en España, y el postrer auto de fe del presente siglo.
¿Pero qué mucho que tal hicieran tribunales y prelados conocidos por su exagerado celo religioso, cuando una corporación popular como el ayuntamiento de la industriosa y culta Barcelona, una de las ciudades que más se habían distinguido por su decisión en favor de la libertad, y aun por sus excesos de liberalismo, pedía también al rey el restablecimiento de la Inquisición? ¡Cuán escogido sería el ayuntamiento que allí se había formado, cuando decía en una exposición: «Los liberales han hecho alarde de blasfemar del nombre del Eterno con una impiedad que tal vez no tiene ejemplo. Los perversos subsisten aún entre los buenos, turbando con su feroz presencia el regocijo universal de la monarquía. Su corazón gangrenado se resiste al bálsamo de la piedad con que se pretendiera medicinarlos. Para ellos no queda más arbitrio que la severidad y el suplicio. Los delitos de que están cubiertos los han puesto fuera de la ley social, y el bien común clama por su exterminio. El excesivo odio que los sectarios han manifestado siempre al tribunal de la Inquisición y su empeño en desacreditarle, son indicios que patentizan lo mucho que estorba sus planes la existencia del tribunal de la Fe; ¡por esto cree el ayuntamiento que sería necesario su restablecimiento como medio único de cortar los progresos de la incredulidad que tanto ha cundido!»
Formaba contraste la furibunda exposición del ayuntamiento de Barcelona con las palabras y la conciliadora conducta del barón de Eroles en la misma Cataluña; que con ser uno de los jefes realistas de más nombradía, y de los que más y con más fruto habían trabajado por la causa de la restauración, cuando el rey le nombró capitán general del Principado, al dirigir su voz a los catalanes, les decía palabras tan templadas como éstas: «No vengo a atizar resentimientos, sino a sofocarlos: yo mismo no conservo otra memoria que la de los beneficios. Orden y concordia; éstos son mis votos y mi propósito. Ni los alaridos de la multitud, ni consideraciones particulares alterarán la marcha majestuosa de la ley.»
Afortunadamente Fernando, o porque comprendiera que el estado de los partidos no consentía una medida tan reaccionaria como el restablecimiento del tribunal de la Fe, o porque no creyera oportuno desoír los consejos y desairar las gestiones del gabinete de las Tullerías y de sus representantes en Madrid contrarias a aquella restauración, no se dejó llevar de las apasionadas excitaciones de los que abogaban por la resurrección de las hogueras del Santo Oficio, con el ansia de presenciar a la luz de sus fatídicos fulgores la destrucción y el exterminio de la raza liberal; y la Inquisición no fue restablecida.
No se limitaron a esto las instancias repetidas y enérgicas al gobierno francés a fin de conseguir que el monarca español y sus ministros siguieran una política templada y de conciliación, cual tiempo hacía le venía aconsejando. Y sin hacer ahora cuenta de otras pretensiones de aquel gobierno, laudables unas, inadmisibles y dignas de reprobación otras, y concretándonos a las que se referían a la mayor o menor tirantez de su política, al sistema de tiranía o de moderación, de terrorismo o de indulgencia para con los comprometidos por las instituciones derrocadas, descuella entre ellas la de que se concediese una amnistía general. «En todo caso, decía en uno de sus despachos el ministro de Negocios extranjeros de Francia a su embajador en Madrid (19 de febrero, 1824), en todo caso nunca debéis acceder a que no se publique la amnistía. El rey y el príncipe generalísimo consideran empeñada su palabra, y S. M. quiere hablar de esto en su discurso al abrirse las cámaras.» Y como éstas eran también las tendencias de los ministros de Estado y Guerra, Ofalia y Cruz, cuando el rey, no pudiendo resistir al empeño del monarca francés su libertador, les autorizó para que redactaran el decreto de amnistía, hiciéronlo aquellos dándole toda la amplitud y anchurosidad que las circunstancias permitían.
Alarmose con esto la gente del partido apostólico, y puso en juego todos los resortes de la influencia y de la intriga, a fin de que las bases de la amnistía, ya que ésta no pudiera evitarse, se restringieran y estrecharan cuanto fuese posible, y se modificaran los artículos en el mismo espíritu. En el propio sentido trabajó, cosa peregrina, el general en jefe del ejército francés conde de Bourmont, sabido lo cuál por su gobierno, fue llamado ásperamente a París, para donde partió el 20 de abril (1824), hallándose nuestros reyes pasando la Semana Santa en Toledo. No hizo gran oposición Fernando a las restricciones propuestas por estos reformadores del proyecto de amnistía, y consultados varios obispos, el Consejo de Castilla y la Junta secreta de Estado, se borraron, mutilaron y variaron los principales artículos del decreto, quedando tan desfigurada la obra de los ministros, e introducidas tales y tantas excepciones, que quedaba reducida casi a la nulidad. A pesar de esto, y habiéndose firmado el 1.º de mayo (1824), todavía se difirió su publicación hasta el 20, como sintiendo llevar el consuelo a los pocos cuya desgracia había de endulzar, y también para preparar las medidas que luego veremos.
He aquí los principales artículos del famoso decreto de amnistía:
«Art. 1. Concedo indulto y perdón general, con relevación de las penas corporales o pecuniarias en que hayan podido incurrir, a todas y cada una de las personas que desde principios del año 1820 hasta el día 1.º de octubre de 1823, en que fui reintegrado en la plenitud de los derechos de mi legítima soberanía, hayan tenido parte en los disturbios, excesos y desórdenes ocurridos en estos reinos con el objeto de sostener y conservar la pretendida Constitución política de la monarquía, con tal que no sean de los que se mencionan en el artículo siguiente.
»Art. 2.º Quedan exceptuados de este indulto y perdón, y por consiguiente deberán ser oídos, juzgados y sentenciados con arreglo a las leyes, los comprendidos en alguna de las clases que a continuación se expresan:
»1.ª Los autores principales de las rebeliones militares de las Cabezas, de la Isla de León, Coruña, Zaragoza, Oviedo y Barcelona, donde se proclamó la Constitución de Cádiz antes de haberse recibido el real decreto de 7 de marzo de 1820, como también los jefes civiles y militares, que continuaron mandando a los sublevados, o tomaron el mando de ellos con el objeto de trastornar las leyes fundamentales del reino.
»2.ª Los autores principales de la conspiración tramada en Madrid en principios de marzo del mismo año 1820, a fin de obligar y compeler por la violencia a la expedición del referido real decreto de 7 del mismo, y consiguiente juramento de la llamada Constitución.
»3.ª Los jefes militares que tuvieron parte en la rebelión acaecida en Ocaña, y señaladamente el teniente general don Enrique O’Donnell, conde de La-Bisbal.
»4.ª »Los autores principales de que se me obligase al establecimiento de la llamada Junta provisional de que trata el decreto de 9 del mismo de marzo de 1820, y los individuos que la compusieron.
»5.ª Los que durante el régimen constitucional firmaron y autorizaron exposiciones dirigidas a solicitar mi destitución, o la suspensión de las augustas funciones que ejercía, o el nombramiento de alguna regencia que me reemplazase en ellas, o el que mi real persona y la de los serenísimos príncipes de mi real familia se sujetasen a cualquiera otro tribunal, como igualmente los jueces que hubiesen dictado providencias encaminadas al propio efecto.
»6.ª Los que en sociedades secretas hayan hecho proposiciones dirigidas a los mismos objetos de que se hace expresión en el artículo precedente durante el gobierno constitucional, y los que con cualquiera otro objeto se hayan reunido o reúnan en asociaciones secretas después de la abolición del citado régimen.
»7.ª Los escritores o editores de los libros o papeles dirigidos a combatir e impugnar los dogmas de nuestra santa religión católica, apostólica, romana.
»8.ª Los autores principales de las asonadas que hubo en Madrid en 16 de noviembre de 1820, y en la noche de 19 de febrero de 1823, en que fue violado el sagrado recinto del real palacio, y se me privó de ejercer la prerrogativa de nombrar y separar libremente mis secretarios del Despacho.
»9.ª Los jueces y fiscales de las causas seguidas y sentenciadas contra el general Elío y el primer teniente de guardias españolas don Teodoro Goffieu, víctimas de su insigne lealtad y amor a su soberano y a su patria.
»10. Los autores y ejecutores de los asesinatos del arcediano don Matías Vinuesa y del reverendo obispo de Vich, y de los cometidos en la ciudad de Granada y en la Coruña contra los individuos que se hallaban arrestados en el castillo de San Antón, y de cualquiera otro de la misma naturaleza. Los asesinatos son siempre excluidos de todos los indultos generales y particulares, y deben serlo con mayor razón los perpetradores de aquellos que envolvían además el siniestro objeto de promover y acelerar el movimiento revolucionario.
»11. Los comandantes de partidas de guerrillas formadas nuevamente y después de haber entrado el ejército aliado en la Península, que solicitaron y obtuvieron patentes para hostilizar al ejército realista y al de mis aliados.
»12. Los diputados de las llamadas Cortes que en su sesión de 11 de junio de 1823 votaron mi destitución y el establecimiento de una pretendida Regencia, y se ratificaron en su depravado intento continuando con ella hasta Cádiz, como también los individuos que habiendo sido nombrados regentes en dicha sesión, aceptaron y ejercieron aquel cargo, y el general comandante de la tropa que me condujo a la referida plaza. Exceptúanse de esta clase los que después de aquel escandaloso suceso hayan contribuido eficazmente a mi libertad y la de mi real familia, según se ofreció solemnemente por la Regencia en su decreto de 23 de junio del mismo año.
»13. Los españoles europeos que tuvieron parte directa e influyeron eficazmente para la formación del convenio o tratado de Córdoba, que don Juan O’Donojú, de odiosa memoria, celebró con don Agustín de Iturbide, que a la sazón se hallaba al frente de la insurrección de Nueva España.
»14. Los que habiendo tenido parte activa en el gobierno constitucional, o en los trastornos y revolución de la Península, hayan pasado o pasen después de la abolición de dicho gobierno a la América con el objeto de apoyar y sostener la insurrección de aquellos dominios; y los de la misma clase que permanezcan en ellos con cualquiera objeto, después de requeridos por las autoridades legítimas para que abandonen el territorio. Exceptúanse de esta clase los que siendo naturales o domiciliados en América, se hayan restituido a sus hogares, viviendo como habitantes pacíficos.
»15. Los de la misma clase precedente que refugiados en países extranjeros hayan tomado o tomen parte en tramas y conspiraciones fraguadas en ellos contra la seguridad de mis dominios, contra los derechos de mi soberanía, o contra mi real persona y familia.
»Art. 3.º Todos los que no se hallen comprendidos en las precedentes excepciones, o en alguna de ellas, disfrutarán del referido indulto; y por consiguiente gozarán de libertad civil y seguridad individual, esperando que este acto de mi clemencia y benignidad servirá de un poderoso estímulo para que volviendo en sí y reconociendo sus extravíos y alucinamiento, se hagan dignos con su conducta sucesiva de ser restituidos a mi gracia.
»Art. 4.º En su consecuencia los que se hallen presos por excesos que no sean de los que quedan exceptuados, o lo estén solamente por opiniones políticas, serán puestos en libertad y se desembargarán sus bienes, no obstante que hayan ejercido autoridad judicial, política, militar, administrativa o municipal, o hayan tenido empleos o destinos bajo el llamado gobierno constitucional, quedando por consiguiente revocados por el presente decreto los expedidos hasta aquí sobre la materia en cuanto no sean conformes con las disposiciones del presente.
»Art. 5.º Se observará, sin embargo, y celará por las autoridades respectivas la conducta de aquellos individuos que han dado evidentes pruebas de adhesión al régimen constitucional; y si su conducta sucesiva fuese la de vasallos fieles, no serán inquietados en manera alguna, pero si con acciones, con escritos, con discursos tenidos en público o por cualquier otro medio, tratasen en adelante de alterar el orden, serán procesados y castigados con todo rigor como reincidentes.
»Art. 6.º Las causas contra las personas no comprendidas en el presente decreto de indulto se formarán y determinarán con arreglo a derecho en los tribunales superiores de los respectivos territorios en que se hayan cometido los atentados.
»Art. 7.º El beneficio del presente indulto y perdón no lleva consigo el reintegro de los empleos obtenidos en mi real servicio antes del 7 de marzo de 1820. La conducta política de los empleados se examinará por los medios acordados o que se acuerden sobre esta materia; pero la decisión que recaiga en los expedientes de purificación no podrá ser trascendental sino a los empleos y goces respectivos a ellos.
»Art. 8.º Tampoco se excluye ni invalida el derecho de tercero a la reparación y resarcimiento de perjuicios, si se reclaman por parte legítima, ni el que compete a mi real hacienda para exigir cuentas a los que hayan manejado caudales públicos, y para obligar a la restitución de lo malversado o sustraído en la citada época.
»Art. 9.º Los individuos pertenecientes a las clases excluidas del beneficio del presente indulto que se hallen comprendidos en alguna de las capitulaciones concedidas por los generales del ejército de S. M. Cristianísima debidamente autorizados, no podrán permanecer en los dominios españoles sino con la precisa condición de someterse al juicio y a las resultas de éste, en la forma que queda prevenida para todos los que pertenezcan a las referidas clases exceptuadas.
»Art. 10. Las autoridades civiles y militares encargadas de la ejecución del presente decreto serán responsables de todo lo que por exceso o por defecto se oponga a su puntual observancia.
»Art. 11. Los M. RR. arzobispos y los RR. obispos en sus respectivas diócesis, después de publicado el presente indulto, emplearán toda la influencia de su ministerio para restablecer la unión y buena armonía entre los españoles, exhortándolos a sacrificar en los altares de la religión y en obsequio del soberano y de la patria los resentimientos y agravios personales. Inspeccionarán igualmente la conducta de los párrocos y demás eclesiásticos existentes en sus territorios, para tomar las providencias que les dicte su celo pastoral por el bien de la Iglesia y del Estado.
»Tendrase entendido en el Consejo para su puntual cumplimiento, y para que se publique y circule a quien corresponda. Está señalado de la real mano.– En Aranjuez 1.º de mayo de 1824.– El gobernador del Consejo.»
Seguía una alocución del rey a los españoles, que comenzaba con estas palabras: «Españoles: Imitad el ejemplo de vuestro rey, que perdona los extravíos, las ingratitudes y los agravios, sin más excepciones que las que imperiosamente exigen el bien público y la seguridad del Estado. Habéis vencido la revolución y la anarquía revolucionaria; pero aún nos queda que acabar de vencer la discordia no menos temible, &c.»
No obstante lo diminuto de la amnistía, al día siguiente felicitó por ella al rey el nuncio de Su Santidad en nombre del cuerpo diplomático; y en varios puntos de España, como en Cartagena, se recibió con júbilo, iluminándose espontáneamente la ciudad. Tal era el ansia y sed que fuera y dentro de la Península había de algún acto público de olvido, de algún rasgo de clemencia, que indicara haberse templado algún tanto la crueldad de la reacción, y que sirviera de bálsamo, siquiera a algunos de los desgraciados. Pero la dilación desde la firma del decreto hasta su publicación no pareció haber carecido de propósito, puesto que el ministro Calomarde supo aprovechar aquel intervalo para prevenir a la policía que formase listas de los que él sabía quedar exceptuados, y que procediese a su arresto; con lo cual volvieron a llenarse las cárceles de infelices que vivían ya un tanto confiados, y si algunos lograron romper los cerrojos, fue a costa de sacrificar su escasa fortuna, explotando la codicia de los agentes de vigilancia y de los carceleros.
La amnistía, por sus infinitas excepciones, no podía satisfacer a los liberales en cuyo favor aparecía dada; por su significación y tendencia a moderar la rigidez contra los vencidos que había prevalecido hasta entonces, no contentó a los realistas exaltados: al contrario, maldecían el decreto, y calificaban públicamente de masones a los ministros que suponían sus autores, mientras que ensalzaban hasta las nubes a Calomarde. Este ministro, aparentando gran celo por el cumplimiento del encargo que en el último artículo del decreto se hacía a los arzobispos y obispos de emplear toda la influencia de su ministerio para restablecer la unión y buena armonía entre los españoles, mandó a todos los prelados que dispusieran misiones en las iglesias de su respectiva jurisdicción, a fin de excitar a los extraviados al arrepentimiento de sus pasadas faltas, y al perdón de las ofensas en los agraviados{5}. El objeto de las misiones parecía excelente y muy laudable; exhortar al perdón de las ofensas, hacer de todos los españoles una sola familia fraternalmente unida, emplearse en esta buena obra los ministros de una religión de mansedumbre y de paz, ¿quién podría dejar de aplaudir tan santos fines?
Pero las misiones surtieron un efecto enteramente contrario al que ostensiblemente aparecía haberse propuesto el ministro que las ordenó; y esto, sobre no ocultársele al autor de ellas, que acaso con esa previsión las dispuso, también lo pronosticaron los mismos en cuyo favor se decía que iban a hacerse. En lugar de operarios celosos, de virtud y ciencia, se encomendaron a clérigos o fanáticos o ignorantes, escogidos entre los que descollaban más por su aborrecimiento a los que gozaban concepto de liberales. La circunstancia de expresarse en el decreto que los agravios de que se trataba eran los cometidos en los últimos tres años, daba ocasión a los misioneros a exagerar aquellos agravios, y a calificarlos de ateísmo, de irreligión y de impiedad. Este era el tema y el sentido y espíritu de sus sermones; los adictos a la libertad eran para ellos sinónimo de impíos o herejes. El vulgo que lo oía, salía del templo, no con el ánimo predispuesto al perdón, sino con el corazón preparado a la venganza, creyendo hacer con ella un desagravio a la moral, a la religión y a la fe. Y en lugar de aquella fraternidad de todos los españoles, las ciegas pasiones de la plebe se recrudecieron, y los perseguidos liberales debieron a la amnistía y a las misiones una nueva causa de padecimientos e infortunios.
Tal había sido la índole y la marcha de la política de Fernando VIII y de su gobierno desde el famoso decreto de 1.º de octubre de 1823, hasta el también famoso decreto de amnistía de mayo de 1824.
{1} Cuéntase que hallándose estudiando en Zaragoza, al servicio de una señora rica que le costeaba la carrera, una noche en que acompañaba con el farol a unos caballeros de los que concurrían a la tertulia de la casa, le preguntó uno de ellos: «Pues que estudias jurisprudencia, ¿qué es lo que aspiras a ser?– Ministro de Gracia y Justicia, señor,» respondió sin titubear el paje. Riéronse los tertulianos de la resuelta contestación del estudiante, y con tal motivo tomáronse con él algunas chanzas, pero él se ratificaba en su propósito, como aquel que tiene un pensamiento preconcebido. Cuando andando el tiempo vio cumplido su presentimiento, acaso tuvo ocasión todavía de burlarse de las picantes chanzonetas de los interrogantes de entonces.
{2} Gaceta del 23 de marzo.– Publicábanse frecuentemente en La Gaceta esta clase de sentencias, notables muchas, no solo por lo crueles, atendida la pequeñez de los delitos, sino hasta por lo ridículas, tal como la siguiente.– «Comisión militar ejecutiva de Castilla la Nueva.– Manuel García, natural de San Martín de los Pimientos, en Asturias, de 23 años de edad, y oficio mozo de cordel, acusado de haber cantado el Trágala estando embriagado, el 19 de febrero, en la calle de las Platerías, a las seis de la tarde, probó su estado beodo, y además su adhesión al soberano, justificándola con cinco testigos, tres de ellos presenciales, de haber estado preso el encausado en Sevilla, donde pasó el año próximo empleado en la real Tapicería, a resultas de haberle atribuido el gobierno revolucionario la fijación de ciertos pasquines contra el sistema anarquista. Sin embargo, los vocales de la Comisión expresaron unánimemente su voto, que para borrar hasta la menor idea de que en la comisión ejecutiva podrá nunca encontrar la más ligera condescendencia cualquier exceso o falta que se cometa, aun sin entera preparación de ánimo, contra la causa de la Religión y el Trono, condenaban a Manuel García a los trabajos públicos de esta capital por un año, cuya sentencia se le impuso al reo en 25 de marzo próximo pasado.»– Gaceta del 6 de abril.
{3} A su tiempo citaremos el documento.
{4} Entre los nombramientos de esta época debidos a Calomarde, fueron notables por la calidad de las personas y sus hechos y fama de antes y después, los de don Manuel Fernández y Varela, deán de Lugo, para Comisario general de Cruzada, el del obispo de Lérida para el arzobispado de Santiago, el del Padre Vélez para la silla metropolitana de Burgos, el de don Joaquín Abarca para el obispado de León, y los de otros personajes célebres que podríamos citar.
{5} La real orden, comunicada el 23 de mayo al Consejo, decía así:
«Excmo señor:– Aunque el rey nuestro señor está persuadido de que producirán un efecto saludable las palabras de reconciliación y de paz que ha dirigido a sus fieles y amados vasallos en la alocución de 1.º del corriente, quiere emplear al mismo tiempo en una empresa tan digna de su católico celo los esfuerzos de los ministros del altar, que en la purificación de los ánimos irritados y divididos por los agravios, en que fueron fecundos los tres últimos años de la discordia civil, hallarán la ocasión más oportuna de emplear útilmente las máximas puras de la moral cristiana. Con este grande y santo fin se ha dignado S. M. resolver que los M. RR. Arzobispos, RR. Obispos, Vicarios capitulares sede vacante, Priores de las órdenes militares, y demás que ejerzan jurisdicción eclesiástica, dispongan misiones, que excitando en los extraviados el arrepentimiento de sus pasadas faltas, y el perdón de las ofensas en los agraviados, hagan de esta grande nación una sola familia unida fraternalmente en derredor del trono augusto de S. M., padre común de todos: y asimismo es su soberana voluntad que en esta obra evangélica se empleen operarios celosos, que a su virtud y ciencia probadas reúnan la circunstancia de amar su real persona, y ser adictos a las instituciones monárquicas. De orden del rey nuestre señor, &c.»