Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XIX
Tratados con el gobierno francés
Purificaciones. Amnistía. Conspiraciones
1824 (de mayo a fin de diciembre)

Conducta del gobierno francés.– Consejos de templanza.– Rehúsa obligar a Fernando a establecer un régimen constitucional.– Pretende dominar al rey y al gobierno español.– Compensaciones a que aspira en premio de la invasión y de la guerra.– Despachos del vizconde de Chateaubriand sobre estos asuntos.– Rivalidad de Francia e Inglaterra.– Lo que consiguió el gabinete de las Tullerías.– Sucesos de Portugal.– Conspiración del infante don Miguel.– Su destierro.– Conspiración realista en España.– Capapé.– Suplicios por crímenes cometidos en la época constitucional.– Caída del conde de Ofalia.– Ministerio de Cea Bermúdez.– Reales cédulas.– Sujetando a purificación a todos los catedráticos y estudiantes del reino.– Sobre espontaneamiento de los que hubieran pertenecido a sociedades secretas.– Los masones y comuneros son tratados como sospechosos de herejía.– Los que no se espontanearan eran considerados reos de lesa majestad.– Premios por servicios hechos al absolutismo.– Alzamiento de partidas liberales.– Apodéranse de Tarifa.– Tropas francesas y realistas sitian la plaza.– Fuga de los rebeldes.– Algunos son cogidos y fusilados.– Exoneración del ministro de la Guerra, Cruz.– Nombramiento de Aymerich.– Entusiasmo del nuevo ministro por los voluntarios realistas. Privilegios y protección que les otorga.– Horrible rigor de las comisiones militares.– Fiesta religiosa instituida en conmemoración de la prisión de Riego.– Premios a sus aprehensores.– Muerte de Luis XVIII de Francia.– Sucédele Carlos X.– El gobierno español se entrega sin miramiento a medidas reaccionarias.– Arbitraria y desusada renovación de ayuntamientos.– El plan general de Estudios de Calomarde.– Bando inquisitorial del superintendente de Policía sobre libros.– Facultades a los obispos para reconocer las librerías públicas y privadas.– Medidas del ministro de Hacienda.– Creación del Conservatorio de Artes.– Instrucción sobre derechos de puertas.– Nuevo tratado entre Fernando VII y Carlos X sobre permanencia de las tropas francesas en España.– Venida a España del príncipe Maximiliano de Sajonia y de la princesa Amalia.– Regresa toda la familia real de los Sitios.– Entusiasmo del pueblo a su entrada en Madrid.
 

Pensar que el gobierno francés hubiera empleado sus caudales y sus soldados, y comprometido la reputación militar y política de la Francia, constituyéndose en ejecutor de las resoluciones de la Santa Alianza, para hacer la contrarrevolución española, destruir el sistema constitucional, y restablecer a Fernando en lo que se decía la plenitud de sus derechos; y que aquel gobierno, acabada su obra, no habría de aspirar a sacar de España las compensaciones y premios materiales y morales que estimara corresponder a tan gran servicio, sería suponer demasiado desinterés y abnegación, y desconocer los móviles que a los gobiernos como a los individuos suelen guiar en empresas tales. No negaremos nosotros cuánto obligan y empeñan al que los recibe, y más cuando él mismo los solicita, servicios de tan gran tamaño prestadosde nación a nación y de trono a trono, en una política dada, y cualquiera que sea la situación de un Estado. Por eso en nuestra Historia hemos deplorado constantemente, y siempre que hemos tenido ocasión, como una de las mayores calamidades que pueden venir sobre un país, la invocación de extraño auxilio y el llamamiento de fuerzas extranjeras para intervenir en los negocios interiores de un Estado, y más para modificar o trastornar su forma de gobierno.

Naturales y como inevitables son ciertas compensaciones. Pueden en este concepto algunas pretensiones ser justas o equitativas: suelen por desgracia, y es lo común, hacerse otras excesivas, y hasta irritantes por lo inicuas. Nuestros lectores habrán de calificar las que el gobierno francés entabló con el español apenas vio consumada la obra de la restauración, y las que logró alcanzar tras largas negociaciones diplomáticas.

Ya hemos dicho y confesado, que espantado aquel gabinete y sus mismos jefes militares de los resultados de su propia obra y de la reacción horrible y semi-salvaje que se desplegó a sus ojos, debiose muy principalmente a su conducta, a su mediación y a sus gestiones en espíritu conciliador, que por lo menos en algunos momentos y en algunas localidades se templara la política sanguinaria del rey y de sus ministros, que en ocasiones se amansaran algo las furias populares, que reemplazara a un ministerio vengador otro más humanitario, que se libraran del calabozo y del suplicio algunos perseguidos, y por último que se atorgara una amnistía, que aunque menguada y exigua, y reducida a expresiones mínimas, daba alguna esperanza de que no todo habría de ir siempre a gusto del partido del exterminio y de las venganzas sin tregua y sin freno.

Bien, si a esto se hubieran limitado las aspiraciones y el influjo del gobierno extranjero que había causado el daño; y mejor, si el vigor y la resolución que mostró para trastornar con la fuerza el régimen establecido, las hubiera empleado también para obligar al monarca a poner tal forma de gobierno, constitucional y templado, como manifestaba desear. Mas para esto se suponía impotente. «Ya que no podemos de ninguna manera, decía el ministro de Negocios extranjeros de Francia a su embajador extraordinario en Madrid, determinar las instituciones que serían más acomodadas para hacer renacer las prosperidades de España, podemos a lo menos saber quiénes son los hombres más aptos para la administración.»

«No se trata, decía en otro despacho al conde de Bourmont, de dar a la España este o aquel linaje de gobierno, sino de encontrar en ella una fuerza con que se pueda restablecer el orden y la justicia.»– Y en otra comunicación: «Por lo que hace a nuestra política, nos limitaremos a dar consejos. A los españoles corresponde saber si necesitan ser gobernados por instituciones nuevas; a su rey toca juzgar de esta necesidad. Sobre este punto nada tenemos que decir o hacer; pero lo que queremos impedir con todo nuestro poder son las reacciones y las venganzas. No permitiremos que las proscripciones deshonren nuestras victorias, ni que las hogueras de la Inquisición sean altares levantados a nuestros triunfos.{1}»

Incomprensible lenguaje, y extraña consideración y miramiento el de aquel gobierno para no obligar al rey de Espasa a dar a la nación unas instituciones razonables, cuando en otras cosas se creía el gabinete francés con derecho a mandar en absoluto en España, como si su rey y sus ministros fueran los soberanos de la Península. «Podéis, decía el ministro de Relaciones extranjeras de Luis XVIII a su embajador en Madrid, formar un ministerio a vuestro gusto, dictar leyes, hacer firmar nuestros tratados, &c.»– Os lo repito, el rey está aquí muy irritado, y si la España no resuelve nada, nosotros resolveremos.»– «Os lo repito por la milésima vez: si el actual ministerio no es de vuestro gusto, cambiadle: debéis mandar como amo… Persuadíos bien de que sois rey de España, y de que debéis reinar…{2}» ¡Intolerable lenguaje para el pueblo menos orgulloso, cuánto más para la altiva nación española! Pero merecido para aquel rey y aquellos realistas, que a trueque de vencer y vengarse de un partido político, no habían reparado en sacrificar la dignidad y la independencia patria, llamando a ella las huestes extranjeras que la habían de subyugar, y una de las muchas y tristísimas lecciones que suministra la historia a los que se humillan a invocar la ayuda de los extraños para intervenir en los negocios propios.

¿Mas cómo se concilian estos alardes de poder de parte del gabinete de las Tullerías, esta aspiración al derecho de mandar como soberano en España, con aquella limitación a dar consejos y a respetar la voluntad del rey y de los españoles en cuanto a la forma de gobierno y a las instituciones que convendría establecer? Porque si la Francia deseaba en España cierto linaje de instituciones, no era esto lo que le importaba más, y no rompía lanzas por conseguirlo: suponíase con derecho solo a aconsejar, no a mandar. Lo que le interesaba eran las compensaciones que se proponía obtener, y para esto era para lo que se consideraba con derecho a mandar como amo.

Las compensaciones principales a que aspiraba eran las siguientes: el reconocimiento de un crédito de treinta y cuatro millones de francos por gastos de guerra; el libre comercio con las colonias españolas de América; la mediación de Francia respecto a las mismas, junto con las demás potencias del continente, para evitar el reconocimiento de aquellas que por sí sola intentaba hacer la Gran Bretaña; y un tratado llamado de ocupación, por el que habían de permanecer cuarenta y cinco mil hombres del ejército francés en España hasta fin de julio, o más si las partes contratantes lo acordasen, a sueldo de Francia, pagando España la diferencia del pie de guerra al pie de paz, calculada en ocho o diez millones de reales. A conseguir estos objetos se encaminaron todas las negociaciones diplomáticas del gabinete francés, seguidas con actividad por espacio de meses con los demás de Europa por medio de sus representantes, príncipe de Polignac, La Ferronnais, Rayneval y Caraman, y más principalmente con el embajador de España marqués de Talaru.

A éste en particular dirigía con frecuencia las comunicaciones más apremiantes para que a toda costa recabara del gobierno español aquellas concesiones, y para esto era para lo que le exhortaba a que obrara como rey y como amo. La amenaza que le mandaba emplear era retirar de España todo el ejército francés, porque sabía lo que esto amedrentaba a Fernando, temeroso de que faltándole la fuerza extranjera volviera a estallar o asomar la revolución, señaladamente en las poblaciones numerosas y en los puertos de mar de más importancia, y en que más se había propagado el liberalismo. La rivalidad de Francia con Inglaterra, y el temor de que esta última potencia llevara adelante el reconocimiento de la independencia de la América española, lo cual equivalía a tomar una influencia preponderante en aquellos nuevos Estados, hacía también que el ministro de Negocios extranjeros de Francia pusiera particular ahínco en alcanzar del monarca Católico la concesión del libre comercio con aquellas posesiones, y la de la mediación, en unión con las demás potencias, a las cuales se dirigió también por medio de los embajadores para ver si podía contar con su beneplácito y cooperación{3}.

Todo lo fue logrando aquel gobierno del monarca y del ministerio español, como era de esperar del carácter y de la situación en que el monarca y los ministros se habían colocado. «Tengo el gusto de anunciaros, escribía lleno de regocijo el vizconde de Chateaubriand a Mr. de Rayneval, que están arreglados todos nuestros asuntos en España: Mr. de Talaru ha firmado el tratado de las presas, el reconocimiento de los treinta y cuatro millones de francos, y el tratado de ocupación… En todos estos actos la moderación y la razón han sido nuestra guía; sin embargo, hemos sido calumniados violentamente.» Y en cuanto al importantísimo asunto de las colonias, consiguió también todo lo que de Fernando podía conseguirse, de Fernando, que todavía se hacía la ilusión de creer que podría encadenar la revolución de aquellas provincias y someterlas como la Península al yugo de su despotismo; que fue acceder a la mediación, y pedir a la Inglaterra que se asociara en esto a las demás naciones. Así decía el mismo Chateaubriand en 19 de mayo al conde de la Ferronnais: «Más contentos estaréis todavía con la respuesta del señor Ofalia a la nota de sir William A'Court. Veréis que se mantienen todos los derechos de la España, que se apega a sus amigos del continente, y que suplica nuevamente a la Inglaterra que entre también en la mediación. No podía dar una respuesta más comedida y decorosa.»

En las Cámaras francesas, que por entonces se abrieron, resonaron desde la tribuna muchos plácemes al rey y al ejército de los Pirineos por sus triunfos en España, pero no se condenaron con la energía que era de esperar y la justicia reclamaba las proscripciones y los horrores que a aquellos triunfos habían seguido. Y en el Parlamento inglés, que también abrió por aquel tiempo sus sesiones, si se levantaron voces para anatematizar aquellos excesos, deshonra de un pueblo y de un siglo ilustrado, y entre ellas la del ministro Canning, no se trató del remedio, como al espíritu liberal de aquella nación y a los antecedentes de sus relaciones con España correspondía; bien que esto no fuese sino un desengaño más de la ineficacia de las simpatías estériles hacia la libertad española que no había sido nunca escasa en manifestar.

Ocurrieron también por el mismo tiempo en el vecino reino de Portugal disturbios políticos de gran cuenta, que pudieron afectar a nuestra patria. Con noticia de haber dado el príncipe don Pedro, emperador del Brasil, una Constitución a su imperio, alzáronse los realistas portugueses movidos por el infante don Miguel, con objeto de obligar al rey a plantear o renovar un sistema de terror contra los liberales. Puesto el infante, como generalísimo que era del ejército, a la cabeza de las tropas de Lisboa, ordenó el arresto de los ministros, y de algunos palaciegos, llenó las cárceles de ciudadanos de todas clases y categorías (30 de abril, 1824), hizo circundar de gente armada el real palacio, e impidió toda comunicación con el rey su padre. En tal conflicto, queriendo el monarca lusitano Juan VI restablecer la unión y concordia entre su familia, tuvo la generosidad o la flaqueza de perdonar a su hijo (3 de mayo, 1824), y mandar formar causa solamente a los promovedores y jefes de la rebelión. Pero desoída su autoridad y continuando las prisiones arbitrarias, por consejo del duque de Palmella trasladose con el cuerpo diplomático a bordo del navío inglés Windsor-Cartle, despojó a su hijo del mando del ejército, y ordenole presentarse a bordo del navío. Acudió con extraña docilidad don Miguel: allí fue de nuevo, y a presencia de los embajadores, perdonado, pero fuertemente reprendido por su escandalosa conducta, y mandole salir de Portugal (12 de mayo) a viajar por el extranjero{4}. Los presos fueron puestos en libertad, y de esta manera se libró por entonces el reino de la desolación y del luto que le amenazaba, pero en que por desgracia había de envolverle más adelante aquel príncipe que de una manera tan poco gloriosa había dado a conocer sus intenciones y sus instintos.

A la sombra aquí de otro príncipe de las mismas ideas que el de Portugal, aunque menos franco y de otro carácter y costumbres, fraguábanse conspiraciones en el propio sentido y con análogos fines. Una descubrió la policía (mayo, 1824), que habría de estallar en Aragón, debiendo dar el primer grito el brigadier, guerrillero que había sido, don Joaquín Capapé, en inteligencia con el mismo general Grimarest que mandaba la provincia. El general fue depuesto: Capapé, arrestado con algunos de sus cómplices, y procesado, presentó al fiscal de la causa dos cartas del infante don Carlos, en que le alentaba a la empresa: cartas que pasaron a manos del ministro de la Guerra, y de aquellas a las del rey. Cualquiera que fuese la impresión que en Fernando causaran aquellos documentos, recibiose orden de no hablar de ellos en la causa; mas como no fuese posible, por ser en lo que cifraba su defensa el acusado, envolviose el proceso en el misterio, como eran misteriosas las relaciones entre el rey y su hermano, puesto que aun mediando tales causas no se veía que exteriormente se alterasen.

En cambio fueron llevados al patíbulo hombres del opuesto bando, en virtud de las excepciones del decreto de amnistía, si bien lo fueron éstos a que ahora nos referimos como autores o cómplices de dos horribles crímenes, de índole tal, que nunca ni por nada pediríamos para sus perpetradores impunidad, ni siquiera indulgencia. Fue uno el famoso asesinato del canónigo Vinuesa (el cura de Tamajón), cometido en 1821, con las circunstancias que nuestros lectores recordarán. Seguida y fallada esta causa, se condenó a la pena de horca, que se ejecutó el 16 de junio (1824), a don Vicente Tejero, don Agustín de Luna, don Francisco Rodríguez Luna, don José Llorens y don Paulino de la Calle. La de este último no se pudo ejecutar, por haberse fugado de la sala de presos del hospital general. A otros varios de los procesados se los condenó a más o menos años de presidio.

Fue el otro horroroso crimen el que se consumó en 1823 en las aguas de la Coruña con los desgraciados presos políticos del castillo de San Antón, cuyo suceso duele, como el anterior, recordar. Sentenciados también a la pena ordinaria de horca los que aparecieron perpetradores de aquel delito, no obstante que ellos protestaban de inocencia alegando haber obedecido una orden del general que mandaba en la plaza, sufriéronla don José Rodríguez, ayudante de la misma, Antonio Fernández, Damián Borbón, Antonio Vallejo, y José Morales, cabo del resguardo: don Antonio Frade, también ayudante de plaza, y el piloto don José Pérez Torices, quisieron eludir la afrenta de la muerte pública, dándosela a sí mismos con opio en la cárcel la víspera del día en que habían de subir al cadalso. Y José Lizaso, zapatero, comprendido en la sentencia, aprovechando un descuido del religioso destinado a preparar su alma, sacó una cuchilla que tenía escondida, y cortose con resolución al parecer serena las venas de los brazos y del cuello, con que puso breve fin a su existencia. Apartemos la vista de escenas tan repugnantes y dolorosas, frutos amargos de la exacerbación de las pasiones políticas.

La caída por este tiempo del ministro de Negocios extranjeros de Francia vizconde de Chateaubriand, que tanto había trabajado por rodear a Fernando de ministros moderados y tolerantes, arrastró tras sí la del conde de Ofalia (11 de julio, 1824), reemplazándole en la Secretaría de Estado don Francisco Cea Bermúdez, nuestro embajador en la corte de Londres. Contaban los realistas exaltados con tener en Cea Bermúdez un instrumento más dócil que Ofalia para llevar al rey por el camino del despotismo reaccionario; y así lo persuadía el haber contribuido a su nombramiento aquel don Antonio Ugarte que desempeñaba las comisiones secretas de Fernando en el período constitucional, nombrado poco después de la subida de Calomarde al poder, secretario del Consejo de Estado, que tenía la confianza de la infanta doña María Francisca, y privaba con el nuevo embajador ruso Mr. Oubril, como en otro tiempo con Tattischeff. Pero Cea Bermúdez, contra la opinión que de él parecía tenerse y a pesar de sus relaciones con la corte de Rusia, declarose enemigo de la reacción, y afecto a los principios de templanza y de justicia, adoptando el sistema que después, aplicado a él, tomó el nombre de despotismo ilustrado.

Hallábanse a la sazón los reyes en los baños de Sacedón, donde se habían trasladado por motivos de salud desde el 5 de julio (1824). Desde allí expidió el rey varias reales cédulas, notables por sus disposiciones y por su espíritu. Calomarde había concedido muy recientemente, como por una gracia muy especial, que se admitiese a purificación a los que habían sido milicianos nacionales, y a los compradores de bienes de las comunidades religiosas. Fernando por Real Cédula fechada el 21 de julio en Sacedón, so color de establecer en las universidades el orden y la enseñanza de sanas doctrinas y costumbres, que decía haberse corrompido durante el régimen revolucionario, declaró sujetos al juicio de purificación a todos los catedráticos y demás individuos de todos los establecimientos literarios del reino, quedando desde luego absolutamente excluidos y privados de sus cátedras los que hubiesen pertenecido a la milicia nacional voluntaria.

Los que hubieran sido diputados a Cortes, diputados provinciales, jefes políticos, oficiales de las secretarías de Estado, ministros de audiencias o jueces de primera instancia, quedaban suspensos hasta purificarse, encargando a las juntas de purificación tuvieran presentes los discursos que hubiesen pronunciado, además del examen y juicio de su conducta y sentimientos morales, políticos y religiosos. Las cátedras vacantes habían de proveerse precisamente en personas a ciencia cierta amantes de la soberanía absoluta del rey. Sujetábase al mismo juicio de purificación a los estudiantes que hubiesen sido nacionales voluntarios. Todos los grados académicos recibidos durante el gobierno revolucionario tenían que revalidarse, y expedirse nuevos títulos, previa purificación y la nueva forma de juramento. Con esta real cédula se cerraron del modo más absoluto las puertas de las universidades y colegios a todo el que, fuese profesor o alumno, llevase sobre sí, o se le quisiese aplicar la nota más ligera de liberalismo.

Otra Real Cédula, expedida también en Sacedón el 1.º de agosto (1824), prohibía para siempre en España e Indias las sociedades de francmasones y otras cualesquiera secretas, comprendiendo en la amnistía a los que a ellas hubiesen pertenecido, pero a condición de presentarse espontáneamente a las autoridades en solicitud de indulto, señalando la logia o sociedad en que hubiesen estado, y entregando todos los diplomas, insignias y papeles relativos a la asociación. Respecto a los que no se espontanearan, se excitaba a los delatores, dispensándoles de la obligación de afianzar de calumnia y de cuantos requisitos las leyes exigían para la admisión de las delaciones, bastando para proceder el dicho solo de una persona digna de crédito. Por uno de sus artículos se exigía a todos los empleados, sin distinción, eclesiásticos, militares, políticos, judiciales o civiles, antes de tomar posesión de su empleo, declaración jurada de no pertenecer ni haber pertenecido a sociedad alguna secreta, «ni reconocer el absurdo principio de que el pueblo es árbitro en variar la forma de los gobiernos establecidos.» Y por otro artículo se mandaba a todos los prelados eclesiásticos, que en sus sermones, visitas y pastorales declamaran contra el horrible crimen del francmasonismo, y alistamiento en esta y otras sociedades secretas, manifestando sus peligros y proscripción por la Santa Sede, «como sospechosas de vehementi de herejía, e inductivas al trastorno del Altar y del Trono.»

Germen fecundo fue esta real cédula, y manantial inagotable de nuevas y terribles proscripciones. Todo en ella se prestaba a esto. El miedo y el terror impulsaban a muchos a espontanearse, ansiosos del indulto y del reposo. Y como se les exigían tantas revelaciones, y se los obligaba a delatar a sus compañeros, descubríanse una infinidad de desgraciados cuya afiliación en aquellas sociedades se ignoraba. La provocación a las delaciones y la impunidad declarada a los falsos delatores, abrían ancha puerta a las venganzas del resentimiento o del malquerer. Las predicaciones de obispos y clérigos, calificando a los comuneros, masones, carbonarios y demás, por lo menos de sospechosos de herejía, hacían que la plebe los tomara y tratara a todos como herejes e impíos. Y como por uno de los artículos de la Real Cédula, los miembros de las sociedades secretas no espontaneados quedaban sujetos a las penas que las leyes de estos reinos imponen a los reos de lesa Majestad divina y humana, es decir, a la pena de muerte, nuestros lectores podrán juzgar hasta dónde y con cuánta facilidad podría extenderse la cadena de los infelices que aparecerían o podían aparecer justiciables y merecedores de la última pena.

Regresaron los reyes a Madrid de los baños de Sacedón (7 de agosto, 1824), y uno de los primeros actos de Fernando, incansable y pródigo en esto, fue señalar y clasificar en un real decreto (9 de agosto) los premios que deberían gozar los oficiales militares, y aun los de la clase de paisanos, que se habían distinguido por sus servicios en la época de la rebelión, que así la nombraba, no estableciendo diferencia alguna para las recompensas y gracias entre los que ya eran militares antes del 7 de marzo de 1820, y los que procedían de las demás clases del Estado. Constaba el decreto de treinta y tres artículos; y formaba contraste con otro que expidió en el mismo día, determinando las bases que habían de servir para las purificaciones de los militares, según las cuales ni podía optar a premio, ni siquiera tener ingreso en las filas del ejército, casi ninguno que no hubiera servido en las bandas realistas{5}. Y de este modo, y con este sistema de purificaciones se iban cerrando de todo punto todas las carreras del Estado a todo el que no pudiera presentar patente limpia de haber nacido y vivido realista puro, sin mezcla de otra raza, y no acreditara a satisfacción ser absolutista de abolengo y por todos cuatro costados.

La impaciencia de algunos de los vencidos vino también a empeorar y agravar la situación de todos. Una columna de emigrados, refugiados en Gibraltar, guiados por el coronel don Francisco Valdés, y unidos a algunos vecinos de la plaza, salió de allí la noche del 3 de agosto (1824), y arrojándose sobre Tarifa, y sorprendiendo su escasa guarnición, entró en la ciudad al grito de ¡Viva la Constitución de 1812! Rotas las cadenas de los presidiarios, e incorporándose a los invasores muchos de los habitantes, juntáronse hasta cerca de cuatrocientos. Al propio tiempo un cirujano llamado don Lope Merino levantó en la sierra de Ronda una diminuta partida, que las tropas realistas no dejaban engrosar ni descansar. Un tal Merconchini con otro grupo de emigrados desembarcó en Marbella, y no pudiendo sostenerse allí volviose a las aguas de Gibraltar; mientras en Jimena se presentaba con otra gavilla Cristóbal López de Herrera, aunque brevemente de allí ahuyentado. Pequeños chispazos, que revelaban un plan preconcebido, pero con más intención que elementos y medios para realizarle.

Tenía la comandancia general del campo de Gibraltar don José O'Donnell, y al punto salieron fuerzas de Algeciras para combatir a los de Tarifa, juntamente con una brigada francesa y buques de su marina real con una batería de artillería. Los rebeldes habían tapiado con escombros todas las puertas de Tarifa, a excepción de la del Mar, y fiaban en que las corrientes del Estrecho los librarían de ser bloqueados. Sin embargo las tropas francesas y españolas, aquellas al mando del conde d'Astorg, éstas al de don José Barradas, apretaron el sitio por mar y tierra, y a los quince días de ataque refugiáronse los sitiados a la Isla, las mujeres de la ciudad comenzaron a agitar desde las almenas sus pañuelos blancos, y en la tarde del 19 entraron los sitiadores sin resistencia en la población, donde solo hallaron unos veinte hombres de los desembarcados y ciento sesenta entre presidiarios y vecinos. Los refugiados en la Isla se fugaron también de noche con su jefe Valdés.

Asiose con ansia esta ocasión para clamar de nuevo por el exterminio de los liberales, y para volver a la reacción todo su tinte sanguinario. Ya el 14 (agosto, 1824) había pasado el ministro de Gracia y Justicia una real orden circular, mandando que cualquier revolucionario que fuese aprehendido con las armas en la mano, o envuelto y mezclado en conspiraciones y alborotos, fuese inmediatamente entregado a una comisión militar, para que breve y sumariamente juzgase y ejecutase lo juzgado, dando después cuenta de lo que hubiese hecho. Así el 26 oficiaba ya don José O'Donnell participando haber hecho fusilar treinta y seis individuos de los aprehendidos, y que continuaba sin intermisión las diligencias para juzgar a los ciento seis prisioneros restantes. En el mismo día en que O'Donnell fechaba su parte exoneraba el rey en el real sitio de San Ildefonso al ministro de la Guerra don José de la Cruz y al superintendente general de policía don José Manuel de Arjona, sin duda teniéndolos por blandos y benignos para aquellas circunstancias, y nombraba en reemplazo del primero a don José de Aymerich, inspector de infantería y coronel de los realistas, y del segundo a don Mariano Rufino González, alcalde de Casa y Corte, que en su circular a las provincias daba a los liberales el nombre de hijos de maldición. Mientras así se explicaba el nuevo superintendente, el nuevo ministro de la Guerra se estrenó en el mando dando a los realistas de Madrid el privilegio de no ser arrestados ni presos en las cárceles, sino en su cuartel, por delitos que cometiesen, ya fuese por mandato del tribunal civil, ya del militar, con que creció desmedidamente la soberbia y la osadía hasta de los proletarios que en aquellas filas formaban.

No contento el ministro Aymerich con esta prueba de cariño a su predilecto cuerpo de voluntarios realistas, ordenó a los capitanes generales que «se dedicaran desde luego, sin perdonar medio, fatiga ni desvelo, a la organización, fomento y disciplina de los cuerpos de voluntarios realistas comprendidos en la demarcación de sus respectivos distritos, poniendo en acción al efecto cuantos recursos estuviesen al alcance de su autoridad, y excitando el celo de los ayuntamientos para que por su parte no quedaran defraudados los deseos de S. M., procediendo sin demora a darles mayor extensión, y cuidando muy particularmente, bajo su responsabilidad, de que los que se incorporasen fuesen decididamente amantes del rey, sin permitir se mezclaran sujetos de quienes hubiese una sola duda de sus buenas opiniones políticas y religiosas.» Y encargábales que cada quince días remitieran un estado de su fuerza, y de la que iban adquiriendo, y que vieran de buscar arbitrios para proveer de vestuario a los que no pudieran costearle. Venía bien esto con otra real orden para que no fuese colocado sargento alguno de los que hubiesen pertenecido al ejército revolucionario, a no haber marcado su adhesión al rey absoluto con actos claros y terminantes, no bastando pruebas negativas, y teniendo que acreditarlo con hechos positivos. No bastaba la ablución de liberalismo: era menester para todo patente de desaforado realista.

Mientras las comisiones militares, a imitación de los comités de salud pública de Francia, enrojecían de sangre los campos de Tarifa, de Almería, de Cartagena, de Castilla, enviando al cadalso con sus rápidas sentencias, no solo a los cómplices en cualquier conspiración, siquiera no hubiese estallado, sino a los acusados de haber proferido en el calor de una disputa una palabra sediciosa o una frase imprudente, aunque fuese una mujer ignorante y rústica, o un muchacho imberbe e indiscreto{6}; mientras el gobierno español, como sediento de víctimas, reclamaba hasta del emperador de Marruecos la entrega de los infelices que huyendo de la muerte se habían refugiado a las playas africanas, y negándose el soberano marroquí a la extradición daba una lección de humanidad al monarca español: mientras esto sucedía, llevábase el sistema de premios a los perseguidores de los liberales hasta la exageración, hasta la extravagancia y hasta el ridículo. No solo se concedían de orden del rey singulares y extrañas recompensas a todos los que habían intervenido en la prisión del desgraciado Riego, sino que se instituía de real orden una fiesta anual cívico-religiosa en la villa de Torre de Pedro Gil y su ermita de Santiago, con su solemne procesión y asistencia de dos cabildos, prescribiéndose muy formalmente que la bandera del Santo la hubiera de llevar el santero Vicente Guerrero, a quien Riego se había entregado, o en caso de imposibilidad, su pariente más cercano dentro del cuarto grado… &c. Resístese hacer la historia de tan maliciosa hipocresía o de tan repugnante fanatismo{7}.

El temor que infundieron aquellas tentativas, aunque ahogadas en sangre, hizo que se adicionara el tratado de ocupación, prorrogándose hasta fin de año la permanencia en España de los 45.000 franceses, cuyo plazo terminaba en el mes de julio. Y no era en verdad porque fraternizasen mucho las tropas francesas y los voluntarios realistas españoles. Seguían éstos culpando a aquellos de no dejar desplegar al rey y al gobierno todo el rigorismo que ellos apetecían contra los liberales. Con frecuencia había choques y reyertas entre los soldados franceses y los nuestros, o con la gente menuda de la plebe. El embajador de Francia pasó sobre ello una enérgica nota a nuestro gobierno, la cual produjo una real orden recomendando a las autoridades rectificasen el espíritu público del pueblo, haciéndole ver las consideraciones que aquellos merecían por los grandes servicios que habían prestado a la causa del trono.

Falleció el 16 de setiembre (1824) el rey Luis XVIII de Francia, sucediéndole su hermano Carlos X{8}. Hiciéronsele en España de real orden solemnes exequias fúnebres, y otras demostraciones de duelo y de luto. Pero en el fondo estaban muy lejos de llorar ni de sentir los cortesanos y la gente del bando apostólico la muerte de aquel monarca, que con su espíritu de templanza y moderación no había cesado nunca de dar consejos a Fernando para que atemperase su conducta al ejemplo que él estaba dando en su reino, y a veces no dejó de contener los vengativos instintos del soberano español.

Continuando éste y su gobierno, ya sin aquella traba, en su sistema de reacción desatentada, mientras por el ministerio de Gracia y Justicia se mandaba recluir en los conventos a los eclesiásticos de opiniones liberales, declarando vacantes sus beneficios, y se apretaba a las chancillerías, audiencias y juzgados por la pronta y breve terminación de las causas criminales, para evitar el grave mal de no hacer prontos y ejemplares castigos (y ya se sabe de qué naturaleza eran la mayor parte de las causas pendientes), por el ministerio de la Guerra se daban condecoraciones y premios a todos los militares que en el funesto y terrible 10 de marzo de 1820 en Cádiz se habían cebado en la sangre del indefenso, engañado y descuidado pueblo, y se prorrogaba todavía el plazo para solicitar gracias y recompensas por servicios prestados para restituir al rey la plenitud de su soberanía{9}.

Era menester el contraste del premio y el castigo; y el dispensador de mercedes a los que habían acuchillado a un pueblo liberal engañado e inerme, era necesario que fuese pródigo de castigos para todo el que infiriese la menor ofensa, de hecho o de dicho, a todo lo que representara o simbolizara el despotismo puro; y ciertamente en este punto sería bien difícil ir más allá de lo que fue el sanguinario ministro de la Guerra Aymerich, en la real orden que pasó al capitán general de Castilla la Nueva (9 de octubre, 1824). Por ella se condenaba a la pena de muerte, no ya solo a los que con armas, o con hechos, o con palabras, habladas o escritas, promovieran alborotos o movimientos contra la soberanía absoluta del rey, sino en general a todos los masones o comuneros, como reos de lesa Majestad divina y humana, con privación de todo fuero, y a todos los que profirieran las voces de: «¡Viva Riego! ¡Viva la Constitución! ¡Mueran los serviles! ¡Mueran los tiranos! ¡Viva la libertad!{10}» quedando la legalidad y la fuerza de las pruebas, no a lo que determina el derecho, sino al prudente e imparcial criterio de las comisiones militares. Monstruosa disposición, que imponía la última pena a faltas que apenas merecían el nombre de crímenes, y que declaraba sujetos a ella más de cincuenta o sesenta mil masones, comuneros, e individuos de otras sociedades secretas, si no se espontaneaban, es decir, si no se convertían en delatores de sí mismos y de sus compañeros.

Pero no fue menos escandaloso en el orden civil y administrativo lo dispuesto en la Real Cédula de S. M. y del Consejo (17 de octubre, 1824), relativamente a la renovación de alcaldes y ayuntamientos de todos los pueblos del reino. «Con el fin, decía, de que desaparezca para siempre del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en mi real persona,» y añadía: «Con el justo fin de que mis pueblos conozcan que jamás entraré en la más pequeña alteración de las leyes fundamentales de la monarquía.» Esto último era un verdadero sarcasmo, porque precisamente la medida trastornaba de lleno aquellas mismas leyes. Y por eso sin duda el Consejo a quien consultó, le dijo que creía excusado examinar las bases y reglas que regían en las provincias para la elección de ayuntamientos. Disponíase, pues, en dicha Real Cédula, que para el nombramiento sucesivo de concejales se reunieran los individuos de cada ayuntamiento, y a pluralidad de votos propusieran tres personas para cada uno de los oficios de alcaldes, regidores y demás de república, inclusos los de diputados del común, procuradores, síndico general y personero, alcaldes de barrio y otros, que hasta 1820 se hacían por los pueblos y sus vecinos, cuyas propuestas se remitirían inmediatamente a su respectivo tribunal territorial, el cual elegiría y nombraría entre las ternas, y extendería los correspondientes títulos.

Acabábase de este modo completamente con las libertades municipales, único que quedaba de los fueros patrios, y precisamente los más antiguos de la monarquía. Lo singular y lo incalificable era, que mientras en el preámbulo afirmaba el rey que lo hacía con el fin de que conocieran sus pueblos que jamás entraría en la más pequeña alteración de las leyes fundamentales del reino, en el artículo 1.º se confesaba que las elecciones municipales se habían hecho siempre por los pueblos y sus vecinos. Palpable y lastimosa contradicción, en que siquiera debió haberse reparado, ya que por todo se atropellaba para despojar a los pueblos de un derecho por ellos mismos conquistado, siempre mantenido, y de que ningún soberano se había atrevido nunca a quererlos privar{11}.

Publicose también por este tiempo, para que comenzara a observarse desde el curso académico de este año, el Plan general de Estudios y arreglo de las universidades, colegios y seminarios del reino. Plan naturalmente basado sobre las ideas religiosas, políticas y literarias dominantes, como que llevaba el objeto de arrancar, como el decreto decía, de la enseñanza la ponzoña de las doctrinas anárquicas e irreligiosas, y contener los estragos de las máximas revolucionarias que decía haber corrompido las escuelas en la época constitucional. Todo, pues, estaba basado sobre este principio, y todo tendía y se encaminaba al mismo fin. Mas no puede negarse que había en él unidad de pensamiento y de organización, y en medio de su espíritu reaccionario fue un adelanto y un progreso haber uniformado la enseñanza de los seminarios conciliares con la de las universidades, y sujetado aquellos en método, asignaturas, textos y grados al sistema que para éstas regía. Ampliaremos después algo más nuestro juicio sobre el plan llamado de Calomarde, al cual hubimos de someternos en nuestra carrera literaria, como todos nuestros contemporáneos. Anticiparemos no obstante, que la enseñanza se encomendó generalmente a eclesiásticos y frailes de los más señalados por su exagerado realismo y por su aborrecimiento a toda idea filosófica y a toda novedad política, y que hasta a los alumnos se exigía una especie de purificación para ser admitidos en las aulas.

Mas al lado de aquella medida, en que al menos se veía el propósito de que se cultivaran las letras, de organizar los establecimientos para la educación de la juventud, y de regularizar las carreras científicas, siquiera fuese sobre un pensamiento que no correspondía al estado general de la civilización, dictábanse otras que eran oprobio y vergüenza de un pueblo medianamente culto. Tal fue el bando del superintendente general de Policía sobre libros. Pero antes hemos de mencionar, porque no quede desconocido, otro rasgo de este personaje, para que se vea la armonía que todas sus providencias guardaban. En 4 de octubre había expedido una circular reservada a todos los encargados del ramo en las provincias sobre el modo de clasificar las personas sospechosas. Mandábales que formasen dos estados, uno de hombres y otro de mujeres, de cualquier edad y condición que fuesen, en los cuales había de expresarse si tenían o merecían alguna de las siguientes notas: 1.ª Adicto al sistema constitucional (suponemos que ésta y cuando más la 6.ª, serían las únicas que podrían comprender a las mujeres): 2.ª Voluntario nacional de caballería o infantería: 3.ª Individuo de una compañía o batallón sagrado: 4.ª Reputado por masón: 5.ª Tenido por comunero: 6.ª Liberal exaltado o moderado: 7.ª Comprador de bienes nacionales: 8.ª Secularizado. Estos catálogos, de que habían de enviarse copias a la junta secreta de Estado, servían para vigilar a los inscritos, y entregarlos, si era menester, a las comisiones militares.

La circular sobre libros es un documento que merece ser conocido en su integridad, y con eso juzgarán también nuestros lectores si le hemos calificado o no con razón de oprobioso para un pueblo medianamente culto. Decía así:

«Art. 1.º Toda persona de cualquier estado, sexo y dignidad que sea, que conserve alguno de los libros, folletos, caricaturas insidiosas, láminas con figuras deshonestas o papeles impresos en España o introducidos del extranjero desde 1.º de enero de 1820 hasta último de setiembre de 1823, sea la que quiera la materia de que traten, los entregará a su respectivo cura párroco dentro del preciso término de un mes, contado desde el día de la fecha.

»Art. 2.º Igual entrega hará de todos los libros, folletos o papeles prohibidos por la Iglesia o por el santo tribunal de la Inquisición, cualquiera que sea el tiempo en que se hayan impreso o introducido, a no ser que esté autorizado por la Iglesia para conservarlos.

»Art. 3.º Al que se averiguase que pasado dicho término conserva aún alguno de los libros, folletos o papeles significados en los dos artículos que anteceden, se le formará inmediatamente el correspondiente sumario, y será castigado conforme a las leyes.

»Art. 4.º Las mismas penas se impondrán a los que oculten libros o papeles ajenos de los aquí expresados, que a los que dejen de entregar los propios.

»Art. 5.º Al que pasados los treinta días denunciare la existencia de alguno de los significados libros o papeles en poder de quien, según esta orden, debía haberlos entregado, se le guardará sigilo y se le adjudicará la tercera parte de la multa que se impondrá al transgresor.

»Art. 6.º A nadie se impondrá castigo alguno por los libros o papeles adquiridos o conservados hasta aquí, sean ellos los que quieran, con tal que los presenten, según se ordena en este bando.

»Art. 7.º El mes que se da para la presentación de los papeles de que se habla, empezará a correr el día en que esta orden se fije en cada pueblo, el cual deberá ser anotado al pie por las autoridades respectivas. En Madrid empezará a contarse desde el día de la fecha.

»Art. 8.º Como el saludable objeto de esta real orden sea impedir solamente la circulación de los escritos perjudiciales, los que después de examinados se vea no serlo, se devolverán religiosamente a los que los hubiesen presentado o a quien los represente.

»Art. 9.º Con este objeto, cada uno de los que tienen algún libro o papel que presentar, llevará una lista doble, firmada por sí, si supiese, o por otro de su orden, caso que no sepa firmar. Estas listas serán firmadas igualmente por el cura párroco encargado de recibirlas, y de ellas devolverá la una al interesado para su resguardo, y conservará la otra para formar el índice general de los libros y papeles que recibe, y las personas a quien pertenece cada uno. El que presentare sus papeles sin esta lista, es entendido que renuncia su derecho.

»Art. 10. Los señores curas párrocos, concluido el mes que se concede para la entrega de los libros, se servirán formar una lista exacta de todos cuantos hayan recogido, y custodiándolos en el archivo de la parroquia la remitirán al subdelegado de policía del partido a que correspondan. Estos formarán una de todas las que reciban de los párrocos de su distrito, y la enviarán a los intendentes de su provincia. Los intendentes de policía formarán una general de su provincia y la dirigirán a la superintendencia general de policía del reino, esperando que se les comuniquen las órdenes convenientes.– Madrid 14 de noviembre de 1824.»

Para complemento de esta disposición expidiose más adelante (22 de diciembre, 1824) una real cédula, recordando y mandando observar otra anterior sobre el modo de hacer los registros en las aduanas para impedir la introducción de libros extranjeros. Son notables, muy notables algunas de sus prescripciones. El registro había de extenderse, no solo a los libros, «sino a los papeles sueltos que vengan en los fardos y cajones, y a los en que vengan envueltos los libros, y aun los fardos de cualquier otro ramo de comercio (artículo 9.º).» En cada aduana había dos revisores, uno nombrado por el Consejo, y otro por el obispo de la diócesi (artículo 10). Imponíase además a los libreros la obligación de presentar cada seis meses al Consejo Real una lista de todos los libros extranjeros que tuviesen: y por último, (aunque esto no tuviese ya relación con las aduanas), se facultaba (artículo 15) al presidente del Consejo, a los regentes de las chancillerías y audiencias, y a los prelados diocesanos, para registrar o mandar registrar cualquier librería pública o privada por sí o por medio de sus revisores. Imposible era que el mismo Felipe II, cuando quiso incomunicar intelectual y literariamente la España con el resto del mundo, hubiera podido inventar ni alambicar tantos ni tan sutiles y minuciosos medios para impedir todo comercio de ideas, para ahogar todo germen de ilustración.

Entretanto el ministro de Hacienda, Ballesteros, siguiendo diferente rumbo, y atento siempre al mejoramiento del ramo que a su cargo corría, dictaba medidas, no diremos que acertadas siempre, pero siempre encaminadas a aquel fin, y algunas dignas sin duda de recomendación y de aplauso. En 18 de agosto (1824) había creado y establecido el Real Conservatorio de Artes, para la mejora y adelantamiento de las operaciones industriales, así en las artes y oficios como en la agricultura, dividiéndole en dos departamentos, uno para depósito de objetos artísticos, otro para taller de construcción, debiendo colocarse en el primero máquinas en grande, modelos en pequeño, descripciones, escritos, primeras materias, &c., ya adquiridas del extranjero, ya descubiertas o elaboradas en el reino; en el segundo un obrador para la construcción de máquinas e instrumentos útiles, y dotándole de un personal inteligente. En setiembre creaba un depósito comercial agregado a la junta de aranceles. Celoso por el acrecimiento de las rentas públicas, dictó una larga circular sobre el modo como se había de proceder contra los pueblos morosos en el pago de contribuciones, compuesta de setenta artículos, entre los cuales había algunos que hoy no podrían ser aprobados, y otros que, atendida la situación económica de entonces, eran muy convenientes. Y por último, dio también otra larga instrucción de ciento diez y nueve artículos (1.º de noviembre), para el establecimiento, recaudación y administración de los derechos de puertas.

No considerándose todavía Fernando libre y seguro de conspiraciones, a pesar de tanta sangre como se había hecho verter en los cadalsos, y no conceptuando asegurada la tranquilidad interior del reino, no obstante el rigor desplegado contra los que sospechaban que pudiesen perturbarla, estipulose entre los dos soberanos, francés y español, un nuevo convenio, por el cual la ocupación del ejército francés, que por el tratado anterior terminaba con el año 1824, se prorrogaba desde enero de 1825 en adelante y por tiempo indefinido, si bien quedando reducida la fuerza a veinte y dos mil hombres. Las ratificaciones del nuevo convenio se canjearon en Madrid el 24 de diciembre (1824). Pero hízose una adición, por la que, a fin de no dejar desguarnecidas de tropas francesas ciertas plazas, se acordó que continuaran en ellas, subiendo así la fuerza efectiva que había de permanecer en España a cerca de treinta y cinco mil hombres.

Había firmado este convenio el nuevo rey de Francia, Carlos X, y de él hizo mérito en el discurso que pronunció a la apertura de las Cámaras francesas, diciendo: «Con este fin (el de mantener la paz) he consentido en prolongar todavía la permanencia en España de una parte de las tropas que había dejado allí mi hijo{12} después de una campaña, que, como francés y como padre, puedo llamar gloriosa. Un convenio reciente ha fijado las condiciones de esta medida temporal, de un modo que concilie los intereses de ambas monarquías.»

Fernando, que había pasado una larga temporada en los Sitios Reales, no sin padecer de su habitual achaque de gota, que se le agravó algunos días atormentándole bastante, en compañía del príncipe Maximiliano de Sajonia y de la princesa Amalia su hija, padre y hermana de nuestra reina, que por aquel tiempo habían venido a visitar a los augustos monarcas españoles y estaban siendo objeto de obsequios y festejos, regresó en el mes de diciembre a Madrid desde San Lorenzo con toda la real familia. El rey era siempre recibido con demostraciones de júbilo por los voluntarios realistas y por ciertas clases del pueblo, que ahora, como siempre, no le escasearon entusiasmados gritos y vivas{13}.

Así termino el año 1824, fecundo en tristes sucesos, que muchos lloraron con amargura entonces, y que han dejado una memoria funesta a todos los amantes de las libertades españolas.




{1} Despachos de Chateaubriand al marqués de Talaru y a Mr. de la Ferronnais, embajador aquél en España, y éste en Rusia.

{2} Despachos de Chateaubriand al marqués de Talaru, de 17 y 29 de diciembre de 1823, y 17 de enero de 1824.– Chateaubriand, Congreso de Verona, tomo II.

{3} Las preguntas las formuló del modo siguiente:

1.ª Si la Inglaterra reconoce la independencia de la colonias españolas sin el consentimiento de S. M. Católica, ¿reconocerá también la corte de… esta independencia?

2.ª ¿Está decidida a hacer causa común con la Francia, si ésta se creyere obligada a tomar el partido de la España, negándose a reconocer la independencia de las colonias españolas por la Inglaterra?

3.ª La potencia de… que notiene colonias, ¿se consideraría extraña a la cuestión, dejando a la Francia y la Inglaterra tomar la resolución que estas potencias tengan por conveniente?

4.ª Si el gobierno español se negara a arreglarse con sus colonias, y se empeñase en reclamar de ellas un poder de derecho, sin tener ningún medio de establecerle de hecho, &c., creería la corte de… que se puede prescindir de ello, y que cada Estado debe conducirse respecto de las colonias españolas conforme a sus intereses particulares?

{4} Salió desterrado con su madre, cómplice de sus planes. Al pronto fue a París, después a Viena, «donde continuó, dice un biógrafo suyo, la vida disoluta quehasta entonces había hecho.»Estos sucesos, con todos los documentos a ellos referentes, se publicaron por Gaceta extraordinaria en España.

{5} Por el artículo 7.º se habían de hacer constar para la purificación los particulares siguientes: «1.º el destino y empleo que tenía en 1.º de enero de 1820: 2.º dónde se hallaba en aquella época, y regimiento o cuerpo a que pertenecía: 3.º el sitio y día en que juró la Constitución, dequé orden y por qué: 4.º qué ascensos, mandos, empleos o comisiones, así militares como civiles, ha tenido desde dicho tiempo hasta 3º de diciembre de 1823, y tiempo que ha permanecido en ellas; y en qué pueblo ha residido en esta época, y cuánto en cada uno: 5.º si ha pertenecido a alguna de las sectas o sociedades reprobadas de masones, comuneros, &c.: si ha sido individuo de la Milicia llamada nacional, o de los batallones sagrados, y si ha sido periodista u orador en las sociedades denominadas patrióticas: 6.º si ha hecho la guerra contra las tropas realistas, y en qué clase, cuerpo y provincia: 7.º si ha sido vocal de algún consejo de guerra, formado contra los realistas, en qué sitio, y causas en que intervino como juez o fiscal, con expresión de los que condenaron, y a qué penas, y quiénes compusieron el consejo: 8.º el tiempo y modo como volvió a reconocer mi soberana autoridad, presentándose al gobierno legítimo.»

{6} Gregorio Iglesias, de diez y ocho años, acusado de masón o comunero, fue ahorcado y descuartizado. Soldados, simples paisanos, mujeres del pueblo, acusados de haber dado algún viva a la Constitución o de hablar en favor de Riego, eran sentenciados a las más atroces penas por las comisiones militares. Ni inventamos ni exageramos estas sentencias: en las Gacetas están estampadas.

{7} Es menester que nuestros lectores conozcan integra esta real orden, porque de otro modo apenas podría creerse:

«He dado cuenta al rey nuestro señor del expediente formado para recompensar el mérito de los principales autores, ejecutores y auxiliadores de la prisión del rebelde Riego, y de una exposición documentada de la villa de la Torre de Pedro Gil: y enterado S. M., y de los informes que ha tenido a bien tomar, se ha servido aumentar a mil reales la dotación de doscientos que está asignada a la citada villa sobre el fondo de sus propios para celebrar la función anual que se hace en la ermita de Santiago, en que se refugió Riego y sus tres compañeros, a fin de que con este aumento se atienda al gasto de cera, música, sermón y demás, concediendo permiso a la misma villa para que todos los años pueda celebrar otra fiesta en acción de gracias, costeada por la piedad de aquel vecindario, el día 14 de setiembre, en que se entregó al santero Vicente Guerrero, asistiendo a ella su ayuntamiento, en los mismos términos y con las propias facultades que lo hace a la otra, llevando la bandera del Santo dicho Vicente Guerrero, mientras pueda hacerlo, y por su imposibilidad el pariente más cercano dentro del cuarto grado, siendo los comisionados para esta fiesta dos voluntarios realistas; y que se amplíe la habitación del ermitaño, de modo que puedan hospedarse en ella ambos cabildos, costeada la obra con la limosna que ofrezcan los vecinos, según ha solicitado la referida villa. Al mismo tiempo se ha servido S. M. conceder, en prueba del aprecio que le merecen las personas que hicieron y contribuyeron a dicho servicio, los premios siguientes: A los dos hermanos Pedro y Mateo López Lara, principales autores y ejecutores de la prisión, las dos medias casas y una entera de las que las reales fábricas de Linares poseen en la villa de Vilches, veinte fanegas de trigo de las existencias de tercias, y seis mil reales en dinero a cada uno por una vez, para que puedan establecer trato de ganado. A Vicente Guerrero, igual en mérito a los Laras, la casa llamada de Víctor, en su pueblo de la Torre de Pedro Gil, el mismo número de fanegas de trigo y suma de seis mil reales. A don José Antonio Araque, jefe civil que era de Arquillos, la promoción al destino de depositario de rentas de partido o de tesorero de provincia, en una de primera entrada, no obstante de haber sido ya agraciado con la tesorería de La Carlota. A Ventura Mateu, alcalde del segundo departamento de dicho Arquillos, cuatro mil reales por una vez, a fin de que fomente su labor. A Juan Cost, Juan Carnicel, Juan Momblant, José Kell, Antonio Lara, Martin López, Manuel Molina, José Calero, Julián Kaisert, Felipe Kaisert, Diego Ballesta, Diego Riza, Pedro Mateu, Francisco García mayor, Francisco García menor, José Pinilla, Jacinto Mateu, Antonio Alcaide, José Figueroa y Andrés Kell, mil quinientos reales a cada uno por una vez, sin embargo de que ya recibieron igual cantidad de orden de la Regencia. A Gila López, de la familia de los Laras, por esta circunstancia y la de ser casera del cortijo en que se hizo dicha prisión, la limosna de dos reales diarios, pagados por los fondos propios de Vilches. A don Juan Bautista de Herrera, cura de Arquillos, que se le agracie con alguna prebenda en la catedral de Jaén, y que para ello se le recomiende a la cámara y R. obispo de aquella diócesis; haciéndolo también a este fin de que don Francisco López Vico, capellán de Porrosillo, aldea de dicho Arquillos, sea colocado. A don Mateo García Bravo, don Juan Ignacio Saravia y Juan del Campo, que se les coloque en el ramo de correos, caminos, canales, salinas u otras oficinas, mediante su buena pluma y disposición; y a Amado del Campo en el resguardo de a caballo de Jaén u otra provincia inmediata. Y últimamente, a Ildefonso Jiménez, que se le promueva al ascenso inmediato, si efectivamente era empleado en el resguardo montado de Baza cuando asistió a la prisión de Riego, y si no lo era, que se le dé plaza de dependiente en el dicho Jaén u otra provincia también inmediata. De orden de S. M. lo digo a VV. SS. para su cumplimiento en la parte que les toca, comunicándolo a este fin al intendente de las nuevas poblaciones de Sierra-Morena, y disponiendo se inserte esta resolución en la Gaceta: en el supuesto de que con esta fecha lo aviso a los ministerios de Estado y de Gracia y Justicia, Dirección general de Propios y Arbitrios, Contadurías generales de valores y Tesorería general del reino, para los efectos correspondientes. Dios guarde, &c. Palacio 28 de agosto de 1824.– Ballesteros.– Señores directores generales de Rentas.»

Gaceta del 14 de setiembre, 1824.– Sentimos ver suscrito este documento por el ministro Ballesteros, si bien comprendemos que él no haría sino obedecer la voluntad del soberano.

{8} Entonces fue cuando publicó el vizconde de Chateaubriand su célebre folleto, que comenzaba: «¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!»

{9} Reales órdenes de 11 a 15 de octubre, 1824.

{10} Palabras textuales del artículo 11 y último. Todos los artículos están redactados en el mismo espíritu.– Tan atroz debió parecer esta real orden a los mismos autores de ella, que si bien se insertó en el Diario, y se fijó en las esquinas y otros parajes públicos, no se puso en la Gaceta, como si se hubieran ellos mismos avergonzado de que se leyera en el periódico oficial, que al cabo como órgano del gobierno circulaba por las naciones extranjeras.

{11} El autor de las Memorias Históricas sobre Fernando VII, Michael J. Quin, además de copiar las eruditas y sentidas reflexiones que un ilustrado escritor anónimo hace sobre esta Real Cédula, prorrumpe también él en exclamaciones semejantes a éstas: «¿No es admirable que los españoles no pensasen que su gobierno se burlaba de ellos, y que no contento con establecer un despotismo de que nunca había habido idea en aquel país, los insultaba al mismo tiempo proclamándose celoso defensor del mantenimiento de antiguas leyes? ¿Qué idea tenía el ministerio y el Consejo de la soberana real, cuando creía que era usurparla al monarca el que las ciudades y los pueblos del reino nombrasen sus alcaldes y regidores, que eran los individuos encargados de vigilar la buena administración de los fondos municipales? &c.»– Tomo III.

{12} El duque de Angulema.

{13} En la descripción que de esta entrada se hacía en la Gaceta, se decía entre otras cosas: «Las manolas con sus panderos se habían adelantado a mayor distancia, como para ganar las albricias de los ilustres huéspedes. Muchas y varias son las anécdotas que podrían referirse acaecidas con este motivo, especialmente de la gente sencilla, en quien no cabe la doblez en tales casos. Al ver uno, que parecía artesano, el número y elegancia de las tropas que se tendían en la carrera a la entrada de SS. MM. y AA. exclamó con entusiasmo: «Ya se arrancó tan de veras la maldecida Constitución, que ni los negros ni los verdes pueden tener la más remota esperanza de que retoñe en los siglos de los siglos, pues tienen el pleito perdido y sin apelación.»

¡Y esto se estampaba en el periódico oficial del Gobierno! ¡Qué ilustración, y qué gusto literario!