Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XX
Lucha y vicisitudes de los partidos realistas
Política varia del rey. Perdida de colonias en América
1825

El clero.– Los conventos.– Las comisiones militares.– Dos partidos dentro del gobierno.– Consigue Cea Bermúdez el alejamiento de Ugarte. Opuesta conducta de otros ministros.– Sus circulares sobre purificaciones.– Solemne declaración de absolutismo, hecha por Fernando.– Bando terrible y monstruoso del superintendente de Policía.– Abominable sistema de delaciones.– Causas, encarcelamientos y suplicios.– El ex-ministro Cruz, calumniado y procesado, es declarado inocente.– Absolución del brigadier realista Capapé.– Indulto del 30 de mayo a favor de los ultra-realistas y apostólicos.– Época de terror, llamada la Época de Chaperón.– Denúncianse al rey las tramas y conspiraciones de aquellos.– Caída del terrible ministro de la Guerra Aymerich.– Nuevos capitanes generales.– El marqués de Zambrano ministro de la Guerra.– Cambio notable en la política.– Supresión de las comisiones militares.– Respiran los liberales perseguidos.– Irrítanse los furibundos realistas.– Rebelión armada de Bessieres.– Famosos decretos contra este rebelde y sus secuaces.– Tropas enviadas a perseguirlos.– El conde de España.– Captura de Bessieres y de algunos oficiales que le seguían.– Son fusilados.– Premios y gracias por este suceso.– Conatos de rebelión sofocados en otros puntos.– Prohíbense rigurosamente las representaciones colectivas al rey.– Es sorprendida en Granada una logia de masones.– Sufren el suplicio de horca.– Proceso, prisión y martirios horribles de don Juan Martín, el Empecinado.– Desesperada situación en que le ponen.– Muere en la horca peleando con el verdugo.– Síntomas de otra marcha política.– Creación de la real Junta consultiva de gobierno.– Su objeto y atribuciones.– Cualidades de algunos de sus vocales.– Desvanécense aquellas esperanzas.– Caída de Cea Bermúdez.– Ministerio del duque del Infantado.– Sistema administrativo del ministro Ballesteros.– Reglas que establece para el presupuesto anual de gastos e ingresos del Estado.– Utilidad de otras medidas económicas.– Formación y nombramiento de un nuevo Consejo de Estado.– Significación política de los nuevos consejeros.– Sucesos exteriores en este año.– América.– Pérdida de nuestras antiguas colonias.– Daño que nos hizo la conducta de Inglaterra. Ciega obstinación del rey.– Francia.– El advenimiento de Carlos X al trono no altera nuestras relaciones con aquella potencia.– Portugal.– Novedades ocurridas en aquel reino.– Efecto que pudieron producir en España.
 

No se presentó el año 1825 con espíritu más favorable a las ideas de tolerancia, de ilustración y de cultura que el que acababa de expirar. Por el ministerio de Gracia y Justicia continuaban confiriéndose las mitras y las togas a los que más se habían señalado por su exagerado encono contra los liberales, siquiera careciesen de ciencia y no se distinguiesen por sus virtudes; mientras a los eclesiásticos tenidos por más o menos adictos al gobierno constitucional se los privaba de sus beneficios y se los recluía y retenía por tiempo indefinido en los conventos, sin manifestarles siquiera la causa de su reclusión. Y mientras a un prelado tan virtuoso y tan docto como don Antonio Posada se le castigaba por sus opiniones liberales obligándole a renunciar la mitra de Cartagena, se daba el obispado de Málaga al furioso y demagogo realista Fr. Manuel Martínez, y se hacía Grandes de España de primera clase a los generales de ciertas órdenes religiosas, y se anunciaba con pompa en la Gaceta el día que se cubrían como tales en presencia de sus Majestades. Clérigos fanáticos, o que especulaban con un fingido fanatismo, seguían excitando las pasiones populares, declamando desde el púlpito, y denominando impíos o herejes a los compradores de bienes nacionales, y enconando los ánimos del vulgo hasta contra los que usaban ciertas prendas de vestir que la plebe decía ser distintivo de liberales o revolucionarios{1}.

Las comisiones militares continuaban ejerciendo su terrible ministerio. Mas como la gente de algún valer que había logrado escapar de los primeros furores se hallase ya toda, o en extrañas tierras emigrada, o muy cautelosamente en apartados rincones escondida, las víctimas de aquellos tribunales de sangre iban quedando reducidas a los hombres de la ínfima plebe, y entre éstos a los más imprudentes y más lenguaraces, y a los que en momentos de irreflexión, de perturbación o de acaloramiento lanzaban algún grito o soltaban una expresión de las que se decían subversivas, y que proferidas a veces con menos malicia que estúpida indiscreción, bastaban para dar con ellos en el calabozo, en el presidio o en la horca.

En regiones más elevadas continuaba la lucha sorda entre los hombres de ideas tolerantes y templadas, y los que quisieran perpetuar el reinado del terror. Tenían éstos su núcleo en los conventos, en la junta apostólica, en el cuarto del infante don Carlos y en algún ministerio. Trabajaban otros ministros por el triunfo del partido más ilustrado. Cea Bermúdez era de los que más se esforzaban por apartar del lado y de los consejos del rey a los del bando furibundo. En uno de estos esfuerzos consiguió que Fernando se desprendiera de su antiguo y famoso confidente don Antonio Ugarte, secretario ahora del Consejo de Ministros y del Consejo de Estado, enviándole de ministro plenipotenciario a Cerdeña (17 de marzo, 1825). En su lugar fue nombrado para ambos cargos el mayor más antiguo de la secretaría del Consejo de Estado don Antonio Fernández de Urrutia. Mas no logró Cea con la salida de Ugarte el cambio que se había propuesto en la marcha política, porque la influencia de este y otros actos neutralizábase con la que en opuesto sentido seguían ejerciendo con el rey sus compañeros el de la Guerra, Aymerich, y el de Gracia y Justicia, Calomarde.

Una circular que el de la Guerra hizo publicar al siguiente día sujetaba al juicio de purificación, no ya solo a los sargentos y cabos, sino hasta a los soldados que quisieran volver a cualquiera de los cuerpos del ejército, para lo cual mandaba formar juntas de purificación en todos los regimientos; que era ya el extremo a que podía llevarse el lujo del examen inquisitorial que hasta en las mas ínfimas clases se ejercía, exigiéndose hasta a los pobres soldados testimonio de no haber pertenecido a asociaciones secretas de cualquier denominación, cuya existencia probablemente los más de ellos ignorarían. Y al propio tiempo Calomarde disponía que en las universidades las juntas de censura fueran las que purificaran a los alumnos, y en los pueblos donde hubiera seminarios fuesen el corregidor, el rector y el procurador síndico los encargados de purificar a los escolares externos. Alumno entonces el que esta historia escribe, alcanzáronle, con detrimento de su carrera, los efectos de la exagerada extensión a que las juntas llevaban tan despóticas medidas.

Tanto influyeron aquellos ministros en el ánimo del rey en el sentido del más radical absolutismo, que en 19 de abril (1825) dirigió Fernando al ministro de Estado un Manifiesto, en forma de real decreto, en que, socolor de desvanecer voces alarmantes que circulaban de que se le querían aconsejar reformas y novedades en el régimen y gobierno de sus reinos, decía: «Declaro, que no solamente estoy resuelto a conservar intactos y en toda su plenitud los legítimos derechos de mi soberanía, sin ceder ahora ni en tiempo alguno la más pequeña parte de ellos, ni permitir que se establezcan cámaras ni otras instituciones, cualquiera que sea su denominación, que prohíben nuestras leyes y se oponen a nuestras costumbres, sino que tengo las más solemnes y positivas seguridades de que todos mis augustos aliados, que tantas pruebas me han dado de su íntimo afecto, y de su eficaz cooperación al bien de mis reinos, continuarán auxiliando en todas ocasiones a la autoridad legítima y soberana de mi corona, sin aconsejar ni proponer directa ni indirectamente innovación alguna en la forma de mi gobierno. Decreto extraño, no porque no fuesen siempre esas las tendencias del rey, sino por lo extemporáneo e inmotivado; y decreto que los realistas celebraron con banquetes y fiestas, y por el que le enviaron lluvias de plácemes y felicitaciones.

En armonía con estas ideas estaban las providencias de las autoridades. Los que no han conocido aquellos tiempos, y solo han alcanzado éstos de expansión, de holgura y de libertad, apenas podrán comprender cómo se viviría bajo tan opresor sistema, ni creerían verosímil que a los actos de tiranía que hemos ido registrando sucedieran otros tan depresivos de la dignidad humana, y tan maliciosamente encaminados a facilitar a la maldad y a la perfidia víctimas en que cebarse, como el bando que a poco de aquel decreto (mayo, 1825) dio el superintendente interino de Policía don Juan José Recacho. «Ninguna persona, decía en su artículo 1.º, de cualquier clase o condición que sea, podrá zaherir o denigrar las providencias del Gobierno de S. M.; y en el caso de que alguna sea sorprendida en el acto, o convencida de este delito, será inmediatamente arrestada y entregada al tribunal competente.» Imponíase por el 3.º a los dueños de las fondas, cafés, casas de billar, tabernas y otros establecimientos públicos, la obligación de denunciar a la policía las conversaciones en que aquellas, bajo cualquier pretexto, fuesen censuradas. Por el artículo 5.º se castigaba, y sujetaba además a formación de causa a todo el que recibiese por el correo, o por cualquier otro conducto, papeles anónimos que hablaran de materias políticas o de las disposiciones del gobierno, y no los entregara inmediatamente a la policía. En la misma pena incurrían por el 6.º los que recibieran, leyeran o copiaran papeles o cartas firmadas que hablaran de la misma materia en sentido subversivo. Y por último, el 7.º decía: «Los que tengan reuniones públicas o secretas, en las cuales se murmuren las disposiciones del gobierno, o se pretenda desacreditar a éste por medios directos o indirectos, serán procesados, y además de las penas que les señalan las leyes pagarán la multa de cien ducados cada uno de los concurrentes.» Se mandaba fijar este edicto en todos los pueblos del reino.

¿Quién es capaz de medir la extensión y calcular las consecuencias horribles de tan draconiano bando? Lo de menos era condenar los hombres a la soledad y al aislamiento, no pudiendo reunirse tres personas sin gravísimo peligro de ser encarceladas y sometidas a un proceso criminal. No era lo más grave el candado que se ponía a los labios de todos, no fuera que abriéndolos se soltara una expresión que pudiera tomarse por censura indirecta del gobierno o de alguna de sus disposiciones. Tampoco era lo más sensible privarse de toda correspondencia escrita, por miedo de recibir alguna carta o papel que de política hablase. De todo esto podría privarse el hombre, apartándose de toda comunicación social, a trueque de no verse envuelto en una causa y bajo el fallo de una comisión militar ejecutiva. ¿Pero quién podía estar seguro de las delaciones de los malévolos, a que abría anchurosa puerta aquel malhadado bando? ¿Quién podía evitar que por el correo le fuese dirigida una carta, o que por cualquier otro conducto se introdujese en su propia casa un papel, llevado acaso por el mismo que después había de reconocerle, a ciencia cierta de encontrar el cuerpo del delito? Semillero abundante fue semejante disposición de denuncias sin cuento, de procesos premeditados, de persecuciones, de encarcelamientos, y hasta de suplicios, y pasto y alimento inagotable dio a los tribunales especiales que en estas causas entendían, cuando ya les iba faltando materia a que aplicar su poco envidiable cometido.

Porque no todos tenían, ni podían tener la fortuna de contar con poderosos e influyentes padrinos que los salvaran de las calumnias y los sacaran de los calabozos, como tuvieron en el embajador de Francia el ex-ministro de la Guerra don José de la Cruz y los que con él estuvieron encausados y gemían en la prisión. Aquel ministro al dejar de serlo había sido acusado y procesado por supuesto delito de conspiración contra el gobierno, juntamente con el brigadier don José Agustín Llano y el intendente don Francisco Aguilar y Conde. Merced a las gestiones de aquel plenipotenciario activose su causa, y como resultase patente su inocencia, una orden del rey les abrió las puertas del calabozo en que yacían. En la consulta del Consejo supremo de la Guerra se estampaban estas notables palabras: «Cuanto más se busca el crimen por que han sido procesados los referidos sujetos, menos se encuentra aquél, y tanto más resalta la calumnia e injusticia con que han sido perseguidos.» ¡Qué horrible baldón para los denunciadores! En su virtud mandó el rey ponerlos en libertad, y castigar a los dos jueces-fiscales que en la causa habían actuado. Hizo más, que fue ascender a teniente general al mariscal de Campo don José de la Cruz, «en justo desagravio de sus padecimientos.» Pero esto no impidió que el ex-ministro Cruz, ¡incomprensible conducta de Fernando! saliese desterrado de España, teniendo que permanecer apartado de su patria y sin poder volver a ella hasta la muerte del rey.

Había mandado el monarca en aquella real orden (comprendiéndose más la intención que el fundamento), que los informes últimamente unidos a la causa de Cruz se juntasen a la que se seguía por separado al titulado mariscal de campo don Joaquín Capapé, el de la conspiración ultra-realista de Zaragoza, de que dimos cuenta atrás. Sin duda no se hizo en vano aquella real advertencia. Los jueces de esta causa condenaron al sargento mayor de la plaza a un castillo, y a presidio a varios voluntarios realistas; pero el jefe de la conspiración, Capapé, fue absuelto por los votos de ocho vocales del tribunal, con cuyo dictamen se conformó el rey, no obstante que otros seis de ellos le sentenciaban a encierro perpetuo, y otros tres a la pena de muerte. Así se neutralizaba a los ojos de los realistas el efecto de la libertad del ministro Cruz, calumniado e inocente, con la absolución de Capapé, pública y reconocidamente criminal.

Quiso el rey, o por mejor decir, quiso el ministro Calomarde solemnizar el día de San Fernando (30 de mayo, 1825) con un indulto, acto que siempre tiende a dar honrosa idea de la clemencia de los monarcas. ¿Pero en favor de quiénes fue otorgado el indulto de 30 de mayo? En favor de los autores y propagadores de unos folletos que circulaban con profusión por todo el reino con el título de «¡Españoles, unión y alerta!» En estos folletos se intentaba persuadir al pueblo de que en palacio mandaban o influían los masones, y era la causa de que no se castigase a los liberales con el rigor que los realistas exigían, y de que no se restableciese el Santo Oficio. A pesar de que la Junta reservada de Estado había calificado estos folletos de altamente subversivos, torpes e infames, y de consignarse que se propagaban y expedían por medios criminales y oscuros, como se descubriese en muchas provincias que los autores y cómplices de esta abominable propaganda eran los realistas más exaltados, funcionarios públicos y clérigos, y así lo expresaba la real orden, se quiso echar sobre esto el manto de la indulgencia y del perdón, con el objeto de no disgustar a los ultra-realistas y apostólicos. Mas lo que se consiguió fue alentarlos con la impunidad, atribuyendo la indulgencia a debilidad y miedo del gobierno.

Aunque fatigue y repugne hablar tanto de procesos, de prisiones, de comisiones ejecutivas y de suplicios, no es posible pasar en silencio (culpa es del horrible sistema de aquel tiempo, no nuestra) una de las épocas que más se señalaron por el terror y por estas sangrientas ejecuciones. La horca funcionaba casi sin descanso, y eran frecuentes los fusilamientos por la espalda. Conócese este funesto período en la historia con el nombre de la Época de Chaperón, que este era el nombre del personaje que le dio esta triste celebridad. Era Chaperón el presidente de la comisión militar de Madrid, y el que entre todos los jueces descollaba por sus sanguinarios instintos; y como mereciese el aborrecible honor de ser puesto por modelo a los tribunales de las provincias, que eran acusados de tibios, propagose a ellos el furor sanguinario que en el de Madrid predominaba. No se libraban de las prisiones ni el sexo, ni la juventud, ni la hermosura, y no era raro que señoras de educación y de virtud expiasen en la galera el gran crimen de usar abanicos o prendas de los colores proscritos. Dos ciudadanos fueron condenados en ausencia a ser ahorcados, o fusilados si no había verdugo, por el delito de haber pinchado con la punta de un cuchillo un letrero que decía: «¡Viva el rey absoluto!{2}» Cuéntase que Chaperón solía asistir a las ejecuciones, luciendo delante de la lúgubre comitiva todos los grados e insignias que adornaban su uniforme militar; y atribúyesele haber tirado de las piernas al desgraciado don Juan Federico Menage pendiente de la horca, apresurando así la obra del ejecutor de la justicia. Resístese el corazón y la pluma a continuar estampando horrores tales.

Semejante estado de cosas era insostenible: y sobre ser insoportable tanta tirantez por un lado, exigían por otro pronto remedio los trabajos de conspiración que por todas partes se vislumbraban, y los manejos de los apostólicos, en que andaban envueltos altos funcionarios, protegidos y alentados por el furibundo ministro de la Guerra Aymerich. Trabajaban por fortuna en contrario sentido los hombres moderados, a cuya cabeza estaba el ministro Cea, aunque decidido y celoso realista, pero enemigo de la tiranía y de las sangrientas venganzas; y ayudábanle en esta obra hombres como don Luis Fernández de Córdoba, que indignado contra los excesos de las comisiones militares, en una exposición al rey le decía: que la justicia administrada por aquel odioso tribunal tomaba el carácter de una venganza horrible y furiosa, que tenía consternado al país y afligidos a sus buenos servidores; y que el decoro de las insignias militares que S. M. mismo vestía pedía con urgencia la supresión con tanto anhelo deseada{3}. Lograron, pues, los que así pensaban abrir los ojos al rey, mostrándole el peligro que el trono mismo corría, y resolviose Fernando a mudar de sistema, desprendiéndose del terrible ministro de la Guerra Aymerich, nombrándole gobernador militar y político de la plaza de Cádiz (13 de junio, 1825). Fue conferido el ministerio interinamente a don Luis María de Salazar.

Juntamente con este decreto aparecieron los siguientes: exonerando a don Blas Fournás del mando de la guardia real de infantería, y nombrando para este empleo al teniente general conde de España; para la capitanía general de Aragón a don Luis Alejandro Bassecourt; para la de Valencia a don José María Carvajal y Urrutia; para la de Castilla la Nueva a don Joaquín de la Pezuela; para la de Granada a don Juan Caro; para la de Cataluña al marqués de Campo-Sagrado; para la de Guipúzcoa a don Vicente Quesada; para el gobierno de Málaga a don Carlos Favre Daunois, y para la inspección de infantería a don Manuel Llauder.

A los pocos días (27 de junio, 1825) fue elevado al ministerio de la Guerra el honrado marqués de Zambrano, conservando la comandancia general de la Guardia Real de caballería. Y de este modo, y arrancado el mando de las armas de las manos de los más comprometidos en el plan reaccionario, y trasladados otros a diferentes puntos, pareció haberse conjurado la tormenta preparada, y entrar las aguas de la revuelta política en un cauce más suave y tranquilo. De contado ya las desgraciadas viudas y huérfanos de los militares que habían muerto en las filas del ejército constitucional comenzaron a experimentar que se había templado la rigidez del desapiadado sistema anterior, declarándoles los beneficios del Monte pío, si bien solo por lo correspondiente a los grados anteriores al 7 de marzo de 1820, y relevándolos del odioso trámite de la purificación.

Mas lo que hizo resaltar la transición que de una a otra política produjo el triunfo de los hombres templados sobre los apostólicos intolerantes y crueles, fue la real cédula de 4 de agosto (1825), expedida después de oído el Consejo de Castilla (que fue cambio notable, atendidas las antiguas opiniones de este cuerpo), mandando cesar y que quedaran desde luego suprimidas todas las comisiones militares, ejecutivas y permanentes, creadas por real orden de 13 de enero 1824, y que todas las causas en ellas pendientes se pasaran a los jueces y tribunales respectivos para que las sustanciaran y fallaran con arreglo a derecho. Fue éste el mayor, y se puede decir que el primer respiro que se dio a los desdichados que habían estado siendo blanco y objeto de viles delaciones y ruines venganzas, y víctimas de la inexorable cuchilla de aquellos adustos jueces. Al menos pareció haber cesado el reinado del terror y del exterminio, y asomar al horizonte español aurora más bonancible.

Pero tanto como esta disposición consoló a los perseguidos, otro tanto irritó a los terroristas, que sospechando escapárseles su influencia, metidos en conspiraciones, y menos amigos ya del rey que del príncipe en cuyos sentimientos y opiniones encontraban más afinidad y más calor para sus planes, creyendo que éstos estallarían a un tiempo en todos los puntos en que tenían ramificaciones, levantaron al fin la bandera de la rebelión, siendo el primero a tremolarla el general don Jorge Bessieres, aquel aventurero francés, antiguo republicano en Barcelona, furibundo realista después, audaz y bullicioso siempre, que al efecto había enviado delante emisarios, pregonando que palacio estaba dominado por los masones, y que se había vuelto a poner la lápida de la Constitución. Hallábase la corte, cuando esto sucedió (15 de agosto, 1825), en San Ildefonso. Tomando el rebelde la voz del monarca, y fingiendo obrar por orden suya, acudieron a su llamamiento grupos de voluntarios realistas, y aun tres compañías del regimiento de caballería de Santiago, acantonado en Getafe, fueron a incorporársele por orden de su comandante; si bien los soldados, luego que conocieron dónde se los llevaba, retrocedieron abandonando a sus jefes, y solo algunos de éstos se unieron al de los insurrectos.

Sea que realmente esta rebelión indignara al monarca, sea que los cortesanos más comprometidos en el plan viesen que se había frustrado, y quisiesen alejar toda sospecha de connivencia a fuerza de mostrar rigor contra los rebeldes, es lo cierto que el 17 de agosto (1825) se expidió el terrible decreto siguiente: «Art. 1.º Si a la primera intimación que se haga por los generales, jefes y oficiales de mis tropas no se entregasen los rebeldes a discreción, serán todos pasados por las armas: 2.º Todos los que se reúnan a los rebeldes y hagan causa común con ellos serán castigados con la pena de muerte: 3.º No se dará más tiempo a los rebeldes que se aprehendan con las armas en la mano que el necesario para que se preparen a morir como cristianos: 4.º Cualesquiera personas, fuesen o no militares, que en otro diverso punto cometiesen igual crimen de rebelión incurrirán en la pena señalada en los artículos anteriores: 5.º Serán perdonados los sargentos, cabos y soldados que entreguen a sus jefes y oficiales rebeldes. Tendreislo entendido, &c.»

Una vez abandonado Bessieres por los mismos que acaso desde la corte le habían excitado a la rebelión, y tal vez los más interesados ahora en ahogarla, diose a los cuatro días (21 de agosto, 1825) otro decreto declarándole traidor, concebido en los siguientes términos: «Declaro a don Jorge Bessieres traidor, y que como tal ha perdido ya su empleo, grados, honores y condecoraciones. Igual declaración hago respecto a los jefes y oficiales que le acompañen, y a los que cooperen con las armas en la mano a su criminal tentativa.– Todos ellos serán, inmediatamente que sean aprehendidos, pasados por las armas, sin más demora que la necesaria para que se preparen cristianamente a morir.– Todos los que favorezcan o auxilien, aunque sea indirectamente, los que comuniquen avisos, mantengan, conduzcan o encubran correspondencia con dicho jefe rebelde, serán presos y juzgados breve y sumariamente con arreglo a las leyes del reino…– Mi alcalde de Casa y Corte don Matías de Herrero Prieto procederá a instruir una sumaria información para averiguar los cómplices en este alzamiento revolucionario, arrestando a los que resulten implicados, cualquiera que sea su estado, clase y condición, &c.»

Bessieres entretanto había intentado, aunque infructuosamente, apoderarse de Sigüenza. Sorprendiole la noticia de los terribles decretos fulminados contra él; conociose perdido, despidió la mayor parte de su fuerza, que no era ya mucha, y trató de salvarse con unos pocos metiéndose en los pinares de Cuenca; pero acosábanle ya las columnas del ejército, cuyo mando había tomado el mismo conde de España, que había ofrecido dar breve cuenta de los sediciosos, y creíase por muchos que así convenía a sus compromisos personales. Alcanzolos en el pueblo de Zafrilla la columna de granaderos que guiaba el coronel don Saturnino Abuín, y hechos prisioneros, fueron trasladados a Molina de Aragón (25 de agosto, 1825). A la hora de haber llegado, intimoles el conde de España los decretos del rey, y púsolos en capilla. En vano alegó Bessieres que ellos se habían sometido a la primera intimación de la tropa, conforme al primer real decreto. Sin atender el de España a esta excusa, ni querer oír declaraciones sobre las causas del alzamiento, a las ocho y media de la mañana del 26 fueron pasados por las armas Bessieres y los oficiales que le habían seguido{4}. Acto continuo quemó el conde de España los papeles encontrados en el equipaje del caudillo rebelde, y voló a la corte a ofrecer a los pies del trono los trofeos y a recibir el galardón de su triunfo. Agraciole el rey con la gran cruz de Isabel la Católica. Pero no fue él solo el premiado: confiriose la de San Fernando al conde de San Román, comandante de los granaderos de la guardia real, al marqués de Zambrano, ministro de la Guerra, que mandaba la caballería, y al conde de Montealegre, capitán de guardias. Dispensáronse otras gracias a los cortesanos, y acaso participaron de ellas algunos de los mismos que habían soplado el fuego de la sedición.

De los demás puntos en que se esperaba que estallaría al mismo tiempo la revolución, solo en algunos saltaron chispas, que habrían podido ser llamas a no haberse apagado tan pronto la hoguera principal. Perdieron la vida en Granada tres oficiales que intentaron sublevarse, y no fueron seguidos de los de su cuerpo. En Zaragoza debióse a la vigilancia y a la firmeza del capitán general Bassecourt que se contuvieran los sediciosos; y en Tortosa la lealtad del comandante de la guardia del castillo evitó que se apoderasen de él los conjurados, que eran también oficiales de la guarnición, y que tenían el proyecto de revolucionar la ciudad, de arrojar a un pozo al gobernador, y de asesinar a todos los negros como ellos decían, y a los demás a quienes les pareciese bien. Tres de aquellos oficiales fueron arrestados, si bien dos de ellos lograron fugarse. Con motivo de los decretos de 17 y 21 de agosto desplegó tal vigilancia y tomó tales precauciones en todas partes la policía, que frustró los intentos de muchos de los que estaban en combinación con Bessieres.

Temiendo el rey y sus consejeros que el rigor de aquellas medidas produjera reclamaciones de parte de los muchos interesados en que ni se descubriese ni se castigase aquella gran trama, y que recogiendo, como solían hacerlo, las firmas de muchos incautos, intentaran persuadirle que el pueblo, el ejército y los voluntarios realistas sentían y desaprobaban las medidas del gobierno, expidiose otro real decreto (28 de agosto, 1825), cuyo primer artículo decía: «Renuevo y amplío la prohibición de que el pueblo o una parte, multitud o asociación de él, o cualquiera cuerpo, o compañía o trozo de mis ejércitos, milicias provinciales y voluntarios realistas, u otra gente armada, fuerza organizada de tierra o mar, esté o no en servicio, se reúna o comunique entre sí o con otros, en público o en secreto, de palabra, por escrito u otros signos, para hacerme a mí o cualquiera autoridad representaciones o mensajes, o cooperar a sostener las que otros hagan sobre materias generales de gobierno contra las determinaciones de éste o los actos de justicia, ni para pedir indultos, perdones, bajas de derechos reales, municipales que Yo haya determinado o aprobado, ni de precios de otras cosas establecidas por la autoridad legítima, ni bajo otro pretexto por importante o necesario que parezca.»

Y en el 2.º se declaraban las reuniones o comunicaciones que tal objeto tuviesen, delitos de insubordinación, conspiración, sedición o trastorno contra el orden legítimo establecido. Y se hacían sobre esto las advertencias y las prescripciones más severas a todas las autoridades, oficinas y corporaciones militares, eclesiásticas, civiles, municipales y de todo género, declarando desde luego principales culpables a los ocho primeros firmantes de cualquier representación, mensaje o escrito de esta índole que al rey o al gobierno se dirigiese.

Mas no se mostraba el rey menos severo ni menos terrible contra los hombres de otras ideas y de otros bandos. Había descubierto y sorprendido la policía en Granada una logia de masones en el acto de recibir un neófito, revestidos por consecuencia de los trajes y rodeados de los instrumentos y emblemas propios de la sociedad. Pues bien; en el mismo día y en la misma Gaceta en que declaraba traidores a Bessieres y a los suyos, y se los condenaba a ser pasados por las armas sin más tiempo que el necesario para prepararse a morir como cristianos, se condenaba a la pena de horca en el término de tres días a los masones aprehendidos en Granada, y a los que lo fueren en cualquier otro punto del reino. El sistema de suplicios y de sangre alcanzaba a todos.

Otra víctima fue sacrificada en aquellos mismos días, que a no haber caído en cierta desesperación nada extraña, habría sido el tipo del verdadero mártir político, como fue objeto de bárbaras crueldades, que bastarían para hacer mirar con horror y anatematizar tan desdichada época. Hablamos del martirio y el suplicio de don Juan Martín, el Empecinado, valiente y famoso guerrillero de la guerra de la independencia, en cuyo período había prestado eminentes servicios al rey y a la patria. Ninguna parte había tenido en los alzamientos de 1814 a 1820. En la segunda época constitucional había defendido la causa de la libertad como otros jefes militares, y después de la capitulación de Cádiz con el ejército francés habíase retirado a vivir tranquilamente en la villa de Roa, inmediata a su pueblo natal, Castrillo de Duero. El fanático y vengativo corregidor de la villa, ya por odio a las ideas, ya por personales resentimientos, formole causa so pretexto de haber permanecido con las armas en la mano después de la libertad del rey, y sumiole en un calabozo. No fue difícil al juez encontrar en una población que se distinguía por su exaltado realismo quien depusiera contra el procesado. Ya en la cárcel, le hizo sufrir padecimientos sin tasa; pero lo horrible, lo inaudito, lo que hace erizar los cabellos como acto de inconcebible barbarie, fue haber mandado construir una jaula de hierro, donde hacía encerrar al desventurado don Juan Martín, y exponerle a modo de fiera salvaje en la plaza pública en los días de mercado al escarnio y al insulto de la feroz y vengativa plebe, que se complacía en atormentarle con todo género de repugnantes ultrajes.

Sentenciole después a la pena de horca, cuyo fallo confirmó la sala de alcaldes de Casa y Corte, a excepción de dos individuos, que, aunque furibundos realistas, creyeron manchar su toga si aprobaban lo que les parecía una iniquidad. Un general francés interpuso su mediación con el rey para ver de evitar un suplicio que miraba como ofensivo a la humanidad y a la civilización. La anciana madre de la víctima partía con sus justos lamentos todo otro corazón que no fuese como el de aquellos feroces jueces, y el del mismo Fernando, que se mantuvo sordo y frío a todos los ruegos. Preparose don Juan Martín a morir como cristiano, confesándose en la capilla, y reconciliándose al salir de la cárcel, despidiéndose también con cierta serenidad de los que en ella quedaban. Mas en el camino y cerca ya del patíbulo, repentinamente, o porque irritara al insigne caudillo de la independencia y de la libertad ver su espada en manos del comandante de realistas, o porque en su genio impetuoso y altivo, antes de sufrir una inmerecida afrenta hubiera resuelto vender cara su vida, rompió con hercúlea fuerza las esposas de hierro que sujetaban sus manos, apeose de su humilde cabalgadura, aterró a la muchedumbre, que se dio a huir, y tal vez se hubiera salvado rompiendo por los que le escoltaban, si a los pocos momentos no hubiera tropezado y caído, echándose sobre él los que le cercaban. Todavía forcejeó con ellos y con el verdugo, tanto que fue menester que entre todos le ataran y sujetaran con una soga y levantaran así su cuerpo hasta la altura del cadalso, donde al fin expiró (19 de agosto, 1825), con muerte que se creyó afrentosa entonces, y como tal se la dieron sus enemigos, pero que la posteridad, más ilustrada y más justa, ha considerado gloriosa, siendo el nombre de El Empecinado uno de los que han recibido los honores de ser inscritos con letras de oro en el salón de la representación nacional entre los mártires de la libertad española{5}.

Tomose como síntoma y esperanza de darse a la marcha de los negocios nuevo y más acertado rumbo la creación de una Junta auxiliar del Consejo de ministros con el nombre de Real Junta consultiva de Gobierno (13 de setiembre, 1825), en razón a entrar en ella, entre hombres de exaltadas ideas realistas, otros conocidos por su templanza, y reputados por su conciencia y su saber{6}. Eran los principales fines y cargos de esta Junta examinar el estado de todos los ramos de la administración, y los recursos que ofrecieran, comparados con los que existían antes; calcular y graduar la suma anual que se necesitaría para sostener las obligaciones y cargas del Estado; formar un balance aproximado entre los gastos y los ingresos; dar dictamen sobre el aumento, diminución, reforma o subrogación de los tributos, sin acrecentar la indigencia individual, sobre negociaciones de empréstitos, contratas o empresas generales, supresión o aumento de empleos, y sobre todo lo demás que el rey o el consejo de ministros le consultare. La Junta se mostró desde luego animada de los mejores deseos, y protestó que procuraría hacer cuantas mejoras pudiese, obrando con imparcialidad y sin espíritu de partido.

Pero esta esperanza fue de duración muy corta. Los trabajos de mina de los apostólicos eran asiduos y constantes, y como el resorte que les imprimía movimiento e impulso era la persona que el rey tenía más íntima y allegada, siempre contaban con un gran elemento para recuperar su influjo. Debida fue a esto la caída del ministro Cea Bermúdez (24 de octubre, 1825), el representante del realismo tolerante e ilustrado, y su reemplazo por el duque del Infantado, agente o instrumento siempre de la política y de la parcialidad más reaccionaria. Consecuencia fue también de este cambio perder en importancia la Junta consultiva de Gobierno, que tan provechosa habría podido ser, si se hubieran encomendado a su examen y juicio los vitales negocios para que había sido instituida y formada.

En medio de estas variaciones y de estas alternativas de influencias, descollaba en el cuadro del gobierno, manteniéndose al parecer extraño a todas las rivalidades políticas, atento exclusivamente al mejoramiento del importante ramo de la administración que a su cargo corría, el ministro de Hacienda don Luis López Ballesteros, de cuya concentrada laboriosidad e incansable celo daban testimonio las muchas medidas, más o menos parciales o generales, que aparecían frecuentemente en las columnas de la Gaceta. Siendo su empeño principal acomodar los gastos a la riqueza de los pueblos, cubrir con la posible exactitud y proporción todas las obligaciones del Estado, conocer y calcular con la debida anticipación el producto de las rentas y su relación con las necesidades más precisas del servicio público, dictó una disposición (14 de noviembre, 1825), si en todos tiempos útil, en aquellos indispensable y salvadora, a saber: que cada ministerio formara anualmente el presupuesto de sus gastos y atenciones especiales, el cual había de pasarse el 1.º de noviembre a lo más tarde al de Hacienda, que oyendo al director general del Tesoro y demás que pudiera convenir, y con los datos que le suministraría la Contaduría general de Valores, vistos los gastos y sueldos, los productos de las contribuciones y rentas, y el líquido disponible que resultara, los pasaría a su vez para el 15 del mismo noviembre al Consejo de ministros, con sus observaciones. Examinados por el Consejo, se presentarían al rey para su soberana aprobación, obtenida la cual, se comunicarían a los respectivos ministerios y direcciones para su cumplimiento. No se abonaría cantidad alguna a título de imprevistos, sino la que cada año estuviera presupuesta, y eso con expresa real aprobación y a propuesta del Consejo, ni se admitiría en cuenta pago alguno que no estuviera comprendido en los presupuestos aprobados: juntamente con otras medidas y exquisitas prevenciones para la exactitud de las cuentas.

Con esta y otras providencias administrativas, que sería largo enumerar, y que constituían un sistema económico admirable para aquellos tiempos, y con una constancia no menos maravillosa, logró el ministro Ballesteros, en una época de atraso y de penuria, de desconcierto y de perturbación, de arbitrariedad y de pasiones políticas, regularizar la hacienda en términos de poder ocurrir a las necesidades públicas más imperiosas dentro y fuera del reino, y de atender y pagar a todas las clases que vivían del tesoro. Era su administración el consuelo que los hombres sensatos experimentaban en aquel período, por otra parte y por tantos motivos tan aciago.

Bien merece también los honores de ser citada la disposición de 4 de diciembre (1825) sobre montes y plantíos, imponiendo penas a las justicias y ayuntamientos que no cumpliesen lo mandado, estableciendo reglas sobre su cuidado, cultivo y mejoramiento, y dando preceptos a los subdelegados, visitadores y otros encargados de la vigilancia de aquel importante ramo de la riqueza pública: así como la regularidad establecida en los pagos de haberes a todas las clases dependientes de los diversos ministerios, para lo cual ordenó el ministro de Hacienda a los intendentes de provincia que todos los meses remitiesen una nómina exacta del haber devengado por los empleados en ejercicio, otra del devengado por los jubilados, otra del de los cesantes, otra de los cesantes pendientes de purificación que cobraban sueldo, otra de los cesantes impurificados que cobraban asignación, otra de los pensionados y pensionadas, y otra de las viudas de los empleados. Hecho todo esto con arreglo a modelos, y a prevenciones minuciosas que se les hacían, practicábase todo con un orden, una escrupulosidad, y una uniformidad y concierto hasta entonces desconocidos.

Terminó aquel año con la creación de un nuevo Consejo de Estado (28 de diciembre, 1825), del cual eran individuos natos los ministros, reservándose el rey la presidencia, y cuyas atribuciones eran proponerle y consultarle los planes para el arreglo y mejora de todos los ramos de la administración, en lo civil, en lo militar, en lo económico, en todo lo relativo a marina, industria y comercio, a la conservación de los derechos de la legitimidad, a los graves negocios de las provincias ultramarinas que se desprendían de la madre patria, a todo en fin lo importante y grave de la gobernación del reino, que poco tiempo antes había sido confiado a la real Junta consultiva de Gobierno, que con la nueva creación cesaba, por no tener ya razón de ser. Y este era sin duda el objeto, porque el personal de la Junta ni era ni podía ser del agrado del partido realista exaltado e intolerante, que había vuelto a predominar desde la salida de Cea Bermúdez del ministerio. Aunque se conservaron en el nuevo Consejo algunos vocales de la Junta, los más fueron sustituidos por personas y nombres que simbolizaban la intolerancia y el terror{7}. Aparte de la significación política de los más de los nuevos consejeros, que era funesta, el decreto contenía una cláusula recomendable, a saber, la inamovilidad que establecía, prescribiendo que los consejeros no pudiesen ser separados sino por delitos positivos, y gozaran de toda seguridad, «para que sin recelos (decía), temores, ni influjos de ninguna especie, puedan, como deben hacerlo los vasallos fieles, expresar su dictamen y voto.» Condición que desearíamos revistieran siempre cuerpos de esta índole.

Hemos seguido paso a paso la marcha de los sucesos de este año en lo interior del reino. Fáltanos dar una ojeada por lo que había acontecido fuera, e interesaba e influía en la suerte de la península, ya en las provincias españolas de allende los mares, ya en las naciones extranjeras de Europa con que estábamos más en relación y contacto.

Sabido es, porque lo hemos hecho ya notar, el empeño de Fernando VII en esta segunda época de su absolutismo, de querer sujetar y reducir a su obediencia, y mantener o reconquistar las colonias españolas de América, que o se habían emancipado ya de la metrópoli, o luchaban todavía por alcanzar su independencia, cuya cuestión cometieron las Cortes el error de no acabar de resolver en el último período constitucional. Algún tratado de reconocimiento, hecho con más o menos legítimos poderes, llegó a España cuando aquél expiraba, y quedó por lo tanto indeciso. Fernando, que no reconoció nada de lo hecho por las Cortes, negose también a todo pacto o transacción con los insurrectos americanos, sin mirar que le faltaban fuerzas y medios para reducirlos, cuando aquellos se habían proclamado ya libres, y establecido las repúblicas de Venezuela y de Colombia, de Chile y del Río de la Plata, que en Nueva España solo se conservaba por nosotros el castillo de San Juan de Ulúa, y que solo en el virreinato del Perú teníamos un lucido ejército que peleaba gloriosamente, siempre con heroico denuedo, pero no siempre con próspera fortuna.

Fiaba Fernando en la protección de los soberanos de Europa para domar la rebelión americana y recobrar sus antiguas posesiones ultramarinas; pero además de la vacilación de las potencias, por encontradas consideraciones, deteníalos y los paralizaba, dado que tales hubieran sido sus deseos, la política de la Gran Bretaña, cuyas declaraciones y cuya conducta hemos visto y podido juzgar en el capítulo precedente. Al fin el gobierno inglés dio a España el golpe de gracia de tanto tiempo meditado y con que la había estado amenazando, con la declaracion (1.º de enero, 1825) de que reconocía como potencias independientes varios de los estados desprendidos de la dominación española, haciendo conocer su resolución por una nota dirigida a los agentes diplomáticos de todos los gobiernos con quienes estaba en amistad. Lo mismo habían hecho ya los Estados Unidos, comprendiendo en una general declaración a todos los que habían proclamado su independencia. En aquel mismo año se vieron los españoles que guarnecían el castillo de San Juan de Ulúa obligados a evacuarle por capitulación (18 de noviembre, 1825), abandonando así el único punto que España poseía en el territorio mejicano.

La guerra del Perú era la que se había sostenido con más empeño y con más gloria de parte de los generales y del ejército español. Fundábanse en ellos grandes esperanzas, y no pocas veces consolaba leer en la Gaceta de Madrid los partes de victorias y triunfos conseguidos allí contra los insurrectos por nuestros leales soldados. Pero faltaban las fuerzas navales y los recursos necesarios para reparar las pérdidas que también se sufrían, y para poder alcanzar la conservación de un imperio tan lejano. En favor de los disidentes del Perú acudió de la república de Venezuela el general Simón Bolívar, acreditado entre los americanos como guerrero, y también como político. Conociose este auxilio en las operaciones de la guerra: en la batalla de Junín alcanzaron los peruanos una considerable ventaja sobre los españoles. Repusiéronse éstos sin embargo, merced a la inteligencia y a los esfuerzos de sus caudillos, entre los cuales sobresalía el valiente, activo y honrado don Gerónimo Valdés. Las cosas parecía ofrecer ya un aspecto favorable a las armas españolas; mas todas las esperanzas vinieron a desvanecerse en la batalla que por el nombre del valle en que se dio es conocida con el de batalla de Ayacucho, en que después de haber andado varia la fortuna se declaró completamente en favor de los americanos, teniendo que capitular todo el ejército español, obligándose a abandonar aquellas regiones. Infortunios que vinieron a condensar y oscurecer las ya harto negras sombras del calamitoso reinado de Fernando VII.

En Francia, como hemos visto, había sucedido a Luis XVIII, monarca que a pesar de haber acabado con las libertades españolas había dado tantos consejos de tolerancia al rey Católico, su hermano Carlos X, de menos alcances y capacidad, de más fanática devoción, más obstinado, más dado a sostener los privilegios de la nobleza, y por lo mismo más expuesto a perder los de la corona, pero también, por aquellas condiciones, más del agrado de Fernando VII, que no se veía importunado con consejos que contrariaran su carácter y las tendencias de su política. Sin embargo de esto, las relaciones entre las cortes de Francia y España no sufrieron alteración esencial en este período.




{1} Llevose en este punto la exageración hasta un ridículo que nos parecería increíble, si en más de una ocasión no lo hubiéramos presenciado. Ensañábase el populacho contra los que llevaban una especie de gorras que usaban los oficiales franceses, y a que se dio el nombre de cachuchas, tomáronlos por sospechosos, y no era raro ver a los realistas furibundos acometer, apalear y herir a los paisanos que las llevaban. La cosa llegó a tomarse tan por lo serio, que en 2 de enero (1825) se prohibió en todo el reino el uso de las cachuchas.

{2} Don Emeterio Landesa y don Francisco de Uncilla.

{3} Memoria justificativa que dirige a sus conciudadanos el general Córdoba. Madrid, 1837.

{4} Fueron estos desgraciados los siguientes: don Francisco Baños, coronel; don Valerio Gómez, Comandante del escuadrón de Santiago; don Antonio Perantón, comandante; don Francisco Ortega, ayudante; don José Velasco, don Miguel Cisvona y don Simón Torres, tenientes.

{5} Entre los documentos oficiales que se salvaron relativos a este suceso, lo fue el siguiente: «Comisión de la Real Chancillería de Valladolid.– Sin embargo de que por el excelentísimo Receptor de la Comisión se remite a V. S. el testimonio correspondiente de haberse ejecutado en este día y hora de la una menos cuarto de su tarde la real sentencia de muerte de horca impuesta al Empecinado, con todo he creído de mi deber el hacerlo yo también como lo hago por éste, manifestando a V. S. al mismo tiempo que hallándose ya el reo al pie de la misma horca, y habiendo dado al parecer muestras de arrepentimiento, hizo un esfuerzo prodigioso y rompió las esposas de hierro que tenía en las manos, y trató de salir por entre las filas de los valientes voluntarios de esta villa y sus inmediaciones que tenían hecho el cerco.

»El objeto, señor gobernador, que sin duda ofuscó a este perverso, fue el de acogerse al sagrado de la Colegial, o lograr en otro caso el que los mismos voluntarios le diesen la muerte, y no sufrir la afrentosa de la horca; pero le salieron vanos sus intentes, pues solo trataron de asegurarlo, y viendo yo que no quería subir por las escaleras y que se tiró en el suelo, mandé que lo subieran con una soga, como se verificó, y sufrió la tan »merecida muerta.

»Dios guarde a V. S. muchos años.– Roa, y agosto 19 a las dos de su tarde, de 1825.– Vicente García Álvarez.– Señor gobernador de las Salas del Crimen de la Real Chancillería de Valladolid.»

Las cenizas del Empecinado fueron después trasladadas a Burgos, donde descansan no lejos de las del Cid, y en Alcalá se empezó a levantar un monumento en su memoria.

El señor don Salustiano Olózaga, que escribió en la Crónica Hispano-Americana un sentido artículo sobre la muerte del Empecinado, en que hace merecidos elogios de muchos de los hechos heroicos de su vida, refiere varias circunstancias de su prisión, de su proceso y de su muerte, pero omite otras de que nosotros hemos hecho mérito, sacadas de escritores contemporáneos, y oídas a testigos oculares dignos de respeto y de fe.

{6} Los de pronto nombrados fueron: el general Castaños, consejero de Estado y capitán general de ejército, presidente; don Anselmo de Rivas, consejero de Estado; don Diego de la Cuadra, honorario del mismo Consejo; el arzobispo de Méjico; el de Zaragoza; el obispo de Palencia; fray Cirilo Alameda, vicario general de la orden de San Francisco; don Ramón Montero, secretario de la Junta reservada de Estado; los tenientes generales marqués de la Reunión y conde de Guaqui; don Antonio Pilón, mayor general de la real armada; don Francisco Marín, del Consejo y Cámara de Castilla; don José Hevia y Noriega, del mismo Consejo; den Bruno Vallarino, del Consejo de Indias; don Jacobo Marín Parga, del de Hacienda; don Antonio de Elola, intendente de ejército; don José Juana Pinilla, contador general de Valores; don Luis Gargollo, del comercio de Cádiz; don Andrés Caballero, del comercio de Madrid; don Agustín Perales, intendente de Marina, secretario sin voto.

Reservábase además el rey el nombramiento de otros vocales, hasta veinte y cinco.

{7} Los consejeros nombrados fueron: el cardenal arzobispo de Toledo; el obispo de León; el padre Fr. Cirilo Alameda; el general Castaños; el marqués de Villaverde; el de la Reunión; el conde de Venadito; don José García de la Torre; don Francisco Ibáñez de Leiva; don Juan Bautista Erro; don José Aznares; don Joaquín Peralta; don Pío Elizalde, y los duques del Infantado y de San Carlos, don Luis María Salazar, Calomarde, Ballesteros y Zambrano, como ministros.