Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XXI
Insurrección de Cataluña
La guerra de los agraviados
1826-1827

Instalación del nuevo Consejo de Estado.– Temeraria invasión de emigrados.– Los hermanos Bazán.– Su exterminio.– Fusilamientos.– Privilegios a los voluntarios realistas.– Influencia teocrática.– Lamentable estado de la enseñanza pública.– La hipocresía erigida en sistema.– Excepción honrosa.– Célebre y notable exposición de don Javier de Burgos al rey.– Efecto que produce.– Ascendiente del conde de España en la corte.– Viaje de SS. MM. a los baños de Sacedón.– Sucesos de Portugal.– Muerte de don Juan VI.– Conducta del infante don Miguel.– Renuncia don Pedro la corona en su hija doña María de la Gloria.– Otorga una carta constitucional al reino lusitano.– Disgusto y agitación en los realistas portugueses y españoles.– Protección de Inglaterra a doña María de la Gloria.– Manifiesto del monarca español.– Movimientos en España con motivo de los sucesos de Portugal.– Consejos del gobierno francés a Fernando.– Son desoídos.– Exigencias de los realistas exaltados.– Don Carlos y su esposa.– Los agraviados de Cataluña.– Federación de realistas puros.– Se atribuyen maliciosamente los planes de rebelión a los liberales emigrados.– Estalla la primera rebelión realista en Cataluña.– Es sofocada.– Fusilamientos de algunos cabecillas.– Proclamas y papeles que descubren sus planes.– Indulto.– Segunda y más general insurrección.– Reuniones de eclesiásticos para promoverla.– Junta revolucionaria de Manresa.– Pónese a la cabeza de los sediciosos don Agustín Saperes (a) Caragol.– Alocuciones notables.– Bandera de los agraviados.– Proclaman la Inquisición y el exterminio de los liberales.– El clero catalán.– Levantamiento de Vich.– Cunde la insurrección en todo el Principado.– Resuelve el rey pasar en persona a Cataluña.– Va acompañado de Calomarde.– Su alocución a los catalanes.– Refuerzos de tropas.– El conde de España general en jefe.– Van siendo vencidos los insurrectos.– Sorpresa grave del conde de España en un convento de Manresa.– Resultados de aquel suceso.– Huida de Jep dels Estanys.– Entrada del de España en Vich.– Diálogo notable con aquel prelado.– Derrota de los rebeldes.–Curioso episodio de la célebre realista Josefina Comerford.– Pacificación de Cataluña.– La reina Amalia es llamada por el rey.– Recíbela en Valencia.– Festejos en esta ciudad.– Misteriosos y horribles suplicios en Tarragona.– Pasan a Tarragona el rey y la reina.– Prisión y castigo de Josefina.– Va el conde de España a Barcelona.– Evacuan la plaza las tropas francesas.– Trasládanse a Barcelona los reyes.– Cómo son recibidos y tratados.– Primeras medidas del conde de España contra los liberales.– Síntomas de grandes infortunios.
 

Por suplemento a la Gaceta de Madrid de 17 de enero (1826) se anunció haberse instalado solemnemente el día anterior el nuevo Consejo de Estado, creado por real decreto de 28 de diciembre último, presidiendo el rey la ceremonia y ocupando la silla del trono, y teniendo a sus lados a los infantes don Carlos y don Francisco. El duque del Infantado, como primer secretario de Estado y del Despacho, pronunció un discurso, del cual fueron las más notables las frases siguientes:

«De todas nuestras atenciones ningunas más sagradas que la de ser unos vigías constantes de la seguridad del trono, y la de conservar ilesos los legítimos derechos que V. M. heredó con la corona de las Españas, evitando que por persona ni so pretexto alguno sean desconocidos o menoscabados. Sí; juramos y prometemos a V. M. que no descansaremos mientras nos conste que existen enemigos de vuestra soberanía, cualquiera que sea la máscara con que se disfracen, o do quiera que se oculten; aún en las cavernas tenebrosas de su malignidad, allí los descubriremos, y los presentaremos a la innata clemencia de V. M. Y concluía protestando que el Consejo llenaría su misión, con calma, con prudencia, con la más estricta imparcialidad, y libre de todo espíritu de partido.

Quiso la mala suerte para los liberales, que los primeros que dieran ocasión al gobierno para desplegar nuevamente su fiero rigor contra los que consideraba enemigos de la soberanía, fuesen de la clase de los constitucionales emigrados, que preocupados con una idea, ciegos en su delirio, y desconociendo desde el extranjero las circunstancias y el verdadero espíritu de su país, fascinados con la ilusión de que los aguardaban para unírseles a su llegada numerosos partidarios, se lanzaban a temerarias empresas, soñando facilidades y triunfos halagüeños. Tal les sucedió al coronel don Antonio Fernández Bazán y su hermano don Juan, que con algunos otros jefes y sobre sesenta individuos que los seguían, desembarcaron una noche en la costa de Alicante (18 a 19 de febrero, 1826), y cercaron al amanecer el pueblo de Guardamar. Muy pronto se abrieron sus ojos al desengaño. En lugar de los numerosos adictos que confiaban habían de levantarse en su favor, echáronseles encima los voluntarios realistas de la comarca, como ansiosos de devorar la presa que se les venía a las manos. Quisieron los invasores reembarcarse, mas como se lo impidiese el contrario viento, buscaron amparo en la áspera y quebrada sierra de Crevillente. Los gobernadores militares de Orihuela, Alicante y Murcia, todos enviaron fuerzas contra ellos; los realistas de Elche los alcanzaron, y mataron al teniente coronel don José Selles, haciendo varios prisioneros. Perseguidos y acosados los demás por la sierra, don Juan Bazán cayó mortalmente herido; desesperado el don Antonio, intentó acabar con la vida de su hermano y con la suya propia disparando dos pistolas, mas con tan mala suerte que en ambas le falló el tiro. Abalanzáronse sobre ellos sus perseguidores, y ambos fueron hechos prisioneros con bastantes de los suyos. Bazán fue fusilado en Orihuela sobre las mismas parihuelas en que había sido conducido por sus heridas, (4 de marzo, 1826), sufriendo con admirable serenidad la muerte{1}. En Alicante corrió la sangre de veinte y ocho víctimas; la de algunas más tiñó el suelo de otros pueblos.

El artículo de oficio, en que se anunciaba por Gaceta extraordinaria este suceso comenzaba: «Una nueva gavilla de aquella ralea de desalmados forajidos a quienes no escarmienta la experiencia, &c.» Así eran tratados y calificados oficialmente los que, si bien con ligereza y con indiscreción, obraban muchas veces a impulsos de una idea política, y guiados por un fin a sus ojos patriótico y noble. Cada chispa de estas que saltaba daba pie para que arreciaran los furores de la persecución, y para que se apretaran los resortes de la máquina. Extendíanse a nuevas clases las purificaciones. Mudábanse los capitanes generales de las provincias{2}. Nombrábase un inspector general de voluntarios realistas{3}; concedíanse a estos cuerpos nuevos privilegios, como los de exención de cartas de seguridad, y de libre introducción por las provincias exentas del armamento que necesitasen, con lo cual crecía su orgullo, y se iban considerando como los señores privilegiados del reino, aparte del clero, que era la clase y el poder dominante, pero uniéndose admirablemente las dos influencias para los mismos fines.

Confiada a los frailes la enseñanza de las universidades y seminarios; dirigidos por los jesuitas los colegios mayores; designados para libros de texto los que contenían doctrinas más favorables a la teocracia y al poder absoluto de los reyes; prohibidos por los obispos los libros en que pudiera aprenderse algo de filosofía, o de economía política, o de crítica histórica, siquiera no se rozasen ni con la religión ni con la moral{4}; sujetos a purificación, no solo los profesores y alumnos de todas los clases y escuelas, sino también las maestras de niñas, la educación de la juventud tomaba un tinte de oscurantismo y de hipocresía, que amenazaba sumir a la nación en la más ruda ignorancia. Decimos de hipocresía, porque hacíase particular estudio y poníase singular esmero en prescribir y hacer ejecutar ciertas prácticas exteriores de devoción, a que se procuraba dar todo el aparato y toda la publicidad posible. Señalábanse ciertos días para que los estudiantes todos de cada establecimiento confesaran y comulgaran en cuerpo y como procesionalmente. Hacían lo mismo los voluntarios realistas por batallones y con sus jefes a la cabeza; la tropa, los empleados públicos de cada departamento, los jueces, magistrados y curiales. Daban ejemplo el monarca y los príncipes, el nuncio y el patriarca, marchando a la cabeza de las cofradías. Y como el 1826 fuese Año Santo, a causa del jubileo concedido por el Sumo Pontífice a los que visitasen las iglesias, la España, como observa un escritor, parecía haberse convertido en una procesión continuada que se cruzaba en todas direcciones, y se extendía desde la capital de la monarquía hasta el más despreciable lugarejo.

No faltó, en medio de todo, algún español ilustrado, que levantara con energía su voz contra aquella política, contra aquel sistema de gobierno, y principalmente contra las rudas persecuciones y la proscripción de los hombres liberales, y que la hiciera llegar desde larga distancia hasta el trono mismo. Hizo este servicio, con un valor raro en tiempos de tiranía, el distinguido literato don Javier de Burgos, en su célebre Representación al rey desde París en 24 de enero de 1826. Hallábase Burgos en la capital de Francia desde 1824, comisionado por el director de la Caja de Amortización para remover ciertos obstáculos que impedían la realización del empréstito Guebhard contratado por la Regencia que había presidido el duque del Infantado. Después de allanadas algunas dificultades, que permitieron entrasen al año siguiente 170 millones en las arcas del tesoro, confió a Burgos otras comisiones el gobierno español, y como en sus comunicaciones y respuestas hiciese siempre aquél indicaciones y reparos sobre la errada marcha política del gobierno, mereció que se le excitara de real orden a formular explícitamente lo que no hacía sino indicar. Por respuesta a tal excitación envió su famosa Exposición a Fernando VII, denunciando los males que aquejaban a España en aquella época, y proponiendo las medidas que para remediarlos podía adoptar el gobierno.

Las cuestiones que en ella se propuso Burgos resolver fueron las siguientes: –1.ª ¿Aquejan a España males gravísimos? 2.ª ¿Bastan a conjurarlos los medios empleados hasta ahora? 3.ª Si para lograrlo conviene emplear otros, ¿cuáles son éstos?–Resolvía estas cuestiones proponiendo, entre otros medios, una amnistía ilimitada; poner en venta 300 millones de bienes del clero, con arreglo a una autorización otorgada antes por el Sumo Pontífice; separar de las atribuciones del Consejo de Castilla la administración superior del Estado, y confiársela a un ministerio especial, denominado de lo Interior. La Memoria era extensa, llena de elevadas máximas políticas y de principios administrativos, expuesto todo con raciocinio lógico, elegancia y energía de estilo, lenguaje vigoroso y franco, raro y admirable en un período de espantosa reacción, y constituía una especie de programa de gobierno, que el autor tuvo más adelante, como habremos de ver, ocasión de plantear. Hiciéronse y circularon en prodigioso número copias manuscritas de esta célebre exposición{5}; la opinión liberal la recibió con entusiasmo y le prodigaba aplausos infinitos; el rey pareció haberla acogido sin disgusto, y aun con benevolencia, pues dio a su autor el premio, aunque pequeño, de la cruz supernumeraria de Carlos III.

Mas a pesar de esta muestra de aprecio, no pareció haber sido bastantes las máximas y consejos de Burgos a mover al rey a cambiar de política, como ha podido observarse por los hechos que hemos referido de este tiempo. El clero y los voluntarios realistas continuaban siendo como los dos poderes del Estado. El conde de España desde la captura y el fusilamiento de Bessieres había tomado un gran ascendiente en la corte: el rey le hizo merced de la grandeza de España, y le dio el mando de la guardia real de infantería. Pero Fernando se reservó la inmediata y suprema dirección de su guardia, declarándose su coronel general.

No andaba bien por entonces la salud del rey, y menos la de la reina Amalia. Con este motivo, y habiéndoles sido aconsejados los baños y aguas de Sacedón y de Solán de Cabras, hicieron SS. MM. este viaje; pasaron en aquellos sitios parte de los meses de julio y agosto (1826), y regresaron a Madrid, no habiendo dejado de experimentar algún alivio la reina. La tranquilidad no había sido alterada en este tiempo, ni registra la historia en este breve período sangrientas ejecuciones. Pero observábanse ya por la parte de Cataluña síntomas siniestros, y divisábanse ciertas llamaradas como precursoras del fuego que allí había de arder no tardando, y había de llenar de consternación, no solo aquel país, sino la España entera. Mas si aquello no era todavía sino un amago, en el vecino reino de Portugal habíanse consumado sucesos de gran trascendencia, y a los cuales no podían ser indiferentes ni el rey, ni el gobierno, ni la nación española.

Fueron aquellos acontecimientos a consecuencia del fallecimiento del anciano monarca don Juan VI (marzo, 1826). Tocaba sucederle en el trono portugués a su hijo primogénito don Pedro, que aprovechando las alteraciones de América, se había proclamado emperador del Brasil, donde su padre le había dejado, y cuyo imperio había sido reconocido por éste, aunque no sin repugnancia, tomando él también el título de emperador para no aparecer inferior a su hijo. Quedaba rigiendo interinamente el reino la infanta doña María Isabel, su hermana. El díscolo y sanguinario don Miguel, su hijo segundo, continuaba residiendo en Viena, y a la comunicación en que la regente le participaba el fallecimiento de su padre, no solo no mostró entonces aspiraciones ambiciosas, sino que respondió que deseaba se cumpliese en todo la voluntad y lo que su hermano dispusiese como legítimo heredero de la corona; añadiendo, hipócritamente, como tendremos ocasión de ver después, que en el caso de que alguno temerariamente se atreviera a abusar de su nombre para cubrir proyectos subversivos, la autorizaba a enseñar y publicar aquella, cuándo, cómo y dónde conviniere{6}. Por su parte don Pedro, o por repugnancia a regir dos estados independientes, o por otras consideraciones políticas, prefirió para sí el trono imperial del Brasil de que estaba en posesión, renunciando sus derechos a la corona lusitana en favor de su hija doña María de la Gloria, niña de siete años, y único fruto que entonces tenía de su primer matrimonio. Pero al propio tiempo otorgó al reino portugués una carta constitucional que él dictó, más parecida a la carta francesa que a los códigos que habían regido en la península. Y puso también otra condición, bien extraña por cierto, y que llevaba en sí el germen de futuros disturbios, a saber, que don Miguel tendría la regencia del reino cuando cumpliese los veinte y cinco años.

Produjo el otorgamiento de la carta gran disgusto e indignación en los absolutistas portugueses, parciales de don Miguel, que eran muchos; recelo y alarma en el monarca y los realistas españoles; esperanza y satisfacción en los liberales españoles y portugueses, en mayor número aquellos que éstos. Moviéronse los miguelistas de Portugal proclamando a su príncipe; agitáronse los realistas de España queriendo favorecer aquella causa; pero la declaración de Inglaterra en favor de los derechos de doña María de la Gloria, y el desembarco de algunas tropas británicas en Portugal aseguraron por entonces su triunfo, y la tierna princesa vino a instalarse solemnemente en su trono. Para justificar este hecho el gobierno inglés, hizo mañosamente que la corte misma de Lisboa reclamase su auxilio, suponiéndose amenazada por fuerzas de España. Sin embargo, el gobierno español, aunque había organizado ya un ejército de observación en la frontera portuguesa, procuró disimular el enojo que le causaba la conducta del inglés, aparentando no haberse querido mezclar en los asuntos de aquel reino, a cuyo fin hizo el rey publicar en forma de decreto (15 de agosto, 1826) el Manifiesto siguiente:

«La promulgación de un sistema representativo de gobierno en Portugal pudiera haber alterado la tranquilidad pública en otro país vecino, que, apenas libre de una revolución, no estuviese animado generalmente de la lealtad más acendrada. Mas en España pocos habrán osado fomentar en la oscuridad esperanzas de ver cambiada la antigua forma de gobierno; pues la opinión general se ha pronunciado de tal modo, que no habrá quien se atreva a desconocerla. Esta nueva prueba de la fidelidad de mis vasallos me obliga a manifestarles mis sentimientos, dirigidos a conservarles su religión y sus leyes; con ellas fue siempre glorioso el nombre de España, y sin ellas solo pueden tener lugar la desmoralización y la anarquía, como nos lo ha enseñado la experiencia.

»Sean las que quieran las circunstancias de otros países, nosotros nos gobernaremos por las nuestras; y yo, como padre de mis pueblos, oiré mejor la voz humilde de una inmensa mayoría de vasallos fieles y útiles a la patria, que los gritos osados de la pequeña turba insubordinada, deseosa acaso de renovar escenas que yo no quiero recordar.

»Publicado ya en 19 de abril de 1825 mi real decreto, en que convencido de que nuestra antigua legislación es la más proporcionada a mantener la pureza de nuestra religión santa, y los derechos mutuos de una soberanía paternal y de un filial vasallaje, los más proporcionados a nuestras costumbres y a nuestra educación, tuve a bien asegurar a mis súbditos que no haría jamás variación alguna en la forma legal de mi gobierno, ni permitiría que se establecieran cámaras ni otras instituciones, cualquiera que fuese su denominación; solo me resta asegurar a todos los vasallos de mis dominios, que corresponderé a su lealtad haciendo ejecutar las leyes que solo castigan al infractor protegiendo al que las observa; y que deseoso de ver unidos los españoles en opiniones y en voluntad, dispensaré protección a todos los que obedezcan las leyes, y seré inflexible con el que osare dictarlas a su patria.

»Por tanto he resuelto se circule de nuevo el referido decreto a todas las autoridades y justicias del reino, &c.– En palacio, &c.– Al ministro de Estado.»

Con este acto terminó el ministerio del duque del Infantado, admitiendo el rey su renuncia, y nombrando interinamente para su reemplazo en la primera secretaría al consejero honorario de Estado don Manuel González Salmón (19 de agosto, 1826), persona de capacidad escasa, pero apropósito para las miras del rey, y hechura de Calomarde, que con esto llegó al apogeo de su privanza

Solo aparente era la tranquilidad, y no infundados los recelos de la corte de Madrid por el ejemplo del gobierno nuevamente instalado en la nación vecina; puesto que no tardaron en saltar algunos chispazos en sus inmediaciones. Ciento quince soldados de caballería de la guarnición de Olivenza, guiados por dos oficiales subalternos, se fugaron a la plaza portuguesa de Yelves respondiendo al grito de libertad de aquel reino. Renovó con esto el gobierno español los terribles decretos de 17 y 21 de agosto de 1825, y en una orden circular (9 de setiembre, 1826) condenó a pena de horca a los desertores de Olivenza, y a los que los hubiesen inducido, o teniendo noticia de ello no lo declarasen luego{7}. En algunos otros pueblos de España se intentó también alzar el estandarte de la libertad, si bien estos movimientos fueron fácilmente ahogados, mientras en Portugal los miguelistas, acaudillados por el general marqués de Chaves, encendían el fuego de la rebelión, que no dejaban de atizar las potencias del Norte, temerosas de que el contagio de constitucionalismo se trasmitiese a España, y aun a otros pueblos.

A pesar de todo, el ministerio francés, a quien no convenía que hubiese revoluciones a su vecindad, y que veía el estado lastimoso de España y el peligro de que pudiera encenderse una guerra civil, no dejaba de aconsejar a Fernando, como el medio que le parecía mejor para alejar aquel peligro, que modificara su sistema de gobierno, y dando más respiro a los oprimidos y teniendo con ellos una razonable tolerancia, precaviera los rompimientos a que suele conducir la tiranía y arrastrar la desesperación. Consejos tanto más de apreciar, cuanto que no se distinguía el ministerio de Carlos X de Francia por sus opiniones liberales, y en aquella sazón se malquistaba más con los hombres de aquellas ideas por el proyecto de ley represiva de la libertad de imprenta, anunciado al abrirse las sesiones de las cámaras (12 de diciembre, 1826), que había de tener que retirar, y había de ser manantial de gravísimos disgustos{8}. Pero Fernando, en cuyos oídos nunca sonaba bien nada que fuese recomendación o consejo de tolerancia con el partido liberal, no obstante ser en aquellas circunstancias el que menos temores podía inspirarle, no solo respondía con mañosas y estudiadas evasivas al gabinete de las Tullerías, sino que soltaba, no sin estudio también, ante los realistas exaltados, expresiones y frases que indicaban su temor de verse obligado a variar de política en virtud de las excitaciones de la Francia.

Recogían, y comentaban, y hacían servir a sus fines estas indicaciones los que tenían interés en representar a Fernando como próximo a ceder o contemporizar con el gabinete francés y a transigir con los liberales, comprometiendo al partido realista, cuya parte más fanática, más fogosa o más vengativa, nunca satisfecha de concesiones y de privilegios, creyéndose siempre con méritos y servicios para más, ansiosa de exterminar la generación liberal, muy resentida del castigo de Bessieres, tachaba a Fernando de ingrato, y en sus conciliábulos y sociedades secretas tenía hacía tiempo fraguado su plan de conjuración. Seguía siendo el ídolo de estos ultra-realistas el infante don Carlos, que con sus prácticas de devoción y de sincero fanatismo les inspiraba más confianza que el rey, y teníanle por más digno de empuñar el cetro del absolutismo intransigente y puro. No entraba en los designios de don Carlos suplantar a su hermano en el trono mientras viviese. Menos escrupulosa su esposa la infanta doña Francisca, era, acaso sin saberlo ni imaginarlo él, el alma de las intrigas de sus parciales. Y Fernando, que por medio de espías de toda su confianza sabía todo lo que pasaba, así en las sociedades secretas como en la tertulia de don Carlos, vivía hasta cierto punto tranquilo, ya por la confianza que tenía en la lealtad de su hermano, ya porque, conocedor de los medios con que contaban los conspiradores, fiaba en los de que él podía disponer para destruirlos en el caso de que la bandería exaltada intentase ponerlos en ejecución.

Tenía aquella su foco principal en Cataluña, donde había muchos que se daban a sí mismos el título de agraviados, y eran en su mayor parte jefes y oficiales del disuelto ejército de la Fe, que consideraban desatendidos o mal recompensados sus servicios, que se quejaban de que no se refrenaban con bastante rigor las aspiraciones de los liberales, que no podían sufrir que en las filas del ejército se fuera dando entrada a los oficiales purificados, y que ya cuando la sublevación de Bessieres intentaron también un golpe de mano en Tortosa y en algún otro punto del Principado. Formose, pues, lo que se llamó Federación de realistas puros. A últimos de 1826 se imprimió un escrito titulado: Manifiesto que dirige al pueblo español una Federación de realistas puros sobre el estado de la nación, y sobre la necesidad de elevar al trono al serenísimo señor Infante don Carlos. El cual concluía así: He aquí lo que os deseamos en Jesucristo, Nos los miembros de esta católica Federación, con el favor del cielo y la bendición eterna, amen. Madrid a 1.º de noviembre de 1826.– De acuerdo de esta Federación se mandó imprimir, publicar y circular.– Fr. M. del S.º S.º Secretario.

Este folleto, que comenzó a propagarse a principios de 1827, fue atribuido por el gobierno, o al menos el ministro Calomarde en una real orden al gobernador del Consejo (26 de febrero, 1827) le atribuyó a los liberales revolucionarios emigrados en países extranjeros, y encargaba a todos los tribunales y justicias del reino persiguieran sin descanso a los autores o expendedores de aquel infame escrito, como agentes de la revolución. Era un sistema muy cómodo achacarlo todo a los revolucionarios liberales, y así se conseguían dos objetos a un tiempo, cohonestar las medidas de rigor que contra ellos seguían tomándose, y distraer la atención pública de la trama fraguada por la federación de los realistas puros. Y como si el peligro no pudiera amenazar sino de un solo lado, se mandaba reforzar todos los puntos militares de la frontera portuguesa, donde había un cuerpo de observación a las órdenes del general Sarsfield, se encargaba la pronta y eficaz ejecución del decreto sobre arbitrios para la organización de los voluntarios realistas, celebrábanse simulacros y se pasaban revistas solemnes a estos cuerpos, probando el rey y la reina sus ranchos, para ganar prestigio y popularidad entre ellos, y se los halagaba de todos modos, como si ellos solos fueran los leales, ellos los solos sostenedores del trono y de la monarquía, y como si los conflictos solo pudieran venir de los aborrecidos constitucionales.

Pronto se vio que el viento de la revolución no soplaba ahora de aquella parte. En el mismo mes de febrero (1827), y cuando el gobierno estaba designando a los emigrados liberales como autores del folleto mencionado, se estaban ya concertando y reuniendo en Cataluña aquellos realistas puros de la federación, partidarios de la antes malograda sublevación de Bessieres, sobre el modo y tiempo de levantar la bandera de la rebelión en Tarragona, Gerona, Vich y otros puntos del Principado, bajo el consabido pretexto de que el rey estaba dominado por los masones, de que se iba a publicar otra vez la Constitución, y era menester, decían, ganar por la mano a los revolucionarios. Entendíanse para esto Ferricabras, Llovet, Planas, Carnicer, Bussons, conocido por Jep dels Estanys, Queralt, Puigbó, Vilella, Trillas, Solá, Codina y otros varios, casi todos oficiales y jefes que habían sido del ejército de la Fe, y de los que se llamaban agraviados. Ya en marzo apareció en los contornos de Horta una partida armada al mando del capitán Llovet, a quien había de auxiliar el coronel Trillas para apoderarse de Tortosa. Comenzaron a establecerse juntas y a circular proclamas, y designábase el 1.º de abril para el levantamiento general. Agitábase el campo de Tarragona; alzábase el grito en el Ampurdán, movíase la gente por Manresa y Vich, y bullían y comenzaban a organizarse los sediciosos en las montañas.

También se pusieron en movimiento las tropas, encargadas de sofocar la insurrección, e hiciéronlo tan activamente que lograron destruir o dispersar aquellas primeras gavillas, antes que hubiesen tenido tiempo para acabar de sublevar el país, que solo empezaba a conmoverse. Algunos de aquellos caudillos fueron aprehendidos y pasados por las armas, dando alguno de ellos a la hora de la muerte una triste prueba y aun un escandaloso testimonio de lo que eran para él aquella religión y aquella fe que invocaban y que tenían siempre en los labios, resistiéndose a cumplir los deberes que a todo cristiano, especialmente en los últimos momentos de su vida, aquella fe y aquella religión imponen.

Entre las proclamas y papeles cogidos a los cabecillas se encontró uno impreso en papel y letra francesa, que así por esta circunstancia como por la fecha en que apareció y se publicó, y por la declaración posterior de otro de aquellos jefes, que manifestó haberlo remitido por el correo al secretario de Estado y del despacho de Gracia y Justicia, ofrece sobrado fundamento para creer fuese el mismo célebre Manifiesto que dirigía al pueblo español la Federación de realistas puros, que el ministro Calomarde en un documento solemne había atribuido a los liberales emigrados, y que de sobra debía constarle ser parto y producto de la sociedad secreta del Ángel exterminador, centro misterioso de donde había salido el plan de la rebelión de Cataluña.

No sabemos si esta circunstancia influiría en el indulto que el gobierno concedió a los rebeldes catalanes (30 de abril, 1827), y que se extendió después a los jefes de la conjuración, algunos de los cuales no le quisieron admitir. Sin embargo, desde abril hasta julio pareció restablecida la tranquilidad en el Principado. Pero en este tiempo se preparaba otra mayor, y más seria, y más extensa insurrección que la que había sido sofocada. La calidad de los personajes que la prepararon y sostuvieron, las clases a que pertenecían, el objeto aparente con que procuraban cohonestarle, y el fin verdadero que se proponían, todo se ha de ir viendo, todo lo habrán de revelar los nombres y los cargos de las personas que en este sangriento drama jugaron, las proclamas de los insurrectos y de las juntas a que obedecían y que dirigían el plan, y los documentos que habremos de dar a conocer.

Después de algunas reuniones de clérigos, que eran los que con su influencia tenían dominado el pueblo catalán, reuniones que promovió también un eclesiástico de alta dignidad llegado de Madrid con instrucciones reservadas, estableciose en Manresa una junta, que se autorizó a sí misma para gobernar el Principado, llamándose Junta Superior, y dándose aires de soberana. Habíala formado don Agustín Saperes, conocido por El Caragol, y componíanla el lectoral de la iglesia de Vich don José Corrons, el domero y el vice-domero de la de Manresa, Fr. Francisco de Asís Vinader, religioso de los Mínimos, el médico don Magín Pallás, don Bernardo Senmartí, y de que eran secretarios don Juan Comas y don José Rancés. A presidirla fue don José Bussons, alias Jep dels Estanys, que ya se había levantado con trescientos hombres, dándose al Caragol la comandancia de la vanguardia de las fuerzas sublevadas y que habían de sublevarse. Cuando el jefe de las tropas que guarnecían la población había reunido los oficiales para manifestarles los temores que ciertos síntomas le hacían concebir, viose sorprendido al rayar el día 25 de agosto (1827) con los gritos de: «¡Viva la religión! ¡Viva Fernando VII!» que por todo el pueblo resonaban, junto con el toque de somatén que atronaba los aires en las torres de las iglesias. Trabada la acción entre las tropas y los realistas insurrectos, y faltando a su deber y a su lealtad algunos oficiales de aquellas, quedaron vencedores los sublevados, y enseñoreada de la población la Junta.

Puesto Saperes (el Caragol) a la cabeza de los sediciosos, publicó dos proclamas; una anunciando la instalación de la junta, otra a los españoles buenos, manifestándoles que era llegado el momento en que los beneméritos realistas volvieran a entrar en una lucha, «lucha, decía, más sangrienta quizás que la del año 20, aunque de menor duración: lucha en que va a decidirse la suerte próspera o adversa del mundo católico, y en particular la de nuestra amada España.» Y concluía con las tres siguientes disposiciones: «1.º Toda persona que desde este día se entretenga en esparcir directa o indirectamente noticias melancólicas, o con sus escritos o conversaciones contra la opinión de los buenos realistas, será reputado como traidor, y enemigo de los defensores de la justa causa: 2.º El sujeto a quien se le justifique estar en correspondencia con alguno de los sectarios, será tratado como espía, aun cuando no tenga roce con él: 3.º Todo voluntario que trate de inspirar desaliento, o influya de algún modo para que los demás no se defiendan, será tratado como traidor vendido a los enemigos.– Manresa, 25 de agosto de 1827.– El coronel comandante general de la vanguardia, Agustín Saperes, alias, Caragol.{9}»

La Junta por su parte publicó también una alocución (31 de agosto, 1827), de que conservamos un ejemplar impreso, y reproducimos aquí literal y con su propia ortografía, para que se vea la ilustración y el gusto literario de aquellos nuevos gobernantes, que por lo menos habrían seguido una carrera eclesiástica.

«Catalanes: La Junta superior provisional de Gobierno de este principado de Cataluña, instalada en esta ciudad a los 29 de agosto del presente año, con decreto del ilustre señor comandante general de la vanguardia realista del ejército de operaciones, para restablecer las administraciones civiles y judiciales de la provincia, se dirige a vosotros por primera vez, al efecto de manifestaros los sentimientos que la animan. Ollados y combatidos de un modo aun más vil y cobarde por los agentes de la rebelión del año 1820 los soberanos derechos de nuestro carísimo objeto, don Fernando VII (Q. D. G.), quedaba este infeliz reino sujeto otra vez al duro yugo constitucional. Desde este momento ¡qué tropel de males, desgracias y descaradas persecuciones iban experimentando los decididos amantes del trono y altar! ¡Con qué agigantados pasos caminaba nuestra existencia hacia los duros grillos, cadenas, destierros y cadalsos, si la animosidad de algunos impávidos y siempre celosos españoles, arrostrando todo género de peligros, no hubieren sabido recordar la imperiosa necesidad de sacudir, mientras el tiempo lo ha permitido, la fiera esclavitud que la más negra traición nos acababa de preparar! Convencido de esto el Pueblo Catalán, tiempo hace que hubiera levantado el grito, si desgraciadamente, a causa de fines cobardes y de propio interés, no se hubiera contenido el santo ardor de un pueblo, que está resuelto a dar mil veces la vida antes de permitir que queden menoscabadas en lo más mínimo sus preciosas margaritas de Rey Absoluto y Religión. Mas por fin la divina Providencia ha hecho que desprendiéndose de todas las dificultades que el genio del mal y la cobardía presentaba a la vista, se decidiese desembarazadamente. La mayor parte de este Principado ha empezado la gloriosa empresa que visiblemente protege el todo Poderoso, de aterrar para siempre los trastornadores de la Corona y leyes fundamentales de España, contando que las demás provincias en unión con nosotros cooperarán, como cooperan ya, al feliz resultado. La ciudad de Manresa, entre nosotros, es la que ofrece un ejemplo a la faz del Universo, que quizás ni la historia antigua ni la moderna no ofrece otro igual. Catalanes: los que todavía os mantenéis fríos espectadores del resultado de la empresa que marcha tan felizmente, decidíos sin mas tardar. No queráis desacreditar vuestra natural fidelidad de que en todas épocas habéis dado pruebas irrefragables. Escuchad a los inmortales héroes sacrificados en la pasada revolución, que desde el silencio de su sepulcro nos están advirtiendo de cuánto somos capaces, siempre que todos elevemos nuestro patriotismo a la par de sus ilustres virtudes. Oídlos como están animándoos a redoblar vuestros esfuerzos, a dirigiros por el consejo de los sabios, a ser dóciles al Servicio Militar, y a prestaros a los sacrificios. Observadlos alentando el Ejército con el ejemplo de los esforzados defensores, y persuadiéndole al rigor de la disciplina; rigor saludable y necesario, en el cual está cifrado el éxito de las campañas y la salud de nuestra patria. Vedlos dirigiéndose a las demás provincias, excitándoles a venir a nuestra ayuda, enseñándolas cuánto deben esperar de las heroicas disposiciones que sabe producir nuestro suelo, siempre que Cataluña se vea ayudada de sus hermanas. Así sea, y quedad seguros que esta excelentísima Junta empleará todas sus luces para llenar el grande objeto a que es llamada, y que nada desea tanto como corresponder a tanta confianza con la sinceridad de sus hechos. Manresa 31 de agosto de 1827.

»Agustín Saperes, presidente.– José Quinquer Presbítero.– Domero Vocal.– Fr. Francisco de Asís Vinader Vocal.– Magín Pallás Vocal.– Bernardo Senmartí Vocal.

»De acuerdo de S. E. la Junta Superior del Principado,

Juan Bautista Comes Secretario.»

Gente más fanática que avisada, en sus toscas y vulgares alocuciones, a que todos parecían muy dados, iban descubriendo las causas y fines verdaderos de la rebelión, que sus instigadores hacían estudio de ocultar. La del comandante del primer batallón de voluntarios realistas de Manresa, terminaba diciendo: «¡Viva el rey! ¡Viva la religión! ¡Viva la Inquisición! ¡Y viva la constancia para el exterminio de las sectas masónicas!» Y la del Jep dels Estanys, presidente de la Junta superior, cuando fue dado a reconocer como comandante general de las divisiones realistas del Principado, decía: «Concurrid, manresanos, españoles todos, a sostener este patrimonio de gloria, y veréis disipar la impiedad, abatir los negros, reponer a los oficiales y demás empleados realistas que fueron separados de sus destinos con la más descarada arbitrariedad, para colocar a los exaltados constitucionales que atentaron contra la real persona de S. M., y aun a los mismos milicianos voluntarios, en contravención a los repetidos sabios decretos de S. R. M., y acabar con todos los liberales del suelo español. Después de esta virtuosa ocupación, retiraos al seno de vuestras familias, ciertos de que vuestras casas y hogares serán respetados, vuestros derechos sostenidos, y defendidas vuestras propiedades.»

Este hablaba a los agraviados, y se producía como agraviado. El otro proclamaba la Inquisición. Proponíanse todos exterminar los liberales, o lo que llamaban, acabar con los negros. Pero todos aclamaban a Fernando, a quien suponían dominado por los masones. Los directores ocultos del movimiento les hacían creer esto, que ellos obraban en nombre del rey para libertarle de la influencia de los constitucionales que le tenía oprimido, que peligraba la religión; y aunque de algunas declaraciones posteriores, que tenemos a la vista, se deduce manifiestamente que sonaba ya también entre ellos como bandera el nombre de don Carlos, no consta que lo hiciesen con autorización del príncipe. El espíritu que impulsaba la rebelión era completa y abiertamente teocrático. El clero catalán, fanático e ignorante, logró fascinar y arrastrar en este sentido aquellos naturales, tan valientes como crédulos; y en cuanto a la ignorancia relativa de unos y otros, no debe causar maravilla, cuando los profesores de la universidad de Cervera habían dicho al rey en una exposición (11 de abril, 1827): «Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir, que ha minado por largo tiempo… con total trastorno de imperios y religión en todas las partes del mundo.{10}»

Igual levantamiento que en Manresa se verificó en Vich. Aquí el impulso le había dado evidente y descaradamente el clero. Juntas celebradas en el monasterio de Ripoll, a que asistieron algunos prelados y abades; reuniones tenidas en el convento de Capuchinos de Vich; sermones en que se excitaba a una cruzada de exterminio; y hasta la visita hecha por el prelado a pueblos de la diócesi, puesto que los visitados fueron los que más vigorosamente alzaron y sostuvieron el estandarte de la rebelión; tales fueron los elementos que de público la prepararon, y le dieron un tinte marcado de teocrática{11}. Estallaron igualmente rebeliones en Tarragona, Reus, Solsona, Gerona y Lérida. Los hombres ricos y hasta las familias medianamente acomodadas, huyendo de las exacciones con que los acosaban los rebeldes, buscaban un asilo en Barcelona, afluyendo en tanto número, que fue necesario tomar medidas y precauciones para su alojamiento, por temor de que se desarrollase una epidemia. Debemos, sin embargo, decir, en obsequio a la verdad y para honra suya, que los reverendos prelados de Tarragona, Barcelona, Gerona y Lérida habían publicado pastorales, llenas de unción y de espíritu evangélico, exhortando a los fieles catalanes a la paz, a la obediencia al legítimo soberano, y desvaneciendo las maliciosas y siniestras voces que los fautores de la rebelión esparcían sobre la cautividad en que éste se hallaba.

El capitán general de Cataluña, marqués de Campo Sagrado, se preparó a restablecer el orden con la escasa fuerza del ejército que tenía, y reprodujo los célebres decretos de 17 y 21 de agosto de 1825 sobre las partidas de rebeldes. Las noticias de aquellos sucesos causaron en Madrid verdadera y profunda alarma. El ministro de la Guerra dio inmediatamente instrucciones enérgicas y severas al capitán general del Principado para que persiguiera a los revoltosos, ordenándole, entre otras cosas, la disolución de los batallones realistas de Manresa y de Vich, la formación de consejos de guerra para juzgar a aquellos y a sus auxiliadores con arreglo a los decretos vigentes, la destitución de los gobernadores de plazas y castillos que mostrasen debilidad o poca vigilancia, y ofreciéndole que iría pronto un general con suficientes fuerzas y revestido de amplias facultades por el rey. El general que se destinaba era el conde de España. El monarca por su parte manifestó en un decreto al Consejo, que si antes en los movimientos de Cataluña como padre no había visto más que un alucinamiento, ahora como rey veía la sedición, y daba las órdenes para que las bandas de los sublevados fuesen deshechas y escarmentadas (11 de setiembre, 1827). Mas como lejos de apagarse el fuego de la rebelión amenazara propagarse a los reinos de Aragón y de Valencia, anunció Fernando de un modo solemne (18 de setiembre), que queriendo examinar por sí mismo las causas de las inquietudes de Cataluña, y confiando en que su presencia contribuiría poderosamente al restablecimiento de la tranquilidad, había resuelto trasladarse en persona al Principado, llevando solamente consigo una corta escolta y al ministro de Gracia y Justicia, y dejando a la reina y a toda la real familia en el real sitio de San Lorenzo.

Partió en efecto Fernando del Escorial el 22 de setiembre{12}, y el 28 llegó a Tarragona, después de haber recibido en las poblaciones del tránsito agasajos y ovaciones, y obsequiádole el arzobispo y cabildo de Valencia, no obstante el recelo y prevención con que le habían hecho mirar esta ciudad, con un donativo de cuatrocientas onzas de oro. Las gentes agolpadas a una y otra orilla del Ebro le saludaban con entusiasmo. Y sin embargo, no había faltado quien, so color y a la sombra de aquellas mismas demostraciones de regocijo, concibiera el designio de apoderarse de su persona con un numeroso cuerpo de voluntarios realistas que había de salir como a recibirle; designio que supo y frustró el jefe de Estado mayor don José Carratalá, situado con su columna a las inmediaciones de Reus. Alojose el rey en el palacio episcopal, y el mismo día que llegó dirigió la siguiente alocución a los habitantes del Principado:

El Rey.

«Catalanes: Ya estoy entre vosotros, según os lo ofrecí por mi decreto de 18 de este mes; pero sabed que como padre voy a hablar por última vez a los sediciosos el lenguaje de la clemencia, dispuesto todavía a escuchar las reclamaciones que me dirijan desde sus hogares, si obedecen a mi voz, y que como rey vengo a restablecer el orden, a tranquilizar la provincia, a proteger las personas y las propiedades de mis vasallos pacíficos que han sido atrozmente maltratados, y a castigar con toda la severidad de la ley a los que sigan turbando la tranquilidad pública. Cerrad los oídos a las pérfidas insinuaciones de los que asalariados por los enemigos de vuestra prosperidad, y aparentando celo por la religión que profanan y por el trono a quien insultan, solo se proponen arruinar esta industriosa provincia. Ya veis desmentidos con mi venida los vanos y absurdos pretextos con que hasta ahora han procurado cohonestar su rebelión. Ni yo estoy oprimido, ni las personas que merecen mi confianza conspiran contra nuestra santa religión, ni la patria peligra, ni el honor de mi corona se halla comprometido, ni mi soberana autoridad es coartada por nadie. ¿A qué, pues, toman las armas los que se llaman a sí mismos vasallos fieles, realistas puros y católicos celosos? ¿Contra quién se proponen emplearlas? Contra su rey y señor. Sí, catalanes, armarse con tales pretextos, hostilizar mis tropas y atropellar los magistrados, es rebelarse abiertamente contra mi persona, desconocer mi autoridad y burlarse de la religión, que manda obedecer a las potestades legítimas; es imitar la conducta y hasta el lenguaje de los revolucionarios de 1820; es, en fin, destruir hasta los fundamentos las instituciones monárquicas, porque si pudiesen admitirse los absurdos principios que proclaman los sublevados, no habría ningún trono estable en el universo. Yo no puedo creer que mi real presencia deje de disipar todas las preocupaciones y recelos, ni quiero dejar de lisonjearme de que las maquinaciones de los seductores y conspiradores quedarán desconcertadas al oír mi acento. Pero si contra mis esperanzas no son escuchados estos últimos avisos; si las bandas de sublevados no rinden y entregan las armas a la autoridad militar más inmediata a las veinte y cuatro horas de intimarles mi soberana voluntad, quedando los caudillos de todas clases a disposición mía, para recibir el destino que tuviese a bien darles, y regresando los demás a sus respectivos hogares, con la obligación de presentarse a las justicias, a fin de que sean nuevamente empadronados; y por último, si las novedades hechas en la administración y gobierno de los pueblos no quedan sin efecto con igual prontitud, se cumplirán inmediatamente las disposiciones de mi real decreto de 10 del corriente, y la memoria del castigo ejemplar que espera a los obstinados durará por mucho tiempo. Dado en el Palacio arzobispal de Tarragona a 28 de setiembre de 1827.– Yo el Rey.– Como Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, Francisco Tadeo de Calomarde.»

La situación de Cataluña era en verdad seria y alarmante. La revolución se había generalizado, y para combatir a treinta batallones de realistas contábase apenas una mitad de fuerza de tropa de línea, y con ella el marqués de Campo Sagrado se había limitado por el pronto a guarnecer y asegurar las plazas de guerra. Solo una columna mandada por el brigadier Manso hacía esfuerzos no infructuosos por contener los insurgentes hasta la llegada del conde de España con nuevas fuerzas. La insurrección, sin embargo, estaba torpemente coordinada y mal sostenida. La hipocresía de los promovedores ocultos de ella era causa de que no se hubiese enarbolado una enseña determinada y clara, y esto producía quejas de los mismos jefes insurrectos, que recelosos de ser vendidos por los mismos que habían impulsado la rebelión, en sus desahogos iban revelando todo el plan que con gran estudio se había querido tener embozado. Tal sucedió con uno de los primeros caudillos, don Jacinto Abrés, el Carnicer, alias Píxola, que después de haberse batido cuatro veces, de tener bloqueada la plaza de Gerona, y de haberse visto obligado a curarse la fractura de una pierna en Vich, al observar lo poco que le parecía agradecerle y pagarle sus trabajos y servicios, dio y circuló desde Llagostera (22 de setiembre, 1827) la importante proclama siguiente:

«Catalanes: Tiempo es ya de romper mi silencio para vindicarme con vosotros de la calumnia con que nos acusan todos los obispos del Principado en sus respectivas pastorales, atribuyendo nuestros heroicos hechos a ser obra de sectarios jacobinos: borrón que estoy sintiendo sin que pueda dejar de manifestarlo: nada de eso, muerte a éstos es lo que hemos jurado. Algunos de éstos mismos prelados saben bien que los que ahora llaman cabecillas desnaturalizados nos hicieron saber palpablemente que el rey se había hecho sectario, y que si no queríamos ver la religión destruida, debía elevarse al trono al infante don Carlos: que en esta empresa estaban comprometidos los consejeros de Estado, Fray Cirilo Alameda, el duque del Infantado, el Excmo. señor don Francisco Calomarde, ministro de Gracia y Justicia, el inspector de voluntarios realistas don José María Carvajal, y otros varios personajes de primera jerarquía, contando con cuantos recursos eran precisos, tanto nacionales como extranjeros. Después que se vio el espíritu del pueblo, prohibieron los primeros vivas para realizarlos cuando ya estaba formada la fuerza. Ya estamos con ella, ¿y qué es lo que han hecho? Dejarnos en la estacada, sin salir a nuestra ayuda los que estaban conformes, porque ven el peligro, y no quieren exponerse a perder sus pingües prebendas y destinos; y uno de los que fueron órganos para hacernos salir al campo lo envían luego a la corte: éste, luego que vio al rey, se encargó de hacer desaparecer a todos los que juramos morir antes que admitir composición alguna. Romagosa, éste es el que llevado de su egoísmo pretende dejarnos sin fuerza, y entregar a los jefes para que se nos castigue, en lo que nada pierden ni él ni los que los dirigen, con tal que ellos consigan avasallar al rey, haciendo en favor propio lo que se les antoje, aunque sea con el precio de nuestras cabezas. Aquí tenéis descubierto el plan de los que nos vilipendiaron llamándonos seducidos por negros.– Es pues llegado el caso, compatricios míos, de que todos nos unamos contra nuestros enemigos; al rey lo tienen oprimido y engañado, y los egoístas empiezan a vacilar, porque temen; no hay que desmayar; los principales agentes continúan en favor nuestro por ser mutua la causa que nos obliga a poner en actitud hostil.– Religión, trono sin mancha, valor y constancia sea nuestra divisa, y despreciando a traidores y sectarios, formemos un muro impenetrable contra los malvados; así seremos felices, y nos bendecirán nuestros hijos.– Llagostera, 22 de setiembre de 1827.– Píxola.{13}»

No faltaban motivos a este partidario para pensar de Romagosa de aquella manera; y en cuanto a Calomarde, tanto contaban con él y le tenían por suyo los apostólicos, que aun después de saber que acompañaba al rey, todavía jefes tan principales de bandas como era el Caragol escribían a Madrid confiados en que Calomarde no les habría de faltar. Su conducta en Tarragona los sorprendió, y le hizo aborrecido de aquellos mismos apostólicos a quienes tantos compromisos parecía haber ligado anteriormente. El desgraciado Carnicer, (a) Píxola, autor de aquella proclama, fue de los que tuvieron la mala suerte de caer en poder de las tropas, y mandado conducir a Tarragona por el conde de España, aumentó allí la lúgubre galería de los ajusticiados, de que luego habremos de hablar.

Veamos ya el efecto que produjo la presencia del rey en Cataluña.

A la voz del monarca, a su llamamiento y al ofrecimiento de indulto, expresados en la alocución de 28 de setiembre, respondieron desde luego deponiendo las armas y acogiéndose a la clemencia del soberano no pocos grupos de sediciosos, algunos con sus jefes o caudillos a la cabeza. Puesto por otra parte en movimiento con sus fuerzas el conde de España, auxiliado en sus operaciones por las columnas que guiaban Carratalá, Munet y Manso, iba por todas partes arrollando sin gran dificultad las masas de voluntarios realistas que intentaban resistirle, y después de ocho días de fáciles triunfos en la montaña de Castellvit, Valls, Villafranca, Martorell y el Bruch, hallose frente de Manresa, asiento de la Junta Suprema y foco principal de la insurrección. Atemorizada la Junta con la aproximación del conde, huyó cobardemente a esconderse en la montaña por la parte de Berga. Una comisión del ayuntamiento se presentó al general, asegurándole que no quedaba en la ciudad un solo hombre armado, en cuya confianza entró en ella el conde de España, acompañado de sus tres ayudantes, el marqués de la Lealtad, el conde de Mirasol y don Manuel La Sala. Dirigiéronse los cuatro a la iglesia del convento de Santo Domingo; después de haber orado un corto espacio, antojóseles abrir una puerta que conducía al patio: ¡cuál sería su sorpresa al encontrar en él un batallón de realistas formado y descansando sobre las armas, y varios frailes contemplándolo apoyados en la barandilla de la escalera! «Ustedes, les dijo el conde con imponente acento, serán las primeras víctimas. Yo no podré contener a los batallones de la Guardia que vienen tras de mí, cuando vean que se los ha engañado, que aun hay quien tiene las armas en la mano contra la autoridad soberana del rey. ¡Estos desgraciados van a pagar culpas que no tienen!» Bajaron la cabeza los frailes, y se subieron silenciosos a sus celdas (8 de octubre, 1827.)

El marqués de la Lealtad corrió en busca de un batallón de la Guardia. El de realistas fue desarmado. Subió a las celdas el conde de España, donde reconvino en términos fuertes y duros a los religiosos. No quiso aceptar del ayuntamiento una comida que tenía preparada para obsequiarle, y mandó que se llevara a los presos de la cárcel. Alojáronse las tropas en las casas. De entre los prisioneros, el ex-individuo de la Junta don Magín Pallás, y algunos otros acrecieron después el catálogo de las víctimas de Tarragona que habrá de desplegarse horrible a nuestros ojos.

Siguiendo sus operaciones el conde de España, emprendieron las tropas su marcha para Berga, donde se hallaba Bussons, (a) Jep dels Estanys, con mil quinientos hombres, con los cuales rompió un vivo fuego contra sus perseguidores, pero cargando éstos a la bayoneta, fueron aquellos arrojados de la villa, dispersándose desordenadamente. Bussons logró salvarse con unos pocos; los demás se fueron presentando, ahorrándose con eso muchas lágrimas y mucha sangre. Continuando su victoriosa marcha las tropas, presentáronse delante de Vich. Una diputación de la ciudad salió a ofrecer al conde su sumisión, y un canónigo que iba en ella le manifestó llevaba encargo del prelado de hacerle presente que en su palacio le tenía preparado aposento y mesa pera sí y para su Estado mayor. «Sírvase V. S. decir al señor obispo, le contestó el de España con aparente dulzura, que los capitanes generales del rey no hacen la primera visita a nadie: que con lo que S. M. me da tengo bastante para mantenerme, y si algo me hace falta, echaré mano de lo de mis ayudantes.» Y para hacer sentir con un acto de desprecio y de afrenta cierta mortificación a un pueblo que de tal modo había faltado a la lealtad debida a su soberano, dio orden de que las tropas entraran, no batiendo las cajas marcha española, sino el aire de la canción vulgar llamada Las habas verdes. Hízose así, sufriéndolo los habitantes de Vich tan mustios como iban alegres y burlones los soldados.

Recordará el lector la parte que el reverendo obispo de Vich había tomado en excitar y fomentar la insurrección. Pues bien, cuando este prelado pasó a visitar al conde de España a su alojamiento (13 de octubre, 1827), visita que el conde preparó de modo que la presenciara su Estado mayor, entablose entre los dos personajes, después del primer saludo, un interesante y curioso diálogo. Como el obispo expusiese que sentía no haber podido evitar los males que habían sobrevenido, replicole el conde que no lo habría procurado mucho cuando en su casa se habían celebrado las juntas, y a un clérigo de su diócesi se había nombrado vice-presidente de la de Manresa. Y después de algunas consideraciones sobre los deberes de los prelados españoles para con su rey, «¿recuerda V. S. I., le dijo, lo que sucedió en el siglo XVI con el obispo de Zamora (aludiendo al obispo Acuña, que fue ahorcado en Simancas)? Pues aquella escena puede repetirse ahora, si el rey Católico lo manda.»– Buscando el prelado en su aturdimiento algún medio de sincerarse, replicole el conde que había faltado al rey, como vasallo, como autoridad, y como prelado de la Iglesia, denostándole y reprendiendo severamente su conducta. Salió el prelado silencioso y mohíno; el conde le acompañó hasta el pie de la escalera, donde le despidió besándole respetuosamente el anillo. En el parte al gobierno decía el de España: «Sírvase V. E. decir a S. M. que esto he hecho como capitán general del Principado, presidente de su real Audiencia; y que como católico, he acompañado a S. Illma. por la escalera, y le he besado la mano: pero no he reparado me echara su santa bendición.{14}»

Vencida la insurrección en sus principales baluartes, pudo ya sin dificultad el conde de España perseguir y destruir los restos que de ella quedaban, destacando columnas a los diferentes puntos infestados aún por dispersas cuadrillas. El brigadier Manso ahuyentó los rebeldes de Olot, y los acosó por las asperezas de las montañas. Fugitivo Bussons, anduvo errante con su asistente por los más fragosos sitios de las de Berga. Por último, las gavillas del Ampurdán y comarcas limítrofes fueron arrojadas hasta la frontera de Francia, en corto número ya, porque las más se sometieron presentando sus armas y acogiéndose al indulto. Vilella, Rafí Vidal, Castán y otros jefes de bandas fueron de los presentados, dándose así por terminada militarmente la insurrección de los agraviados, o malcontents, como ellos se decían, que a haber estado mejor dirigida y organizada habría sido muy difícil de sofocar o de vencer.

De propósito no hemos dicho nada todavía, reservándolo para este lugar, de la rebelión de Cervera, en atención a la singularidad del personaje, al parecer novelesco, que allí figuró más, y dio impulso y alma al movimiento. Era este personaje una bella y agraciada joven, huérfana, hija de padres nobles y ricos, rica ella también de imaginación y de fanatismo político y religioso, ávida de grandes emociones y empresas. Llamábase Josefina Comerford; había nacido en Tarifa en 1798; de tierna edad cuando perdió a sus padres; esmeradamente educada después en Irlanda al lado y cuidado de su tío el devoto conde de Briás; versada en las lenguas vivas; imbuida en un espíritu religioso exagerado, que avivaron las relaciones que adquirió en sus viajes por Alemania e Italia, y principalmente en Roma; conservando afición a España, su país natal, volvió a él, desembarcando en Cataluña, donde eligió por confesor suyo al padre Marañón, religioso de la orden de la Trapa, conocido por lo mismo por El Trapense, perseguidor y azote de los liberales, hasta el punto de ser reprobada su conducta por el mismo Fernando, que le destituyó del empleo de comandante general de la Rioja, mandándole volver a su convento. En íntima amistad Josefina con el padre Marañón, siguiole en sus excursiones, haciendo servicios al absolutismo, que la Regencia realista de Urgel premió en 1823, agraciándola con el título de condesa de Sales.

Hallábase en 1825 en Manresa, cuando a petición del intendente de policía del Principado fue arrestada y conducida a Barcelona, donde se le dio la ciudad por cárcel, hasta diciembre del mismo año que se la puso en libertad. Cuando se preparaba la insurrección de Cataluña, so pretexto de haber declarado los doctores de la universidad de Cervera energúmena a una doncella que Josefina había dejado allí, obtuvo permiso y pasaporte del capitán general para trasladarse a aquella ciudad (mayo, 1827). A poco tiempo empezó a fomentar y dirigir la sublevación. Las reuniones se celebraban en su casa y bajo su presidencia{15}; dábanle el título de generala, y merecíalo bien, a juzgar por su resuelto y varonil espíritu y por el aliento y ánimo que inspiraba a los demás. «Cuando falte un jefe, les decía, yo montaré a caballo con sable en la cintura, y me pondré a la cabeza de mis sublevados.» A su impulso, pues, se formó la junta; se acordó la insurrección, y picado el amor propio de los congregados al ver excitado su valor por una mujer, joven, bella y entusiasta, juraron pelear hasta vencer. El acta del levantamiento decía: «Convocados y congregados en la casa habitación de doña María Josefa Comerford, condesa de Sales, en los días 2 y 3 del corriente setiembre, y año de 1827, para tratar asuntos a favor de S. R. M. y Santa Religión, y contra todo sectario… los individuos que componen la junta, &c.{16}» La misma heroína dio instrucciones a cada uno de los que habían de marchar a la cabeza de los sublevados. Así se hizo el alzamiento de Cervera, que tuvo el mismo término que los demás de Cataluña que dejamos referidos.

También se habían destacado algunas partidas para poner en movimiento los elementos con que contaban en Aragón, pero frustró sus planes el barón de Meer, encargado de la persecución y exterminio de aquellas. En Valencia hizo el general Longa el buen servicio de prevenir el conflicto con maña y astucia, comprometiendo a estar a su lado a los mismos que tenían proyectado levantarse. Pero la trama era tan general, que hasta en la misma provincia de Álava y a la legua y media de Vitoria se alzó con una partida don Asensio Lanzagarreta. Merced al celo y decisión de las autoridades de aquellas provincias, la gavilla de insurrectos, después de haberse corrido a Guipúzcoa y Vizcaya, sucumbió en este último punto, incluso el jefe Lanzagarreta, a manos de los realistas que se mantuvieron fieles.

Dada ya por segura la pacificación de Cataluña, dispuso Fernando (12 de octubre, 1827) que la reina su esposa se trasladara a Valencia, donde él iría a recibirla, con objeto de visitar después juntos algunas provincias y reanimar el espíritu de los pueblos. Hízolo así la modesta y virtuosa Amalia, sin que la molestaran en el viaje con ruidosos festejos, que así lo tenía muy recomendado Fernando, y era también lo que agradaba más al carácter de la reina. El rey por su parte salió oportunamente de Tarragona, y llegó a Valencia (30 de octubre, 1827) a tiempo de adelantarse a esperar y recibir a su augusta consorte, haciendo juntos su entrada en la ciudad al siguiente día, y ocupando el alojamiento que el general Longa les tenía a sus expensas preparado con admirable gusto y riqueza. Diez y ocho días permanecieron los reyes en la bella ciudad del Turia, recibiendo todo género de homenajes, ovaciones, agasajos y demostraciones de afecto y lealtad, no solo de parte de todas las clases y corporaciones de la capital, sino de los pueblos todos de aquella provincia y sus limítrofes; que afluían ansiosos de besar la mano del monarca, o de contemplarle y victorearle, y de participar de los festejos, espectáculos y regocijos públicos con que a porfía procuraban aquellos habitantes, al mismo tiempo que mostrar su entusiasmo por el monarca, hacer agradable la estancia de sus augustos huéspedes.

Mas al tiempo que tan alegremente celebraba la reina del Guadalaviar la honra y la satisfacción de hospedar a sus soberanos, escenas de muy diferente índole se estaban representando en Tarragona, y llenando de estupor aquellos habitantes. En la mañana del 7 de noviembre (1827) retumbaron dos cañonazos en el castillo; inmediatamente se vio enarbolada una bandera negra: a poco rato aparecieron a la vista horrorizada del público dos cadáveres suspendidos de la horca… Eran los del coronel don Juan Rafí Vidal, y del capitán graduado de teniente coronel don Alberto Olives, los que habían promovido la insurrección en el corregimiento de Tarragona, pero que habían depuesto las armas y entregádose a la indulgencia y a la generosidad del rey{17}. A los pocos días (18 de noviembre, 1827), tres cañonazos y una bandera negra anunciaron a la primera hora de la mañana otras ejecuciones; y no tardaron en aparecer tres cadáveres colgados de la horca. Eran éstos los del teniente coronel don Joaquín Laguardia, don Miguel Bericart, de Tortosa, y don Magín Pallás, de Manresa. Siguieron a estos suplicios, con el mismo misterioso y lúgubre aparato, los de Rafael Bosch y Ballester, teniente coronel sin calificación, jefe de los sublevados de Mataró y Gerona, de Jacinto Abrés, el Carnicer (a) Píxola, uno de los más decididos y valientes caudillos de la insurrección, y de Jaime Vives y José Rebusté{18}.

Fueron aquellos suplicios mirados con general repugnancia y horror, no porque se extrañara ver empleado todo el rigor de la justicia contra los jefes de los insurrectos, aunque a algunos parecía garantirlos el haberse acogido voluntariamente a la munificencia del rey, sino principalmente por la forma con que se los revestía. Por desgracia más adelante habremos de ver cuán de la afición del conde de España se hicieron estas ejecuciones sangrientas, estas escenas horribles, estas formas inquisitoriales y bárbaras, practicadas, no ya con los que se habían rebelado y empleado las armas contra su rey, sino con los mismos que le habían ayudado a vencer la rebelión.

Arrestada fue también por el conde de Mirasol (18 de noviembre, 1827) la célebre Josefina Comerford, a quien se halló en la casa de don Guillermo de Roquebruna, dignidad de hospitalero en la catedral de Tarragona. Sabida y evidente era la parte que había tomado en el levantamiento; halláronse en su poder documentos que lo acreditaban, apuntes de la correspondencia que seguía en Francia, Italia y Alemania, y en las provincias españolas; libros de guerra; una lista de mujeres célebres, y recetas para objetos, propios unos de guerrero, propios otros de mujer, y de mujer no virtuosa. Sus respuestas a las declaraciones que se le tomaron y cargos que se le hicieron, cuya relación hemos visto, fueron, acaso muy estudiadamente, incoherentes y vagas. Gracias pudo dar a que, atendidos su sexo y su clase, se la sentenciara a ser trasladada y recluida en un convento de Sevilla, para que con la soledad y el silencio del claustro pudiera la revolucionaria de Cervera y la amiga del padre Marañón meditar sobre su vida pasada y llorar sus extravíos{19}.

El 19 de noviembre (1827) partieron los reyes de Valencia para Tarragona, donde llegaron el 24, siendo recibidos por un gentío inmenso con entusiastas vivas y aclamaciones. El conde de España pasó con sus tropas a Barcelona, de cuya ciudad y fuertes tomó posesión como capitán general del Principado, evacuándolos en el mismo día (28 de noviembre) las tropas francesas, con arreglo a lo convenido entre los dos monarcas, español y francés, y recibiendo el comandante y jefes de aquella división auxiliar condecoraciones y otros testimonios de aprecio y gratitud de manos de Fernando. Sintieron, y con razón, los liberales barceloneses la salida de la guarnición francesa, porque ella había sido su escudo contra las proscripciones de que eran víctimas los constitucionales en el resto de España, donde no los amparaban las armas extranjeras. Los de Barcelona vaticinaron bien, y comenzaron luego a experimentar lo mismo que habían recelado.

Los días que los augustos huéspedes permanecieron en Tarragona pasáronlos recibiendo los plácemes y felicitaciones con que los abrumaban, no solo las corporaciones todas de la ciudad, sino también las comisiones que en número considerable acudían diariamente de los pueblos, dando a los reyes y dándose a sí mismos el parabién por la pronta y feliz terminación de la guerra; siendo tal algunos días la afluencia de forasteros, que les era difícil encontrar albergue. Con iguales demostraciones fueron acogidos los regios viajeros en Barcelona, donde entraron el 4 de diciembre (1827), agradecida además la ciudad por haber sido declarada en aquellos días puerto de depósito. Había el rey ordenado que en todos los templos de España se cantara el Te-Deum en acción de gracias al Todopoderoso por el restablecimiento de la paz, y él mismo asistió al que se cantó en la catedral de Barcelona, después de lo cual, acompañado del clero y cabildo, pasó a la sala capitular, donde, prestado el correspondiente juramento, tomó posesión de la canonjía que en aquella santa iglesia tienen los reyes de España, retirándose luego a su palacio en medio de un gran concurso que se agolpaba a victorearlos.

Así siguieron el resto de aquel mes y año, ya visitando ellos los establecimientos religiosos y de caridad, ya asistiendo a los espectáculos, ya destinando las demás horas a recibir a los que acudían a ofrecerles sus respetos y homenajes. Solo no participaba de la general alegría el partido liberal, numeroso en Barcelona, y hasta entonces el menos atropellado, merced a la estancia y a cierta especie de protección de las tropas francesas. Mas luego que éstas abandonaron la ciudad, el conde de España mandó presentar en las casas consistoriales a todos los que habían pertenecido a la extinguida milicia nacional, so pretexto de averiguar si conservaban armas, uniformes o municiones. Hasta seis mil se reunieron en la plaza pública, permaneciendo hasta más de las once de la noche, en que el Acuerdo dispuso que se retirasen, verificándolo ellos silenciosos y pacíficos, acaso contra las esperanzas y los deseos del general, que habría querido que de aquella aglomeración resultara pretexto para tratar a los concurrentes como perturbadores del orden público. Aun sin él hizo salir de la provincia a todos los oficiales procedentes del ejército constitucional, dejando sumergidas en llanto muchas familias. No era esto más que leve amago de las lágrimas que había de hacer derramar el desapiadado conde, y de los grandes infortunios con que había de enlutar aquella grande y hermosa población. Dejémosle ahora preludiando este funesto período, que tiempo tendremos de afligirnos con los desventurados.




{1} Escribían de Orihuela, al tiempo de noticiar la muerte de este desgraciado, que había pedido la imagen de la Virgen, y orado ante ella con las lágrimas en los ojos, admirando y enterneciendo a todos los circunstantes, y que había suplicado siempre al confesor que no le desamparase ni un instante. «No cabe duda, añadían, en que ha muerto como un buen cristiano.»– Gaceta del 23 de febrero, 1826.

Pero en la Gaceta del propio día se estampaba la siguiente correspondencia, que repugna a la cultura, a la humanidad, y hasta al buen sentido: «Ayer fue ahorcado en esta Antonio Caso, alias Jaramalla: murió impenitente, y dejando consternado al numeroso concurso que asistió a este horrible espectáculo, haciéndolo más espantoso un terrible torbellino que se observó al expirar este malvado, quien salió de la cárcel blasfemando, y diciendo tales palabras que no se pueden referir sin vergüenza; y a pesar de haberle puesto una mordaza, repetía como podía: viva mi secta, viva la institución masónica: así fue arrastrado a la cola de un caballo hasta el patíbulo. Por más diligencias que han hecho sacerdotes de todas clases, no han podido conseguir que ni siquiera pronunciase el nombre de Jesús y de María, antes bien los despreciaba con injurias e inauditas blasfemias: después de muerto se le cortó la mano derecha para ponerla en el sitio de sus delitos, y arrastrando su cadáver lo condujeran al muladar. Así concluyen miserablemente su vida estos proclamadores de la libertad, y esta es la felicidad que prometen a los que los siguen, ir a parar donde van las bestias.»– ¡Así se escribía oficial y semi-oficialmente en la Gaceta del gobierno!

{2} En esta ocasión pasó de Castilla la Vieja a Navarra el duque de Castroterreño; fue destinado a Castilla la Vieja don Francisco Longa, a Aragón don Felipe Saint-March, y a Valencia don José O'Donnell.

{3} Lo fue don José María Carvajal, que mandaba la provincia de Valencia.

{4} Entre infinitas obras prohibidas se contaban, por ejemplo, el Informe sobre la Ley agraria, de Jovellanos; la Historia Crítica de España, de Masdeu; la Teoría de las Cortes y el Ensayo de la Legislación, de Marina, y otras todavía más inocentes y más extrañas a la religión, a la política y a la moral.

{5} En julio de 1834 la imprimió en Cádiz un desconocido. Hoy forma el primer Apéndice a los Anales del reinado de Isabel II, obra póstuma de don Javier de Burgos.– Habíamos pensado trascribir algunos trozos notables de ella, pero es documento que merece ser conocido en su conjunto.

{6} Respuesta de don Miguel a la carta de la infanta doña María Isabel: Viena, 5 de abril, 1826.

{7} Para cohonestar en cierto modo las rudas disposiciones del gobierno español se citaban en la Gaceta las sangrientas ejecuciones que en aquel tiempo se verificaban en Inglaterra con motivo de los tumultos de los jornaleros por la paralización de las fábricas. Y en efecto, en un solo día fueron condenados a muerte cuarenta y dos operarios de las fábricas de Manchester; y así en otros puntos de aquel reino.

{8} «Bien quisiera, había dicho en el discurso de la Corona, que no hubiese habido necesidad de tratar de la imprenta; mas al paso que se había ido ampliando la facultad de publicar escritos, se han seguido nuevos abusos que exigen medidas de represión más extensas y más eficaces. Era ya tiempo de hacer cesar estos aflictivos escándalos, y de preservar a la misma libertad de imprenta del peligro de sus propios excesos.»

{9} Firmábase él mismo: «alias Caragol.»

{10} Gaceta de Madrid de 3 de mayo, 1827.

{11} Hiciéronse notables por su exaltada oratoria y sus furibundas predicaciones, entre otros, el P. Puig, prior de los Dominicanos; el P. Palau, guardián de San Francisco; el P. Solá, franciscano también; el P. Francisco Mora, del oratorio de San Felipe Neri, y el doctor Fábregas, capellán de los realistas. Teníanse también reuniones en casa del boticario Vinader, del confitero Isern, y en otros puntos. Todo esto consta de las declaraciones contestes de los que después fueron procesados.

{12} La buena reina Amalia mostró soportar la separación del rey su esposo con una resignación verdaderamente cristiana, y dedicó a su despedida unos versos, tan desgraciados como obra de arte, como eran generosos y bellos los sentimientos de su corazón que en ellos revelaba. Sirvan de muestra las siguientes estrofas:

¿Cómo se había de quejar tu esposa,
Si a tus vasallos vas a socorrer?
De su sangre una gota es más preciosa
que cuanto llanto pueda yo verter.

 ………

Anda, Fernando, y vuelve coronado
Con la oliva de pacificador;
Yo quedo en tanto a este tu pueblo amado
Por prenda fiel de tu paterno amor.

{13} Del mismo género era la proclama de Rafí Vidal, autor y jefe de la sublevación de Reus. He aquí el principio de ella:

«¡Viva la santa Religion! ¡Viva el rey nuestro señor y el tribunal santo de la Inquisición!

»Habitantes del campo de Tarragona; ya va serenándose la atmósfera que estos días atrás tenía en zozobra a todos vosotros… creídos acaso que mi levantamiento sería para hacer derramar sangre, y extender el luto y el llanto en todo este vasto y delicioso país. No, amados compatricios, no ha sido este mi intento. Ha sido, sí, unirme con la mayor y más sana parte de la provincia, para sostener y defender con la vida los dulces y sagrados nombres de Religión, Rey e Inquisición; arrollar y exterminar a cuantos masones, carbonarios, comuneros y demás nombres inventados por los maquiavelistas, que no han obtenido el indulto que S. M. se dignó dispensarles si dentro de un mes se retractaban de sus errores, &c.– Reus, 13 de setiembre de 1827.– Juan Rafí Vidal.»

{14} De estos y otros curiosos incidentes y pormenores da también noticia nuestro amigo don Antonio Pirala en el primer tomo de su reciente Historia de la Guerra civil, y de los partidos liberal y carlista: cuyo escritor ha ilustrado este interesante episodio de la rebelión de Cataluña con curiosas noticias e importantes documentos.

{15} Los que empezaron a reunirse fueron: el vice-cancelario Minguel; el presbítero Torrebadella; el padre Barri, dominicano; el padre rector de capuchinos; el reverendo Mosen Cristóbal Vila, párroco de Pradell; Mosen José Bernié; Grifé, encargado del catastro; el teniente coronel Jordana; el capitán Capdevila, y Fidel Palá.

{16} Consta todo esto de la información del encargado del gobierno para averiguar les causas del levantamiento de Cataluña, y también de los documentos que se cogieron a la misma Josefina, cuando fue presa, como diremos después.

{17} Conocen ya nuestros lectores cómo preparó y realizó Rafí Vidal el levantamiento de Reus y del corregimiento de Tarragona, cuando era ayudante de la subinspección de voluntarios realistas. Siguiole, a excitación suya y como su segundo, don Alberto Olives, hombre de buenos sentimientos, enemigo de los excesos, y aun de las exacciones, y no tuvo poco mérito de su parte el haber levantado alguna de las que había impuesto el mismo Vidal. Era Rafí Vidal un realista exaltado, que amaba de corazón a su rey, al cual creía extraviado por malos consejos. Valiente y enérgico en la guerra, cuando el rey fue a Cataluña se le presentó en Vinaroz, y le expuso con ruda franqueza las quejas de los sublevados y sus propios sentimientos. No debió serle satisfactoria la contestación del rey, cuando Vidal le replicó con arrogancia: «Señor, aun tengo tropas y puedo mucho.– Pues marcha, le dijo el monarca, a ponerte a la cabeza de tus sublevados.» Y volvió la espalda a Vidal, negándose absolutamente a oír más observaciones.

Rafí Vidal volvió a incorporarse a sus tropas y continuó la guerra, mas luego fue, como hemos visto, de los que depusieron las armas acogiéndose al indulto. Libre y pacíficamente andaba por Tarragona, cuando un día se vio arrestado en ocasión de estar jugando al billar. Asombró a todos su prisión. El conde de Mirasol instruyó su proceso por mandato y con arreglo a instrucciones dadas por el conde de España, el cual a su vez decía obrar en cumplimiento de las órdenes del rey. Atribuyéronlo otros a empeño del ministro de Gracia y Justicia, por suponer que poseía el procesado importantes secretos. Es lo cierto que Vidal fue ejecutado con el mayor sigilo, y que al tiempo de morir, después de haber arreglado con calma sus negocios, hizo importantes revelaciones en el seno de la confianza, que no quiso se escribieran, prefiriendo morir a dejar consignado lo que acaso le habría salvado la vida. Ya tenía cubierto el rostro para recibir la muerte, cuando una persona le dijo: «Vidal, aun es tiempo.– Hasta la eternidad,» contestó. Y una descarga puso fin a sus días. Sentido fue de todos, y de nadie esperado el suplicio de Rafí Vidal.

{18} Salvó la vida, ocultándose en un convento de Monjas, el célebre Padre Puñal, franciscano, que armado de pies a cabeza, con un crucifijo pendiente entre dos pistolas, proclamando la Inquisición, era de los que más habían figurado en las bandas de Jep dels Estanys.

{19} Parece que en los primeros años su genio turbulento hizo necesario mandarla de uno a otro convento. En 1853 decía el autor de la Historia de la Guerra civil: «No hace mucho que en un apartado barrio de Sevilla buscábamos la calle del Corral del Conde, y en una humilde casa hacia el medio de la calle preguntábamos por Josefina Comerford. Estaba a la sazón ausente de Sevilla; no regresaría en algún tiempo. Nos entristeció esta noticia, y hubimos de partir de la ciudad sin haber podido ver más que la habitación de esta mujer extraordinaria, que odia hasta el recuerdo de lo pasado, pero que conserva el genio, la fortaleza de alma y el varonil aliento de sus primeros años, a pesar de sus achaques.»