Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XXII
El Conde de España en Barcelona. Muerte de la reina Amalia. Casamiento de Fernando con María Cristina
1828-1829

Carácter misterioso de la insurrección catalana.– Juicio de los vencidos sobre los promovedores de ella.– Captura de Bussons, o Jep dels Estanys.– Sus papeles.– Su muerte.– Notable decreto de Fernando sobre empleos públicos.– Sus buenos efectos.– Estado económico de la nación.– El ministro Ballesteros.– Industria, crédito, inversión de fondos.– Nivelación de presupuestos.– El ministro Calomarde.– Protección y privilegios que concede a los realistas.– Sigue persiguiendo a los liberales.– Los reyes.– Su estancia en Barcelona.– Salen a visitar varias provincias. -Detiénense en ellas.– Obsequios que reciben.– Aragón; Navarra; Provincias Vascongadas; Castilla.– Su regreso a la corte.– Recibimiento.– Sucesos de Portugal.– Apodérase don Miguel del trono.– Su despotismo.– Novedades de otra índole en Francia.– Impopularidad y caída del ministro Villèle.— Ministerio Martignac.– Su política.– Síntomas de cambios en aquel reino.– Estado de Cataluña.– El mando del conde de España en Barcelona.– Primeros actos de su sistema de tiranía.– Ruda persecución contra los liberales.– Inventa conspiraciones.– Instrumentos de que se rodea.– Policía que organiza.– Medios indignos de buscar criminales.– Se llenan las cárceles de presos.– Comienzan los suplicios.– Los cañonazos, los pendones y las horcas.– Terror y espanto en la ciudad.– Suicidios de desesperación en los calabozos.– Tormentos y martirios de los presos.– Destierros y presidios.– Nuevas y repetidas ejecuciones.– Aparato lúgubre.– Cómo se seguían y sentenciaban las causas.– Explicación de los feroces instintos del conde de España.– Sus extravagancias y excentricidades.– Su tiranía con su propia familia.– Terremotos, siniestros y calamidades en algunas comarcas del reino.– Enfermedad y muerte de la reina María Amalia.– Su carácter y virtudes.– Esperanzas y temores que empiezan a fundarse en su fallecimiento.– Fundamentos de estos juicios.– Situación de las cosas en el extranjero.– Portugal; Francia.– Pronósticos.– Tolerancia en España.– Desgracias en América.– Fernando soporta mal su estado de viudez.– Propónenle nuevo matrimonio.– Trabajos del partido apostólico para impedirlo.– Resuélvese el rey, y elige para esposa a María Cristina de Nápoles.– Ajústanse los contratos.– Disgusto y mal comportamiento de los apostólicos.– Salida de Nápoles de la princesa Cristina con los reyes sus padres.– Vienen a España.– Aclamaciones en los pueblos.– Desposorios en Aranjuez.– Su entrevista con el rey.– Contento de Fernando.– Entrada en Madrid.– Bodas, velaciones, regocijos públicos.– Lisonjeros presentimientos que se forman sobre las consecuencias de este matrimonio.
 

La revolución de Cataluña, aunque terminada, había dejado tras sí grandes misterios, cuya revelación muchos tenían motivos para temer. Vaga desde el principio en su enseña y en su objeto, aunque los verdaderos móviles no dejaban de traslucirse y trasparentarse, cuidóse mucho de que no salieran a la luz clara. Apenas apareció en tal cual alocución, y como vergonzantemente, el nombre de don Carlos. Es casi cierto que el príncipe no autorizó a nadie para tomarle, y que no se mezcló ni en los planes ni en los acontecimientos que los siguieron: pero lo es también que ni le eran desconocidos, ni tuvo voz para condenarlos y rechazarlos. Creemos que tampoco al rey le sorprendieron, aunque no calculó ni presumió que hubieran de tomar tanto cuerpo que le obligaran a ir en persona a sofocarlos y destruirlos. El clero fue el menos cauto, y la confianza lo hizo descubrirse en demasía. Otros personajes fueron bastante hábiles, o bastante hipócritas, o bastante afortunados, para no exhibirse. Sobre el mismo ministro Calomarde que acompañaba al rey recaían no leves ni pocas sospechas de complicidad{1}. Los vencidos que habían escapado con vida a suelo extranjero publicaban desde allá escritos acriminando a los cortesanos que los habían comprometido, y poniendo la lealtad del ministro por lo menos en predicamento muy sospechoso y poco envidiable. Esto explica la facilidad del perdón para unos, la severidad y las precauciones para que no se libraran de la última pena los otros{2}.

Dijimos ya que el jefe principal de los sublevados don José Bussons, o sea Jep dels Estanys, había logrado fugarse a Francia, donde obtuvo pasaporte para pasar a Italia. Dúdase si fue o no a París, pero sábese que el prefecto de Perpiñán recibió órdenes del ministro Villèle para proteger y auxiliar al caudillo español. Susurróse al propio tiempo que Calomarde, con la esperanza y el afán de apoderarse de sus papeles, le había enviado el perdón a Francia. Fuese de esto lo que quisiera, Bussons debió contar con el favor de personas importantes, cuando se animó a regresar a España a renovar una insurrección que acababa de ser extinguida, a cuyo efecto salió de Perpiñán con cinco ayudantes.

Cualesquiera que fuesen las causas que a ello le movieran y las relaciones en que fiara, fue evidentemente víctima de un engaño. Vendíanle sus amigos; todos sus actos, todos sus pasos eran espiados; y un confidente suyo los ponía en conocimiento del conde de Mirasol, encargado de capturarle. Mucho trabajó el de Mirasol, y graves obstáculos tuvo que vencer, durante un mes que duró la persecución, andando por las asperezas de las montañas. Pero merced a un aviso del ganado confidente, logró una noche sorprenderlo en la casa aislada de un monte (2 de febrero, 1828). Vencido Bussons después de una empeñada lucha cuerpo a cuerpo con un granadero de la guardia, sujetósele al fin y quedó preso. Por el mismo medio se apoderaron los de Mirasol de los cinco ayudantes, que estaban en una caballeriza inmediata.

Ocupósele una cartera con papeles que se suponen interesantes, los cuales fueron enviados al rey, quien los inutilizó, y dio las gracias a Mirasol por el importante servicio que había hecho. Conducidos todos los presos a Olot, y puestos en capilla, Bussons y tres de sus ayudantes fueron arcabuceados en la mañana del 13 de febrero (1828) en las alturas de la villa. Bussons se había negado a confesarse, y al primer sacerdote que se le acercó lo recibió con una bofetada, llenándole de insultos, y diciéndole que su clase era la que tenía la culpa de que él se encontrase en tal estado. Dejóse al fin persuadir por la exhortaciones de un oficial, y se preparó a morir con todos los signos de una muerte cristiana. Hombre duro, y acostumbrado a todo género de fatigas, que lo mismo dormía sobre una peña sufriendo un sol abrasador que en la humedad de un calabozo, que de contrabandista había ascendido a coronel en las anteriores guerras, peleando en el ejército de la Fe, por cuyos servicios le había señalado el rey una pensión de veinte mil reales anuales, declaró con jactancia haber estado en el trascurso de su vida en diez y ocho cárceles. Tal era el jefe principal de la revolución ultra-realista de Cataluña, y tal fue el término de su carrera, dando su muerte no poco pábulo a censuras y malos juicios sobre la conducta de los personajes que antes le habían favorecido.

El rigor empleado con los rebeldes realistas no dejó de producir desmayo en el partido teocrático y reaccionario, y de dar algún respiro a los liberales que ayudaron a vencerle, y que por lo menos ya no veían en el rey, como hasta entonces, al enemigo implacable y al perseguidor exclusivo de los hombres de una determinada opinión. Ciertas medidas administrativas parecían hechas para irlos sacando del estado de relegación en que estaban, e irles abriendo poco a poco la entrada en los destinos públicos. Tal fue el decreto autógrafo que en 8 de marzo (1828) dirigió Fernando al presidente del Consejo de Ministros, concebido en los términos siguientes:

«Desde el día en que se publique el decreto de reformas ningún secretario del Despacho me propondrá para los empleos a ninguno que no sea cesante, siempre que haya tenido buena conducta en tiempo de la Constitución.— Así mismo desde dicho día no se dará pensión alguna por ningún ramo, de cualquier clase que sea, excepto las de reglamento, como viudas cuyos maridos hayan muerto en acciones de guerra, retiros, premios, &c.– No se dará oídos a recomendación alguna, sea de quien quiera, y de su cumplimiento hago responsables a los Secretarios del Despacho.»

Además de la conveniencia de la medida para poner un dique, por un lado, al monopolio de los empleos de que los realistas estaban en posesión y se creían con derecho a ser dueños exclusivos, por otro lado al furor de la empleomanía que ya entonces empezaba a ser, como ha continuado siendo, una de las plagas funestas de nuestra patria, era un decreto de justa reparación, y usábase ya en él respecto a los constitucionales una templanza de lenguaje desusada hasta entonces. Los resultados correspondieron al espíritu de la medida, pues en virtud de ella los liberales de color menos subido empezaron a ir ocupando las vacantes de las oficinas, especialmente en el ramo de hacienda, y aun llenando algunos huecos en el ejército. Eran en verdad los empleados más inteligentes, y el ministro Ballesteros, el más tolerante con la opinión liberal, y el más celoso y activo en la buena organización y arreglo de su ramo, aprovechaba con gusto aquellos brazos útiles que una política menos intolerante y menos estrecha le proporcionaba.

Había continuado este ministro con laudable afán, y sin mezclarse sino rara vez y por necesidad en los actos de la política apasionada, fomentando y ordenando la administración económica, con providencias en su mayor parte acertadas y útiles, ya regularizando los impuestos públicos, ya abriendo las fuentes o desembarazando los manantiales de la riqueza, ya dictando disposiciones sobre el laboreo y explotación de las minas, ya soltando trabas al comercio y prescribiendo medios de perseguir el contrabando, ya ofreciendo a la industria y a la fabricación española el estímulo de una exposición pública, ya dando reglas para la correspondiente y equitativa distribución de los fondos del Erario, ya elevando a grande altura nuestro crédito en los mercados extranjeros. De este modo llegó el caso, nuevo desde la época de Carlos III, de que así los empleados activos como las clases pasivas percibieran sus sueldos mensualmente y con la mayor regularidad. Así llegó también el caso apetecido de que se nivelaran los gastos con los ingresos, fijándose el presupuesto del año (28 de abril, 1828) en 448.488.690 reales. Cortísima cifra, que si revela una economía que puede honrar a aquel gobierno, descubre también cuán pocas debían ser las atenciones públicas a cuya subvención esta cantidad se destinaba.

Pero así estos actos de buena administración, como aquella tendencia política un tanto consoladora, veíanse neutralizados por otra opuesta influencia, la del ministro Calomarde, que seguía gozando del favor de la corte, y protegiendo a los realistas partidarios del terror. El célebre ministro de Gracia y Justicia quiso sin duda halagar a los carlistas, que así los llamaban ya desde la guerra de Cataluña, quejosos de su comportamiento, concediendo a los realistas el privilegio de no poder ser sentenciados a la pena de horca como los demás españoles (6 de mayo, 1828), e igualándolos así a los nobles. Por el contrario, conservando su antigua enemiga a los liberales, prohibió a los impurificados la entrada en la corte; y un poco más tarde (12 de julio, 1828) se privó de sus grados y honores a los que en la época constitucional habían pertenecido a sociedades secretas, aunque se hubiesen espontaneado ante los obispos, condición con que antes se los perdonaba, dando así efecto retroactivo a las leyes, y añadiendo a la crueldad el engaño. También se restablecieron en algunas provincias las odiosas comisiones militares, que por fortuna esta vez fueron pronto abolidas. Este era el sistema de equilibrio que agradaba a Fernando, y en que creía mostrar gran habilidad.

Los reyes permanecieron en Barcelona desde el 4 de diciembre de 1827, en que hicieron su entrada, hasta el 9 de abril de 1828, no siempre en buen estado de salud, sino achacosos uno y otro, y padeciendo en ocasiones; pero ordinariamente en actitud de poder disfrutar de los espectáculos de recreo, mascaradas, bailes y otras fiestas, con que aquella rica, industriosa y espléndida población procuró hacer entretenida y agradable su estancia; visitando ellos también las fábricas de hilados y tejidos, y otros establecimientos industriales, los de instrucción y de beneficencia, templos, conventos de ambos sexos, y demás que excitaban o el interés, o la curiosidad, o la devoción de los soberanos.

El 9 de abril salieron SS. MM. en dirección de Zaragoza, donde llegaron el 22, y permanecieron hasta el 19 de mayo. En esta población, como en Barcelona, como en todas las que por estar en el tránsito, o a ruego y empeño de ellas mismas, visitaban los reyes, eran recibidos con arcos y carros de triunfo, danzas, comparsas, iluminaciones, vivas y demostraciones de júbilo de todo género. Variaban éstas según las circunstancias, el carácter, las costumbres y los medios de cada localidad, y ellas eran también las que regulaban los goces y el sistema de vida de los augustos viajeros. Favorecía mucho a la sinceridad de estas ovaciones el ir ellos precedidos de la oliva de la paz.

Insiguiendo Fernando en su propósito desde que llamó a la reina Amalia, de visitar juntos algunas provincias de la monarquía, embarcáronse en el canal de Aragón el 19 (mayo, 1828), y por Tudela y Tafalla llegaron el 23 a Pamplona. Y como se propusiesen pasar allí los días del rey, quiso el ministro Calomarde que precediera a tan solemne día un acto de real clemencia, concediendo un indulto general (25 de mayo, 1828), por delitos comunes, no por los políticos o de conspiración contra el gobierno. Así como la víspera de dicho día tuvo el ministro la honra de ser condecorado por el rey con la gran cruz de Carlos III en premio de sus distinguidos servicios. El 2 de junio partieron de Pamplona para las Provincias Vascongadas, cuyas capitales y principales poblaciones recorrieron, en medio de iguales o parecidas aclamaciones que en todas partes. Burgos, Palencia, Valladolid, todos los pueblos de Castilla la Vieja en que a su regreso se fueron deteniendo, o visitaron de paso, rivalizaron en las mismas demostraciones y homenajes de afecto y de regocijo. Recordamos todavía las que presenciamos en algunos puntos. Y, por último, después de haberse reunido con la real familia, y pasado unos días en su compañía en los reales sitios de San Ildefonso y San Lorenzo, regresaron SS. MM. el 11 de agosto (1828) a Madrid, al cabo de trece meses de ausencia por parte del rey, siendo recibidos con ruidosas aclamaciones populares, y principalmente por parte de los voluntarios realistas.

Fue éste uno de los períodos más tranquilos, y también de los más suaves del reinado de Fernando. Habían cesado en el interior las agitaciones, y nada parecía inquietarle en el goce de su dominación absoluta. Favorecíanle hasta las graves mudanzas ocurridas en el vecino reino de Portugal.

Una disposición poco meditada y poco prudente de la Carta portuguesa otorgada por el emperador don Pedro, confería al infante don Miguel la regencia cuando llegase a cumplir los veinte y cinco años: disposición extraña y que no se comprende en quien conocía las ideas, las costumbres y los hechos del bullicioso infante. Así fue que llegado el caso de ponerse en ejecución dicha cláusula (octubre, 1827), don Miguel reclamó sus derechos. Apoyábalos el Austria, y no se opuso la Inglaterra. El nuevo regente no tardó en desembarcar en Lisboa (22 de febrero, 1828), no con ánimo de sujetarse a las condiciones impuestas por don Pedro, sino con el designio, como era de sospechar, de apoderarse del mando y del trono. Juró sin embargo la Constitución en el seno de las Cortes. Pero evacuado Portugal por las tropas inglesas, don Miguel arrojó la máscara, y dócil a las sugestiones de su madre, rompió descaradamente todos sus juramentos. Desoye los consejos y las reflexiones del embajador inglés, rompe la Carta, despide las cámaras, y convocando las antiguas Cortes consigue ser proclamado rey absoluto. El ministro inglés abandona a Lisboa. Las tropas constitucionales que marchan de Coimbra contra la capital son batidas. Doña María de la Gloria se ve obligada a salir de Portugal y refugiarse en Inglaterra, donde es reconocida como reina por Jorge IV. A partir del 18 de julio (1828), Lisboa y Oporto se convierten en teatros de odiosas proscripciones, y bajo el tiránico despotismo de don Miguel mancha el suelo de Portugal una reacción sangrienta, cuyos ejecutores son algunos nobles, no pocos frailes, y en general la hez del pueblo. Los liberales portugueses llevan a la emigración la amargura del vencimiento, y las esperanzas suyas y las de los liberales españoles.

Otros síntomas presentaba la política del otro lado del Pirineo, y diferente rumbo podía augurarse que seguiría en Francia la nave de la gobernación. El proyecto de ley represivo de la libertad de imprenta, de que hemos hablado ya en otra parte, presentado por el gobierno de Carlos X a la cámara, había excitado en el parlamento, a pesar de la mayoría de los trescientos leales que le apoyaban, así como en la opinión pública, una indignación tan general, que el ministerio se vio obligado a retirarle. Tal fue el regocijo que esto causó en París, que aquella noche apareció toda la población espontáneamente iluminada: signo elocuente de la impopularidad en que el ministerio de Mr. de Villèle había caído. Cometió éste la imprudencia de desafiar la opinión disponiendo una gran revista de la guardia nacional, que había de pasar el rey en persona en el Campo de Marte, confiando en que las aclamaciones con que habría de ser saludado, neutralizarían o disiparían aquel mal efecto, dando así en ojos a las oposiciones y a los diarios enemigos del gobierno.

Mas sucedió tan al revés, que si bien se dieron vivas al monarca, algunas compañías mezclaron con ellos el grito de: «¡abajo los ministros!» Todavía pudo esto tomarse por un grito aislado, pero adquirió una grande e imponente significación el que legiones enteras le repitieran al desfilar por debajo de las ventanas del ministro de Hacienda en la calle de Rivoli. Al día siguiente apareció en el Monitor una ordenanza disolviendo la guardia nacional: reto temerario, con que el gobierno acabó de enajenarse la población de París. La situación se puso tirante, y la oposición crecía y arreciaba cada día. Si el gobierno contaba aún en la cámara electiva con sus trescientos leales que le votaban todo, no así en la hereditaria, donde se formó una oposición formidable. El ministerio quiso ahogarla o quebrantarla con una gran hornada de nuevos pares, nombrados de la mayoría de la cámara popular. Para llenar los muchos huecos que quedaban en la mayoría, disolvió la cámara y convocó a nuevas elecciones. Habíase lanzado por la pendiente de las imprudencias y de las provocaciones a la opinión pública, y tenía que precipitarse y perderse. Las elecciones se hicieron, y resultó de ellas una mayoría de oposición. Con esta noticia París volvió a iluminarse espontáneamente en señal de alegría.

Irritado el gobierno con tales demostraciones, dio orden a la fuerza armada para que dispersara los grupos numerosos y compactos que se formaron, principalmente en algunas calles y puntos de la capital. Como aquellas masas inermes e inofensivas no se disiparan a las primeras intimaciones de la autoridad, la tropa hizo fuego, y las descargas de fusilería hirieron o mataron una veintena de personas. Semejante conducta produjo una indignación universal, y todo anunciaba una terrible crisis. Mr. de Villèle comprendió que no le era posible ya sostenerse; él y sus colegas pusieron sus dimisiones en manos del rey. Formó entonces Carlos X un nuevo ministerio, cuya presidencia confirió a Mr. de Martignac (4 de enero, 1828), el cual exigió que sus antecesores fueran llevados a la cámara de los Pares, a fin de quedar desembarazado del peso de su oposición en la electiva. Mr. de Martignac creyó en la posibilidad de una reconciliación sincera entre el principio monárquico y el principio popular, y toda su política la encaminó a ver de realizar la fusión de los partidos. Veremos más adelante los resultados de este sistema, bastándonos ahora estas indicaciones para mostrar cómo se iba preparando en Francia el gran cambio político que no había de tardar en sobrevenir, y que también había de reflejar en España.

Por este mismo tiempo los franceses se apoderaban de Argel, los rusos invadían la Turquía y bloqueaban los Dardanelos, en Inglaterra se verificaba el gran suceso de la emancipación de los católicos, la muerte de León X hacía pasar la tiara a las sienes de Pío VIII, y en otros puntos del continente europeo se realizaban acontecimientos importantes, en que a nosotros no nos es dado detenernos.

Volvamos ya otra vez la vista a Cataluña, donde por desgracia nos la llaman deplorables sucesos y escenas lúgubres, de que la apartaríamos, si nos fuese posible, de buena gana.

Ya vimos cómo había inaugurado el conde de España su entrada en Barcelona, convocando bajo cierto pretexto a todos los que habían sido milicianos nacionales, y haciendo salir del Principado los oficiales del ejército constitucional. Esta tendencia, que dejaba ya trasparentar sus intenciones, quedó sin embargo como amortiguada durante la permanencia de los reyes en aquella ciudad, contentándose el conde con señalarse y llamar la atención con exageradas formas y maneras en las ceremonias religiosas y actos de devoción, a fin de acreditarse de fervoroso cristiano para con la cándida y virtuosa reina Amalia. Mas apenas salieron los reyes de Barcelona, comenzó a desplegar un sistema de sañuda persecución, no contra aquellos realistas, autores o cómplices de la apagada rebelión que había motivado la ida del monarca a Cataluña, sino contra los liberales que del modo que les era posible habían ayudado a extinguirla. A los primeros los protegió organizando de nuevo en batallones a los mismos realistas facciosos, y poniendo otra vez en sus manos las armas que el rey, las tropas leales y él mismo les habían arrancado. Contra los segundos inventó conspiraciones, suponiendo y divulgando que intentaban y tramaban el restablecimiento de la Constitución del año 12.

Vínole para esto como de molde la llegada de un tal Simó, que en la época constitucional se había señalado por lo exaltado y bullicioso en Valencia, y fingiéndose amigo de los liberales emigrados había formado listas de las personas con quienes por sus ideas podrían aquellos contar en Barcelona y otros puntos, para los planes que en todas épocas y países forman los ensueños de los expatriados. Supúsose al Simó vendido después a Calomarde. Llegado a Barcelona, hízole sepultar el conde de España en un calabozo, si por su anterior conducta, si con conocimiento de lo que ahora era y de lo que poseía, no lo sabemos. Mas lo cierto es que en la prisión le visitaba el conde de España, y que con él iba a conferenciar el famoso don Francisco Cantillon, de la privanza del conde, y que el preso recobró su libertad. Las listas pasaron a poder del capitán general del Principado, y por arbitrarias y desautorizadas que fuesen, habían de servirle grandemente a sus designios.

Menester era dar visos de existencia y de realidad a la imaginada trama, cuya noticia sorprendió a la población y al país, que ni siquiera lo habían imaginado, ni veían el menor síntoma de ello. Ayudábanle en esta obra maquiavélica, como bien escogidos por él, el gobernador de la plaza conde de Villemur, más adelante digno ministro de don Carlos, y el subdelegado de policía don José Víctor de Oñate, el cual creó y organizó una policía secreta, compuesta de lo más despreciable y bajo de la sociedad, dando entrada en ella a algunos condenados a presidio por la pasada rebelión. Esto era poco todavía. Necesitaba el conde tener fiscales de su confianza para las causas que premeditaba formar, para dar apariencia y forma legal a los asesinatos más horribles. Nombró pues fiscales militares a Chaparro, Cuello, y don Francisco Cantillon, célebre este último por la impudencia con que traficaba con la vida de los hombres. Y como habría de parecer mal que los acusados o presuntos reos no tuviesen defensores, señaló como defensor oficial de todos al coronel don José Segarra, instrumento tan dócil como los otros de la voluntad del conde, y por lo mismo no menos fatal defensor para los infelices acusados que sus propios denunciadores. Con tal aparato de esbirros, de fiscales y de defensores, fácil es de prever el resultado de los procesos que habían de fabricarse.

Esparcidos los agentes secretos de la policía por los cafés y por los sitios públicos, comenzaban ellos mismos por murmurar del tiránico gobierno de Fernando. Si algunos incautos, que no faltan nunca, añadían algunas palabras de censura propia, o daban su aprobación a las que habían oído, apuntábanse aquellas, se denunciaban, y servían, al propio tiempo que de primer cargo, de fundamento y base para rebuscar los antecedentes de la vida de cada uno, y traerlos al proceso. De esta manera y con las largas listas de Simó, se dio principio a las numerosas prisiones, que por ser tantas y sin apariencia de justificación llenaban la ciudad de terror y de espanto. Hacíanse a la luz del día, y en la oscuridad y el silencio de la noche, y arrancábase a los hijos de los brazos de sus padres, y a los esposos del lecho conyugal en que reposaban tranquilos. Los calabozos se llenaban de desventurados, llevados a veces individual y aisladamente, a veces en grupos de veinte o de cuarenta, al modo de la época aciaga del terror de la vecina Francia. Cargábaselos allí de hierro, y se los abrumaba de insultos. No se permitía a las familias el consuelo de llevarles el alimento; obligábaselos a tomar la comida de la cantina, pagándola a triplicado precio. Multiplicaban cargos los fiscales, y el defensor oficial, o negaba a los procesados la admisión de sus pruebas, o se burlaba de los datos que presentaban. Los padecimientos eran tales, que los infelices presos preferían ya la muerte a tan prolongada agonía.

No tardó en llegar para algunos el momento que en su desesperación deseaban. En la mañana del 19 de noviembre (1828) el estampido del cañón, recuerdo lúgubre de los suplicios de Tarragona, anunció que había emprendido en Barcelona su tarea el verdugo. De otra clase eran ahora las víctimas. El mismo conde de España lo expresó en una especie de Manifiesto, que por repugnancia no trascribimos, en que, después de asegurar que habían sido descubiertas las tramas de los que querían reproducir las escenas de 1820, decía: «Y con arreglo a las leyes y a decretos de 17 y 21 de agosto de 1825, han sido juzgados y condenados, siendo lanzados a la eternidad los reos cuyos nombres se expresan en la relación que acompaña.» Y afirmaba a los catalanes que en nada se alteraría el sistema político existente. Trece habían sido los arcabuceados aquel día{3}. El primero y más condecorado de ellos, don José Ortega, había intentado suicidarse en el castillo de Monjuich, de que en otro tiempo fue gobernador, hiriéndose, a falta de otro instrumento, con un hueso de gallina; mas como la incisión solo produjese alguna sangre, que sus guardadores advirtieron y procuraron restañar, hubo de seguir sufriendo y acabar la vida en el patíbulo.

Frente y en la esplanada de la ciudadela había hecho el conde de España levantar horcas. A ellas fueron conducidos y de ellas fueron colgados por los presidiarios los mutilados troncos de las trece víctimas. La pluma se resiste a bosquejar el repugnante y horrible espectáculo de aquel cuadro…… ¡Y sin embargo el conde de España fue a recrear con él la vista, acompañado de sus fiscales!

Habían ido cundiendo ya por la ciudad el terror, el espanto y el miedo; porque además de estas víctimas apenas había familia que no temiera ver desaparecer del hogar doméstico alguno o algunos de sus más queridos deudos, para ser trasportados al destierro o al presidio. Muchos se suicidaban en los calabozos, cansados de sufrir, y no teniendo ya paciencia para aguantar tanto martirio, y tan inicuo tratamiento como hasta con escarnio se les daba; y otros morían asfixiados en hediondas e inmundas mazmorras{4}. ¿Quién sugería o qué causa excitaba este refinamiento de crueldad en el conde de España? Cuéntase de él que hallándose en Vich al fenecer la pasada insurrección, metió un día en un saco toda la correspondencia cogida, los papeles en que estaban las delaciones y las pruebas de los procesos, y arrojándole a una chimenea encendida, lo redujo todo a pavesas diciendo: «Centenares de familias quedan en salvo…… Las leyes y los tribunales exigirán en vano los datos para perseguirlos…… Cuando alguien reclame antecedentes se le satisfará diciéndole, que están bien asegurados en el archivo que dejo en Vich…… Mi conciencia me dice que he ahorrado muchas lágrimas, y hecho un bien a la humanidad, después de prestar al rey un gran servicio.» ¿Cómo entonces tanta humanidad, y ahora tan desapiadado furor? ¿Cómo complacerse entonces en ahorrar lágrimas, y gozar ahora en hacerlas verter? Quizá más adelante se expliquen tales rasgos del carácter singular de este funesto personaje.

Sumidos los presos en los calabozos, mezclados con los feroces asesinos, presentábales el fiscal la fatal lista, y preguntábales si conocían a los en ella inscritos. Si contestaban afirmativamente, tomábaselos por confesos de conspiración, y ya se sabía la suerte que los esperaba; si negaban conocerlos, se aguardaba a que el tiempo y los padecimientos los hicieran confesar. Ni un solo sentimiento de piedad penetraba en aquellas lóbregas y mortíferas mansiones. El escarnio con que los trataban los fiscales hacíaseles más insoportable y más duro que las cadenas con que los aherrojaba el carcelero. La miseria, la inmundicia y la fetidez consumían a aquellos desdichados. Al cabo de tiempo se los sacaba para embarcarlos a los presidios de África, no sin raparles antes la cabeza a navaja para colmo de ludibrio. Calcúlase en más de cuatrocientos los enviados a los presidios de ultramar, sin permitir a sus familias darles un triste adiós; bien que de las familias mismas se hizo salir desterrados sobre mil ochocientos individuos por el delito imperdonable de ser parientes de los presos{5}.

En cuanto a víctimas, al ver que habían trascurrido el último mes de 1828 y el primero de 1829 sin que se levantaran cadalsos, pudo creerse que habrían concluido ya, porque Dios habría tocado al corazón del sacrificador. Pero en la mañana del 26 de febrero (1829) el estampido del cañón de la ciudadela anunció que otros desgraciados habían sido lanzados a la eternidad, según la expresión favorita del conde. Enarbolóse en seguida el negro pendón, y cuatro troncos humanos aparecieron luego colgados de la horca. Con mortal ansiedad y congoja esperaban multitud de familias la publicación del diario oficial, temerosos de leer en la lista de los ejecutados el nombre del esposo, del padre o del hermano. Diez habían sido en esta ocasión las víctimas: alguno de los sacrificados tenía una real orden para que no se le sentenciara a muerte{6}. Y aun no satisfecho de sangre el régulo que mandaba las armas en Cataluña, y como si gozase en que el suelo no acabara de enjugarse de ella, repitióse la tragedia el 30 de julio (1829), con la misma lúgubre decoración que las anteriores. Nueve fueron esta vez los que cambiaron el martirio por la muerte, y cuatro, como la vez postrera, los cuerpos truncados que se hicieron aparecer suspendidos de la horca{7}.

Publicáronse en este período varios escritos, denunciando que en las causas no había habido ratificaciones, ni confrontaciones, ni cargos, ni defensas públicas ni secretas, ni más trámites que una simple declaración. Ni tantos asesinatos jurídicos, ni tal afán de hacer víctimas, ni tal sed de sangre, ni tal deleite en el martirio y en la matanza, ni tales y tan terroríficas monstruosidades nos parecerían verosímiles a nosotros mismos, y a nuestros lectores parecería nuestra relación exagerada, y que empleábamos en el bosquejo de este cuadro tintas demasiado negras, si no vivieran aún entre nosotros testigos presenciales de aquellas catástrofes sangrientas, y si la autoridad de respetables jefes que mandaban en aquel mismo tiempo en Barcelona no dieran con su irrecusable testimonio, no solamente sello de verdad, sino colorido más vivo al abominable y horroroso sistema y al carácter incalificable de aquel verdugo que se llamaba capitán general{8}.

Incalificable decimos, porque semejantes instintos y aficiones, aun dado un corazón sanguinario y feroz, solo pueden comprenderse y explicarse, no ya en un genio excéntrico, extravagante y misántropo, sino en un hombre maniático y con marcadas ráfagas de desjuiciado y demente. Solo puede comprenderse en el hombre que hacía cerrar los cafés y enviaba a presidio a sus dueños, porque había en ellos reunión de gentes, como si tales establecimientos se sostuvieran de la soledad. En el hombre que obligaba a los que encontraba en la calle a que le enseñasen el rosario, y si no le llevaban, los hacía encerrar en la cárcel. En el hombre por quien los amigos se abstenían de saludarse en público para no hacérsele sospechosos. En el hombre que en los templos oraba arrodillado y en cruz, y delante de los ajusticiados en las horcas reía y bailaba. En el hombre que trataba a su esposa y a sus hijos como a soldados en campaña; que cuando su hijo no se despertaba a la hora, hacia subir en silencio la banda de tambores, y que de repente batieran redoble al lado del lecho, con lo que se arrojaba de él absorto y despavorido: que cuando su hija no había concluido la tarea de su labor, la condenaba a estar de centinela al balcón con una escoba a guisa de fusil al hombro; y si su esposa no estaba puntual en algún menester del orden doméstico, la arrestaba en la casa por unos días, dando orden formal a la guardia para que no permitiera su salida bajo pretexto alguno. Tal era el hombre a quien Fernando tenía confiado el gobierno superior y casi ilimitado de la ciudad y provincias más industriosas de España{9}.

Entretanto habían ocurrido sucesos lamentables y catástrofes dolorosas de otra índole, de aquellas de que no se puede culpar a los hombres, porque son obra y resultado del orden misterioso de la naturaleza. Hablamos de los espantosos temblores de tierra que por espacio de una semana (de 21 a 29 de marzo, 1829) conmovieron y redujeron a escombros varias poblaciones de la costa del Mediterráneo en las provincias de Alicante y de Murcia, sepultando bajo sus ruinas multitud de cadáveres, sumiendo en la miseria y la desolación aquellos países y difundiendo la consternación en todo el reino. Pueblo hubo en que se arruinaron 557 casas{10}, y otro en que se contaron 280 cadáveres y 158 heridos{11}. Destruyéronse entre todo veinte templos y cuatro mil casas: inmensa fue la riqueza que se perdió en edificios, efectos, cosechas y ganados. El obispo de Orihuela se condujo en aquel gran desastre con todo el celo de un verdadero apóstol. El rey, el comisario general de Cruzada Fernández Varela, y a su imitación y ejemplo todas las clases del Estado, se suscribieron por cantidades correspondientes a la posición respectiva y más o menos desahogada de cada uno, para remediar las primeras y mayores necesidades y socorrer a los más menesterosos, y merced a este filantrópico desprendimiento, a que no falta jamás la nobleza y la caridad española, fueron reedificándose varios de los pueblos asolados, y suministrándose a los labradores medios de cultivar sus heredades.

Otro acontecimiento infausto y triste vino a cubrir de luto y de pena el corazón de Fernando, y a apesadumbrar también a los españoles, si bien al mismo tiempo infundió temores y recelos en unos, esperanza y aliento en otros. Referímonos a la muerte de la virtuosa reina Amalia. Desde el principio del año habíase notado visible decadencia en su delicada salud, y aunque en algunos períodos experimentó bastante alivio, recrudeciéronse sus padecimientos entrada la primavera, y sus alarmantes síntomas hicieron que se tuviera por prudente administrarle el Santo Viático el 7 de mayo (1829). Desde entonces tomó el mal una intensidad que hacía temer sucumbiese de un momento a otro. Sin embargo hasta las dos de la mañana del 18 no pasó a la morada eterna de los justos aquella alma pura, que más parecía haber sido formada para consagrar una vida de virtud y de contemplación a Dios en la quieta y melancólica soledad de un claustro, que para participar de los inquietos goces del trono y del bullicio de la corte y de los regios alcázares. Murió María Amalia de Sajonia en el real Sitio de Aranjuez.

Aunque la devoción religiosa y el carácter apocado y frío apartaban aquella excelente señora y la alejaban de las contiendas y ardientes luchas de los partidos políticos, formando en esto contraste con el genio y las aspiraciones de la esposa del infante don Carlos, produjo no obstante su muerte honda sensación y aun perturbación en los que en sentido opuesto se habían agitado en la Península. El partido dominante, hasta entonces halagado por el rey, y que para lo futuro tenía sus miras puestas en el príncipe Carlos, como el llamado por la ley a heredar el trono en el caso, que ya consideraba seguro, de morir el rey sin sucesión, asustóse al pensar que la viudez del monarca podría alterar sus actuales condiciones. Mientras por la razón opuesta el oprimido partido liberal columbraba un rayo de esperanza de que esto mismo podría un día mejorar su abatida situación y convertirse en beneficio y ventaja suya.

Vaga y temeraria, y como creación fantástica de un sueño pudo parecer esta perspectiva que en lontananza creían vislumbrar los liberales, crónicamente enfermo de gota el rey, otorgándose nuevos privilegios y exenciones a los voluntarios realistas, y apoderado del trono portugués y dominando despóticamente en aquel reino don Miguel, a quien reconoció Fernando: elementos todos que mostraban las dificultades, así de que Fernando contrajera nuevas nupcias, como de que dentro ni fuera del reino hubiese quien diera la mano a los liberales. Únicamente en Francia se dejaba oír como a lo lejos cierto ruido sordo que parecía presagiar alguna tormenta política en opuesto sentido que en Portugal. El ministerio Martignac, que, como dijimos, se había propuesto reconciliar el principio popular con el principio monárquico, queriendo amalgamar y fundir las diferentes fracciones de la cámara, acabó por enajenárselas todas en el mismo grado. Martignac, el ministro más liberal y mejor intencionado de Carlos X, se ofendió de las desconfianzas y de las exigencias de los partidos; coaligáronse éstos formando una ruda oposición, y el ministerio tuvo que retirar el proyecto de ley sobre organización de los consejos departamentales y comunales que tenía presentado. Cierto que el rey le concedió la disolución de la cámara, pero Carlos X deseaba deshacerse de un ministerio liberal que había formado por compromiso, Martignac lo comprendió, aquel gabinete se retiró, y Carlos X encomendó las riendas del gobierno (8 de agosto, 1829) al ministerio presidido por Mr. de Polignac, hombre de corazón y de conciencia, pero que ciego por un ilimitado realismo, que no le dejaba conocer ni los hombres ni el estado de la Francia, pronosticábase ya que iba a comprometer aquel monarca y aquel trono, que imprudentemente luchaban contra la idea liberal, sin la cual era imposible sostenerse.

Cuando vino a Madrid nuestro embajador en París el conde de Ofalia, Fernando oyó de su boca la verdadera situación del pueblo y del gobierno francés, y cómo allí se condensaba y preparaba la atmósfera para una gran tormenta, juntamente con sus consejos de que otorgase aquí a los pueblos algunas mejoras, si quería ponerse a cubierto de los vaivenes que pudieran venir. Noticiosos de esto Calomarde y los del partido reaccionario, trabajaron contra tales sugestiones, y no pararon hasta conseguir que el rey mandase a su embajador volver inmediatamente a París.

Marchaban no obstante en este tiempo las cosas en España con cierto sosiego, regularidad y tolerancia, aparte del estado violento y excepcional de Cataluña. Pero iban mal para los desgraciados españoles que vivían en la nueva república mejicana. Habíase dado allí la famosa ley de expulsión general, decretada por gran número de votos en la cámara de los diputados, por muy escaso en la de senadores, pero ejecutada con rigor, sin que movieran la piedad de aquel gobierno los llantos y lamentos de tantas esposas e hijos de los expulsados suplicando de rodillas que revocara una disposición que llevaba el quebranto o la miseria a innumerables familias. Creyendo Fernando (desacertado siempre en todos sus planes relativamente a la América), que era la ocasión de restablecer a la sombra de tales violencias su dominación en Nueva España, dispuso que desde la Habana partiese una expedición a Tampico al mando del brigadier Barradas, la cual desembarcó en aquel puerto en julio (1829), pero tan miserable, y tan sin medios de triunfo ni de retirada, que parecía haber sido enviada al sacrificio. El resultado correspondió a la imprevisión. El gobierno mejicano se ensañó hasta con los pocos españoles que habían logrado quedarse en virtud de excepciones compradas a caro precio, y Barradas tuvo que rendirse a los generales Santa Ana y Terán{12}.

Delicado como estaba el rey de salud, alarmó, cuando se supo, la noticia de que en el camino de la Granja al Escorial (4 de setiembre, 1829), con motivo de haberse roto la clavija maestra del coche y desprendídose violentamente el juego delantero, había Su Majestad recibido una herida en la cabeza chocando contra el vidrio, de la cual brotó sangre en abundancia. Apenas los partes oficiales habían aquietado los ánimos, asegurando no haber tenido consecuencia alguna aquel incidente, súpose que hallándose una tarde orando de rodillas en el coro del monasterio del Escorial (12 de setiembre, 1829), le había dado un vahído, del cual cayó aletargado, permaneciendo un buen espacio sin conocimiento, que recobró al fin con una sangría. Aunque los partes de los facultativos de cámara siguieron anunciando en los siguientes días que la salud de S. M. era enteramente buena y satisfactoria, que había recobrado su buen humor habitual, y que en nada se resentía de aquel accidente pasajero, cada pequeña novedad de éstas asustaba a los que cifraban en la sucesión del rey algún cambio favorable en su situación.

Síntomas se iban presentando de ver realizados sus instintivos deseos. Fernando, a pesar de su edad y sus achaques, mostrábase mal hallado con la viudez, y manifestó desear una cuarta esposa{13}. Trabajaron entonces los apostólicos, y con ellos la mujer de don Carlos, porque la elección recayese en persona de sus ideas y adicta a su parcialidad. En contrario sentido y con más éxito empleó sus esfuerzos la esposa del infante don Francisco, doña Luisa Carlota, proponiendo al rey a su hermana María Cristina, que a la belleza reunía la gracia y el talento, de que tenía fama. Eran ambas hijas del rey de Nápoles y sobrinas de el de España, como casado aquél (en 1802) con la infanta María Isabel, hermana de Fernando. No era éste todavía insensible a los encantos de la hermosura, y el retrato de María Cristina y la noticia de sus prendas, obtuvieron el triunfo definitivo en el corazón del rey. El ministro Calomarde, cosa extraña, se separó en este asunto, o por errado cálculo, o por adulación al monarca, de las miras y planes del partido apostólico y furibundo.

El 24 de setiembre (1829), pasó el rey al Consejo Real el decreto siguiente:

«Las reverentes súplicas que han elevado a mis reales manos con la expresión de la más acendrada lealtad, así el Consejo como la Diputación de mis reinos y otras corporaciones, pidiéndome que afiance con nuevo matrimonio la consoladora esperanza de dar sucesión directa a mi corona, me han inclinado a ceder a sus ruegos, teniendo consideración a los intereses y prosperidad de mis amados vasallos. Con este recto fin, y persuadido de las grandes ventajas que resultarán a la Religión y al Estado de mi enlace con la serenísima princesa doña María Cristina de Borbón, hija del muy excelso y poderoso rey de las Dos Sicilias y de su augusta esposa doña María Isabel, mis muy amados hermanos, tuve a bien nombrar a mi consejero de Estado don Pedro Gómez Labrador para que pasase, como pasó, a proponer a estos soberanos mis reales intenciones, con las que se conformaron muy satisfactoriamente: y habiéndose ajustado y concluido por medio de nuestros respectivos plenipotenciarios las capitulaciones y contratos matrimoniales, he resuelto que se anuncie a todo el reino mi concertado matrimonio con tan excelente y amable princesa… Lo participo al Consejo &c.– San Lorenzo, a 24 de setiembre de 1829.»

Viendo los apostólicos ser cosa ya resuelta este enlace, intentaron empañar el lustre de aquella excelsa señora, apelando al abominable medio de la calumnia, y haciendo que los ayudara en su indigna obra el diario legitimista de París La Cotidiana. Encendía su enojo la voz que se difundió de que gozaba la ilustre princesa de las Dos Sicilias el concepto de liberal ardorosa. Los intencionados manejos de los apostólicos no surtieron efecto esta vez. María Cristina salió de Nápoles el 30 de setiembre (1829), acompañada de los reyes sus padres. Fueron primero a Roma, y atravesaron después la Francia. El infante don Francisco y su esposa, así como la duquesa de Berri, hijas ambas de los monarcas napolitanos, habían partido de España con objeto de salirles al encuentro, y entrado también en Francia por Cataluña. Juntáronse unos y otros y diéronse un abrazo cordial en Grenoble. En el suelo francés, y antes de llegar al Pirineo los augustos viajeros, presentáronse a su futura reina los expatriados españoles, manifestando sus deseos de volver a su querida patria, y solicitando para ello su mediación. Cristina les dirigió palabras dulces y de consuelo, y les hizo concebir halagüeñas esperanzas. Esperanzas que habían de ver mejor cumplidas que las que dio Fernando a otros desgraciados españoles cuando iba a entrar en España libre del cautiverio de Valencey.

Fuese la noticia y fama de sus relevantes prendas, fuese su agraciado y simpático continente, fuese un instintivo presentimiento de los bienes que este suceso había de traer al país, desde que la joven prometida puso los pies en el suelo español, en Barcelona, en Valencia, en todos los pueblos del tránsito fue recibida y aclamada con entusiasmo grande. Llegaron los augustos viajeros a Aranjuez (8 de diciembre, 1829), donde los esperaban el infante don Carlos y su esposa, y también don Francisco y la suya, que desde la frontera se habían adelantado con este objeto por Zaragoza. Al día siguiente se verificaron los desposorios en aquel Real Sitio por palabras de presente y en virtud de plenos poderes delegados a este efecto al infante don Carlos María, y se hizo el acto solemne de la entrega de la princesa por medio de los correspondientes plenipotenciarios, presenciando todas estas ceremonias los reyes de Nápoles. Al otro día pasó el rey a Aranjuez, según el ceremonial acordado. Fernando halló a Cristina aún más agraciada y seductora que su retrato, y con gusto unos y con pesar otros, calcularon o previeron que le había de rendir su corazón y su voluntad. Por la tarde se volvió a la corte.

La entrada de ambas familias reales en Madrid se verifico el 11 de diciembre (1829), con todo el aparato y ostentación que el programa acordado prescribía. El rey, que con brillante comitiva había salido a recibirlos, acompañó a la reina a caballo al estribo derecho del coche, viniendo al izquierdo los infantes. El pueblo madrileño celebró tan fausto suceso con trasportes de alegría. Realizáronse aquella noche las bodas, y en los siguientes las velaciones y los festejos públicos, todo con las ceremonias y solemnidades y en el orden que anterior y oportunamente se había anunciado en la Gaceta. Solo acibaró el júbilo de aquellas fiestas la noticia fatal que entonces llegó de la derrota de la expedición a Tampico de que antes hemos hablado.

Sentada la reina María Cristina de Nápoles en el trono de los Alfonsos y de los Fernandos, presentía todo el mundo, aunque afectando los ánimos las contrarias sensaciones del temor y la esperanza, que iba a abrirse una era nueva para la nación española. En los capítulos sucesivos veremos hasta qué punto fue siendo realidad aquella especie de vaticinio o presentimiento.




{1} Carta de un personaje de Madrid, interceptada en Cataluña por el coronel Bretón.

Madrid: hoy 26 de setiembre.– Amigo: si los valientes sucumben sin que el rey nuestro señor les cumpla esas condiciones, todos irán al palo, unos tras de otros. Si fían en palabras, son perdidos. Si Calomarde logra engañarlos, desgraciados y desgraciada España; se establecerán las cámaras, se reconocerá la independencia de las Américas y el imperio masónico se radicará. No fiarse, amigo mío; el rey es masa, los masones le han hecho salir; todos los que van con él lo son: Merás, Albudeite, Castelló, Calomarde y los que van de incógnitos día después que Su Majestad.– Romagosa es traidor: vino aquí en dos sentidos, comió con el traidor Calomarde y le dieron cuarenta mil duros para seducir, engañar y dividir a esos infelices.– Alerta y no fiarse.

Condiciones con S. M.

1.ª Que se mande la rigurosa observancia del real decreto de 1.º de octubre de 1823.

2.ª La extinción de las sectas por cuantos medios estén al alcance.

3.ª La organización, fomento y protección de voluntarios realistas y separación de Villamil.

4.ª La extinción del ejército actual y la formación de otro enteramente realista, minorando o reduciendo al número menor posible.

5.ª Separación de dicho ejército de todos los oficiales a quienes los inspectores y ministros han colocado siendo conocidamente constitucionales.

6.ª Igual medida con respecto a los demás empleados constitucionales en todos los ramos del Estado.

7.ª Anulación de todas las corporaciones y establecimientos nuevamente creados y no conocidos en la nación; como policía, instrucción pública, junta reservada de Estado y otros de esta clase.

8.ª Nueva clasificación de empleos y grados, en que no intervengan sino personas notoriamente realistas, conocidas por hechos positivos, prefiriendo a los que hayan estado entre las filas realistas contra la Constitución.

9.ª Exclusión total de empleo y mando de todo voluntario nacional, masón, comunero o sectario.

10. Formación de causa al ministerio actual.

11. Juntar un concilio nacional para fijar las verdaderas máximas religiosas.

12. Establecer una junta con solo el objeto de velar sobre la observancia de las leyes y órdenes de S. M. e informarle sobre las que de algún modo contraríen su real permiso, cuya junta podrá ser de personas selectísimas por su probidad y realismo entre todos los consejos.

13. Restablecimiento del santo tribunal de la Inquisición, pero con exclusión de los jansenistas que en él había; y prohibición de entrar en él los Monteros, Pérez y otros de este jaez.

14. Extinción absoluta y perpetua del consejo de Ministros; reforma o separación de algunos individuos del consejo de Estado, como Castaños, Peralta, Erro, Elizalde, &c.

{2} Así, por ejemplo, mientras el rey había perdonado la vida al teniente coronel Terricabras y siete compañeros más, pues en capilla en Vich, el empeño de sacrificar en Tarragona a Rafi Vidal, espontaneado, y el cuidado de que sus secretos murieran con él, perjudicó grandemente en la opinión pública al ministro Calomarde, y no favoreció nada al prestigio del mismo monarca.

{3} He aquí los nombres y empleos de aquellos desgraciados, según la relación oficial.

Don José Ortega, coronel graduado, gobernador que había sido del castillo de Monjuich en 1820.

Don Juan Caballero, teniente coronel graduado.

Don Joaquín Jacques, teniente con grado de capitán.

Don Juan Domínguez Romero, teniente graduado.

Ramon Mestre, sargento 1.º

Francisco Vituri, sargento 2.º

Vicente Llosca, cabo 1.º

Antonio Rodríguez, ídem.

Don Manuel Coto, empleado en la Secretaría del resguardo de rentas.

José Ramonet, cabo 1.º de artillería.

Magin Porta, pintor.

Domingo Ortega, paisano.

Don Francisco Fidalgo, profesor de lenguas vivas.

Como el conde de España se hubiese ya propuesto que fuesen trece los ajusticiados aquel día, y como uno de los destinados al patíbulo se salvase comprando su libertad, para completar el número se le reemplazó con el desgraciado pintor Porta. ¡Así se jugaba con la vida de los hombres!

{4} Contáronse más de diez y siete suicidios: y lo que el coronel Ortega no había podido ejecutar, lo realizaron éstos, ya con un clavo hallado en la pared, ya rompiéndose las venas con un vidrio, ya hiriéndose con un hueso afinado en un ladrillo, ya por otros medios que la desesperación les inspiraba.

{5} Cítase el caso de una señora, llamada Fábregas, a quien por haberse negado a declarar contra su marido se le pusieron unos grillos que pesaban veinte y siete libras. Luego daremos una prueba de que tales y al parecer tan increíbles monstruosidades no son ni invención, ni siquiera exageración del historiador.

{6} Era éste el opulento Sans, (a) Pep-Morcaire. Sobre los delitos atribuidos a este individuo se extendía mucho en su comunicación oficial el conde de España. A los demás solo los calificaba del modo siguiente:

Don José Rovira de Vila, teniente coronel, comandante de cuerpos francos agregado al Estado Mayor de Barcelona:

Don José Soler, teniente coronel, capitán retirado y agregado al E. M. de Figueras:

Joaquín Villar, natural de Barcelona, pasante de escribano:

José Ramon Nadal, ídem, corredor de cambios:

José Clavell, natural de Barcelona:

José Medrano, ídem:

Pedro Pera, ídem:

Sebastián Puig-Oriol, natural de Moyà, presidiario:

Agustín Serra, natural de Reus, conductor de correos cesante.

{7} Sus nombres eran: don Pedro Mir, don Antonio de Haro, don Juan Cirlot, Domingo Prats, Manuel López, Salvador de Mata, Manuel Sangh, Manuel Latorre y Pardo y Domingo Vendrell.– Ni el parte oficial de estas ejecuciones, ni los nombres de los ajusticiados en este último día se publicaron, como los otros, en la Gaceta.

{8} He aquí lo que escribía el teniente de rey que era entonces, don Manuel Bretón, al general don Manuel Martínez de San Martín, acerca del mando y del carácter del conde de España:

«Señor don Manuel Martínez San Martín. No soy catalán, ni tengo en el Principado parientes ni bienes que vicien mi razón; ningún vejámen he sufrido, no he pertenecido jamás a partido alguno de los que naciamente tratan aún de acabar la desgraciada España. Ninguna autoridad me ha faltado; ni aquel mismo capitán general que a todo el mundo atropella, me ha dejado de tener las consideraciones que me deben ser guardadas; pero soy un oficial superior, un hombre de bien, un caballero español. Amo al rey mi señor, me interesa el buen concepto de su gobierno, y no puedo ni debo sufrir que un extranjero advenedizo lo desacredite y exponga.

Acabo de llegar de Barcelona, donde he servido bastantes años la tenencia de rey de su ciudadela. Testigo ocular o de notoriedad del atroz comportamiento de aquellas autoridades, debo a fuer de buen español, rasgar el velo a la mentira y a la intriga cortesana. Desengañemos de una vez los buenos a S. M., para que tenga el rey Fernando la paternal satisfacción de acariciar inocentes a los que hicieron condenar como reos, y reconozca como traidores enemigos del esplendor del trono, de la dignidad y buena fama de su augusta persona, a elevados personajes que hipócritamente se le venden por leales servidores.

Don Carlos Espignac o Espagne y no España, pues hasta en su apellido hay falsedad, de nación francés y de índole cafre, según la barbarie de su carácter, ha erigido en la desgraciada Cataluña, digna de mejor suerte, un bajalato en mengua y descrédito del gobierno del rey nuestro señor, en quien no pueden venerar aquellos infelices españoles el benéfico padre de sus pueblos sufrir que admiran las demás provincias.

El mando y permanencia del bárbaro conde de Espagne en Cataluña, insulta a la humanidad, ofende a la religión cristiana, cede en desprecio a la legislación española; exaspera la más acendrada lealtad, aburre a la misma virtud, hiere el pundonor individual, escita el odio provincial, y compromete la pública tranquilidad a todas horas, exponiendo la Península toda a incalculables desgracias, de cuyo sacudimiento podrían resentirse hasta las tranquilas márgenes del apacible Manzanares. Puedo sin detención alguna salir garante de esta verdad; y para ello entre infinitas pruebas que me reservo, me limito a incluir a V. S. las tres adjuntas copias de otros tantos reales justísimos decretos, en médico S. M. ha tenido que anular con desagrado los fallos de los tribunales del conde, y aun reprender y castigar a sus fiscales y autores.

Estos ejemplos y los clamores de innumerables víctimas y familias que traspasan los corazones piadosos implorando justicia, demandando esposos, hijos, padres, deudos y amigos, sacrificados por la ambición, reclamando casas allanadas, edificios secuestrados, fábricas perdidas, establecimientos cerrados…. obran en mí como testigos. Un impulso irresistible y un honroso celo español no puede menos que interesar la perspicaz y acreditada lealtad del superintendente general de policía del reino, para que con la noble decisión que usaban cabezas nuestros mayores, llame la soberana atención a tamaños e inminentes males. Penetre una vez con candor y gallardía la pura verdad a través de las revestidas cuadras de palacio, que yo sé bien que oída de nuestro soberano, no será tarda y sin razón la más exquisita providencia.

Lo mismo que ha sucedido con las tres causas indicadas, poco más o menos ha sido común en las demás que se han formado en Cataluña durante la época desgraciada del conde de España: en Madrid mismo existen en el día gran número de testigos de cuanto acabo de exponer: entre otros conozco al comisario de Guerra Laroy, capitán Mesina, médico Drumen, corredor Bruguera, teniente coronel Quijano, y otros varios que podrán detallar aún mejor que yo las tropelías, malos tratamientos, ilegalidades, intrigas, calumnias, injusticias, atrocidades, robos, exacciones, inhumanidades que han sufrido o visto sufrir a otros muchos infelices.

Entonces aparecerán muchísimos fusilamientos sin causa ni razón, hombres puestos como por diversión y aún por equivocación en capilla, casas de fiscales adornadas con los muebles de los pobres presos, caballos de los mismos, montados y apropiados por generales, ricos hombres de buena fama y responsabilidad arrancados calumniosamente de sus talleres, rapadas a navaja sus cabezas, aherrojados como los malhechores, estibados como sardinas en un barco y trasportados a Ultramar, tal vez aun sin habérseles recibido una corta declaración. ¡Entonces recordarán ahorcados pendientes del suplicio con uniformes de jefes del ejército sin haber sufrido degradación anterior, y arrastrados después sus cadáveres, regando en sangre, tal vez inocente, las calles de la oprimida ciudad; se dejarán ver infames testigos y falsos, que podrán, arrepentidos de sus crímenes, manifestar quién los compró o quién los hizo declarar o acusar con amenazas y opresiones! Verá entonces el público un capitán general con uniforme y faja bailando las Habas verdes al frente de la tropa, mientras los ajusticiados exhalaban el último suspiro; aquel mismo general que arrodillado y puestos los brazos en cruz ante la religiosa Amalia (Q. D. H.) dejaba caer con descuido estudiado escapulario y rosario; aparecerá también torpemente embriagado en la plaza de palacio, o ya asomando un caballo de un trompeta en el mirador del rey a presencia de toda la oficialidad de una escuadra holandesa en ridícula imitación de Pilatos y Calígula. Entonces llegará a noticia del gobierno ms de diez y siete suicidios, hijos funestos de la desesperación en las horrorosas mazmorras, y un número de asfixiados por falta de respiración en calabozos cerrados herméticamente. La antigua Argel aun fuera corta comparación con las horrendas prisiones y los cautivos del conde. ¡Y esto sucede en la católica España! ¡Y todos callan cuando Fernando reina! Yo no: no callaré; porque, como he dicho no tengo por qué callar; fiel vasallo de mi rey y señor en todas épocas, libre de todo cargo y espíritu de partido, clamaré sin cesar ante V. S., ante todas las autoridades y ante el mismo soberano, si preciso fuera, contra el bárbaro, atroz, e impolítico comportamiento de las autoridades de Barcelona, implorando con toda la honrada energía de un castizo español, que por el decoro mismo de la religión y del trono, y por el interés del Estado, se digne mandar S. M. una comisión de puros y honrados magistrados, que presidida por un nuevo capitán general del principado, indaguen y comprueben cuanto dejo expuesto.

Cataluña no merece semejante trato: Cataluña es fiel, y no rebelde, y la conspiración con que siempre se ha querido alarmar a S. M. solo ha existido en las imaginaciones del general España, Calomarde, Cantillon y algunos otros satélites, como de las mismas causas debe resultar. Ya lo conoce el mismo Cantillon, y por esto sin duda apenas ha llegado ha obtenido, según dicen, licencia real para pasar a Italia, únicamente para sustraerse del resultado que teme del justo examen de las causas y de la aclaración unánime de todo el Principado, y de cuantos hayan viajado o estado en él en dichas épocas.

Personajes hay en Madrid que saben bien la verdad, y mucho pudieran afirmar en la materia; pero unos callan por moderación, y otros porque les tiene mucha cuenta; y tal vez si se apura, no dejaría de resultarles alguna complicidad. Solo en ellos podrán hallar acogida y protección la barbarie y la inaudita atrocidad del conde de España, del subdelegado de policía regente de la Audiencia, Oñate, de Cantillon, y otros muchos enriquecidos por el precio de la sangre de sus víctimas. Haga V., amigo mío, el uso que mejor le parezca de este escrito, en el supuesto de que todo está pronto a sostenerlo y probarlo su atento y seguro y servidor Q. B. S. M.– Manuel Bretón, teniente de rey de esta corte.»

{9} De las mismas extravagancias y fatales locuras padecía, acaso de estudio y por halagar a su jefe, el fiscal Cantillon. Este tenía en su despacho y sobre unos libros un cráneo o calavera, para que no pudieran menos de verla los acusados que iban a declarar. Al preso don Félix Soler le hacía salir por las noches en su compañía a recorrer las calles en busca de cómplices, con la promesa de que esto le serviría de mérito para salvar su vida. Pero acabada aquella singular pesquisa, Soler fue, como hemos visto, uno de los ajusticiados. Añádese que su casa se veía alhajada con efectos que habían pertenecido a las víctimas.

{10} El de Guardamar.

{11} El de Almoradí.

{12} Para que se vea cómo y en qué condiciones eran enviados en aquel tiempo nuestros soldados a América, copiaremos la carta que en el mes de junio el primer ayudante del 2.º batallón permanente de Veracruz dirigía a su comandante:

«A las diez del día de hoy, estando revisando las cuentas de la segunda compañía de este batallón, fui atacado súbitamente de la misma enfermedad que con tanta crueldad me sorprendió el 30 de marzo último, y de que aun convalecía.– Sin temor de mentir aseguro a usted hace quince días no entra en mi bolsillo la cantidad de ocho reales reunidos, siendo consiguiente que esta abstinencia nos haya puesto en el caso, a mi asistente y a mí, de los más días alimentarnos con agua y galleta.

»Me sería sumamente vergonzoso pronunciar una sola palabra más sobre un asunto a que estoy acostumbrado en las miserias que en diferentes épocas sufrieron los individuos que componían las divisiones del Sur, entre quienes me ensoberbezco de haberme hallado. Pero las circunstancias han variado; allí no había dinero, mas hubo insectos con que sustentarse, mientras en la heroica plaza de Veracruz los cuerpos están algunos días sin el sustento necesario, debiendo su conservación a la dignísima clase de oficiales que los componen, llegando a hacer el sacrificio de sus pagas, privándose de ellas bace tres meses para socorrer las necesidades del soldado, que se muere de hambre. Es cierto que la escasez ha sido y es extraordinaria; mas si el señor comisario hubiera tenido presente la circular de 18 de abril de 1826, otra cosa fuera.– Estoy en el estado más lamentable, y acaso esta firma será la última que pueda echar: sin embargo, el contenido de este oficio es dictado por mí, y lo dirijo a vd. con el objeto de que se entere más por menor de los acontecimientos de este batallón. ¡Ojalá él produzca los efectos que me prometo! Dios guarde, &c.– Manuel Zabala.»

¡Y esto se publicaba en la Gaceta de Madrid!

{13} De las tres anteriores, María Antonia de Nápoles, María Isabel de Braganza, y María Amalia de Sajonia, solo de la segunda había tenido sucesión, pero las dos infantas habían vivido solamente, la una pocos meses, la otra solo minutos.