Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XXIII
Nacimiento de la princesa Isabel. Invasiones de emigrados. Torrijos
1830-1831

María Cristina.– Circunstancias y oportunidad de su venida.– Su talento y conducta.– Embarazo de la reina.– Esperanzas y temores de los partidos.– Pragmática-sanción sobre el derecho de las hembras a la sucesión del trono.– Disgusto y enojo del bando carlista.– Actitud de los realistas y del gobierno francés.– Síntomas de un conflicto en Francia.– Sistema de resistencia.– Colisión entre el rey y la cámara.– Elecciones.– Piérdelas el gobierno.– Suspende la libertad de imprenta.– Disuelve el parlamento.– Atropello de imprentas.– Insurrección popular.– La fuerza armada.– Revolución de París.– Las jornadas de julio.– Triunfo del pueblo.– Caída de Carlos X y de la dinastía Borbónica.– Elevación de Luis Felipe de Orleans al trono.– Gobierno constitucional.– Reconocimiento de las potencias.– Impresión que causa en España.– Aliéntanse los emigrados españoles.– Su impaciencia.– Juntas en Inglaterra y en Francia.– Proyectos frustrados.– Mina nombrado general en jefe.– Planes.– Discordias entre los emigrados.– Precauciones de Fernando y de su gobierno.– Decreto sangriento y cruel.– Diferentes invasiones por el Pirineo.– Mina, Butron, López Baños, Valdés, Méndez Vigo, Grases, Gurrea, Milans, San Miguel y otros jefes.– Resultados desastrosos.– Muerte de Chapalangarra.– Acción de Vera.– Apuros y retirada de Mina.– Espíritu de Navarra, de Aragón y de Cataluña.– Tropas y voluntarios realistas.– Refúgianse de nuevo en Francia los invasores.–Causas de haberse malogrado sus tentativas.– Reconoce Fernando a Luis Felipe.– Los emigrados españoles son obligados a internarse en Francia.– Nuevas crueldades de Calomarde con los vencidos.– Distintos caracteres y diversas tendencias de Cristina y de Fernando.– El Conservatorio de Música, y la Escuela de Tauromaquia.– Nacimiento de la princesa Isabel.– Satisfacción de Fernando.– Sentimiento de los realistas.– Exterior.– Nápoles, Roma, Bélgica, Portugal.– Suerte que corren nuestros emigrados en Francia.– Invaden otros emigrados la España por el Mediodía.– Son derrotados.– Frustrada rebelión en Cádiz.– Alzamiento de la marina en la Isla.– Ríndese a las tropas.– Traición que se hace a Manzanares.– Su muerte.– Prisiones y suplicios en Madrid.– Muere ahorcado el librero Miyar.– Fúgase Olózaga de la cárcel.– Triste episodio de doña Mariana Pineda en Granada.– Otros suplicios en Madrid.– Torrijos.– Sus planes.– Es llamado con alevosía a España.– Su expedición.– Trágico fin de Torrijos y de sus cincuenta compañeros.– Infamia de González Moreno.– Discreta conducta de Cristina.– Regala unas banderas al ejército.– Padecimientos del rey.– Tiranías de don Miguel de Portugal.– Satisfacciones que exigen Francia e Inglaterra.– El ex-emperador don Pedro del Brasil prepara una expedición para restablecer a doña María de la Gloria en el trono lusitano.– Ofrécensele en París los emigrados españoles.– Mina.– Mendizabal.– Fin del año 1831.
 

Vino la princesa María Cristina de Borbón a ser reina de España en la ocasión más propicia para que pudiera prepararse aquella nueva era que se presentía. Era aquél el período menos funesto y más tolerable del reinado de Fernando VII. Comparado con épocas anteriores, y salva tal cual excepción que hemos señalado, había en el gobierno más expansión y en el pueblo más respiro, como cansados uno y otro de revueltas y desventuras. Los últimos desengaños habían hecho al rey mismo menos preocupado con sus antiguas ideas, y al parecer menos insensible y menos sordo a la voz del buen consejo. Los aires de Francia no soplaban, como antes, impregnados de absolutismo, y por en medio de las nubes que aun encapotaban el cielo se entreveía un horizonte más claro. Habíase regularizado la administración española; la hacienda alcanzaba cierto desahogo de largo tiempo no conocido; y aunque el presupuesto para el año 1830 resultaba algo más subido que el anterior, correspondían los gastos a los ingresos, y era conforme al sistema de economías que se había venido planteando{1}. Dictáronse medidas y se expidieron decretos para mejorar la suerte de los acreedores del Estado; y eran un buen síntoma, al mismo tiempo que de progreso material, de que no se había abandonado y perdido del todo la senda que conduce a la civilización, los premios concedidos, y que entonces se adjudicaban y publicaban, a los autores de los artefactos de más mérito que se habían presentado en la exposición de la industria nacional: pensamiento extraño, y por lo mismo más digno de loa, en aquellos tiempos. La Providencia prepara maravillosamente los medios para que vengan naturalmente y en sazón los fines que tiene decretados.

La nueva reina tenía talento, y deseo de ganar gloria y buen nombre, y mientras los reyes de Nápoles sus padres visitaban los establecimientos artísticos e industriales de la capital, las curiosidades y grandezas de los Reales Sitios, y los monumentos y antigüedades de Toledo, Cristina conquistaba con sus gracias el corazón de su regio esposo, y ganaba sobre él un ascendiente que había de ser provechoso y fructífero, así como se atraía el afecto del pueblo con su afabilidad y sus finos y atentos modales. Cuanto más influjo ejercían en el ánimo de Fernando los atractivos de su nueva y joven esposa, otro tanto perdía la anterior privanza de su cuñada doña María Francisca, la esposa de don Carlos; y tanto como era el disgusto de los partidarios de este príncipe al ver alejarse la probabilidad de que heredara por falta de sucesión directa la corona, otro tanto se avivaba la esperanza de los liberales, para quienes todo era preferible a la calamidad de que subiera al trono don Carlos. Calomarde, en quien el egoísmo de la propia conservación obraba con más fuerza que los compromisos de la opinión y de los antecedentes políticos, afanábase por hacerse lugar con la joven reina para ver de perpetuarse en el mando.

Desde los primeros meses corrió ya la fausta nueva de haberse advertido síntomas ciertos de que Cristina daría sucesión directa al trono, cosa que halagaba grandemente a Fernando, a quien lisonjeaba tener hijos, y más de una mujer a quien amaba tiernamente, pero que por lo mismo desesperaba a los partidarios de don Carlos, que cifraban en lo contrario todas las aspiraciones del porvenir. No había lugar a cuestión si fuese varón el futuro vástago, pero había que prever el caso igualmente probable de que fuese hembra, respecto al cuál era para algunos o para muchos oscura la legislación que regía en España, y prevenirse por lo tanto para él. No porque pudiera ponerse en tela de juicio histórico que por ley antigua del reino y por práctica constante sucedían en España las hembras a falta de sucesor directo varón al trono, y con preferencia a los varones colaterales; sino porque don Carlos y los de su partido proyectaban desenterrar en su día y hacer valer el Auto Acordado de Felipe V, de que hablamos en su lugar en esta historia, y por el cual, aunque por torcidos medios arrancado, y con repugnancia y aun resistencia por parte de la nación recibido, se alteraba la ley de sucesión en este reino, introduciendo aquí la Ley Sálica francesa, aunque modificada.

Mas en contra de este Auto estaba la Pragmática-sanción con fuerza de ley decretada por Carlos IV a petición de las Cortes de 1789, celebradas para la jura del mismo Fernando como príncipe de Asturias, por la cual se derogaba el Auto de Felipe V, y se restablecía la antigua legislación de España sobre la sucesión de las hembras; si bien el gobierno de aquel monarca y el monarca mismo, o por el temor de herir susceptibilidades de familia, o asustados por el rumor de la tormenta que amagaba ya entonces derribar los tronos, tomaron el desdichado acuerdo de mandar que se archivara sin publicarse, encargando sobre ello la mayor reserva y sigilo, cuando lo que más convenía era divulgarla y popularizarla. Era tan general en los españoles ilustrados la legitimidad de esta ley y la conveniencia de esta práctica, a que debía España la gloria de contar en el catálogo de sus reinas por derecho propio una Berenguela y una Isabel la Católica, que las Cortes de Cádiz no vacilaron en consignar de nuevo en la Constitución del Estado el derecho de suceder las hembras en el trono español.

Ya se mirase, pues, la cuestión por el prisma de las ideas liberales y por el respeto y observancia de las leyes hechas en Cortes, ya se considerara por el principio del derecho absoluto de los reyes, según el cual no eran menores los poderes de Fernando VII para hacer una nueva ley o para revocar la que hubiera hecho cualquiera de sus antecesores, que los que hubiera podido tener Felipe V para alterar la que existía, de todos modos era indisputable el derecho, y no era aventurado considerarlo como deber, dado que hubiera sido controvertible la conveniencia. Por estas y otras razones, que acaso en otro lugar analizaremos, deseoso Fernando de prevenir y cortar toda duda, resolvióse a mandar promulgar (29 de marzo, 1830) como ley del reino la Pragmática-sanción de 1789, hasta entonces archivada, ignorada de muchos, y redargüida de falsa por otros, que probablemente no la conocían, y el 31 de marzo se publicó a voz de pregonero, con trompetas y timbales y con todo el ceremonial de costumbre{2}.

Sucedió con la promulgación lo que era de esperar que sucediese. Se tomó como una bomba lanzada entre los partidos. El realista templado y el liberal aplaudieron este golpe: el bando carlista lo miró como un guante que se le arrojaba, y se preparó con ira a recogerle. Por legal y legítima que fuese la disposición, no podía tolerar en paciencia que así se cerrara a su jefe todo camino para llegar al deseado solio, y que le privaba de una corona que poco antes contaba como segura. Don Carlos no alegó, como sus parciales, que fuese apócrifo el cuaderno de Cortes de 1789, pero pretendía que ni las Cortes ni su padre habían podido despojarle en aquella época de derechos que por su nacimiento tenía adquiridos con arreglo al Auto acordado de Felipe V, resuelto sobre todo a reconocer y rendir homenaje a la descendencia del rey, si fuese varón, pero a no ceder un ápice en sus pretensiones, que él llamaba derechos, si fuese hembra. Quejas e imprecaciones exhalaban los fogosos realistas; y los que se decían enemigos de todo lo extranjero, proclamaban como buena la ley sálica francesa, y censuraban de iniquidad el abolirla.

También los realistas franceses hacían coro con los españoles, declamando destempladamente contra una medida que decían ser en perjuicio de la casa de Borbón, poniendo el cetro de España en peligro de venir a manos de otra dinastía; y aun los liberales de aquella nación no mostraron serles agradable, viendo en ella algo que redundaba en desdoro de un monarca francés. El mismo vizconde de Chateaubriand, el que en otro tiempo daba a Fernando tantos consejos de conciliación y de templanza, empleó su poética pluma en este asunto con más imaginación que exactitud, como tenía de costumbre siempre que se ponía a juzgar de las cosas de España, cuyas costumbres y cuyo carácter no conocía. Por fortuna el gobierno francés, provocado a intervenir en la cuestión de la sucesión española, tenía sobrado en qué pensar con lo que en derredor de sí mismo pasaba, y el estado interior de su propio país embargaba su atención demasiado para que tomase cuidados serios por lo que lejos acontecía, y solo le tocaba indirectamente y como de rechazo. Por otra parte los realistas españoles, afectos a don Carlos, aunque heridos e irritados con aquel golpe, y prontos a estrecharse y unirse para vengarse en el caso que se temía, conocían también que este caso era todavía eventual y no seguro, pues lo que diese al mundo la reina podía ser varón, y entonces nada alteraba la nueva ley, o dado que no lo fuese, podría Fernando tener después sucesión varonil, y entonces el derecho de herencia era también el mismo. La cuestión, pues, era por de pronto solamente de tendencia política y de partido; la de sucesión vendría unos meses más adelante.

Los padres de la reina, y su hermano el conde de Trápani, que también había venido con ellos, partieron de Madrid de regreso para sus estados (14 de abril, 1830), satisfechos de dejar a su hija asegurada en el trono español y en el cariño del rey, y de los obsequios con que habían sido agasajados, saliendo en el mismo día nuestros monarcas y toda la real familia al delicioso sitio de Aranjuez, donde el rey volvió a resentirse por unos días de la gota que en frecuentes períodos le mortificaba. Allí se publicó de oficio y en Gaceta extraordinaria (8 de mayo, 1830), que Su Majestad había entrado en el quinto mes de su embarazo, mandando que la corte vistiera de gala por tres días, y que en todas partes se hiciesen rogativas públicas y secretas al Omnipotente por su feliz alumbramiento.

Hemos indicado poco há que el gobierno francés tenía demasiado a que atender con lo que en su propio país y en derredor suyo acontecía, y también dijimos antes que se dejaba entrever en Francia una colisión entre el pueblo y el trono. Las distancias se habían ido estrechando en la época a que llegamos, y se veía marchar las cosas hacia un grande acontecimiento, que no habría de poder menos de trascender a España. Hemos visto el punto peligroso en que se habían colocado Carlos X y el ministerio de Polignac con su indiscreta y obstinada política de resistencia. Amenazando, como amenazaba, un choque entre la cámara y el gobierno, aquella no quiso tomar la iniciativa de las hostilidades, sino que esperó a que éste la atacara. El ministerio a su vez se preparó para el caso en que le fuera negado el presupuesto, dejando descubrir su intención de suplirlo por medio de ordenanzas, y haciendo que sus escritores predispusieran la opinión para un golpe de Estado. Por su parte la cámara, en vista de esta actitud, anunció en la contestación al discurso de la Corona, que el ministerio no podía contar con su concurso. El efecto de esta declaración fue inmenso. La corte se irritó, la cámara fue disuelta, y unas nuevas elecciones iban a decidir de la libertad y del porvenir de la Francia.

Habíase hecho la convocatoria para el 3 de agosto (1830). La lucha electoral se empeñó, y en ella quedó vencido el ministerio. No quedaba al rey otro medio que la alternativa entre el cambio de ministros o el golpe de Estado: su ceguedad le condujo a optar por este último. El rey y el gobierno se hallaban entonces envanecidos con la reciente conquista de Argel, y creían tener fuerza y prestigio en la opinión para poder atreverse a todo. En efecto, las huestes francesas con su acostumbrada pericia y valor habían vengado los agravios hechos a su nación por los argelinos, y rendido a Argel (5 de julio, 1830), y plantado el pabellón glorioso de Austerlitz en sus alminares, y apoderádose de los tesoros de la Alcazaba. Pero esta afortunada empresa, que en otras circunstancias habría sido grandemente celebrada por los franceses, pasó ahora poco menos que como un acontecimiento común, preocupados los ánimos con el estado inquieto y los peligros interiores del reino. Pero engreído el rey con aquel triunfo, y creyendo tan fácil sujetar a sus súbditos como vencer a los extraños, resolvióse a expedir las famosas ordenanzas (25 de julio, 1830), por la primera de las cuales suspendía la libertad de la imprenta, por la segunda disolvía la cámara, por la tercera reemplazaba la ley electoral con disposiciones arbitrarias, y por la cuarta convocaba para el 28 de setiembre una nueva cámara, elegida bajo el influjo y a gusto del poder. Al día siguiente la capital del reino leyó sorprendida y absorta estos decretos en el diario oficial.

Conforme al primero, los periódicos no podían publicarse sin previa licencia o autorización; los periodistas protestaron, no obedecieron, y se prepararon a una resistencia que tenían por legal. El 27 los agentes de policía recibieron orden de ir a inutilizar los moldes o destruir las prensas de los diarios desobedientes. La redacción del Nacional cerró sus puertas, que los mandatarios del poder abrieron o derribaron violentamente. En la imprenta del Temps se defendieron los empleados y dependientes largas horas contra los agresores. Esto no pudo hacerse sin publicidad y sin grande escándalo, y a medida que se sabía en la ciudad se exaltaban los ánimos y cundía y se generalizaba la indignación. Formáronse por la noche grupos numerosos en actitud amenazadora; la fuerza armada intentó disiparlos, ellos opusieron resistencia, la tropa hizo fuego, corrió la sangre, y comenzó la lucha. Desde la mañana del 28 (julio, 1830) la insurrección se hizo general: por todas partes se corría a las armas; erizáronse de barricadas las calles; la bandera tricolor se enarboló en el Hotel de Ville y en las torres de Notre-Dame; París fue declarado en estado de sitio; el mando de las tropas se encomendó al mariscal Marmont, el mismo que había entregado la capital al extranjero en 1814. Las tropas eran pocas, y aunque la guardia real y los suizos peleaban con decisión, no así otros regimientos de línea. La resistencia del pueblo era grande; de las ventanas y de los tejados se hacía fuego, y llovían proyectiles de todas clases sobre los soldados, y los derribados troncos de los árboles de los boulevards los embarazaban y detenían. En esta segunda jornada de la revolución las tropas no habían sido batidas, pero quedaron rendidas de fatiga y desanimadas, al ver la unanimidad de la población, la energía de la resistencia, y la decisión a continuar la lucha.

Comenzó ésta al romper el segundo día. Los hombres de los arrabales se levantaron en masa, al modo que habían sido levantadas las piedras; apoderáronse de algunos cuerpos de guardia; surtiéronse de medios de ataque en el Museo de artillería; el pueblo invadió los cuarteles, y los regimientos de línea empezaron a fraternizar con los ciudadanos, a cuya cabeza se pusieron los alumnos de la Escuela politécnica, instruidos en el arte militar. El palacio del Louvre, que defendían los suizos, cae en su poder. Al propio tiempo el estandarte tricolor ondea en el de las Tullerías, plantado por las manos de los populares. En cosa de dos horas se ha decidido la batalla, quedando victorioso el pueblo; las tropas evacuan a París, y el ejército real, casi reducido ya a los regimientos de la guardia, se retira hacia Sévres y Saint-Cloud, donde había permanecido el rey durante los tres días, mientras se sacrificaban amigos y enemigos, sin atreverse a alentar a los primeros ni poner ante los segundos en peligro su persona. La conducta del pueblo de París en estos tres célebres días había sido admirable; privado de jefes, su inteligencia y su valor habían triunfado solos. Ni un solo robo había sido cometido; algunos que intentaron apropiarse algo ajeno fueron inmediatamente fusilados. Pusiéronse guardias para que fueran respetados los objetos de los palacios reales. En la noche del último día fueron enviados al palacio de Mr. Lafitte, donde estaban reunidos varios diputados, dos emisarios del rey, con la revocación de las fatales ordenanzas, la destitución del ministerio Polignac, el nombramiento de nuevo gabinete, y carta-blanca de Carlos X suscribiendo a todas las condiciones que quisieran exigírsele. Introducidos al día siguiente los negociadores en la reunión de los diputados, obtuvieron por toda respuesta las célebres palabras: «Il est trop tard: ya es muy tarde.»

En aquel mismo día abandonó Carlos X la mansión de Saint-Cloud, y se retiró sobre Versalles, que le cerró las puertas, y se dirigió a Rambouillet. Los vencedores de París habían nombrado al duque de Orleans lugarteniente general del reino. Desde Rambouillet envió Carlos X al de Orleans (2 de agosto, 1830) su abdicación y la de su hijo el duque de Angulema, en favor del joven Enrique, hijo de la duquesa de Berry, dispuesto al parecer a no alejarse de aquel punto hasta que su nieto fuera proclamado. Indignados los parisienses con la noticia de esta actitud del destronado monarca, partió sobre Rambouillet una masa armada de veinte a treinta mil hombres. Carlos no se atrevió a emplear contra ella la tropa que aún le rodeaba. Acercósele además Odilon Barrot, y le hizo ver lo inútil que le sería tratar de resistirla, con lo cual se resolvió el rey a alejarse, tomando el camino de Cherbourg, no encontrando ya en todos sino indiferencia o demostraciones hostiles, en lugar del apoyo con que todavía se había hecho la ilusión de contar. La Francia entera se fue adhiriendo a la causa sustentada por los de París. Así cayó en tres días aquella dinastía, que, como dice un escritor de la misma nación, no había sabido ni olvidar ni aprender.

Menester era establecer un gobierno que reemplazara al que había sido derribado. Varias eran las combinaciones que se presentaban y ofrecían, aunque ninguna exenta de graves inconvenientes. Pareció la más aceptable la de una monarquía representativa o constitucional con el duque de Orleans, que ya había sido proclamado por los diputados existentes en París lugarteniente general del reino, y conducido como tal con la bandera tricolor al Hotel de Ville, donde le recibió el general Lafayette, nombrado comandante general de la guardia nacional francesa. Era Luis Felipe, duque de Orleans, conocido por su ilustración y talento, por la regularidad de sus costumbres, por la educación nacional que había sabido dar a sus hijos, circunstancia no poco apreciable para una dinastía naciente. Su padre y él habían dado grandes pruebas de decisión en favor de la revolución y de la libertad de la Francia, y se sabía la noble resignación con que había soportado el destierro y el infortunio. Tenía la suficiente representación para servir de bandera a una nación grande. Poníasele la falta de estar unido en parentesco con la estirpe borbónica que se acababa de derribar, pero suplíanla sus relevantes prendas personales, y éstas le hacían aceptable, aunque Borbón, quoique Bourbon. Lafayette, aquel gran ciudadano, que acababa de rehusar la presidencia de la república que un partido le ofrecía; Laffitte, Casimir Périer, y otros grandes hombres que formaban la comisión municipal, habían resignado ya sus poderes (1.º de agosto, 1830) en manos del lugarteniente general. Nombráronse ministros provisionales, y el 3 de agosto el príncipe abrió las sesiones de las cámaras.

Tratóse de cómo la Francia se había de dar una Constitución y fundar un nuevo trono. La conveniencia de ganar tiempo, y de no dar lugar ni a las influencias extranjeras ni a las tentativas republicanas, aconsejó como preferible el medio de revisar rápidamente la Carta, y purgarla de los defectos más graves que tenía. Así se hizo, y aprobada que fue la Constitución, y conferida la potestad real al lugarteniente general del reino, presentóse Luis Felipe de Orleans (9 de agosto, 1830) a tomar posesión del trono y a jurar ante la cámara la observancia del pacto constitucional. Comenzaba desde aquí una nueva era para la Francia, y aun para toda Europa: la nación francesa quedaba separada de la Santa Alianza; los tronos se conmovieron con aquel sacudimiento, y la oscilación debía hacerse sentir más principalmente en el de España, donde se sentaba un príncipe deudo inmediato de la familia real francesa arrojada del trono y del suelo francés.

Lo imponente y terrible del drama y lo repentino del desenlace asombraron y estremecieron a la corte española, y con ella a los realistas aquí tantos años dominantes, y cuyas ideas acababan de ser anonadadas en Francia. Callar, esperar y precaverse, era lo que al gobierno español correspondía. Alentábale la esperanza de que las cortes de Europa no dejarían consolidarse ni el trono ni el sistema establecido en el vecino reino. Aunque en este punto se equivocára, porque Inglaterra no tardó en reconocer a Luis Felipe, y su ejemplo fue seguido por Austria y Prusia, las circunstancias especiales de España hacían en cierto modo disimulable la dilación, o al menos la mayor vacilación. Pero esta actitud no podía agradar al nuevo monarca francés, el cual para intimidar a Fernando y a su corte hizo ofrecer auxilios a los expatriados españoles, que aun sin este aliciente afluían de los varios puntos en que se hallaban diseminados a la capital de Francia, atraídos por el triunfo de las ideas liberales en aquel reino.

Todo lo iba a precipitar, y a darle sesgo funesto, la impaciencia, tan común en los emigrados. Los que se encontraban en Inglaterra, ciertamente y por desgracia entre sí no muy avenidos, noticiosos allí de lo que en París amenazaba, antes todavía de la explosión de los tres días, pero dando por seguro el triunfo de la causa popular, prepararon una expedición para derribar el gobierno de la nación española, nombrando ellos un centro directivo, que componían el general Torrijos, el brigadier Palarea, y el diputado de las últimas Cortes Flores Calderón, los cuales redactaron su correspondiente Manifiesto. Los elementos para la expedición eran por cierto bien menguados, y no muy pingües los fondos para ella suministrados por un oscuro comerciante inglés, que se proponía acompañarla. A pesar de todo, la expedición seguía preparándose en julio, y cuando estaba para salir el único buque que la conducía, y ya a alguna distancia de Londres, echáronsele encima unos empleados ingleses y la detuvieron. Fue esto a tiempo que vino a tierra en Francia el trono de los Borbones; el acontecimiento preocupó la atención de todos, y quedó por entonces desatendida, y como desbaratada aquella empresa, que más adelante veremos revivir, para ser causa de una lamentable catástrofe.

Atrajo, como dijimos, la revolución de París a la capital de Francia muchos emigrados españoles, todos llevados del deseo de encontrar medios para cambiar en el mismo sentido el gobierno de su patria. Pasaron de Inglaterra de los primeros el conocido exdiputado y elocuente orador don Antonio Alcalá Galiano en comisión de muchos, y acompañábale don Juan Álvarez y Mendizábal, sujeto de muy especiales condiciones, destinado por ellas a hacer un papel importante en todos los sucesos que entonces apuntaban y no habían de tardar en sobrevenir. Siguiéronlos después muchos de los refugiados en la Gran Bretaña, pero con ellos fueron también las dolorosas rivalidades que entre sí se habían engendrado, como si se disputase ya sobre la preferencia en el mando que creían seguro en España, y restos de las antiguas discordias que entre ellos habían sembrado las diferentes sociedades secretas. Tanto, que el mismo monarca francés, dispuesto, como dijimos, a prestar auxilios a los expatriados españoles, dudaba a quiénes suministrarlos{3}. El general Mina llegó también a Francia, a fin de evitar la calificación de perezoso con que se le estaba tachando, acaso por ser más prudente que los que de tal le censuraban.

Formóse al fin en Francia una especie de Junta directiva, compuesta de don José María Calatrava, don Cayetano Valdés, que se negó obstinadamente a adoptar el cargo, don Javier Istúriz, don José Manuel Vadillo, don Vicente Sancho, y don Juan Álvarez y Mendizábal, por haber sido éste el que impulsó a crearla, y como intermediario en las diferencias de unos y otros{4}. Subsistía al propio tiempo la que se había formado en Londres para la expedición antes mencionada, la cual se trasladó a Gibraltar, alegando que convenía acometer al gobierno español por varios lados, así como la de Francia con el propio motivo y objeto trasladó su residencia a Bayona. Obedecían a aquella los brigadieres Valdés y Chacón, señalado el primero por su expedición a Tarifa en 1824, el coronel Grases, y el oficial de artillería López Pinto. Llamado e invitado el general Mina por la junta de Bayona, este jefe, tan luego como se adhirió a ella, procuró unir a todos los emigrados, que, como hemos dicho, andaban lamentablemente desunidos y desacordes, a cuyo fin dirigió a todos una circular (1.º de octubre, 1830), convidándolos a la unión para la proyectada empresa. Contestáronle adhiriéndose a sus ideas y reconociéndole como general en jefe casi todos los que residían en Bayona, cuyos nombres veremos luego, y además Miranda, San Miguel, Milans y Grases, que residían en Perpiñán, Vázquez y Roselló, que estaban en Orthez, Gurrea en Bagneres de Bigorre, y Domínguez en Oloron.

Mas el general Méndez Vigo, y los coroneles Valdés y De Pablo, conocido este último por Chapalangarra, manifestáronle en una conferencia que le pidieron en Bayona, que ellos no se pondrían a sus órdenes, que se auxiliarían mutuamente, pero que obrarían con independencia y según las circunstancias y el plan que se habían trazado. Tuyo Mina la virtud de oírlos con templanza y reprimir su enojo, pero traslucido el resultado de aquella conferencia en Bayona, reuniéronse casi todos los jefes que allí había, y espontáneamente redactaron y firmaron el siguiente acuerdo:

«Los generales y jefes que formamos la casi totalidad de estas clases residentes en Bayona, y que abajo firmamos, reconocemos por general en jefe para la empresa de libertar a la patria de la esclavitud en que se encuentra, al teniente general del ejército constitucional español don Francisco Espoz y Mina, y nos sometemos enteramente a sus órdenes, con arreglo a la Ordenanza.– Bayona, 9 de octubre de 1830.– El general Fernando Butron.– El general Carlos Espinosa.– El general Miguel López Baños.– El mariscal de campo Francisco Plasencia.– El brigadier Vicente Sancho.– El coronel Juan Lasaña.– El coronel Luis San Clemente.– El coronel Alejandro O'Donnell.– El coronel Fermín de Iriarte.– El coronel Agustín de Jáuregui.– El coronel Luis del Corral.– El coronel Bartolomé Amor.– El coronel Javier de Cea y Arauza.– El coronel Manuel de Arbilla.– El primer comandante Fernando Ariño.– El primer comandante Francisco Velarde.– El comandante de batallón Antonio Oro.– El segundo comandante Pedro Lillo.– El comandante de batallón Rafael Castañón.– El teniente coronel Benito Losada.– El teniente coronel Mauricio Coloria.– El teniente coronel Pedro Alonso.– El intendente José Feijóo de Marquina

Acordóse al fin la invasión de España en la forma siguiente. La junta formada en Francia residiría en Bayona, desde donde distribuiría las fuerzas invasoras. Dispúsose que el general en jefe Mina penetrara por Navarra y las Provincias Vascongadas. A poca distancia el coronel Valdés, dependiente de la junta de Gibraltar, pero que en realidad se movía conforme a su voluntad propia. Al lado de éstos el coronel Chapalangarra, muy confiado en que se le uniría gente así que pusiera el pie en España. Manejábase también independientemente Méndez Vigo, que eran los tres disidentes de Bayona, vacilando sobre entrar por Navarra o Aragón. Por la frontera de esta provincia habían de entrar Gurrea y Plasencia; por Cataluña Milans y San Miguel, este último en buenas relaciones con Grases y Chacón, enviados por Torrijos con el mismo objeto desde Gibraltar. Con muy escasas fuerzas cada uno de ellos, pues entre todos reunirían poco más de dos mil hombres, y con poco concierto entre sí, creíanse no obstante fuertes y poderosos para trastornar fácilmente el gobierno de España, contando con los numerosos auxiliares que a su sola presentación de todas partes afluirían.

Pero la publicidad de estos preparativos había hecho que a su vez Fernando y su gobierno se prepararan a resistir y escarmentar a los invasores, acercando tropas y fuerzas realistas a la frontera, y tomando entre otras medidas la de nombrar virrey de Navarra a don Manuel Llauder, y a don Blas Fournás capitán general de Aragón. Sobre todo, expidió el famoso decreto de 1.º de octubre (1830), en que, después de un preámbulo sobre las tentativas con que amenazaban los liberales, renovaba contra ellos el célebre decreto de 17 de agosto de 1825, incluso lo de ser considerados como traidores y condenados a muerte (artículo 2.º) los que prestaran auxilio de armas, municiones, víveres o dinero a los rebeldes, o que favorecieran o dieran ayuda a sus criminales empresas por medio de avisos, consejos o en otra forma cualquiera. Pero esto era poco todavía. El artículo 5.º decía lo siguiente: «Por el solo hecho de tener correspondencia epistolar con cualquiera de los individuos que emigraron del reino a causa de hallarse complicados en los crímenes políticos del año 20 al 23, se impondrá la pena de dos años de cárcel y 200 ducados de multa, sin perjuicio de que si la expresada correspondencia tuviese tendencia directa a favorecer sus proyectos contra el Estado, se procederá conforme al artículo 2.º (que imponía la pena de muerte).» Así se reproducían, por la impaciencia de los emigrados, los tiempos del terror, cuando parecía haberse entrado en un sistema de tolerancia desconocido en muchos años, y cuando había motivos para esperar días más bonancibles sin violentar la marcha natural de los sucesos.

Instigaban los mismos franceses a la invasión, porque los molestaba, y aun comprometía en cierto modo al gobierno la presencia de aquellas gentes en la frontera, y a algunos de los emigrados los estimulaba además el deseo de anticiparse a otros, o por hacer alarde de más valor, o por la esperanza de recoger antes que nadie los medros que se prometían. El resultado de las diferentes invasiones fue el que había motivos para temer. Arrojóse el primero al suelo patrio el coronel don Joaquín De Pablo, conocido por Chapalangarra, por la parte de Valcarlos. Saliéronle al encuentro los realistas, mandados por Eraso: el caudillo liberal los arengó confiado en atraerlos a su bandera; pero la contestación fue hacerle una descarga, quedando herido, y muriendo de resultas. Los realistas ejecutaron atrocidades horribles sobre su cadáver. Caliente, por decirlo así, todavía esta sangre, y sin arredrarse por ello, invadió Valdés la Navarra por el pueblo de Urdax (13 de octubre, 1830), con unos setecientos a ochocientos hombres. La entrada de Valdés hizo necesaria la de Mina, con igual número de gente poco más o menos.

Mina salió de Bayona (18 de octubre, 1830), acompañado de los generales Butrón y López Baños, y del coronel Iriarte, el jefe de estado mayor O'Donnell, e incorporándosele luego Jáuregui, el Pastor, penetró en España, y llegado a las alturas de Vera hizo publicar y circular cinco documentos que llevaba impresos, a saber: una proclama a los españoles, otra al ejército español, otra a los milicianos provinciales, la orden del día, y un bando general. La guarnición del fuerte, compuesta de carabineros del resguardo, le abandonó, y Mina se apoderó de Vera. Llamó al coronel Valdés, de cuya pequeña partida se habían ido desertando los franceses que llevaba, para confiarle la defensa del fuerte, y él con unos doscientos hombres pasó a hacer un reconocimiento sobre Irún, con objeto también de hacer un llamamiento a sus parciales. Pero los naturales del país no respondían, más enemigos que amigos de la Constitución que proclamaba. Y en tanto que Mina se movía sin resultado por aquella parte, Butrón, Valdés y las tropas de Vera eran acometidas por fuerzas muy superiores mandadas por el general Llauder, y obligadas después de una empeñada defensa a refugiarse de nuevo en Francia (27 de octubre, 1830), pereciendo unos, dentro ya de extranjero suelo, y quedando otros prisioneros, cuyo destino había de ser el patíbulo.

Vióse por su parte Mina en tan estrechos y apurados trances, que nunca en tales aprietos se había visto en su larga campaña de peligros en la guerra de la independencia. Después de algunas arriesgadas e infructuosas correrías por las montañas de Guipúzcoa, circundado y acosado por las tropas, cruzando desfiladeros y barrancos, sufriendo fatigas y penalidades, cortado en una ocasión y obligado a separarse de su pequeña columna con solos tres de sus compañeros (29 de octubre, 1830), entráronse los cuatro en un bosque, abandonando los caballos, que no podían marchar por la espesura, y cobijáronse en la hendidura de una roca que formaba una especie de gruta natural, pero no tan honda que no tuviera que quedar uno de los cuatro medio al descubierto. Desde allí oían decir a sus perseguidores: «Los de los caballos no pueden estar muy lejos.» A poco rato oyeron cerca ladridos de los perros que los enemigos llevaban para ojear el monte. Por fortuna suya al aproximarse a la cueva, saltó un ciervo de entre unos matorrales, con que se distrajo hacia él la atención de los hombres y de los perros. Cuando les pareció haber pasado el peligro, salieron de la gruta, sin haber tomado en muchas horas más alimento que un poco de aguardiente que en un frasco llevaban, y un pedazo de pan que poco antes de encontrar la gruta les había suministrado una pobre mujer.

Cerca era de anochecer cuando salieron de allí, y continuando su marcha por entre riscos y despeñaderos, ya enteramente desorientados, oscura y lluviosa la noche, a eso de las once de ella, encontráronse de tal modo desfallecidos, que ya no podían resistir la flaqueza y el hambre, resintiéndosele además a Mina cruelmente la pierna en que desde la guerra de la independencia llevaba una bala. En tal conflicto sirvióles de no poco consuelo hallar una cabaña de pastores, donde una mujer les socorrió con los víveres que tenía, que eran leche y pan de maíz; les informó del sitio en que estaban, y les proporcionó además un guía que por extraviadas sendas los pusiera en territorio francés. Así sucedió, llegando a pisarle a las siete de la mañana del siguiente día (30 de octubre, 1830), no sin haber pasado nuevos trabajos y riesgos. Aun allí mismo, desde la primera casa en que entraron a reposar vieron cruzar a corta distancia la columna de don Santos Ladrón que los perseguía. Un soldado se llegó a la casa misma a pedir agua, pero no se apercibió de los huéspedes que había dentro, y otra vez se salvaron éstos como milagrosamente. La pequeña columna de Mina había pasado también no pocos apuros y sufrido algunas pérdidas para volver a Francia. Tal fue el triste resultado de la expedición de Mina y de Valdés, con tantos ánimos y esperanzas emprendida. Mina se retiró a Cambó, para descansar, y ver de reponer su salud con aquellas aguas y baños.

No coronó mejor éxito la expedición del general Plasencia y del coronel Gurrea por la parte de Aragón, no obstante la confianza que llevaban y habían manifestado de que los aragoneses los esperaban como redentores. No bien tratados a la entrada por los franceses, ni seguidos en el país por los españoles, que veían los escasos y pobres elementos con que se presentaban, redujéronse a vagar por la falda del Pirineo, teniendo también que regresar a Francia, acosados por las tropas y los realistas. Nada había hecho el general Méndez Vigo, indócil y obstinado en obrar por su cuenta, aunque veía abandonarle los pocos extranjeros que se le habían unido, y pensando en aquellos momentos en la extravagante idea de formar otra junta. Tampoco en Cataluña prosperaron Miranda, San Miguel, Chacón y Grases, que después de una breve correría y algunas refriegas con los carabineros, realistas y mozos de escuadra, volviéronse a internar en Francia con algunos trabajos. Y el mismo Milans, que tantos amigos había contado en otro tiempo en el país, no encontró ahora quien acudiera a su llamamiento, y hubo de limitarse a meras excursiones.

Aun en puntos apartados de aquella frontera, en Galicia, donde se hizo una tentativa en el propio sentido, la suerte fue la misma, o tal vez más desastrosa. Un tal Bordas, de nombre Antonio Rodríguez, que con una partida de setenta hombres apellidó libertad a las inmediaciones de Orense, se vio acometido y derrotado en términos, que solo pudo salvarse él con cuatro de los suyos, sucumbiendo los más en la refriega, y quedando otros para aumentar el catálogo de las víctimas en los patíbulos.

Frustráronse, pues, y tuvieron el triste remate que hemos visto, tantas y tan simultáneas tentativas, emprendidas con tanta decisión y patriotismo como lisonjeras esperanzas, que para algunos rayaban en seguridades. Motivó este desgraciado éxito, en primer lugar, la falta de concierto y de armonía entre los jefes de las diferentes expediciones, muchos de ellos de muy merecida reputación militar, por efecto de las envidiosas rencillas, rivalidades y discordias, que no tuvieron la virtud de ahogar ni aun en la situación de emigrados, ni desaparecieron, a pesar de los esfuerzos de algunos, cuando iban a correr los mismos peligros y con el mismo fin, e inutilizaron el plan que había concebido el general en jefe. En segundo lugar, la publicidad de sus intentos dio lugar a que el rey y el gobierno aglomeraran fuerzas a las fronteras, y tomaran todo género de medidas y precauciones. Engañáronse ellos además, achaque común en los emigrados, en los auxilios que de dentro esperaban, confiando en que tan pronto como pisaran el suelo español afluirían de tropel a unirse a sus banderas los amigos de otros tiempos y todos los que tenían ideas liberales, aun de las filas del ejército mismo. Mas por un lado no existía entonces en la masa del pueblo esa decisión que ellos suponían por el sistema constitucional, antes bien le era en su mayor parte enemiga. Por otro, cuando ellos invadieron la España, ni el número, ni el vestuario, ni el armamento, ni la cohesión entre sí, daban idea muy aventajada de sus medios y recursos para trastornar el orden establecido. Y por último, los liberales pacíficos de las grandes poblaciones, que disfrutaban ya de una tranquilidad de mucho tiempo deseada, aunque apetecían el cambio de gobierno, aguardábanle como consecuencia de la revolución del vecino reino, y sentíanse perezosos para exponerse a los peligros personales de la campaña en una guerra intestina de éxito por lo menos muy problemático.

Y como ya las potencias de primer orden de Europa iban reconociendo el nuevo gobierno francés, Fernando imitó su ejemplo reconociendo como rey de Francia a Luis Felipe de Orleans, calculando que teniéndole por amigo, más o menos sincero, obtendría más seguridad de no ser inquietado por la frontera del Pirineo. Mediara o no previamente este ofrecimiento por parte del monarca y del gobierno francés, Fernando logró su objeto, puesto que cuando volvieron a Francia los constitucionales españoles, fueron desarmados y obligados a internarse de orden de los ministros franceses. Si una medida de esta especie es un deber entre monarcas y gobiernos amigos, había no poco de inconsecuencia y de ingratitud en un monarca y un gobierno que habían alentado aquellos mismos hombres, y dádoles auxilios para realizar su desgraciada empresa. Y aquellos españoles no dejaban de tener cierto derecho a reclamar del monarca y del gobierno francés, fruto de una revolución liberal, que devolvieran a España la libertad y la Constitución que le habían arrancado seis años antes otro monarca y otro gobierno de Francia, que ellos habían derribado y a quienes habían sustituido.

Fernando cobró con esto gran fuerza, y Calomarde, su ministro favorito, se valió de ella para ensañarse con los desgraciados prisioneros, haciendo que se les aplicara sin piedad el famoso y sanguinario decreto de 1.º de octubre. Los cadalsos se volvieron a levantar en abundancia, y la sangre que parecía haber dejado de correr, se derramó otra vez copiosamente. Los prisioneros de Vera fueron conducidos a la ciudadela de Pamplona, y fusilados a presencia de las familias de algunos de ellos. Muchos habían sido ya maltratados y heridos al entrar en la ciudad por la fanática plebe, acostumbrada ya a estos actos de ferocidad y de venganza.

Luchaban en la regia cámara desde la venida de la reina Cristina dos opuestas tendencias, así en ideas políticas como en sentimientos de corazón. Cristina mostraba inclinación a favorecer a los liberales; Fernando seguía aborreciendo la libertad y sus amigos: en favor de la conciliación de los partidos ayudaban a la reina los secretarios del despacho Grijalva y González Salmón; fomentaban el apego del rey al absolutismo Calomarde y el obispo de León, en quien el rey depositaba ciertas confianzas. Veíanse en Cristina la tolerancia, la afabilidad, la dulzura y el amor: seguían revelándose en Fernando las inclinaciones y los instintos de la crueldad. Cristina fundaba el Conservatorio de Música que llevó su nombre, para suavizar las costumbres, y educar artistas que dieran gloria y lustre a la escena española; Fernando mandaba establecer en Sevilla una escuela de Tauromaquia, y dotaba y nombraba los maestros o profesores, que habían de enseñar desde la cátedra el modo de luchar con las fieras y de derramar su sangre, con lo que acostumbraba al pueblo, que ya veía con sobrada frecuencia verter la de los hombres, a estos espectáculos, que una gran reina española había prohibido por contrarios a los sentimientos de humanidad{5}.

Durante los sucesos ocurridos en la frontera de Francia la bella Cristina había dado a luz el primer fruto de su matrimonio (10 de octubre, 1830), acontecimiento de todos esperado con vivísima ansiedad, que en unos era de esperanza, en otros de temor. La circunstancia de ser el regio vástago una princesa hizo ver la previsión y la oportunidad con que se había promulgado la Pragmática-sanción que restablecía el derecho de suceder en las hembras. Pero esta misma circunstancia ni llenó del todo las esperanzas de los unos, ni disipó por completo los temores de los otros. Los que sin duda perdían más eran los partidarios de don Carlos, que habían cifrado todas las seguridades del futuro reinado de este príncipe en la falta de sucesión de su hermano; y aunque todavía esperaban que no llegaría el caso de que una hembra se sentara en el trono, ni podían disimular su disgusto, ni desconocían cuán difícil había de serles ya el triunfo de una causa contraria a la ley y al derecho. A Fernando causó una satisfacción indecible la delicia de ser padre. El bautizo de la infanta se celebró con regia pompa, y Fernando ordenó que se tributasen a la princesa María Isabel honores de Príncipe de Asturias como a heredera de la corona. El rey mostró profesar cada vez más cariño a la amable esposa que, dándole una hija, le daba también los goces y le inspiraba los dulces afectos de la paternidad, y la reina se captaba cada día más ascendiente, natural y legítimo, en el corazón de su esposo.

Vino a acibarar los goces de la reina, precisamente en los momentos en que se celebraban con festejos públicos el nacimiento y los días de la tierna Isabel (19 de noviembre, 1830), la nueva infausta del fallecimiento del rey de las Dos Sicilias, Francisco I, padre de la reina de España, con que fue preciso suspender las fiestas, y el traje de luto reemplazó en la corte al de gala, como el dolor a la alegría. El príncipe heredero subió al trono de Nápoles con el nombre de Fernando II. Poco tiempo después se recibió la de haber pasado al eterno descanso (30 de noviembre, 1830) el papa Pío VIII. Ciñó la tiara pontificia el cardenal Capellari con el nombre de Gregorio XVI, cuya política, como veremos, no se señaló por lo tolerante, con motivo de haber llegado las chispas del incendio revolucionario de París a Bolonia y a otras ciudades de Italia, en que se alteró con serios alborotos la tranquilidad pública.

El ejemplo de Francia fue imitado, como lo son siempre los de aquella gran nación, en otros países de Europa. La Bélgica se emancipó de la Holanda, constituyéndose en estado independiente. Aceptada la forma monárquica, los belgas ofrecieron el nuevo trono al duque de Nemours, uno de los hijos de Luis Felipe; pero este monarca no aceptó para su hijo aquella corona que para bien de los belgas y gloria suya había de ceñir después la frente del príncipe Leopoldo Coburgo de Sajonia, que antes había renunciado el trono de Grecia. Por el contrario, el autócrata ruso negóse a reconocer el gobierno revolucionario de Francia; mas como al soplo del gabinete de las Tullerías se encendiera la llama de la insurrección en Polonia, prontos siempre los polacos a responder al grito de libertad, y como viese el emperador de Rusia estallar el sacudimiento en Varsovia, y temiese que se escapara de su dominación aquel reino si fomentaban su independencia los franceses, envió al fin las credenciales como embajador cerca de Luis Felipe al conde Pozzo di Borgo. El rey don Miguel de Portugal era entonces el que más se señalaba por su tiránico despotismo, por su ensañamiento con los liberales, por sus proscripciones y su sistema de furiosa crueldad, no obstante el ofrecimiento hecho al gabinete británico de otorgar una amnistía a los perseguidos. Así ni el gobierno francés ni el inglés quisieron ni amistad ni acomodamiento con quien tan loca y desatentadamente se conducía.

Era admirable la constancia y el ánimo de los emigrados españoles, que lejos de desfallecer por el éxito desgraciado de sus empresas, no pensaban más que en acometerlas de nuevo, tan pronto como pudieran reunir mejores elementos y más recursos. Contrariaba a los de Francia el empeño del gobierno de Luis Felipe en hacerlos alejarse de la frontera y en obligarlos a internarse en el corazón del reino en los depósitos que les tenía señalados. Conviniéronse ellos, inclusa la Junta de Bayona, en resistir cuanto les fuera dable aquella disposición, en términos de negarse, a instigación de Mina, a cumplirla y obedecerla, mientras las autoridades no emplearan la fuerza material para obligarlos. Así hubo de hacerse, hostigadas y apretadas las autoridades por urgentes, apremiantes y repetidas órdenes de los ministros, sin que las protestas ni las sentidas representaciones de los emigrados residentes en París y en los departamentos bastaran a ablandar en este punto a Luis Felipe, que a trueque de tener por amigo un soberano más, no hallaba reparo en sacrificar a aquellos mismos a quienes antes prestara su auxilio y apoyo, y tenían ahora incontestable derecho, no solo a su consideración, sino también a que no impidiera que los liberales españoles intentaran ejecutar en España lo que en Francia acababan de hacer los que le habían elevado al trono. Mina, que lo dirigía todo desde Cambó, y a quien todos consultaban, no consintió en salir de allí, sino cediendo a la violencia, y al fin consiguió no pasar de Burdeos (noviembre, 1830).

Señalóles el gobierno francés por vía de socorro, a cada soldado seis sous diarios y la ración de dos francos por día a cada oficial o jefe indistintamente, inclusos los generales. No por aliviar al Estado del peso de esta mezquina subvención, sino por desembarazarse de la presencia incómoda de los emigrados españoles, el mariscal Soult, ministro entonces de la Guerra en Francia, presentó a las cámaras un proyecto de ley (enero, 1831) para la formación de una legión extranjera con destino a la guerra de Argel, acaso acordándose de lo mucho que la mayor parte de ellos le habían incomodado a él en España en la lucha de la independencia. Noticiosos de ello los españoles, expusieron a la cámara de diputados que por lo menos el ingreso en la legión fuese voluntario y no forzoso. Bien porque les hiciesen fuerza sus razones, bien por otras causas, no se los obligó a entrar en ella, y ninguno se alistó voluntariamente. Aquellos constantes y decididos liberales, llenos de amor patrio y de fe en sus ideas, ni querían más, ni soñaban en más que en librar a su patria de la opresión en que gemía, y en buscar medios y recursos para derrocar el gobierno tiránico de Fernando y restablecer el sistema constitucional. Sus amigos de España les escribían dándoles aliento y esperanzas, y mostrándose prontos a ayudarlos en otra empresa. Sin embargo, Mina, que era quien más comunicaciones recibía, no cesaba de aconsejar prudencia a los refugiados, tanto más, cuanto que él sabía que andaban por Francia emisarios del gobierno español, encargados de espiar y acechar sus pasos.

De otra parte vino la impaciencia y la precipitación ahora. Los refugiados en Inglaterra y en Gibraltar, no escarmentados con las desgracias de sus hermanos de Francia, y no queriendo ser tachados de menos arrojados ni decididos, resolvieron hacer también sus tentativas por el Mediodía de la península. El general Torrijos, después de publicar una proclama apellidando libertad, envió unos confidentes a Algeciras para preparar la opinión y el terreno; aquellos infelices fueron descubiertos y arcabuceados: él mismo desembarcó en un punto llamado la Aguada inglesa con unos doscientos hombres (29 de enero, 1831), pero rechazado por las tropas realistas, tuvo que volverse con alguna pérdida a Gibraltar. Reproducíase por aquella parte lo que meses antes por la del Norte. El mal éxito de las empresas no escarmentaba a los expatriados. A poco tiempo aparecióse una partida en el pueblo de los Barrios (21 de febrero, 1831), proclamando la Constitución. Coincidió con esto el desembarco del ex-ministro don Salvador Manzanares con unos trescientos hombres, que tomaron el camino de la sierra de Ronda. Cargaron sobre ellos de todos los puntos de la Serranía los voluntarios realistas en prodigioso número; batiéronlos, y los que tuvieron la desgracia de caer prisioneros fueron pasados por las armas. Manzanares hizo esfuerzos por sostenerse con el resto, esperando el resultado de una revolución que según el plan debía estallar en Cádiz.

La trama era vasta, pero el golpe que se esperaba en Cádiz salió fallido, y eso que se anunció con síntomas terribles, puesto que comenzó por el asesinato del gobernador de la plaza, cometido por unos hombres embozados en la calle pública y en pleno día (3 de marzo, 1831). Como si lo horrible del crimen hubiera asustado a los mismos conjurados, así sucedió, que en vez de lanzarse con algazara y estruendo por las calles, encerráronse los habitantes en sus casas, y un terror silencioso parecía dominar la ciudad. Los realistas se aprovecharon de aquel estupor para encarcelar a los sospechosos. En la inmediata ciudad de San Fernando fue donde se alzó aquella misma noche el batallón de marina proclamando la Constitución, y arrastrando consigo dos compañías pertenecientes a la guarnición de Cádiz. Mas como el pueblo se mantuviese pasivo, y con noticia de que la población gaditana tampoco había efectuado su alzamiento, considerándose comprometidos en la Isla los sublevados, alejáronse de allí con rumbo casi incierto, pero sin duda con el propósito de reunirse con Manzanares. El capitán general de Andalucía don Vicente Quesada, que salió con rapidez en su persecución, cortóles la retirada junto a Bejer, y les obligó a rendirse, a excepción de algunos jefes que lograron fugarse (8 de marzo, 1831). Aquella autoridad militar, que ya había dado pruebas de tolerancia con los liberales, tampoco quiso ensangrentar ahora su triunfo, y tuvo la generosidad, poco usada en aquellos tiempos, de interceder en favor de los vencidos y obtener la clemencia del monarca{6}.

Habiendo fallado la revolución de Cádiz, y ahogada la de la Isla, seguido ya de muy pocos el ilustre Manzanares, porque los encuentros los habían ido reduciendo a veinte hombres, teniendo sobre sí los realistas todos de la Serranía, y discurriendo ya un medio de salir de su angustiosa situación, llegóse a dos cabrerizos llamados Juan y Diego Gil, y ofrecióles dos mil duros si se comprometían a llevar una carta a Marbella, en la cual pedía que le facilitaran un barco, y además les ofreció un duro por cada pan que le proporcionasen, diciéndoles que los esperaba en un sitio dado. Sucedióle al desgraciado Manzanares lo que algunos años antes a Riego: hiciéronle traición sus confidentes; pero Manzanares había de hacer pagar más cara su vida. Aquellos, como los otros, dieron parte a la policía, y fueron como ellos delante de los realistas que habían de aprisionar a los mismos que les habían confiado su salvación. Nada fue más fácil que sorprenderlos: convencido Manzanares de la traición, tiró del sable, y de un tajo cortó la cabeza al desleal Juan Gil que iba delante, pero su hermano Diego derribó a su vez de un tiro a Manzanares, y pereciendo además a manos de los realistas otros cuatro, los diez y seis restantes fueron hechos prisioneros, para no tardar en teñir con su sangre el patíbulo.

Porque de nuevo se instalaron las odiosas comisiones militares (19 de marzo, 1831), con facultades aún más amplias; de nuevo se erigieron cadalsos; de nuevo fueron arrastradas a ellos las víctimas, y no costaron pocas las tentativas de Manzanares, de Cádiz y de la Isla. De nuevo se entronizó el abominable y alevoso medio de las delaciones, y los procesos se sentenciaban y fallaban por los tribunales especiales con tal rapidez, que sucedió a un desdichado en Madrid llamado Juan de la Torre, acusársele de haber gritado en la tarde del 23 de marzo: «¡Viva la libertad!» y el 29 aparecer ya colgado en la horca.

Una delación se hizo por este tiempo al ministro Calomarde, de gran consecuencia y de trágicos resultados. Hubo un hombre de alma pequeña y ruin, que le descubrió varias personas notables de la corte que estaban en correspondencia política con Mina, Torrijos y otros emigrados de cuenta, y también con muchos en varios pueblos del interior del reino; porque la conspiración era en verdad vasta, y tenía dentro y fuera extensas ramificaciones. Ignoróse por mucho tiempo el nombre del delator; sábese ahora de un modo auténtico que fue un médico oscuro y un tanto necesitado, como que recibió del ministro por premio de su detestable acto cantidades tan mezquinas, que demuestran ser el secretario de Gracia y Justicia de Fernando VII tan pobre y menguado en el dar, como el miserable denunciador en el recibir{7}. Resultado inmediato de esta delación fueron las prisiones en una misma noche ejecutadas (17 de marzo, 1831), de don Francisco Bringas, rico comerciante, del valiente oficial de artillería Torrecilla, de don Antonio Miyar, instruido librero, del caballero don Rodrigo Aranda, del abogado don Salustiano Olózaga, y del arquitecto don Agustín Marcoartú, si bien éste pudo librarse de las garras de la policía arrojándose por un balcón; pero apoderáronse en su casa los esbirros de varios papeles, entre ellos las listas de los sujetos con quienes se entendían en provincias, de las cuales se sirvió indignamente el ministro para prender a multitud de desgraciados{8}.

Encerrados los de Madrid en otros tantos calabozos, mezclados con los forajidos y la gente desalmada, comenzaron los procesos y se sustanciaron de la manera que entonces se hacía con los que desde la primera actuación, o aun antes de incoar la causa, se sabía estar destinados al sacrificio. Terminóse la primera la del librero Miyar, el cual fue, como se esperaba y temía, condenado a la pena de horca. Ejecutóse la terrible sentencia (11 de abril, 1831), asistiendo al cruento espectáculo, doloroso es decirlo, con afán desconsolador muchedumbre de ese mismo pueblo por cuya libertad se sacrificaban y morían aquellos desgraciados. Los compañeros de Miyar que quedaban en los calabozos sabían ya la suerte que les estaba deparada. Olózaga logró por ingeniosos medios fugarse de la cárcel, y después de no pocos trabajos y peligros alcanzó a pisar tierra extranjera, hasta cuyo momento no se dio ni podía darse por seguro de la muerte en horca que le esperaba.

¿Qué extraño es que con los hombres se ejercitara el brazo del verdugo, si el bello y débil sexo sufría también la saña y los rigores de aquel desapiadado gobierno y de sus rudos agentes? Viva está, y merece estarlo, en la memoria de los españoles la horrible tragedia de Granada. Doña Mariana Pineda, de veinte y siete años de edad, viuda desde 1822 de don Manuel Peralta, incurrió en el enojo del alcalde del crimen don Ramón Pedrosa, que la creyó cómplice, aunque sin pruebas, de la evasión de don Fernando Álvarez Sotomayor, preso en la cárcel de aquella ciudad por delitos políticos y amagado de la pena de muerte. Desde entonces espió el vengativo magistrado todas las acciones de doña Mariana. Por un clérigo supo que dos hermanas, bordadoras de oficio, estaban adornando por encargo de aquella señora una bandera de seda morada, con el lema: Ley, Libertad, Igualdad, que había de servir de enseña para un proyecto revolucionario. El trabajo se había suspendido por el mal éxito de las tentativas de Torrijos, de Manzanares y de los marinos de la Isla. Sin embargo, Pedrosa aprovechó esta bella ocasión para sus fines. Hizo que la bandera fuese devuelta a doña Mariana. Pasó luego a reconocer su casa la policía, y fue hallada la tela en el piso segundo, que habitaba doña Úrsula de la Presa. Con todo eso arrestóse a la Pineda en su casa, de la cual se fugó, pero cogida pronto, trasladósela al beaterio de Santa María Egipciaca, y de allí a la cárcel. Instruido proceso, el fiscal Aguilar pidió la última pena, el juez Pedrosa la impuso, y la Sala de Alcaldes confirmó la sentencia.

Mostró la joven Mariana en la capilla un ánimo esforzado y varonil. Prestáronla los consuelos de la religión el franciscano Fr. Juan de la Hinojosa, y el párroco don José Garzón, hombre de carácter bondadoso y compasivo. Hizo la sentenciada algunas declaraciones escritas, recomendó a la piedad de sus amigos dos hijos de tierna edad que dejaba{9}, y se preparó a morir con la entereza del heroísmo. En un cadalso que se había levantado junto a la verja de la estatua del Triunfo, se consumó, para afrenta del tiránico gobierno de aquella época (26 de mayo, 1831), y para baldón de los feroces jueces, el sacrificio de la joven heroína, por lo que se llamaba un delito político, pero ni siquiera consumado{10}.

Todavía no se templó con esto el furor de derramar sangre, ni se acabó el catálogo de las víctimas. La policía y los tribunales continuaban trabajando en esta obra funesta. El patíbulo permanecía levantado, como en otros puntos, en la capital del reino. La corte presenció todavía los suplicios de don Tomás la Chica (29 de julio), y de don José Torrecilla (20 de agosto, 1831), procesados por delitos semejantes a los anteriormente enunciados. De buena gana apartaríamos nuestra acongojada mente de horrores tales, y nuestra pluma haría alto en tan penosa tarea. Pero réstanos una tragedia, más lúgubre aún que las que van representadas, y a trueque de terminar una vez y no fijar más la vista en cuadros tan dolorosos, hemos de dar cuenta de ella, dejando para después escenas más consoladoras que en el intermedio inspiraban alguna esperanza y producían impresiones algo más halagüeñas.

Inquietaba todavía a la corte la actitud de los emigrados, especialmente de Torrijos y de los refugiados en Gibraltar; y aunque a éstos los contuviese el recuerdo de sus malogradas tentativas, y el escarmiento los hubiera hecho acaso más prudentes, interesaba a la corte excitar su natural impaciencia, segura de que la precipitación les había de traer su ruina. Esta diabólica idea halló un digno intérprete y ejecutor en el gobernador militar de Málaga, el general don Vicente González Moreno. Fuese el mismo Moreno el que entabló y mantuvo correspondencia bajo el seudónimo de Viriato con el general Torrijos, fuese, de acuerdo y con conocimiento suyo, un sujeto que se nombraba Chinchilla, fuese otro el encargado de entenderse directamente con aquel general para armarle el lazo de la traición en que había de ser cogido{11}, es incuestionable que de este ominoso medio se valieron los hombres del gobierno de Calomarde para excitar a aquel ilustre patricio a que acometiera una empresa a la cual le estaban impulsando tiempo hacía sus patrióticos deseos, y el afán ardiente, inextinguible, constante, de derrocar el despotismo que oprimía a España y restituir a esta nación su libertad. Al efecto dábanle las mayores seguridades de que tan pronto como pusiera el pie en el suelo español, todo estaría preparado y pronto para prestarle auxilio y hacer triunfar la empresa; pueblo, autoridades, cuerpos del ejército, recursos de toda especie. Estos ofrecimientos, consignados en multitud de cartas, confirmadas verbalmente por emisarios y confidentes que se le enviaban, infundieron tal confianza en el ánimo sencillo de aquel esclarecido militar, cuyo corazón no comprendía la alevosía, que todas sus cartas de aquel tiempo, de las cuales tenemos muchas a la vista, revelan el más íntimo convencimiento de que nada se opondría a su triunfo.

De acuerdo, pues, unos y otros, los de allá confiados y llenos de buena fe, los de acá con la falsía de quien halaga y atrae la presa para devorarla, preparóse la expedición que Torrijos había anhelado tanto, creyendo hacer a su patria el mayor de los servicios y de los bienes. Lanzóse, pues, al mar la noche del 30 de noviembre al 1.º de diciembre (1831) en dos barquichuelos, y seguido de solos cincuenta y dos hombres, notables algunos de ellos, tales como su íntimo amigo el ex-diputado don Manuel Flores Calderón, don Ignacio López Pinto, don Francisco Fernández Golfín, y algunos otros. Aunque Torrijos contaba con la protección de los faluchos guardacostas, vióse perseguido por uno de ellos, el Neptuno, que le impidió desembarcar en el punto de la costa de Málaga que se había propuesto, teniendo que hacerlo en el llamado la Fuengirola. Por lo mismo no extrañó, al pisar la playa y enarbolar la bandera tricolor y dar el grito de libertad, no encontrar en ella las muchas fuerzas auxiliares que suponía estarían esperando su arribo. Al contrario, recibíanle a tiros los realistas de aquellos pueblecitos de la costa, pero atribuyéndolo a que aquellos no estaban en el secreto, prosiguió sin contestarles hasta la alquería del conde de Mollina, a legua y media de Málaga (4 de diciembre, 1831). No tardó en verse allí bloqueado por tropas de línea y por los realistas de Coín, Monda y otros pueblos, y en saber que se hallaba muy cerca el mismo González Moreno con fuerzas traídas de Málaga.

Nada de esto comprendían Torrijos y los suyos, que habían creído verse rodeados de amigos, que los recibieran con el alborozo, y gritaran lo mismo que ellos, y se ofrecieran a llevar adelante su grande empresa. Todavía en esta persuasión, y sospechando si todo aquello sería disimulo, ofició a González Moreno, y le envió al teniente coronel de artillería López Pinto, para arreglar con él un acomodamiento que honrara a todos. La respuesta del general gobernador fue, que si en el término perentorio de seis horas no rendían las armas, recibirían todos la muerte en el recinto que defendían. Sobraba gente a Moreno para acabar con todos los refugiados en la alquería, por obstinada y fuerte que hubiera podido ser su resistencia, pero la orden que tenía del gobierno era de comunicarle por extraordinario el arresto de Torrijos{12}, y la de Calomarde era de que aplicara a todos el bárbaro decreto de 1.º de octubre de 1830: prueba de lo concertada que entre todos tenían la abominable trama. Moreno y Torrijos tuvieron todavía una conferencia: lo que en ella pasó ha quedado envuelto en el misterio. Torrijos y los suyos se rindieron a discreción y entregaron las armas al amanecer del 5 (diciembre). Faltaba a aquellos hombres de malicia lo que les sobraba de entusiasmo y decisión. Conducidos fueron todos a Málaga, y encerrados en la cárcel, a excepción de Torrijos, que fue destinado al cuartel del 4.º regimiento de infantería.

Un posta había sido despachado a Madrid en el momento de la captura ganando horas; pero más ganó todavía, empleando una velocidad muy recomendada y jamás conocida, el que de Madrid fue enviado a Málaga, portador del terrible decreto de muerte. La tarde misma que llegó (10 de diciembre, 1831), se sacó a Torrijos del cuartel en un coche de camino, diciéndole que se le llevaba a Madrid, pero dejósele en el convento del Carmen. A las ocho de aquella noche encontróse reunido con todos sus compañeros en el refectorio del convento, que fue para ellos la antesala del patíbulo, porque allí se les intimó que serían ejecutados en la mañana siguiente. Hasta entonces no acabaron de creer aquellos pechos nobles y generosos la perfidia horrible de que eran víctimas. Exhortábanse unos a otros a la conformidad; valor no faltaba a ninguno: Torrijos consolaba a todos, y todos se prepararon a morir con la resignación y tranquilidad de buenos cristianos, y con la serenidad y entereza de hombres libres. A la primera hora de la mañana siguiente escribió Torrijos tiernas cartas de despedida a su esposa, que se hallaba en Francia, y a su hermana, que vivía en la misma Málaga{13}.

A las once de aquella misma mañana (11 de diciembre, 1831) se consumó aquella lamentable hecatombe humana, que había preparado la más inicua alevosía, que escandalizó al mundo, y lleno de amargura y de ira todos los corazones sensibles. Cincuenta y dos desgraciados fueron pasados por las armas, y regaron con la sangre de los mártires políticos aquel campo de muerte, en unión con el noble e ilustre general Torrijos{14}. Había éste pedido por gracia mandar el fuego y recibir la descarga sin que le vendaran los ojos, pero no le fue concedido. Todos los cadáveres fueron conducidos en carros al cementerio: al de Torrijos se le colocó en un nicho, que compró después su viuda, y en que permaneció hasta que el ayuntamiento de Málaga construyó un monumento en la plaza de la Merced o de Riego, al cual fue trasladado y encerrado dentro de tres cajas, una de plomo, otra de caoba y otra de cedro.

González Moreno, a quien desde entonces llamaron los liberales el verdugo de Málaga, recibió en premio de su perfidia el ascenso a teniente general, y la capitanía general de Granada y Jaén; el cabildo de Málaga le felicitó por aquel acto de infamia; y al dar cuenta de aquellos sacrificios la Gaceta de Madrid ponderó la clemencia del rey, y le comparó a Tito: la adulación hizo sin querer y sin advertirlo un sarcasmo sangriento.

Ahora ya es tiempo de que apartemos la vista de cuadros tan repugnantes y desconsoladores, y de que volviendo un poco atrás digamos algo de sucesos de otra índole, con que terminaremos los de este año.

Mientras una joven, inspirada de ardor patriótico, había teñido con sangre las gradas del cadalso por el solo delito de bordar una bandera destinada a los amigos de la libertad, otra joven, de más elevada alcurnia y no menos elevados sentimientos, de gran corazón y de entendimiento clarísimo, ejercitaba sus delicadas y augustas manos en bordar unas banderas con destino al ejército español. El día que la princesa Isabel cumplía el primer año de su preciosa existencia (10 de octubre, 1831), fue el elegido por la reina Cristina, con exquisito tacto de reina y de madre, para hacer el obsequio de aquellas graciosas enseñas a los generales en el salón de columnas del regio alcázar. «En un día como éste, les dijo, tan agradable a mi corazón, he querido daros una prueba de mi aprecio poniendo estas banderas en vuestras manos, de las cuales espero no saldrán jamás; y estoy bien persuadida que sabréis defenderlas siempre con el valor que es propio del carácter español, sosteniendo los derechos de vuestro rey Fernando VII mi muy querido esposo, y de su descendencia.»

Y luego se repartió al ejército la siguiente proclama de la misma reina:

«El día en que celebráis el primer cumpleaños de la infanta mi querida hija, es el que he elegido para confiar a vuestra guarda esas banderas que hice preparar con el deseo de dar a todo el ejército y voluntarios realistas del reino un testimonio de mi aprecio por la lealtad con que sostienen los sagrados derechos del rey.– Es un pensamiento que me ocurrió cuando vi las primeras tropas españolas en la falda del Pirineo, y estoy persuadida de que mi nombre, grabado en ellas, y la festividad del día en que os las entrego, serán eternamente recuerdos que inflamarán vuestra fidelidad y el heroico valor que jamás faltó en la patria del Cid.– Madrid, 10 de octubre de 1831.– María Cristina.{15}»

Así iba la reina Cristina, con discreta previsión, procurando captarse las simpatías del ejército, como había conseguido ganar el corazón de su esposo, cuyo testamento había sido otorgado ya con arreglo a la Pragmática-sanción publicada; y así iba preparándose para las eventualidades que estaba viendo sobrevenir; tanto más, cuanto que recrudecido el padecimiento gotoso de Fernando en los meses de octubre y de noviembre (1831), en términos de inspirar su salud serios temores, movíanse las sociedades secretas del realismo y los parciales de don Carlos, a quien instigaban a sostener lo que llamaban sus derechos, para un caso que no consideraban remoto.

Digamos por último algo sobre lo que se preparaba en el vecino reino de Portugal, y que no podía ser indiferente a España.

Seguía el usurpador don Miguel provocando la enemistad de las naciones regidas constitucionalmente por las tiranías y violencias que ejercía, no solo con los naturales, sino también con los extranjeros; de tal modo, que irritada la Francia y retirado su cónsul, envió una escuadra a las aguas de Lisboa: situóse bajo sus muros, sin que el pequeño déspota tuviera valor para rechazarla, antes dio a los franceses cuantas reparaciones y satisfacciones le pidieron. Lo mismo hizo con el gobierno británico. Pero los portugueses no se movieron contra el tirano que avasallaba a sus súbditos y humillaba la nación ante los extraños. Sin embargo, nacía para él otro peligro, que con el tiempo había de arrancarle de las manos el usurpado y mal empleado cetro.

Ni había olvidado, ni le perdonaba su hermano don Pedro, el emperador del Brasil, la ofensa de haber arrojado del solio a doña María de la Gloria, su hija, y de haber hollado la carta por él otorgada al pueblo portugués. No había tenido medios de vengarse; tampoco los tenía ahora; mas una revolución acaecida en su imperio, que sobrescitó su violento carácter, le puso en el caso de abdicar la corona imperial en su hijo, habido del segundo matrimonio, y fiando más en su fuerza de voluntad que en los elementos con que contaba, partió del Brasil con la emperatriz su mujer y con doña María de la Gloria, que había ido allí desde Londres, decidido a reconquistar para esta el trono portugués. Habiendo arribado todos a Francia, sorprendió su inopinada aparición en París. Bien acogidos los augustos viajeros por el gobierno francés, con satisfacción recibidos por el partido liberal de Francia, escusado es decir cómo lo serían por los emigrados portugueses y españoles. En la resolución del ex-emperador don Pedro, en su resentimiento con el usurpador de Portugal don Miguel, en el interés paternal por su hija doña María de la Gloria, en su impetuosa actividad para acometer empresas atrevidas, veían ellos la esperanza de un cambio en la penosa situación de todos. Afluyeron, pues, a saludarle y ofrecérsele los proscritos de ambas naciones, y el mismo general Mina, saliendo de Burdeos bajo supuesto nombre, fue a París a ofrecerle sus servicios, haciendo una misma las causas de Portugal y de España.

Obra dificilísima era la reconquista del reino lusitano, falto de recursos don Pedro, y comprometidos antes los gobiernos que sustentaban el derecho de doña María a no consentir que la auxiliaran los liberales de España. Hízola más difícil el hecho de que adelantándose un regimiento a alzar la bandera constitucional en Lisboa, sofocado aquel movimiento por don Miguel, vengóse con usuras derramando a torrentes la sangre de los sublevados, y redoblando, así como su vigilancia, sus crueldades y tiranías. Fueron no obstante adelantando con el tiempo y a fuerza de diligencia los preparativos de la expedición, merced principalmente a los trabajos y a la actividad de un español de genio y de singulares dotes, diligente por demás, y de elevados y atrevidos pensamientos, hábil en arbitrar y negociar recursos, a cuyo ingenio se debió el ir orillando la dificultad que parecía más invencible. Este español era don Juan Álvarez y Mendizábal.

Dejemos ahora en preparación y en suspenso, como entonces lo estaba, aquella expedición, con pobres y casi ningunos medios concebida, pero destinada a dar después largos frutos, y dejemos también a la corte de Madrid gozosa con haber ahogado en sangre, aunque con indignos ardides, las conjuraciones interiores, esperanzada de conjurar así al propio tiempo un nublado que si descargaba en Portugal podía también envolver en sus estragos a la vecina España. En tal estado quedaban las cosas al espirar el año 1831.




{1} El presupuesto para 1829 había sido de 448.488.690 reales. El de 1830 subió ya a 592.756.089. Verdad es que en este se comprendió el de la real caja de Amortización, según se dispuso por decreto especial.

{2} Don Fernando VII por la gracia de Dios, Rey de Castilla, &c., &c. A los Infantes, Prelados, duques, &c., &c. Sabed: Que en las Cortes que se celebraron en mi palacio de Buen Retiro el año de 1789 se trató a propuesta del Rey mi augusto padre, que está en gloria, de la necesidad y conveniencia de hacer observar el método regular establecido por las leyes del reino, y por la costumbre inmemorial de suceder en la corona de España con preferencia de mayor a menor y de varón a hembra, dentro de las respectivas líneas por su orden; y teniendo presentes los inmensos bienes que de su observación por más de 700 años había reportado esta monarquía, así como los motivos y circunstancias eventuales que contribuyeron a la reforma decretada por el Auto acordado de 10 de mayo de 1713, elevaron a sus reales manos una petición con fecha de 30 de setiembre del referido año de 1789, haciendo mérito de las grandes utilidades que habían venido al reino, ya antes, ya particularmente después de la unión de las coronas de Castilla y Aragón, por el orden de suceder señalado en la ley 2.ª, tít. 15, part. 2.ª, y suplicándole que sin embargo de la novedad hecha en el citado Auto acordado, tuviese a bien mandar se observase y guardase perpetuamente en la sucesión de la monarquía dicha costumbre inmemorial, atestiguada en la citada ley, como siempre se había observado y guardado, publicándose Pragmática-sanción como ley hecha y formada en Cortes, por la cual constase esta resolución, y la derogación de dicho Auto acordado. A esta petición se dignó el rey mi augusto padre resolver, como lo pedía el reino, decretando a la consulta con que la junta de asistentes a Cortes, gobernador y ministros de mi real cámara de Castilla acompañaron la petición de las Cortes: «Que había tomado la resolución correspondiente a la citada súplica,» pero mandando que por entonces se guardase el mayor secreto por convenir así a su servicio, y en el decreto a que se refiere. «Que mandaba a los de su Consejo expedir la Pragmática-sanción que en tales casos se acostumbra.» Para en su caso pasaron las Cortes a la vía reservada copia certificada de la citada súplica y demás concerniente a ella por conducto de su presidente conde de Campomanes, gobernador del Consejo, y se suplicó todo en las Cortes con la reserva encargada. Las turbaciones que agitaron la Europa en aquellos años, y las que experimento después la Península, no permitieron la ejecución de estos importantes designios, que requerían días más serenos. Y habiéndose restablecido felizmente, por la misericordia divina, la paz y el buen orden de que tanto necesitaban mis amados pueblos; después de haber examinado este grave negocio, y oído el dictamen de ministros celosos de mi servicio y del bien público, por mi real decreto dirigido al mi Consejo en 26 del presente mes, he venido en mandarle que con presencia de la petición original, de lo resuelto a ello por el rey mi querido padre, y de la certificación de los escribanos mayores de Cortes, cuyos documentos se le han acompañado, publique inmediatamente ley y pragmática en la forma pedida y otorgada. Publicado aquél en el mismo mi Consejo pleno, con asistencia de mis dos fiscales, y oídos in voce en el día 27 de este mismo mes, acordó su cumplimiento y expedir la presente en fuerza de ley y pragmática-sanción como hecha y promulgada en Cortes. Por la cual mando se observe, guarde y cumpla perpetuamente el literal contenido de la ley 2.ª, tít. 15, part. 2.ª, según la petición de las Cortes celebradas en mi palacio de Buen Retiro en el año de 1789 que queda referida, cuyo tenor literal es el siguiente:

«Mayoría en nascer primero es muy grant señal de amor que muestra Dios a los fijos de los reyes, a aquellos que la da entre los otros sus hermanos que nascen después dél: ca aquel a quien esta honra quier facer, bien da a entender quel adelanta et le pone sobre los otros, porque lo deben obedescer et guardar así como a padre et á señor. Et que esto sea verdat pruebase por tres razones: la primera naturalmente, la segunda por ley, la tercera por costumbre: ca segunt natura, pues que el padre et la madre cobdician haber linaje que herede lo suyo, aquel que primero nasce et llega mas aina para complir lo que ellos desean, por derecho debe ser más amado dellos, et él lo debe haber; et segunt ley, se prueba por lo que dio nuestro señor Dios a Abraham cuando le mandó, como probándolo, que tomase su fijo Isac el primero, que mucho amaba, et le degollase por amor dél; et esto le dijo por dos razones: la una porque aquel era fijo que él amaba así como a sí mismo por lo que de suso dijimos; la otra porque Dios le había escogido por Santo quando quiso que nasciese primero, et por eso le mandó que de aquél le feciese sacrificio; ca segunt él dijo a Moisen en la vieja ley, todo másculo que nasciese primeramente serie llamado cosa santa de Dios. Et que los hermanos le deben tener en logar de padre se muestra porque él há más días que ellos, et vino primero al mundo; et quel han de obedescer como a señor se prueba por las palabras que dijo Isac a Jacob, su fijo, cuando le dio la bendición, cuidando que era el mayor: Tú serás señor de tus hermanos, et ante tí se tornarán los fijos de tu padre, et al que bendijieres será bendicho, et al que maldijieres cayerle ha la maldición: onde por todas estas palabras se da a entender que el fijo mayor ha poder sobre los otros sus hermanos, así como padre et señor, et que ellos en aquel logar le deben tener. Otrosí segunt antigua costumbre, como quier que los padres comunalmente habiendo piedat de los otros fijos, non quisieron que el mayor lo hobiese todo, mas que cada uno dellos hobiese su parte; pero con todo eso los homes sabios et entendidos catando el procomunal de todos, et conosciendo que esta particion non se podrie facer en los regnos que destroidos non fuesen, segunt nuestro Señor Jesucristo dijo, que todo regno partido astragado serie, tovieron por derecho aquel señorío del regno non lo hobiese si non el fijo mayor después de la muerte de su padre. Et esto usaron siempre en todas las tierras del mundo dó el señorío hobieron por linaje, et mayormente en España: ca por excusar muchos males que acaescieron et podrien aun seer fechos, posieron que el señorío del regno heredasen siempre aquellos, que viniesen por liña derecha, et por ende establecieron que si fijo varon hi non hobiese, la fija mayor heredase el regno, et aun mandaron que si el fijo mayor moriese ante que heredase, si dejase fijo o fija que hobiese de su mujer legitima, que aquel o aquella lo hobiese, et non otro ninguno; pero si todos estos falleciesen, debe heredar el regno el mas propinco pariente que hi hobiere, seyendo home para ello et non habiendo fecho cosa porque lo debiese perder. Onde por todas estas cosas es el pueblo tenudo de guardar el fijo mayor del rey, ca de otra guisa non podríe ser el rey complidamente guardado, si ellos así non guardasen al regno: et por ende cualquier que contra esto feciese, farie traicion conoscida et debe haber tal pena como desuso es dicha de aquellos que desconoscen señorío al rey.»

Y por tanto os mando a todos y cada uno de vos en vuestros distritos, jurisdicciones y partidos, guardéis, cumpláis y ejecutéis, y hagáis guardar, cumplir y ejecutar esta mi ley y Pragmática-sanción en todo y por todo según y como en ella se contiene, ordena y manda, dando para ello las providencias que se requieran, sin que sea necesaria otra declaración alguna más que esta, que ha de tener su puntual ejecución desde el día que se publique en Madrid y en las ciudades, villas y lugares de estos mis reinos y señoríos en la forma acostumbrada, por convenir así a mi real servicio, bien y utilidad de la causa pública de mis vasallos: que así es mi voluntad; y que al traslado impreso de esta mi carta, firmado de don Valentín de Pinilla, mi escribano de cámara más antiguo y de gobierno del mi Consejo, se le dé la misma fe y crédito que a su original. Dada en Palacio a 29 de marzo de 1830.– YO EL REY.– Yo don Miguel de Gordon, secretario del rey nuestro señor, lo hice escribir por su mandado.– Don Josef María Puig.– Don Francisco Marín.– Don Josef Hevia y Noriega.– Don Salvador María Granés.– Teniente canciller mayor: don Salvador María Granés.

Publicacion:

En la villa de Madrid a 31 de marzo de 1830, ante las puertas del Real Palacio, frente del balcón principal del rey nuestro señor, y en la puerta de Guadalajara, donde está el público trato y comercio de los mercaderes y oficiales, con asistencia de don Antonio María Segovia, don Domingo Suárez, don Fernando Pinuaga y don Ramón de Vicente Ezpeleta, alcaldes de la real casa y corte de S. M., se publicó la real Pragmática-sanción antecedente con trompetas y timbales, por voz de pregonero público, hallándose presentes diferentes alguaciles de dicha real casa y corte y otras muchas personas; de que certifico yo don Manuel Eugenio Sánchez de Escariche, del Consejo de S. M., su secretario, escribano de cámara de los que en él residen.– Don Manuel Eugenio Sánchez de Escariche.

Es copia de la real Pragmática-sanción, y de su publicación original, de que certifico.– Don Valentín de Pinilla.

{3} El general Lafayette se desprendió de una suma considerable para repartirla entre los diversos jefes españoles. Mina, en sus Memorias (tomo IV) afirma que tenía en su poder documentos, de que aparecía bastante claro que aquella suma la había dado de su propio peculio Luis Felipe. Dice también, que en punto a recursos pecuniarios, sus relaciones estaban reducidas a la junta y a Mendizábal.

{4} Dióse a esta Junta el título de Directorio provisional para el levantamiento de España contra la tiranía. Título que a algunos no pareció bien.– La idea de su formación fue sugerida por el banquero Ardoin a su encargado Mendizábal, por cuyas manos habían de pasar los fondos que aquél se había propuesto anticipar.

{5} «Ministerio de Hacienda de España.– El rey nuestro señor se ha dignado oír leer con la mayor complacencia la memoria que V. S. ha presentado relativa al establecimiento de un escuela de Tauromaquia en la ciudad de Sevilla, y es su soberana voluntad que se instruya con prontitud un expediente sobre las proposiciones que hace V. S. con dicho objeto, a cuyo fin oficio con esta fecha al intendente asistente de aquella ciudad, para que informe sobre los medios de llevar a efecto el pensamiento. De real orden lo comunico a V. S. para su satisfacción. Dios guarde a V.S. muchos años. Madrid 11 de abril de 1830.– Ballesteros.– Señor conde de la Estrella.»

«Ministerio de Hacienda de España.– He dado cuenta al rey nuestro señor de la memoria presentada por el conde de la Estrella sobre establecer una escuela de Tauromaquia en esa ciudad, y de lo informado por V. S. acerca de este pensamiento, y conformándose S. M. con lo propuesto por V. E. en el citado informe, se ha servido resolver: 1.º que se lleve a efecto el establecimiento de Tauromaquia nombrando Su Majestad V. E. juez protector y privativo de él: 2.º que la escuela se componga de un maestro con el sueldo de doce mil reales anuales, un ayudante con ocho mil, y diez discípulos propietarios con dos mil reales anuales cada uno: 3.º que para este objeto se adquiera una casa inmediata al matadero, en la que habitarán el maestro, el ayudante y alguno de los discípulos si fuere huérfano: 4.º que para el alquiler de casa se abonen seis mil reales anuales, y otros veinte mil reales anuales para gratificaciones y gastos imprevistos de todas clases: 5.º que las capitales de provincia y ciudades donde haya maestranza contribuyan para los gastos expresados con doscientos reales por cada corrida de toros: las demás ciudades y villas con ciento sesenta, y ciento por cada corrida de novillos que se concedan, siendo condición precisa para disfrutar de esta gracia, el que se acredite el pago de dicha cuota, pagando los infractores por vía de multa un duplo aplicado a la escuela: 6.º que los intendentes de provincia se encarguen de la recaudación de este arbitrio y se entiendan directamente en este negocio con V. E. como juez protector y privativo del establecimiento: 7.º que la ciudad de Sevilla supla los primeros gastos con las rentas que producen el matadero y el sobrante de la bolsa de quiebras con calidad de reintegro. De real orden lo traslado a V. E. para su inteligencia y efectos correspondientes a su cumplimiento. Dios guarde, &c. Madrid 28 de mayo de 1830.– Ballesteros.– Señor intendente de Sevilla.»

«Ministerio de Hacienda de España.– Al intendente de Sevilla digo con esta fecha lo que sigue. He dado cuenta al rey nuestro señor del oficio de V. E. de 2 del corriente, en que da parte de haber nombrado a don Gerónimo José Cándido para la plaza de maestro de Tauromaquia, mandada establecer en esa ciudad por real orden de 28 de mayo último, y a Antonio Ruiz para ayudante de la misma escuela; y S. M. se ha servido observar, que habiendo llegado a establecerse una escuela de Tauromaquia en vida del célebre don Pedro Romero, cuyo nombre resuena en España por su notoria e indisputable habilidad y nombradía hace cerca de medio siglo, y probablemente durará por largo tiempo, sería un contrasentido dejarle sin esta preeminente plaza de honor y de comodidad, especialmente solicitándola como la solicita, y ballándose pobre en su vejez, aunque robusto. Por tanto, y penetrado S. M. de que el no haber tenido V. E. presente a don Pedro Romero había procedido de olvido involuntario, e igualmente de que el mismo don Gerónimo José Cándido se hará a sí mismo un honor en reconocer esta debida preeminencia de Romero, ha tenido a bien nombrar para maestro con el sueldo de doce mil reales a dicho don Pedro Romero, y para ayudante con opción a la plaza de maestro, sin necesidad de nuevo nombramiento por el fallecimiento de este, con el sueldo de ocho mil reales, a don Gerónimo José Cándido, a quien con el fin de no causarle perjuicio, S. M. se ha dignado señalar por vía de pensión y por cuenta de la real Hacienda la cantidad que falta hasta cubrir el sueldo de doce mil reales señalado a la plaza de maestro, mientras no la tiene en propiedad por fallecimiento del referido Romero, en lugar del sueldo que como cesante jubilado o en actividad de servicio había de disfrutar. Al mismo tiempo ha tenido a bien S. M. mandar se diga a V. E., que por lo que toca a Antonio Ruiz no le faltará tiempo para ver premiada su habilidad. De real orden lo traslado a V. S. &c. Dios guarde &c. Madrid 24 de junio de 1830.– Ballesteros.– Señor conde de la Estrella.»

{6} Los jefes que se salvaron con la fuga, después de haber sufrido no pocos trabajos, miserias y tribulaciones, lanzáronse desesperados al mar en un pequeño barquichuelo, y hallándose frente de Tánger, a fin de que se los permitiera desembarcar, gritaron que querían hacerse mahometanos. Díjose que efectivamente el despecho los había arrastrado hasta el extremo de renegar de su fe y de su patria.

{7} Entre los documentos que tenemos a la vista se encuentran varias cartas del delator a Calomarde, y en algunas de ellas puesto de letra del ministro: «Désele una onza sin recibo.»

{8} Decimos indignamente, porque se valió de un procedimiento innoble por medio de la correspondencia pública y de los administradores de correos, para hacer que en cada pueblo fueran ellos mismos presentándose y cayendo en el lazo.

{9} El mismo presbítero Garzón se encargó de dirigir la educación del niño varón: la niña, llamada Luisa, fue adoptada por don José de la Peña y Aguayo, ministro que ha sido del gobierno constitucional en nuestros días, y por su esposa, habiendo llegado a ser la joven huérfana por sus bellas prendas la delicia y el ídolo de su nueva familia.

{10} Varios distinguidos artistas españoles han elegido este triste e interesante episodio de nuestra moderna y reciente historia para asunto de sus cuadros, con los cuales han enriquecido la Exposición nacional de Bellas Artes, y merecido alguno de ellos, en este mismo año en que escribimos, los honores del premio.

{11} Todos los datos que sobre esta horrorosa trama han podido adquirirse se encuentran reunidos y extensamente comentados en el tomo I de la Vida del general don José María de Torrijos, escrita por su ilustre viuda la condesa de Torrijos, doña Luisa Sáenz de Viniegra.

{12} «Número 266.– Subdelegación principal de Policía, provincia de Málaga.– Málaga 7 de diciembre de 1831.– Con esta fecha digo al Excmo. señor secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia lo que literalmente copio.– En mi oficio de 30 del próximo pasado manifestaba a V. E. que en el estado que tenía la combinación simulada con el rebelde Torrijos para atraerlo a estas costas, marchaba yo a esperarlo al punto de desembarco convenido, como lo ejecuté en la noche del mismo día del citado mes anterior, en la que no se presentó aquél, ni en la siguiente 1.º del actual, en que también me dirigí al mismo sitio, por cuya razón me restituí a esta ciudad; pero a las pocas horas de mi llegada, recibí un aviso del comandante de la columna de hallarse a la vista buques sospechosos. Con este motivo partí inmediatamente, y con efecto, en todo el camino observé había dos que por su porte, movimientos, dirección y maniobras, parecía ser los que se esperaban, permaneciendo en las posiciones que ocupaban desde las diez de la mañana del 2 hasta que cerró la noche. Teniéndolos por los conductores de los revolucionarios, se hicieron en tierra las señas ajustadas, tanto de día como de noche, a que no correspondieron, bien que mal pudieron hacerlo cuando a la misma hora desembarcó Torrijos y su gavilla en las costas opuestas del O., obligados a ello por la persecución de los buques de la Empresa, que los hizo encallar»……

{13} Carta escrita por Torrijos a su esposa, hallándose en capilla.

«Málaga, convento de Nuestra Señora del Carmen el día 11 de diciembre de 1834 y último de mi existencia.– Amadísima Luisa mía: Voy a morir, pero voy a morir como mueren los valientes. Sabes mis principios, conoces cuán firme he sido en ellos, y al ir a perecer pongo mi suerte en la misericordia de Dios, y estimo en poco los juicios que hagan las gentes. Sin embargo, con esta carta recibirás los papeles que mediaron para nuestra entrega, para que veas cuán fiel he sido en la carrera que las circunstancias me trazaron y que quise ser víctima para salvar a los demás. Temo no haberlo alcanzado, pero no por eso me arrepiento. De la vida a la muerte hay un solo paso, y ese voy a darlo sereno en el cuerpo y el espíritu. He pedido mandar yo mismo el fuego a la escolta: si lo consigo tendré un placer, y si no me lo conceden me someto a todo, y hágase la voluntad de Dios. Ten la satisfacción de que hasta mi último aliento te he amado con todo mi corazón. Considera que esta vida es mísera y pasajera, y que por mucho que me sobrevivas, nos volveremos a juntar en la mansión de los justos, a donde pronto espero ir, y donde sin duda te volverá a ver tu siempre hasta la muerte.– JOSÉ MARÍA DE TORRIJOS.

P. D. Recomiendo a Sir Thomas (1. El general ingles sir Thomas Dyer Baronet. Nota de la viuda.), a mi abuelo (2. El general Lafayette. Ídem.) y al griego (3. El general Fabvier. Ídem.) y a todos, todos mis amigos, que te atiendan, te consuelen y protejan, considerando que lo que hagan por tí, lo hacen por mí. Te remito por Carmen el reloj con tu cinta de pelo, única prenda que tengo que poderte mandar. También te enviará Carmen lo que le haya sobrado de quince onzas que tenía conmigo. Carmen se ha portado perfectamente. Adiós, que no hay tiempo. Él te de su gracia, y te dé fortaleza para sufrir resignada este golpe. Por mí no temas, Dios es más misericordioso que yo pecador, y tengo toda, toda la resignación, y toda la fuerza que da la gracia.»

Copia de otra carta escrita a su hermana, que vivía en Málaga hacía mucho tiempo.

«Amadísima Carmen mía: Te doy las gracias por cuanto has hecho por mí, y espero que continuarás honrando mi memoria disponiendo el cumplimiento de cuanto dejo resuelto. El dador me ha hecho la gracia de procurarme el cómo darte el último adiós. Sé agradecida con él, como yo lo quedo por los auxilios espirituales que me ha prestado. No temo nada. Llevo una conciencia pura y la satisfacción de que jamás hice mal a nadie, ni de que pueda recordar ninguna infamia de tu siempre hasta la muerte.– PEPE.

»P. D. Remite a Luisa la adjunta, y alíviala y auxíliala con cuanto puedas. Lo que hagas por ella lo haces por mí. Escribe a Luisa del modo siguiente: Francia.– Madame Duboile. Poste restante.– A París.

»Otra. En Gibraltar, en poder de don Ángel Bonfante, tengo un baulito y algunas frioleras. Escríbele para recogerlo, y haz el uso que te acomode de ello; pero el escritorio o righting-destk te lo regalo a tí como una memoria. Manda a la pobre Luisa lo que te sobre del dinero que tienes, si no te hiciese a tí mucha falta. Adiós otra vez; abraza a tus hijos, y cree que hasta morir te ha amado mucho.– PEPE.»

{14} «Gaceta extraordinaria de Madrid del jueves 15 de diciembre de 1834.– Artículo de oficio.– El Excmo. señor secretario de Estado y del Despacho de la Guerra, ha recibido por extraordinario despachado por el gobernador de Málaga en 11 del corriente un oficio en que participa que a las once y media de aquel día habían sido pasados por las armas, con arreglo al artículo 1.º del real decreto de 1.º de octubre de 1830, por el delito de alta traición y conspiración contra los sagrados derechos de la soberanía de S. M. los sujetos aprehendidos en la alquería del conde de Mollina, a las inmediaciones de dicha ciudad, con las armas en la mano, y cuyos nombres son los siguientes:

Don José María Torrijos (General. Esta nota y las siguientes son de la autora).

Don Juan López Pinto (Teniente coronel de artillería y jefe político de Calatayud en 1823).

Don Roberto Boyd (Oficial inglés).

Don Manuel Flores Calderón (Fue diputado y presidente de las Cortes en 1823).

Don Francisco Fernández Golfín (Diputado a Cortes en 1820, y ministro de la Guerra en 1823).

Don Francisco Ruiz Jara (Primer ayudante de la Milicia Nacional de Madrid).

Don Francisco de Borja Pardio (Comisario de guerra) (aunque la Gaceta pone don Francisco Pardillo).

Don Pablo Verdeguer de Osilla (Sargento mayor del primer batallón de la Milicia nacional de Valencia).

Don Juan Manuel Bobadilla.

Don Pedro Manrique.

Don Joaquín Cantalupe (Oficial, e hijo del general Real) (Debe ser don Manuel Real).

Don José Guillermo Gano.

Don Ángel Hurtado.

Don José María Cordero.

José Cater.

Francisco Arenes.

Don Manuel Vidal.

Don Ramon Ibáñez (Piloto de altura y oficial de la Milicia nacional de Valencia).

Santiago Martínez.

Don Domingo Valero Cortés (Capitán de la Milicia nacional de Valencia).

José García.

Ignacio Alonso.

Antonio Pérez.

Manuel Andreu.

Andrés Collado.

Francisco Julián.

José Olmedo.

Francisco Mora.

Gonzalo Márquez.

Francisco Benaval (Oficial de la columna de la Isla de León, en el pronunciamiento de 3 de marzo de 1831).

Vicente Jorje.

Antonio Domené.

Francisco García.

Julián Osorio.

Pedro Muñoz.

Ramón Vidal.

Antonio Prada.

Magdaleno López.

Salvador Lledó.

Juan Sánchez.

Francisco Arcas (Capitán de buque mercante).

Jaime Cabazas.

Lope de López.

Vicente García.

Francisco de Mundi.

Lorenzo Cobos.

Juan Suárez.

Manuel Bado.

José María Galisis.

Esteban Suay Feliú.

José Triay Marquedal.

Pablo Castel Pulicer.

Miguel Prast Preto.

Hay motivo para creer que algunos de los comprendidos en esta lista tienen trocados sus nombres, bien sea por efecto de la precipitación y acumulamiento con que se ejecutaron los últimos actos de rigor contra ellos, o porque los cambiasen voluntariamente por alguna razón que no me es dable penetrar. No obstante, yo pongo los verdaderos nombres de Real y de Pardio. (Nota de la autora.)

{15} Las insignias fueron:– 1.ª El pendón de Castilla morado, con león y castillo bordados de oro, y el lema: «La reina Cristina a los granaderos de la guardia real de infantería:»– 2.ª Una bandera coronela con las armas reales y de los regimientos de milicias, y el lema: «A los granaderos provinciales de la guardia real:»– 3.ª Un estandarte con el escudo y trofeos de la caballería, con lema equivalente a los otros:– 4.ª Otra bandera con los trofeos militares, y lema alusivo al ejército:– 5.ª Una bandera para los voluntarios realistas, con las armas de las provincias en los extremos, y el lema semejante a los anteriores.