Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XXIV
Créese muerto al rey. Gobierno interino de Cristina. Amnistía
1832

Ministerio del conde de la Alcudia.– Nacimiento de la infanta María Luisa Fernanda.– Reformas.– Abolición de la pena de horca.– Portugal.– Expedición de don Pedro.– Impulso que le dio Mendizábal.– Apodérase don Pedro de Oporto.– Bloquea la plaza don Miguel.– La corte española en San Ildefonso.– Agrávase la enfermedad del rey.– Afanoso cuidado y esmerada solicitud de la reina Cristina.– Angustias y vacilaciones de la reina.– Consulta a Calomarde.– Respuesta de éste.– Transacciones que se proponen a don Carlos.– Entereza del príncipe.– Fernando en peligro de muerte.– Nuevas tribulaciones de Cristina.– Vése circundada de enemigos.– Momentos terribles.– Arranca en ellos la intriga un decreto derogando la Pragmática-sanción.– Créese muerto a Fernando.– Celebra su triunfo el bando carlista.– Señales de vida del rey.– Alivio inesperado.– Partido en favor de Cristina.– Llegada a palacio de la infanta Carlota.– Magnánima resolución de la infanta.– Prodigioso cambio que produce.– Escena con Calomarde.– Partido Cristino y partido Carlista.– Caída de Calomarde.– Ministerio de Zea Bermúdez.– Cristina gobernadora del reino durante la enfermedad del rey.– Sus primeros decretos.– Indulto.– Apertura de las universidades.– Cambio de autoridades en Madrid y provincias.– Memorable decreto de amnistía.–Regocijo de los liberales, y enojo de los absolutistas.– Vuelven los reyes a Madrid.– Destierro de Calomarde: su fuga.– Mándase al obispo de León ir a su diócesi.– Destemplada respuesta del prelado.– Felicitaciones a Cristina.– Movimientos de sus enemigos en varios puntos.– Creación del ministerio de Fomento.– Venida de Zea Bermúdez.– Su influencia en contra de los liberales.– Sorprendente Manifiesto de la reina Cristina.– Circular de Zea a los agentes diplomáticos.– Su sistema de despotismo ilustrado.– Caída del conde de España.– Frenética alegría de los catalanes.– Peligro y fuga del conde.– Modificación del ministerio.– Solemne y célebre declaración del rey en favor de la reina y de sus hijas.– Impresión que causa en los partidos.
 

Habiendo muerto muy al principio del año 1832 el ministro de Estado González Salmón, sucedióle en la primera secretaría del Despacho el conde de la Alcudia, hombre de muy corto entendimiento y escasas luces, enemigo fanático de todo lo que tuviera tendencia liberal; excelente refuerzo para Calomarde, a quien aquél seguía ciegamente, pareciéndole bien todo lo que el ministro de Gracia y Justicia pensaba y hacía, como quien no tenía ideas propias, y solo abrigaba en su pecho un odio instintivo a los constitucionales.

La cuestión de sucesión, que tan divididos traía los partidos, y en una común expectativa de recelosa y recíproca desconfianza, varió poco con haber dado a luz la reina (30 de enero, 1832) otra infanta, doña María Luisa Fernanda; que aunque parecía asegurarse más la sucesión directa a la corona, en el hecho de ser hembra quedaban en pie las causas alegadas por los que para dar el cetro a don Carlos invocaban la Ley Sálica y pedían su conservación y mantenimiento. Tomaba esta cuestión más importancia por lo mismo que Fernando, aunque no viejo, pues solo contaba entonces cuarenta y ocho años, andaba ya tan achacoso y quebrantado, que más que nueva sucesión, ni de uno ni de otro sexo, se temía de él una muerte no lejana.

Continuaban todavía ejerciendo su terrible ministerio en las provincias las comisiones militares, y para que los llamados ejecutores de la justicia no estuvieran ociosos enviábanse de cuando en cuando al patíbulo los que por delaciones o por consecuencia del descubrimiento de la correspondencia con los emigrados resultaban complicados en algún intento de conspiración. La reina Cristina, ya que con su influjo no alcanzara todavía a templar tantos rigores, consiguió del rey que por lo menos se variara la forma repugnante que se usaba para aplicar la pena de muerte a los hombres, y el día de su cumpleaños se abolió de real orden el suplicio en horca (abril, 1833), conmutándole en el de garrote.

En este tiempo, y así las cosas, había tomado incremento y recibido grande impulso el proyecto de expedición a Portugal que dejamos pendiente en el capítulo anterior; y habíale recibido del español cuyo nombre apuntamos ya, y que desde entonces veremos marchar inseparablemente unido a la causa de la revolución portuguesa y a la de la revolución española. Hombre de poca instrucción y de talento irregular don Juan Álvarez y Mendizábal, pero de imaginación fecunda y de concepciones atrevidas, y muchas veces felices, especialmente en negocios mercantiles y en materia de recursos, liberal decidido y de singular expedición y desembarazo, había propuesto al ex-emperador don Pedro, con el acento de la convicción, la negociación de un empréstito, cuyo producto se emplearía en el equipo de algunos buques de vapor y en el reclutamiento de tropas, que unidas a las que se pudieran organizar en las islas Terceras (únicas que se habían mantenido fieles a doña María de la Gloria), serían bastantes para emprender la expedición a las costas portuguesas. Mendizábal fue creído, abonando su capacidad, de muchos aún desconocida, don Agustín Argüelles y otros emigrados españoles. El empréstito se levantó, se compraron y armaron buques, se alistaron tropas, y la expedición salió para las Terceras, donde se organizaron hasta seis mil hombres, portugueses y extranjeros de varias procedencias.

Iba a la cabeza de la expedición el mismo don Pedro, aficionado, como hemos dicho, a empresas aventuradas, y en el mes de julio (1832) se dio con ella a la vela con rumbo a la costa de Portugal, y con el designio de ganar a Oporto, la segunda ciudad del reino, y donde contaba regular número de partidarios de la causa de su hija doña María. Sin dificultad, puesto que no se la opuso el gobernador, se apoderaron los expedicionarios de la ciudad de Oporto (8 de julio, 1832), cuyo próspero principio le hizo creer, y no era extraño, que todo Portugal estaría dispuesto a pronunciarse en su favor. Engañáronse no obstante en tan lisonjero cálculo. Noticioso del suceso don Miguel, acudió con un cuerpo de tropas muy considerable para ver de sofocar en su germen la revolución: salieron las de don Pedro a recibirlas, pero inferiores en número, tuvieron que replegarse dentro de los muros de la ciudad. El resto de la nación no se movía, como habían esperado, y los invasores se hallaron reducidos al recinto de la plaza. Don Miguel tampoco se consideró bastante fuerte para embestirla, y limitose a sitiarla y a cortarle las comunicaciones por mar, de donde recibía los recursos. En esta situación anómala, aunque más apurada y estrecha para los sitiados que para los sitiadores, para don Pedro que para don Miguel, estuvieron el largo tiempo que veremos, pendientes y en suspenso los ánimos de los partidarios de uno y otro, así en Portugal como en España.

Acá se aumentó por este tiempo la inquietud y la zozobra de los partidos con motivo de haber tomado una gravedad alarmante los padecimientos del rey en el real sitio de San Ildefonso, donde la corte se había trasladado (2 de julio, 1832). Acompañaban al rey la reina Cristina y sus hijas, don Carlos y doña María Francisca su esposa, la princesa de Beira, y el infante don Sebastián con la princesa doña María Amalia, con quien este mismo año se había casado. El infante don Francisco y su esposa doña Luisa Carlota habían partido para Andalucía. En los meses de julio y agosto la enfermedad del rey tuvo diversas alternativas, pero resultando de ellas ir en progresivo desarrollo. Amenazó ya peligro su vida en los días 13 y 14 de setiembre.

La bella Cristina, con la solicitud, el interés y el afán de esposa tierna y de cariñosa madre, se constituyó a la cabecera del augusto enfermo, con tal asiduidad, que sin darse de día ni de noche momento de reposo y de descanso, ni se separaba de su lado un instante, ni apartaba su vista del rostro de Fernando, observando todos sus síntomas y actitudes, y queriendo con los ojos adivinar sus deseos. Vestida con el sencillo y modesto hábito de nuestra Señora del Carmen, suministrando por sí misma las medicinas al paciente, curando con sus delicadas manos las cisuras y tiñéndolas con la sangre que las sanguijuelas le hacían derramar, haciendo sin escrúpulo todos los oficios de enfermera, dirigiéndole siempre palabras de cariño y de consuelo, hondamente afectado su corazón, pero componiendo su rostro y su voz de modo que mostraran la conformidad de la virtud y la entereza del valor inquebrantable, dirigiendo interiormente preces al Eterno, pareciendo exclusivamente consagrada al cuidado del esposo como del único ser que le interesara en la tierra, y como si no tuviese unas hijas queridas cuya suerte la traía zozobrosa, la reina Cristina era una de esas figuras sublimes, de esos tipos angelicales de cuya realidad dudan las almas comunes, creyendo que solo la poesía las puede inventar. Acaso a Fernando, que todavía notaba aquella solicitud admirable, afligía en aquellos momentos más que a ella misma el presentimiento de la orfandad en que quedarían sus tiernas hijas, y cuál sería su suerte en medio de las pasiones de sus ya pronunciados enemigos. Porque enemigos eran casi todos los que a la sazón circundaban aquel trono que parecía tan próximo a vacar. El 17 (setiembre, 1832) los médicos, la regia esposa, todos desesperaban ya de salvar a Fernando

¡Qué momentos tan terribles aquellos para la angustiada reina! ¡Sin confianza en nadie, ni aun en la guardia del mismo palacio, sola y abandonada al lado de un esposo y de un padre moribundo, asaltando a su imaginación el triste porvenir de sus dos desvalidas niñas…! En tal turbación, de acuerdo en lo posible con Fernando, llama al ministro Calomarde, y le pregunta qué providencias deberían adoptarse para el caso en que el rey en una de aquellas mortales congojas exhalase el último suspiro. El ministro le responde, que el reino se pronunciaría en favor de don Carlos, porque los doscientos mil realistas armados, y aun el ejército, le amaban, y que el único medio de poder acaso sostener la sucesión directa sería interesar al príncipe dándole participación en el poder. Lo mismo confirmó el obispo de León. Todo en aquel conflicto era aceptado. El ministro de Estado, conde de la Alcudia, recibió la misión de presentar a don Carlos un decreto firmado por el rey, autorizando a la reina para el despacho de los negocios durante su enfermedad, y al infante en calidad de consejero de la misma. Poco era esto para quien confiaba en empuñar el cetro por derecho divino. Don Carlos se negó en pocas palabras a semejante acomodamiento. Tampoco dio respuesta más favorable a otra proposición que después se le hizo de ejercer la regencia del reino, en unión y a la par con la reina, siempre que empeñase su palabra de sostener los derechos de la infanta Isabel. Mal conocían lo que es la ambición sostenida por el fanatismo los que tales transacciones proponían y llevaban({1}).

Creció aquella noche el peligro del rey, y creció con él la tribulación de la reina, que apenas tenía a quién volver los ojos. La familia real, los ministros, los consejeros, el cuerpo diplomático, todos, con pocas excepciones, favorecían la tendencia de los carlistas, y en el cuarto de don Carlos andaba un movimiento, en que se revelaba la confianza y no podía disfrazarse el alborozo. Calomarde, el conde de la Alcudia y el obispo de León, hechura del primero, pintaron con colores tales a los augustos consortes los peligros que correrían la reina y sus tiernas hijas, si no se derogaba la Pragmática-sanción, y la guerra que de otro modo se encendería en la nación, que Cristina hubo de exclamar: «Pues bien, que España sea feliz, y disfrute tranquila de orden y de paz.» Fernando con apagada voz y la razón casi turbada, tembló también, y accedió a las indicaciones de sus consejeros, y firmó con trémula mano (18 de setiembre, 1832) un codicilo en forma de decreto que le presentaron, en que se decía: «Que haciendo este sacrificio a la tranquilidad de la nación española, derogaba la Pragmática-sanción de 19 de marzo de 1830, decretada por su augusto padre a petición de las Cortes de 1789, y revocaba sus disposiciones testamentarias en la parte que hablaban de la regencia y gobierno de la monarquía.» Y se mandó guardar sobre ello completo sigilo. Los carlistas habían triunfado: los vencidos eran una joven atribulada de pena, y un moribundo con las facultades mentales perturbadas.

Un letargo parecido a la muerte sobrevino a Fernando. Tuviéronle por muerto sus consejeros, y suponiéndose ya relevados de guardar sigilo, mandaron que se publicara el decreto. Pero el ministro de la Guerra marqués de Zambrano, y el consejero don José María Puig, negáronse a autorizar la publicación mientras no les constase de un modo auténtico la muerte del rey. Por todo atropelló la impaciencia de los vencedores, y facilitando algunas copias manuscritas, fijáronse en varios sitios públicos de la Corte, donde cundió rápidamente la voz de que el rey había muerto. No era extraño, porque se difundió también en el mismo Real sitio. Los palaciegos saludaban ya a don Carlos con el tratamiento de Majestad. Su esposa doña María Francisca, el obispo de León su confidente, la princesa de Beira y otros personajes de su bando, se felicitaban mutuamente saboreándose con la victoria. Calomarde paseaba caviloso y meditabundo, ni del todo satisfecho de su anterior conducta con don Carlos, ni tranquila su conciencia de su proceder de ahora con Cristina, e inquieto y receloso sobre su porvenir. Y la bella Cristina, considerándose viuda y sin arrimo, y sus inocentes hijas huérfanas y sin amparo, preparábase a abandonar aquella mansión de dolor, de amarguras y de tristes desengaños, y a dejar un país donde en vez del solio que la naturaleza y el derecho habían destinado a su hija, solo la esperaban los sinsabores con que la usurpación triunfante mortifica la justicia escarnecida.

Pero el rey no había muerto. La Providencia, que con misteriosa sabiduría dirige desde lo alto la marcha de la humanidad y los destinos de los reyes y de los pueblos, quiso que el príncipe sobre cuya creída muerte se habían fundado tan inmoderadas e injustas alegrías, presentara síntomas de un inesperado alivio, y que fuera recobrando y despejándose su razón. Fuéronse sabiendo también los manejos empleados en aquella terrible crisis por el bando realista. Varios jóvenes de la nobleza, movidos por un impulso generoso en favor de la justicia, de la belleza y de la inocencia, ofrecen a la joven reina sus corazones y sus brazos. Cristina respira. Al propio tiempo su hermana doña Luisa Carlota con su esposo el infante don Francisco, noticiosos de los sucesos de San Ildefonso, han partido apresuradamente de la bahía de Cádiz donde se hallaban, y con prodigiosa rapidez han volado a Madrid, al palacio de la Granja, al lado de Cristina, a la cabecera del monarca doliente. La aparición de la infanta Carlota en la regia cámara de San Ildefonso (22 de setiembre, 1832), es la aurora del consuelo para unos, el rayo aterrador para otros.

Señora de ánimo esforzado la infanta Carlota, vehemente en el sentir, amiga de la justicia, amante de su hermana, rival y aun enemiga en política de la mujer de don Carlos, informada de todo lo ocurrido, reconviene cariñosamente a su hermana por la debilidad de haberse dejado aterrar por el artificio de sus enemigos, se llega a la cabecera del rey, a quien encuentra ya con su razón recobrada, aunque no fuera de peligro, le despierta el amor de su esposa y de sus hijas, le expone la astucia con que se ha abusado de su estado de postración, y le escita a que revoque decreto en mal hora arrancado; hace comparecer a Calomarde, le echa enérgicamente en cara su perfidia, le amenaza con el merecido castigo, corre como cierta la anécdota de haber puesto airada sus manos en el rostro del ministro, que tembloroso y turbado, dicen haberle dado solo por respuesta: «Manos blancas no infaman, señora:» con lo que se retiró de su presencia. De repente la resolución de la infanta hace cambiar de todo punto la escena. Fernando se decide a revocar la recién hecha disposición, y a restablecer la que en lo relativo a la sucesión de la corona había decretado dos años antes, devolviendo así el derecho que la intriga había usurpado a sus hijas. El codicilo del día 18 ya no existía; la infanta Carlota había pedido el original y le había rasgado.

Todo se muda de improviso para la antes abandonada y desconsolada Cristina. Los realistas templados, nobles, generales, magistrados, hombres de letras, acuden a ofrecerle sus espadas, su influencia o su talento. Los liberales aprovechan tan propicia ocasión para convenir en consagrar las fuerzas del partido en favor de quien tan señalado servicio les hacía. La denominación de Cristinos empieza a distinguir a los partidarios de la sucesión de las hembras, en contraposición a la de los Carlistas. Así la cuestión política, en que se van afiliando unos y otros, queda envuelta en la cuestión dinástica. Se inaugura una nueva era, y se anuncia una lucha.

La semi-milagrosa mejoría del rey iba progresando de un modo admirable, y los recientes sucesos de la regia cámara fueron produciendo sus naturales e indeclinables consecuencias. Otros personajes tenían ya que ser llamados a la escena política. El 1.° de octubre (1832) decretó el rey la exoneración de Calomarde y de todos sus compañeros de ministerio, siendo preciso, para que el cambio fuese total, sacrificar también al de Hacienda, no obstante sus reconocidos servicios, y su sistemático apartamiento en los manejos de la política, pero que al fin no había impedido las intrigas de la Granja. El nuevo ministerio quedó constituido del modo siguiente: a Calomarde sucedió en la Secretaría de Gracia y Justicia don José de Cafranga, secretario de la Cámara de Castilla; al conde de la Alcudia, en Estado, don Francisco Zea Bermúdez, a la sazón ministro plenipotenciario en la Gran Bretaña; al marqués de Zambrano, en Guerra, don Juan Antonio Monet, comandante general del Campo de Gibraltar; al conde de Salazar, en Marina, don Ángel Laborde, comandante del apostadero de la Habana; a Ballesteros en Hacienda, don Victoriano de Encima y Piedra, director de la Caja de Amortización. Para el despacho de los negocios de Guerra y Marina, en tanto que llegaban los ministros nombrados, se habilitó interinamente al brigadier de Marina, don Francisco Javier Ulloa.

Golpe mortal era para los comprometidos en favor de don Carlos la sola exoneración y desaparición de un ministerio que por espacio de tantos años había preparado las cosas y creía tenerlas ya maduras en el sentido favorable a aquella causa. Y aunque el nuevo gabinete se formó un tanto a la ventura, pues que ausentes varios de los nombrados, incluso el presidente Zea Bermúdez, no era conocido su modo de pensar acerca de los sucesos que ponían el gobierno en sus manos, pero el hecho solo de aceptar habría de comprometerlos a seguir el hilo de la corriente que les señalaban las mudanzas recientemente ocurridas. Vino a dar a todo esto mayor significación el decreto de 6 de octubre, por el cual habilitaba Fernando para el despacho de los negocios durante su enfermedad a la reina su esposa, «bien penetrado, decía, de que corresponderá a mi digna confianza, por el amor que me profesa y por la ternura con que siempre me ha interesado en beneficio de mis leales y generosos vasallos.»

Investida de estas facultades la reina Cristina, sus dos primeros actos de gobierno fueron, el uno un rasgo de clemencia, concediendo un indulto a todos los presos en las cárceles de Madrid y demás del reino, que fueran capaces de él; el otro un glorioso testimonio de su amor a la ilustración y a las luces, mandando que se abrieran las universidades literarias (7 de octubre, 1832), que la mano del despotismo tenía cerradas dos años hacía, levantando así el tupido velo de la ignorancia en que el fanatismo había querido envolver la nación española. Coincidía con esto el parte de los médicos anunciando la notable y progresiva mejoría del rey; el Te Deum que en acción de gracias dispuso la reina se cantase en todos los templos, y el cumpleaños de la infanta Isabel, en cuya memoria instituyó su augusta madre cuatro premios de constancia militar.

Acompañaron y siguieron a estas medidas, importantes y muy significativos cambios y nombramientos en las autoridades superiores de Madrid y de las provincias. Al marqués de Zambrano y a don José María Puig, los dos que se habían conducido con entereza y con honradez en las críticas circunstancias de la Granja, nombróselos, al uno capitán general de Castilla la Nueva, al otro gobernador del Consejo Real. Fuéronse relevando los capitanes generales de los distritos. En Extremadura se reemplazó a don José San Juan con don Francisco Dionisio Vives: dióse la capitanía general de Galicia a don Pablo Morillo, conde de Cartagena, en reemplazo de don Nazario Eguía, a quien se otorgó el título de conde de Casa-Eguía, como se dio a San Juan la gran cruz de Isabel la Católica. Nombrose para Aragón al conde de Ezpeleta, en lugar de don Blas de Fournás; para Granada el marqués de las Amarillas en reemplazo del célebre González Moreno; para Castilla la Vieja al duque de Castro-Terreño, en relevo de don José O'Donnell; para Extremadura a don Pedro Sarsfield, por dimisión de Vives. Igualmente fueron relevados de las comandancias y gobiernos de Tuy, Cartagena, y Ciudad- Rodrigo, don Rafael Sampere, don Santos Ladrón y don Juan Romagosa, y puestos en su lugar don Francisco Moreda, don Gerónimo Valdés y don José Miranda. La superintendencia general de Policía fue confiada al brigadier Martínez de San Martín, relevando de aquel cargo a don Marcelino de la Torre.

Para los que conocían los nombres, las ideas, los antecedentes de los relevados, y no desconocían o la historia o el concepto en que eran tenidos los que iban a reemplazarlos, no quedaba asomo de duda de la tendencia y del espíritu que guiaba a la que interinamente empuñaba las riendas del gobierno. Con lo cual, al compás que se incomodaban los carlistas o realistas exaltados, cobraban ánimo los liberales o cristinos.

Mas lo que acabó de desconcertar a los unos y de alentar a los otros fue el célebre decreto de amnistía expedido en favor de los desgraciados liberales emigrados o perseguidos; página gloriosa, que embellecerá siempre la historia de la magnánima princesa que por un conjunto de circunstancias providenciales tenía entonces en sus manos la gobernación de España. Deseaba y quería Cristina que aquel acto de generosa clemencia fuese amplio, que no contuviese excepción alguna; pero Fernando no pudo vencerse a que dejaran de exceptuarse los que en Sevilla votaron su destitución y los que habían acaudillado tropas contra su soberanía, calificación vaga y no bien definible en su aplicación. La reina hubo de ceder en esto, no sin expresar que lo hacía a pesar suyo, y el decreto se publicó en los términos siguientes, que merecen ser conocidos:

«Nada hay más propio de un príncipe magnánimo y religioso, amante de sus pueblos, y reconocido a los fervorosos votos con que incesantemente imploraban de la misericordia divina su mejoría y restablecimiento, ni cosa alguna más grata a la sensibilidad del rey, que el olvido de las debilidades de los que, más por imitación que por perversidad y protervia, se extraviaron de los caminos de la lealtad, sumisión y respeto a que eran obligados, y en que siempre se distinguieron. De este olvido, de la innata bondad con que el rey desea acoger bajo el manto glorioso de su beneficencia a todos sus hijos, hacerlos participantes de sus gracias y liberalidades, restituirlos al seno de sus familias, librarlos del duro yugo a que los ataban las privaciones propias de habitar en países desconocidos; de estas consideraciones, y lo que es más, del recuerdo de que son españoles, ha de nacer su profundo, cordial y sincero reconocimiento a la grandeza y amabilidad de que procede; y a la gloriosa ternura que me cabe en publicar estas generosas bondades es consiguiente el gozo que por ellas me posee. Guiada pues de tan lisonjeras ideas y esperanzas, en uso de las facultades que mi muy caro y amado esposo me tiene conferidas, y conforme en todo con su voluntad, concedo la amnistía más general y completa de cuantas hasta el presente han dispensado los reyes a todos los que han sido hasta aquí perseguidos como reos de Estado, cualquiera que sea el nombre con que se hubieren distinguido y señalado, exceptuando de este rasgo benéfico, bien a pesar mío, los que tuvieron la desgracia de votar la destitución del rey en Sevilla, y los que han acaudillado fuerza armada contra su soberanía. Tendreíslo entendido, &c.– En San Ildefonso a 15 de octubre de 1832.– A don José de Cafranga.»

Recibiose este decreto en algunos pueblos, como suele acontecer con las medidas que cambian de súbito las condiciones de los partidos, con inmoderada alegría por unos, con demostraciones de coraje y de desesperación por otros.

Era avanzada ya la estación, y los reyes se trasladaron de San Ildefonso a Madrid (19 de octubre, 1832), aliviado el rey lo bastante para poder hacer el viaje, pero abatido y débil, y con señales de no largo vivir. Otra clase de gentes que la de otras ocasiones victoreaba ahora en la corte a los augustos huéspedes. Cristina, en cuyo semblante se dibujaban al mismo tiempo la gracia y la belleza de la juventud, la dulzura de la mujer, la ternura de madre, las vigilias de la enfermera de su esposo, y la dignidad de reina, habíase hecho ya en Madrid un gran partido, y era aclamada como la libertadora de los oprimidos, como el ángel de consuelo de los desgraciados. Hasta el clero tuvo que agradecer a Cristina el verse relevado de la depresiva prohibición que sobre los eclesiásticos pesaba de poder venir a Madrid y sitios reales, y que los constituía en peor condición que las demás clases del Estado, facultándolos a venir en lo sucesivo libremente por razonables causas, siempre que observasen lo prevenido en las leyes y sagrados cánones.

Pero al propio tiempo que tan benéfica y clemente se mostraba la joven reina, no le faltó entereza ni energía para proceder contra los autores de la intriga de la Granja, y principalmente contra Calomarde y el obispo de León. El célebre ex-ministro de Gracia y Justicia fue confinado de orden del gobierno a la ciudadela de Menorca. Pero avisado oportunamente por sus amigos de la medida contra él fulminada, resolvió eludirla fugándose desde el pueblo de Olba en Aragón donde se había retirado. Guióle en su fuga el fraile franciscano Fr. Pedro Arnau, que le ocultó de pronto en el convento de su orden en Hijar, donde permaneció hasta poder salir disfrazado de monje Bernardo y en compañía de otros dos monjes camino de Francia. Al reconocer su equipaje en la frontera de aquel reino, y encontrándose en él varias cruces y condecoraciones que revelaban ser un personaje de cuenta, se intentó detenerle, pero el oro le salvó de aquel peligro, y Calomarde logró penetrar en territorio francés, para no volver a pisar el suelo de la nación que había tenido sometida a su yugo tantos años{2}.

Al obispo de León, don Joaquín Abarca, hechura, confidente y paisano de Calomarde, le fue comunicada por el nuevo ministro de Gracia y Justicia la orden de partir para su diócesi en el término preciso de tres días. El turbulento prelado contestó al ministro Cafranga de la manera destemplada y descomedida que van a ver nuestros lectores, pues merece ser conocido este documento, para que se forme juicio de la insolencia y de la audacia de los que figuraban a la cabeza de los partidarios de don Carlos, aun los que estaban investidos del sublime carácter de príncipes de la Iglesia.

«Excmo. Señor. He recibido la orden de S. M. la reina para retirarme a mi diócesis dentro de tercero día, y debo asegurar a V. E. que será cumplida con la misma puntualidad con que me lisonjeo haber cumplido las de mi soberano el señor don Fernando VII, por cuyo completo restablecimiento no cesaré de rogar a Dios todos los días. Me hubiera contentado con esta manifestación si V. E. no hubiera tratado de herir mi honor y delicadeza de una manera poco decorosa a mi persona y al sagrado carácter de que me hallo revestido. La orden es de S. M. la reina, y yo la respeto; mas las palabras con que V. E. me la ha comunicado, son de V. E. solo, y es de mi obligación manifestar los errores y las inexactitudes que encierran. Si V. E. hubiese dicho: ha cesado la causa pública que autorizaba a V. E. para estar fuera de su diócesis; van a llegar los apóstatas, los asesinos; no es justo que V. E. se halle confundido con ellos; yo lo hallaría muy sencillo y muy honorífico a V. E. A lo menos manifestaría V. E. que tenía carácter, y sus amigos y adictos podrían concebir con razón lisonjeras esperanzas y tener en las determinaciones de V. E. alguna seguridad y confianza. Mas decir vuecencia que hago falta en mi obispado, después de tantos años de residencia en la corte, y que los leoneses se hallan dirigidos por pastores mercenarios; tomar V. E. en boca un pretexto religioso, cuando asoma por todas partes su cabeza la inquietud y la irreligión, es tan ridículo e inoportuno, que aun viéndolo parece increíble que V. E. se haya dejado impeler a explicarse de esta manera: V. E. tan mesurado y comedido en estos nueve años.– Mi residencia de tantos años en la corte no ha sido efecto de mi voluntad. Ni directa ni indirectamente he solicitado ni venido a ella; no ha sido tampoco obra de una facción. El soberano me llamó, conozco que V. E. tendrá muy presentes las circunstancias, y no había motivo alguno para no obedecerle. V. E. da a entender con esto que el Rey nuestro señor no ha sido tan cuidadoso del pasto espiritual de mi diócesis como V. E., y esto honraría a V. E. más de lo que debía esperarse. V. E. no se habrá olvidado de lo que dispone el concilio de Trento, sesión 23 de Reformat. capítulo 1.º, que los obispos puedan estar ausentes de sus diócesis, cuando media la utilidad del Estado. V. E. dirá que no había tal utilidad, pero mi augusto soberano ha dicho que sí; y para mí, perdone V. E., es más seguro, más infalible el juicio del soberano que el de V. E., aunque es doctor en Salamanca.– Entretanto, los leoneses no han sido dirigidos por mercenarios, como V. E. con muy poco miramiento manifiesta. Sin duda las vastas ocupaciones de V. E. no le han permitido fijar la atención sobre la palabra mercenarios, que V. E. tan indiscretamente usa, como de pastores. Yo soy, yo mismo, excelentísimo señor, el que he estado al frente de mi diócesis; y las personas que me han representado, las mismas que hubiera allí tenido estando, todas de virtudes y de saber, de mi confianza y de la del público, son de Corpore Capituli, y no son mercenarios en el sentido que ha usado constantemente esa palabra la Iglesia. No obstante, muy reconocido a los favores de V. E., por la distinción que me dispensa, tendré, excelentísimo señor, un gran placer, el mayor gusto, en que V. E. disponga de mi pequeña utilidad; y en prueba de que lo deseo de todas veras, recuerde V. E. que gobiernos débiles, tan pronto liberales como realistas, gobiernos que han proscrito, que han estimado en poco la religión, que no han mirado por todos los españoles, sino por los de una facción, han merecido en todas épocas la execración pública, y han perecido muy luego. Yo quisiera que V. E. fuera muchos años ministro de Gracia y Justicia, para que la religión, por la que V. E. da muestras inequívocas de interesarse tanto, tuviera la misma favorable y benéfica protección que en los reinados de los Recaredos, Fernandos y Felipes.– Dios guarde a V. E. muchos años.– Madrid, 28 de octubre de 1832.– Joaquín, obispo de León.»

Señaláronse en 30 de octubre (1832) las reglas que habían de observarse para la aplicación de la amnistía{3}. Y ya entonces se publicaban en la Gaceta, y siguieron publicándose diariamente felicitaciones a la reina, así por el restablecimiento semi-milagroso de la salud del rey, como por su decreto de amnistía, ensalzando a las nubes su clemencia y magnanimidad, y ponderando los bienes que traería a la nación proceder tan generoso y benéfico. Dirigíanlas jefes militares y cuerpos de ejército, corporaciones eclesiásticas y civiles, funcionarios públicos e individuos particulares. Dictaba algunas un sentimiento de sincera adhesión a aquellas medidas y a su espíritu: las más eran elevadas por aquellas mismas corporaciones y personas que antes habían enviado sus plácemes al rey por el rigor que empleaba y por los cadalsos que levantaba para los amigos de la libertad; y algunas hemos leído suscritas por sujetos que no tardaron en alzar el estandarte de la rebelión, y por nombres de los que después sonaban en los campos de batalla acaudillando a los que combatían contra la causa de la reina y contra los derechos de su hija al trono.

Otros hubo más francos, y en varios puntos, como en el Ferrol, Santiago, Valencia y Cataluña, hubo marcados intentos, y aun actos, para declarar nulo el decreto del rey que autorizaba a la reina para el despacho de los negocios, o para oponerse a la salida de alguna de las autoridades relevadas{4}. Y en la misma capital del reino abortó una conjuración en el cuartel de Guardias de Corps, que las autoridades impidieron estallar, y de cuyas resultas se licenció y se dio pasaportes para los pueblos de su naturaleza a seis comandantes, once exentos, ocho brigadieres, diez sub-brigadieres, cincuenta y seis cadetes y trescientos dos guardias. A tales guardadores había estado encomendada la custodia de la reina y de sus hijas en los días críticos de San Ildefonso.

No era solo la fisonomía política la que experimentaba tan notable mudanza: hacíanse también en lo económico y administrativo grandes novedades. Lo fue de importancia suma la creación del ministerio de Fomento (5 de noviembre, 1832), con la misma categoría y atribuciones que las demás secretarías del Despacho; y lo fue la designación de los variados e importantísimos ramos que se aplicaron al nuevo departamento (9 de noviembre). Pues no solo comprendía la estadística general del reino, los pesos y medidas, la construcción de carreteras, puertos y canales, la navegación interior, la agricultura, la ganadería, el comercio interior y exterior, la industria, la fabricación y las artes, las obras de riego, los montes y plantíos, las minas y canteras, la pesca y la caza, la instrucción pública, comprendidas las universidades, colegios y escuelas, academias y sociedades literarias, y todo lo que hoy tiene a su cargo este ministerio, sino que abarcaba también la imprenta y los periódicos, los correos, postas y diligencias, los establecimientos benéficos y penales, el gobierno económico de los pueblos, los propios y arbitrios, los alistamientos y sorteos, los baños y aguas minerales, los teatros y todo género de espectáculos públicos, &c.; refundiéndose en él las direcciones y oficinas que entendían ya en muchos de estos ramos. Encomendósele interinamente a don Victoriano de Encima y Piedra, que desempeñaba la Secretaría de Hacienda.

Así marchaban las cosas, dibujándose, tanto en las medidas políticas como en las administrativas, una marcada tendencia, no a variar radicalmente la forma de gobierno, pero sí a favorecer al bando liberal, cuando vino a sorprender los ánimos de todos un Manifiesto de la Reina, publicado por Gaceta extraordinaria (15 de noviembre, 1832), que parecía hecho para neutralizar y desvirtuar la impresión de aquellas medidas. Después de indicar la reina los motivos de haberse encargado del despacho de los negocios, de manifestar su amor a la nación española, y de llamarse ella misma española, por origen, por elección y por cariño; después de expresar su agradecimiento al pueblo español por el interés que le había inspirado la salud del rey, lo cual la había movido a dictar las providencias que se habían publicado, hablaba de la obcecación de algunos, que desentendiéndose de tamaños beneficios, se entregaban «a esperanzas de porvenires inciertos,» indicando vagamente que había hombres tan audaces que se creían superiores a la ley, y concluía con estas notables frases: «Sabed que si alguno se negase a estas maternales y pacíficas amonestaciones, si no concurriese con todo su esfuerzo a que surtan el objeto a que se dirigen, caerá sobre su cuello la cuchilla ya levantada, sean cuales fueren el conspirador y sus cómplices, entendiéndose tales los que olvidados de la naturaleza de su ser osaren aclamar o seducir a los incautos a que aclamasen otro linaje de gobierno que no sea la monarquía sola y pura, bajo la dulce égida de su legítimo soberano, el muy alto, muy excelso y muy poderoso rey el señor don Fernando VII, como lo heredó de sus mayores

Motivó esta inopinada y amenazadora declaración, tan contraria a las recientes providencias, la llegada de Londres del presidente del Consejo de ministros y ministro de Estado don Francisco Zea Bermúdez, nombrado sin consultar su voluntad, ni expresarle el fin para que se le llamaba a aquel puesto. Era Zea Bermúdez hombre ilustrado y enérgico, pero que no conocía ni juzgaba bien la situación que encontraba. Creyó que el bando liberal crecía demasiado en poder o en influencia, no ocultó su desaprobación a lo que se había hecho durante la enfermedad del rey, y quiso confundir y conciliar los partidos bajo el singular sistema que dio en llamarse el despotismo ilustrado, sin considerar o advertir que para los absolutistas sobraba lo ilustrado, y para los liberales sobraba el despotismo.

En consonancia con el Manifiesto de la reina pasó Zea Bermúdez una nota o circular a todos nuestros agentes diplomáticos en el extranjero (3 de diciembre, 1832), a fin de que desvaneciesen las ideas equivocadas o las exageradas interpretaciones que por las últimas medidas se hubiesen formado acerca de su significación y de la política de nuestros reyes, y en especial de la reina, de quien algunos recelaban que se propusiese también alterar las instituciones de la monarquía. «Como nada está (decía) más lejos de su real ánimo, la reina nuestra señora no podía mostrarse indiferente a este extravío de la opinión pública. S. M. no ignora que el mejor gobierno para una nación es aquel que más se adapta a su índole, sus usos y costumbres; y la España ha hecho ver reiteradamente y de un modo inequívoco lo que bajo este respeto más apetece y más le conviene. Su religión ven todo su esplendor; sus reyes legítimos en toda la plenitud de su autoridad; su completa independencia política; sus antiguas leyes fundamentales; la recta administración de justicia, y el sosiego interior, que hace florecer la agricultura, el comercio, la industria y las artes, son los bienes que anhela el pueblo español……» «La reina, decía luego, se declara enemiga irreconciliable de toda innovación religiosa o política que se intente suscitar en el reino, o introducir de fuera, para trastornar el orden establecido, cualquiera que sea la divisa o pretexto con que el espíritu de partido pretenda encubrir sus criminales intentos.» Y respecto a política exterior, limitábase a decir, que los reyes se mantendrían neutrales en la cuestión y en la lucha que traían entre sí los dos príncipes de Portugal.

Gustaban mucho al rey tales manifestaciones y tales protestas de conservar la monarquía pura, como quien no podía desprenderse de sus hábitos de absolutismo. Consideraba Zea que se habían hecho ya demasiadas concesiones a los liberales, y temiendo que se desmandaran quiso enfrenarlos con vigor, y sobre todo hacerles perder toda esperanza de cambio político. Pero también quería ser firme con la parcialidad opuesta. Y aunque eran los liberales los que con su sistema salían peor librados, dirigióse su política a sostener este imaginado equilibrio. Murió el inspector general de los voluntarios realistas don José María Carvajal, y no se proveyó este cargo{5}. Hiciéronse nombramientos militares de bastante significación. Dióse a don Vicente Quesada la inspección general de infantería y la comandancia de la guardia real de la misma arma. A Granada se envió en su reemplazo a don Francisco Javier Abadía. Confirióse al marqués de las Amarillas la capitanía general de Andalucía; el gobierno militar y político de Alicante a don Isidro de Diego, y la comandancia general interina del Campo de Gibraltar a don José Canterac.

Pero la gran novedad en esta materia fue el nombramiento de don Manuel Llauder para la capitanía general de Cataluña (11 de diciembre, 1832), en reemplazo del terrible conde de España. Celebráronlo con inmenso júbilo los oprimidos y tiranizados catalanes, que recibieron a Llauder con demostraciones de delirante alborozo. A su entrada en Barcelona el pueblo se entregó a una especie de frenética alegría, y como en tales momentos el hombre que tanta sangre y tantas lágrimas había hecho verter cometiera la imprudencia de atravesar la población con dirección a la capitanía general, indignose a su vista la muchedumbre, un grito unánime de maldición y de cólera resonó en el espacio, y su vida habría corrido gran peligro a no haberse refugiado en la ciudadela, de donde salió de noche para embarcarse con rumbo a Mallorca, librándose así del furor popular.

No pudieron sin embargo convenirse con Zea algunos de sus compañeros de gabinete, que aunque no fuesen constitucionales se inclinaban a favorecer más al partido liberal. En su consecuencia hizo dimisión de la Secretaría de Gracia y Justicia don José Cafranga, y fue también relevado de la de Guerra don Juan Antonio Monet, reemplazando al primero don Francisco Fernández del Pino, y al segundo don José de la Cruz (14 de diciembre, 1832), el mismo que recordarán nuestros lectores salió del ministerio y del reino por haber querido sujetar a un reglamento a los voluntarios realistas. La reina, que apreciaba mucho a aquellos dos ministros, confirió a Cafranga el gobierno del Supremo Consejo de Indias, y a Monet la capitanía general de Castilla la Nueva. Y en aquel mismo día jubiló muy honoríficamente al decano del Consejo Real don José María Puig, y por otro decreto, sumamente honroso también, dio al general Castaños la presidencia del mismo Consejo.

Tampoco acertó Zea Bermúdez, con su sistema de equilibrio y de despotismo ilustrado, a contentar al partido carlista. Y aunque es verdad que don Carlos continuaba negándose a entrar en todo plan en tanto que su hermano viviese, suplía su falta de resolución la infanta su esposa, por cuyo influjo se había formado una regencia secreta, que debían componer el obispo de León, don José O'Donnell y el general de los Jesuitas. A su impulso comenzaron a moverse algunos realistas de la provincia de Toledo, si bien regresaron pronto a sus hogares, y el coronel enviado para sublevarlos fue alcanzado en los Alares, juntamente con los oficiales que le acompañaban, cayendo en poder de la columna de don Pedro Nolasco Baca, que iba en su seguimiento.

Puso fin a los sucesos de este año un documento, solemne por sí mismo, y también por la solemnidad de las formas con que salió revestido. Aún no había sido anulado el codicilo de 18 de setiembre, revocando la Pragmática-sanción de Carlos IV, arrancado al rey en San Ildefonso en momentos en que parecía estar próximo a la agonía. Fernando no quería ni podía dejar en tal estado de incertidumbre un asunto de que dependía el derecho sagrado de sus hijas al trono de España, y determinó darle una solución definitiva de un modo público y majestuoso. El 30 de diciembre recibió el primer secretario de Estado el siguiente real decreto:

«He determinado por disposición del rey, mi muy caro y amado esposo, que para un asunto del real servicio se presenten a S. M. las personas siguientes: el cardenal arzobispo de Toledo, el presidente del Consejo Real, los actuales secretarios del Despacho, los seis consejeros de Estado más antiguos que se hallen en esta corte, a saber: el conde de Salazar, el duque del Infantado, don José García de la Torre, don José Aznárez, don Luis López Ballesteros y el marqués de Zambrano; la diputación permanente de la Grandeza, el patriarca de las Indias, el obispo auxiliar de Madrid, el comisario general de la Santa Cruzada, los dos camaristas más antiguos del Consejo Real, el gobernador o decano con el camarista más antiguo del Consejo de Indias, los gobernadores o decanos de los demás Consejos, los títulos de Castilla, conde de San Román, marqués de Campoverde, marqués de la Cuadra, marqués de Villagarcía y marqués de Adanero; la diputación de los Reinos, los diputados de las provincias exentas, y el prior y el cónsul primero del tribunal del comercio de Madrid. A todos los cuales citaréis con este objeto para mañana lunes 31 de este mes.– Está rubricado de la Real mano de la Reina nuestra señora.– En Palacio a 30 de diciembre de 1832.»

El asunto para que se convocaba, y lo que en la reunión se hizo, lo expresa el acta que se levantó, y decía así:

«Don Francisco Fernández del Pino, caballero gran cruz, &c. &c.; Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, y notario mayor de los reinos: – Certifico y doy fe: Que habiendo sido citado de orden de la Reina nuestra señora por el señor secretario primero de Estado y del Despacho para presentarme en este día en la cámara del Rey nuestro Señor, y siendo admitido ante su Real persona a las doce de la mañana, se presentaron conmigo en el mismo sitio, citados también individualmente por la dicha real orden, el muy reverendo cardenal… (siguen todos los nombres). Y a presencia de todos me encargó S. M. el Rey una declaración escrita toda de su Real mano, que me mandó leer, como lo hice, en alta voz, para que todos la oyesen, y es a la letra como sigue:

«Sorprendido mi real ánimo en los momentos de agonía a que me condujo la grave enfermedad de que me ha salvado prodigiosamente la divina misericordia, firmé un decreto derogando la Pragmática-sanción de 29 de marzo de 1830, decretada por mi augusto padre a petición de las Cortes de 1789 para restablecer la sucesión regular en la corona de España. La turbación y congoja de un estado en que por instantes se me iba acabando la vida indicarían sobradamente la indeliberación de aquel acto, si no la manifestasen su naturaleza y sus efectos. Ni como rey pudiera yo destruir las leyes fundamentales del reino, cuyo restablecimiento había publicado, ni como padre pudiera con voluntad libre despojar de tan augustos y legítimos derechos a mi descendencia. Hombres desleales o ilusos cercaron mi lecho, y abusando de mi amor y del de mi muy cara esposa a los españoles, aumentaron su aflicción y la amargura de mi estado asegurando que el reino entero estaba contra la observancia de la Pragmática, y ponderando los torrentes de sangre y desolación universal que había de producir si no quedase derogada. Este anuncio atroz, hecho en las circunstancias en que es más debida la verdad, por las personas más obligadas a decírmela, y cuando no me era dado tiempo ni sazón de justificar su certeza, consternó mi fatigado espíritu, y absorbió lo que me restaba de inteligencia para no pensar en otra cosa que en la paz y conservación de mis pueblos, haciendo en cuanto pendía de mí este gran sacrificio, como dije en el mismo decreto, a la tranquilidad de la nación española.– La perfidia consumó la horrible trama que había principiado la sedición; y en aquel día se extendieron certificaciones de lo actuado, con inserción del decreto, quebrantando alevosamente el sigilo que en el mismo, y de palabra, mandé que se guardase sobre el asunto hasta después de mi fallecimiento. Instruido ahora de la falsedad con que se calumnió la lealtad de mis amados españoles, fieles siempre a la descendencia de sus reyes; bien persuadido de que no está en mi poder, ni en mis deseos, derogar la inmemorial costumbre de la sucesión establecida por los siglos, sancionada por la ley, afianzada por las ilustres heroínas que me precedieron en el trono, y solicitada por el voto unánime de los reinos; y libre en este día de la influencia y coacción de aquellas funestas circunstancias: declaro solemnemente de plena voluntad y propio movimiento, que el decreto firmado en las angustias de mi enfermedad, fue arrancado de mí por sorpresa; que fue un efecto de los falsos terrores con que sobrecogieron mi ánimo; y que es nulo y de ningún valor, siendo opuesto a las leyes fundamentales de la monarquía y a las obligaciones que como rey y como padre debo a mi augusta descendencia. En mi palacio de Madrid, a 31 días de diciembre de 1832.»

Concluida por mí la lectura (prosigue el ministro notario), puse la declaración en las Reales manos de S. M., quien, asegurando que aquella era su verdadera y libre voluntad, la firmó y rubricó a presencia de dichos señores, escribiendo al pie «FERNANDO:» y yo pregunté a los que presentes estaban si se habían enterado de su contexto, y habiendo respondido todos que estaban enterados, se finalizó el acto, y S. M. mando que se retirasen los señores arriba referidos, y yo deposité en seguida esta real declaración en la Secretaría de mi cargo, donde queda archivada. Y para que en todo tiempo conste y tenga sus debidos efectos, doy el presente testimonio en Madrid, en el mismo día 31 de diciembre de 1832.– Firmado.– Francisco Fernández del Pino.»

La misma Gaceta que publicó este importantísimo documento contenía los nombramientos, de Fernández del Pino para el ministerio de Gracia y Justicia en propiedad, y del conde de Ofalia, que se hallaba de embajador en París, para el nuevo ministerio de Fomento.

Si las reformas administrativas y las medidas políticas de la reina no hubieran bastado a exasperar el bando carlista, aquella solemne declaración venía a colmar su enojo, porque cerraba toda esperanza de sucesión legal a su jefe. Si la declaración no había de bastar a asegurar la corona en las sienes de las hijas del rey, si no había de ser bastante a ahogar las conspiraciones y a evitar una guerra civil, tocábales al menos a Fernando y Cristina, como reyes y como padres, dejar claramente consignado el principio de la sucesión legal, y solemnemente proclamado el derecho de sus hijas.




{1} La respuesta de don Carlos a esta segunda proposición parece que fue: «Mi conciencia y mi honor no me permiten dejar de sostener los derechos legítimos que Dios me concedió cuando fue su santa voluntad que naciese.» Palabras, dice un escritor contemporáneo, que pronunciadas por un príncipe de tal pertinacia, y repetidas después por quien las había escuchado con júbilo, desvanecieron luego la esperanza que aun tenían algunos de acomodamiento.

{2} Un ilustrado escritor contemporáneo, apreciable compañero nuestro en cuerpos políticos, científicos y administrativos, don Francisco de Cárdenas, que ha escrito la biografía de Calomarde, da muy curiosas noticias, así de las costumbres y dotes de carácter del célebre ministro de Fernando VII, como de los últimos hechos de su vida, que no pueden carecer de importancia, tratándose de un personaje que tanto influjo ejerció en la suerte de España, precisamente en una de esas épocas de transición que cambian la faz de las naciones.

Al decir del citado biógrafo, Calomarde pecaba más por vano que por apegado a las riquezas. Halagábale el poder, no tanto por lo que pudiera acrecer su fortuna, en lo cual era a veces hasta perezoso y descuidado, cuanto por la preponderancia que le daba sobre los demás. Mas bien se le censuraba de desapegado hacia sus parientes que de valedor y favorecedor de ellos, acaso porque le avergonzaban sus modales groseros y toscos, que le recordaban la humildad de su propia cuna. En cambio daba una ciega preferencia para los destinos públicos a los aragoneses sus paisanos. Conocía el rey este flaco de su ministro, y dábale muchas veces ocasión a chancearse con él. Cuéntase que habiendo vacado que la mitra de Segovia, le preguntó en tono sarcástico: «¿No tienes por ahí algún aragonés que obispar?» El ministro se sonrió, y a los pocos días le propuso al padre Briz Martínez, aragonés, y general entonces de los frailes dominicos, que fue en efecto el agraciado.

Supónele de entendimiento ni rudo ni perspicaz, siendo en el gobierno lo que había sido en su carrera, lo que llamamos en los talentos medianía. De índole acomodaticia, era hábil para explotar las circunstancias y los caracteres y pasiones de otros en propio engrandecimiento y provecho, aunque a veces se engañaba en sus cálculos, como lo sucedió en las complicaciones de la Granja. El afán de congraciar a todos para especular con todos, se convirtió a veces o en gran daño suyo o en gran descrédito, como aconteció en aquella ocasión, y en los sucesos de Cataluña. Liberal en un principio, aparentemente al menos, furibundo perseguidor y azote de los liberales después, el ilustrado biógrafo atribuye el cambio, si no de opiniones, por lo menos de conducta, a las mismas causas que nosotros dejamos apuntadas en nuestra historia; así como conviene con nosotros en atribuir el principio de su elevación y su fortuna al matrimonio a que tan mal correspondió. Dice, sin embargo, que consiguió del rey una pensión de doce mil reales para su mujer, que vivía oscuramente en Zaragoza. Ella, que murió antes, correspondió a su ingratitud dejándole por heredero de su pobre patrimonio. Calomarde recibió con la misma indiferencia la noticia del humilde legado que la de la muerte de su esposa.

La orden de su destierro le cogió en Olba, donde poseía una fábrica de papel, y donde se había retirado secretamente. En Francia, donde se fugó de la manera que hemos dicho, fue objeto de insultos y de escarnios de parte de aquellos liberales fogosos que por culpa suya habían sufrido la emigración, y ahora volvían a su patria, libres ya de la proscripción que pesaba sobre ellos; y los carlistas le maldecían a su vez con exagerado encono por su comportamiento con ellos en las ocasiones críticas.

Cuando don Carlos se puso al frente de sus tropas en las Provincias Vascongadas, solicitó tomar parte en la lucha en favor de aquel partido, pero los consejeros de don Carlos, en vez de agradecer y aceptar sus servicios, hicieron que se le prohibiese pisar el suelo español. Tantos y tales desaires y desengaños engendraron en Calomarde una hipocondría que afectó su salud, y con objeto de restablecerla pasó a Roma. En la Ciudad Santa pareció haber sufrido una trasformación su carácter y sus sentimientos, pues desde entonces, en Tolosa, donde se volvió a vivir, se dio a ejercer la caridad con todos los emigrados españoles indistintamente, fuesen carlistas o liberales, viviendo él sencilla y frugalmente en una modesta casa, hablando apenas y sin interés de las cosas políticas. Así vivió hasta 1842. Cuando el gobierno francés supo su fallecimiento, dio orden para que se le hiciesen funerales con toda pompa. En España se recibió la noticia de su muerte con frialdad: el tiempo había entibiado el encono de los partidos para con quien ya no era temible a ninguno. Sus cenizas fueron sepultadas en el mismo lugar de su destierro. «Allí reposa, concluye el biógrafo, para escarmiento de cortesanos y ejemplo de pecadores arrepentidos.»

{3} Eran las siguientes.

1.ª Todos los emigrados y desterrados por motivos políticos quedan en libertad de volver a sus hogares, a la posesión de sus bienes, al ejercicio de su profesión o industria, y al goce de sus condecoraciones y honores, bajo la segura protección de las leyes.

2.ª No se entienden restituidos por este decreto los empleos y sueldos que obtenían al tiempo de las convulsiones en que fueron comprometidos; pero quedan aptos, como los demás españoles, para solicitar y obtener cualquier destino a que el gobierno los considere acreedores.

3.ª A nadie se le formara ya causa por delito de infidencia cometido antes del día 15 de este mes, aunque estuviese entablada la acusación.

4.ª Se sobresee desde luego en todas las causas de infidencia pendientes, y se pondrá en libertad a los reos.

5.ª Las sentencias pronunciadas antes de la fecha del decreto, que no se hayan puesto en ejecución, quedan sin efecto, y no podrán citarse en juicio ni fuera de él, sino en el caso de reincidencia: cesan por consiguiente las condenas que se están cumpliendo en virtud de tales sentencias; y los bienes secuestrados por estas causas se devolverán a los acusados, y no se exigirán las costas causadas y no satisfechas en el procedimiento de las referidas causas.

6.ª Cesan los juicios de purificación; y los que están aún pendientes se declaran fenecidos a destino a favor de los interesados.

7.ª Por esta amnistía se impone un olvido eterno a todos los delitos de infidencia (no a otros), cualquiera que haya sido su denominación.

8. Se exceptúan de esta real determinación los que votaron la destitución del rey en Sevilla, y los que acaudillaron fuerza armada contra su soberanía, conforme al tenor del mismo decreto.

{4} En el Ferrol el comandante del apostadero tuvo avisos y sospechas acera del espíritu y de las intenciones del regimiento de Extremadura, que mandaba don Tomás de Zumalacárregui, célebre después en la guerra civil, intenciones que frustró, si existían, formando la brigada de marina y adoptando otras disposiciones. Pero hubo de conducirse con poco tacto con el coronel y gobernador Zumalacárregui, que protesto de su inocencia y la hizo constar en el proceso que se formó, en términos de exasperarle en lugar de atraerle. Atribúyese a estos disgustos el principio de haberse decidido después aquel bravo jefe militar a pasarse al campo de don Carlos.

{5} Un poco más adelante (26 de diciembre, 1833) fue suprimido, por innecesario ya, quedando los capitanes generales de inspectores de los voluntarios realistas de sus respectivos distritos, lo cual variaba muy radicalmente la organización de aquellos cuerpos.