Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XXV
Muerte de Fernando VII
1833

Toma el rey otra vez las riendas del gobierno.– Tierna y afectuosísima carta de gracias que dirige a la reina.– Aprueba públicamente todos sus actos como gobernante.– Manda acuñar una medalla para perpetuar sus acciones.– Junta carlista en Madrid.– La infanta María Francisca.– La princesa de Beira.– Sublevación carlista en León.– Parte que tuvo en ella el obispo Abarca.– Su fuga.– Desarme de los realistas.– Conducta de una gran parte del clero de España.– Lo que era en Cataluña.– Prisión y proceso de los individuos de la junta carlista de Madrid.– Don Carlos y la princesa de Beira son enviados a Portugal.– Amplíanse los beneficios de la amnistía.– Modificación del ministerio.– Decreto para que los reinos juren a la princesa Isabel como heredera del trono.– Preparativos para las fiestas.– Programas.– Acto y ceremonias de la jura.– Festejos.– Alegría pública.– Protesta de don Carlos.– Importante y curiosa correspondencia que con este motivo se entabla entre los dos hermanos Fernando y Carlos.– Repugnantes síntomas de la enfermedad del rey.– Sucesos de Portugal.– Nueva expedición contra don Miguel.– Mendizábal.– Desembarco de tropas liberales en los Algarbes.– Apodérase de la escuadra portuguesa el almirante Napier.– Derrota de tropas miguelistas.– Entran las de don Pedro en Lisboa.– Regencia de don Pedro.– Llegada y proclamación de doña María de la Gloria.– El cólera-morbo en Portugal.– Apunta en España.– Los partidos españoles.– Sistema del gobierno con ellos.– Conspiraciones.– Sorprende el anuncio oficial de la muerte del rey.– Decretos de la reina.– Ábrese el testamento de Fernando.– La reina Cristina gobernadora del reino.– Conducción del cadáver de Fernando al Panteón del Escorial.
 

En la influencia que siguiera o no ejerciendo, y el ascendiente que conservara o que pudiera perder Cristina en el ánimo de Fernando hasta la muerte del rey, que nadie creía remota, cifraban los partidos sus esperanzas o sus temores; sin que eso obstase para que en su día el que ahora se considerase desfavorecido apelara, para sobreponerse al otro y destruirle, a la ventaja del número material y a la lucha de las armas.

De contado los absolutistas ardientes andaban asombrados y como aturdidos, no acertando a explicarse que el autor de la declaración del 31 de diciembre de 1832 con todo su sabor liberal fuese el mismo del Manifiesto de Valencia de 4 de mayo de 1814, y del decreto del Puerto de Santa María de 1.° de octubre de 1823, ni comprendían cómo pudiera el influjo de una mujer haber fascinado a Fernando hasta el punto de haber hecho un monarca por lo menos semi-liberal del que toda la vida no había querido ser sino rey absoluto.

Y creció todavía su asombro al ver que a los cuatro días de aquella declaración, al volver Fernando restablecido ya de su enfermedad, a tomar en su mano las riendas del gobierno (4 de enero, 1833), decía en el decreto: «Quiero que asista (al despacho) mi muy cara y amada esposa, para la más completa instrucción de los negocios, cuya dirección ha llevado, y para dar esta prueba más de mi satisfacción por el celo y sabiduría con que ha desempeñado mi soberana confianza.» Pero esto era poco todavía. Con la misma fecha hizo publicar en la Gaceta, como quien hacía gala de que fuesen conocidos sus sentimientos para que nadie pudiera ponerlos en duda, la siguiente carta que dirigió a Cristina.

«EL REY.

A mi muy cara y amada esposa la Reina.

En la gravísima y dolorosa enfermedad con que la Divina Providencia se ha servido afligirme, la inseparable compañía e incesantes cuidados de V. M. han sido todo mi descanso y complacencia. Jamás abrí los ojos sin que os viese a mi lado, y hallase en vuestro semblante y vuestras palabras lenitivo a mi dolor; jamás recibí socorros que no viniesen de vuestra mano. Os debo los consuelos en mi aflicción, y los alivios en mis dolencias.

Debilitado por tan largo padecer, y obligado a una convalecencia delicada y prolija, os confié luego las riendas del gobierno, para que no se demorase por más tiempo el despacho de los negocios; y he visto con júbilo la singular diligencia y sabiduría con que los habéis dirigido y satisfecho sobreabundantemente a mi confianza. Todos los decretos que habéis expedido, ya para facilitar la enseñanza pública, ya para enjugar las lágrimas de los desgraciados, ya para fomentar la riqueza general y los ingresos de mi hacienda; en suma, todas vuestras determinaciones, sin excepción, han sido de mi mayor agrado, como las más sabias y oportunas para la felicidad de los pueblos.

Restablecido ya de mis males, y encargándome otra vez de los negocios, doy a V. M. las más fervientes gracias por sus desvelos en mi asistencia, y por su acierto y afanes en el gobierno. La gratitud a tan señalados oficios, que reinará siempre en mi corazón, será un nuevo estímulo y justificación del amor que me inspiraron desde el principio vuestros talentos y virtudes. Yo me glorío, y felicito a V. M. de que habiendo sido las delicias del pueblo español desde vuestro advenimiento al trono para mi dicha y para su ventura, seréis desde ahora el ejemplar de solicitud conyugal a las esposas, y el modelo de administración a las reinas.– En Palacio, a 4 de enero de 1833. Firmado.– FERNANDO.»

Tras esta tiernísima y lisonjera carta, expidió el decreto siguiente:

«Queriendo manifestar mi gratitud al amor y desvelos incomparables que he debido en mi enfermedad a mi muy cara y amada esposa, y mi satisfacción por el acertado desempeño con que ha correspondido a mi soberana confianza en el despacho de los negocios durante mi convalecencia, mando que se acuñe una medalla para perpetuar la memoria de tan esclarecidas acciones. Tendreislo entendido, &c.– Al conde de Ofalia.»

Era ciertamente admirable aquella ternura de Fernando con su esposa, amortiguada como debía suponerse por los padecimientos su sensibilidad; aquel entusiasmo de esposo y de padre, y aquella aprobación tan absoluta y completa, y aquellos tan encarecidos elogios de todo lo hecho en materia de gobierno por Cristina. Mas no necesitaban tanto, ni mucho menos, los carlistas para colocarse en una actitud decididamente hostil en cuanto las circunstancias se lo permitían. No porque don Carlos fomentase sus planes: que insistiendo por el contrario este príncipe en negarse a conspirar mientras su hermano viviese, más era rémora que estímulo para las conjuraciones de sus parciales. Pero menos escrupulosas que él la infanta María Francisca y la princesa de Beira, reuníanse en torno suyo, y principalmente en el cuarto de esta última, los más acalorados e impacientes, constituyendo una especie de junta, de que eran miembros los condes de Negri y de Prado, y algunos otros personajes cuyos nombres iremos viendo después. Había entre ellos quienes instaban por un inmediato alzamiento en Madrid, al que seguirían los de algunas provincias donde contaban con los jefes militares; oponíanse otros, a los cuales se adhirió el mismo don Carlos, noticioso de lo que se fraguaba. Y esta diversidad de pareceres detenía los planes y producía desacuerdo entre los mismos conjurados; y como había ambiciones menos sufridas, y como todos se creían con derecho a mandar, dábanse órdenes contradictorias a las juntas de provincias, introduciéndose en ellas la misma confusión que reinaba en la de Madrid.

Fue la ciudad de León el pueblo en que primeramente estalló de un modo serio una sublevación carlista. Había preparado los ánimos de los realistas leoneses el obispo Abarca, aquel prelado a quien el ministro Cafranga había ordenado restituirse a su diócesi, y cuya insolente contestación recordarán nuestros lectores. Había el furibundo prelado mostrado allí de todos modos su saña contra los liberales, y el resentimiento contra el gobierno de Cristina que en su corazón abrigaba. Halagó a los realistas, regalando a los de caballería un estandarte costeado por él. Dispúsose solemnizar la jura de aquel estandarte con comida y refresco, y con asistencia de los realistas de los pueblos inmediatos, haciéndose concurrir también al comandante general de la provincia y subdelegado de policía, general don Federico Castañón. Motivos tuvo éste para sospechar la sublevación que bajo pretexto de aquel aparato se tramaba, mas careciendo absolutamente de fuerzas para impedirla, presentóse a caballo con su ayudante y ordenanzas a la cabeza de los voluntarios a fin de poderlos contener con su presencia. En tal estado recibió aviso de haber llegado un correo de gabinete con pliego del gobierno y nota de muy urgente. Enviado su ayudante el oficial de artillería don José Álvarez Reyero para abrir el despacho y darle cuenta de su contenido, supo al regreso de aquél que era una real orden mandándole que arrestase y pusiese incomunicado al subinspector de todas las fuerzas de realistas de la provincia don Mariano Rodríguez, y ocuparle sus papeles, haciendo al general responsable de su ejecución con su persona y empleo.

Marchaba hacia la plaza mayor la columna de voluntarios realistas de infantería y caballería (14 de enero, 1833): en ella iba el mismo Rodríguez: el ayudante Reyero de orden del general se acerca a él, le intima en nombre del rey que se entregue arrestado, y después de algunas contestaciones le amenaza con una pistola, le hace obedecer, y le conduce a la casa del general. Llega en esto la columna a la plaza; el general, después de aclamar al rey y a su augusta esposa, la manda disolverse, y él pasa a ejecutar lo que se le prevenía respecto al preso Rodríguez. Los realistas en vez de disolverse desfilan por delante del palacio episcopal victoreando al prelado; éste se asoma al balcón y los saluda placentero, y aquellos se dirigen a su cuartel, donde permanecen reunidos y armados. Desde allí envían algunos de sus jefes a intimar a Reyero que si no pone en libertad a Rodríguez, la fuerza realista se la dará con las armas. Reyero, después de afearles su conducta, les contesta con entereza que antes perecerá que faltar a sus deberes. Entretanto el general Castañón, desde la casa de Rodríguez, donde ha ocupado sus papeles, pasa a la suya propia, lo deja todo encomendado a Reyero, y se decide a presentarse con dos ayudantes en el cuartel de los amotinados realistas. Mas un grupo de éstos de cincuenta infantes y treinta caballos, que se habían quedado fuera, mandados por el comandante Valdés y dos ayudantes de la inspección, creyendo que el preso se hallaría en el cuartel del provincial, le acomete, atropella la guardia, de poca fuerza, pero con noticia de que el preso no está allí, sino en la misma casa del general, se encamina a ella; aquella guardia, compuesta solo de cuatro hombres y un cabo, únicos soldados del ejército que en la ciudad había, no puede resistir a los invasores, que penetran en el zaguán; el preso Rodríguez baja precipitadamente la escalera y se une a ellos: entablase una lucha entre ellos y Reyero, y los hermanos políticos del general, don Isidoro y don Mariano Álvarez Acebedo, que han llegado con escopetas; crúzanse tiros, y los agresores dejan la casa, y se dirigen con grande algazara al cuartel.

Había en este intermedio el general Castañón arengado con impavidez admirable a los realistas de la calle, de la entrada y de dentro del cuartel mismo, exhortándolos a la obediencia al soberano; y cuando ya aquellos comenzaban a dar muestras de respetar su autoridad, entra desaforadamente Valdés, el mismo que había acometido su casa, y le intima osadamente que se entregue arrestado, porque ni él ni los voluntarios reconocen su autoridad para nada, y manda a los realistas desfilar y salir. Castañón los detiene con energía. En esta ruda lucha entre el representante legítimo de la ley y los jefes de la rebelión, otro comandante, Ocón, dice que no quiere mandar soldados que no saben obedecer, y renuncia al bastón antes que contribuir a la rebeldía. Este golpe desconcierta a Valdés, que se ausenta amostazado, y repone a Castañón, a cuyo lado se inclina la compañía de granaderos, con lo cual logra calmar un tanto la efervescencia. Entonces oficia al obispo y al ayuntamiento invitándolos a presentarse en el cuartel para ayudarle a acabar de restablecer la tranquilidad.

Por la parte de fuera el ayudante Reyero y el teniente coronel don Santos Sopeña, reasumiendo en sí la subdelegación de policía y la comandancia de la plaza, dan parte circunstanciado de lo ocurrido al capitán general de Castilla la Vieja duque de Castroterreño, al general Sarsfield, cuya vanguardia se hallaba en Benavente, y al jefe de un destacamento de carabineros que había en Valencia de Don Juan, para que concurran a libertar del conflicto la población, y arman de la manera que les es posible a los vecinos honrados. El prelado y las autoridades civiles se reúnen, no en el cuartel, sino en las casas consistoriales, desde donde envían una comisión excitando al general a que se persone entre ellos. Castañón accede, aunque de mala gana, dejando el cuartel a cargo de don Blas Galindo, y al presentarse solicita de todos que le ayuden a poner término a tan lamentable estado. El audaz obispo le echa en cara que está mal visto en la población, y le conjura a dejar el mando, teniendo el descaro de añadir que conocía por las conciencias la opinión pública. Contestole el general con entereza, y hasta los concejales le advirtieron la imprudente inconveniencia de sus últimas expresiones. Por último el prelado se ofrece a pasar acompañado de dos regidores al cuartel; llega, y habla fríamente de orden a los amotinados, de los cuales hubo quien le replicó que no era aquel el lenguaje que antes les hablaba. Preséntase otra vez también Castañón, y exhortándolos de nuevo consigue aquietarlos, y permanece vigilando el cuartel el resto de la noche.

Al día siguiente (15 de enero) la infantería consiente en retirarse a sus casas: la caballería, más pertinaz, sale del cuartel y de la ciudad con su comandante a la cabeza en completa insurrección, habiéndosele reunido el fugado don Mariano Rodríguez y otros jefes rebeldes. Para llevar a cabo su plan, habían convocado, con pretexto de la jura del estandarte, a los realistas de la Bañeza, Astorga, Bembibre, Villafranca y otros puntos; el designio era reunir los catorce batallones de la provincia, ponerse en comunicación con los de Asturias y Burgos, y proclamar a don Carlos. La entereza de Castañón y de sus ayudantes frustró la no mal urdida intentona. Y como ya comenzase a entrar en León alguna fuerza de caballería y carabineros, salió el teniente coronel Sopeña con una pequeña columna en seguimiento de los pronunciados y fugitivos, que no pararon hasta ganar el vecino reino de Portugal, sin que se les incorporaran, como habían creído, los cuerpos de realistas de los pueblos que atravesaron.

Recibida la noticia de los acontecimientos, púsose en marcha para León desde Valladolid el capitán general duque de Castroterreño. Muchos temblaron al susurrarse su llegada; y reconociéndose sin duda el más culpable el famoso prelado, y no teniendo valor para estar a las consecuencias de su conducta, fugose de la ciudad disfrazado de paisano con capa parda y sombrero calañés, sin que de él se supiese hasta que escribió desde la raya de Portugal al cabildo. A la llegada del capitán general siguiose inmediatamente la disolución del ayuntamiento, la prisión de algunos individuos y el desarme de los voluntarios realistas, a cuyos jefes se hizo entregar los despachos en la secretaría de la comandancia general{1}.

Igual espíritu conducía en otras partes a hechos parecidos. Generalmente era el clero el que predicaba la desobediencia al poder, y excitaba a la rebelión, presentando a don Carlos como al príncipe más piadoso y como al único que podía salvar la monarquía. El clero catalán, que tanto se había señalado años atrás por sus provocaciones a la insurrección y por su participación personal en ella, se mostraba ahora poseído del mismo fanatismo, y cura había que se negaba a celebrar el sacrificio de la misa en su iglesia, porque a la parte exterior de ella se había fijado una alocución de la autoridad legítima. Sabidos son los elementos que allí había dejado el conde de España, y el germen de la anterior guerra civil había de retoñar en esta ocasión. En algunos puntos hubo más impaciencia que en otros: en Barcelona se anticiparon los desórdenes, dando lugar al desarme de los voluntarios realistas como en León, y a la separación de varios oficiales del ejército. En otras partes el espíritu de hostilidad a la marcha del gobierno solo se atrevía a significarse vergonzantemente con pasquines y proclamas clandestinas.

La junta misma de Madrid se dejó arrastrar de aquella impaciencia, e intentó un alboroto en la capital, que fue fácilmente sofocado. Tuvo el gobierno conocimiento de la existencia de aquella junta revolucionaria por las declaraciones de aquel coronel, don Juan Bautista Campos, que queriendo sublevar la provincia de Toledo, cayó en poder de las tropas de Basa, y cuyas declaraciones le valieron el indulto de la pena capital y la devolución de sus grados y condecoraciones, limitándose su castigo al confinamiento a Ceuta. Hizo, pues, el gobierno prender y procesar a los individuos de la junta, entre los que había personajes de importancia y categoría, como los brigadieres condes de Negri y de Prado, los generales Grimarest y Maroto, y el intendente de ejército Marcó del Pont. La suerte que tuvo y los demás individuos corrieron la veremos más adelante. Conociendo el gobierno la extensión del peligro, revistió a los capitanes generales de grandes facultades, les encargó la mayor vigilancia y actividad, y acordó aumentar la fuerza del ejército con 25.000 hombres.

Miróse sobre todo como peligrosa la presencia de don Carlos, y se creyó no solo conveniente sino necesario alejarle de la corte, no obstante su conducta reservada con respecto a los que conspiraban por elevarle al trono. Pero era menester cohonestar esta salida, así para conciliarla con el cariño verdaderamente fraternal que el rey le tenía, como para no dar pretexto de alarma a sus parciales. Fundose, pues, el decreto (13 de marzo, 1833) en una carta del rey don Miguel de Portugal a Fernando su tío desde Braga, en que aquél solicitaba que su hermana la princesa de Beira se restituyese al seno de su familia, habiendo cesado con el matrimonio de su hijo el infante don Sebastián el motivo de su permanencia en España. Accedió a ello Fernando, concediendo igualmente que la acompañasen don Carlos y don Sebastián por dos meses, y señalando el 16 de marzo para su partida, prohibiendo que en su tránsito se les hiciesen obsequios gravosos a los pueblos. Se dieron las competentes instrucciones a los capitanes generales, y se previno al general Minio que los acompañaba no permitiese, bajo su responsabilidad, que se alterase el itinerario, ni se tolerasen gritos sediciosos, ni otra clase alguna de demostraciones. La salida se verificó el día designado, y el 29 de marzo llegaron todos los príncipes a Lisboa.

Habíanse despedido con lágrimas los dos hermanos. Además del cariño que se tenían, ¿no pudo haber un presentimiento mutuo de que no se volverían a ver? Afirmase que también abrazó don Carlos a la misma princesa que después había de combatir con tanto empeño. Esto podría tener también su explicación natural en el corazón humano. La separación y el alejamiento de don Carlos no dejó de influir al pronto en perjuicio de su causa. La marcha del gobierno continuaba siendo favorable a la de los liberales; a poco de su salida (22 de marzo, 1833) se ampliaron los beneficios de la amnistía de 15 de octubre, en el sentido de facilitar a los emigrados e impurificados los medios de recobrar sus destinos, de volver al goce de sus condecoraciones y honores, y de procurarse decorosa subsistencia. De notar es que en este tiempo aparecieran las Gacetas llenas de felicitaciones al rey, por el acto de haber mandado la reina imprimir y publicar las Actas de las Cortes de 1789, que envolvían la declaración del derecho de su hija al trono, y que muchas de estas felicitaciones apareciesen suscritas por los cuerpos de voluntarios realistas.

Algo no obstante de vacilación y falta de acuerdo denotaba la modificación ministerial que a los tres días se hizo (25 de marzo, 1833), saliendo de la secretaría de Gracia y Justicia Fernández del Pino, y sustituyéndole don Juan Gualberto González; dejando la de Hacienda Encima y Piedra, y entrando a reemplazarle don Antonio Martínez. También de la de Marina salió don Francisco Javier de Ulloa, encargándose interinamente de aquel ramo el de la Guerra don José de la Cruz. Y con todo eso, estas novedades no hicieron tanta sensación como la exoneración del superintendente general de policía Martínez de San Martín, destinándole de cuartel y mandándole salir inmediatamente para Badajoz, y nombrando para aquel cargo a don Matías Herrero Prieto.

Para ir asegurando la sucesión de la princesa Isabel al trono se determinó robustecer su legitimidad por medio de solemnidades legales, a cuyo efecto se acordó renovar la inmemorial costumbre y antigua práctica de España de jurar como príncipe heredero del trono al hijo primogénito, o en su defecto a la hija primogénita de los reyes. En su virtud se mandó (4 de abril, 1833) que los reinos jurasen con toda solemnidad a la infanta doña María Isabel Luisa, convocándose al efecto a los prelados, grandes, títulos, y diputados de las ciudades y villas de voto en Cortes, y señalándose para esta ceremonia el 20 de junio inmediato en el real monasterio de San Gerónimo de la corte.

Sin embargo de ser esto una consecuencia natural de las anteriores declaraciones, irritáronse de nuevo con este anuncio los carlistas. Y eso que el gobierno ponía especial cuidado en apartar y desvanecer toda idea y quitar toda esperanza de que hubiera de alterarse el principio de la monarquía pura y absoluta. En una circular del ministro de la Guerra a los capitanes y comandantes generales (9 de abril, 1833) recomendándoles el mayor celo y solicitud en la conservación del orden, documento lleno de buenas y bien expresadas máximas, y que prueba otro gusto literario y otra ilustración que la de años anteriores, les decía: «La bandera del gobierno lleva una inscripción que deben leer todos, y que dice así: Derechos de la soberanía en su inmemorial plenitud, para que el poder real tenga toda la fuerza necesaria para hacer el bien: derechos de sucesión, asegurados a la descendencia legítima y directa del rey nuestro señor en conformidad de las antiguas leyes y usos de la nación.– A derecha e izquierda de esta línea no hay más que abismos; y en los que derrumben en ellos a los españoles no se debe ver sino enemigos de la patria.»

Desde que se publicó el decreto para la jura hasta que se verificó, pueblo y gobierno parecía no pensar en otra cosa que en los preparativos para las fiestas con que se había de celebrar aquel acto. Se mandó reimprimir la relación de las que se habían hecho en la coronación de Carlos IV y jura de Fernando como príncipe de Asturias en setiembre de 1789. Se anunciaron pomposos programas. Se convocó nominatim a todos los prelados, grandes y títulos que habían de asistir a la ceremonia{2}. Todas las clases del Estado se movían como disputándose la gloria de contribuir a su fausto y a su brillo. Aquel movimiento apenas permitía advertir los muchos enemigos que aquella causa contaba, y sobre todo, parecía no pensar nadie entonces en el porvenir sombrío que se estaba hacía tiempo anunciando. Nombróse para recibir el juramento al cardenal arzobispo de Toledo, pero este prelado se escusó por falta de salud, lo cual no le impidió salir aquel día al inmediato pueblo de Fuencarral, y en su lugar se encomendó aquella honra al patriarca de las Indias, que a su vez habría de jurar en manos del cardenal arzobispo de Sevilla.

Llegó al fin el día de la jura (20 de junio, 1833), y verificose ésta con toda la pompa y magnificencia que prescribía el ceremonial de antemano anunciado. Si suntuoso y brillante fue este solemne acto, no lo fueron menos las fiestas con que se le solemnizó, no careciendo de verdad lo que se estampó en la Gaceta, a saber, que aquellos días «se había convertido la noble y fidelísima capital de España en un país de encantamento, donde se vio realizado cuanto nos refieren las fábulas de la edad media.» Convienen todos los que las presenciaron o de ellas escribieron, en que difícilmente se habría visto jamás tanto esplendor y tanto lujo en cuantas fiestas se habían celebrado en España con igual objeto, ni concurrido a ellas tantos españoles de todos los puntos de la monarquía. Distinguióse entre todos y llamó la universal atención, así por los actos de beneficencia y caridad con que solemnizó el fausto acontecimiento, como por la riqueza, magnificencia y gusto artístico con que iluminó y adornó su casa, el comisario general de Cruzada don Manuel Fernández Varela, hombre que se señalaba siempre por su esplendidez y exquisito gusto, y que en esta ocasión aplicó con extraordinario y admirable lucimiento a la grandeza de aquel acto los cuantiosos fondos de que la Comisaría de Cruzada le permitía en aquel tiempo disponer en concepto de piadosas erogaciones{3}.

Por más que diga un historiador erudito{4}, que «aquella reunión no pasó de ser mirada como inútil ceremonia, no gozando tal clase de Cortes de consideración alguna por saberse su falta de poder, y entendiéndose en España ya desde 1810 por el mismo nombre una cosa harto diferente,» es lo cierto que semejante acto, con sus recuerdos y reminiscencias históricas, con sus ceremonias imponentes, con el boato de que fue revestido, con el brillo de los espectáculos y la alegría de la inmensa concurrencia que a presenciarlos acudió, juntamente con la idea de los derechos de la princesa a quien se consagraban, no dejaba de herir vivamente la imaginación del pueblo; y aquel mismo escritor viene a confesar que no podía menos de ser esta impresión favorable a la futura reina, pues la muchedumbre, al verla así obsequiada como legítima heredera del trono, suponía, como cosa muy natural, que lo fuese; y confiesa también que dolía a don Carlos y a los suyos ver empleadas contra el derecho e interés del primero las fórmulas de la monarquía antigua a que tan adictos se declaraban, y comprometerse personajes de nota en favor de la causa opuesta.

El infante don Sebastián había vuelto de Portugal con su esposa (7 de junio, 1833), y asistió a la jura de la princesa. No así don Carlos, que lejos de acceder a la cariñosa invitación que le había hecho el rey su hermano en comunicación que le entregó el embajador don Luis Fernández de Córdoba, contestó en carta particular y de oficio (29 de abril, 1833), protestando contra el reconocimiento de Isabel como heredera de un trono a que decía tener él más legítimo derecho. Decíale en la carta, desde Ramalhao, cerca de Lisboa, lo siguiente:

«Mi muy querido hermano de mi corazón, Fernando mío de mi vida: He visto con el mayor gusto por tu carta del 23, que me has escrito, aunque sin tiempo, lo que me es motivo de agradecértela más, que estabas bueno, y Cristina y tus hijas; nosotros lo estamos, gracias a Dios. Esta mañana a las diez poco más o menos vino mi secretario Plazaola a darme cuenta de un oficio que había recibido de tu ministro en esta corte Córdoba, pidiéndome hora para comunicarme una real orden que había recibido; le cité a las doce, y habiendo venido a la una menos minutos, le hice entrar inmediatamente; me entregó el oficio para que yo mismo me enterase de él, le leí, y le dije que yo directamente te respondería, porque así convenia a mi dignidad y carácter, y porque siendo tú mi rey y señor, eres al mismo tiempo mi hermano, y tan queridos toda la vida, habiendo tenido el gusto de haberte acompañado en todas tus desgracias.– Lo que deseas saber es si tengo o no tengo intención de jurar a tu hija por princesa de Asturias: ¡cuánto desearía el poderlo hacer! Debes creerme, pues me conoces, y hablo con el corazón, que el mayor gusto que hubiera podido tener sería el de jurar el primero, y no darte este disgusto y los que de él resulten, pero mi conciencia y mi honor no me lo permiten, tengo unos derechos tan legítimos a la corona, siempre que te sobreviva y no dejes varón, que no puedo prescindir de ellos; derechos que Dios me ha dado cuando fue su voluntad que yo naciese, y solo Dios me los puede quitar concediéndote un hijo varón, que tanto deseo yo, puede ser que aun más que tú; además en ello defiendo la justicia del derecho que tienen todos los llamados después que yo, y así me veo en la precisión de enviarte la adjunta declaración, que hago con toda formalidad a tí y a todos los soberanos, a quienes espero se la harás comunicar.– A Dios, mi muy querido hermano de mi corazón; siempre lo será tuyo, siempre te querrá, siempre te tendrá presente en sus oraciones este tu más amante hermano.– M. Carlos.»

La protesta oficial que acompañaba a la carta decía:

«Señor.– Yo Carlos María Isidro de Borbón y Borbón, Infante de España.– Hallándome bien convencido de los legítimos derechos que me asisten a la corona de España, siempre que sobreviviendo a V. M. no deje un hijo varón, digo: que ni mi conciencia ni mi honor me permiten jurar ni reconocer otros derechos, y así lo declaro.– Palacio de Ramalhao 29 de abril de 1833.– Señor.– A. L. R. P. de V. M.– Su más afecto hermano y fiel vasallo, el Infante DON CARLOS.»

Y además envió ambos documentos por el correo a los obispos, grandes, diputados y presidentes de los Consejos, así como a los gabinetes de las cortes de Europa. Pero estos los interceptó en el correo el gobierno español; aquellos pasó el barón de los Valles a entregarlos a los monarcas de Francia e Inglaterra, y remitirlos a los demás{5}. El rey de Nápoles Fernando II protestó también (18 de mayo), «ante todos los soberanos legítimos de todas las naciones contra la Pragmática-sanción de 29 de marzo de 1830, y contra todo lo que pueda alterar (decía) los principios que hasta ahora han sido la base del esplendor de la casa de Borbón, y de los derechos incontestables que he adquirido por la ley fundamental religiosamente observada y comprada a costa de tantos sacrificios.»

La negativa de don Carlos y su protesta, bien que naciesen de un sentimiento íntimo de su conciencia, de la inflexibilidad de sus principios políticos y religiosos, y de su convicción de pertenecerle la corona de España por derecho divino, colocábanle ya en la situación de un príncipe desobediente a su soberano, y significaban y envolvían la rebelión de todo su partido. Aquellas cartas fueron el principio de una correspondencia activa, curiosa e importante que se entabló entre los dos hermanos Fernando y Carlos, y que duró hasta después de la jura de la princesa. En ella se ve, a través del cariño que aún se traslucía entre los dos hermanos, el empeño de Fernando, en cumplimiento de sus deberes como rey y como padre, en alejar a Carlos de Portugal, teniendo por peligrosa para la paz de España su permanencia en aquel reino, y el empeño del infante en eludir las exhortaciones y los mandatos del rey, siempre alegando nuevos pretextos para no cumplirlos{6}. El resultado fue permanecer don Carlos en Portugal, prefiriendo a todo la residencia en aquel reino, así porque su proximidad a España le facilitaba entenderse sin riesgo de su persona con la gente de su partido y estar pronto para lo que fuese menester a la muerte del monarca, como por sus simpatías hacia don Miguel, cuyas ideas y cuya posición en aquel reino eran tan parecidas a las suyas. Porque es de notar que ambos príncipes eran los jefes de la parcialidad absolutista más exaltada, ambos pretendían derivar del derecho divino el suyo al trono, y ambos le sustentaban o habían de sustentar contra dos princesas sobrinas, herederas de la corona por la ley y por la voluntad de sus padres. Hízose, pues, Portugal desde entonces el foco de las facciones realistas de España contra la recién jurada princesa.

Ofrecían ya en este tiempo el cuerpo y rostro de Fernando señales inequívocas, y aun repugnantes, de inevitable y no lejano fin. Mortificábanle físicamente sus antiguos y crecientes padecimientos, y combatían su espíritu afectos encontrados, de amor y cariño a sus hijas, de inquietud por su futura suerte, de intranquilidad y recelo por la actitud de un hermano a quien había querido entrañablemente toda su vida, a la cabeza de un partido enemigo de los pedazos de sus entrañas. Fernando habría movido a compasión a muchos, si antes hubiera acertado con su conducta a inspirar interés a algunos. Era no obstante admirable su entereza en no ceder en sus encontradas pretensiones ni a los constitucionales ni a los parciales de su hermano.

Pero no tardaron las cosas de Portugal en tomar un rumbo desfavorable y una faz sombría para los dos príncipes que allí representaban el principio del absolutismo intransigente y puro. Cerca de un año llevaban, don Pedro encerrado en Oporto, don Miguel dominando en lo restante del reino, pero sin poder recobrar aquella plaza ni adquirir superioridad sobre su hermano y enemigo. Sin embargo, más crítica y más comprometida la situación de don Pedro, y no por mucho tiempo ya sostenible, era probable que hubiese sucumbido sin gloria dentro de los muros de Oporto, si el mismo español que antes impulsó la expedición, don Juan Álvarez y Mendizábal, no hubiera inspirado con su singular ingenio al ex-emperador del Brasil y ayudádole con audacia prodigiosa a ejecutar el único plan que pudiera sacarle de aquella posición peligrosísima, y darle acaso el triunfo sobre su contrario. El plan era no ceñirse a Oporto, extender la guerra, llamar la atención de los miguelistas a otros puntos, y por último hacer un desembarco en los Algarbes. A impulso, pues, de Mendizábal se alistaron en Inglaterra nuevas tropas, se armaron otros buques, cuyo mando se dio al capitán Napier, y esta nueva expedición en que iban el duque de Palmela, el mismo Mendizábal y otros personajes, arribó sin tropiezo a Oporto, reanimando, que bien lo necesitaban ya, a don Pedro y sus tropas.

No dejó de hacerse oposición al aventurado plan de Mendizábal, pero adoptóse al fin, y la diversión a los Algarbes se verificó, y realizóse con felicidad el desembarque, desprovisto de tropas el país, y siendo recibidas las de don Pedro con gusto por unos, con sorpresa y asombro por todos. Al propio tiempo un golpe de loca fortuna favorecía de un modo maravilloso la causa de los invasores. La escuadra de don Miguel había salido a perseguir la flotilla que Napier mandaba; encontrábanse a la altura del cabo de San Vicente; desiguales como eran las fuerzas, el marino británico, uniendo a su habilidad un arrojo que debió parecer temerario y desatentado, embistió a los portugueses con tal ímpetu, que excediendo los límites de lo verosímil, no solo venció, sino que apresó la escuadra lusitana (5 de julio, 1833): golpe que asombró a todos los que entienden de guerras de mar, y que dejó quebrantado a don Miguel. Alentadas con esto las tropas llegadas a los Algarbes, avanzaron al Alentejo, encamináronse a Lisboa, batieron cerca de Setúbal a seis mil miguelistas que quisieron disputarles el paso; con la noticia de este triunfo se alzaron en la capital y rompieron en sedición los partidarios de doña María, entró el conde Villaflor en Lisboa, y doña María de la Gloria fue aclamada reina de Portugal, juntamente con la Carta constitucional en que estaba fundado su trono. Don Pedro tomó la regencia en su nombre, y no tardó en tener el reconocimiento oficial de Francia e Inglaterra. Don Miguel, que se había retirado a Coimbra, donde fue a unírsele el infante español don Carlos, intentó dos ataques infructuosos contra Lisboa (5 y 14 de setiembre, 1833), donde llegó, y entró sin dificultad y en medio de aclamaciones la joven reina doña María.

Trabajaba al propio tiempo y afligía al reino lusitano el terrible azote y la devastadora epidemia del cólera-morbo: fatídico viajero, que parece complacerse en visitar los pueblos cuando los agobian las guerras extranjeras o civiles, aumentando así, como si fuese un ángel de exterminio, el dolor y la destrucción de la humanidad. El gobierno español dictaba, para ver de impedir el contagio y la propagación de la peste, aquellas precauciones y medidas que la ciencia y la prudencia aconsejan en tales casos, y que con respecto a esta misteriosa enfermedad, logogrifo indescifrable para los sabios y calamitoso arcano para el mundo, una triste experiencia había de acreditar de infructuosas e inútiles. Comenzaba ya a picar la peste en el Mediodía de España, como empezaban a asomar síntomas de guerra, y aquellas dos inseparables mensajeras de la muerte no habían de tardar en hacer sentir a un mismo tiempo su mortífero influjo en el suelo español.

Aunque antigua y de muy diferente procedencia la enfermedad del rey Fernando, estaba siendo motivo de inquietud para la nación entera; inquietud que no era ya de cariño, ni siquiera de lástima, sino de esperanza para unos, de temor para otros, para todos de desasosiego; porque todos auguraban gravísimos sucesos para después de su muerte, y todos comprendían que no dejaba de ser fundada la gráfica comparación que él mismo solía hacer de la España con una botella de cerveza, siendo él, decía, el tapón que estaba conteniendo y como sujetando su fermentado líquido. Los partidarios más impacientes de don Carlos, por lo mismo que veían lo mal que marchaban para ellos las cosas de Portugal, y temían que hubiera de suceder lo mismo en España, no se resignaron a esperar aquel trance, y prorrumpieron en manifestaciones hostiles en varios puntos de la península. El gobierno, cuyo sistema era tener a raya unos y otros partidos, desarmaba los voluntarios realistas allí donde estallaba una perturbación, y seguía y fallaba los procesos de los conspiradores que estaban ya bajo la jurisdicción de los tribunales{7}. Pero desarmaba también a los liberales, entonces llamados Cristinos, que no menos impacientes ya muchos de ellos, e irritados con las demostraciones de los carlistas, acalorándose como en otros tiempos en la Fontana de Oro, donde ahora dieron también en reunirse, solían a su vez excederse en manifestaciones que el gobierno consideraba peligrosas.

Creían los gobernantes que con esto, y con cambiar algunas autoridades{8}, y con renovar algunos ayuntamientos, y formar ciertas causas, hacían lo bastante para reprimir a unos y a otros, y para ahogar la insurrección, cualquiera que fuese el partido que la moviera y la enseña que enarbolara. Error grande, y confianza excesiva, de que no era solo el culpable el gobierno, sino también, y más que él, los capitanes y comandantes generales y subdelegados de policía, que sabiendo lo mucho que se conspiraba, y por quiénes principalmente, como que eran por lo general los conventos, no solamente los lugares donde se celebraban los conciliábulos, sino también donde se almacenaban armas y otros efectos de guerra, o confiaban demasiado en su previsión, o les faltaba resolución para romper abiertamente con un partido que se consideraba poderoso, y a juicio de muchos había de ser invencible.

Tal era el estado de las cosas, cuando por suplemento a la Gaceta de 28 de setiembre (1833) anunciaron los médicos de cámara, que la constitución del rey se iba debilitando por la inapetencia y las vigilias que padecía hacía mucho tiempo. Por lo mismo que se trataba de un padecimiento largo, el parte no daba lugar a suponer que amenazase una catástrofe inmediata, cuando vino a sorprender a todos la Gaceta extraordinaria del 29, dando conocimiento al público de su fallecimiento en los términos siguientes:

«Excmo. Señor: Desde que anunciamos a V. E. con fecha de ayer el estado en que se hallaba la salud del Rey N. S., no se había observado en S. M. otra cosa notable que la continuación de la debilidad de que hablamos a V. E. Esta mañana advertimos que se le había hinchado a S. M. la mano derecha, y aunque este síntoma se presentaba aislado, temerosos de que sobreviniese alguna congestión fatal en los pulmones o en otra víscera de primer orden, le aplicamos un parche de cantáridas al pecho, y dos a las extremidades inferiores, sin perjuicio de los que en los días anteriores se le habían puesto en los mismos remos y en la nuca. Siempre en expectación permanecimos al lado de S. M. hasta verle comer, y nada de particular notamos, pues comió como lo había hecho en los días precedentes. Le dejamos en seguida en compañía de S. M. la Reina, para que se entregase un rato al descanso, como lo tenía de costumbre; mas a las tres menos cuarto sobrevino al Rey repentinamente un ataque de apoplejía tan violento y fulminante, que a los cinco minutos, poco más o menos, terminó su preciosa existencia.– Dios guarde &c.»

Seguían, al pie de este documento, tres decretos de la reina Cristina, el uno participando el fallecimiento al Consejo Real, el otro confirmando los nombramientos de los secretarios del Despacho, y el tercero mandando que todas las autoridades del reino continuaran en el ejercicio de sus funciones.

Al día siguiente se abrió con toda solemnidad el pliego cerrado que contenía el testamento del rey, y el decreto de 2 de octubre, de que se extractó la parte que concernía al reino, y decía así:

«Encargada por el ministerio de la ley del gobierno de estos reinos, a nombre de mi augusta hija doña Isabel II, tuve a bien expedir varios decretos con fecha 29 del próximo pasado mes de setiembre, anunciando al Consejo, para las providencias que en semejantes casos se acostumbran, la infausta muerte de mi muy caro y amado esposo el señor don Fernando VII, que está en gloria, confirmando en sus respectivos cargos y empleos a los secretarios de Estado y del Despacho, y a todas las autoridades del reino, con el fin de que no se detuviese el despacho de los negocios, y la administración de justicia y de gobierno. Hallado que fue en el siguiente día un pliego cerrado y sellado con las reales armas, cuya cubierta expresaba ser el testamento del referido mi augusto esposo y señor, otorgado en el Real Sitio de Aranjuez en 12 de junio de 1830 por ante don Francisco Tadeo de Calomarde, entonces secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia y notario mayor de los reinos, y el competente número de testigos, cuyas firmas aparecían ser de don Luis María Salazar, don Luis López Ballesteros, don Miguel de Ibarrola, don Manuel González Salmón, don Francisco Javier Losada, don Juan Miguel de Grijalva y don Antonio Martínez Salcedo, mandé que el actual secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia y notario mayor don Juan Gualberto González, a quien lo entregué en la misma forma, convocase de mi orden a los referidos testigos existentes, y que se hallasen en la corte, y que por don Ramón López Pelegrín, ministro del Consejo y Cámara de Castilla, en clase de juez, y por ante mi escribano real, competentemente autorizado, se procediese a la práctica de las diligencias y solemnidades que el derecho previene en semejantes casos, para el reconocimiento, apertura y publicación del expresado testamento. Verificado el acto en toda forma en el salón del real palacio donde se celebran las sesiones del Consejo de Estado, delante de los referidos testigos testamentarios existentes en Madrid, a los cuales se agregaron para mayor solemnidad el duque presidente del Consejo real; don Francisco de Zea Bermúdez, mi primer secretario de Estado y del Despacho; el duque de Hijar, marqués de Orani, sumiller de Corps; el marqués de Bélgida, caballerizo mayor, y el marqués de Valverde, mayordomo de la reina, se halló ser efectivamente el testamento del señor rey don Fernando VII, que está en gloria, firmado y rubricado de su real mano en 10 del propio mes y año; y entre sus cláusulas, antes de las que tocan a mandas, limosnas y legados, y a continuación de las generales de protestación de fe, recomendación del alma y disposición de funeral, y otras tocantes al arreglo interior de su real casa y familia, se encuentran las siguientes:

»9.ª Declaro que estoy casado con doña María Cristina de Borbón, hija de don Francisco I, rey de las dos Sicilias, y de mi hermana doña María Isabel, infanta de España.

»10. Si al tiempo de mi fallecimiento quedaren en la menor edad todos o algunos de los hijos que Dios fuere servido darme, quiero que mi muy amada esposa doña María Cristina de Borbón sea tutora y curadora de todos ellos.

»11. Si el hijo o hija que hubiere de sucederme en la corona no tuviese diez y ocho años cumplidos al tiempo de mi fallecimiento, nombro a mi muy amada esposa doña María Cristina por regenta y gobernadora de toda la monarquía, para que por sí sola la gobierne y rija hasta que el expresado mi hijo o hija llegue a la edad de diez y ocho años cumplidos.

»12. Queriendo que mí muy amada esposa pueda ayudarse para el gobierno del reino, en el caso arriba dicho, de las luces y experiencia de personas, cuya lealtad y adhesión a mi real persona y familia tengo bien conocidas, quiero que tan luego como se encargue de la regencia de estos reinos forme un Consejo de gobierno con quien haya de consultar los negocios arduos, y señaladamente los que causen providencias generales y trascendentales al bien común de mis vasallos; mas sin que por esto quede sujeta de manera alguna a seguir el dictamen que le dieren.

»13. Este Consejo de gobierno se compondrá de las personas siguientes, y según el orden de este nombramiento. El Excmo. señor don Juan Francisco Marco y Catalán, Cardenal de la Santa Iglesia Romana; el marqués de Santa Cruz; el duque de Medinaceli; don Francisco Javier Castaños; el marqués de las Amarillas; el actual decano de mi Consejo y Cámara de Castilla don José María Puig; el ministro del Consejo de Indias don Francisco Javier Caro. Para suplir la falta por ausencia, enfermedad o muerte de todos o cualquiera de los miembros de este Consejo de gobierno, nombro en la clase de eclesiásticos a don Tomás Arias, auditor de la Rota en estos reinos; en la de grandes al duque del Infantado y al conde de España; en la de generales, a don José de la Cruz; y en la de magistrados, a don Nicolas María Gareli y a don José María Hevia y Noriega, de mi Consejo Real, los cuales por el orden de su nombramiento serán suplentes de los primeros; y en el caso de fallecer alguno de estos, quiero que entren también a reemplazarlos para este importantísimo ministerio por el orden mismo con que son nombrados; y es mi voluntad que sea secretario de dicho Consejo de gobierno don Narciso de Heredia conde de Ofalia, y en su defecto don Francisco de Zea Bermúdez.

»14. Si antes o después de mi fallecimiento, o ya instalado el mencionado Consejo de gobierno, faltase, por cualquier causa que sea, alguno de los miembros que he nombrado para que lo compongan, mi muy amada esposa, como regenta y gobernadora del reino, nombrará para reemplazar los sujetos que merezcan su real confianza, y tengan las cualidades necesarias para el acertado desempeño de tan importante ministerio.

»15. Si desgraciadamente llegase a faltar mi muy amada esposa antes que el hijo o hija que me haya de suceder en la corona tenga diez y ocho años cumplidos, quiero y mando que la regencia y gobierno de la monarquía de que ella estaba encargada en virtud de mi anterior nombramiento, e igualmente la tutela y curaduría de éste y demás hijos míos, pase a mi Consejo de regencia, compuesto de los individuos nombrados en la cláusula 13 de este testamento para el Consejo de gobierno.

»16. Ordeno y mando, que así en el anterior Consejo de gobierno como en este de regencia que por fallecimiento de mi muy amada esposa queda encargado de la tutela y curaduría de mis hijos menores y del gobierno del reino, en virtud de la cláusula precedente, se hayan de decidir todos los negocios por mayoría absoluta de votos, de manera que los acuerdos se hagan por el sufragio conforme de la mitad más uno de los vocales concurrentes.

»17. Instituyo y nombro por mis únicos y universales herederos a los hijos o hijas que tuviere al tiempo de mi fallecimiento, menos en la quinta parte de todos mis bienes, la cual lego a mi muy amada esposa doña María Cristina de Borbón, que deberá sacarse del cuerpo de bienes de mi herencia por el orden y preferencia que prescriben las leyes de estos mis reinos, así como el dote que aportó al matrimonio, y cuantos bienes se le constituyeron bajo este título en los capítulos matrimoniales celebrados solemnemente, y firmados en Madrid a 5 de noviembre de 1829.

»Por tanto, y sin perjuicio de que daré orden para que se remita al Consejo certificación autorizada del testamento íntegro, y de las diligencias que precedieron a su apertura y publicación; conviniendo al bien de estos reinos y señoríos que todos ellos se hallen instruidos de las preinsertas soberanas disposiciones y última voluntad del señor rey don Fernando, mi muy caro y amado esposo, que está en gloria, por la cual se sirvió nombrarme e instituirme regenta y gobernadora de toda la monarquía, para que por mí sola la gobierne y rija hasta que mi augusta hija, la señora doña Isabel II, cumpla los diez y ocho años de edad, he tenido por bien mandar en su real nombre, que por el Consejo se circulen y publiquen con las solemnidades de costumbre como pragmática-sanción con fuerza de ley, esperando yo del amor, lealtad y veneración de todos los españoles a su difunto rey, a su augusta sucesora, y a sus leyes fundamentales, que aplaudirán esta previsión de sus paternales cuidados, y que Dios favorecerá mis deseos de mantener, auxiliada de las luces del Consejo de gobierno, la paz y la justicia en todos sus vastos dominios, y de llevar esta heroica nación al grado de prosperidad y de esplendor a que se ha hecho acreedora por su religiosidad, por sus esfuerzos y por sus virtudes. Tendráse entendido para su debido cumplimiento. Está señalado de la real mano.– Palacio, a 2 de octubre de 1833.– El duque presidente del Consejo Real.»

No pudo cumplirse el deseo de la reina viuda de que no se tocase al cadáver de su esposo hasta trascurridas cuarenta y ocho horas, atendiendo a lo repentino de su muerte, porque en la madrugada del 30 despedía ya un hedor insoportable. Fue, pues, necesario colocarle cuanto antes en el féretro con las ceremonias de estilo, entregándole al mayordomo mayor conde de Torrejón. Tres días estuvo expuesto al público en el salón de Embajadores, custodiado por los monteros de Espinosa, y rodeado por siete altares portátiles, donde se celebraban misas sin interrupción. El 3 de octubre (1833) se dispuso y verificó su traslación al regio Panteón del monasterio del Escorial, con todo el aparato, pompa y ceremonial de costumbre. Cerró el mayordomo mayor la caja, y puso las llaves en manos del prior del Escorial, que se dio por entregado de los restos mortales del rey Fernando VII de Borbón.

Hemos terminado la narración de los sucesos de este reinado, fecundo en acontecimientos importantes, gloriosos algunos, lamentables y funestos los más. El lugar que este período histórico deberá ocupar en los anales de nuestra patria; la influencia que los hechos durante él ocurridos hayan ejercido y aun ejerzan todavía en la suerte de la nación española; el juicio que nos hayan merecido el carácter del monarca y su conducta como jefe del Estado, no lo anticiparemos ahora, aunque algo haya podido traslucirse. Objeto y asunto serán de reflexiones, que separadamente expondremos, si no acertadas, hijas por lo menos de no ligero estudio, y fruto de detenida meditación, siguiendo también en esto el sistema que desde el principio nos propusimos y hemos seguido constantemente, de someter al de nuestros lectores nuestro humilde juicio crítico después de cada período de los que forman época en nuestra historia.




{1} Nuestros lectores nos dispensarán que nos hayamos detenido un poco en la relación de estos sucesos; nos hallábamos muy cerca de ellos; hemos conocido personalmente a todos los que figuraron de una parte y otra en aquellas escenas, y sabíamos la trascendencia que iban a tener si aquel primer golpe hubiera salido bien a los motores de la sublevación.

{2} Los prelados convocados para asistir a la jura fueron: el cardenal arzobispo de Sevilla, el arzobispo de Granada, los obispos de Valladolid, Badajoz, Lugo, Oviedo, Coria, Cádiz, Jaén, Sigüenza, Pamplona, el auxiliar de Madrid electo para Calahorra, los de Barbastro, Albarracín, Solsona, Tortosa, Gerona y Orihuela, el arzobispo de Méjico, y obispo de Oajaca.

Los títulos fueron:

Marqués de Palacios.

Marqués de Zambrano.

Conde de Salazar.

Conde de San Juan.

Conde de Montealegre.

Marqués de Campo-Sagrado.

Marqués de Torremejía.

Marqués de Castelbravo.

Conde de Casa-Valencia.

Marqués de los Llanos.

Conde de Polentinos.

Marqués de Casa-Madrid.

Conde de Torre-Marín.

Conde de Vallehermoso.

Marqués de la Reunión.

Conde de Guaqui.

Conde de San Roman.

Marqués de la Torrecilla.

Marqués de Campo-Santo.

Conde del Real Aprecio.

Conde de Armildez de Toledo.

Marqués de Albo.

Marqués de las Hormazas.

Marqués de Mirabel.

Marqués de Villaverde de Limia.

Marqués de Valleumbroso.

Conde de la Roche.

Marqués de Falces.

{3} Nuestros lectores podrán ver el Ceremonial de la Jura al final de este volúmen, Apéndice I.

{4} Galiano, Historia de España, tom. VII.

{5} Este barón de los Valles no llevó a Bayona este solo objeto, sino también el de introducir en España, como lo hizo, proclamas, folletos y otros escritos favorables a la causa de don Carlos. Y como en este tiempo hubiesen ido el infante don Francisco y su esposa a San Sebastián a tomar baños, el agente carlista tuvo astucia y osadía para hacer introducir en los cofres de la infanta doña Luisa Carlota folletos incendiarios contra su hermana Cristina, quedando todos sorprendidos y absortos cuando tales folletos en tal sitio se encontraron.

También los diarios legitimistas franceses dieron en insertar artículos en favor de la Ley Sálica, y contra el derecho de la princesa Isabel al trono, los cuales solían ser impugnados en la Gaceta de Madrid.

{6} Insertamos también por Apéndice II, al final del presente volumen, esta larga, curiosa e importante correspondencia entre los dos hermanos, persuadidos de que no pesará a nuestros lectores el conocerla.

{7} En 14 de agosto se expidió la real orden siguiente: «He dado cuenta al rey N. S. de la sentencia pronunciada por la sala de Alcaldes de casa y corte de la causa formada contra don Miguel Otal y Villela y consortes, por conspiración contra el gobierno legítimo de S. M., que V. E. me comunicó en 9 del presente mes; y enterado S. M. de los destinos que en dicha sentencia se señalan para cumplir sus respectivas condenas a los reos militares comprendidos en ella, se ha servido resolver, que el coronel que era de infantería don Mariano Novoa cumpla su condena en las Peñas de San Pedro, y no en Cartagena, a donde era su destino; don Pedro Guimarest, exteniente general, lo verifique en Santander, en lugar de la plaza de San Sebastián; el ex-brigadier don Ignacio Negri, en Algeciras, y no en la plaza de Pamplona que se le señala; y que el mariscal de campo don Rafael Maroto lo verifique en Sevilla, en lugar de la plaza de Alicante designada en la sentencia; debiendo cumplir en Menorca y Peñíscola, que la sala ha determinado, el ex-brigadier conde de Prado, y el intendente honorario de ejército don Juan José del Pont, vigilando los respectivos capitanes generales la conducta que observen en sus destinos.– Lo comunico a V. E. de real orden, &c.»

{8} Por ejemplo, cesó en el importantísimo cargo de superintendente general de Policía don Matías Herrero Prieto, para pasar al Consejo Real, y se dio la superintendencia a don José Manuel de Arjona.