Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Apéndices

I. Manifiesto de la Junta Provisional a las Cortes II. Dictamen de la Comisión nombrada por las Cortes para presentar un proyecto de ley que asegure a los ciudadanos la libertad de ilustrar con discusiones políticas, evitando los abusos III. Copia de varios artículos de la Constitución de la Confederación de caballeros Comuneros y objeto de su institución IV. Dictamen del Consejo de Estado a consecuencia de real orden de 8 de julio de 1822, por la que S. M. mandaba le propusiese lista triple de personas capaces de suceder a los actuales secretarios del Despacho en estos destinos

Creemos que nuestros lectores verán con gusto los siguientes importantes Documentos.



I
Manifiesto de la Junta Provisional a las Cortes.


Terminadas con la reunión de las Cortes las funciones de la Junta provisional, está ya en el caso de cumplir el último de sus deberes, manifestando los principios que ha seguido y objetos que se ha propuesto, sus operaciones, resultado que han tenido, y los que deben prometerse.

Un manifiesto de esta naturaleza debe por consecuencia ser un compendio de la historia de nuestra revolución, la más breve y fecunda en sucesos, así como la más noble y dichosa de cuantas las naciones han experimentado en todos los siglos que nos han precedido, y que da motivo de dudar que aun en los venideros, a pesar del progreso de la civilización, se verifique otra semejante.

La ilimitada confianza con que el pueblo y el monarca entregaron a nuestras escasas luces e insuficientes virtudes, la suerte del trono y de la patria, solo manifiesta los magnánimos deseos de tan generosos comitentes, y a la Junta toca manifestar, que si sus tareas no han llenado completamente las esperanzas, a lo menos ha empleado para conseguirlo el más puro desinterés, el más noble celo, y el más ardiente patriotismo.

A la nación, al rey, a la posteridad, a nuestro honor, y aun al mundo entero, debemos esta exposición; porque no solo tienen derecho los tan próximamente interesados en nuestros sucesos a conocer la marcha que éstos han llevado, sino todas las naciones, a quienes sirvan de guía o escarmiento los aciertos o los extravíos con que cada parte del género humano verifica sus variaciones políticas. Más de una vez ha sufrido la Junta reconvenciones, hijas de la impaciencia que anhelaba la publicidad de todas sus operaciones y principios, y si no ha complacido en esta parte al pueblo que la culpaba de reservada y misteriosa, ha sido porque convencida de la inoportunidad y perjuicios que semejante publicidad traería consigo, ha querido más bien sufrir aquellas prevenciones y el sacrificio de su amor propio y de la popularidad que esta imprudencia le hubiera conciliado, que exponer o malograr disposiciones importantes, por una fatal condescendencia a deseos nacidos de la imprevisión, la cual nos hubiera traído a ser el instrumento del pueblo, debiendo ser guía, en cuyas dos palabras está cifrado para los hombres profundos el gran secreto de por qué nuestra revolución no se parece a las de otras naciones. La necesidad y el verdadero interés de la patria produjeron este silencio; a él se debió en gran parte el que no naciese la anarquía democrática, fruto de todas las revoluciones populares, y que se llevasen a efecto disposiciones de la más alta importancia, cuya ejecución es incompatible con su publicidad; pero llegado ya el tiempo en que la Junta puede sin inconveniente dedicar su atención a satisfacer estos deseos, lo hace con tanto más placer, cuanto su sencilla exposición acreditará de prudente y justa la reserva de que se la culpaba.

Como una exposición de esta clase oficial y documentada, hecha sobre los mismos sucesos, debe llevar el carácter de la más severa verdad y sana crítica, que el transcurso del tiempo no la puede alterar ni oscurecer, es necesario indicar, aunque rápidamente, el estado de la nación y las causas de nuestra revolución y mudanza de gobierno, para que pueda juzgarse con acierto de las operaciones que desde el día de la explicación del pueblo y del monarca han conducido la nave del Estado sin naufragio ni avería por entre los escollos que naturalmente ofrece toda convulsión política, particularmente en una nación que había presentado siempre en la escena un gobierno con derechos y sin obligaciones, a la faz de un pueblo que siempre estuvo abrumado de éstas y privado de aquellos.

Las naciones de Europa, no teniendo otro barómetro que las operaciones del gobierno para medir y juzgar del estado de nuestras luces y civilización, hicieron a España la injusticia de reputarla muy atrasada del siglo actual, e incapaz por lo tanto de nivelarse con ellas; pero no observaban que los gobiernos absolutos nunca están al nivel de sus naciones ni de su siglo, y que en sus últimos tiempos solo subsisten por la costumbre de obedecer que adquirieron los pueblos, sin que en ello tenga parte la voluntad, y por la fuerza que cohíbe y refrena la energía de los principios ya conocidos y amados, pero contrarios a un sistema de poder absoluto.

Así se hallaba España en tiempo de Carlos IV, y la idea que de ella se tenía hizo a Napoleón Bonaparte cometer el error de intentar como cosa muy fácil su conquista. La nación entonces recobró su carácter guerrero y constante, desplegó sus luces, se presentó cual era, y no cual su inepto gobierno la hizo parecer; venció a sus enemigos, y el Congreso nacional que formó, cuando solo existía la patria en el corazón de sus hijos, dejó muy atrás la sabiduría de los Estados generales, de las Dietas, de las Asambleas, Convenciones y Parlamentos de que se glorían otros pueblos.

Formada, jurada y establecida la Constitución política de nuestra monarquía, hija, no de facción ni espíritu de novedad, como los mal intencionados quieren persuadir, sino de la necesidad y de la madurez del siglo, era consiguiente la formación de nuestros códigos, análogos a los principios fijos y luminosos consagrados en la ley fundamental; era consiguiente simplificar la administración pública en todos los ramos, y en fin, era preciso derivar todas las disposiciones del gobierno del bien público, y no, como hasta entonces, del interés personal.

No hay ni facción, ni partido, ni conspiración capaz de mudar un gobierno establecido, respetado y obedecido por largo espacio de tiempo; suponer las revoluciones generales de los pueblos hijas de tales principios, es mucha ignorancia, o mucho deseo de engañar. Estos grandes movimientos de las naciones son en todas ellas hijos de la necesidad, traídos por el tiempo, o lo que es lo mismo, de la impericia o estolidez de los gobiernos, que no quieren o no saben marchar a la par de los progresos humanos, e identificarse con sus tiempos. Cuando cae un gobierno, cualquiera que sea, es por solo la razón de no poder sostenerse, ya sea por la decrepitud de sus instituciones, o por una inacción o consunción, que no necesita ningún agente externo que le impela.

La nueva dirección que toman los negocios públicos y privados causa reformas considerables, pero esencialmente necesarias, y de ellas las quejas y descontento de todos los interesados en los antiguos abusos y desórdenes. El interés individual, el interés de cuerpo, y la falaz idea de que pueda continuar existiendo lo que ya debe de cesar de existir, hace reunir esta clase de interesados, y formar lo que única y verdaderamente debe llamarse facción o partido. La experiencia ha enseñado a mucha costa que cuando una reforma ha llegado a ser necesaria, el resistirla es transformarla en destrucción de los que la resisten; pero tal es la naturaleza humana, que ni la razón ni la experiencia son de ninguna fuerza en comparación del interés personal. Esta fue la principal causa de la abolición del gobierno constitucional a la vuelta del rey a la península. Todos los que temían el progreso de las luces, porque sus elementos eran las tinieblas, todos los que temían que la falta de mérito en un gobierno justo los volviese a la oscuridad, de donde jamás la justicia los hubiera sacado, todos los que debían su elevación a la influencia de un favorito en el anterior reinado, todos los que gozaban riqueza pública sin retribución de trabajo, autoridad sin virtudes, respeto sin sabiduría, honor y consideración sin merecimientos, y en fin, cuantos interesaban en los abusos y desorden que habían traído a la nación y su rey al borde del precipicio, todos conspiraron contra el gobierno constitucional, valiéndose de la calumnia, de la corrupción, de la hipocresía, y de todos los amaños y arterías para presentar al incauto pueblo como contradictorias las ideas de constitución y rey. Favorecíales para esta inicua empresa el poco y en parte el ningún conocimiento que los pueblos tenían del gobierno constitucional, porque su corta duración no pudo hacerles sensibles sus ventajas; favorecíales igualmente el prestigio del nombre del rey, cuyo amor habían cultivado los constitucionales hasta la idolatría, y fascinando al joven monarca lograron abolir el gobierno representativo, reinar en nombre de un soberano, a quien deprimían al mismo tiempo que adulaban, llevando el furor de la venganza, no solo a extinguir las ideas que les eran contrarias, sino también a acabar con todos los hombres que las habían producido o adoptado; y favorecíales, en fin, la virtud heroica con que los constitucionales se dejaron asesinar, sin resistencia, por no traer con ella sobre la devastada España los horrores de una guerra civil, tan funesta siempre a los vencedores como a los vencidos.

Apoderados estos hombres del gobierno, hicieron reinar al desgraciado monarca, no como rey de una nación, sino como jefe de un partido, y distribuyeron entre sí los puestos y destinos más elevados y de mayores provechos, ora sea en el orden eclesiástico, ora en el judicial, civil y militar, como despojo de vencido, y botín de campo de batalla.

Restableciose todo al ser y estado que tenía la moribunda España en 1808, cuya disposición por sí sola era suficiente para hundirla en su anterior abatimiento y volverla al abismo en que en aquel estado la había sumido: pero se añadió la impolítica e injusta persecución, que cubrió de luto y lágrimas a millares de familias, y pobló de víctimas las tumbas, las cárceles, los presidios y los castillos. Desaparecieron, lanzadas por la hipocresía, las virtudes cívicas, y aquel heroico entusiasmo que se había desplegado contra el usurpador, y así éstas como el espíritu de patria y honor fueron sustituidas por un egoísmo necesario. La nación, lejos de reponerse de las calamidades de la guerra, se empobreció en medio de la más profunda paz y de las más abundantes cosechas; perdió su gloria, y fue objeto de lástima o burla de las naciones extranjeras, pocos días después de haberlo sido de su admiración; el rey perdió el amor del pueblo, y fue tratado por los extranjeros en sus escritos con el mayor desacato y vilipendio; la deuda nacional creció en vez de disminuirse; el crédito público quedó arruinado; la defección de las provincias de Ultramar se aumentó y cobró fuerzas; el comercio se extinguió del todo, y en fin, el desengaño llegó a penetrar hasta las más incultas aldeas. Se conocieron las causas de los males, y se toleraron por moderación, esperando que el mismo gobierno haría las mudanzas que la necesidad exigía. El descontento de todos, el agravio de los oprimidos, el despecho de los engañados, la inseguridad personal, y el deseo innato de mejorar tan mala suerte, fermentaban en secreto a pesar del espionaje y delación. El monarca, en medio de sus buenos deseos, viendo las cosas a través del vidrio que sus aduladores le ponían, descansaba tranquilo en el cráter del volcán que aquellos habían encendido, y que le cubrían con los amaños y arterías, para que eran tan idóneos, como ineptos para conducir el Estado a su bien y el rey a su gloria.

Convencidos de que toda mudanza sería perjudicial a sus propios intereses, y no teniendo virtud ni remordimientos para desviar, a costa de algún sacrificio, el peligro que amenazaba, ocultaron al rey el verdadero estado de la nación; desmintieron con el descaro del despotismo la opinión pública que generalmente se descubría, y para ahogar una revolución indispensable y manifestada siete veces en cinco años, adoptaron los medios violentos e impolíticos que la engendran en donde no existe, y la precipitan donde está preparada.

Así expusieron a desastres interminables a la patria, que había sufrido tantos insultos, y al rey que los había colmado de honores y riquezas. Pero como estos últimos eran los únicos objetos de su corazón, poco les importaba la patria, si dejaba de ser su patrimonio, y menos el rey, si dejaba de ser instrumento de su ambición y sus venganzas. ¡Monarca digno de amor y compasión! Tras una juventud oprimida, y un largo y pérfido cautiverio, ¡te estaba reservado ser presa de una facción de hipócritas ineptos y malvados, que haciendo en seis años de paz más daño a la nación que el enemigo en los de la guerra, te enajenasen el amor de tus súbditos, te presentasen a la faz del mundo como un tirano, y te expusiesen a los horrores de una revolución! Si como lo lleva generalmente el orden de la naturaleza, se compensan los bienes con los males, ¡cuán grande será la gloria de tu reinado constitucional, si ha de compensar los males del mando absoluto! ¡Cuánta tu felicidad futura, si ha de compensar tus pasadas calamidades! Así parece que lo quiere la Providencia, pues la nueva carrera se te ha abierto, sin ninguno de los horrores que acompañan a las revoluciones, y se ha señalado con este prodigio tu entrada en el imperio de la ley, que ni adula ni insulta.

Seguramente España no hubiera permanecido tanto tiempo en el estado letárgico, ruinoso y degradante que tenía, si su situación geográfica no la tuviese fuera de contacto con las naciones poderosas y más civilizadas, pues en este caso, o la revolución se hubiera anticipado, o hubiera sido presa de cualquier príncipe ambicioso, que hubiese querido conquistarla. Extinguido el amor a su rey, sustituido el egoísmo al amor de la patria, difundido el descontento por todas las clases del Estado, sin crédito ni recursos, sin ejército ni marina, y con un gobierno desacreditado y aborrecido, que no contaba con fuerzas para defenderse, no podía esperar la nación peor suerte de pasar a otro dominio, que la que sufría por la rapacidad, ineptitud y crueldad de los gobernantes a que estaba entregada.

En tal estado la revolución era ya una consecuencia necesaria del abuso del poder, de la confusión del gobierno, y de la perspectiva de lo futuro, que era tan funesta como la de lo pasado. Y aunque aquella es, y debe ser en todo caso, el último recurso de todos los hombres que no saben pensar ni conocer los efectos de las pasiones que desencadena, apenas había ya quien no la desease: los sabios estaban decididos a ella por la convicción de la necesidad que la traía; los irritables por su sensibilidad a la opresión; las almas fuertes por la indignación que excita un gobierno en manos indignas; los denodados y fogosos por el glorioso deseo de arrostrar peligros en una noble y justa causa; los ofendidos por su resentimiento, y la nación entera por el instinto de la propia conservación, y tendencia natural a mejorar de suerte. Ya se había llegado a la línea de demarcación que indica el momento en que se debe dejar de obedecer y empezar a resistir: solo faltaba una ocasión oportuna en que estallase y se descubriese la opinión general; y la disposición del pueblo y el ejército reunido en Andalucía para hacer la costosa y mal preparada expedición de Ultramar, facilitaron los medios, proclamando el primero la libertad de la patria. El ejército tenía a la vista el poco resultado de otras expediciones; había conocido la perfidia con que el año 14 se abusó de su lealtad al rey; notaba entre ésta y las primeras expediciones la enorme diferencia de que éstas habían ido a sosegar turbulencias injustas, y llevar a la España ultramarina la libertad y santas leyes de nuestra Constitución, que establecida en ella hubiera hecho la felicidad de sus vastas regiones; pero esta última llevaba el despotismo, que asolaba la España europea; estaba penetrado de que si la sublevación de las provincias insurgentes fue de principio injusto, ahora su resistencia tomaba el carácter de defensa de sus derechos naturales, rechazando la opresión de un gobierno destructor. Por tanto creía que enviarle a guerras sin gloria, y sin prepararle el triunfo por otros medios más que su fuerza física, era querer deshacerse de él como de un enemigo peligroso; era comprar a costa de su sangre un nuevo número de esclavos en los insurgentes que redujese; y en fin, era manifestar el deseo de privar a la nación del apoyo de sus valientes, únicos restos que quedaban de los 200.000 guerreros que tenía a principios del año 14, y cuya gloria y merecimientos hacían sombra a los proyectos de la oligarquía teocrática que dominaba. El ejército lo había visto todo, lo había sufrido, pero su obediencia no era envilecimiento: las virtudes y el valor de los vencedores de la Albuera y San Marcial estaban sofocados, pero no extinguidos; su corazón en secreto daba culto al numen de la patria, desterrado por el ídolo de la adulación; la disciplina del guerrero, aunque severa, no es la ciega abnegación del cenobita; el ejército estaba reunido, su opinión era general y conforme al voto de la nación, y en él residían los medios de anunciarlo y sostenerlo. La tentativa de julio del año anterior se había frustrado, la disposición y resolución no era igual en todos los cuerpos, aunque el deseo fuese el mismo; pero esto nada importaba, bastaba el primer impulso, y llegó su momento. El día primero de este año vio el sol, por primera vez en el mundo desde su creación, un ejército libertador de su patria, sin deslucir el trono de su rey. Un caudillo animoso se presenta a las filas: «Basta de sufrimiento, dice, guerreros de España hemos cumplido con el honor; más larga paciencia sería vileza y cobardía: el rey y la patria son esclavos de una facción; restablezcamos el imperio de la ley; devolvamos su libertad al pueblo y su gloria al trono.» El grito universal de ¡libertad! ¡Constitución! ¡patria! puebla los aires, y resuena en las llanuras de las Cabezas: 6.000 bayonetas siguen a sus intrépidos caudillos, ocupan los libertadores la inexpugnable situación de la Isla, después de proclamar solemnemente el código sagrado de la libertad, y juran con la fuerza de la razón y el entusiasmo del valor su observancia y defensa hasta la muerte.

A la noticia de tan bizarra empresa, todas las provincias comenzaron a fermentar, y a proporción de sus circunstancias se presentaron bajo el mismo aspecto, con el mismo espíritu y con la misma decisión. El fuerte gallego, el noble asturiano, el bravo navarro, el infatigable murciano, el esforzado aragonés, el impávido catalán, todos repitieron la misma voz, todos proclamaron la Constitución, todos corrieron a las armas para defenderla, todos formaron gobiernos populares y provisionales para establecerla, y todos acataron a su rey al mismo tiempo que recobraron su libertad. Las provincias interiores y la capital, ardiendo en los mismos deseos, esperaban que el gobierno, viendo abierto el abismo en que podía hundirse el trono, evitase la necesidad de un movimiento popular, siempre peligroso y terrible; pero aunque todo lo podían esperar de su rey, nada tenían que esperar de los gobernantes que le sitiaban. Lejos de esto, los hipócritas observando el silencio de la felonía y deslumbrando al monarca, consumaban la carrera del crimen, armando los brazos fratricidas sin el menor escrúpulo, para inundar en sangre la patria y tener el placer de conservar el mando despótico, aunque fuese sobre escombros y cadáveres. ¡Insensatos! Ignoraban la verdad más trivial de la historia, a saber, que las naciones nunca perecen, y lo que en ellas perece son los gobiernos. Casi todas las provincias de la circunferencia de la Península estaban declaradas en armas y con gobierno provisorio; ya la opinión se enunciaba francamente; el cobarde espionaje se ejercitaba sin resultado alguno; casi a las puertas de la capital se había proclamado la Constitución por un cuerpo de tropas, que tranquilamente ocupaba y recorría la Mancha: el imperio anticonstitucional no se extendía a más que desde Aranjuez a Guadarrama, el horizonte que se descubre desde palacio era el límite del reino de Fernando sin Constitución; los gobernantes podrían decir, «ya no poseemos más que lo que vemos,» y aun el gobierno no había dicho nada al pueblo; no se habían atrevido a llamar en público traidores y rebeldes a los dignamente levantados, porque eran muchos, y temían tener que sucumbir a la razón apoyada de la fuerza. Los segundos agentes emplearon por adulación tan odiosos nombres, último obsequio que podían hacer al despotismo moribundo; pero ya toda España sabía que las naciones no se rebelan, porque tienen derecho de darse o exigir un gobierno conveniente y justo, y que quien se rebela son los gobiernos, cuando son injustos, y porque no tienen derecho de tiranizar a las naciones.

Ya era llegado el momento de la explosión, retardada mes y medio por la prudencia de los buenos, y hecha al fin precisa por la mala fe de los gobernantes, que en ello hicieron el último mal que pudieron a la patria y al rey, como fue exponerlos a los terribles esfuerzos de una revolución. Pero no temáis, ¡amada patria, y monarca querido! Los que os salvaron antes del poder de los enemigos exteriores, os salvarán ahora de las garras de los internos, cuya hipocresía os ha conducido al precipicio. El pueblo y el ejército están unidos, los hombres buenos de todas las clases, en lugar de encerrarse en sus casas, en lugar de abandonar al pueblo a los excesos, se pondrán a su cabeza, conducirán su movimiento, refrenarán su fogosidad, conservarán el orden, inspirarán respeto a la dignidad real, la harán conocer su estado, y le manifestarán honradamente sus necesidades; su carácter será el de una resolución invariable, sus armas serán palmas, su grito Ley y Rey, su divisa la Constitución. Ninguna voz de «muera,» ni aun dirigida a los malvados, empañará el aire puro de libertad y gloria que llenará nuestra atmósfera el día 7 de marzo. Así fue puntualmente; el pueblo y la heroica guarnición de Madrid, hechos lo que realmente son, una familia de hermanos, se cubrieron de una gloria a que ninguna nación ha llegado, haciendo una revolución, sin mover una bayoneta, sin una gota de sangre, sin desorden alguno. En la guarnición desde el general hasta el último soldado, y en el pueblo desde el sabio hasta el más inculto, parecía haberse despertado como por encanto una gloriosa y nunca vista emulación de ejercitar las nobles y sublimes pasiones que elevan a los hombres sobre su común esfera. Nunca se vio tanta unión y fraternidad; nunca se enunció la voz de patria, ley, rey, con la virtud y dignidad que merecen tan caros objetos. ¡Amor santo de la patria! tuyo es este prodigio; tú convertiste a los guerreros en héroes de paz, y a los ciudadanos en soldados de la razón. En este día prometió S. M. jurar y guardar la Constitución de nuestra monarquía, y verificado este juramento el día 9, con la mayor espontaneidad del bondadoso monarca, el entusiasmo y la alegría pública no tuvieron límites: reuniones, fiestas, iluminaciones, canciones patrióticas, animadas del grito de: «Viva la Constitución, viva el rey constitucional,» formaban el delirio de placer, a que se entregó el pueblo sin intermisión los días siguientes, por manera que la Junta habló con exactitud geométrica el día 2 de mayo, cuando dijo que la revolución de España y variación de su gobierno se había hecho con seis años de paciencia, un día de explicación y dos de regocijo.

Pero las nuevas instituciones que acababan de jurarse a la faz de Dios y de los hombres, no podían ser establecidas por los principales agentes del anterior gobierno; el pueblo necesitaba garantía de la buena fe de éste, y el rey de la seguridad y decoro de su trono y Real persona. Objetos tan sagrados no podían entregarse a la justa desconfianza que debían inspirar al pueblo los gobernantes del régimen arbitrario, y al rey la instabilidad y riesgos de los movimientos populares. De aquí nació la formación de esta Junta provisional, compuesta de personas de la confianza del pueblo y de S. M., quien el día 9 la mandó reunir para consultarle las providencias que emanasen del gobierno, hasta la reunión de las Cortes que debían convocarse cuanto antes.

Reunida la Junta, y animada del mejor deseo del acierto, comenzó sus trabajos por fijar sus ideas, para que sus operaciones no incurriesen jamás en contradicciones o en errores, que por pequeños que fuesen en sí, la naturaleza de las circunstancias podía hacerlos de la mayor importancia y trascendencia. De pequeños principios y deslices, al parecer despreciables, nos manifiesta la historia que han tenido origen los grandes y funestos sucesos que han trastornado los gobiernos y las naciones en crisis de esta especie. Generalmente se ha creído que una revolución es una mudanza de gobierno, y se ha confundido una idea, que bien conocida de los pueblos o de los que los han guiado en tales casos, los hubiera libertado de grandísimos males. La Junta se penetró bien de que la revolución es la reacción natural de la libertad contra, la opresión, y la mudanza o variación de gobierno es, o debe ser, su objeto. Toda revolución que dure más de un día, es necesariamente sangrienta y desgraciada, porque su duración supone falta de gobierno, y a esta sigue inmediatamente la anarquía.

De aquí se siguen dos consideraciones de consecuencia gravísima: 1.ª Que la revolución, o lo que es lo mismo, la reacción de la libertad contra la opresión, siendo una operación física, debe ser igual y contraria a la acción que la produjo; y esta es la causa por que las revoluciones de Inglaterra, Francia y otros países han cubierto de sangre y de delitos su suelo, vengando en meses o años de reacción la opresión de siglos enteros. Pero si la prudencia puede quitar a la reacción este carácter de física, y hacerla en cierto modo moral, entonces las leyes se varían tranquilamente, y sin horrores ni crímenes, antes bien poniendo en ejercicio las virtudes. 2.ª Que toda variación, o sea revolución, por ceñirnos a la expresión vulgar, que haga el pueblo por sí mismo, debiendo ser larga, y por consecuencia, desgraciada, y acabar en nueva tiranía, solo puede ser feliz cuando indicada por el pueblo, sea ejecutada por el gobierno mismo; de lo que se sigue que es necesario conservar el gobierno, y no así como quiera, sino conservarle con la consideración y fuerza necesaria para que se haga obedecer. La fuerza disuelta y tumultuaria de los pueblos no sirve, por grande que sea, para establecer nuevas instituciones; solo puede hacer esta operación con la fuerza continua y reunida de los gobiernos. Así pues, lo que necesitábamos era trasformar el gobierno, pero no destruirle. De haber comenzado los pueblos por destruir su gobierno, han resultado las calamidades de todas las revoluciones, y esto provino de haber trasportado a los hombres el aborrecimiento que solo debe tenerse a las cosas. Las naciones en una larga serie de siglos, asesinando príncipes y magistrados, no han hecho más que sustituir un tirano a otro; si en lugar de decir, «muera el tirano,» hubieran dicho, «muera la tiranía,» lo hubieran acertado.

Como las tempestades en el orden físico de la naturaleza, son las revoluciones en el orden moral de la sociedad. Aquellas son un efecto necesario del desorden y falta de equilibrio de principios naturales, y éstas lo son del abuso del poder y falta de equilibrio en los derechos y obligaciones; el efecto de las primeras es el restituir el vigor y lozanía a la mustia y moribunda naturaleza, y el de las últimas restablecer la fuerza de las leyes protectoras de los pueblos. Pero el efecto de las primeras es fijo y seguro, porque la naturaleza obra siempre por leyes invariables; y el de las segundas es tan vario, como lo son las opiniones que dominan en los hombres; y de aquí procede, que la mayor parte de las revoluciones han acabado por establecer una nueva tiranía sobre las ruinas de la antigua, porque no fijándose en principios seguros la marcha de las nuevas disposiciones, su continua y penosa situación fatiga a los pueblos y a los gobiernos, y se abandonan a la muerte; los unos, cansados de no ver cumplidos nunca sus deseos, y los otros, de no acertar a satisfacerlos; aquellos de tocar males en lugar de los bienes que se prometían, y éstos de encontrar vituperios donde esperaban alabanzas.

El movimiento del ejército y del pueblo había sido solo el relámpago precursor de la tempestad que amenazaba, preñada de venganzas, pasiones e intereses opuestos, que nunca se concilian, una vez desatados; y ¿cómo impedir su funesta explosión? Conteniendo la exaltación, y desarmando la arbitrariedad; guiando al monarca por el camino de la ley, y al pueblo por el de la obediencia nacional; anticipándose, o previniendo la explosión de la revolución, así como el sabio físico, que para evitar la de una nube, la descarga del eléctrico, y restituyendo por este único y verdadero medio el equilibrio a la naturaleza, restablece la atmósfera a su brillante serenidad, sin pasar por los horrores del trueno, ni los estragos del rayo.

No adormecía al vigilante celo de la Junta la apariencia de tranquilidad y buen orden con que el pueblo había hecho su movimiento, porque conocía que nunca en su principio se desencadenan las pasiones innobles que las revoluciones abortan, ni se manifiesta en el principio la discordia, porque la primera impresión del peligro causa naturalmente la unión, que la imprevisión atribuye a igualdad y convicción de principios. Lejos de este funesto error, la Junta comprendía toda la extensión de las consecuencias necesarias de una revolución, que cualquiera que fuera su primer aspecto, podía ser tanto más terrible, cuanto además de romper el antiguo yugo del poder arbitrario, tenía que vengar a la razón ultrajada, por seis años de persecuciones inicuas que habían ofendido a todos y hecho gemir millares de familias; añadíase a esta consideración la del efecto que producen en tales crisis las teorías exaltadas, que confunden los hombres con las cosas y el derecho del pueblo con su fuerza, no considerando que no hay derecho contra razón en nadie, aunque en el pueblo hay fuerza para todo.

La situación en que se hallaba la Junta era delicada, porque su fuerza moral tenía que ser a un mismo tiempo el escudo del rey y del pueblo; uno y otro esperaba de ella la seguridad de sus respectivos derechos, y era dada por ambos como una garantía mutua de sus operaciones. Tal se consideró la Junta, tal se hizo considerar del pueblo y del gobierno, para que ambos se persuadiesen de que conservaría escrupulosamente la línea de demarcación de sus derechos y obligaciones, y nada propondría que no fuese dirigido a guardar y asegurar los del trono y los del pueblo, evitando cuidadosamente toda invasión del uno sobre los del otro, que es el verdadero medio de derramar el saludable bálsamo de la confianza, único calmante de las agitaciones políticas. Tenía, pues, que contener la natural tendencia del pueblo y del gobierno a arrogarse derechos, y disminuir obligaciones; y como el mantener este justo equilibrio, así como es la mayor dificultad, es el único medio de llevar a efecto la salud de la patria, la Junta formó desde luego la resolución de mantenerle tan invariable, que el que hubiese querido invadir los derechos del otro, hubiera tenido que pasar por encima de sus cadáveres, así el pueblo para atacar los derechos del trono, como el rey para invadir los del pueblo.

Difícil cosa parecía que nuestra revolución no fuese acompañada de los desastres que todas las de otras naciones, pero la Junta se atrevía a esperarlo, siguiendo sus principios, y aprovechando con arreglo a ellos el momento decisivo que cada cosa tiene en el mundo, y aunque conocerlo y aprovecharlo sea el mayor esfuerzo de la prudencia, sus buenos deseos le ocultaron la escasez de la suya, fiada en que, tomando sobre sí la revolución en el instante de su crisis, podría darle una dirección fija y favorable, y conseguir así el sujetar sus resultados o cálculo; porque sin una dirección determinada, las revoluciones marchan ciegamente entregadas al acaso; los hombres no ven el fondo del abismo que se abre a sus pies, y cada día es una nueva revolución, que aborta y engendra al mismo tiempo sucesos, que los hombres más sabios no pueden esperar ni prevenir. Uno de los principales resultados que la Junta se proponía sacar de su conducta, fundada en estos principios, era hacer amable la causa de la libertad, separando de ella las tristes escenas que suelen acompañar, o más bien impedir su establecimiento, y lograr que el despotismo huyese de vergüenza y confusión del suelo de las Españas, probando al pueblo y al gobierno que la libertad bien organizada, no solo se conforma con la ley, sino que la fortifica y ennoblece.

No era menos grave el cuidado que la Junta debía tener de no dejarse sorprender, tanto por los extravíos de la exaltación de los amantes de la libertad, como por las arterías y sugestiones de los enemigos de ella, y mucho más conociendo la astucia de los últimos para sacar partido y servirse de la efervescencia de los primeros, como del instrumento más apropósito para minar los cimientos de la libertad naciente. La exaltación por sí sola, en cualquier sentido que sea, trae consigo la intolerancia y la infracción de las leyes protectoras de la libertad, y presentando siempre a los gobiernos un estado inseguro y revolucionario, tiraniza la opinión, y esparce la alarma y la zozobra. La Junta, pues, se propuso, como un principio de conducta de la más alta importancia, evitar toda exaltación en sus disposiciones, y no dar margen a la pública, fijando en su corazón la importante verdad de que: «Los reyes se harán tiranos por política, siempre que sus súbditos se hagan rebeldes por principios.»

Tendida la vista sobre el vasto espacio de las revoluciones, y adoptados principios generales para conducirla felizmente, faltaba todavía considerar los obstáculos que presentaba el estado particular de las provincias. La guerra civil había comenzado desde que el ejército, reunido en Andalucía, recibió la orden de obrar hostilmente contra las tropas de la Isla; la causa y el nombre de nacional de un ejército, y de real otro, hacían verdaderamente enemigos unos de otros a los españoles, y las hostilidades empezadas entre los dos ejércitos, ofrecían ya todo el carácter y encarnizamiento de una guerra civil.

El aspecto de las provincias levantadas, que habían formado sus juntas provisorias cada una de por sí, y cortado toda comunicación con el gobierno, partiendo sin uniformidad, aunque con el mejor orden interior, amenazaba una escisión, o que tal vez levantase la cabeza la hidra del federalismo. El gobierno acababa de ceder, después de dos meses de lucha; su trasformación de absoluto en moderado no podía ser obra de un momento, y hasta que los principales agentes fuesen sustituidos por otros, y el régimen constitucional se estableciese, ni el ejército de la Isla, ni las provincias podían ni debían dejar su actitud imponente y armada, porque esta era su única salvaguardia y garantía; invitarlos a desarmes y a entrar en comunicación de pronto, sin que antes se les diesen pruebas de la buena fe y decisión del gobierno, podía parecer un lazo tendido por éste para reducirlos a la obediencia pasiva, y como no tenían ciertamente motivos de esperar ningún bien, y sí de temer todo mal, según la experiencia de seis años, su suspicacia era justa, era necesario respetarla, y abrir a la confianza el único camino de la buena fe, con pruebas indudables de una marcha leal y constante por la noble senda de las nuevas instituciones. Esta marcha debía ser rápida, mas no imprudente y precipitada; sus providencias debían ser esenciales, y no solo para las provincias que no habían negado la obediencia, sino generales para todas, porque siendo dirigidas a restablecer el sistema constitucional, debían ser admitidas hasta de aquellas en que sin gobiernos provisionales se hubiesen anticipado a dictarlas en sus distritos.

Poner en acción, al mismo tiempo que las leyes fundamentales se juraban, todas las providencias que el gobierno representativo dictó en tres años, tenía el inconveniente de excitar y promover la confusión en las segundas manos del gobierno, y cada agente hubiera dado en su ejecución más preferencia a unas que a otras, y el ejecutarlas todas a la vez, sobre ser imposible, hubiera sido el modo de que ninguna se hubiese llevado a efecto, y en lugar de una mudanza de gobierno, se hubiera hecho una completa desorganización de todos sus ramos. Además de esto era de observar, que siendo muchas de las disposiciones contenidas en los decretos de las Cortes y órdenes de la Regencia, propias del momento en que se dieron, y que cesaron con las circunstancias que las habían producido, el discernimiento de éstas con las que debían restablecerse, sería tan vario como los funcionarios que debían ejecutarlas. En fin, bien meditado este punto, tomó la Junta el prudente partido de los buenos médicos, que no administran al enfermo de una vez toda la medicina que necesita, por segura y saludable que sea, sino con proporción a la posibilidad de sus fuerzas físicas, y con el tiempo necesario para que obre, sin la interrupción o nulidad que causaría su acumulación. Y en fin, si la Junta hubiese exigido la sanción real, de una vez, a todo lo mandado por las Cortes, habría faltado al principio que adoptó, de conservar al gobierno toda la dignidad y decoro que le da y asegura la misma Constitución; su conducta hubiera sido tachada de violenta, y este mismo carácter tendría la sanción real, si se hubiese dado sin el tiempo necesario, para que fuese obra y resultado de examen y de íntimo convencimiento.

Pero así como la precipitación de las disposiciones para el restablecimiento del régimen constitucional sería imprudente y peligrosa, su lentitud causaría el enorme perjuicio de dilatar los buenos efectos de su ejecución, y de tener que ocuparse las Cortes en su plantificación, luego que se instalasen, en lugar de los grandes objetos legislativos a que debían consagrar sus tareas. Para evitar, pues, ambos inconvenientes, fijó la Junta la atención en la sucesión que debía darse al restablecimiento de aquellas disposiciones según su importancia, dando la primera en su juicio a las que eran orgánicas y constitutivas del nuevo régimen; era también preciso darlas en un orden bien meditado, que las primeras facilitasen la ejecución de las segundas, y éstas la de las sucesivas, porque no es menos importante establecer leyes, que el facilitar su ejecución.

La naturaleza de la Junta y el espíritu con que fue creada, era de una corporación cogobernante con el monarca, pero el carácter que se le dio por escrito, fue de consultiva hasta la reunión de las Cortes. Esta notable diferencia en hombres de menos cordura, pudiera haber causado muy malos efectos (pues desde luego produjo alguna inquietud en el público que procuró desvanecer), pero como apenas hay cosas de que el verdadero celo no pueda sacar partido, y volverlas en bien de la patria, cuando ésta es la única pasión del hombre público, la Junta se propuso servirse de esta misma diferencia, para presentarse bajo el aspecto que fuese más conveniente en su caso, no excitar celos en el gobierno, ni ideas quiméricas en el pueblo, y poder conservar el ejercicio de su atribución sin degradar al uno, ni exaltar al otro. Otra consideración también de la mayor importancia, decidió a la Junta a tomar este término, y es la de que todas las corporaciones populares de esta clase, en tales casos, vienen a acabar con los gobiernos, por poco que en ellas se mezcle la ambición, o el furor de captar la popularidad; y si evitan estos escollos, por poca resolución o confianza, incurren en el opuesto de entregarse al gobierno, y ponen al pueblo en el caso de una revolución para recobrar los derechos de que se cree despojado, cuando considera a la autoridad de su elección y confianza en una opresión o dependencia precaria del gobierno. En ambos casos peligra la causa del trono y del pueblo, y la historia de las revoluciones nos conserva la memoria de los males que han procedido de este origen, para que la Junta los olvidase, y no tratase de evitarlos.

La Junta, pues, con arreglo a estos principios, debía ir dejando su popularidad y transferirla al gobierno, a proporción de las pruebas que éste diese de su buena fe y decisión por el sistema constitucional; conservarle el respeto y decoro que los movimientos populares hacen vacilar, y cuya depresión es el precursor de la caída de los tronos y de la subversión de la sociedad; conciliar e identificar el amor a la ley y al rey, y preparar la reunión de Cortes en términos que éstas hallasen ya organizado y en acción expedita el gobierno constitucional, y estuviesen desembarazadas de todas las atenciones que no fuesen las legislativas.

Estos son los principios que la Junta adoptó por norte de su conducta en las espinosas circunstancias, en que plugo a la Providencia fiar a sus cortas luces y débiles hombros el grave cargo que hoy finaliza, y cuyo desempeño, cualquiera que haya sido, presenta al juicio de la nación.

Indicados con la posible rapidez y concisión los más esenciales principios que la Junta adoptó por base de sus operaciones, y los objetos que con ellos se proponía, pasa a hacer un ligero bosquejo de aquellas, citando como comprobantes algunos documentos, pues el referir todos los trabajos sería inútil e impertinente, y mucho más quedando en poder del Congreso para el uso que estime conveniente.

Corto ha sido en verdad el espacio de cuatro meses, que la Junta ha estado al frente de los negocios públicos, pero tan fecundo en materias de su instituto, que para no hacer una aglomeración informe y pesada de sus operaciones, es preciso clasificarlas, reduciendo a una gran sección las pertenecientes al restablecimiento del régimen constitucional, y a otra, las tocantes a la marcha del gobierno de la monarquía, durante las funciones de esta corporación; y dividiendo después estas dos secciones en las subdivisiones más esenciales, sin mencionar la multitud de pequeños incidentes, que si bien han sido objeto de su trabajo, no deben serlo de su conmemoración, pues aunque han contribuido a establecer el orden, se han confundido después con el mismo, así como las fuentecillas que concurriendo a formar los ríos, se confunden con ellos, al mismo tiempo que ayudan a formar su caudal.

Después de esto, la Junta provisional daba cuenta del estado de los negocios en cada ramo y en cada departamento de la administración pública, bajo los epígrafes de: Reunión de la opinión al centro del gobierno constitucional: –Correspondencia con las Juntas provisionales: –Convocatoria y reunión de Cortes: –Gobierno: –Relaciones exteriores: –Administracion pública: –Ultramar: –Negocios eclesiásticos: –Hacienda: –Marina.

De buena gana trascribiríamos también estos interesantes datos, mas no nos es posible por su mucha extensión.



II
Dictamen de la Comisión nombrada por las Cortes para presentar un proyecto de ley que asegure a los ciudadanos la libertad de ilustrar con discusiones políticas, evitando los abusos.


La Comisión encargada de proponer un proyecto de ley que asegure a los ciudadanos la libertad de ilustrar con discusiones políticas evitando los abusos, ha meditado muy detenidamente sobre tan delicada materia, tomando en consideración la tendencia del corazón humano, lo que arroja de sí la historia de las asociaciones creadas al parecer por el celo patriótico, pero sin la concurrencia de la autoridad y las disposiciones positivas de nuestras leyes no derogadas aún, y sobre todo teniendo siempre clavados los ojos en la letra y espíritu de la Constitución política de la monarquía. Si la natural propensión de los individuos los impele a dar ensanche cada uno a lo que mira como propiedad o atribución suya, los cuerpos políticos, o sea estos mismos individuos formando asociación, pugnan incesantemente para dilatar la esfera de sus facultades. Y de aquí la imperiosa necesidad de que la ley marque sus límites de un modo positivo, y vele de continuo para que no sean traspasados.

Examinadas bajo este punto de vista las sociedades patrióticas, las federaciones, &c., se hallaban en vísperas de llegar a un término que hubiera llenado de amargura a sus mismos fundadores y a los asociados primeros. Erigidas por el más interesado patriotismo para sostener la vacilante opinión pública en los días de mayor crisis, cooperaron a preservar tal vez la nación de las reacciones más ominosas, calmando la ansiedad de los leales, enfrenando las maquinaciones de los disidentes, y templando la vehemencia de los impetuosos. Pero sentado ya majestuosamente el edificio de nuestra libertad civil, y obtenida en 9 de julio toda la garantía que es de desear en lo humano, la regeneración política, consiguiente al nuevo sistema, debió ser obra de los elementos que ha señalado la Constitución misma, sin la concurrencia de otro alguno, por plausible que pareciese. Partiendo de base tan sólida las sociedades, según la organización que se habían dado y el noble orgullo que les inspiraban sus servicios, se encontraron naturalmente en una posición muy difícil desde la instalación del Congreso, como lo reconoció alguna de ellas, tomando el prudente acuerdo de disolverse. Su propagación y relaciones mutuas caminaban sin advertirlo a una especie de proselitismo, que la novedad, el fuego de la juventud y otras mil concausas multiplicarían más y más cada día. No era de esperar que retrocediesen en su marcha, pues en los momentos de oscilación ejercieron cierta potestad tribunicia, forzando, por decirlo así, en sus mismas trincheras a las autoridades precarias e interinas, para que no se desviasen una sola línea de la senda constitucional. Emprendida ya ésta por autoridades y cuerpos estables bajo la ley de la responsabilidad, la censura de la imprenta y la vigilancia de las Cortes, legítimamente congregadas, debía temerse o que el ardor del celo entorpeciera a los respectivos poderes en el desempeño de sus atribuciones, invocando como auxiliar el extravío de la opinión de la incauta muchedumbre, o que en un momento de fogosidad se avanzasen procedimientos inconsiderados, cuyo menor resultado sería el descrédito de las nuevas instituciones, y una cooperación indirecta a los conatos de los malvados que la detestan en su corazón. La Comisión no hará ciertamente las odiosísimas comparaciones del desenredo que tuvieron en una nación vecina las juntas que habían empezado como el modelo de amor a la patria, y que blasonaban de ser el baluarte de la libertad. Otra es la circunspección, la sensatez y cordura del pueblo español. Y pues cuenta además, como patriotismo exclusivo suyo y de su presente generación, la gloria de haber combinado un sacudimiento universal sin convulsiones anárquicas, sabrá no desmentirse en el progreso de su generación, y se elevará desde el abismo de la esclavitud hasta la cumbre de una libertad anchurosa, sin que se turbe por un solo momento el orden público. Pero la Comisión no puede olvidar ni debe pasar en silencio los sucesos domésticos.

El celo por la conservación de antiguas franquezas dio origen a la liga de Lerma en los días de don Alonso el Sabio, cuyos tristes resultados experimentó y describió él mismo en el libro de Las Querellas. Son bien sabidas las hermandades que para contrarrestar las demasías de los tutores y potentados, durante la menor edad de don Alonso el Onceno, se otorgaron en Burgos el año 1315, y aun fueron confirmadas en las Cortes de Carrión en 1317. A su imitación y para sostén de la pública libertad, creose la de 15 de setiembre de 1464, cuyo trágico fin se dejó ver en Ávila al siguiente año, y solo pudo conjurarse otorgando exorbitantes donativos a los coligados, según respondió al reino Enrique IV en la petición cuarta de las Cortes de Ocaña de 1469.

Entretanto en Aragón los ricoshomes de natura e mesnada, los hidalgos e infanzones con los magistrados de voto en Cortes, jurándose mutua fidelidad, socolor de mantener su Constitución, atacaron más de una vez el trono constitucional, dictando leyes y usando de sello particular, y arrancando el reconocimiento de este ominoso derecho a Alfonso III en 1287, y a don Pedro IV en 1347, hasta que poco después le borró este monarca con su misma sangre, de acuerdo y en presencia de las Cortes, como nocivo al Estado e injurioso al Rey.

Se dirá quizás que otra es la situación del reino, la índole de nuestra Constitución actual, el origen u objeto de las sociedades o federaciones patrióticas, pues que se encaminan únicamente a difundir las luces o rectificar la opinión, y a desplegar por los medios legales el derecho de petición que concede a todo español la ley fundamental del Estado. Sea así enhorabuena. Pero la Comisión debe manifestar al Congreso sin reserva, que estando todavía en su infancia dichas asociaciones, se advierte ya una fraternidad y enlace entre sí mismas, que tiene todos los síntomas de federación y de alianza ofensiva y defensiva, si es lícito hablar así; que han llegado a sus manos impresos de algunas con un tono muy amenazador; bandos fijados por otras en el lugar de su residencia, cuyo lenguaje es enteramente subversivo; escritos, en fin, dirigidos a las Cortes y que obran en su Secretaría, en los cuales se califican a sí mismas de parte integrante de la representación nacional. Y si a esto se añaden la celebración de sesiones secretas, las circulares y correspondencia recíproca, las derramas de caudales y la animosidad indecible de ciertas peroraciones públicas en que no se respetó cuanto hay de sagrado entre los hombres, ¿será por ventura temeridad el recelar, que acrecentando con el tiempo su poderío llegasen un día a comprometer abiertamente la pública tranquilidad? ¿Quién respondería de ella la mayor parte del año en que no deben estar congregadas las Cortes, si a vista, ciencia y paciencia de ellas desplegan un carácter tan imponente?

Todavía la Comisión, ansiosa de acertar en su dictamen y de no desviarse un ápice de la ley, ha procurado registrar escrupulosamente las que se hallan en nuestros códigos vigentes. Empezando por el de las Siete Partidas, trató de analizar la opinión vertida en este salón mismo, de que son legítimas semejantes asociaciones, aunque desde luego le parecía una paradoja, que un cuerpo de leyes que prohijó las falsas decretales en menoscabo de nuestra antigua disciplina, que ensanchó los límites del poderío real en los términos que expresa la ley 12, título 1.º, partida 1.ª, que canonizó los feudos y los tormentos, autorizase las cofradías y asociaciones sin la intervención del gobierno. Pero no es esta la vez primera que se ha abusado del texto de ellas para apoyar actos contrarios a su verdadero sentido, por los que se vio turbada la seguridad del Estado. Los descontentos en tiempo de don Juan II alegaban en favor de su levantamiento la ley 25, título 13, partida 2ª, y el reino hubo de pedir su declaración o derogación en caso necesario, como se hizo muy circunstanciadamente por carta real publicada en Olmedo a 15 de mayo de 1445. La ley 10, título 1.º, partida 2.ª que se invoca ahora para el sostén de las sociedades, literalmente tomada, no es más que un retazo copiado de las Obras políticas de Aristóteles, en donde se da la definición del tirano usurpador de los tronos, y se hace la descripción de las malas mañas que emplea para sostenerse, tales como la persecución de las letras, el empobrecimiento de sus esclavos, la prohibición severa de toda reunión, &c. ¿Cómo puede aplicarse esta doctrina a los imperios bien constituidos? Por tal reputaba el suyo el hijo y sucesor de San Fernando. En sus días se permitieron los ayuntamientos legítimos de todas las clases; ni le excedió príncipe alguno, coetáneo suyo, en el celo para dar impulso y dispensar protección a las luces que tanto aborrecen los déspotas. Y sin embargo, tratando la ley 4.ª, título 3.º, partida 6.ª de aquellas personas o cuerpos que no pueden ser instituidos por su incapacidad, se explica así: «Otro sí, no puede ser establecida por heredera ninguna cofradía ni ayuntamiento que fuese fecho contra derecho o contra voluntad del rey o del príncipe de la tierra.» Es visto, pues, que desaprueba y califica de ilegales todas las reuniones en forma de corporación que se organizan por autoridad propia. Ni es esta una doctrina nueva introducida por las Siete Partidas. Es, sí, un principio eterno del derecho social, que no puede ser desatendido sin barrenar los cimientos de la misma sociedad.

La Recopilación le adoptó en sus leyes, descendió a mayores detalles, y declaró nulas y punibles todas y cualesquiera asociaciones gremiales, académicas, religiosas y civiles, que no hubiese autorizado el gobierno, previo el reconocimiento de sus ordenanzas, señaladamente la ley 42, título 12, libro 12, como que profetiza las maneras que emplean, y el desenredo a que suelen llegar ciertas juntas, cuyo fin aparece muy plausible.

Pero lo que ha llamado más la atención de la Comisión es la letra y espíritu de nuestra Constitución política. No refutará, porque no merece seria refutación, la inteligencia que se pretende dar al artículo 371. Escribir, imprimir y publicar bajo la responsabilidad de las leyes sobre libertad de imprenta; he aquí lo que se permite en él a todo español. ¿Y podrá aplicarse a las peroraciones verbales la voz publicar sin que se violente de todo punto el genuino sentido de las palabras?

La Constitución otorga a todo español el derecho de censurar por escrito las operaciones de los funcionarios, como un freno de la arbitrariedad de los que gobiernan. Otórgales además el derecho de petición ante las Cortes o el rey, creando esta acción popular para la estabilidad de la ley fundamental. Pero cuando trata de la instrucción pública, de este agente tan poderoso para arraigar el sistema, lejos de autorizar a cada uno para que levante cátedras, arengue en plazas o en cafés, y se inaugure con el dictado de maestro, previene, por el contrario, que la enseñanza sea uniforme y corra a cargo de la dirección de estudios, bajo la autoridad del gobierno y sobre las bases que dictaren las Cortes. Luego no solo no permite, sino que prohíbe virtualmente las patentes de propagandistas que se arrogasen los individuos aislada o colectivamente. ¿Ni quién podrá responder de la indispensable uniformidad de la enseñanza si se dejase al arbitrio y capricho de cada uno el erigirse en doctor de la ley? Tratando de la Constitución misma, vincula su enseñanza a las universidades y establecimientos literarios donde se enseñan las ciencias eclesiásticas y políticas. Y si la ha generalizado el gobierno, debe esto entenderse de su lectura y explicación obvia para que se decore hasta por los sencillos campesinos, y empiecen a deletrear por ella los párvulos y a mirarla con cariño. La Comisión partiendo de estos principios, califica de ilegal y reprensible, así la frialdad o desafecto, como el calor y celo que no se halle prevenido por la ley fundamental. Ella debe ser vuestra pauta y guía; y su severidad inflexible debe reclamar a sus filas a cuantos se saliesen de ellas o por exceso o defecto. En ella están señaladas las juntas electorales, su forma y atribuciones, los cuerpos permanentes o transeúntes que ejercen como delegados de la nación esta o aquella parte de su imprescriptible soberanía. ¿Quién osaría dar existencia política a otra corporación alguna, sin que fuese visto que adicionaba o variaba sus elementos? ¿Y a dónde nos conduciría la menor infracción en esta parte? El Congreso lo conocerá con su sabiduría. La Comisión omite molestar más su atención, y pasa a dar una ojeada sobre los artículos que propone.

El primero es una emanación natural de la Constitución misma. Entre las máximas del poder arbitrario se enumera la de mirar como un desafuero, como un acto subversivo la simple glosa de sus operaciones por escrito o de palabra. Un gobierno liberal permite examinar libremente la marcha de todos sus procedimientos, sin más límites que los de la decencia, la caridad y el orden público.

El artículo 2.º es una renovación de las leyes del título 12, libro 12 de la Novísima Recopilación, las cuales no se hallan derogadas; porque entre las corporaciones que deben su existencia a la Constitución no están comprendidas expresa ni tácitamente las sociedades patrióticas, y la Comisión no ve necesidad ni reconoce facultad en el Congreso para erigirlas de nuevo.

Por el 3.º y 4.º se declaran el modo y la forma de facilitar más y más la propagación de las luces y apego al sistema, sin que la discreción o la malicia puedan extraviarse ni convertir jamás en veneno la triaca.

La Comisión los somete a la superior penetración de las Cortes, y su tenor es como sigue:

Articulo 1.º Todos los españoles tienen la libertad de hablar de los asuntos públicos bajo las restricciones y responsabilidad establecidas o que se establezcan por las leyes.

2.º No siendo necesarias para ejercer esta libertad, y habiendo dejado de ser convenientes las reuniones de individuos constituidas y reglamentadas por ellos mismos bajo los nombres de sociedades, confederaciones, juntas patrióticas o cualquiera otro, sin autoridad pública, cesarán desde luego con arreglo a las leyes que prohíben estas corporaciones.

3.º Los individuos que en adelante quieran reunirse periódicamente en algún sitio público para discutir asuntos políticos, o cooperar a su recíproca ilustración, podrán hacerlo con previo permiso de la autoridad superior local, la cual será responsable de los abusos, tomando al efecto las medidas que estime oportunas, sin excluir la de inspección de las reuniones.

4.º Los individuos así reunidos no podrán jamás considerarse corporación, ni representar como tal, ni tomar la voz del pueblo, ni tener correspondencia con otras reuniones de igual clase.

Moscoso.
Pérez
Costa.
Calatrava.
Benítez.
Cosío.
Garelly.
Álvarez Guerra.
Couto.

Madrid, 16 de setiembre de 1820.



III
Copia de varios artículos de la Constitución de la Confederación de caballeros Comuneros y objeto de su institución.


Artículo 1.º La Confederación de caballeros Comuneros es la reunión libre y espontánea de todos los caballeros comuneros, alistados en sus diferentes fortalezas del territorio de la Confederación, en los términos y con las formalidades que prescribe esta ley, y señalan los Reglamentos de la Confederación.

Art. 2.º La Confederación tiene por objeto promover y conservar por cuantos medios estén a su alcance la libertad del género humano; sostener con todas sus fuerzas los derechos del pueblo español contra los desafueros del poder arbitrario, y socorrer a los hombres menesterosos, particularmente si son confederados.

Art. 3.º La Confederación está por consiguiente obligada a conservar a toda costa las libertades y demás derechos legítimos de los españoles, y a facilitar a todos y a cada uno de los confederados cuantos auxilios puedan necesitar en los diferentes trances y peligros de la vida humana.

De los caballeros Comuneros y sus obligaciones.

Art. 8.º Últimamente, es de la obligación de todo caballero comunero el dedicarse con empeño y perseverancia a investigar la causa de los males que obliguen a los pueblos, ya por culpa de su gobierno, ya por falta de ilustración y conocimiento de sus derechos, y proponer lo que estime más conveniente para su remedio.

De la Asamblea y de sus atribuciones.

Art. 15. La suprema Asamblea se constituye por los siete caballeros comuneros más antiguos que residen en la capital del reino, y por los procuradores nombrados por las comunidades con poderes, conformes a la fórmula que sigue: «Nos los caballeros comuneros que componemos la merindad de… congregados en nuestro castillo, número… para elegir un procurador, que con arreglo a nuestra Constitución, nos represente en la suprema Asamblea de la Confederación, haciendo parte integrante de ella, con todos los derechos, facultades y prerrogativas que corresponden a los demás caballeros comuneros que la constituyen, después del más detenido examen acerca de las virtudes civiles y morales que adornan al caballero… hemos venido en nombrarle, y de hecho le nombramos, nuestro procurador en la suprema Asamblea de la Confederación. Por lo tanto, otorgamos amplios y cumplidos poderes, para que en unión con los demás procuradores que se hallan revestidos de iguales poderes, y con los caballeros comuneros que por su antigüedad son miembros natos de dicha suprema Asamblea, puedan acordar y resolver cuanto crean conducente al fomento y prosperidad de la Confederación, en uso de las facultades que nuestra ley constitutiva determina, y dentro de los límites que ella señala, sin que por ningún título, ni bajo pretexto alguno, se pueda derogar ninguno de sus artículos, sino en los casos y con las formalidades que previene la ley. En su virtud nos obligamos solemnemente a guardar y cumplir todo lo que vos… en unión con los susodichos caballeros comuneros decretareis y mandareis sin que se os pongan más límites y restricciones que la observancia de los estatutos.

»Dado en el castillo número… a… días del mes… del año…»

(Firmas del Castellano, dos Secretarios, y el Alcaide.)

De los alistamientos.

Art. 73. Toda propuesta se hará por escrito, expresando el nombre del propuesto, edad, empleo, pueblo de su naturaleza y el de su residencia, renta o sueldo que disfruta.

Art. 74. Esta propuesta se entregará a la comisión de policía, quien con arreglo a lo que previene el reglamento, presentará su informe en estos términos: «Evacuada la información que previenen nuestros estatutos, acerca de las cualidades que adornan al ciudadano… propuesto para confederado por el caballero comunero… en… día, resulta que el ciudadano propuesto es digno de ser admitido en nuestras banderas. Así lo creemos a fe de caballeros comuneros.» (Fecha y firma).

Nota. Si de la información resultare que no es digno, entonces la Comisión manifestará las razones que tiene para juzgarlo así, especificando las tachas.

Art. 75. Leído el informe en Junta general ordinaria y aprobado, se señalará el día para que se presente el aspirante en el castillo a alistarse y prestar el juramento que expresa la fórmula siguiente: «Nos (aquí el nombre): Juro ante Dios y esta reunión de caballeros comuneros, guardar solo y en unión con los confederados todos, nuestros fueros, usos, costumbres, privilegios, cartas de seguridad, y todos nuestros derechos, libertades y franquezas de todos los pueblos para siempre jamás. Juro impedir, solo y en unión con los confederados, por cuantos medios me sean posibles, que ninguna corporación, ni ninguna persona, sin exceptuar al rey, o reyes que vinieren después, abusen de su autoridad, ni atropellen nuestras leyes, en cuyo caso juro, unido con los confederados, justa venganza y proceder contra ellos, defendiendo con las armas en la mano todo lo sobredicho y nuestras libertades. Juro ayudar con todos mis medios y mi espada a la Confederación, para no consentir se pongan inquisiciones generales ni especiales, y también para no permitir que ninguna corporación ni persona, sin exceptuar al rey, o a los reyes que vinieren después, ofender ni inquietar al ciudadano español en su persona y bienes, ni le despoje de sus libertades, ni de sus haberes ni propiedad, en el todo ni parte, y que nadie sea preso ni castigado, salvo judicialmente, después de haber sido convencido ante el juez competente, cual lo disponen las leyes. Juro sujetarme y cumplir todos los acuerdos que haga la Confederación, y auxiliar a todos los caballeros comuneros, con todos mis medios, recursos y espada, en cualquier caso que se encuentren. Y si algún poderoso o tirano, con la fuerza o con otros medios, quisiere destruir la Confederación en el todo o parte, juro, en unión de los confederados, defender con las armas en la mano todo lo sobredicho, e imitando a los ilustres comuneros en la batalla de Villalar, morir primero que sucumbir a la tiranía u opresión. Juro, si algún caballero comunero faltase a todo o parte de estos juramentos, el matarle luego que lo declare la Confederación por traidor; y si yo faltare a todos o parte de estos mis sagrados juramentos, me declaro yo mismo traidor y merecedor de ser muerto con infamia por disposición de la Confederación, y que se me cierren las puertas y rastrillos de todos los castillos y torres, y para que ni memoria quede de mí, después de muerto se me queme, y las cenizas se arrojen a los vientos.» (Fecha y firma).

Art. 81. Luego que la suprema Asamblea reciba el juramento y el expediente de informe del nuevo confederado, le expedirá su carta de seguridad, sellada con el sello de la Confederación, concebida en los términos que siguen: -Nos todos los confederados y cada uno de nos, hacemos pleito homenaje a vos (aquí el nombre) de reconoceros por nuestra carta por caballero comunero, y como a tal ayudaros en todas vuestras necesidades, y cumplir todos nuestros juramentos; y si así no lo hiciésemos, que seamos traidores a toda la Confederación de caballeros comuneros, y a vos muy particularmente, y que no tengamos ni lengua ni armas para defendernos de vuestra justa venganza. Y para que esto sea firme para siempre jamás, y en nombre de toda la Confederación y de cada uno de los caballeros comuneros, os expedimos esta carta de seguridad, sellada con nuestro sello y firmada por cinco oficiales de esta suprema Asamblea, hoy día… del mes… año… (Siguen las firmas del Comendador, dos secretarios, alcaide, y tesorero.)

Del ceremonial para alistamientos.

Art. 51. Previos los requisitos que exige la Constitución de la Confederación para poder ser alistados en ella, el alcaide del castillo con el caballero comunero proponente, irán a buscar al alistado para presentarle en la plaza de Armas.

Art. 52. A la distancia conveniente, para que el alistado no se entere de la situación del castillo, se le advertirá por el alcaide las graves obligaciones que va a contraer, manifestándole que son de tal naturaleza, que hecho el juramento, queda responsable a la Confederación con su vida, si no las cumple; si el alistado se conformase con estas obligaciones, se le vendarán los ojos, a cuyo efecto se llevará preparado lo necesario.

Art. 53. Con los ojos vendados se aproximará al castillo agarrado del brazo del caballero proponente, y llamará al alcaide según costumbre.

Art. 54. El centinela avanzado preguntará: «¿Quién es?»> y el caballero comunero conductor dirá: «Un ciudadano que se ha presentado en las obras exteriores con bandera de parlamento, con el fin de ser alistado;» y el centinela responderá: «Entregádmele, y le llevaré al cuerpo de guardia de la plaza de Armas:» y al mismo tiempo se oirá una voz que mande echar el puente levadizo y cerrar todos los rastrillos. Esta operación se hará figurando ruido.

Art. 55. El alcaide aprovechará este momento para separarse del alistado, como también el caballero comunero conductor, y dejándole en el cuerpo de guardia solo, se mandará al centinela que le quite la venda de los ojos y cierre la puerta, quedándose él a la parte afuera, haciéndole responsable de su seguridad del modo más importante que sea posible. El centinela estará enmascarado.

Art. 56. Este cuerpo de guardia estará adornado de armaduras y armas, algunas de ellas ensangrentadas, y algunos letreros que infundan respeto a las virtudes cívicas; habrá además una mesa con papel y tintero.

Art. 57. Después de haberle dado tiempo para que reflexione sobre su situación, el centinela le entregará, para que conteste, un papel con las preguntas siguientes: «¿Cuáles son las obligaciones más sagradas que debe un ciudadano a su patria? ¿Qué castigo impondría al que faltase a ellas? ¿Cómo premiaría al que se sacrificase por cumplirlas debidamente?»

Art. 58. Así que hubiere contestado, recogerá el centinela las respuestas, se las entregará al alcaide, y dándolas éste al presidente, se leerán en la Junta.

Art. 59. Si las contestaciones fueren conformes con los principios de la Confederación, el presidente mandará al alcaide que conduzca al alistado a la plaza de Armas con los ojos vendados, y éste se lo pedirá al centinela, para que se le entregue en esta disposición.

Art. 60. Al encargarse el alcaide nuevamente del alistado, le recordará las graves obligaciones que va a contraer, haciéndole entender del modo más expresivo, que su decisión por la libertad debe ser tal, que debe morir antes que sujetarse a la tiranía; le advertirá en seguida, que si no se siente con bastante resolución para cumplir estas promesas, que todavía es tiempo de poder retirarse, sin que se le siga perjuicio alguno; pero que si presta el juramento, queda responsable con su vida del cumplimiento de él.

Art. 61. Decidido el ciudadano en su propósito de alistarse, le conducirá a la puerta de la plaza de Armas, y llamará; el presidente preguntará: «¿Quién es? ¿Qué quiere?» y el alcaide responderá: «Soy el alcaide de esta fortaleza, que acompaño a un ciudadano que se ha presentado a las avanzadas pidiendo alistamiento.»

Art. 62. Se abrirá la puerta, y colocado el aspirante frente de la mesa del presidente, le preguntará éste su nombre y pueblo de su nacimiento, el de su residencia, qué empleo, oficio, o profesión tiene, y siendo conforme con el informe dado, se empezará el examen moral sobre las contestaciones que hubiese dado a las tres preguntas referidas.

Art. 63. Satisfecha la Junta de sus buenas cualidades, el presidente le dirá: «Vais a contraer grandes obligaciones y empeños de honradez, que exigen de vos valor y constancia; la defensa de los fueros y libertades del género humano, en particular del pueblo español, es nuestro instituto, y para tan gloriosa empresa nos comprometemos hasta con nuestras vidas; meditad sobre lo sagrado y difícil de estos compromisos, y si no queréis sujetaros a ellos, todavía podéis retiraros, sin que se os siga perjuicio alguno, guardando el secreto inviolable de todo cuanto habéis visto y oído.»

Art. 64. Si contestare el neófito, que a todo está resuelto, le prevendrá el presidente que se prepare a hacer un terrible juramento, después del cual ya no será libre de retirarse, pero que si acaso teme, todavía puede hacerlo.

Art. 65. Contestando que está pronto a jurar, le dirá el presidente; decid conmigo: «Juro a Dios, y por mi honradez, guardar secreto de cuanto he visto y oído, y de lo que en lo sucesivo viere, y se me confiare, como también cumplir cuanto se me mande correspondiente a esta Confederación, y permito que si a esto faltare, en todo o en parte, se me mate.» El presidente seguirá: «Si cumplís como hombre honrado, la Confederación os ayudará, y si no cumplís, os castigará con todo el rigor de la ley.»

Art. 66. En cualquier caso que no se convenga el neófito, antes de prestar este juramento, se le pondrá en el mismo punto en donde se le vendaron los ojos, exigiéndole juramento de no revelar cosa alguna de lo que por él hubiese visto.

Art. 67. Hecho el juramento que se prescribe en el artículo 65, todos los caballeros comuneros con la espada en la mano, el presidente le dirá con firmeza, después de haber mandado que se le quite la venda de los ojos: «Ya estáis alistado, vuestra vida responde del cumplimiento de las obligaciones que habéis contraído, y vais a jurar; acercaos, y poned la mano extendida sobre este escudo de nuestro jefe Padilla, y con todo el ardor patrio de que seáis capaz, pronunciad conmigo el juramento que debe quedar grabado en vuestro corazón, para nunca jamás faltar a él. Juro ante Dios, y esta reunión de caballeros comuneros, guardar solo y en unión con los confederados, todos nuestros fueros, usos y costumbres, privilegios y cartas de seguridad, y todos nuestros derechos, libertades y franquezas de todos los pueblos, para siempre jamás. Juro impedir, solo y en unión con los confederados, por cuantos medios me sean posibles, que ninguna corporación ni persona, sin exceptuar al rey o a los reyes que vinieren después, abusen de su autoridad, ni atropellen nuestras leyes; en cuyo caso juro, unido a la Confederación, tomar justa venganza, y proceder contra ellos, defendiendo con las armas en la mano todo lo sobredicho y todas nuestras libertades. Juro ayudar con todos mis medios y mi espada a la Confederación, para no consentir se pongan inquisiciones generales ni especiales, y también para no permitir que ninguna corporación ni persona, sin exceptuar al rey, o a los reyes que vinieren después, ofendan ni inquieten al ciudadano español en su persona o bienes, ni le despoje de sus libertades, ni de su haber y propiedad, en todo ni en parte, y que nadie sea preso ni castigado, salvo judicialmente, después de haber sido convencido ante el juez competente, cual lo disponen las leyes. Juro sujetarme y cumplir todos los acuerdos que haga la Confederación de caballeros comuneros. Juro unión eterna con todos los confederados, y auxiliarles con todos mis medios, recursos y mi espada, y en cualquier caso que me encuentre; y si algún poderoso o tirano, con la fuerza o con otros medios, quisiese destruir la Confederación en el todo o en parte, juro, en unión con los confederados, defender con las armas en la mano todo lo sobredicho, imitando a los ilustres comuneros de la batalla de Villalar, morir primero que sucumbir a la tiranía u opresión. Juro, si algún caballero comunero faltase a todo o parte de estos juramentos, el matarle luego que lo declare la Confederación por traidor; y si yo faltase a todo o parte de estos mis juramentos, me declaro yo mismo traidor y merecedor de ser muerto con infamia por disposición de la Confederación de caballeros comuneros, y que se me cierren las puertas y rastrillos de todas las torres, castillos y alcázares; y para que ni memoria quede de mí después de muerto, se me queme, y las cenizas se arrojen a los vientos.»

Art. 68. En seguida el presidente le dirá: «Ya sois caballero comunero, y en prueba de ello cubríos con el escudo de nuestro jefe Padilla» (lo que ejecutará el caballero comunero), y al mismo tiempo todos los demás le pondrán las puntas de las espadas en el escudo.

Art. 69. En esta actitud dice el presidente: «Este escudo de nuestro jefe Padilla os cubrirá de todos los golpes que la maldad os aseste, si cumplís con los sagrados juramentos que acabáis de hacer; pero si no lo cumplís, todas estas espadas no solo os abandonarán, sino que os quitarán el escudo para que quedéis a descubierto, y os harán pedazos en justa venganza de tan horrendo crimen.» En seguida, el presidente, a nombre de la Confederación, ofrece que todos los caballeros comuneros serán fieles a sus juramentos, y se ayudarán y sostendrán con decisión y amistad.

Art. 70. Concluido este solemne acto, el nuevo caballero comunero deja el escudo, y el alcaide le calzará las espuelas, y ceñirá la espada, y al mismo tiempo todos los caballeros comuneros envainarán las suyas. El alcaide acompañará al caballero comunero por todas las filas, y los demás le darán la palabra y mano de compañero, y él irá respondiendo: «La admito, y no faltaré jamás a mis deberes.» Después le conducirá al presidente, quien además le dará el santo, seña y contraseña, y le mandará tomar asiento.



IV
Dictamen del Consejo de Estado a consecuencia de real orden de 8 de julio de 1822, por la que S. M. mandaba le propusiese lista triple de personas capaces de suceder a los actuales secretarios del Despacho en estos destinos.


Señor:

El Consejo, después de restablecida ayer la calma, a costa de tanta sangre y tanta desolación, la que por su parte procuró evitar con toda la solicitud que debía, se entregaba a la lisonjera esperanza de que en todos los ramos de la administración pública se restablecería el orden, hallándose al lado de V. M. para constituir el gobierno de la monarquía, los secretarios del Despacho que en estos últimos días de inquietud y de aflicción se mantuvieron en unos destinos que no les ofrecían más que trabajo y amargura. Y en este momento recibe el Consejo una real orden, por la que se sirve S. M. mandarle que le proponga lista triple de personas capaces de sucederles, y componer un nuevo ministerio. El Consejo, Señor, fiel a su primera obligación, en que se encierran todas, y es la de decir a V. M. la verdad con entereza, teniendo solo por blanco el bien de la patria, no puede ocultar a V. M. el sentimiento profundo que esta orden le ha causado, por considerar que lejos de poderse aspirar al orden con la remoción del actual ministerio, no puede seguirse de ella más que desaliento en todos, y una marcha incierta y vacilante en el gobierno, que no deje a la nación disfrutar de la felicidad que se le debe. En las circunstancias, pues, a que hemos venido, no encuentra otras personas capaces para llenar las obligaciones y cuidados anejos al ministerio, que las que últimamente tenía Vuestra Majestad cerca de sí. Así, aunque el Consejo se apresura siempre a dar a V. M. pruebas de respeto y sumisión, en este caso no puede menos de hacer presente que le es imposible formar para el nombramiento de secretarios del Despacho la propuesta que V. M. apetece. Por desgracia es ya escandalosamente dilatada la lista de los que llamados al ministerio han salido de él, aunque no se incluyesen en ella más que las personas que han ejercido estas funciones desde el restablecimiento del sistema actual. Las que son capaces de desempeñar estas funciones no son en gran número, ni aun en los países más adelantados en ilustración, y a V. M. se le induce a estas frecuentes mudanzas del ministerio, cuando desgraciadamente no puede ser grande la latitud para la elección. Son por tanto siempre perjudiciales estas variaciones, y en el momento, la que se medita traería, en el concepto del Consejo, la ruina cierta de la nación, y antes, la del trono de V. M. Los actuales secretarios sufrieron inmediatamente a su nombramiento, y algún tiempo después, la censura y contradicción de cierta clase de gentes, por su legítima adhesión a V. M. y por sostener con energía las prerrogativas del trono; pero por fin han sabido granjearse la confianza pública, y en la crisis de que acabamos de salir, el pueblo atribuye a los ministros y al jefe político de esta capital, y al comandante general de este distrito, el que hayamos podido desenvolvernos de ella; y si ahora se viese que se les separaba, infaliblemente se creería que continuaban teniendo un poderoso influjo en el ánimo de V. M., las mismas personas que han preparado los aciagos sucesos de estos días, que tanta sangre y tantas lágrimas han costado a esta nación malhadada; y no sería extraño que se fortificasen con esta intempestiva mudanza las sospechas que se ha procurado hacer cundir de que los facciosos han creído tener para ellos de su parte la voluntad de V. M. Parece, al meditar sobre estas cosas, que con los enemigos exteriores conspiran a la destrucción de la patria personas que abusan del favor que V. M. les dispensa, y a las que el público designa como desafectas al sistema que nos rige, y como poco delicadas en su conducta moral. ¿Y quién sabe si estas personas tendrán el maligno designio de impeler a V. M. a pasos aventurados, que enajenando los ánimos, le expongan a los riesgos que ellos mismos le hacen temer, y que por fortuna no son ciertos, como V. M. no ha podido menos de ver en momentos que todo ha podido hacerse temible? Presentan al ánimo de V. M. el peligro de una facción anárquica conjurada contra la inviolabilidad de su sagrada persona, y la seguridad de su augusta familia, y no solo no alejan los protestos con que esta quería cubrirse para tan funestas maquinaciones, sino que sugieren medidas perjudiciales, reprobadas por la opinión pública, cuyo número podría traer al fin el mal que ahora está visto nos aqueja, y que ellos solos son los que le hacen posible. El Consejo, pues, conducido del amor que profesa a V. M. y del celo que le anima por el bien público, no propone a V. M. personas para llenar las sillas del ministerio, sino que le ruega y conjura encarecidamente, tenga a bien conservar en ellas a los mismos, que al anunciarse la pasada crisis las ocupaban. V. M., sobre todo, se servirá resolver lo más acertado.

Blake. Ciscar. Cardenal de Scala. García. Piedra Blanca. Ibar Navarro. Aicinena. Romanillos. Requena. Porcel. Vigodet. Pezuela. Serna. Luyando. Ortiz. Cabrera. Taboada. Vázquez Figueroa. Carvajal. Estrada. San Javier. Anglona.

Palacio, 8 de julio de 1822.