Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Final España en el reinado de Fernando VII

I
La reacción de 1814 a 1820

«Es un período horrible de nuestra historia el de estos veinte años,» dijimos ya en nuestro Discurso preliminar, refiriéndonos a este reinado. «Parecía que la humanidad había retrocedido veinte siglos,» dejamos dicho también en otro lugar, aludiendo al mismo periodo. Todo es verdad. El que no estuviera muy penetrado de la máxima filosófico-cristiana que nos ha servido como de clave para nuestros trabajos y nuestras apreciaciones, a saber, que las sociedades humanas marchan providencialmente hacia su desarrollo y perfección a través de dolorosas intermitencias y de deplorables sacudidas y oscilaciones, creería que España había perdido en dos lustros la herencia de muchas generaciones, y que ni la recobraría ya nunca, ni menos acrecería el legado de cultura de unas a otras trasmitido, y el caudal de civilización de era en era acumulado. Hasta sospecharía que era llegada la decrepitud y que se aproximaba la muerte moral de la sociedad española. La primera impresión para los espíritus que o no profundizan o no se detienen a meditar debería ser ésta.

Habrá advertido el lector que establecemos como principio del reinado de Fernando VII la fecha de 1814, al volver de su cautividad de Valencey, siendo así que había sido proclamado y reconocido desde 1808. Si acaso faltáramos con esto al material rigorismo de la inflexible cronología, en cambio reivindicamos la verdad moral de la historia. Fernando VII ni obró ni pudo obrar como rey hasta 1814. Esto envuelve al propio tiempo un favor que queremos dispensar a aquel príncipe, y una censura que en conciencia no podemos dispensarnos de hacerle. Quien se dejaba arrancar el cetro, o le soltaba de las manos, o le trasmitía a las de un extranjero, tendría el nombre del rey, porque querían dársele, pero no obraba como rey, o porque no podía, o porque no sabía. Le hemos juzgado ya tal como fue desde 1808 hasta 1814. La crítica está hecha; reemplácela ya la compasión por lo que hace a aquel periodo. Veamos ahora, examinemos la situación de nuestra patria, la suerte que corrió la nación española desde que Fernando comenzó a ejercer en propiedad, y no como menor o pupilo, la autoridad de la regia soberanía en toda su plenitud.

La nación española, mientras estuvo sin rey, habíase engrandecido asombrando al mundo como pueblo guerrero que defendía su independencia y vencía al moderno César, y admirándole como sociedad política que se regeneraba y conquistaba su libertad. La nación española, cuando vino su rey, perdió su pujanza bélica, se debilitó hasta sucumbir luego a una vergonzosa invasión, y halló trocada su libertad en mísera esclavitud. Primera obra de su aclamado soberano, tan pronto como empezó a serlo. No se envanezcan por esto, ni entonen himnos los que intentan hallar la fuente de las grandezas y de las prosperidades, el summun bonum de los estados en el gobierno de los pueblos por los pueblos mismos. No: que si la nación española, cuando ofrecía tales arranques de poderío, y daba tan avanzados y gigantescos pasos hacia su civilización y su libertad, no hubiera invocado el nombre de su rey, conservado su trono, guerreado y legislado como si a su cabeza existiese, la nación habría sucumbido, y una y otra empresa se habrían malogrado. La causa de su caimiento y de su desgracia no estuvo, pues, ni en la invocación de su rey, ni en la conservación de su rey, ni en el rescate y venida de su rey, sino en el comportamiento y en la ingratitud de su rey.

«Jamás monarca alguno, dijimos al terminar el libro X, de la parte III, de nuestra historia, se vio ni más obligado, ni en más favorables condiciones para hacer felices a sus pueblos, que Fernando al regresar de su cautiverio de Valencey. Deseado y aclamado por todos, ajeno a las discordias de los partidos, sin crímenes que perseguir, y con muchos servicios que galardonar, todo le sonreía, todo le convidaba a ser el padre amoroso, no el tirano de sus hijos.» Jamás, añadimos ahora, monarca alguno correspondió con más negra ingratitud a servicios insignes hechos a la nación y al trono. No consignamos aquí como una novedad este juicio. No es nuevo lo que afirman todas las lenguas y escriben todas las plumas. Lo estampamos como una necesidad de orden histórico, y como corolario que se desprende de hechos que hemos relatado con amargura, y que si a nosotros nos causan dolor, a otros costaron lágrimas y sangre.

De buena gana, si cupiera en lo posible, querríamos nosotros poder realizar uno de los desvaríos de Fernando VII, en su furor semi-maniaco de despotismo, a saber, suprimir un período de años en el orden de los tiempos, como si nada hubiera acontecido en él, como si no hubiera existido. Nosotros desearíamos poder suprimir el período de 1814 a 1820, como Fernando intentó suprimir el de 1808 a 1814. Lo que en Fernando fue como un rapto de demencia semejante a los que se cuentan de ciertos emperadores romanos, como la idea extravagante de un cerebro turbado con el humo de la lisonja y con la embriaguez del poder, en nosotros sería el santo deseo de vindicar la honra de nuestra patria y del trono de nuestros reyes, y de no angustiarnos ni angustiar con recuerdos dolorosos: él quería borrar de las tablas del tiempo los dos hechos grandiosos de la nación española en el presente siglo, el afianzamiento de su independencia y el renacimiento de su libertad; nosotros querríamos borrar dos huellas de ignominia, su servidumbre y su abyección.

Bien reflexionado, no era tan loco Fernando en lo que intentaba, porque de ese modo habría logrado que se borraran las conspiraciones de Aranjuez, las insensateces de Madrid, las miserias de Bayona y las degradaciones de Valencey. Pero los hechos históricos se graban con caracteres indelebles e invisibles en la memoria de los hombres; y no hay poder soberano que los extinga, ni decretos que los anulen.

Ya que ni extinguirlos ni anularlos podía, hizo cuanto cabía en lo humano para hacer retrogradar los tiempos, e imprimir a la humanidad una marcha inversa a la que por la Providencia y la creación le está señalada. Para retrotraerlo todo a su fecha favorita del año 8, abolió todas las reformas, todas las conquistas del siglo y de las luces; Constitución, leyes, tribunales, municipios, sistema económico, todo lo que tenía o novedad de existencia o novedad de forma. Si alguna institución era incompatible con aquella fecha, ¡furor de retrogradar! buscábala en lo de más atrás, nunca en lo de adelante. Y aun agradeceríamos que a esto se hubiera concretado. Porque al menos en anteriores tiempos los tribunales, por defectuosos que fuesen, fallaban los procesos, y se respetaba, absolviesen o condenasen, la santidad de la cosa juzgada. Y no que Fernando, fallando gubernativamente y enviando los hombres a los presidios y a los cadalsos por causas sometidas a los tribunales y aun no sentenciadas por ellos, retrocedía a tiempos que por fortuna se pierden en la oscuridad. Existía también en aquella fecha el adusto y formidable tribunal de la Inquisición que restableció; pero presidir Fernando el Santo Oficio y asistir a sus deliberaciones y sentencias, esto no era ya retroceder al año 8, sino retrogradar por lo menos a los tiempos del tétrico monarca que fundó el Escorial. Restablecer los suprimidos monasterios y restituirles sus bienes vendidos, sería igualmente reponer las cosas en el estado que tenían el año 8, pero negar a los compradores la devolución del precio en que los adquirieran en virtud de una ley, ignoramos qué tiempos eran los que con esto se intentaba hacer revivir, porque solo en siglos de ruda barbarie han podido desconocerse los principios naturales y eternos de la justicia.

Sin embargo la reacción en las cosas puede no pasar de un anacronismo absurdo, de una extravagante inversión que se intenta hacer del orden natural, de una diatriba contra la ley del progreso humano; puede también a las veces ser provechosa, como puede ser una calamidad para una nación; calamidad que es posible ver con ojos enjutos de lágrimas, aunque absortos y apenados. Pero las reacciones ejercidas en las personas son como aquellas plagas con que la ira divina suele azotar de cuando en cuando a los pueblos, y que llevan siempre consigo desolación y muerte y luto y llanto. La de 1814 al 20 derramó en tal abundancia estos infortunios en los hombres y en las familias más distinguidas e ilustres de la nación, que parecería la más ruda de las reacciones, si por desdicha no hubiera venido otra más calamitosa y sangrienta en este mismo reinado. Y con todo eso, en esta primera, las lumbreras de la patria fueron encerradas de orden de Fernando el Aclamado en las mazmorras de las fortalezas y castillos; las eminencias del Estado fueron por mandamiento del Deseado a poblar los presidios de la costa africana; los doctos sacerdotes y virtuosos prelados de la Iglesia fueron por disposición del rescatado monarca a sufrir duras penitencias en los solitarios monasterios de los capuchinos y cartujos; los patricios de más excelsa fama y nombre fueron por resolución del victoreado soberano condenados a la pena de muerte.

¿Quiénes son, preguntaría el que hubiera entrado en los severos claustros de la Cabrera, de Herbón, de la Salceda, de Novelda o de Jerez, estos infelices penitenciados de macerado rostro, vigilados por el Prior o el Guardián? Serán, diría, díscolos o disipados sacerdotes, indignos ministros del altar, o eclesiásticos malcreyentes. No, habría que responderle; esos son el docto y respetable Oliveros, el virtuoso e ilustrado Muñoz Torrero, el religioso y sabio Villanueva, el modesto y venerable Bernabeu, el estimable y erudito Nicasio Gallego. El que penetrara en los calabozos de los castillos y presidios de Peñíscola, de Benasque, de Alhucemas, de Melilla, o del Peñón de la Gomera, ¿cómo hubiera podido imaginar que encontraría, entre criminales y forajidos, al ilustre Canga-Argüelles, al distinguido Feliú, al esclarecido García Herreros, al eminente Calatrava, al insigne Martínez de la Rosa? Ornamento de la Iglesia aquellos, del foro y de las letras éstos, de la tribuna española todos, ¿quién pudiera creer que sufrieran las penas prescritas por las leyes a clérigos disolutos, o a facinerosos o desalmados del estado seglar?

Entre los soldados rasos del batallón Fijo de Ceuta se notaba un joven demacrado y macilento: diósele por inútil para el servicio, y quedó fuera del batallón incorporado a la clase de simples presidiarios. Pues bien: aquel presidiario, aquel soldado dado de baja por inútil para el servicio de las armas, era el más elocuente orador de las Cortes de Cádiz, era el atleta de la independencia y de las libertades patrias, era el admirado en Europa por la facundia y el brío de su palabra y por su intransigente españolismo; era el apellidado entonces y después el divino Argüelles.– Prófugo andaba por extranjeras tierras un joven español, de muy clara estirpe, imposibilitado de pisar el suelo patrio, porque pesaba sobre él una sentencia de muerte decretada por su monarca. ¿Era éste algún traidor a su patria o a su rey?– Era el primer español que, cumplidos apenas veinte años, había tenido por su mérito la honra y por su genio la audacia de pasar en comisión de su país natal a Inglaterra a reclamar del gabinete británico su cooperación y auxilio contra las invasoras legiones del usurpador francés; era el primero que había negociado la alianza anglo-hispana; era de los que más anticipadamente y con más energía habían levantado el espíritu independiente y libre de los españoles; era el que había merecido el singular honor de ser dispensado de edad para que se sentara en los escaños de los legisladores de Cádiz, para ser muy pronto una de las glorias de aquella asamblea; era el conde de Toreno.

Así eran tratados éstos, y como éstos otros claros varones de España, por el delito imperdonable de haber regenerado la nación, devolviéndole sus antiguas libertades, y sacándola de la miserable abyección en que un despotismo secular la tenía sumida: por el crimen de haber hecho y publicado una Constitución, en que se reconocía y declaraba única religión del Estado la Católica Apostólica Romana, única dinastía legítima la de los Borbones españoles, único legítimo monarca a Fernando VII; por la gravísima culpa de haber salvado la nacionalidad española y conservado su trono a ese rey a quien ellos convirtieron de cautivo en soberano, y que después vino a pagarles, en uso de su soberanía, servicios con cadenas, sacrificios con calabozos, mercedes con suplicios. ¡Qué inconcebible ceguedad!

¿Somos acaso nosotros los que calificamos de claros varones, de eminencias del Estado, de patricios esclarecidos, de lumbreras de las letras y ornamentos de la patria, los que así gemían escarnecidos y vejados por el rey a quien habían redimido de esclavitud? Si nosotros nos equivocáramos, se equivocarían con nosotros la gran mayoría de los españoles ilustrados de dos generaciones, que los han honrado y enaltecido con todo lo que es digno de veneración y testimonio de sublimidad entre los hombres. ¿No fueron ellos después los consejeros y ministros de ese mismo Fernando? ¿No han sido ellos los ministros y consejeros de la augusta princesa su hija, que hoy ciñe con gloria la corona de los Alfonsos? ¿No han sido ellos después los elegidos del pueblo y los escogidos por el trono, para procuradores y diputados, para próceres y senadores del reino? ¿No han presidido ellos el estamento popular, y ocupado el sillón presidencial de la cámara vitalicia? ¿No son sus nombres los esculpidos en bronce u oro, y cuyos bustos de mármol decoran hoy los salones del santuario de las leyes? ¿No son ellos los coronados en vida con brillante pompa por la augusta mano de la digna sucesora de Isabel la Grande? ¿No son ellos a quienes se han erigido suntuosos mausoleos por el voto popular en la morada de los muertos? ¿No son ellos cuyas cenizas han sido conducidas a la tumba con todo el luctuoso aparato, con toda la solemnidad imponente de una gran fiesta fúnebre nacional? Pues estos son los que nosotros, y con nosotros dos generaciones enteras han calificado de eminencias del Estado, y los que padecían en calabozos, mazmorras y presidios en aquel período de reacción infausta y de tétrica recordación.

Todavía los actos de rudo despotismo y de implacable saña contra personajes de valía pueden tener algo de grandes: porque grandeza puede haber, aunque bastarda, en derrocar a los que se han elevado, y en abatir y hollar a los que por sus propias fuerzas se han engrandecido. El huracán que arrasa y devasta es una deplorable calamidad y un horrible infortunio; y sin embargo se admira la violencia que arranca de cuajo el árbol añoso y corpulento, y la fuerza que derrumba y aplasta el alcázar que parecía desafiar los siglos. Pero la reacción ejercida con encono contra los miserables y pequeños, hace pequeño y miserable al que la autoriza y emplea. ¿Qué idea podía formar el mundo ilustrado del estado de una nación y de una época, al ver toda la majestad del rey de España y de las Indias descendiendo a decretar la pena de horca, por el voto de un solo juez y contra el dictamen de todos los demás, contra el Cojo de Málaga, pobre sastre, tan imperfecto de tijera como de pies, pero fuerte de manos y de pulmones, por el delito de aplaudir con voces y palmadas en la galería de las Cortes a los oradores que oía decir eran más liberales? A lo injusto y descorazonado de la reacción se añadía lo raquítico y lo mezquino de las venganzas.

No era en verdad, ni obra exclusiva ni culpa solo del rey esta reacción funesta. La ruda plebe, el partido absolutista, el bando apostólico, los diputados ultra-realistas, el gobierno de que se rodeó, todos le empujaban por el camino de las venganzas y de las persecuciones. La mayoría de la nación se había hecho reaccionaria y perseguidora. La nación de 1814 a 1820 parecía otra nación que la de 1808 a 1814. Cierto que el cambio le hizo la presencia del rey. Los que hasta entonces habían parecido resignados y conformes, y habían callado, o carecido de valor para contrariar las reformas constitucionales, o celebrado acaso con fingido júbilo la proclamación del código de Cádiz, tan pronto como Fernando pisó el suelo español arrojaron o el manto del disimulo o el manto de la cobardía, y contando con los antecedentes, y con las tendencias, y con el beneplácito, y con el apoyo del monarca, desbordáronse y se ensañaron contra las ideas, y contra las personas, y contra las instituciones, y contra los símbolos de la libertad; y alentaban al rey la opinión, y la actitud, y los actos del pueblo, y alentaban al pueblo la opinión, y la actitud y los actos del rey, y pueblo y rey marchaban unidos y acordes en esta obra de destrucción, que se llamaba de restauración. Nadie habría conocido en la España de estos seis años la España de los seis años anteriores.

Al fin en favor de los liberales no había empeñado Fernando su real palabra de respetarlos o considerarlos; no así con los afrancesados, a quienes había ofrecido indulgencia y olvido. Y así con todo los abarcó y comprendió a todos, y a sus mujeres y familias, en su famoso decreto de proscripción. ¿Qué importaba al rey la palabra real? ¿Ni que le importaba que hubieran aplaudido y adulado a Napoleón como él, ni que hubieran reconocido al rey José como él, ni que hubieran servido la causa de los invasores como él? Pero en cambio, y acaso por este merecimiento los trató con alguna menos saña que a los liberales. Porque aquellos, le decían, se habían adherido a un rey, aunque usurpador y extranjero; mientras éstos, añadían, habían conspirado por abolir la monarquía y suprimir el trono: ¡qué indigna calumnia! ¿Cuándo intentaron ni pensaron los legisladores de Cádiz, ni los constitucionales de aquel tiempo, ni en acabar con la monarquía ni en derribar al monarca? ¿Pudo creer Fernando esta impostura, o es que le convenía creerla? ¿No vio que una sola vez torpemente inventada, fue pronto descubierta, sufriendo el castigo del ridículo su inventor?

De las condiciones de los ministros y consejeros de un monarca, así en los gobiernos libres como en los absolutos, depende principalmente la marcha y la suerte de un Estado; su elección revela la política y las intenciones del soberano; sus inspiraciones le hacen aborrecible o amable; sus actos le hacen aparecer ante el tribunal de la historia, o digno de loa y remembranza eterna, o merecedor de vituperio y de perdurable execración. Los que Fernando eligió, a sabiendas y con conocimiento de sus prendas y condiciones, ¿podían guiarle por el camino del acierto, de la justicia y de la templanza? ¿Qué podía esperar la nación, y qué podía prometerse él de ministros o consejeros íntimos, como Escoiquiz, San Carlos, Eguía, Macanaz, Echavarri, Villamil, Lardizabal, Lozano de Torres y Mozo de Rosales? ¿No eran los unos los desventurados directores y maestros que le habían precipitado y perdido siendo príncipe, los otros los desdichados consejeros de Bayona y de Valencey, los otros los torpes diplomáticos que por cortos de vista se vio luego forzado a jubilar? ¿Qué habían de aconsejarle el encarcelador nocturno de los diputados a Cortes, el autor del Manifiesto de Valencia, el terrorista de Córdoba convertido en ministro de Policía, el mensajero portador de la representación de los Persas, y el ministro de la Justicia que no había estudiado leyes? Si hombres menos indoctos, más templados y tolerantes, eran llevados al poder, como Campo-Sagrado, Ballesteros, Pizarro, Cevallos y Garay, solían ser trasportados de la Secretaría del Despacho al destierro o al castillo, la noche misma que Fernando departía más expansiva, más confidencial y más cordialmente con ellos, y fumaba con ellos el cigarro familiar de despedida, o les enviaba a altas horas un palaciego con el canastillo del regalo, y tras él el esbirro que los había de acompañar en la ruta de la expatriación; que así gustaba Fernando de terminar sus afectuosas familiaridades con los ministros.

Pero hasta ahora le vemos rodeado de hombres, si bien funestos y de infausta significación e influencia, por lo menos de cierta representación social. Duele, pero es forzoso, pasar a considerarle circundado e influido de otros, para quienes era inopinado ascenso y como un golpe de loca fortuna tener acceso y entrada en una antesala de palacio, y más todavía, ocupar asiento y formar tertulia en ella; y todavía mucho más, privar con el rey, ser el mejor y más seguro y socorrido conducto para la obtención de empleos, mercedes y gracias reales, e influir en los negocios y en la política del Estado. El lector comprende sobradamente que hablamos de la famosa camarilla. Fernando, teniendo siempre fijo y clavado en su memoria al valido de su padre, al propio tiempo su odiado enemigo, queriendo acaso evitar las calamidades y conflictos que al reino trajo aquel malhadado valimiento, y huyendo, como quien escarmienta en cabeza de otro, de tener favorito, entregóse a miserables privaduelos, en quienes lo bajo del nacimiento no fuera para nosotros ni demérito ni tacha, si lo hubiera suplido o lo claro de la inteligencia, o lo recto de la voluntad, o lo decoroso del porte.

Cierto que en aquella tertulia de antesala de amigos del rey, en que se fumaba y se reía, se soltaban chistes no agudos y se lanzaban dardos afilados a la honra y a las reputaciones; en que se pasaba revista y se tomaba filiación al necesitado pretendiente y a la dama desvalida que solicitaban audiencia; en que se repartían empleos y se fraguaban caídas de ministros, hubo algún tiempo tal cual personaje de más alta esfera; como el embajador ruso Tatischeff, el ministro de aquel autócrata que había reconocido el gobierno y la Constitución de Cádiz, y que favorecía a los liberales de Polonia y de Italia, enviado ahora a enseñar a Fernando, como si lo necesitase, a ser rey absoluto; conveníale para sus fines oír en la tertulia las historietas, y conocer la crónica escandalosa de la capital; como el duque de Alagón, el compañero de disfraces y de aventuras nocturnas de Fernando, ya se propusiesen en ellas pasatiempos propios de mancebos, pero no de la majestad, como suponen unos, ya fuese su objeto hacer la policía secreta para informarse del estado de la opinión, según quieren otros; como el canónigo y ex-diputado Ostolaza, el predicador furioso contra el bando liberal, que no sabemos cómo tenía audacia para hablar de moralidad política y religiosa quien como político tuvo que ser alejado del lado y del confesonario del rey, y como religioso hubo de ser recluido en un convento de cartujos por escándalos y liviandades en el colegio de niñas huérfanas que dirigía.

Estos eran los altos personajes de la camarilla de Fernando. Abochorna descender a los demás que componían el grupo. ¿Hay necesidad de recordar los nombres del esportillero Ugarte, y del aguador Chamorro, a un tiempo bufón, vigilante de cocina, y consejero y confidente del rey? Los que naturalmente y sin poder remediarse vienen con ellos a la memoria son los de aquellos personajes de siniestro y bastardo influjo y de igual o parecida ralea, llamados la Perdiz, el Cojo y el Mulo, que en los desdichados tiempos de Carlos II distribuían las dignidades, honores y empleos, y que llegaron a ser, la una baronesa de Berlips, el otro consejero honorario de Flandes, y el otro secretario del Despacho. Entonces como ahora, en salones, en calles y en libelos, se oían y leían amargas sátiras de estos consejeros áulicos, el pueblo lo ridiculizaba con chanzonetas, y los hombres pensadores y sensatos lo deploraban en silencio y sin atreverse a manifestarlo por no incurrir en las iras de los camarilleros y en el enojo real.

Con aquella política, con aquellos ministros y con estas influencias, ¿qué importancia podía ganar la España a los ojos de las potencias, y cuál podía ser su suerte en el interior? Ya se vio, y bien se podía prever. Hubo un Congreso general europeo, a que concurrieron emperadores, reyes, príncipes, representantes de todos los Estados; allá fue también el plenipotenciario español. ¿Qué sacaron España y su plenipotenciario de aquella famosísima asamblea, reunida para tratar de la paz general, para resolver importantísimas cuestiones, y para establecer el derecho político europeo sobre la base de la legitimidad? ¿Qué sacaron España y su plenipotenciario de aquella famosísima asamblea, que sin el heroísmo de la nación española no habría podido congregarse, y a quien por lo tanto correspondía de derecho uno de los principales lotes, como a su representante un voto y papel principal? ¿Qué sacaron España y su plenipotenciario de aquella famosísima asamblea, origen de la no menos famosa Santa Alianza? España y su representante sacaron del Congreso de Viena el desengaño de la más injustificable de las ingratitudes por parte de las potencias aliadas, inmerecidos desaires de las que más le debían, desdoro para el torpe negociador, testimonio de la impotencia a que en brevísimo plazo había reducido a la nación la desventurada política de su gobierno y de su rey, largo reato de desastrosas consecuencias, de que por ventura y con trabajo se va reponiendo cuando esto escribimos, derivadas todas de la insignificancia con que en Viena bochornosamente se resignó.

Con aquella política, con aquellos ministros y con aquellas bastardas influencias, ¿era posible prometerse que volvieran a la obediencia de la metrópoli las sublevadas posesiones españolas de Ultramar? Fernando quiso atraerlas a esto con el señuelo del gobierno representativo que les ofreció, y se propuso subyugar por la fuerza a los americanos tenaces en la insurrección. Fernando se engañaba lastimosamente en lo último, e intentó fascinar a los disidentes con lo primero. ¿Pero cómo había de deslumbrar a los americanos independientes la hipócrita Circular de 24 de mayo de Madrid, cuando se estaban viendo en España los tristes resultados del mentido Manifiesto de 4 de mayo en Valencia? ¿Cómo figurarse que los americanos creyeran en la verdad de sus ofrecidas libertades, cuando sabían que en la península la ruda plebe a la vista y con beneplácito del gobierno arrastraba y hacía trizas y añicos los símbolos de las libertades españolas; ni en la verdad de sus prometidas Cortes, cuando yacían encarcelados o en presidios de orden del rey los diputados de las Cortes de España? Era una hipocresía sin gasa y sin velo; o si velo había, era como aquellos que hacen más lúbrica la desnudez. Y en cuanto a sujetar los rebeldes con la fuerza, vióse luego que ni a los independientes americanos los arredraba, ni los soldados españoles se sentían con vocación de atravesar mares para imponerles servidumbre.

Con aquella política, con aquellos ministros y con aquellas bastardas influencias, ¿cuál podía ser el estado interior del reino? Decíanlo los clamores de los pueblos de Castilla, nadando en la abundancia y sumidos en la miseria, atestados sus graneros y sin medio de sacar de ellos un peso de plata, por falta de caminos y mercados y sobra de absurdas restricciones. Decíalo la depreciación de los vales reales. Decíalo el aniquilamiento de la fortuna pública y privada. Decíanlo los decretos y bandos draconianos para ver de limpiar las veredas y despoblados de la plaga de bandoleros y salteadores que los infestaba; situación algo parecida a la de los tiempos del cuarto Enrique y del segundo Carlos. Decíanlo por último los ministros mismos, confesando públicamente con más sinceridad que discreción, la desigualdad en la distribución de los impuestos, el desorden de la hacienda y el estado angustioso del erario. Hubo que recurrir a lo que tanto se había censurado en el príncipe de la Paz, a impetrar bula pontificia para aplicar rentas eclesiásticas a la extinción de la deuda pública. El clero se amostazó con el ministro de Fernando VII como con el ministro de Carlos IV. El remate de la cuestión fue el destierro del ministro. El clero y la camarilla lo habían querido así. No había ministro ni seguro ni posible, si desagradaba a la camarilla y al clero.

Era no obstante el sistema de Fernando no dejarse dominar por los secretarios del Despacho; tener en el seno del gabinete ministros de diversas y aun opuestas tendencias y opiniones; exonerar súbitamente y de golpe a los que creían poseer la regia confianza; no servirse largo tiempo de unos mismos hombres; lanzar de repente al destierro aquellos con quienes gastaba intimidades, e incomunicar en un castillo al que sospechaba podía revelar sus flaquezas secretas de príncipe o de rey. Ejemplos vivos fueron Ballesteros, Echevarri, Pizarro y Macanáz. Parecía haber querido imitar a Fernando VI, pero su corazón le llevó a bastardear aquel plausible sistema. Si por un momento parecía propender a la templanza, pronto se le veía desprenderse de los ministros tolerantes, conservando los terroristas y perseguidores. En los seis años hubo multitud de ministros; más de treinta se contaron; en los seis años los liberales no mejoraron de fortuna.

Se explica bien que en dichos seis años menudearan las conspiraciones. ¿Cuándo no ha producido conspiraciones el exceso de la tiranía, si tiranía sin exceso puede concebirse? Pero es mayor sin duda y más abominable cuando se ejerce contra hombres indefensos y contra gente no enemiga. Fernando, cuando volvió a España, no tenía enemigos; tuvo el don de hacerlos él desde el sitio más apropósito para captarse amigos, desde el trono. ¿Quién hubiera podido decir con verdad que fuesen enemigos suyos el año 14 ni Mina, ni Porlier, ni Lacy, campeones de la guerra de la independencia, libertadores de su patria, y defensores heroicos de su rey? ¿Cómo hubiera podido perturbarse la razón de Richard y de sus desventurados cómplices, amantes del rey entonces, hasta el punto de atentar, no ya contra la forma de gobierno, sino contra la vida del mismo monarca, sin la exasperación producida por las rudas y despóticas persecuciones? ¿Ni por qué Vidal y Bertrán de Lis habían de haberse conjurado contra Elío, sin las demasías y violencias y bárbaras crueldades del bajá de Valencia? Todas las conspiraciones reconocían el mismo origen; todas fueron ahogadas en sangre. Salvóse Mina, para prestar después servicios sin tasa a la nación, al rey y a la dinastía. Lo mismo habrían hecho Porlier y Lacy, si hubieran vivido. Fernando prefirió pagarles con el cadalso lo que antes le habían hecho. Si el suplicio de los conspiradores pudiera cohonestarse con la inflexible severidad de la ley, la forma que con todos se empleó fue, o digna de los tiempos de barbarie, o propia de corazones sin entrañas. La forma quitó a la ejecución lo que pudiera tener de saludable, y borraba lo que pudiera tener de justa. Nada hay que aleccione tanto como el castigo impuesto por la ley; nada hay que irrite tanto como la forma del castigo, cuando revela refinamiento de crueldad, y ensañamiento y fruición de venganza en el ejecutor.

Vencidas, ahogadas y escarmentadas las conspiraciones; en las prisiones, en los presidios o en la expatriación los hombres importantes del partido liberal; reinstalada la Inquisición; restablecidos los jesuitas; vueltos a los conventos los frailes y sus bienes; dueños de las mitras y de las dignidades los eclesiásticos absolutistas; aumentada la clerecía con muchedumbre de jóvenes que a millares se ordenaban; restituido a la privanza el nuncio de Su Santidad desterrado por las Cortes; estrechadas las relaciones de Fernando con la Santa Sede; sometido el pueblo a la influencia clerical; sostenido el fanatismo con pomposas solemnidades, aparatosas fiestas religiosas y símbolos exteriores de devoción; clero y pueblo abrumando al rey con lisonjas, presentes, elogios y diarias felicitaciones; empleado el púlpito en anatematizar e inspirar horror a las ideas liberales; sujetas las personas a la investigación del confesonario y de la policía; premiadas con largueza las delaciones; publicado un índice de libros prohibidos, en que se comprendían la Constitución, los diarios de Cortes y todos los periódicos políticos de aquella época; suprimida y muda la imprenta política, y sujetos todos los demás escritos a rigurosa censura eclesiástica; Consejos, tribunales y oficinas compuestos solo de los que hubiesen dado pruebas de extremado realismo y de ciega adhesión al soberano; escogidos de entre los absolutistas más puros los generales y jefes de todas las armas; proclamado en todo el continente europeo el derecho divino de los reyes y entronizado el gobierno absoluto; considerado Fernando por las potencias como la representación genuina de este sistema y de aquel principio: en buenas relaciones con todos los gabinetes, y en intimidad con el poderoso autócrata de las Rusias, cuyo embajador era el alma de la política española; ¿qué quedaba ni dentro ni fuera del reino que no halagara a Fernando? ¿qué había ni dentro ni fuera del reino que le coartara el libre uso de su plena soberanía? ¿qué se veía, qué se observaba, qué se vislumbraba, ni dentro ni fuera del reino, que pudiera infundirle recelo, ni darle inquietud, ni turbar ni amenazar el seguro goce y ejercicio de su absoluta dominación?

Y sin embargo, con todos estos elementos, con todas estas bases de seguridad, con todo este aparato de solidez, ese gobierno al parecer tan firmemente cimentado, esa soberanía al parecer tan incontrastable, ese edificio al parecer tan indestructible, se derrumba y viene al suelo en el corto plazo de pocos meses, puede decirse que en contados días, sin impulso exterior, sin auxilio de fuera, ni fuerza ni cooperación extraña, socavado por dentro, donde parecía estar más fortalecido. Y todo se muda, y todo cambia, y todo de súbito se trasforma.

¿Cómo pudo realizarse tan inesperada y repentina trasformación? ¿Qué misterioso embate pudo dar en tierra con el soberbio alcázar del despotismo en el espacio de seis años construido y fortificado? Las causas de tan singular fenómeno merecen bien ser examinadas a la luz de la crítica y de la filosofía.