Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Final España en el reinado de Fernando VII

II
La revolución de 1820, y sus causas

No hay gobiernos más débiles que los injustos. La violencia, el despotismo, la tiranía, la crueldad, cuando recaen sobre agravios o delitos, y pecan solo de exceso y de demasía en la aplicación dañan siempre, pero pueden no matar al poder que las ejerce. Cuando se castigan sistemáticamente con ruda dureza, no agravios, sino servicios, cuando a la demasía se agrega la manifiesta injusticia, el poder lleva dentro de sí un cáncer que le corroe, y que ha de producirle una muerte, más o menos lenta, pero segura.

Hay un agente invisible que corroe y mata el poder que parece más vigoroso y fuerte, cuando es opresor e injusto, como el insecto que devora y consume el corazón del árbol o del fruto que parece más lozano o más sazonado. Este agente invisible, este motor impalpable es la idea; la idea, que no se sabe qué forma material habrá de revestir para derribar la fuerza pública del poder, pero se sabe que cuando es razonable y justa, ella ha de adquirir una acción tan poderosa, que no haya quien a su embate y su pujanza resista.

Decimos esto, porque tenemos el convencimiento de que la idea fue la que derrocó casi de súbito el poder reaccionario de Fernando VII, cuando parecía hallarse en el apogeo de su fuerza y de su vigor. Mala elección de ministros y confidentes, errores administrativos, desacertada provisión de los cargos públicos, ignorancia y miseria, pudieron sin duda contribuir y fueron otras tantas causas para debilitar el gobierno absoluto del rey. Pero la causa principal de su repentina caída fue la idea política: la revolución que le derribó, no fue una revolución social, ni siquiera económica; fue una conspiración política latente, cuyo estallido y cuyos resultados nos asombrarían a nosotros mismos, si no pensáramos como pensamos acerca de la fuerza prodigiosa de la idea, y de su triunfo infalible cuando es lógica y es justa.

La ruda, constante y sistemática persecución contra la idea liberal y contra las personas que de buena fe, siquiera fuese mezclada con algunos errores, habían trabajado por la libertad de su patria, indignaba y exasperaba a los perseguidos y a sus amigos y allegados. De aquí las conspiraciones, la pugna y el esfuerzo por derribar el gobierno que de tal manera y tan sin ofensa de su parte los maltrataba. Hemos visto a los conspiradores de los seis años pagar en afrentosos patíbulos su audacia o su temeridad. Conocieron los hombres que era empeño loco y sacrificio cierto luchar pocos y aislados y en abierta pelea contra la tiranía y sus sostenedores; y pensaron en asociarse muchos, y combinarse y entenderse en el secreto y a la sombra del misterio. No hay nada que induzca y tiente tanto a los hombres a confabularse secretamente para rebelarse contra el poder y vengarse del que manda, como la dura opresión y el afán de convertir en ilegítimos y criminales todos los medios de manifestar sus opiniones. El despotismo trae las sociedades secretas. Brindó ocasión oportuna a los perseguidos y vejados la circunstancia de existir una en España, que si por acaso en tiempos atrás se conoció entre pocos, fue principalmente importada por las tropas de Napoleón, y adoptada por los partidarios del rey José, aunque con otro objeto y bajo diferente forma que el objeto y la forma que ahora tomó.

A pesar de su mal origen y de estar anatematizada por algunos pontífices romanos, los constitucionales españoles que aun estaban en libertad acogiéronse a un recinto, en que a favor de la fraternidad que se establecía, de los símbolos y aparatos de que se le rodeaba, del misterio y sigilo que parecía ponerla a cubierto de la pesquisa política e inquisitorial, del juramento que se prestaba y de la suerte común que se corría, los hombres se entendían y se estrechaban, dábanse cohesión, al propio tiempo que ensanchaban su círculo, desahogábanse entre sí, y creían por este medio adquirir una fuerza, de que aislados carecían, para conspirar. Afiliáronse, pues, muchos liberales españoles en la francmasonería, no de uno solo sino de diferentes fines llevados, ni por uno solo sino por diversos alicientes atraídos, pero todos con el propósito de entenderse y fortificarse en secreto con los hombres de sus ideas, ya que en público no podían. Extendiose la masonería por España más rápidamente de lo que se hubiera podido esperar, y se formaron logias en casi todas las ciudades, a pesar de lo estrafalario y alocado, más que prudente y sesudo, del personaje que presidía el centro directivo, que por casuales circunstancias se estableció, no en la capital del reino, sino en Granada, llamada entonces la Atenas española. Propagáronse más principalmente las sociedades en Andalucía, y era natural e indispensable que la hubiese en Cádiz, pueblo señalado por su amor a la libertad allí nacida y su odio al gobierno de Fernando. Había entre los iniciados personas de cuenta y de valer; pero también muchas de poco o ningún nombre y escasa significación.

Por una singularidad, de explicación difícil, lograron los masones escapar por algún tiempo al ojo escudriñador de la Inquisición y de la policía, y pudieron irse organizando a fuerza de precauciones suyas o de torpeza de sus enemigos. Pero descubiertas al fin algunas sociedades, muchos iniciados fueron a un tiempo presos y sepultados en calabozos. En uno de los más oscuros del Santo Oficio de Madrid fue encerrado uno de los miembros de la sociedad, hombre aventurero y de no poca travesura, a quien acusaban de crímenes graves, al menos a los ojos de sus jueces, ante los cuales mostró gran firmeza, negándose a hacer revelaciones como no fuese a la persona misma del rey. Que se celebró una entrevista y conferencia entre el monarca y el preso, cosa fue de pública voz y fama; lo que en ella pasó fue de diversos modos referido y comentado; que el procesado volvió a su encierro, del cual se escapó después, o por ingenioso y novelesco ardid, o con mezcla de prestada facilidad, fue de todos sabido: que con el fin de convertir a Fernando, o con otro diferente, hizo revelaciones acerca de la extensión y ramificaciones de la sociedad, ponderando una influencia y una fuerza que ciertamente aun no tenía, nadie lo dudaba, como no se dudó que por este medio supo el rey acerca de la asociación más de lo que a los asociados convenía que supiese.

Lo que admira es que después de todo esto no solo no se acabase con la misteriosa secta, sino que crecieran y se multiplicaran sus adeptos. Y es que crecían también y se multiplicaban los rigores y demasías del gobierno, y los perseguidos y maltratados, y los descontentos y quejosos, y los que deseaban vengarse, y los que por odio a las tropelías y a las injusticias iban aborreciendo al poder y a los agentes que las perpetraban, adheríanse allí donde sabían que se trabajaba contra tan arbitrario gobierno, que ya se iba haciendo con cierta publicidad, inevitable cuando el número de los asociados es crecido. Poco a poco fue infiltrándose el masonismo en las filas del ejército, tan realista al regreso del rey, y en el cual apenas habían penetrado entonces las ideas de libertad, y que, si halagado en un principio, tuvo después muchos motivos de descontento contra un gobierno, mal pagador de servicios, y sin talento ni plan. Veráse ahora cómo se enlaza esta predisposición de una no pequeña parte del ejército con los propósitos y las miras y los trabajos de las sociedades secretas.

Oficiales y jefes superiores de los más distinguidos en la pasada guerra habían quedado postergados y olvidados en las provincias. Privaban y obtenían mandos los que hacían ostentación y gala de exagerado realismo, y ganaban ascensos y prosperaban otros por la intriga y el favor, siquiera no hubiesen tomado parte o sacado un nombre oscuro de aquella gloriosa lucha. La sangre de ilustres generales cargados de servicios y llenos de honrosas cicatrices, ajusticiados en el suplicio ignominioso de horca por intentonas, si se quiere precipitadas y prematuras, si se quiere nacidas de justa indignación, si se quiere de arrebatado fanatismo, para el restablecimiento del régimen constitucional, dejaba en el soldado impresiones dolorosas que sabía mejor sentir que explicar, y sensaciones de desagradado que ignoraba a qué le habían de conducir, pero que le prevenían contra el gobierno que así mataba con ignominia a los que él había visto vencer con gloria. Prohibíansele los cantos bélicos, y sentíase como avergonzado de que se le prescribiesen prácticas de devoción y ceremonias y ritos piadosos, más propios de cenobitas que de guerreros, y de hombres de cogulla y correa que de casco y espada. Lejos de estar aseguradas las subsistencias de la tropa, los asentistas mismos solían suspender las provisiones, porque a ellos no se les cumplían las contratas; los jefes de guarniciones más de una vez tenían que acudir a los ciudadanos ricos para el sustento diario de los soldados, y había regimiento que no podía presentarse en público por el estado de desnudez en que se hallaba.

En tal estado ocurrió el pensamiento y la formación de un ejército expedicionario para la sujeción o reconquista de las provincias emancipadas o rebeldes de la América española. Oficiales y tropa, en gran número al menos, repugnaban pasar los mares para guerrear en unos países donde los esperaban calamidades seguras, e inciertas y escasas, si acaso algunas glorias. Ya cuando se verificó la anterior expedición mandada por el general Morillo, se manifestó el mismo espíritu de descontento y de repugnancia; hubo temores de levantamiento, pero menos desacreditado el gobierno entonces, menos difundidas ciertas ideas, no tan sabido lo que en América pasaba, mañoso, resuelto y de prestigio el general, la expedición se hizo a la vela sin perturbación. Acantonado ahora este nuevo y más numeroso ejército en la costa de Andalucía, el país en que más habían cuajado y se movían más las sociedades secretas; allí largo tiempo ocioso y por falta de recursos detenido; expuesto a las influencias de la peste y a las influencias políticas, de la fiebre amarilla y del masonismo; con un general a su cabeza, de indefinidas e indefinibles opiniones, tan excelente para instrumento del despotismo como aventajado para caudillo de la libertad, voluble y vario como el viento, en quien podían confiar todos, y todos desconfiar; de público ahora blasonando en Cádiz de amigo y protector de los liberales y masones, como antes había sido en Cádiz su azote y perseguidor; contagiada la tropa por el masonismo civil, hasta el punto de formarse una sociedad en cada regimiento; en frecuente comunicación y tratos paisanos y militares, poco secretos ya, porque era imposible que lo fuesen; visibles ya los síntomas de intento de rebelión; ¿qué hacía entretanto el gobierno, que no lo conocía, o si lo conocía no lo remediaba? Imprevisión o torpeza, impotencia o miedo, desconfianza de sus fuerzas, o confianza desmedida en su poder, no se le vio tomar una medida vigorosa, y la invisible idea iba creciendo y robusteciéndose al amparo de su inercia o de su debilidad.

El plan era el restablecimiento de la Constitución del año 12, porque esta era la idea dominante en todos los que aspiraban a derribar lo que existía. Otro reemplazo no estaba entonces a su alcance. En la cabeza del conde de La-Bisbal, jefe del ejército expedicionario y autoridad superior de Andalucía, luchaban entonces, como habían luchado siempre, la idea del absolutismo y la idea de la libertad, venciéndose una a otra recíprocamente y en períodos alternados. Absolutista y liberal de temporada, duro y temible para los amigos de una idea cuando en él predominaba la otra, mirábanle ahora muchos de los liberales y de los masones como el alma y el jefe y el primer ejecutor que había de ser de la conspiración. Y sin embargo, La-Bishal se hallaba en uno de aquellos períodos en que la pugna y el juego de las dos ideas se hacían tablas. Constábale la conspiración y no la estorbaba; los conspiradores contaban con él, y ni los rechazaba ni los desmentía. Pero el gobierno fiaba en su lealtad, y él ofrecía seguridades de lealtad al gobierno: dábale noticias de la conspiración, y afirmábale que castigaría a los conspiradores. Cuando llegó el caso de obrar, general y gobierno se condujeron con la misma vacilación y la misma torpeza.

La-Bisbal en el Palmar del Puerto sorprendió y arrestó a los militares conspiradores, y no los castigó; los envió a las prisiones, y les permitió gozar de libertad; aparentó acabar con la conjuración que él había alentado, y la dejó conocidamente en pié. Obró como conspirador liberal, y como opresor absolutista. Era el período de lucha de las dos ideas; no prevaleció ninguna, y no satisfizo a nadie. La conspiración se aplazó, quebrantada, pero no deshecha. El gobierno, con ineptitud parecida a la simpleza, premió al conde por haber quebrantado la conspiración, y le castigó por no haberla deshecho. Los conspiradores se encogieron y temieron al pronto, y pronto se reanimaron y envalentonaron. El gobierno para acabar con la conjuración nombró un general que ni la conocía, ni era hábil para sofocarla aunque la hubiera conocido. A los conjurados faltaba también ya general que poner al frente. Las sociedades secretas que impulsaban y seguían la trama, contaban con escasísimos recursos pecuniarios, y su fuerza y sus medios eran pobres y mezquinos en la realidad, pero sus agentes, hombres de talento y travesura, tenían la habilidad de hacerlos aparecer gigantescos. El ingenio sabía sacar gran partido del misterio. La inteligencia iba a sobreponerse al poder material. Es la fuerza invisible de la idea.

¿Cómo de otro modo pudiera concebirse que al cabo de pocos meses unos pocos jefes inferiores atrevidos, de capacidad harto menos que grande, trasformados de improviso en generales por su propia virtud, con unos pocos batallones, apellidando libertad en medio de un ejército que se mantenía fiel al rey, con viejos generales a su inmediación que no respondían a su grito, sin fondos de qué vivir, y cerrado el paso a la única plaza fuerte en que pudieran apoyarse, hicieran bambolear el edificio del absolutismo levantado por Fernando VII, fortalecido por espacio de seis años, sostenido por la Europa, ahorcados, presos, desterrados o prófugos sus combatidores, dueños del poder, de la autoridad, del tesoro, de los empleos, de las plazas de guerra, de la policía, y al parecer hasta de las conciencias, sus amigos, paladines y defensores?

En el primer período de la revolución, que duró algunas semanas, parecía que los revolucionarios y el gobierno se habían propuesto disputarse de parte de quién había de haber más ineptitud o más apatía. Una revolución que no avanza está destinada a sucumbir, y la revolución de las Cabezas de San Juan y de la Isla de León no avanzaba, pero no sucumbía. Un gobierno que no sofoca el primer movimiento revolucionario, corre gran riesgo de ser vencido, y el gobierno ni era vencido, ni ahogaba la revolución. Y era que los jefes del levantamiento mostraban no ser mucho para ello, y no corresponder la cabeza al corazón y la inteligencia a la audacia; y el gobierno acreditaba ser menos para ello, porque no había en él ni corazón ni cabeza, y carecía de inteligencia y de energía. ¿En qué consistía el fenómeno de no sucumbir ni prosperar el pequeño cuerpo sublevado ni el gobierno? Este disponía de muchos más medios para vencer que aquél, pero los malos gobiernos son siempre mal ayudados y mal obedecidos. Las muchas tropas que enviaba contra los sediciosos, o no los acometían, o lo hacían con flojedad. Y es que la idea había contaminado el ejército; era la fuerza invisible de la idea. Era que había una parte liberal, y otra no contenta del gobierno. El pueblo ni se adhería a los revolucionarios ni los combatía. Hay quien pretenda o suponga, porque la revolución llegó a triunfar, que la mayoría del pueblo español era ya amante de la libertad entonces. Para nosotros evidentemente no lo era, y se vio después. Pero el proceder del pueblo en aquel caso tiene fácil y natural explicación. La parte liberal, muy en minoría relativa, celebraba, pero no se atrevía a adherirse al movimiento, reciente en su memoria el término sangriento y fatal de anteriores conspiraciones. La gran mayoría, que no lo era, no le contrariaba, porque no veía razón ni motivo para sacrificarse por un gobierno desatentado y torpe, a quien no tenía beneficios que agradecer.

Dispersa y deshecha como el humo la columna de Riego, el más activo y más fogoso de los revolucionarios, no por la fuerza y la actividad del gobierno, sino por propia y precipitada deserción, y cercado Quiroga en la Isla Gaditana, la revolución habría concluido por sí misma sin la habitual y sistemática torpeza del gobierno. Decimos sistemática, porque entrando en su sistema la oposición a la publicidad, nada había dicho la Gaceta de los sucesos de las Cabezas y de la Isla. Pero la voz corría, y la opinión pública los comentaba. Oíase decir que Riego había estado en Algeciras, en Málaga y en Córdoba: mataba al gobierno el silencio de su Gaceta; porque cuando Riego iba perdido, suponíasele paseando sin estorbo y triunfante por Andalucía. La idea liberal se alentó, y la idea estalló y tomó forma en otro extremo de la península, en la Coruña.

¿Por qué triunfó ahora la proclamación del código de 1812 en la Coruña, allí donde por lo mismo había sido sacrificado antes Porlier, hecha por pocas tropas, quedando muchas más a las autoridades del gobierno, y triunfó hasta el punto de extenderse al Ferrol, y a Santiago, y a Orense, y a toda Galicia, y lanzar de aquel antiguo reino todas las fuerzas realistas, y quedar gobernándole una respetable junta de gobierno constitucional? Es que la sangre de Porlier, unida a la ingratitud y a la injusticia del rey, y a la forma horrible del suplicio con él usada, había fructificado en aquel suelo, había engendrado aborrecimiento a un gobierno desagradecido y cruel, había fomentado la idea liberal. Es que el gobierno, que no tenía ojos sino para mal mirar a la Isla de León, no alcanzaba con su miopía a ver lo que se preparaba en otras partes; y el rey, que podía haber visto la cortedad de sus secretarios del Despacho, todavía conservaba a los que acababan de dar tan insignes pruebas de su incapacidad. Es que la fuerza impalpable de la idea tenía que acabar por vencer la fuerza material del número y de las armas.

¿Era bastante el suceso de Galicia para consternar al rey y a la corte de la manera que los consternó, aun antes de saberse lo que simultáneamente o poco después acontecía en Zaragoza, en Barcelona, en Navarra y en Asturias? A un gobierno que tuviera el apoyo de la justicia y de la opinión le habría asustado menos; pero la injusticia es cobarde, y ya hemos dicho que no hay gobiernos más débiles que los injustos. El rey y la corte se amedrentaron, y los liberales de Madrid, en minoría también, cobraron ánimo y brío. El rey comenzó a ceder, ofreciendo la convocación de Cortes por estamentos. Gobierno perdido el que comienza a ceder ante la revolución. El decreto de 6 de marzo no satisface, porque no se cree; y no se cree, porque también se habían ofrecido Cortes en el Manifiesto de 4 de mayo de 1814, y no se había cumplido. El pueblo además cobra alas con la flaqueza del rey; y las cobra también, porque en la cabeza del conde de La-Bisbal ha prevalecido la idea liberal por esta temporada, y ha proclamado la Constitución al frente de un regimiento a poca distancia de Madrid. Y las cobra, porque llamado por el rey otro general que ha sido su ministro, este general ministro del rey absoluto inclina al rey absoluto a que ceda a la idea liberal; y Fernando, que ya había comenzado a ceder, sigue por la pendiente de las concesiones, y comunica que está decidido a jurar la Constitución, «por ser así la voluntad general del pueblo.» Pero el pueblo, lo que parecía el pueblo, no se contenta ya con esto, porque ha visto ceder dos veces al rey, y pide, no que ofrezca, sino que jure, y lo pide tumultuariamente y de un modo desdoroso a la majestad. Y Fernando jura ante unos concejales de Madrid la Constitución de 1812 que aborrecía, y manda que la jure el ejército. Se ha consumado la revolución.

¿Qué se ha hecho, cómo en tan breve plazo ha caído ese gobierno que parecía tan vigoroso y fuerte? ¿Cómo en tan corto tiempo ha sido derribado ese poder que se ostentaba tan robusto? ¿Cómo en el espacio de contados días ese monarca absoluto, que ahogaba en sangre todas las conspiraciones, se ha trocado de repente, ante una conspiración, en que apenas una gota de ella se ha derramado, de absoluto en constitucional? ¿Qué hacían, dónde estaban esos ministros, esas autoridades, esas bayonetas, ese pueblo inmenso, todos los que le aclamaban absoluto, y le felicitaban por su odio a la libertad? ¿Cómo no le aconsejaban e ilustraban unos, cómo no vigilaban y precavían otros, cómo otros no peleaban y vencían? ¿Cómo los muchos se anonadaron y sucumbieron ante los pocos? Es que la debilidad es inseparable de la injusticia; es que el poder violento y tiránico lleva dentro de sí el cáncer que le corroe, y que ha de producirle la muerte: es que la idea, ese agente impalpable e invisible, cuando toma forma material, no encuentra pujanza que a su embate resista. Es que cuando la Providencia quiere permitir el triunfo de una idea, pone a su servicio la fuerza, y anonada y extingue la fuerza contraria.

Ha desaparecido de un golpe la España absolutista de 1814 a 1820. Comienza en 1820 otra España constitucional. Tan justos y severos como hemos sido en juzgar al rey y a los gobiernos absolutos, tan justos y severos hemos de ser en juzgar al monarca y a los gobiernos constitucionales.