Parte tercera ❦ Edad Moderna
Final ❦ España en el reinado de Fernando VII
IV
Turbulencias en el segundo período de esta segunda época constitucional
Exposición de sus causas.– Exaltación de las pasiones políticas.– Excesos de unos y otros partidos.– Conspiraciones.– Choques.– Guerra civil.
No había motivo ni razón alguna para esperar que el segundo período de esta nueva época constitucional, que comienza con las Cortes ordinarias de 1822 a 1823, fuese más sosegado y menos turbulento que el anterior. Había, por el contrario, muchas causas, y combinábanse sobrados elementos para temer que le excediese, como así aconteció, en lo borrascoso y turbio.
A un Congreso templado, conciliador, experto, más dado a calmar los ánimos y curar los males públicos con leyes sabias y prudentes que a encrespar las pasiones y avivar las discordias con debates políticos, sucedía una asamblea compuesta en su mayoría de hombres fogosos, de ideas avanzadas, de extremas algunos, enviados no pocos por las sociedades secretas: los mismos desobedientes de Andalucía y sus fautores, mandados procesar por el anterior Congreso, venían ahora a ser legisladores; aunque no estuvieran en condiciones legales, sus poderes eran sin escrúpulo aprobados: Riego era elegido primer presidente de mes: todo llevaba el tinte más subido del liberalismo.
Frente a unas Cortes de este temple preséntase, elegido por el rey, un ministerio moderado, compuesto de hombres muy distinguidos, pero de ideas opuestas a las de la mayoría de la cámara. El antagonismo entre los dos grandes poderes del Estado se simboliza en los dos personajes que aparecen a la cabeza de cada uno de ellos. En el poder ejecutivo figura en primer término Martínez de la Rosa, el erudito, elegante y florido orador del parlamento, el condenado por liberal en 1814 a ocho años de presidio en el Peñón de la Gomera, pero que en 1822 acababa de ser atropellado por las turbas demagógicas por haber perorado en la tribuna contra el desenfreno de la imprenta. Figura en primer término en el cuerpo legislativo el héroe de las Cabezas de San Juan, el revolucionario Riego, el arengador y el ídolo de las masas populares exaltadas, pero el desterrado dos veces a Oviedo y a Lérida por promovedor de disturbios en Madrid y en Zaragoza. El contraste entre estos dos tipos se refleja en la mayoría exaltada del Congreso y en la minoría ministerial. Cuando la nación necesitaba más de la armonía entre el ministerio y las Cortes, las Cortes y el ministerio se declaran desde el principio en abierta lucha, y se hacen diaria y perseverante guerra. Si no era esto lo que el rey, en su deseo de destruir el sistema constitucional, se había propuesto al nombrar sus ministros, su conducta daba lugar a sospecharlo así. La duda era si su talento alcanzaba a tanto como su malicia.
Todo el afán de la mayoría era derribar al ministerio, deshacerse de él a todo trance, y conquistar así el poder ejecutivo. Ocasiones oportunas o inoportunas, causas graves o pretextos fútiles, todo lo aprovechaba indistintamente para retar al gobierno y provocarle a batalla. ¿Cómo el gobierno iba saliendo triunfante y vencedor contra la mayoría numérica y contra la impetuosidad de los ataques? Jamás se vio con más evidencia la superioridad y la preponderancia del talento, de la sagacidad y de la experiencia parlamentaria, sobre la fogosidad inexperta y sobre la arrebatada y ciega impremeditación. Las indiscreciones de la oposición en la célebre sesión de las preguntas dieron lugar a que un ministro, con la picaresca sorna de un veterano y con una frase burlesca, pusiera en relieve lo impertinente y pueril del eterno interrogatorio, y la impaciencia estéril de los neófitos del parlamento.
Mas con estas y otras cosas crecía la odiosidad entre las dos parcialidades del Congreso, a tal punto que en una sesión secreta, provocada la irritabilidad de la oposición por una acusación injusta de los ministeriales, llegó el caso de entablarse material y rudo choque entre los diputados, y de empeñarse hasta una lucha corporal, con olvido de todo miramiento y decoro{1}. Lo que con tal disposición de los ánimos y con semejantes escenas, que siempre trascendían fuera de aquel recinto, ganaría la causa constitucional, puede fácilmente discurrirse.
No podía negarse a la mayoría exaltada celo patrio, constitucionalismo sincero, desinterés y abnegación: suelen ser las virtudes de los que aun no han experimentado cuánto necesita el patriotismo, para no ser o estéril o peligroso, de ser cauto y discreto. Pero faltábale esta discreción y esta cautela, y de aquí la falta de concierto y de tino, que es el defecto de los no amaestrados en lides, y de que se aprovechan los expertos adversarios. Bellísima virtud es en la esfera moral la de la inocencia; pero la más peligrosa cuando se presenta desnuda de armas contra las artes de la seducción.
Bueno y conveniente era, y falta hacía en aquellas circunstancias el entusiasmo por la causa liberal de que se mostró animada la mayoría de las Cortes, y muy laudable su afanoso empeño en promover aquel mismo entusiasmo en la nación, como necesario en épocas de lucha política, en que la tibieza, el indiferentismo o la frialdad matan a los partidos. ¿Pero fueron acertados los medios que para ello eligieron? ¿O cayeron acaso en la extravagancia y el ridículo, o tal vez fueron armas que herían de rechazo a los mismos que las asestaban? De todo hubo en verdad. Justos y debidos eran, y de saludable y útil efecto los honores decretados a los primeros e ilustres mártires de las libertades españolas en Castilla y Aragón. Merecido tributo era el de erigir monumentos a aquellos insignes patricios, y provechoso ejemplo el de inscribir sus nombres en el templo de las leyes. No lo era menos declarar beneméritos de la patria y honrar los nombres de los que recientemente habían perecido por la libertad, levantar trofeos en los lugares en que ésta había renacido, otorgar recompensas a los libertadores de la patria, pensionar al caudillo que había tenido la audacia y la fortuna de ponerse a su cabeza, fomentar la milicia voluntaria, y aun declarar marcha nacional de ordenanza el himno de Riego.
Pero la ovación solemne hecha en el salón de las Cortes al batallón 2.° de Asturias, la ceremonia de entregar el presidente del Congreso al comandante del batallón un ejemplar de la Constitución política del Estado, y el acto de poner el comandante en las manos del presidente el sable que llevaba Riego cuando apellidó libertad en las Cabezas, fue un espectáculo que debió colorear de carmín los rostros de los hombres serios amantes del régimen constitucional, una escena en que los enemigos del sistema encontrarían materia y argumento para la sátira festiva, y un rapto de exaltación, que al fin diputados juiciosos hallaron medio de atenuar y hacer menos extravagante. Prueba fue de muy buena intención, pero también de mucha candidez la idea de promover de oficio el entusiasmo público. Mandar de real orden a los jefes políticos que crearan entusiasmo, que le excitaran con canciones patrióticas, con banquetes cívicos y representaciones dramáticas de circunstancias, que era como ordenar a los hombres que se entusiasmaran por una causa, significaba un deseo y una necesidad; el deseo y la necesidad del entusiasmo público que no se había sabido inspirar, y se le buscaba artificialmente, como si el entusiasmo, lo mismo que la alegría, no fueran ficticios, cuando no son espontáneos.
El clero absolutista había hecho del confesonario una cátedra secreta, y del púlpito una cátedra pública de propaganda contra el bando liberal, y las Cortes hacían de la tribuna parlamentaria una cátedra de propaganda contra el clero absolutista. Muchos eclesiásticos habían cambiado la estola del sacerdote por el trabuco del guerrillero; pero las Cortes daban reglas para las oposiciones y concursos a curatos, y prescribían cómo habían de proveerse las parroquias y regularizarse las feligresías. Había prelados que consentían o toleraban a los ministros del altar predicar la desobediencia y la insurrección, o andar en cuadrillas facciosas mezclados con forajidos; y a su vez las Cortes pretendían liberalizar por fuerza a los obispos, obligándolos a escribir pastorales en elogio de la Constitución, y hacían ellas funciones pontificias mandándoles abstenerse de conferir órdenes y expedir dimisorias hasta que ellas resolvieran lo conveniente. El papa negaba las bulas a dos virtuosos y doctos obispos electos, sin otra razón que por haber manifestado ideas liberales en las Cortes, y las Cortes a su vez facultaban al gobierno para extrañar del reino a los prelados desafectos al sistema constitucional. Sobraba razón a las Cortes para quejarse de una gran parte del clero, que era enemiga, provocadora y rebelde, pero exasperaba a otra parte con medidas absolutas y extremas. Nadie estaba en su lugar, y los resultados tenían que ser tan funestos como fueron.
Mostrando la mayoría exaltada casi igual odio, y maltratando lo mismo a los moderados constitucionales que a los realistas; resucitando todas las causas de infracción de Constitución, en que era tan fácil hallar cualquier irregularidad en que fundar algún cargo contra ex-ministros y generales y jefes políticos y jueces, y otros personajes moderados de valía, que habían sido las autoridades de aquellos tiempos, agriaba sin resultado a unos, hacía que otros por despecho desertaran de la bandera constitucional, y solo complacía sin advertirlo al rey y a los absolutistas, que gozaban con estas discordias y habían de recoger su fruto.
Falto de tacto el gobierno moderado, a pesar del talento de sus individuos, para atraer o encarrilar la mayoría exaltada, provocábala a veces con poca cordura. La forma con que le devolvió la ley de señoríos no sancionada, fue un guante que le arrojó con temeridad, y que la mayoría recogió para lanzarle a su vez, con el enojo brusco de los partidos extremos ofendidos, al rostro del gobierno y del rey.
Habría no obstante cobrado gran fuerza el partido ministerial y de orden dentro y fuera del parlamento, si el monarca le hubiera apoyado con firmeza y lealtad. Pero el ministerio, combatido ostensiblemente dentro de la asamblea y en las sociedades patrióticas por la parcialidad liberal exaltada, contrariado y amenazado en el exterior por los soberanos y los gabinetes absolutistas, hostilizado y guerreado en el interior por las clases privilegiadas ofendidas, por el clero fanático, por la plebe realista y por las partidas facciosas, estaba siendo juguete de las intrigas del rey, que halagándole y engañándole bajo la apariencia de asociarse al proyecto de una prudente reforma del código fundamental, estaba siendo desde su palacio de Aranjuez y bajo la garantía de la inviolabilidad constitucional el gran conspirador, el alma de las conjuraciones y los planes de dentro y de fuera, para recobrar el poder absoluto en toda su plenitud, su pensamiento inseparable y su afán verdadero de siempre.
Con tantos y tales y tan encontrados elementos, todos de raíz antigua y ninguno desde el principio bien dirigido, ¿qué había de venir sino un estado de general perturbación, como los que suelen preceder a una disolución social? La conspiración en palacio, la discordia en las Cortes, la guerra en los montes y en los campos, la revuelta y el motín en las calles de las grandes poblaciones, la intriga en los clubs, la voz de venganza en los templos y en las logias, el choque entre las diferentes fuerzas armadas en las plazas, la anarquía dentro de la nación, y la parte exterior de su frontera ceñida por un ejército extranjero de observación, disfrazado con el nombre hipócrita de cordón sanitario, a cuyo amparo las bandas de la fe, acaudilladas por un fraile, se apoderan de una plaza fuerte en Cataluña, condición puesta por la Santa Alianza para reconocer como legítima la insurrección realista española, y admitir en sus consejos a los representantes fanáticos de la rebelión, y entablar negociaciones como con un poder legal, a fin de destruir el régimen existente en España.
La coincidencia de la sublevación militar de Valencia con el alboroto de Aranjuez en un mismo día, y la circunstancia de ser este día el de San Fernando, y de residir allí el monarca, y de haber salido los gritos sediciosos de los mismos sirvientes y de los soldados de su guardia, levanta sobre el rey mismo vehementes sospechas de complicidad. El dedo del público le señala; los hombres sensatos repasan y combinan antecedentes, y propenden a creerlo; los ministros mismos en un mensaje no le ocultan su recelo, y se atreven a decirle que se está manchando su augusto nombre, haciéndole pasar a los ojos de la España y de la Europa por infractor de su palabra y juramentos; la oposición exaltada se exaspera y encoleriza, y envolviendo en su anatema al gobierno le acusa de inepto y de débil, o de cómplice en los planes y en las sublevaciones absolutistas; y hay diputado que proclama el principio de la venganza popular, y anuncia que la sangre de Valencia pide la sangre de los ministros, y hay ministro que en voz llena llama al diputado calumniador, y gracias que el ruido y la gritería y el desorden ahogan y no dejan percibir todo lo repugnante de esta escena.
Animadas de excelente espíritu patriótico estas Cortes, en los intervalos en que la pasión política no las preocupaba, o en que el cansancio de las luchas de partido daba tregua y descanso a las peleas de bandería y de parcialidad, hicieron leyes económicas y administrativas cuya importancia y conveniencia se conocieron menos en aquel tiempo que en posteriores épocas constitucionales, en que con beneficio y provecho no escaso para la nación se han reproducido. Pero estas leyes pasaban poco menos que desapercibidas y punto menos que ignoradas, al lado de las medidas de terror, y de los ardientes debates políticos, y de las escenas de lucha, de espectáculo y de escándalo que caracterizaron esta asamblea. Distinguióse también por un espíritu de abnegación muy laudable, si no hubiese sido exagerado, hasta el extremo de convertirse en dañoso y perjudicial a la gobernación y a los intereses del Estado. Pero en cuatro meses de vida parlamentaria apenas hubo un día de discusión sosegada y tranquila. Cierto que los elementos perturbadores de fuera llevaban dentro el calor y la agitación; mas lejos de hacerse este Congreso el moderador de exageradas y opuestas pasiones como el que le había precedido, abrigaba en su propio seno igual o más vivo fuego que el que ardía por fuera, y aumentaba el incendio en vez de apagarle o templarle. Había sancionado el principio de la insurrección militar, y la máxima de la venganza popular había encontrado allí apóstoles y proclamadores. El fruto de esta conducta y de estos principios había de recogerse, y el día mismo que terminó y se cerró la legislatura estalló la tempestad cuyo ruido se había venido sintiendo y anunciando.
Casi llegaron a confundirse aquella tarde las acostumbradas protestas de ardiente y fingido constitucionalismo del rey en el salón de las Cortes con los gritos subversivos de las tropas de su guardia en la plaza de palacio proclamándole absoluto. Los guardadores de confianza del monarca provocan, insultan, atropellan al pueblo que le apellida constitucional, como él se acababa de apellidar ante los representantes de la nación. A los pocos momentos de haberse lamentado Fernando en el seno de la Asamblea de que la insurrección realista ensangrentara los campos de Cataluña, salpicaba los umbrales de su regia morada la sangre del desgraciado oficial Landaburu asesinado por la indisciplinada soldadesca de su guardia. Acababa de decir a los diputados que le alentaba la confianza de ver frustradas las maquinaciones de los malévolos, y las maquinaciones estallaban a sus propios ojos, y los malévolos parecían ser los que armados, rodeaban y defendían los muros de palacio. Pronto iba a verse si las maquinaciones eran movidas solo por los de fuera, o si la fuerza de la impulsión venía de dentro.
Tras unos días de pavorosa incertidumbre, de lúgubre zozobra, de fatídicos síntomas, y de misterioso aparato bélico en la capital, el motín de 30 de junio y el asesinato de Landaburu, présagos de mayor tormenta, producen la sangrienta y memorable jornada del 17 de Julio. La tempestad, cuyo sordo rugido se había estado oyendo de lejos tanto tiempo hacia, ha estallado con toda su fuerza y se ha desencadenado con todo su furor. La mina subterránea ha reventado; las maquinaciones sombrías han salido a la luz clara. La lucha material entre el absolutismo y la libertad se ha emprendido; y al cabo de dos años y medio de una revolución, que por maravilla y por fortuna y para honra de los revolucionarios se había hecho sin lágrimas y sin sangre, la sangre de hermanos se derrama en abundancia en las calles y plazas de la capital. El combate es solo de un día, pero rudo y sangriento: el triunfo queda por los constitucionales; y en esta ocasión, como en muchas, si no en todas, la victoria fue el premio de la lealtad y del heroísmo, la derrota el castigo de la torpeza y de la injusticia.
Difícilmente se hallará un escritor imparcial, nosotros no le hemos encontrado, que no convenga en que la conspiración que produjo el trágico y ruidoso suceso del 7 de Julio fue sin habilidad conducida y torpemente ejecutada. Pocas veces una conjuración habrá podido contar con tantos y tan poderosos elementos para el logro de un plan preconcebido, y pocas veces se habrán malogrado con éxito más desastroso. Apenas se comprende que un cuerpo de tropas tan numeroso, brillante y disciplinado como el de la guardia real, teniendo a su favor personajes de cuenta de la corte y la protección de las más altas influencias del Estado, pudiendo haber fácilmente sorprendido en los primeros momentos de la insurrección al gobierno, las autoridades, los cuarteles, la población entera, suyo el palacio real, como encomendado a su custodia, tornara el inconcebible partido de abandonar la capital, para invadirla al cabo de una semana de extraña inacción y de una actitud estérilmente hostil, sin un jefe de autoridad y de prestigio a su cabeza, y después de haber dado tiempo y lugar de sobra al gobierno y a las corporaciones constitucionales, a los jefes militares y tropas de la guarnición, y a la milicia nacional para prepararse a resistir una agresión que se estaba viendo venir, como que se estaba haciendo esperar.
Los resultados de la empresa correspondieron a la torpeza con que fue dirigida y ejecutada. Los invasores, con ser lo más granado del ejército español, con gozar fama y haber dado pruebas de bravura, con tener el arrojo y la fortuna de penetrar en la corte sin ser sentidos, hallaron una muerte miserable donde se prometían un triunfo glorioso, condujéronse con la debilidad y el aturdimiento de soldados bisoños, y huyeron despavoridos ante las bayonetas de paisanos poco acostumbrados a manejarlas. Mientras los invadidos, jefes y oficiales comprometidos y entusiastas por la causa de la libertad, espontáneamente reunidos y organizados; nacionales llenos de ardiente fe por la Constitución, y ofendidos de los insultos y ultrajes del bando absolutista representado por los que los acometían, mostraron aquel día una firmeza, un denuedo, un heroísmo, que la historia pregona, y que sus propios adversarios, si acaso han pretendido rebajar, no han podido intentar desmentir. Los vencidos no escarmentaron ni con la derrota ni con la generosidad de los vencedores, y expiaron con más sangre su deslealtad y su imprudencia.
¿A qué oculto móvil habían obedecido aquellos instrumentos de la reacción? ¿Qué escondido resorte los empujó al sacrificio? ¿Quién dirigió aquel desdichado movimiento, y cuál era su verdadero fin? Otras veces las causas y los motores de las conjuraciones suelen quedar escondidos e ignorados tras un misterioso e impenetrable velo. En esta ocasión el velo era demasiado diáfano, y de demasiado bulto la figura que a su sombra daba impulso a la máquina de la conspiración, para que dejara de conocérsela, de señalársela, de nombrársela, o por su nombre propio o por el título de su altísima dignidad. El historiador que con más estudio procura esquivar las ocasiones de hacer cargos al que empuñaba el cetro de la monarquía, aunque al llegar a este caso indica que se detiene su pluma por los respetos debidos al trono, al cabo paga su tributo a la verdad histórica, y cita documentos que rasgaban el velo y descubrían claramente quién era el que, o por repugnancia a todo sistema político que no fuese el absoluto, o sugerido por los enemigos de las reformas, había creído llegado el momento de trastornar el orden vigente, y preparado para ello los funestos acontecimientos de julio. Y si los documentos y los antecedentes así no lo persuadieran, reveláranlo bien a las claras las demostraciones imprudentes de los cortesanos, de las damas de la reina y de los criados de la servidumbre, con sus aplausos y sus agasajos a los insurrectos.
No era pues un secreto para nadie la gran parte que Fernando había tomado en este plan de reacción, la satisfacción con que le veía ejecutar, y las esperanzas de triunfo que le animaban y se traslucían en su risueño semblante en aquellos momentos: como nadie ignoraba que después de haber entretenido a la vez a los que le aconsejaban la reforma de la Constitución en espíritu mas monárquico, como los ministros extranjeros y algunos constitucionales moderados españoles, y los que opinaban por el restablecimiento completo del absolutismo, se había decidido por lo último, siguiendo sus tendencias y aspiraciones de siempre. Y sin embargo de este general convencimiento, vencida la insurrección, triunfantes los liberales, en medio del ardor que engendra siempre la lucha, cuando había motivos para temer que corriese Fernando VII mayores y más merecidos peligros que los de Luis XVI de Francia en el terrible 10 de agosto de 1792, los vencedores españoles del 7 de Julio de 1822, ¡cosa admirable, y digna de justa alabanza! a una ligera indicación detuviéronse respetuosos ante el alcázar regio; ni corrió el menor riesgo la vida del rey, ni se intentó el menor desacato a su persona; y lo que es más de admirar y de aplaudir, hagamos justicia a los que tan noblemente se condujeron, los que tan rudamente habían sido atacados, y tanta razón tenían para mostrarse enfurecidos, ni cometieron desórdenes, ni ejercieron venganzas, ni siquiera profirieron insultos. Fueron calumnias y patrañas las que sobre su conducta estamparon algunos diarios legitimistas franceses, no concibiendo sin duda la hidalguía del pueblo español en casos tales.
¿Qué motivos podían alegar los embajadores extranjeros, que lo habían presenciado todo, para decir en su nota al ministro de Estado español, que estaban agitados de las más vivas inquietudes por la horrible situación del rey y de su familia y por los peligros que amenazaban a sus augustas personas, y para conminar con que el más leve ultraje a S. M. sumergiría la península en un abismo de calamidades? Digna y firmemente les contestó Martínez de la Rosa con la relación de los hechos que habían pasado a su vista, y diciéndoles: «Jamás pudo recibir Su Majestad y real familia más pruebas de adhesión y respeto que en la crisis del día de ayer, ni jamás apareció tan manifiesta la lealtad del pueblo español, ni tan en claro sus virtudes.»
En aquella angustiosa, terrible y comprometida crisis para el ministerio, a nadie ocurrió sospechar siquiera que los ministros estuvieran implicados en el plan de destruir el gobierno constitucional y convertirle en despótico. Lo más que se les atribuía, en su calidad de moderados, era cierta tendencia y simpatía hacia los que aspiraban a la reforma de la Constitución. Difícilmente se habrán visto nunca consejeros de la corona en situación más anómala, delicada y falsa que se vieron estos ministros en aquellos días. Encerrados y aislados dentro del palacio, aborrecidos de los conspiradores, sin la confianza del monarca, y sin prestigio en el pueblo, sin más salvaguardia ni defensa que su buena intención, ni podían gobernar ni se los dejaba dimitir: y cuando ellos repitieron sus instancias y redoblaron sus esfuerzos por que se les admitiera la renuncia de unos cargos que reconocían no poder desempeñar con utilidad para el trono y para la nación, el rey los detuvo arrestados en su palacio como en una cárcel, cerrándoles las puertas para que no pudiesen salir. ¿Por qué prendía el rey a sus propios ministros? Ya se lo decía, y decíaselo de oficio: «No, acaso vuestras providencias son las que han traído estos males; vosotros sois los responsables con arreglo a la Constitución: seguid, pues, gobernando bajo vuestra responsabilidad.»
Merece reparo, y causa algo más que disgusto, el manejo de Fernando en todas las situaciones de su vida. Prescindiendo de la singular política de arrestar y forzar a que sigan gobernando unos ministros a cuyo mal gobierno sospecha ser debidos los sucesos que se lamentaban, mirémoslo bajo otro punto de vista más grave. Un rey, a quien la pública opinión, y a quien todos los antecedentes y todos los síntomas señalaban como el motor principal de la conjuración que acababa de estallar y ser vencida; un rey que estaba debiendo la inviolabilidad de su persona, no tanto a la ley como a la consideración y generosidad de los vencedores; un rey, a quien el ayuntamiento se atrevía a decir: «Vuestra corte, Señor, o sea vuestra servidumbre, se compone en el concepto público, de constantes conspiradores contra la libertad;» un rey, a quien el grave Consejo de Estado hablaba de «fortificarse las sospechas que se habían hecho cundir de que los facciosos habían creído tener de su parte la voluntad de S. M.;» este rey, que parecía debería obrar con el encogimiento y cobardía de un prisionero indultado, obraba con la arrogancia de un monarca constitucional sin tacha y sin mancilla, y se atrevía a desgarrar la honra de sus propios ministros, haciendo recaer sobre ellos la sospecha y la odiosidad, y a detenerlos para sujetarlos a una responsabilidad estrecha.
Pero cualquiera que fuese el malicioso empeño del rey, y el sincero deseo de otros, de que siguiesen gobernando aquellos ministros, no era posible, habían muerto políticamente y era irremediable su reemplazo. Las revoluciones tienen sus períodos que recorrer, y los recorren necesariamente. El desenlace del 7 de julio de 1822 daba fin a un período y principio a otro de los que la revolución de 1820 estaba llamada a recorrer. Tras los ensayos de tres ministerios de matiz moderado, los sucesos hacían irremediable buscar entre los exaltados quien imprimiese al gobierno una marcha más vigorosa, un matiz más subido a la política, un impulso más fuerte a la idea liberal. Esta vez los ministros fueron sacados de la sociedad masónica, que de máquina clandestina contra el gobierno pasó a ser gobierno público y oficial. El rey le aceptó sin resistencia. ¿Qué le importaba a Fernando una humillación más, cuando abrigaba la esperanza de vengarse un día de todas las humillaciones? Mas no por eso dejaban los nuevos ministros de ser cordialmente aborrecidos del rey, como eran odiados de los moderados, teniendo además por enemigos íntimos a los comuneros, sus rivales naturales, resentidos y agraviados de que ni un solo ministro hubiera salido de su gremio. Con esto, y con ser los más de ellos todavía poco conocidos, y salir algunos de posiciones modestas, o no medir, como modernamente se diría, la talla que se requiere para tan altos puestos, ¿con qué contaban los nuevos pilotos para guiar con acierto la nave del Estado por entre el revuelto y proceloso mar de los partidos y de las pasiones? Todo tenía que suplirlo el vigor y la energía, el sistema de terror hasta ver de anonadar a sus numerosos contrarios.
El dictado de Siete patriotas, con que sus amigos los designaban, si un tanto pretencioso, no era infundado; porque, si otros defectos tenían, intenciones muy patrióticas no les faltaban, ni les podía negar nadie. El de los niños de Écija que el rey les daba, por alusión a ciertos famosos bandidos de Andalucía, no dejaba de ser un inmerecido insulto, y un sarcasmo de mal género de los que gustaban a Fernando: el cuál no por eso dejó de poner su nombre y su firma al pie del solemne Manifesto a los Españoles que aquellos ministros le presentaron, el documento más recargado de ideas y sentimientos liberales, de reprobación y de anatemas contra los conspiradores y los enemigos de la libertad, que hasta entonces había visto la pública luz. ¿Qué dictado merecía a su vez quien de tal manera se mofaba de sus ministros, y tan humildemente se sometía a sus programas; quien a la faz de la nación y del mundo ensalzaba tan calorosamente lo que aborrecía, y denostaba con tanta dureza lo mismo que estaba fomentando y protegiendo?
Por lo demás el ministerio de San Miguel, que reemplazó al de Martínez de la Rosa, revestía los caracteres y dio los resultados propios de las aficiones y de las tendencias de los partidos o fracciones exaltadas. Dadas a las reuniones y agrupamientos numerosos, al aparatoso espectáculo, al ruido que anima a los que le hacen e impone a los que le oyen, tras la función fúnebre cívico-religiosa, consagrada a las víctimas del 7 de Julio, acto religioso y patriótico digno de alabanza, vino la fiesta puramente política y profana del banquete de ocho mil cubiertos en el salón del Prado, con su estudiada mezcla y sistemática igualdad y confusión de clases y categorías militares y civiles, sus brindis, sus versos, sus discursos, sus canciones patrióticas, sus bailes y sus vivas a la libertad, con cuyos alegres y bulliciosos desahogos parece querer imitar ciertas agrupaciones políticas al que sufre y se esfuerza por olvidar o espantar sus penas cantando.
No entrando en el sistema de estos partidos cerrar la válvula al entusiasmo popular, sino abrirla y franquearla; excelente sistema en períodos de lucha, cuando al mismo tiempo hay fuerza y voluntad en el poder para reprimir los excesos en que aquél pueda degenerar, pero funesto cuando en el gobierno supremo o faltan aquellas condiciones, o falta la posibilidad de emplearlas; celebróse el advenimiento del nuevo ministerio con asonadas, motines, proscripciones y tropelías, en Cádiz, en Santander, en Barcelona, y en varias otras poblaciones. El suplicio de Elío en Valencia, por más que se procuró revestirle de formas jurídicas, no dejó de ser un insigne y escandaloso asesinato, mal encubierto con un proceso de imperfectas formalidades. No se encontraba juez que se prestara a firmar la sentencia, huyendo de sancionar una iniquidad; y si hubo un subalterno, que se resolvió a suscribirla creyéndose en la imposibilidad de resistir al clamoreo de la opinión pública sobreexcitada, hízolo como lavándose las manos bajo la presión del tolle tolle de la tumultuaria plebe. ¿Qué han dicho los amigos de aquel gobierno para cohonestar aquella atropellada y sangrienta ejecución? El mismo esclarecido patricio que era entonces ministro de Estado no ha podido con todo su talento alegar otras razones o escusas que las siguientes, que dejó consignadas en sus escritos: «Cualquiera comprende, dice, la excitación de los ánimos, la efervescencia del movimiento popular, el pronunciamiento de la muchedumbre contra una persona culpable de tantas atrocidades durante la época del despotismo.» «No se extrañará, dice luego, que fuese objeto (Elío) de la más enconada y sañuda antipatía.» La causa del encono y la justicia de la antipatía popular es imposible negarlas; pero la ejecución no es posible defenderla.
¿Quién sabe a dónde habrían podido llegar las resultas del proceso del 7 de Julio, puesto en manos de los comuneros? ¿De aquel proceso que llevó al cadalso al capitán Goiffieux, por el que se aprisionaba a Morillo y San Martin, se pedía el encarcelamiento de Martínez de la Rosa y de los ministros sus compañeros, en que se extendieron órdenes contra los infantes hermanos del rey, y en que se quería envolver al mismo ministro de Estado San Miguel, que antes de serlo había incoado la causa? ¿Quién puede calcular las víctimas que ahorró el haberle arrancado, aunque de un modo ilegal, de las manos de los comuneros, entonces tan encarnizados enemigos de los masones como de los moderados y de los realistas?
No era cruel aquel ministerio ciertamente. Pero a la sombra de su preocupado y excesivo respeto a la opinión, enconada contra los pasados atropellos y provocaciones, cometíanse ahora provocaciones y atropellos por la acalorada plebe del bando liberal, con que irritaban y exasperaban a su vez, y hacían que creciera y se entregara a desmanes y represalias, el partido absolutista. Por otra parte no era extraño que los hombres del vulgo se creyeran autorizados a sacudir todo freno, cuando veían que el ayuntamiento de Madrid se atrevía a oponerse a la salida del rey de la Corte y le exigía el cambio de toda su servidumbre, con la fórmula: «Sepa el rey que tal es la voluntad de los patriotas de Madrid.»
En cambio, y como en recompensa de estos inconvenientes que suele traer consigo la dominación de los partidos ardientes y exaltados, los ánimos de sus parciales se vigorizan y alientan, el espíritu patriótico se enardece, y la energía y decisión del gobierno se trasmite a los amigos y defensores de su causa. De este modo, y recayendo los nombramientos de autoridades y de jefes militares en sujetos resueltos y activos, constitucionales fogosos y comprometidos por la causa de la libertad, los conspiradores realistas de las poblaciones y las facciones armadas que inundaban los campos en la mayor parte de las provincias del reino, fueron enérgicamente combatidas; dióse grande impulso a las operaciones de la guerra; cobraron ánimo e iban llevando ventaja las tropas constitucionales; y en Cataluña, allí donde ardía más viva y se mostraba más imponente la llama de la rebelión, allí donde los facciosos habían establecido ya una regencia a nombre de Fernando VII absoluto, allí donde alentaba a las bandas de la Fe la protección de la vecina Francia, allí, merced a la inteligencia, al denuedo y a la actividad de Mina y de otros caudillos constitucionales, ganaban brillantes triunfos y cobraban preponderancia las armas de la libertad, y se obligaba a la regencia de Urgel a huir despavorida y a buscar un asilo en el vecino reino.
Más ¡cuán costosos eran aquellos triunfos, y cuán horrible carácter tomó aquella lucha de hermanos! Las poblaciones eran entregadas, de orden de los jefes victoriosos, al saqueo, al incendio, a la demolición y al exterminio. La inscripción puesta por Mina sobre las ruinas de Castellfullit estremece y aterra. El bando de Rotten para la destrucción de San Llorens hiela el corazón de espanto. Introdújose la bárbara práctica, y se hacía gala de ella, de asesinar los prisioneros, so pretexto de que intentaban fugarse y no había otro medio de impedir la fuga. No parecía bastante la crueldad, y se apelaba también a la perfidia. Era una guerra de hierro y de fuego. Las poblaciones se incendiaban y arrasaban, y la sangre española se vertía a torrentes. Recrudecíanse las pasiones y se exacerbaba el odio de los partidos. El fanatismo y la licencia parecía disputarse la palma en el número de las demasías y en la calidad de los excesos. Provincias y países había en que se hubiera dicho que no existía otro gobierno que el de las turbas, o el de los caudillos y partidas armadas de uno y de otro bando. Tal y tan lamentable era el estado de la nación, cuando se abrieron las Cortes extraordinarias que el gobierno y el rey habían tenido por conveniente convocar.
Dos caminos podían seguir el gobierno y las Cortes para ver de salvar la nación de tan calamitoso estado. O procurar atraer clases y pueblos, y desarmar adversarios con prudentes medidas de conciliación, o adoptar providencias terroríficas, y aplicar remedios heroicos, para salir a vida o a muerte de situación tan peligrosa y violenta, y poco menos que desesperada. A esto segundo, más que a lo primero, tendían aquel gobierno y aquellas Cortes, como salidos uno y otras en su mayoría de las logias masónicas y del gremio de la comunería, y para quienes eran moderados los Argüelles y otros tan probados adalides de la libertad como el insigne ex-ministro y orador asturiano.
Así fue que se redujeron sus tareas principal y casi exclusivamente a investir al gobierno de facultades extraordinarias, pero tantas y tales y de magnitud tan desmedida, que excediendo en ministerialismo al mismo ministerio, ellas que eran tan libres, y concediendo más de lo que el gobierno pedía, revestíanle de tan ilimitado poder, que los mismos ministros se asombraron y escandalizaron de ello, y dieron una lección a las Cortes, devolviéndoles sin sanción uno de sus decretos, y diciéndoles que dentro de la Constitución y de las leyes había medios para proceder contra los conspiradores y criminales, y que no podían consentir que se dieran a un agente del gobierno poderes que no tenía el mismo monarca, con ser el supremo jefe del Estado. Vióse en esta ocasión, como en muchas, cuán fácilmente en política se encuentran y tocan las opiniones extremas. La mayoría de aquellas Cortes, los hombres que blasonaban de liberales más ardorosos, los de ideas más avanzadas en materia de libertad, proponían hacer de cada jefe político, de cada caudillo militar, un reyezuelo, un pequeño déspota irresponsable de sus actos, con tal que fuera opresor y perseguidor implacable de los del bando enemigo; y pasaban por moderados y tibios liberales, y no eran tenidos por patriotas los que se oponían a que se traspasaran las leyes, y a sancionar la tiranía de los muchos, cuando les repugnaba sufrir la de uno solo.
Que las circunstancias exigían remedios extraordinarios y fuertes, no podía razonablemente negarse. Mas los que se adoptaron, provechosos y eficaces algunos, impracticables otros, y odiosos los más, produjeron el efecto de enajenarse clases y corporaciones tan influyentes como el clero, los ayuntamientos, los funcionarios públicos, imponiéndoles deberes o imposibles o difíciles de cumplir, colocándolos en situaciones comprometidísimas, y haciendo pender su suerte de un accidente inevitable, de un malquerer, o de la suspicacia o la equivocación de un hombre ligero.
También las Cortes extraordinarias del año 22 reincidieron, como las ordinarias, en el cándido empeño de crear un patriotismo artificial por medio de espectáculos y representaciones teatrales, lo cual fue muy seriamente propuesto y acordado entre las medidas salvadoras de la patria. Y con una preocupación inconcebible, y por una especie de superstición de origen, como hombres que traían el suyo y procedían de las sociedades secretas, no conociendo que era buscar el remedio en el mal mismo, entre otros medios de salvar la nación y las libertades apelaron al de crear nuevas sociedades patrióticas reglamentadas para fomentar el espíritu público. Así la Sociedad Landaburiana fue una tribuna más de perturbadoras arengas, una cátedra más de sedición, un nuevo punto de reunión de oficiosos declamadores, de aplaudidores ociosos, y de desatados murmuradores del gobierno, que creía encontrar en estas asambleas su escudo y amparo, pero donde se proclamaba la necesidad de exterminar catorce o quince mil ciudadanos en solo la capital del reino para purificar la atmósfera política. Fundada en conmemoración y como para inspirar abominación a un lamentable asesinato, quería sacrificar millares de víctimas por una. El que proclamaba tan humanitario principio se apellidaba Moderador del orden; era el presidente de una asociación que se decía enemiga de la arbitrariedad y de la tiranía.
No habían perdido estas Cortes su afición a todo lo aparatoso, escénico y popular. Las que en principios del año 22 ejecutaron en el santuario de las leyes la escena dramática del batallón 2.° de Asturias y del sable de Riego, prepararon para el primer día del 23 la gran ceremonia de recibir en el salón a las corporaciones populares, y a los jefes de la guarnición y milicia nacional para declarar por boca del Presidente beneméritos de la patria a los vencedores del 17 de Julio. Justa y merecida declaración, pero que hecha de tal manera y con tal aparato dio ocasión y pie a que ciertas clases se consideraran punto menos que niveladas con el más alto poder del Estado, y a que con ser subalternos del ejército, o milicianos nacionales, o individuos de un municipio, se creyeran autorizados para escribir, proponer y obrar poco menos que como legisladores.
Tal era el espíritu y tales fueron los actos de estas Cortes extraordinarias. La mayoría compuesta en general de miembros de la sociedad masónica apoyaba fuertemente un gobierno nacido de ella. Los ministros hablaron poco, y no con gran brillo. El orador obligado e incansable de la mayoría exaltada era Alcalá Galiano. La fracción de los comuneros, aunque rival y casi enemiga de la sociedad de que se había desprendido, poníase también del lado del gobierno cuando era menester combatir la parcialidad moderada, cuyo jefe era Argüelles, y todos profesaban igual horror al absolutismo.
Mas a pesar de la guerra civil que ardía en casi todos los ángulos de la península, de las conspiraciones de las ciudades, de los planes tenebrosos y las cábalas latentes del regio alcázar, del recrudecimiento y los desórdenes de los partidos, de las inconvenientes, aunque bien intencionadas, medidas de las Cortes, y de la peligrosa, aunque a buen fin dirigida, política del gobierno, todavía las libertades españolas no habrían perecido, sin el impulso destructor que vino de fuera, si los gabinetes extranjeros no hubieran resuelto consumar en España una gran iniquidad.
{1} El origen y motivo de este escandaloso incidente fue haber culpado los ministeriales a sus adversarios de la desaparición del Código penal hecho por las anteriores Cortes, y que este ministerio resolvió llevar a la sanción de la Corona. Por fortuna durante la tumultuosa sesión pareció el perdido ejemplar del Código, traspapelado por descuido de un benemérito oficial de la Secretaria.