Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad Moderna

Final España en el reinado de Fernando VII

V
La intervención de la Santa Alianza

Conducta de cada una de las potencias.– Las famosas dotas.– Juicio de las respuestas del gobierno español.– Lo que pudo y debió hacer.– Situación de la España.– Espíritu de las Cortes y del pueblo.– Manejo de Inglaterra.– Arrogancia y flaqueza de las Cortes, de los ministros y del rey.– La invasión francesa.– Por qué los franceses vencieron sin pelear.– Conducta de los generales españoles.– Regencia absolutista en Madrid.– Juicio sobre la destitución del rey y sobre su reposición.– La reacción y las venganzas.– Comportamiento de Angulema y los franceses.– Sucumbe la causa constitucional.– El rey en Cádiz, y el rey fuera de Cádiz.– Fechas fatales.– Página negra de la historia de España.– Precede un horrible suplicio al regreso del rey a Madrid.– Fernando otra vez rey absoluto.
 

Llegamos al grande y ruidoso suceso de la intervención de la Santa Alianza y de la invasión francesa en España para derrocar el sistema constitucional; de cuyo suceso surgen multitud de cuestiones políticas, que cada cual ha juzgado, como de ordinario acontece, por el criterio de sus opiniones propias, siendo varios y muy diferentes los juicios que hemos leído hasta en los mismos escritores de la escuela liberal. Sobre todas ellas, sin esquivar ninguna, habremos de emitir también el nuestro, que a nosotros, como a cada cual el suyo, naturalmente ha de parecer el más imparcial y desapasionado, pero que sometemos sin pretensiones de privilegiado acierto al más respetable del público, de esta y de las sucesivas generaciones.

Que el sistema representativo de España, amenazado ya desde los Congresos de Troppau y de Layback, y después de los ejemplos de Nápoles y el Piamonte, corría nuevo y más inminente riesgo en la reunión de soberanos y plenipotenciarios congregados en Verona, y que de aquella asamblea diplomática había de salir el acuerdo y la resolución de destruir las libertades españolas y de establecer el gobierno absoluto en la península, cosa es que podían ignorar pocos, que tenían por cierta y segura muchos, y que nadie podía dejar por lo menos de sospechar. Sin embargo, en aquel Congreso, en que se iba a decidir la suerte de España, no hubo un solo representante del gobierno español. Injusticia monstruosa la de los soberanos y gabinetes de las naciones aliadas no haber querido oír la voz de la nación más interesada en sus deliberaciones. ¡Primera falta del gobierno español no haber procurado que su voz fuese oída en aquel Congreso! ¿Qué razones ha alegado aquel ministerio para no pretender siquiera que fuese admitido en aquella asamblea un representante de la nación española? Que no había sido llamado, como no lo fue a los Congresos de Troppau y de Layback; que no había de ir a pleitear con la Regencia de Urgel ante aquel tribunal de soberanos, y que transigir con sus enemigos habría sido una degradación inútil y un acto tan humillante como insensato. Confesamos ver en este intento de justificación más orgullo que solidez de razones. ¿Por qué había de ser ni insensato, ni humillante, exponer ante una asamblea de soberanos el derecho de España a regirse por sí misma y a sostener la forma de gobierno que en uso de aquel incontestable derecho se había dado? ¿Por qué había de ser degradante deshacer ideas equivocadas, contestar a cargos calumniosos, y en todo caso protestar contra la intervención armada de potencias extrañas en los negocios interiores de una nación independiente y libre? ¿No se habría patentizado y resaltado más la injusticia del acuerdo?

La única voz que allí se levantó contra el principio y el proyecto de intervención, que fue la del representante de la Gran Bretaña (pues no contamos la del ministro de Francia, Villèle, que solo la repugnó arredrado ante los gastos de una guerra costosa), ¿podía tener ni la fuerza ni el interés que una voz española? ¿Qué servía que Wellington expusiera las máximas generales de no intervención profesadas por su gobierno, y que se ofreciera a ser mediador, y que se negara a firmar los protocolos, si los príncipes aliados conocían que la nación inglesa, fijos sus ojos en la emancipación de las colonias españolas de América que deseaba por miras mercantiles, no había de ir más allá, y que su último término había de limitarse a dejar hacer? ¿Ni qué fuerza podían tener las tibias reflexiones del embajador británico, ante el emperador y los plenipotenciarios de Austria que habían arrancado violentamente la Constitución de Nápoles, ante el emperador de Rusia y su embajador Tattischeff, el amigo íntimo de Fernando y el atizador del absolutismo en España, ante la decisión de los dos ministros franceses, Montmorency y Chateaubriand, de Chateaubriand, el florido poeta que se proponía hacer de la guerra de España un episodio dramático, cuyo desenlace había de ser una brillante decoración de gloria para los Borbones y para sí mismo?

Quedó, pues, acordada y resuelta en el Congreso de Verona por cuatro de las cinco grandes potencias la intervención armada en España. Sorprende encontrar en algún escritor liberal español marcada tendencia a defender aquella intervención, considerándola como una de las intervenciones extranjeras que justifica la necesidad de la propia conservación amenazada por un vecino inquieto y peligroso, o como aquellas invasiones que se hacen con objeto de tranquilizar otra nación agitada por la discordia, y de reconciliar en ella los partidos; y aun la creería necesaria y conveniente, si en vez de dar la victoria a un partido, hubiese dado un gobierno a la nación, y si en lugar de destruir la anarquía de los liberales, no hubiese dado vida a la anarquía de los realistas. Parece inconcebible tal defensa, en tales supuestos fundada.

Sobre que Francia, nación poderosa y grande, no podía temer por su propia conservación de la proximidad de otra nación más pequeña y débil, enflaquecida entonces además por su estado interior, ¿a qué inventar ahora causas que no existían, para justificar o atenuar aquel grande atentado? ¿Cómo puede caber la ilusión de que los aliados se propusieran librar a España de los horrores de los partidos y poner un dique a su desbordamiento?

¿A qué discurrir otras causas ni otros fines que los expresados claramente en el artículo 1.º del Tratado secreto de Verona? «Las altas partes contratantes, plenamente convencidas de que el sistema del gobierno representativo es tan incompatible con el principio monárquico, como la máxima de la soberanía del pueblo es opuesta al principio del derecho divino, se obligan del modo más solemne a emplear todos sus esfuerzos para destruir el sistema del gobierno representativo en cualquier estado de Europa donde exista.» Y el artículo 5.º comenzaba: «Para restablecer en la Península el estado de cosas que existía antes de la revolución de Cádiz... &c.»

¿Se quiere testimonio más explícito de que no era la intención y propósito de los congregados en Verona, ni proveer a su propia conservación, ni poner remedio a la anarquía interior de España, ni conciliar los partidos, ni modificar su Constitución, sino destruir completamente su gobierno representativo, y restablecer el despotismo puro que regía antes de 1820? Por eso dijimos al final del número precedente que la Santa Alianza había resuelto consumar aquí una gran iniquidad.

Francia se encargó de ser el instrumento de esta obra de tiranía, y la ejecutora del acuerdo de los déspotas coronados. Así era de esperar de su anterior conducta, de su cordón sanitario, de su ejército de observación, de su protección a las bandas facciosas de España, de sus gestiones y proposiciones en Verona, y del discurso de su monarca en el parlamento. ¡Qué gloria tan poco envidiable la que Francia reclamó para sí! Cierto que su ministro Chateaubriand, dado a soñar bellezas poéticas, y habiéndose forjado en su florida imaginación un monarca español a su gusto, un Fernando de Borbón, cumplido caballero, soberano generoso y paternal, con todas las dotes de un príncipe completo, se imaginaba que restituido a la plenitud de su dominación, sabría y querría dar a sus pueblos un gobierno templado y prudente, y los regiría con moderación y justicia, bajo un sistema acomodado a la ilustración del siglo. Sin duda debió ruborizarse el ministro poeta, cuando se descubrió en toda su realidad lo que era aquel su rey ideal e imaginario.

Vinieron, pues, casi a un tiempo al gobierno español las célebres notas de las cuatro grandes potencias signatarias del tratado de Verona, y el gobierno español se apresuró a responder a cada una de la manera resuelta y arrogante que arrojan aquellos famosos documentos. Graves y severos cargos se hicieron entonces, y se han hecho después al ministerio de los siete patriotas, así por la precipitación como por el contexto y la forma de las respuestas, algunos a nuestro juicio fundados, inmerecidos e injustos muchos, y otros sobre cuya justicia o injusticia dudamos y no nos atrevemos a fallar todavía. Mas desde luego afirmamos sin vacilar que la situación en que se puso a aquellos ministros era tan comprometida y difícil, que, dadas aquellas circunstancias, los más claros entendimientos y los hombres de Estado más profundos habrían fluctuado mucho, y encontrado con dificultad solución que les valiera aplauso, y de que la nación recogiese provecho y gloria.

Para ponerlos en mayor aprieto, alentando y sobreexcitando a los parciales del absolutismo, provocando la suspicacia y el recelo de los ardientes amigos de la libertad contra el gobierno, si éste difería su resolución por meditarla, la diplomacia de cuatro naciones poderosas faltó de un modo insólito y nada noble a los usos y prácticas por mutuo respeto entre los gabinetes establecidas, pregonando los mismos agentes diplomáticos el contenido de sus despachos, llegando el gabinete de Francia al extremo de publicar en el Monitor las instrucciones comunicadas a su embajador en Madrid antes de dar conocimiento oficial de ellas a nuestro ministro de Estado. Pusieron, pues, al gobierno español con intención nada generosa en la necesidad de dar pronta respuesta, si no había de hacerse sospechoso a los mismos liberales con quienes más había de contar. Mas aunque por esta razón disculpable, no por eso le podemos perdonar el no haber consultado al Consejo de Estado, único cuerpo consultivo del rey según la Constitución en los negocios graves, y principalmente en las declaraciones de guerra, y no que se limitó a consultar privadamente con tres o cuatro amigos de confianza del gobierno central masónico.

Que la respuesta fue noble y firme, pero atrevida, y aun arrogante, y más franca que política y mañosa, no puede desconocerse. Que España no estaba preparada para poder desafiar a naciones tan poderosas, ni para resistir la guerra extranjera que tras la respuesta se veía venir, con corto ejército y más escaso tesoro, plagada en lo interior de facciones, alguna de las cuales llegó a poner en cuidado y alarma a la misma capital, y divididos y aun enconados entre sí los liberales de los diferentes grupos, sociedades y sectas, cosa es también de que no dudaban entonces los hombres sensatos. Pensar que la nación española se alzara en masa en 1823 contra una invasión extranjera como en 1808, siendo tan diversas las circunstancias y tan distinto el objeto de los invasores de una y otra época, no podía entrar, no entraba, afirmanlo ellos mismos, ni en las esperanzas ni en el pensamiento de los gobernantes.

¿En qué, pues, fundaban éstos sus esperanzas al decidirse a dar tan altiva respuesta, puesto que no podían desconocer que con ella y sus consecuencias echaban sobre sí una tremenda responsabilidad? Ellos suponían, y en esto no iban errados, que siendo inevitable la guerra, la invasión se encomendaría a un ejército francés, el cual calculaban que no podría ser ni muy numeroso ni muy veterano, habiendo desaparecido de él en su mayor parte los famosos generales y las aguerridas legiones del imperio. Discurrían que el partido liberal francés vería con disgusto la invasión; que ésta no podía menos de ser impopular en España, en el hecho de ser extranjera; y que el mismo ejército había de repugnar, o al menos se había de prestar de mala gana a ser instrumento de una resolución odiosa, y hasta inicua. Que influiría en su espíritu la memoria del escarmiento terrible de otros más numerosos y más fuertes, que habían encontrado su sepulcro en el suelo español; y que un solo revés que sufriese, de los que son tan comunes en los sucesos de la guerra, acabaría de desalentarle, en un país que temía, y en una lucha que al cabo no le interesaba. Contaban por su parte con un ejército nacional, no grande, pero fogueado y endurecido con la guerra de facciones, adicta mucha parte de él hasta el delirio a la causa de la libertad, con generales y jefes superiores, de probada capacidad y de acreditado valor; y con una milicia nacional, que si bien muchas veces bulliciosa y turbulenta en las poblaciones, había de trabajar con entusiasmo y decisión contra los invasores, así por la idea liberal como por interés propio, no desconociendo que le esperaba muy triste suerte en el caso de ser arrollada y vencida.

Sin juzgar nosotros por la lógica vulgar de los resultados, comprendemos que si bien el gobierno no iba de todo punto descaminado en alguno de estos cálculos, lo bastante para no representarse a sus ojos imposible o enteramente temeraria y loca la empresa, fió demasiado en alguno de ellos, y engañose sobre todo en juzgar del espíritu y de las ideas de la mayoría del pueblo español, fanáticamente realista todavía una parte de la muchedumbre, anárquica y perjudicial a su propia causa la otra, como mal educada en la escuela del liberalismo. Fue, pues, imprudencia provocar con las famosas notas una guerra inmediata, que habría convenido, a ser posible, evitar, o aplazar al menos, para hacer aparecer que estaban de su parte la mesura y la razón, y para prepararse mejor a sostenerla, caso de que inevitable se hiciese.

¿Pudieron los ministros haberla evitado, accediendo a modificar la Constitución en el sentido que querían los más moderados liberales españoles, y que se decía desear las potencias aliadas, y muy especialmente el gobierno francés? Escudábase para no hacerlo el ministerio español en el artículo de la Constitución misma que prohibía alterarla o modificarla hasta trascurridos ocho años de estar vigente, los cuales no habían pasado. Las notas de las potencias tampoco proponían nada en este punto, e indicarlo el gobierno por sí habría parecido una débil oficiosidad. Temía por otra parte que los comuneros le tacharan de complaciente y le acusaran de cobarde ante las exigencias de los extranjeros y de los cortesanos. Y por último, debía creer inútil toda condescendencia, y sin duda lo habría sido, visto lo estipulado por las potencias en el artículo 1.º del Tratado de Verona. Creemos, sin embargo, que podían haberse encontrado medios decorosos para entretener y alargar la negociación, a fin de que la agresión no fuese tan súbita, y la nación pudiera hallarse más prevenida.

A pesar de estas reflexiones, nos inclinamos a pensar que en la pronta y arrogante respuesta a las notas influyó, más que toda razón y consideración política, el orgullo español ofendido, la altivez castellana lastimada, la honra y la dignidad nacional heridas en su cuerda más sensible. Las notas eran ofensivas, injuriosas, descomedidas; algunas contenían frases insultantes, y párrafos que, si envolvían ciertas censuras justas, irritaban y sublevaban el ánimo por la forma. Fue, pues, la contestación un arranque de altivo españolismo, temerario si se quiere, y hasta soberbio, pero difícil de reprimir en hombres de corazón y sangre española.

El mismo efecto hicieron en las Cortes las notas y las respuestas, cuando las leyeron los ministros. Su lectura produjo arrebatos y explosiones de entusiasmo patriótico. Allí no se trató de examinar el estado de la nación, ni el del tesoro, ni el del ejército, ni el de las plazas fuertes, ni las causas del descontento, ni la opinión pública, ni el espíritu de los pueblos, ni los medios que habría para oponerse a los acuerdos de la Santa Alianza, o para impedir la invasión, o para sostener la guerra. Las célebres sesiones de 9 y 11 de enero (1823) fueron una sucesión de proposiciones y de discursos elocuentes y vigorosos, laudatorios de la conducta patriótica y enérgica del gobierno, llenos de amargas quejas y de cargos vehementes contra los extranjeros que ultrajaban a nuestra nación y atentaban a nuestra independencia, nutridos de sentimientos de amor patrio, de rasgos de entusiasmo por la libertad y por las glorias nacionales, de protestas de firmeza y dignidad, que arrancaban frenéticos aplausos en el salón y en las tribunas. Todo era allí corazón, todo efusión; todo sentimiento. La escena de levantarse por un natural y simultáneo impulso de sus asientos Argüelles y Galiano, jefe aquél del partido moderado, caudillo del exaltado éste, para abrazarse públicamente como en signo de haber acabado aquel día las antiguas discordias que los traían divididos, arrebató de júbilo e hizo derramar lágrimas de placer a diputados y espectadores. Y el cuadro que ofrecían los dos oradores llevados en hombros por la muchedumbre al salir de la sesión, en medio de ruidosos vivas a la Constitución, a las Cortes, al gobierno y a la libertad, completó el delirante regocijo con que los liberales, sin presentirlo, como atinadamente dice un escritor, celebraban la próxima muerte de aquella misma libertad.

Semejantes espectáculos, unidos al mensaje votado por unanimidad al rey, y a otras sentidas demostraciones nacidas de un fondo de sincero patriotismo, no dejaban de hacer algún efecto en el espíritu público, pero pasajero y fugaz, porque sabido era que aquella unión de las Cortes y el gobierno distaba mucho de representar el estado de la nación, lastimosa y desgraciadamente dividida, cuando más habría necesitado presentarse compacta en la guerra próxima a estallar contra el formidable poder de tantas naciones enemigas; y porque aquellas bravatas no se compadecían con el estupor que produjo en la corte la proximidad de una sola facción española, y menos con el miedo que al poco tiempo mostraron el gobierno y las Cortes con la determinación de abandonar la capital al rumor de la invasión.

Consecuencia inmediata de aquella jactanciosa actitud tenía que ser, y lo fue, la retirada de los embajadores extranjeros, que para mayor conflicto se complicó con la desavenencia producida por la Santa Sede, que trajo tras sí la despedida de España del nuncio de Su Santidad. En este aislamiento de la nación española, en este estado de próximo rompimiento, pero que no era de guerra ni de paz, ¿qué hizo por España la única potencia que le había mostrado simpatías y que no había suscrito el tratado de Verona? Vacilante el gabinete inglés entre encontrados afectos, fluctuantes Canning y Wellington entre los celos de la Francia y el interés por una dinastía principalmente por su patrocinio restaurada, entre la afición al principio liberal y su repugnancia y temor a la revolución democrática, ¿qué hizo el gobierno británico en favor de la causa española y para impedir la guerra? Abusar de la situación angustiosa de España para apurarla y comprimirla con viejas e intempestivas reclamaciones, de problemática justicia, amenazándola y humillándola, para arrancarle concesiones importantes en un ajuste con precipitación celebrado; ofrecer después a Francia una mediación que suponía no había de ser aceptada; despachar luego a Madrid con instrucciones vagas a un emisario, más parlero que hábil, que en vez de respuestas concretas vertía nebulosas especies, más perjudiciales que provechosas, y en último término abandonar la España a su suerte en 1823 como en 1814.

¿Ofrecía por otra parte el ministro de Francia Chateaubriand medio decoroso al gobierno español para evitar el rompimiento con una transacción admisible y honrosa? ¿Podía considerarse tal la extraña proposición de la entrevista con Fernando en la frontera española, libre del cautiverio en que se le suponía, para que desde allí dictase a su reino leyes benéficas y justas? ¿Pasaba esto de ser una nueva y singular concepción poética, propia de la diplomacia del ministro que había forjado en su imaginación un Fernando VII a su modo? ¿No equivalía esto a proponer que se colocase al rey en situación de imponer a España el gobierno absoluto? ¿Y eran éstas las proposiciones de reforma y modificación constitucional que se atribuían al gabinete de las Tullerías, que no dudamos estuvieran en la mente y aun en el deseo de aquel ministro, pero que nunca llegaron a hacerse formal y explícitamente, y que acaso se confundieron con aquella proposición extravagante? Fuerza es convenir en que después de las notas y sus respuestas no había negociación diplomática posible, y por lo mismo comprende nuestra humilde, pero severa censura, a los autores de las notas y a los autores de las respuestas.

Las medidas para la resistencia, sobre ser algo tardías, y por su naturaleza de no muy prontos resultados, no parecían ni suficientes ni las más acertadas; ni bastantes los tres ejércitos, ni adecuadas las fuerzas del segundo a la inmensa extensión de territorio, el más amenazado, que se le encomendaba cubrir y guardar; desmanteladas algunas, y desprovistas muchas plazas de guerra; fiados los demás recursos y medios de defensa al celo de los generales y de las diputaciones provinciales, como si estas corporaciones fuesen en 1823 la misma cosa que aquellas juntas de armamento y defensa que creó en 1808 el patriotismo y el entusiasmo nacional. Lo único que pareció discreto fue la designación de generales en jefe; pues sobre ser Ballesteros, La-Bisbal, Morillo y Mina los que gozaban de más merecida reputación militar, la circunstancia de estar representadas en ellos todas las parcialidades que a los constitucionales dividían, perteneciendo el uno a la sociedad comunera, a la masónica el otro, y simbolizando los otros dos el bando moderado y el exaltado, parecía ser prenda, o estudiada o felizmente casual, de la unión de los partidos de que tanta necesidad había. Mas pronto renacieron, si es que por un momento pudieron acallarse, las discordias, los odios y las recriminaciones de los partidos, con motivo de la resolución tomada por el gobierno y las Cortes de abandonar la capital y trasladarse con el rey a Andalucía, como en tiempo de la guerra de la Independencia, por ser Madrid población abierta y expuesta a un golpe de mano del enemigo, con cuyo decreto cerraron las Cortes extraordinarias sus sesiones.– «¡Cómo! exclamaban los descontentos: ¡haber desafiado con arrogancia a la Europa entera para dar a los pocos días tan insigne muestra de cobardía, huyendo de la capital y del centro de España, cuando los invasores están muy lejos todavía de asomar a la cresta del Pirineo! ¿Qué dirán las potencias poco ha con altanería provocadas? ¿Y qué manera es esta de inspirar aliento para la defensa nacional?»

A este conflicto para el gobierno agregóse la negativa del rey a salir de la corte: los ministros dimiten, y el monarca nombra un nuevo gabinete compuesto de muy probados y ardientes constitucionales. Entereza fugaz la de Fernando. Amotínase el pueblo; los tumultuados invaden el regio alcázar, suben resueltamente la escalera de palacio, penetran con audacia en la cámara real, la reina y los príncipes se consternan, es la primera vez que parece correr peligro la vida del rey; y Fernando, tras aquel pasajero rasgo de firmeza, arroja débilmente el manto de su dignidad a las plantas de las turbas, y llama de nuevo al gobierno a los ministros exonerados que aborrece de corazón. Los osados agitadores se retiran ufanos de su triunfo, pero en las calles, y ante la misma diputación permanente de Cortes se pronuncia la palabra Regencia, se pide descaradamente, se formaliza la petición, y se ponen mesas públicas para suscribirla. Afortunadamente hay también quien derribe las mesas a puntillones, y la petición y las firmas ruedan por el suelo para no levantarse de él. Singular remedio, pero eficacísimo en lances de esta índole. El cuadro, sin embargo, era desgarrador para entrañas españolas. ¡Qué dignidad real para interesarse por ella los tronos! ¡Qué cordura la de los liberales para desenojar las potencias conjuradas! ¡Qué nación la de los españoles para hacer frente a la invasión extranjera que se estaba esperando!

Las Cortes, ya en legislatura ordinaria, solo piensan en realizar y en abreviar la salida del rey. Pero el rey se halla enfermo, postrado; siete médicos de cámara certifican no permitirle su estado ponerse en camino. No importa; una comisión de las Cortes, en que hay médicos también, informa que se halla en aptitud de emprender la marcha, y que el viaje hará provecho a su salud. La representación nacional decreta que el rey no está enfermo; la ciencia médica cede a la mayor sabiduría del poder legislativo, y el rey sale para Sevilla, donde en efecto llega sin novedad en su importante salud. Ha ido escoltado por tropas del ejército y por milicianos voluntarios de Madrid, y llevado consigo dos ministerios nominales y ninguno verdadero, el repuesto y el nuevamente nombrado; porque las Cortes, aquellas Cortes que preferían exponer la nación a perder enteramente su Constitución y sus libertades antes que vencer el escrúpulo de modificar un solo artículo de ella, habían encontrado el ardid inconstitucional de conservar simultáneamente dos ministerios, cada uno para los fines que les convenían. A los pocos días se traslada a Sevilla toda la asamblea.

Mientras en Sevilla, reanudadas las sesiones, el presidente retaba en un jactancioso discurso a todas las potencias de Europa y a todos los ejércitos del mundo a que viniesen a encontrar aquí su tumba; mientras los ministros terminaban y leían sus Memorias sobre el estado general de la nación, y leídas, eran reemplazados por otros hombres de gobierno; mientras las Cortes declaraban pomposamente la guerra a la Francia; mientras Fernando en un Manifiesto a los españoles con su habitual falsía prodigaba denuestos a los invasores que él mismo había provocado y llamado, y anotaba en el libro verde a los constitucionales de quienes pensaba vengarse; mientras los diputados más ardientes, arrebatados de entusiasmo por las palabras del Manifiesto, proclamaban a Fernando digno de gobernar todas las naciones del mundo; y mientras las Cortes, con aparente o verdadera, y de todos modos prodigiosa calma, hacían leyes para arreglar el clero, la hacienda, la administración de justicia, la imprenta, los municipios, la agricultura y las artes, el ejército francés cruzaba el Bidasoa, franqueaba el Ebro, remontaba las cumbres de Guadarrama y Somosierra, descendía hacia la capital del reino español, encontraba abiertas las puertas de Madrid, y el ejecutor de los decretos de la Santa Alianza, el príncipe generalísimo de las huestes invasoras establecía en la corte de España a nombre de Fernando VII absoluto una regencia y un ministerio compuesto de los más ardorosos realistas, y el vulgo victoreaba frenético a los destructores de sus libertades, y se ensañaba brutalmente contra todos los que por adictos a la Constitución eran tenidos, y encarcelaba o escarnecía a los que habían trabajado por sacarle de la abyección y librarle de la servidumbre.

Asombrado debía estar el de Angulema de verse dueño de la capital de la monarquía española, y aposentado en el palacio de los reyes de España y de las Indias; atónitos sus generales y soldados de haber atravesado cien leguas de territorio español desde el Pirineo hasta el corazón de la península, sin obstáculo serio en este país llamado de la resistencia, vencedores sin pelear, triunfadores sin vencer, victoriosos sin combatir. ¿Qué era, qué se había hecho de aquellos generales y de aquellos ejércitos españoles a quienes se había encomendado la defensa de la frontera, y la protección de la capital? ¿Dónde estaba, qué se había hecho aquel pueblo ardientemente liberal que las Cortes y el gobierno esperaban se habría de levantar contra los extranjeros que venían a atacar la independencia de su patria y a derrocar sus instituciones políticas? ¿Cómo avanzaron tan impunemente aquellos soldados bisoños de la Francia, y aquellos oficiales que tan recelosos pisaban el suelo español, sepulcro pocos años hacía de sus compatricios, y aquellos jefes que se decía venir de mala gana a entronizar en otra nación el despotismo?

Es que el general encargado de cubrir la línea más dilatada de los Pirineos, sobre haber dejado franca la entrada a los enemigos, se retiraba a Valencia y Murcia, quedando así dueño el segundo cuerpo francés de la Navarra y de Aragón, y en aptitud de darse la mano con el que operaba en Cataluña, mientras el generalísimo marchaba desembarazadamente hacia la capital. No justificamos, ni siquiera disculpamos al general Ballesteros: mas tampoco podemos ni justificar ni disculpar la idea de haber confiado a un solo general, con no muy numerosas fuerzas, nada menos que los distritos militares cuarto, quinto, sexto y octavo, que comprendían los reinos de Valencia, de Aragón, de Navarra, de las Provincias Vascongadas, y de una parte de Castilla la Vieja.– Es que el conde de La-Bisbal, a quien se había confiado la defensa de Madrid, el inteligente y activo, pero tornadizo y versátil conde de La-Bisbal, el exaltado liberal y constitucional templado, el masón y realista, el jefe primero y el instigador después de la revolución de la Isla, según las ideas que alternativamente bullían en su volcánica cabeza, fogoso sostenedor de la Constitución y acalorado partidario de la guerra contra los franceses cuando el gobierno y las Cortes abandonaron la capital confiándola a su pericia y a su arrojo; es que el voluble conde de La-Bisbal, al aproximarse los franceses, o por instigación o de concierto con el siempre bullicioso conde del Montijo, inconstante como él, y aún más inquieto que él, aunque con menos talento que él, cambió de improviso de opinión política, como la veleta que se tuerce al impulso de repentino y contrario viento, se proclamó partidario de la modificación constitucional, indicó reconocer la justicia de la agresión francesa, produjo la insubordinación en las tropas, alentó a los realistas, irritó a los liberales, y obligado a renunciar el mando y a esconderse para librar la vida del furor de los constitucionales, dio lugar a que se tuviera a dicha y ventura que otro general pundonoroso y noble negociara la entrada pacífica de los enemigos en la capital, siquiera para reprimir las demasías de la desbocada plebe.

Es que aquel pueblo liberal, que le había, corto en número, pero grande en entusiasmo; aquel pueblo, a quien la prematura retirada de sus representantes y el alejamiento a modo de cobarde fuga del gobierno, había ya entibiado, como entibian los ejemplos de falta de valor de los que dirigen las naciones; aquel pueblo, que se encontraba después abandonado de los generales constitucionales, principales encargados de la defensa de la patria; que veía con dolor entrar y avanzar libre y desembarazadamente las huestes extranjeras, y presenciaba indignado el loco frenesí y la feroz algazara con que los fanáticos realistas victoreaban y aclamaban y festejaban a los invasores; es que ese pueblo, así desamparado, sin fuerza para resistir él solo, y sin estímulo para levantarse, o se ocultaba para librarse de la salvaje saña de los rudos partidarios del despotismo, o buscaba un amparo al lado de las bayonetas y agregándose a las filas del ejército que aún se conservaba leal, para ser más adelante sacrificado a la debilidad de los unos y a las tropelías de los otros. Así se explica la fácil entrada de los hijos de San Luis y su posesión no disputada de la capital del reino, sin combate, sin triunfo y sin gloria.

Restablecido de nuevo el gobierno absoluto en la corte; moralmente muerta la Constitución en toda España; decidida la suerte de la guerra sin haberse guerreado; abierto a los invasores el camino de Andalucía; atribuladas las Cortes y el gobierno con las noticias de la capital; ignorantes y a oscuras diputados y ministros sobre la situación de los ejércitos franceses y españoles; temerosos de una repentina sorpresa; abultando el miedo los peligros; creciendo la congoja con las vagas y pavorosas nuevas que llegaban; combatiéndose entre sí rudamente realistas, comuneros y moderados; teatro Sevilla de desórdenes y motines; horno de conjuraciones contra el rey y en favor del rey; hostil al gobierno el espíritu de la población; resueltas las Cortes a trasladarse y a llevar consigo la familia real a la Isla Gaditana, último baluarte y asilo en otro tiempo de la independencia y de la libertad española; dada por Fernando una desatenta y brusca negativa a la propuesta de traslación; arrojada así la máscara por el rey, y tirado el guante, que los diputados constitucionales recogen; en angustiosa y melancólica ansiedad ministros, diputados, los hombres todos de todas las opiniones y parcialidades, propónese y se aprueba en la famosa sesión del 11 de junio (1823) el remedio heroico y supremo, nuevo en la historia del mundo, de declarar al rey desjuiciado y demente, y de nombrar una regencia provisional del reino, para obrar a nombre del monarca hasta que éste recobre su razón, que será tan pronto como realice y termine su viaje a Cádiz.

Fuerte y terrible como era la medida de despojar a un monarca de su autoridad; gravísima siempre, y aumentando ahora su gravedad el haber infringido para ello el reglamento mismo de las Cortes; irrespetuosa y audaz, y tomada atropelladamente y aun sin las correspondientes formalidades parlamentarias; intempestiva, por la ninguna esperanza de salvar ya con ella las instituciones moribundas, hacíala doblemente irritante la especie de sarcasmo sangriento de suponer al rey desjuiciado y loco, con propósito deliberado de devolverle a los cuatro días el uso completo de su razón y de su juicio. Las Cortes que para salir de Madrid decretaron que el rey gozaba de cabal salud, decretaron para salir de Sevilla que el rey padecía de enajenación mental. Los médicos o no intervenían o no eran oídos en estas declaraciones. ¡Extraño y peregrino uso del poder legislativo! El rey por su parte recibió con igual muestra de impasibilidad la intimación de su destronamiento que la devolución de su regia autoridad. ¡Extraño también y no menos peregrino aprecio de la dignidad real!

¿Pero era Fernando merecedor del despojo de Sevilla y de la reposición de Cádiz? ¿Era acreedor a la gran irreverencia del 11 de junio y a la respetuosa reparación del 15, quien más o menos embozada o abiertamente, quien unas veces con descaro procaz, otras con refinada hipocresía, siempre con torcida aviesa intención y con pertinacia incansable, estaba hacía cerca de tres años conspirando contra las instituciones que había jurado? ¿Habían tenido esta sola expiación los soberanos de Francia e Inglaterra, que en su tiempo emplearon análogos, aunque ni tan constantes ni tan reprobados manejos? ¡Cuánta distancia de Luis XVI a Fernando VII! ¡Y cuán diferente suerte corrieron! Nosotros, que censuramos y condenamos el atentado de las Cortes de Sevilla, nos congratulamos al mismo tiempo del fondo de generosidad y de nobleza española que todavía se revela en el modo, más o menos ingenioso, más o menos extravagante u oportuno, empleado para salvar en una situación desesperada una dificultad que parecía invencible, a fin de no manchar con páginas de sangre ni con cruentos sacrificios el período más álgido de una revolución: nos congratulamos del fondo de generosidad y de nobleza española que se descubre en el hecho de apresurarse a devolver, apenas se creyó conjurado el peligro, el ejercicio de su autoridad al mismo que se sabía ser el gran culpable de la ruina que a la libertad amenazaba. Imprudente desacato, sí, pero acompañado de una hidalguía que dudamos se hubiera tenido en caso igual en otra nación alguna, y cuyo juicio abona la historia de las catástrofes con que se ensangrentaron y empañaron otras revoluciones.

Atroces y horribles fueron sin embargo las consecuencias del momentáneo destronamiento del 11 de junio. Asióse a él con avidez la reacción, que en todas partes asomaba ya su torvo rostro, y haciendo de él la gota de hiel que colmaba el vaso de sus iras, entregóse desbordadamente a todo linaje de bárbaras venganzas contra los constitucionales. Levántase en Sevilla la desenfrenada plebe, apenas han salido los diputados, y al son de las campanas que tocan especie de rebato, y al ruido de salvaje vocinglería, roba, saquea, maltrata, destruye, se ceba en personas y objetos, en todo lo que simboliza o representa la libertad, que muestra aborrecer de corazón. En cien otros pueblos, en mil otras localidades, a imitación de Sevilla, el ignorante y ciego vulgo, al estúpido grito de «¡muera la nación y vivan las cadenas!» persigue, atropella, golpea brutalmente, despoja de sus bienes, encarcela y asesina con frenética saña los liberales y sus inocentes familias. Frailes y clérigos fanáticos fomentan este vértigo, y profanando su sagrado ministerio predican la venganza y el exterminio de la raza liberal a una muchedumbre que no necesita ser excitada para cometer todo género de repugnantes crueldades. La regencia realista de Madrid declara en un documento público oficial que será constante en perseguir a los afectos a la Constitución, restablece las órdenes religiosas al estado que tenían en 1820, crea las juntas de purificación, y decreta la pena capital contra los que votaron en Sevilla la destitución del rey y la regencia provisional.

Y al propio tiempo cunde el desaliento y la defección en los mismos constitucionales. Empleados del Congreso, oficiales de Secretaría, consejeros de Estado, diputados, esquivan seguir a las Cortes, y se quedan rezagados en Sevilla. El representante de la Gran Bretaña, de la única nación amiga, se retira a Gibraltar; sepáranse del lado del monarca español los encargados de otras potencias de segundo orden; el ministro de la Guerra, amante sincero de la libertad de su patria, previendo el universal naufragio, y no teniendo serenidad para presenciarle, pone trágico fin a sus días; y el conde de Cartagena, el general en jefe del ejército de Galicia, cuando más constitucional templado, alega el desacato de Sevilla para considerarse desligado de los lazos que le unen a la causa de la libertad, y creyendo cohonestar con esto su defección, se incorpora con sus tropas al ejército francés, y acaba por reconocer la regencia realista de Madrid. Las mismas Cortes, al penetrar en el recinto de Cádiz, y al observar el silencioso y melancólico aspecto de aquella población antes tan bulliciosa y entusiasta, pudieron comprender que la cuna de la libertad estaba destinada a ser su sepulcro. En vano el presidente invoca, para inflamar los ánimos, el imperturbable y magnánimo espíritu de los antiguos legisladores de Cádiz; en vano se reorganiza y refuerza el ministerio constitucional; en vano las Cortes hacen alarde de firmeza, declarando con arrogante solemnidad que jamás escucharán proposición alguna dirigida a modificar o alterar la Constitución; tétricos síntomas auguran estar próximo a derrumbarse el edificio constitucional todo entero.

Las desaforadas venganzas de los furibundos realistas irritan y exasperan a los liberales exaltados, que a su vez en algunos puntos se entregan como desesperados a abominables demasías, tales como el asesinato del obispo de Vich en Cataluña, como la horrible sumersión de los prisioneros en las aguas de la Coruña; y ya hasta el incendio casual de un templo se atribuye a deliberado crimen de los liberales. Con esto se desata, y rompe todo freno, si alguno débilmente le contenía, la feroz y brutal muchedumbre proclamadora del despotismo, y tolerada en unas partes, alentada y ayudada en otras por las mismas autoridades realistas y por la clase más ignorante y fanática del clero, emprende una implacable y general persecución contra la raza liberal. El Ángel exterminador, título propio de los afiliados en la sociedad de este nombre, extiende sus negras alas por toda la haz de la península. Las cárceles no tienen bastantes calabozos y mazmorras para encerrar a tantos millares de infelices como a ellas son arrastrados, o por la furiosa plebe, o por los esbirros de los nuevos mandarines; ni en calles ni en paseos pueden presentarse los llamados negros sin riesgo evidente de ser apedreados o heridos, escarnecidos o abofeteados; el hogar doméstico no es asilo seguro ni respetado de los Dioclecianos políticos; el sexo, la infancia, la inocencia no se libran de los atropellos más brutales, si pertenecen a las familias proscritas.

Solo en los puntos guarnecidos por tropas francesas se pone algún dique a la desbordada reacción, y gozan de algún respiro, si no de sosiego, los perseguidos liberales, casi inclinados a bendecir la invasión extranjera, antes tan aborrecida. Porque, fuese compasión, fuese afinidad de ideas, fuese política, o fuese efecto de mayor civilización y cultura, es lo cierto que solo en los comandantes franceses encontraban consuelo, protección o amparo los perseguidos, freno, resistencia u oposición los perseguidores, previniendo unas veces las tropelías, rompiendo otras los cerrojos de las cárceles, otras facilitando la evasión, y muchas también costando choques, peleas y refriegas formales entre los soldados franceses y la desenfrenada plebe española. ¡Triste y desastrada época, en que parecía haberse trocado los caracteres de los dos pueblos, o al menos haber desaparecido en la mayoría de los españoles el tipo envidiable, el sello honroso de su antigua y proverbial generosidad y nobleza!

Únicamente la grandeza de España dio una muestra, que fue como un luminoso destello de no haberse apagado todavía el fuego sagrado y perenne de la dignidad y de la hidalguía española, en su enérgica representación al duque de Angulema contra los desmanes populares y contra la tiranía del gobierno, abogando por un sistema de benéfica concordia; representación contra la cual se apresuraron a protestar y escribir los hombres más furiosos del realismo, pidiendo hasta las hogueras inquisitoriales. Como quiera que hayan calificado aquel documento los diputados intransigentes de entonces y los liberales intolerantes de posteriores tiempos, encontrando timidez en las insinuaciones de la conveniencia de una Constitución, e interés en el deseo de que tuviese poder y representación en ella la alta nobleza, fuerza es confesar que los Grandes mostraron en aquel paso más firmeza de la que parecía permitir la presión que el triunfante absolutismo ejercía, y a nuestro juicio, tuvieron el mérito de atreverse, no arriesgando poco, a dejar entrever a la faz de un representante de la Santa Alianza, de una Regencia de hombres de exageradas opiniones, y de un pueblo fanático, su amor a un gobierno representativo templado.

De varias y diferentes versiones ha sido también objeto la célebre ordenanza de Andújar expedida por el príncipe generalísimo de los franceses en favor de los perseguidos liberales españoles, de paso que iba a apretar el sitio de Cádiz, y que poco después se vio como forzado a modificar y casi a revocar. ¿Cómo se explican, y cómo pueden conciliarse aquel primer decreto humanitario del príncipe francés, tan encomiado de los liberales de su nación, y tan agradecido de los de la nuestra, y el segundo que venía a neutralizar y anular los saludables efectos del primero?

Ocasión es esta de examinar y juzgar la conducta política del príncipe de Borbón en España, el objeto verdadero de su misión, y su manera de cumplirla. No puede negarse que así los jefes franceses como el generalísimo de sus tropas, ya fuesen movidos por sentimientos de justicia, de clemencia o de humanidad, ya obrasen a impulsos de una política disimulada e hipócrita, ya lo hiciesen como abochornados de las bárbaras escenas que presenciaban, y de que en cierto modo aparecían responsables, intentaron muchas veces atajar o enfrenar los actos inicuos de persecución atroz y de venganza brutal a que se entregaron los realistas españoles, envalentonados y fieros con el fácil triunfo que sobre el bando liberal sus armas les habían proporcionado. A este sentimiento de humanidad, de justicia, de compasión, de política o de vergüenza, respondió la ordenanza de Andújar, que derramó un momentáneo consuelo en las desgraciadas familias de los perseguidos liberales. Nosotros hacemos al duque de Angulema la justicia de creer que la providencia de Andújar reflejaba, o su verdadera tendencia política o los verdaderos sentimientos de su corazón; y nos fortalece en este juicio el verle más adelante abandonar precipitadamente la España, agriado y como avergonzado del sistema intolerante, rudo, atrozmente tiránico y perseguidor proclamado por el rey, contra el espíritu de las estipulaciones por él pactadas al restituirle a la libertad.

¿Cómo, pues, tuvo el de Angulema la debilidad de revocar tan pronto una medida que tanto le recomendaba a los ojos de la humanidad y de la civilización? Hízolo sucumbiendo a la presión que sobre él ejercían ya, y cediendo al destemplado clamor que contra su providencia levantaron los realistas, el clero, la Regencia y el gobierno por él establecidos en Madrid. He aquí el grande error, o la deplorable necesidad del ejecutor de los planes de la Santa Alianza y del tratado secreto de Verona. No podía venir simplemente a dar libertad al rey, a reprimir la anarquía, a templar el rigor de las facciones y de los partidos, a conciliar los ánimos, a modificar las instituciones, y a establecer un sistema de gobierno razonable, prudente y templado, quien entraba precedido y acompañado de las feroces bandas de los soldados de la Fe, quien establecía las regencias de Oyarzun y de Madrid, y nombraba un ministerio, aquellas y éste compuestos de los más ardorosos y reconocidos partidarios del despotismo; quien daba alas a los sectarios de la tiranía, de la Inquisición y del exterminio de la raza liberal, y les entregaba el poder y la suerte de España; quien se había echado en brazos de un solo partido intransigente y feroz. Si esta misión, y este propósito y fin desde el principio traía, su conducta con los liberales después no era producto ni de afinidad de ideas ni de sistema político, sino compasión arrancada por las crueldades de que eran víctimas. Si no pensó en entregarse al bando sanguinario, fue una insigne y criminal debilidad haberse dejado dominar de los mismos que le debían su poder, y tenían que estar bajo su tutela. Y de todos modos pesa sobre el gabinete francés, y sobre el jefe de la invasión, y sobre las potencias que la promovieron, la responsabilidad de los excesos, de las calamidades y desdichas que por consecuencia y a la sombra de aquella invasión sufrió por largos años la desventurada España.

La guerra sigue marchando como por una pendiente; y en tanto que el de Angulema aprieta y activa el sitio de Cádiz, y mientras las Cortes declaran beneméritos de la patria a los regentes nombrados en Sevilla, y dan decretos contra los grandes de España que firmaron la representación al generalísimo francés, y truenan contra la defección de Morillo, y hacen que el rey expida una proclama a los gallegos rebosando fuego y ardor constitucional, reciben la nueva de que el general Ballesteros, después del combate del Campillo de Arenas, no deshonroso para nuestras armas, ha capitulado y pactado tregua con el francés, contentándose con estipular condiciones favorables para sí y para sus tropas, pero acabando por reconocer la regencia de Madrid. Honda pena y desaliento profundo para los constitucionales; imponderable regocijo y alborozo para los realistas; naturales efectos ambos de un suceso que dejaba ver claro, si ya no estuviese previsto, el pronto desenlace de la mal comenzada y peor proseguida lucha. Y sin embargo, al modo que en Galicia no todas las tropas aceptaron la sumisión de Morillo, y los cuerpos más decididos por la causa de la libertad se refugiaron con Quiroga en la Coruña para enarbolar y sostener allí su bandera, así en Andalucía no todas las tropas de Ballesteros se someten a su capitulación, y las más resueltas a no transigir con el absolutismo se refugian a Málaga con Zayas, con el deseo, si no con la esperanza, de defender hasta el último trance la causa liberal. Mas no pueden tardar los de Málaga en correr la misma infausta suerte que los de la Coruña, después de ser teatro de parecidos excesos y calamidades. Iguales elementos, iguales defecciones, iguales actos de flaqueza, iguales rasgos de malogrado heroísmo, iguales fenómenos en el Mediodía, que en el Centro, que en el Occidente de España.

¿A dónde pueden volver sus llorosos ojos los perseguidos y desconsolados liberales, presa la nación casi entera de la sañuda y vengativa facción absolutista, y vista la deplorable conducta de los tres generales, La-Bisbal, Morillo y Ballesteros, a quienes por la fama de ilustres patricios y de insignes guerreros habían fiado el sostenimiento y la salvación de su causa? ¿De dónde y de quién podían esperar que volviese algún fulgor a su nublada y azarosa estrella?

Pocos eran, pero aún los había, porque la esperanza es lo último que abandona a los hombres en el infortunio, que buscando remedio miraban, no del todo desesperados de encontrarle, al Principado de Cataluña o al recinto de Cádiz. Sostenían en efecto en el suelo catalán el denodado Mina, general en jefe del primer ejército, y otros valerosos y decididos caudillos la causa de la Constitución con una constancia prodigiosa, en lucha admirable por lo desigual, pero cuyo éxito por lo mismo era de todo punto inverosímil, y casi rayaba en lo imposible que pudiera serles favorable. Actividad portentosa, movilidad continua, refriegas y reencuentros diarios, valor en los combates, impasibilidad en los reveses, sufrimiento en las penalidades, diligencia para arbitrar recursos, bandos y medidas severas, diestras combinaciones, ingeniosos planes de administración y de campaña, arriesgadas y peligrosas marchas, y jornadas penosas de las que honrarían a los más esforzados capitanes, nada omitían, y asombraba tanto como ejecutaban Mina y los generales y soldados que a sus órdenes y bajo su dirección guerreaban, formando contraste con las debilidades lastimosas de los jefes del ejército constitucional en los demás ángulos de la península, cuyas cualidades militares tanto había elogiado y en cuya decidida cooperación tanta confianza había mostrado tener el mismo Mina.

Pero inundado el suelo catalán de tropas francesas, plagado de facciones españolas, mandadas aquellas por uno de los mariscales más acreditados del imperio y el más práctico en la guerra de España, acaudilladas éstas por cabecillas intrépidos, naturales y conocedores del país; fácilmente apoyadas y socorridas unas y otras por la vecina y colindante Francia; solos e incomunicados los liberales con el resto de la península; enemigas suyas las poblaciones; fomentado este espíritu hostil por el clero más fanático de todo el reino; a la cabeza de las hordas sanguinarias frailes bandoleros armados de trabuco y de canana sobre la túnica religiosa; enfermo Mina y postrado muchas veces por la fiebre y por las fatigas; sin alimento y sin reposo los constitucionales, bien provisionados y con abrigo y amparo en pueblos y fortalezas los secuaces del absolutismo; entregada por traición alguna plaza de las que los liberales tenían; pasado a los franceses, a ejemplo de Morillo en Galicia, y alegando las propias causas y razones, uno de los generales que con más crédito y prestigio, y al parecer con más fe, habían sostenido en el Principado la bandera constitucional, la guerra de Cataluña era un testimonio vivo y elocuente de cuán difícil habría sido a los invasores extranjeros y a los españoles sus auxiliares, derribar el edificio del gobierno representativo, con todos sus defectos y con todos los elementos que contra sí tenía, si todos los generales encargados de sostenerle hubieran imitado la decisión y la perseverancia del denodado Mina y de los caudillos que en Cataluña compartían con él los triunfos, los reveses y las penalidades. Mas en el estado a que la habían reducido las defecciones y los desaciertos y desdichas de otras partes, la lucha del Principado catalán no podía ser sino la prolongada agonía del que conserva grandeza de espíritu y elevación de ánimo hasta exhalar el último suspiro.

A la otra extremidad de la península, de la estrechada y angustiosa plaza de Cádiz, donde algunos miraban todavía no del todo desesperanzados, sale otro general, no menos decidido, y aun pudiera decirse más caloroso constitucional que Mina, pero tanto como caloroso irreflexivo, impetuoso pero arrebatado, y en quien la lealtad excedía en mucho a la prudencia; y sale con escasa hueste, a desafiar como a la desesperada al ejército francés, y con ínfulas de galvanizar los restos del español. Mas con la exasperación parece haber cambiado las bellas prendas de carácter que antes distinguían a Riego. Humanitario y generoso que era, se entrega en Málaga a deshonrosas tropelías y crueldades. Puesto en Priego al frente de las tropas de Ballesteros, muestra al pronto resolución y grandeza, y le falta poco para atraer las todas a su partido, hecho el árbitro y dueño de su jefe; mas concluye con un acto de debilidad, expuesto a ser él mismo el prisionero, teniendo que huir desairado y abandonado de los de Ballesteros, y desamparado de muchos de los suyos. Batida su pequeña columna por los franceses en Jaén y en Jódar, fáltanle sus antiguos ímpetus, y es derrotado, y huye a la aventura despavorido y casi solo. Sorprendido en una ermita por unos miserables porquerizos, se entrega cobardemente a sus rústicos aprehensores para ser conducido de prisión en prisión, disputado por españoles y franceses, corriendo mil peligros su vida, que solo se hace respetar por el inicuo placer de hacerlo objeto de befa y escarnio, y por la bárbara satisfacción de verle acabar en afrentoso patíbulo.

El desdichado fin de la malhadada expedición del héroe de las Cabezas de San Juan, del primer revolucionario proclamador de la Constitución en 1820, del que pasaba por jefe y por el más genuino representante del partido liberal, y era mirado como el ídolo del pueblo, cualquiera que fuese su mérito y su valer como general y como político, fue la señal, cierta ya para todos, de la próxima muerte de las libertades españolas.

¿Qué podían hacer ya ni las Cortes ni el gobierno de Cádiz? Sin recursos ni esperanzas de fuera; consumidos y agotados los de dentro; la nación dominada por los sectarios del más rudo despotismo; la Europa entera enemiga; combatida la plaza por tierra y por mar; tomados sucesivamente los baluartes del Trocadero y Santi-Petri; las bombas destruyendo la población; menudeando el de Angulema las amenazas y las intimaciones; tibio o desdeñoso como siempre el representante de la Gran Bretaña, a quien otra vez se buscó como mediador para ver de ajustar una paz honrosa; el rey suscribiendo con hipócrita docilidad cuantas contestaciones y documentos el gobierno le presentaba, y comunicándose con el de Angulema desde la azotea de su casa por medio de signos convenidos; negándose el príncipe francés a recibir los respetables emisarios del monarca y del gobierno; declarando no querer entenderse sino con el rey solo y libre, y que no le consideraría en libertad sino cuando le viese entre las tropas de su mando; firmes diputados y ministros, y abrazados a la bandera constitucional; respetando no obstante la persona del rey, y sin embargo horriblemente injuriados por el generalísimo extranjero, con la amenaza de pasar a cuchillo a diputados, ministros, consejeros, generales y empleados que atentasen a la vida o la seguridad del monarca, cuando ni el más leve síntoma se había observado de intentarlo ni pensarlo nadie; atemorizada ya la población; desalentados los ánimos; dadas por las tropas mismas manifiestas y lastimosas señales de empezar a cundir entre ellas el espíritu de indisciplina y sedición; inútil ya todo conato de resistencia, y perdida toda esperanza de salvar la causa constitucional; las Cortes y el gobierno se doblegan y sucumben a la ley de la necesidad; pero no toman una resolución desesperada; procuran que el desenlace no sea el de una lamentable tragedia; acuerdan la sumisión, y acuerdan hacerla del modo más generoso y más noble, consintiendo al rey que pueda entenderse solo y libre, como el príncipe francés quería, y en su propio campamento. ¿Qué condiciones se le imponen a Fernando al otorgarle la libertad? Ninguna. Aquellos liberales tan exaltados, y tan calumniados también, se limitan a recomendarle que use con mansedumbre de la victoria. Así se lo promete solemnemente el rey.

Desplégase aquí la más negra página de las muchas páginas negras que se registran en la historia de Fernando VII. En veinte y cuatro horas un monarca prudente, humanitario y liberal, se encuentra trasformado en un déspota aborrecible y en un tirano abominable. En veinte y cuatro horas la marcha de la civilización parece haber retrocedido en España más de tres siglos. Jamás se ha visto transición tan ruda y tan horrible. Ni sabemos de monarca alguno que tan repentinamente arrojara la máscara con que encubriera una repugnante fealdad. ¡Qué fechas tan fatales en la vida de Fernando VII las de 30 de setiembre (1823) y 1º de octubre! No sin razón sentíamos nosotros violencia y pena en tener que reseñar y juzgar el lamentable período de este reinado.

El 30 de setiembre en Cádiz declara Fernando VII de su libre y espontánea voluntad, y promete bajo la fe y seguridad de su real palabra, que si la necesidad exigiese la alteración de las actuales instituciones políticas, adoptará un gobierno que afiance la seguridad personal, la propiedad y la libertad civil de los españoles: promete libre y espontáneamente un olvido completo y absoluto de todo lo pasado: promete y asegura la conservación de todos sus grados, empleos, sueldos y honores a todos los empleados militares, civiles y eclesiásticos que lo eran en el gobierno constitucional. El 1.° de octubre en el Puerto de Santa María, apenas ha salido del recinto de Cádiz, declara Fernando VII nulos y de ningún valor todos los actos del gobierno llamado constitucional desde el 7 de marzo de 1820 hasta aquel día, y reconoce y aprueba todo lo ordenado por la regencia realista de Madrid. Por mucha desconfianza, por mucho que fuese el recelo que el carácter de Fernando inspirara, ¿quién pudiera imaginar, quién fuera capaz de concebir tamaña falsía? Hay hechos de tal índole que no se pueden sospechar hasta que acontecen. Ni aun del débil y degradado príncipe de 1808 en Bayona, ni aun del ingrato monarca de 1814 en Valencia, podía esperarse el golpe del vengativo soberano de 1823 en el Puerto de Santa María. ¡Qué contraste con los que tan fervorosamente le proclamaban en 1808! ¡Qué contraste con los que en 1814 le esperaban ansiosos con una corona que le tenían reservada después de seis años de lucha por salvarla para volverla a colocar en sus sienes! ¡Qué contraste con la generosidad de los que el día antes le tenían en su poder y le dejaron salir libre entregándole su suerte y fiándola a la nobleza de su proceder!

Aquel decreto de muerte, aquel anuncio de exterminio para todo lo que llevara el sello de la libertad y de la ilustración, apareció refrendado por un eclesiástico, escogido por el rey para que fuese su ministro de Estado al propio tiempo que su confesor. Bajo la dirección política de tan apostólico varón comienza a ejecutarse el decreto que hemos llamado de muerte, condenando a la pena de horca a los regentes nombrados en Sevilla, que los franceses logran salvar. Bajo la dirección política de tan apostólico varón se expiden los famosos decretos de proscripción de Jerez y de Lebrija; se instituye y se manda celebrar la fiesta de los Desagravios; resuena la voz del fanatismo en púlpitos, calles y plazas; se suelta el dique a las pasiones de la muchedumbre, que se desata en imprecaciones y actos de ruda venganza contra todos los adictos a la libertad vencida. Escandalízanse los franceses, entristécese su príncipe generalísimo, disgústanse los embajadores de las potencias, que en Sevilla exhortan a Fernando a que adopte un sistema de más templanza y moderación. Pero el monarca católico y su ministro y director espiritual cierran los oídos a todo humanitario consejo, y el de Angulema sigue precipitadamente a Madrid, para apresurarse a abandonar a España, como asustado y arrepentido y pesaroso de su propia obra, mientras el rey marcha lentamente camino de la corte, recibiendo en los pueblos los plácemes y agasajos de las frenéticas turbas, que le victorean alborozadas, en tanto que las familias liberales lloran en los calabozos.

Fernando no llega, esquiva llegar a la capital, hasta que se haya consumado el sacrificio de una ilustre víctima. ¡Oh! se habrían afectado hondamente las piadosas entrañas del rey si se hallara en la corte al ejecutarse el suplicio de Riego! Mas no le envió su perdón; la real clemencia no le impidió confirmar su sentencia de muerte: aplazaba sin duda para más adelante «hacerla compatible con la pública vindicta,» como dijo en Sevilla.

Quisiéramos poder no llamar asesinato jurídico al acto de sentenciar a Riego a la última pena, y hacérsela sufrir en el afrentoso patíbulo destinado a los forajidos y malhechores, con todo el ignominioso aparato que se usaba para con los más viles criminales. Pero no sabemos que otro nombre dar a un proceso amañado con iniquidad y a un castigo impuesto por leyes posteriores al delito. La ejecución de Riego, celebrada con salvaje alborozo en la misma población que le había ensalzado como a un héroe, adorado como a un ídolo, y en que su nombre había ejercido una especie de influjo mágico, excitando en las masas un delirante frenesí, es una terrible lección para los que se dejan embriagar por el humo trastornador de las corrientes inconstantes del aura popular. Hombre Riego de una fe política a toda prueba, con los grandes defectos y las excelentes cualidades que le hemos reconocido en nuestra historia, cometió insignes imprudencias, pero hizo importantísimos servicios a la patria. Su trágico e inmerecido suplicio fue llorado por todos los amantes de la libertad. La posteridad le ha recompensado grabando su nombre en letras de oro en el santuario de las leyes. La muerte de la Constitución en 1823 coincidió con la del primero que la había proclamado en 1820. Fue el destino de aquel personaje abrir y cerrar una época nueva en nuestra historia. La sed de venganza de los furibundos realistas debería haber quedado apagada y satisfecha con la sangre de la víctima que más apetecía. Y sin embargo no fue así.

Ya puede el rey Fernando hacer su entrada en la corte, y la hace por en medio de arcos de triunfo, aclarado con delirio por la plebe, y arrastrado su carruaje por sus serviles vasallos, que se disputan la honra de reemplazar a los engalanados caballos de tiro. Ya puede empuñar con confianza el cetro del absolutismo que las armas extranjeras han puesto en sus manos. Las plazas que aun defendían los liberales se van rindiendo y entregando. Y hasta en Cataluña se pone término a una lucha, inútil ya sobre desesperada. Mina emigra vencido y enfermo, después de haber peleado como bueno, y capitulado con honra.

Fernando VII vuelve a ser rey absoluto.