Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Final España en el reinado de Fernando VII

VI
Juicios diversos sobre la mayor o menor duración que debía esperarse de esta segunda época constitucional

Exposición del nuestro.– Causas de no haber durado más.– El origen de la revolución.– La trasformación repentina.– Los elementos.– Las logias; las sociedades secretas y sus derivaciones.– Fanatismo de liberales y absolutistas.– Imprudencias y locuras de unos y otros, lamentables pero no extrañas.– Desatentado proceder del rey.– Su sistema y perseverancia.– Cómo nacieron y se sostuvieron las disidencias y antagonismos.– La invasión extranjera.– Causas de haber caído la Constitución más tarde de lo que se creía.– Impotencia de los realistas.– Recuerdos odiosos de su anterior dominación.– Reformas útiles.– Entusiasmo y decisión de los liberales.– Arrepentimiento tardío de los que derribaron el sistema y de los que lo consintieron.
 

Así acabó la segunda época de régimen constitucional en España. Período de no larga duración, pero notable y célebre, y digno de serio y especial estudio; período de verdadera revolución y de verdadera lucha política; período que presenta a los ojos de la historia y al examen de la crítica una fisonomía nueva, ni igual ni acaso parecida a la de otro período alguno de los anales de los pueblos; período laborioso de pasajera resurrección de un sistema libre; período enclavado entre dos épocas de terrible reacción; tan fecundo en sucesos, como confuso y embrollado por la complicación de ideas, de pasiones, de intereses, de partidos, de matices, de aspiraciones, de grandezas y debilidades, de errores y demasías, que simultánea y activamente jugaron en él, y sin descanso ni tregua se agitaron y chocaron.

En concepto de algunos, se desmoronó el edificio constitucional más pronto de lo que hacían esperar los elementos que le sostenían, la difusión que alcanzó la idea liberal, el entusiasmo de los adictos al nuevo régimen, la fuerza de la opinión, la influencia de la ilustración, y la superioridad y predominio de la inteligencia y del saber, las concesiones y franquicias con que se interesaba al pueblo a su sostenimiento y defensa, el horror que inspiraban los recuerdos de los seis años de despotismo, y los brutales actos de los que pugnaban por resucitar aquellos odiosos tiempos. A juicio de otros, vivió y se mantuvo más de lo que era de presumir de una situación política, que había nacido súbitamente y sin preparación, y de un modo irregular y violento, sin arraigo en la opinión y sin apoyo en las masas, combatida por clases acostumbradas a dominar al abrigo de privilegios y abusos tradicionales, que destrozaban los partidos, sectas y fracciones formadas en el seno de la misma comunión liberal, que desacreditaban las exageraciones, excesos y demasías de los que se llamaban patriotas, que llevaba dentro de sus entrañas un virus mortífero en la conspiración perpetua del rey, y que tenía contra sí los gobiernos y los soberanos más poderosos de Europa. Ni los unos ni los otros carecen de fundamentos y razones para discurrir así. Nosotros vamos a exponer las causas naturales que produjeron uno y otro fenómeno, las que hicieron durar aquel período constitucional más tiempo del que calculaban los segundos, las que acarrearon su trágico fin más temprano de lo que parecía probable a los primeros.

Hay en la vida de las naciones momentos críticos, en que una deliberación desacertada, una solución imprudente, hija del error, o producto de un intencionado designio, imprime tal carácter y ejerce una influencia tan permanente y eficaz en la suerte futura de un pueblo, que todos los sucesos que en él por largo espacio de años sobrevienen, traen su origen y derivación y son natural producto de aquella causa determinante, frutos que en ella germinaban y que van brotando y desarrollándose con el tiempo.

Sin el acto de horrible ingratitud de Fernando VII en 1814 para con el partido liberal, que tanto como el que más había salvado su trono y su reino, ni se habría realizado, ni se habría fraguado siquiera la revolución de 1820. He aquí la primera causa determinante. Sin los calabozos ni los presidios, y la ruda y bárbara persecución de los seis años, la revolución o no habría existido, o habría tomado otra forma. Violento por necesidad el sacudimiento, violentas tenían que ser las oscilaciones. Trama y obra de las sociedades secretas, las sociedades secretas habían de creerse con derecho y reclamar sus títulos a dar tono y dirección a lo que había sido obra de sus trabajos. Llevada a cabo por una insurrección militar, premiados con los primeros grados de la milicia los jefes inferiores que movieron la sedición, aclamados como libertadores de la patria, incensados como héroes, halagados primero y temidos después, peligrosa y funesta tanto como natural e inevitable su intervención en la marcha política cuyo cambio les era debida, la lucha entre los poderes civiles y el poder militar necesariamente había de traer las colisiones y conflictos que sobrevinieron. Trasplantados de repente, porque súbita y repentina fue la trasformación, los hombres ilustrados y de saber, del destierro, de los presidios y de las cárceles a las sillas del poder, porque no había otros ni más aptos ni con más títulos para dirigir el Estado en el nuevo orden de cosas; salidos de improviso los hombres de inferior escala social, pero adictos al régimen nuevamente proclamado, de un estado de dura opresión, de persecución encarnizada y de ruda tiranía, a uno de libertad casi ilimitada y de triunfo sobre sus opresores, ¿podía esperarse que, si a los unos contenían en ciertos límites su experiencia, su talento y sus elevados deberes, pudieran los otros enfrenar los excesos del alborozo, los resentimientos de los agravios, y los inmoderados goces del desquite y de la venganza?

Al modo que el abominable proceder de Fernando en 1814 y su cruel e injustificable despotismo de los seis años, produjeron el sacudimiento revolucionario del año 20, como revienta y estalla la mina cargada de materias explosivas tan pronto como una chispa eléctrica o una mano atrevida las enciende, así de los medios que se emplearon y del carácter y forma que se dio a aquel acontecimiento vinieron como naturales consecuencias los sucesos que imprimieron especial fisonomía al segundo período constitucional, y fueron a su vez causa de las perturbaciones que le dieron una vida convulsiva y habían de acabar por ocasionarle la muerte. Elaborado en la oscuridad de las sombras y del misterio, como la necesidad lo exigía; autores principales de la trasformación los afiliados en las logias masónicas; conservando los hábitos de la asociación, la tendencia a conspirar, y la afición al secreto, aun cuando pudiesen ya trabajar a la luz del día; con el orgullo de ser los restauradores de la libertad, y con la pretensión de pertenecerles de derecho la dirección de la marcha política; creándose a su impulso y ejemplo otras asociaciones con el título de patrióticas, ya públicas, ya secretas; dominando en unas y otras el espíritu de exaltación, y la audacia que da la fuerza de la colectividad; se ven venir sin sorpresa las peroraciones demagógicas de Lorencini, de la Fontana y de Malta, las pretensiones exageradas y las comisiones y mensajes amenazadores al gobierno, las difamantes censuras del monarca y de los ministros, las aspiraciones a gobernar desde los clubs, las doctrinas anárquicas predicadas por los tribunos, y las demostraciones populares preparadas y dirigidas por aquellos focos permanentes de revolución.

Fuentes de vitalidad y al mismo tiempo gérmenes de muerte las sectas y las sociedades patrióticas, por una parte vigorizaban y mantenían viva la idea liberal, difundían la doctrina y el espíritu reformador, popularizaban el sistema, entusiasmaban las masas, y servían de dique a todo plan o intento reaccionario; mientras por otra derribaban o quebrantaban los gobiernos que no las halagasen o se doblegasen a sus exigencias, impedían funcionar con regularidad la máquina constitucional, mortificaban y exasperaban con sus excesos a los ya desafectos al nuevo régimen, y retraían con sus delirios o alejaban con sus intolerancias a los liberales pacíficos y templados, o por temperamento o por convicción, de suerte que si enardecían y fogueaban a unos, entibiaban o enfriaban a otros.

Lo de menos era, aunque siempre es dañosa la división delante de un enemigo común, poderoso y fuerte, el haberse fraccionado desde el principio los constitucionales en exaltados y moderados, en veinteañistas y doceañistas, en revolucionarios recientes y revolucionarios antiguos, aquellos con el ardor y la fe de neófitos y con los ímpetus y arranques de la juventud, éstos con el aleccionamiento de la experiencia y del infortunio, y con la templanza y mesura de la edad y del saber; unos y otros alegando derechos de preferencia para el manejo y dirección de la política, los primeros a título de restauradores únicos de la libertad, los segundos al de creadores, fundadores y mártires de ella. Al fin estos partidos, aunque discordes, hubieran podido alternar en el poder, no sin inconvenientes, pero tal vez sin grave riesgo para la vida y la conservación de las instituciones formadas por los unos y restablecidas por los otros, y tampoco hubiera sido imposible que acabaran por fundirse.

¿Mas qué podía esperarse, que no fuese funesto para la libertad misma, de los bandos y parcialidades que del seno de las sociedades secretas brotaron y surgieron? Las rivalidades, que llegaron a ser enconada guerra, entre comuneros y masones, hicieron a la causa constitucional por lo menos tanto daño como las conspiraciones y los trabajos de los realistas. Compréndese la existencia de la masonería, aun en una época de libertad y de publicidad, supliendo a la falta de objeto la fuerza de la costumbre y el propósito de mantener después del triunfo la fraternidad creada en la desgracia. Mas para explicar el nacimiento de la comunería y de otras sectas no basta el fanatismo político, ni el espíritu de imitación que es tan contagioso, ni el afán de señalarse adelantándose a todos para subir a la cúspide del liberalismo. Era menester además, y fue lo que hubo, el prurito, que parecía epidémico, por el misterio y la agrupación. Así es que hoy nos admira ver afiliados entonces en aquellos conciliábulos, semi-secretos semi-públicos, entre muchas gentes, que se llamaban hijos de Padilla sin saber lo que esto era, hombres graves y de forma y valía, entusiasmados con los ridículos emblemas y las pueriles ceremonias que muy seriamente practicaban, parodiando a los primeros cristianos perseguidos, allá en sus catacumbas.

Decimos que no basta el fanatismo político, ni la puja de liberalismo, que hoy se diría, para explicar aquella manía de asociación y de misterio, puesto que vemos a los más templados constitucionales, a los más distinguidos oradores de la tribuna parlamentaria, donde tenían ocasión y facilidad de decirlo todo, dejarse contagiar de la epidemia, y formar su sociedad, dando pié a sus adversarios para que los apellidaran con un nombre burlesco. Y toda vez que no era solamente la familia liberal la que de esta enfermedad adolecía, sino que inoculados de ella los más furiosos partidarios del absolutismo, ellos, acaso más aptos que los otros por tradicional educación para los trabajos subterráneos y para las asociaciones clandestinas, ellos, con elementos y resortes ya de suyo reservados y sigilosos, fácilmente formaron también sus clubs, con los nombres de Junta Apostólica, Concepción, y Ángel exterminador, quizá mejor organizados que los de los masones, comuneros, anilleros y carbonarios. ¿Se necesitaba más que esta red de minas y contraminas, en que se hacinaban y fermentaban todos los combustibles de las encontradas pasiones políticas, para producir las explosiones que durante estos tres años conmovieron el suelo español, e hicieron tantas veces estremecerse y oscilar el edificio que sobre tan minada superficie descansaba?

Recordando por quiénes y cómo había sido hecha la revolución, lejos de sorprender y extrañarse, debían parecer naturales consecuencias las ovaciones hechas a Riego, la apoteosis de su nombre, el culto público de su efigie, las procesiones populares, la solemnidad patriótica de San Rafael, la consagración parlamentaria del sable, y verle en un año comandante de batallón, general de los ejércitos, presidente de las Cortes, y especie de rey popular, hasta el punto de castigarse como imperdonable crimen no aclamarle y victorearle, mientras se tomaba por insulto y se consideraba provocación y desacato victorear al monarca verdadero. Llegó el rey dinástico a pedir por merced al rey popular procurase que su nombre no sirviese de grito de alarma; y el rey popular se dignó ordenar al pueblo y a la milicia nacional armada que ni a él le diesen vivas, ni cantasen el Trágala a Fernando VII; favor a que quedó S. M. reconocido. Encumbrado a tal altura el comandante del batallón de Asturias, héroe de las Cabezas de San Juan, no era ya un fenómeno que al coronel su ayudante, de más talento que él, se le elevase de repente al ministerio de Estado. Consecuencias eran de una revolución debida a las espadas. La disciplina militar no era la que había de ganar en ello. Ni hay que buscar otro origen a las rebeliones de Cádiz y Sevilla, a la sublevación de la ciudadela de Valencia, a las sediciones de los guardias de Madrid, y a tantas otras como acá y allá estallaban. Tampoco podía favorecerla que en los banquetes cívicos se acostumbrasen los soldados a sentarse a la mesa mezclados con sus coroneles y generales, y a solemnizar después el festín asidos indistintamente del brazo, unos y otros, como si fuesen todos iguales, entonando himnos patrióticos. ¿Pero no llegaron a señalarse en una ley los casos en que era lícito a la tropa rebelarse contra sus jefes? Las consecuencias de un suceso se encadenan y enlazan, sin que se pueda prever dónde estará su término, ni sea fácil ponérsele.

Hemos indicado también entre las causas que contrariaron el afianzamiento y precipitaron la caída del sistema constitucional, y fueron uno de los caracteres especiales de aquella época, las inmoderadas demostraciones de alegría de los liberales, sus locas y ruidosas manifestaciones de placer, su intemperancia en el júbilo, su bulliciosa agitación, sus acaloradas declamaciones, sus demagógicas arengas en las tribunas públicas de los salones y de las plazas, el perpetuo resonar de sus himnos patrióticos en las calles, cultos y decorosos unos, insultantes y provocativos otros. Los efectos de tan imprudente y loca conducta habían de ser necesariamente funestos; condenábanla los hombres sensatos; repugnábanla los indiferentes; agriábanse los vencidos; exasperábanse los provocados, y acaso el Trágala hizo más enemigos a la Constitución y más prosélitos al absolutismo que los trabajos de la Junta Apostólica y las predicaciones y excitaciones del clero.

Pero uno es reconocer y censurar la inconveniencia de tal proceder, y otro maravillarse y asombrarse de lo que acontecía. ¿Podía esperarse que los tiranizados y oprimidos de seis años, de improviso libres y repentinamente victoriosos de sus opresores y verdugos, contuvieran dentro de los límites de la moderación y de la prudencia la expansión de su gozo al salir de las mazmorras y respirar el aire de la libertad? ¿Podía esperarse que esta libertad se les representara con todos los caracteres y atributos de una noble y sesuda matrona, y no con el ropaje y los emblemas de una jovial y juguetona ninfa? Efectos eran de lo súbito, radical y completo de la transición; y los padecimientos de un período de rudo y cruel despotismo explican las intemperancias y excesos de un período de inesperada y amplia libertad. No fue poco consolador el espectáculo de una revolución hecha sin sangre, y de ver pasarse los primeros meses que siguieron al triunfo sin que los desahogos de los vencedores llevasen el luto ni las lágrimas a las familias de los vencidos, ni se manchasen con represalias sangrientas. Por desgracia las pasiones se sobrepusieron pronto, en los unos a la templanza que les habría convenido, en los otros a la paciencia que las circunstancias les aconsejaban o la necesidad les imponía.

Indiscretos y provocativos los liberales, mal acostumbrados y peor sufridos los realistas, faltos aquellos de prudencia, sobrados éstos de irascibilidad, aquellos dejándose arrastrar de las corrientes de un entusiasmo inconsiderado, éstos concentrando sus rencorosos instintos y azuzados por predicadores fanáticos, mientras los primeros voceaban y alborotaban, los segundos fraguaban en secreto planes de venganza, o se lanzaban armados a los campos en son de abierta guerra y enarbolando bandera de exterminio. Trocados así los vencidos en retadores procaces de los vencedores, irritados éstos a su vez, hecha imposible toda avenencia, y roto por una y otra parte el freno de la tolerancia, fácil era prever escenas deplorables, actos recíprocos de venganza, mutuas demasías, anarquía, desorden y derramamiento de sangre. A los imprudentes escritos de prelados poco apostólicos, y a las predicaciones de frailes iracundos y desatentados, respondían los decretos de destierro del gobierno, las deportaciones en masa dispuestas por autoridades arrebatadas, y los atropellos de la plebe desaforada y turbulenta. A las conspiraciones de Bazo y Erroz, de Vinuesa, de los artilleros y de los guardias, y a las atrocidades y degüellos de Merino, de Jaime el Barbudo, de Misas, de Mosen Antón y del Trapense, contestaban el asesinato de Vinuesa, el fusilamiento del obispo de Vich, el suplicio de Elío y la abominable tragedia de los prisioneros de la Coruña. Las negras tramas y audaces intentonas de los realistas, y las devastaciones de las hordas tituladas de la Fe, producen las explosiones tumultuarias y las anárquicas turbulencias de los sobreexcitados liberales. Los alardes absolutistas de la guardia real concitan los insultos del pueblo, que a su vez ocasionan el asesinato de Landáburu, y éste la efervescencia y la alarma de la tropa y de la población liberal, y tras uno y otro la malhadada insurrección de los guardias y los sucesos sangrientos de julio.

No son, pues, justos e imparciales los que pretenden atribuir poco menos que exclusivamente a las provocaciones y excesos del bando liberal exaltado la serie de convulsiones, de disturbios y de lamentables catástrofes, la guerra civil y la anarquía social que señalaron este período, y precipitaron la caída del sistema constitucional. Grande, inmensa responsabilidad alcanza también, y en mayor grado, a los secuaces del absolutismo y a sus furiosos atizadores e instigadores, de las discordias que le agitaron y de la sangre española que en él se derramó. Justo es, sin embargo, consignar, para honra de nuestra patria, que en medio de tan ardiente lucha, de tan encendidas pasiones, de tan vehementes odios políticos, de tan irritantes defecciones y tan indignas deslealtades como se experimentaron, no hubo en la revolución española, aun con haber venido después de un período de injustísima y absurda tiranía, ni las escenas de furor, ni los actos de bárbara ferocidad, ni las matanzas organizadas, ni los cadalsos permanentes, ni las carretadas de víctimas, ni los lagos de sangre, ni las regias decapitaciones, ni el pueblo verdugo, ni los delirios y demencias con que la revolución francesa había manchado sus páginas y escandalizado al mundo.

Otra de las consecuencias del desatentado y ciego proceder de Fernando VII en 1814, causa a su vez de la trabajosa existencia y del prematuro fin de este trienio constitucional, fue haberse proclamado en 1820 el código de 1812. Tercamente aferrado Fernando en negarse a toda modificación, y empeñado en abolirle de todo punto, y en reemplazarle con el despotismo y la Inquisición, no había quedado a los oprimidos otra bandera que enarbolar, ni otro símbolo en que fijarse, ni otra tabla a que asirse para salvar del naufragio, que la Constitución de 1812, integra, pura y sin reforma, porque ni tiempo, ni oportunidad, ni medios, ni hombres hubo para hacerla. Proclamada, pues, y resucitada aquella Constitución por la necesidad, necesidad que la tenacidad del rey había traído, odiada por el mismo a quien en primer término incumbía ejecutarla, no arraigada aún en el pueblo como brevemente y en circunstancias azarosas ensayada, y aborrecida de clases poderosas cuya influencia no había sido destruida, fácil era calcular que no renacía con la robustez necesaria para resistir las enemistades y ataques de que había de ser blanco y objeto, y para aclimatarse y crecer con lozanía, y para prometerse una vida de larga duración.

Aunque quisiéramos convenir con sus más ardientes defensores en que cualquier otra Constitución menos democrática, que coartase menos el poder ejecutivo, que le otorgase el veto, y que admitiese las dos cámaras, hubiera sido igualmente combatida por los intereses y las preocupaciones de tres siglos; aunque quisiéramos concederles que los odios que se desplegaron no fuesen tanto a la ley fundamental como a las reformas que de ella emanaban y que eran como su complemento, algo que le hacía vulnerable y de dudosa viabilidad llevaba en sí mismo aquel código, cuando una buena parte de los constitucionales mismos, y constitucionales sinceros, deseaba y proponía y trabajaba por que fuese modificado, y los que así opinaban y tal apetecían formaban un partido, aunque no el más numeroso ni el más simpático y de más prestigio para con los comprometidos por la causa liberal.

Porque la verdad era que los más de los que se llamaban moderados eran tan apasionados de la Constitución como los que en el partido exaltado militaban; celosos de su observancia y de su integridad, alarmábanse con la idea sola de que se intentase tocar a su letra, y daban una especie de culto al artículo que prohibía alterarla en todo o en parte en un plazo dado. Diferenciábanse solo en la cuestión de conducta: creían y querían aquellos ganar amigos y reprimir o contener los contrarios a fuerza de estricta legalidad, de moderación y de prudencia: pretendían éstos no poderse enfrenar la osadía y frustrar o castigar las maquinaciones de los enemigos del sistema sino con medidas fuertes, severas y duras, y con golpes de terror, aunque para ello tuvieran que salirse de la ley, como más de una vez se salieron. Habiendo alternado ambos partidos en el poder, debieron convencerse de que ni uno ni otro sistema por sí solo alcanzaba a remediar los males: más en lugar de unirse, único medio de ser fuertes, guerreábanse entre sí como enemigos, y se calumniaban y difamaban; porque ni era verdad que los moderados fuesen poco adictos a la Constitución, cargo que los exaltados les hacían, ni era cierto que los exaltados pensasen en cambiar la forma de gobierno ni soñasen en planes de república, de que los moderados sin razón los acusaban, pues caso de existir tan loco pensamiento, solo entró en las cabezas de muy contados y poco importantes individuos.

Contaban los exaltados en su partido la mayoría de los afiliados en las sociedades secretas y en las patrióticas, y tenían en su favor las masas, de ordinario afectas a lo más avanzado y extremado en todos los partidos políticos. Pertenecía a los moderados la fracción de los doceañistas de más valía y saber; y cuando se desprendió de la masonería la rama de los comuneros, muchos masones, huyendo de las imprudencias y de las locuras de la nueva secta, se replegaron al partido de la moderación, y aun llegaron a confundirse los matices que a unos y a otros distinguían, no siendo fácil ya deslindarlos, e introduciendo una verdadera perturbación y descomposición en los primitivos partidos. Los reformadores de la Constitución solo tenían el apoyo sospechoso y problemático de la corte de España, y las simpatías de dudosa ingenuidad, y más embozadas que francas, del gobierno francés.

Mas todas estas parcialidades que por distintos caminos y medios, de buena fe, querían y buscaban el afianzamiento de las libertades públicas, estrellábanse en el proceder y en los manejos del mayor y más poderoso enemigo que la Constitución tenía. Y llegamos a la parte más dolorosa y triste de este cuadro.

No debe ser ya para nadie un misterio, y es aserción que creemos no pueda de buena fe combatirse, que no era el rey amigo de la Constitución ni de los constitucionales. Natural era que aceptara de mal grado, y con violencia y repugnancia un código que siempre había aborrecido, y que le imponían la fuerza de las bayonetas y el clamor de muchos pueblos. ¿Pero quién era el culpable de aquella explosión del ejército y del pueblo, sino el que había puesto a los hombres en la dura disyuntiva, o de sufrir todos los horrores del despotismo, la esclavitud, la emigración, el presidio, el calabozo o la muerte, o de romper con el arranque del despecho las cadenas y enarbolar el estandarte de la libertad bajo cualquier lema que fuese? Supuesto aquel aborrecimiento y aquella repugnancia, ¿por qué no tuvo valor para sofocar la revolución en su principio, para ahogarla al nacer, ya que le había faltado previsión para evitarla? Y si encerrado en su alcázar entre aduladores y cobardes, la dejó tomar un empuje que no pudo resistir, ¿por qué al jurar la Constitución con la mano puesta sobre los santos Evangelios, insultó a la divinidad y a los hombres proponiéndose en su interior asesinarla?

Desde el célebre Manifiesto de 10 de marzo de 1820 en Madrid hasta la no menos célebre Declaración de 30 de setiembre de 1823 en Cádiz; desde las famosas palabras: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional,» hasta las no menos famosas: «Declaro de mi libre y espontánea voluntad, y prometo bajo la fe y seguridad de mi real palabra llevar y hacer llevar a efecto un olvido general, completo y absoluto, de todo lo pasado, sin excepción alguna, &c.», es decir, desde el juramento de la ley fundamental hasta su abolición; en el trascurso de estos tres años, la conducta de Fernando VII fue una cadena de hipócritas decepciones, una conspiración sistemática y asidua, más o menos mañosa o torpe, más o menos habilidosa o inhábilmente sostenida.

Su sistema constante en este período fue mostrarse en público constitucional resuelto y decidido, en secreto enemigo rencoroso de la Constitución y de los constitucionales. En los Manifiestos a la Nación, en las Proclamas a los españoles, en los Discursos regios de apertura de las Cortes, en las despedidas a los diputados al suspenderse o terminar las legislaturas, en las notas diplomáticas oficiales a los gabinetes extranjeros, en las cartas públicas a los soberanos, en los preámbulos a las leyes y reales decretos, allí era Fernando un constitucional ardoroso; allí protestaba ser el más firme apoyo de la Constitución, y el tierno padre que guiaría a sus hijos en el camino de las reformas por que habían suspirado; allí cifraba su poder, su complacencia y su gloria en consagrar todas las facultades de la autoridad real a la conservación entera e inviolable de la Constitución{1}, allí excitaba a cooperar unidos el poder legislativo y él, «como a la faz de la nación lo protestaba,» en consolidar el sistema adoptado para su bien y completa felicidad; allí reconocía cuán funesto era para los pueblos y para los príncipes quebrantar con poca delicadeza sus palabras y juramentos, y por lo mismo se complacía en afirmar nuevamente que cada vez estaba más resuelto a guardar y hacer guardar la Constitución, con la que miraba identificados su trono y su persona; allí los enemigos armados de la libertad eran para el rey víctimas de la más delincuente seducción, instrumentos de las maquinaciones de los malévolos; allí decía que una pasión bárbara e insensata había logrado arrastrarlos a la carrera del crimen; allí llamaba principios anti-sociales los vertidos por el monarca francés, y junta de perjuros a la Regencia realista de Urgel; allí las notas de la Santa Alianza eran para él insidiosas, cubiertas con el manto de la más detestable hipocresía, mostraba sublevarse contra el rey Cristianísimo, contra la notoria mala fe de los soberanos aliados, y ofrecía emplear todos sus esfuerzos para defender las instituciones liberales repeliendo la fuerza con la fuerza; allí se condolía de que se hubiera arrancado su Constitución a los napolitanos; allí se lamentaba de haber sido invadido nuestro suelo por un enemigo pérfido violando los derechos de los pueblos todos; y allí, por último, decía solemnemente: «Pueden los viles enemigos de la España constitucional abusar de su buena fe, los reveses afligirla, las naciones desampararla, algunos hijos degenerados venderla, pero ella resistirá, peleará, y no pactará jamás en perjuicio de sus derechos imprescriptibles, que todas las leyes del cielo y de la tierra la aseguran y afianzan a porfía.»

Este era Fernando VII en público. Pero en el interior de su cámara, en lo recóndito de su palacio, en la soledad de los sitios reales, en sus relaciones privadas con sus consejeros íntimos y con los hombres de la corte, en su correspondencia secreta con el clero y con los realistas más activos y de más influencia, en sus comunicaciones reservadas con los soberanos de la Santa Alianza, con los agentes extranjeros y con la regencia de Urgel, allí era el enemigo y el conspirador perseverante contra la Constitución; allí confería mandos superiores militares a espalda y sin conocimiento de sus ministros para preparar un golpe de Estado, alegando, al ver descubierta la trama, haber sido involuntario error; allí inventaba crímenes que atribuir a sus propios ministros, y los denunciaba al Congreso para difamarlos y exonerarlos; allí empleaba vendidos agentes para que impulsasen las sociedades secretas a desórdenes que desacreditasen el sistema; allí se sonreía al oír los gritos con que el populacho de Aranjuez y gente de su servidumbre solemnizaba sus días victoreándole rey absoluto; allí gozaba con la sublevación de sus guardias en julio, y hacía repartirles oro, vino y cigarros, sin perjuicio de gritar «a ellos,» para que los alancearan cuando iban vencidos; allí era absolutista con los insurrectos, reformista de la Constitución con el cuerpo diplomático, y constitucional puro con las tropas y autoridades que domaban la rebelión, hasta ocasión más oportuna; allí comisionaba a Eguía para que crease un centro de conspiraciones en Bayona; allí encomendaba a Mataflorida, Morejón y Balmaseda que organizaran en el extranjero y con los extranjeros el plan de la restauración absolutista en España; allí autorizaba la regencia realista de Urgel y le trasmitía sus órdenes; allí convenía con los aliados en la manera como había de ser invadido su reino; allí, mientras las Cortes españolas, suponiéndole desjuiciado, le nombraban públicamente una regencia constitucional, él designaba en secreto los individuos que habían de componer la regencia y el ministerio realista que el de Angulema establecía en Madrid; allí en fin, desde el 9 de marzo de 1820 estuvo Fernando VII elaborando con prodigiosa perseverancia el memorable decreto de 1.° de octubre de 1823.

¿Qué gobierno monárquico constitucional se consolida, qué Constitución resiste, qué sistema político se afianza, cuando el jefe mismo de Estado, su más poderoso sostenedor, su principal guardador, y custodio, trabaja asidua y constantemente por destruirle y derribarle, invulnerable y fuerte, abroquelado con la inviolabilidad de que la ley misma le reviste?

No era ciertamente Fernando un príncipe maquiavélico, artificioso, astuto y sagaz. Aunque malicioso y disimulado, aunque por carácter y por costumbre aficionado y habituado al disfraz y a la doblez, aunque en ocasiones sereno y frío lo bastante para ocultar bajo un semblante risueño o apacible, firme entonación y voz entera, la pena o la ira que interiormente le agitaba, aunque a veces no inhábil en el arte de encubrir sus sensaciones, no lo era tanto que sus intenciones no se trasparentasen, que sus manejos no se trasluciesen, que sus propósitos escapasen a la penetración, aun no la más perspicaz y exquisita. Hasta la indocta y rústica plebe sospechaba, y aun creía conocer sus siniestros proyectos y planes; y el populacho, en sus groseras formas y ruda manera de expresar su descontento, correspondía con irreverencias al monarca, con actos criminales de desacato, con abominables improperios e insultos. Unas veces recibía Fernando tan procaces manifestaciones con la aparente longanimidad de quien medita y espera la ocasión y el día de vengarlas con usura, otras se quejaba a las Cortes de los que le denostaban y de los que lo consentían, y otras mostraba con hechos y con dichos la mortificación que sufría y el grado a que su irritación llegaba. Tomaba de esto motivo para arreciar en sus designios reaccionarios, con los cuales a su vez acababa de agriar al pueblo, y crecían de parte de éste las injurias y los agravios. De este modo se creaba y fomentaba recíprocamente un lamentable antagonismo entre el monarca y el pueblo, que no podía redundar sino en daño de la majestad y del trono, y en descrédito y ruina de las instituciones.

Mucho menos se ocultaban a los hombres políticos constitucionales la antipatía con que el rey los miraba, su doble juego y sus torcidos designios. Pocos creían, si acaso alguno, en su sinceridad, y para los más, si no para todos, era el que daba pábulo y aliento, cuando no dirección e impulso, a las maquinaciones y trabajos de los enemigos interiores y exteriores de la libertad, persuadidos de que nada se hacía ni intentaba por lo menos sin su conocimiento, aprobación o beneplácito. Pero monárquicos por convicción hasta los de más avanzadas ideas, interesándoles además aparecerlo por cálculo y por egoísmo, conveníales representar al rey a los ojos del pueblo y de las potencias extrañas como constitucional sincero y decidido. De aquí el poner en su boca en todos los documentos oficiales y solemnes, frases, protestas y aseveraciones del más ardiente y fogoso liberalismo, con que al propio tiempo se proponían ligarle de manera que no pudiera contradecirse sin desdoro ni obrar en opuesto sentido sin ignominia. Fernando suscribía a todo, ya con la mira de adormecer alejando sospechas y trabajar más a mansalva, ya fiado en que con la misma mano que rubricaba un mensaje vehementemente liberal a las Cortes, suscribía órdenes a los centros directivos de conspiración.

Guardando con él los ministros las consideraciones y respetos debidos a la majestad, cuando le veían quebrantar las formas constitucionales, ya sorprendiendo a la representación nacional con palabras injuriosas a su propio gobierno furtivamente añadidas a un documento parlamentario, ya nombrando por sí nuevos ministros sin consulta ni conocimiento de sus consejeros responsables, y hasta cuando le suponían cómplice en la insurrección de su propia guardia, no le acusaban de inconstitucional, contentábanse con poner respetuosamente en sus manos la dimisión de sus cargos.

Hubo, no obstante, ocasiones en que el oculto y permanente desacuerdo, con estudio de una y otra parte disimulado, y por mutua conveniencia sostenido, rompió en abierta y pública disidencia, faltando el rey a su condescendencia sistemática y calculada a la voluntad del gobierno y de las Cortes, faltando el gobierno y las Cortes a su política de miramiento y consideración al rey. La negativa de Fernando a sancionar la reforma de los monacales y la ley de señoríos, la insistencia porfiada de los ministros y de las Cortes en arrancarle la sanción, o en promulgarlas como leyes sin ella, ponen en descubierto la pugna hasta entonces disfrazada entre los altos poderes del Estado. Dentro aquí de la Constitución unos y otros, y uno éste de los peligrosos defectos del código de 1812, creemos que las Cortes no usaron prudentemente del derecho constitucional, violentando la voluntad del rey en puntos, que si no eran, podían ser y se podían presentar como persuasiones invencibles de la conciencia. Si la Constitución se consolidaba, ambas cuestiones hubieran podido tener más adelante solución tranquila; si era problemático su afianzamiento, no había discreción en aparecer las Cortes forzadoras de la conciencia real en lo que de cierto había de crear enemigos fuertes sin alcanzar cumplimiento seguro.

De diferente índole fueron otros dos desacuerdos públicos entre el monarca y sus ministros y las Cortes. Fue el uno la repugnancia de Fernando a su traslación de Madrid a Sevilla: fue el otro su resistencia explícita al viaje de Sevilla a Cádiz. En ambos casos las Cortes y el gobierno contrariaron la voluntad real y la vencieron. No juzgamos ahora de la necesidad o de la conveniencia política de una y otra traslación: la suponemos. Tampoco juzgamos de los móviles que impulsaban al rey a repugnar la una y resistir la otra; los suponemos también. Consignamos el hecho de tan trascendentales disidencias. En el primer caso, el rey acredita con el testimonio de la ciencia médica hallarse enfermo y en imposibilidad de caminar: las Cortes prueban con una comisión parlamentaria que constitucionalmente goza de bastante salud para viajar, aun con provecho de ella; y el rey viaja por decreto de las Cortes, y su estado físico va pregonando que el poder legislativo había entendido de diagnóstico más que los facultativos de cámara. En el segundo caso, el rey sin consulta médica afirma que se siente y reconoce a sí mismo sano de entendimiento y de cuerpo: las Cortes sin pedir dictamen a la medicina resuelven que el rey tiene lastimado y enfermo el cerebro, y acuerdan que el trastorno cerebral dure cinco días; pasados éstos, le devuelven el juicio, pero le retienen cuando estaba cuerdo, guardándole y sujetándole como si estuviese loco. Sangriento ludibrio de la majestad real, y ruda expiación de sus pasadas culpas.

Sin embargo, ni en medio de los turbulentos desmanes y groseros insultos con que las turbas significaban su enojo por los torcidos manejos del rey, ni en el caloroso choque de las armas, de cuya lucha y de la sangre que costaba se le suponía responsable, ni en los desacatos con que hombres de otra altura, bajo la impresión de desesperadas situaciones a que creían haberse llegado por su culpa, con ciertas formas de legalidad humillaron y rebajaron el trono, nunca ni las tumultuadas masas populares, ni la fuerza armada del ejército o del pueblo, ni los agitadores de los clubs, ni los ministerios de los diferentes partidos que se sucedieron, ni las parcialidades políticas de la asamblea, cometieron cierto género de atentados personales de los que empañan la historia de los períodos revolucionarios de otros pueblos, ni intentaron ni pensaron en derribar la institución del trono, ni en arrancar ni en trasmitir a otras manos el cetro del que por derecho le llevaba. Si algún espíritu arrebatado, si algún temerario levantaba una voz vergonzante en este sentido, ahogábase, o se percibía apenas entre la universal reprobación con que era rechazada. Se censuraba, o se aborrecía, y hasta se ultrajaba al monarca, pero se acataba el derecho y la legitimidad del rey, y se defendía y se amaba la monarquía.

Esto no obstante, el lamentable desacuerdo entre rey y los constitucionales, oculto y disimulado en el principio, manifiesto y patente después, convertido más adelante en pronunciado antagonismo y en abierta pugna, no podía menos de ser, como lo fue, una de las principales causas de la turbación y anarquía que devoraba al país, de la enemiga hacia el rey, del desprestigio del sistema, de la debilidad de las instituciones, y una de las que más aceleraron su caída y su muerte.

Y así y todo fue menester que la fuerza demoledora viniese de fuera. Hubo un acontecimiento, que en el principio se creyó habría de ser grandemente propicio al afianzamiento de la libertad de España, que alentó a los reformadores españoles, y les hizo esperar que su obra se asentaría sobre sólidas y firmes bases, y que después se vio haber sido un infausto suceso, que había de servir para armar la maquina destructora del edificio que acababan de levantar. Fue este acontecimiento haberse seguido el ejemplo revolucionario de España en otros puntos de Europa, y haberse proclamado la Constitución española en Nápoles, el Piamonte y Portugal.

No era seguro que concretada la revolución a la península ibérica, a pesar de su excéntrica posición, y por tanto menos propia para inspirar temores y recelos, se la hubiera dejado gozar tranquilamente del cambio efectuado. Pero propagado el contagio a los pueblos de Italia, era evidente que las potencias continentales de Europa, tales como habían quedado constituidas y organizadas después de la caída de Napoleón y conforme al derecho público y al sistema político acordado en el Congreso de Viena, habían de alarmarse a la vista de la proximidad del incendio, y de concertarse para sofocarle allí y donde quiera que hubiese estallado. Así aconteció; y tras la fácil destrucción de los recién instalados y mal sostenidos gobiernos constitucionales en los Estados italianos, veíase venir a descargar sobre España la tormenta que había ahogado el primer respiro de libertad en aquellas regiones. Que no para comenzar solamente la obra de la restauración, y no para dejar viva la hoguera de donde habían partido y se propagaron las llamas, se habían tomado la pena de congregarse tantos soberanos y tantos plenipotenciarios en Verona. Y de esta suerte el suceso, que tanto halagaba el orgullo y en que tan risueñas y lisonjeras esperanzas habían fundado los liberales españoles, era el golpe que había de herirlos de muerte.

Veíase venir, decimos, la tormenta. Y en efecto, era necesaria la cándida credulidad y confianza que distinguía a los hombres del partido liberal español de aquella época, y acaso no de aquella época solamente, para creer que a tal distancia no vendría la nube a lanzar aquí sus rayos, cuando tan cargada estaba nuestra atmósfera de electricidad que los atrajera, o para esperar que una revolución interior en Francia hecha a nombre del principio liberal, y quizá con el objeto de impedir (¡a tanto llegaban las ilusiones de algunos!) que viniesen sus ejércitos a arrancar a España sus libertades y restablecer en ella el despotismo, había de frustrar los acuerdos de Verona, o para confiar en que la Gran Bretaña había de oponerse a la gran violación del derecho de gentes, y obligar a la Santa Alianza a respetar el principio de no intervención y la independencia de las naciones y su derecho a regirse y gobernarse como mejor entiendan: que todo esto pasaba por la mente y alimentaba la esperanza de los constitucionales españoles.

Pero la invasión se realizó: el hecho le hemos juzgado ya en más de un lugar de nuestra historia y de esta reseña, así como la respectiva conducta política de los gobiernos español y francés en este asunto. Es ahora solamente nuestro propósito consignar, que a pesar de tantos y tan varios y fuertes elementos como en el interior de España se cruzaban, agitaban y revolvían para destruir el edificio constitucional, fue menester, como hemos indicado, que la fuerza demoledora viniese de fuera. En cerca de tres años de lucha intestina, lucha de ideas y de armas, lucha moral y material, lucha disfrazada y abierta, de clubs y de calles, de gabinete y de campo, de papeles y de bayonetas, y no obstante los errores, imprudencias y excesos del bando liberal que tanto dañaban a su propia causa, los conatos y esfuerzos de los realistas habían sido impotentes para derrocar el nuevo sistema; y si bien eran bastante poderosos para prolongar indefinidamente las turbaciones que desgarraban la patria, y para imposibilitar el ejercicio pacífico de las instituciones, y para impedir que se hicieran sentir en el pueblo los beneficios de las reformas, los síntomas eran de que no bastaban su obstinación y su perseverancia para consumar la contra-revolución y producir la reacción que apetecían.

Porque la insurrección más imponente y temerosa de la corte había sido vencida y arrollada; porque los focos misteriosos de conjuración se iban más fácilmente descubriendo e inutilizando; porque las conspiraciones que estallaban iban recibiendo una expiación severa; porque las bandas armadas de la Fe, allí donde se habían presentado más pujantes, iban de caída, ocupados sus puntos fuertes, empujadas ellas y ahuyentada su junta de gobierno fuera del suelo y territorio de España: hasta que la invasión del ejército extranjero de una nación poderosa, con su fuerza numérica, con la influencia moral que le daba el apoyo de las grandes potencias de Europa, vino a envalentonar los unos, a desalentar los otros, a robustecer los elementos adversos, a debilitar los favorables, a cambiar, en fin, la situación en que la lucha se hallaba, y a trastornar sin gloria lo que no era fácil pudiese resistir al empuje de tantas fuerzas destructoras.

Ahora añadimos, que si todos los españoles interesados en la conservación de un gobierno representativo hubieran comprendido bien el pensamiento y fin de las potencias aliadas; si todos hubieran podido prever el resultado verdadero de la intervención y la invasión extranjera; si se hubieran apercibido de que se trataba nada menos que de destruir completamente hasta la última de sus libertades; si se hubieran penetrado de que iban a desaparecer todas las reformas hechas en las dos épocas constitucionales; si hubieran imaginado que en la ruina de las cosas habían de caer también envueltas las personas, los empleos, los honores y todos los derechos adquiridos; si hubieran creído que no se podían llevar a cabo los planes de la Santa Alianza sin una reacción todavía más espantosa que la de 1814, de cierto la resistencia habría sido más unánime y vigorosa; la agresión no habría contado los triunfos por las jornadas; la bandera blanca de los Borbones no se hubiera paseado casi impunemente de uno a otro confín de la península; los hijos de San Luis no se habrían enseñoreado con tanta vanagloria de la patria de San Fernando; los mariscales franceses no habrían encontrado tantos generales españoles dispuestos a cederles el paso, o a transigir y capitular, y a enlazar los estandartes de ambas naciones, ni el pueblo se habría cruzado en cierto modo de brazos. Por lo menos habrían comprado cara la victoria; ¿y quién sabe cuál habría sido en tal caso el éxito de la contienda?

Mas unos suponían que el objeto y término de la intervención sería modificar el código fundamental en la forma que deseaban; calculaban otros que, cualquiera que fuese el cambio, habrían por lo menos de conservar, ellos y sus subalternos, las posiciones que tenían, y por eso lo estipulaban en las capitulaciones: esperaban muchos que al menos se establecería un gobierno sólido y fuerte, cualquiera que fuese su forma, y que terminando el estado de perpetua inquietud e insoportable anarquía, disfrutarían del sosiego y la paz que tanto ansiaban. Por eso estos y otros españoles, no enemigos de una libertad templada, en vez de resistir la agresión como un ataque y atentado contra la independencia, y de tomar la defensa de lo existente como causa nacional, o se alegraban o lo veían con la indiferencia o la esperanza de quien, sintiendo un malestar, cree probable mejorar en el cambio. Porque nadie se figuraba ni sospechaba que el término final hubiera de ser el establecimiento del más extremado despotismo, el predominio ilimitado y absoluto del partido realista más intransigente y rencoroso, y un sistema de ruda reacción, de feroces venganzas y de sangrientas catástrofes.

Los mismos autores y ejecutores de la invasión, que sin duda habían juzgado a los realistas españoles de Fernando VII por los realistas franceses de Luis XVIII, quedáronse asombrados de su propia obra, cuando ya no tenía remedio. Al ver que los resultados habían sobrepujado a sus aspiraciones, que habían entronizado la más furiosa exageración en vez de la moderación y la templanza, y que el rey Católico no entendía el absolutismo del modo que el rey Cristianísimo, parecieron arrepentidos y pesarosos, e intentaron ejercer otra segunda intervención para remediarlo, pero era ya tarde.

Hemos apuntado las causas principales de la duración y de la caída del gobierno constitucional en su segunda época. Vamos ahora a exponer, con harto dolor, el negro y lastimoso cuadro de la espantosa reacción que siguió al período de los tres años.




{1} Entiéndase que todas las palabras que aquí le atribuimos son textualmente copiadas de los documentos.