Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Final España en el reinado de Fernando VII

VIII
Origen, tendencia y carácter de la guerra de los agraviados

Su aparente y simulado fin; su cierto y verdadero propósito.– Carlismo vergonzante.– Suplicios misteriosos.– Refinamiento de crueldad.– Cambio de política.– Período de respiro.– Comienza Fernando a obrar como rey.– Tuércenle del buen camino un ministro y un capitán general.– Abominable conducta de estos dos personajes.– Muerte de una reina y advenimiento de otra.– Disgustos y alegrías.– Temores y esperanzas.– Indignación y alborozo.– Nacimiento de una princesa.– Nuevo horizonte.
 

Así habían marchado las cosas en los tres primeros años de la restauración que siguieron a la caída del gobierno constitucional. Pero a este tiempo, al acabar el año 1825 y entrar el 26, veíanse síntomas y se observaban señales de tomar la política, como dejamos indicado, una nueva fisonomía, a consecuencia de las aspiraciones, y de la actitud del más extremado, intransigente y fiero de los dos partidos realistas.

Desgraciadamente parecía combinarse los sucesos de manera que viniesen a dar cierta apariencia de razón al resentimiento, y a la crítica, y a las pretensiones del bando apostólico. Otro acto de impaciencia de los liberales emigrados, la intentona de los hermanos Bazán en la costa de Levante, aunque prontamente escarmentada y expiada con la sangre que en abundancia vertieron aquellos desgraciados en los campos de Alicante y Orihuela, dio pretexto y pié a los ultra realistas y agraviados para ponderar la justicia de sus quejas por lo que llamaban blandura del rey para con los liberales, «ralea de desalmados forajidos,» como los denominaban en la Gaceta, y para exigir que se volviera al sistema de persecución sin tregua hasta el exterminio. Era menester para esto dar preponderancia a los voluntarios realistas, y lograron que se les otorgaran nuevos privilegios y exageradas inmunidades. Veíase el monarca en la necesidad de halagar estos cuerpos armados; pasábales ostentosas revistas, y el rey y la reina descendían a probar sus ranchos. Dábanse ellos aires de poderlo todo; pero había otra clase que compartía con ellos el poder, el clero.

La circunstancia de ser aquél año Santo, con su jubileo, sus misiones, sus comuniones públicas, a que se obligaba a todas las clases, empleados, estudiantes, ejército, realistas, en corporación, en comunidad o por batallones, las procesiones solemnes en que iban los reyes y los príncipes a la cabeza de las cofradías, las prácticas de devoción a que parecía entregada toda España en aquel año, y en que la omisión más leve que se advirtiera o se denunciara era purgada como el más horrible crimen, todo contribuyó a aumentar el prestigio, la influencia y el poder del clero, que no desaprovechó ocasión tan oportuna para declamar ardientemente e inflamar los ánimos contra toda idea liberal o innovadora, como equivalente a herética, irreligiosa o impía.

No favorecieron menos a sus fines los sucesos de Portugal ocurridos a la muerte de don Juan VI, la cesión de la corona hecha por el emperador don Pedro en favor de doña María de la Gloria, su hija, y el otorgamiento de la carta constitucional. El natural júbilo y las esperanzas no disimuladas de los liberales españoles, junto con la imprudente ligereza de algunos oficiales y soldados que acudieron al grito de libertad del vecino reino, autorizaron en cierto modo a los apostólicos para despertar recelos en el rey, inducirle a publicar un nuevo Manifiesto asegurando mantener en España el absolutismo puro y sin mezcla de otras algunas instituciones, y justificar a sus ojos el sistema de rigor que le aconsejaban.

Y aunque el gobierno de Carlos X de Francia por muy diferentes razones seguía, como el de Luis XVIII, dando consejos a Fernando para que templara sus rigores y no exasperara a los oprimidos, el temor mismo de que le acusaran de estar supeditado a influencias extranjeras obligaba a Fernando a dar más seguridades y soltar más prendas para con los realistas exaltados de estar resuelto a no variar en un ápice su política. Estos, sin embargo, insaciables como todo partido extremo, puestos ya en el camino de la conspiración, ni dejaban de zaherir al rey en conversaciones públicas con maliciosas versiones, ni en sus misteriosos conciliábulos dejaban de ir llevando adelante sus tenebrosos planes.

A la manera de aquellos pequeños globos correos que los aeronautas suelen despedir para explorar el estado de la atmósfera y las corrientes de los vientos, antes de lanzarse ellos a la región de las nubes, así a poco tiempo los apostólicos antes de arrojarse al estadio de la pelea, echaron a volar por España el folleto titulado: Manifiesto que dirige al pueblo español una federación de realistas puros sobre el estado de la nación y sobre la necesidad de elevar al trono al Serenísimo señor infante don Carlos. El globo explorador voló por España: el lema de la bandera que se pensaba enarbolar se significaba ya explícitamente; la denominación de puros que aquellos realistas se daban indicaban qué clase de realistas formaban la federación. Pero dada la voz de aviso, era menester distraer la atención del rey y de los no federados, atribuyendo el folleto a los emigrados liberales. Cuando hay un partido político perseguido, es táctica común achacarle todo, aun lo mismo que es evidentemente obra de otros, con tal que pueda dañarle. Así se cohonestaban los nuevos rigores contra él empleados, y las medidas con que se reforzaban los verdaderos conspiradores. Y como éstos tenían de su parte nada menos que al ministro de Gracia y Justicia Calomarde, fueles facilísimo conseguir que se declarara de real orden autores del folleto a los liberales emigrados.

¿Pero creía el rey lo mismo que declaraba? ¿Habían logrado engañarle? ¿Ignoraba Fernando el verdadero objeto de la conjuración? Fernando sabía todo lo que, tomando por bandera el nombre de su hermano Carlos, se tramaba. No era él, pues, el engañado, aunque fingía serlo. Pero fiaba por una parte en la lealtad de su hermano, que en efecto, verdaderamente religioso, aunque hasta el extremo del fanatismo, negábase por conciencia a autorizar lo que contra el rey se fraguaba; no podía decirse otro tanto de la infanta su esposa; y por otra parte, por lo mismo que conocía los elementos y las fuerzas con que contaban los conspiradores, de lo cual le informaba el mismo Calomarde que con ellos se entendía, ¡indigno papel y abominable manejo el de aquel ministro! confiaba también en que le sobraban medios para vencer la conjuración si a estallar llegase.

Confirmose en esta idea al ver la facilidad con que las tropas sofocaron los primeros movimientos que en este sentido hubo a poco tiempo en Cataluña. Por eso, aunque allí se descubrió ya quiénes habían sido los verdaderos autores del escrito o manifiesto de la federación de realistas puros, no vaciló en indultar a los rebeldes catalanes, reduciendo todo el castigo a hacer pasar por las armas algunos cabecillas.

Pero los partidos políticos son generalmente ingratos; y éste de los apostólicos o realistas puros lo era tanto como perseverante y tenaz. A los pocos meses y a favor del mismo indulto estalla de nuevo la rebelión en Cataluña, y esta vez se extiende y propaga la insurrección por todo el Principado, y toma proporciones tales, que obligan al rey a adoptar una resolución extrema, que no había tomado nunca aun en los mayores conflictos, a ir en persona al teatro de la guerra, acompañado de su primer ministro, además de enviar con gran refuerzo de tropas y con el mando superior de las armas y del Principado al general que gozaba entonces de todo su favor, al conde de España. El rey habla a los catalanes desde el palacio arzobispal de Tarragona, y el general en jefe emprende una campaña activa, vigorosa y sangrienta contra los insurrectos, merced a la cuál consigue ir domeñando la rebelión, y pacificar la tierra, y apagar un fuego que amenazaba devorar todo el país y extenderse a otras provincias del reino.

La índole y carácter especial de la guerra de Cataluña en 1827, con su junta superior de gobierno y sus juntas locales, con sus extrañas y variadas alocuciones, y con sus numerosos y singulares episodios, ni se conoció bien entonces, ni todavía es hoy conocida de muchos, por los enigmas y misterios en que se presentó envuelta.

Designose aquella insurrección con el nombre de Guerra de los Agraviados. Y en efecto, los primeros que empuñaron las armas de la rebelión fueron los jefes y oficiales de las disueltas bandas de la Fe, que se consideraban ofendidos y agraviados por aquella medida, que dejó a muchos de ellos sin colocación, en tanto que se iba dando entrada en los cuerpos a oficiales purificados que habían pertenecido al ejército constitucional. A esto añadían en sus conversaciones y proclamas, que el rey se hallaba influido por los masones y dominado de nuevo por los constitucionales; que peligraba por tanto la religión, y era menester extirpar la impiedad, exterminar las sectas masónicas y acabar con todos los liberales del suelo español. Era el mismo tema que para su rebelión había proclamado Bessières, desde cuyo fusilamiento se habían dado por doblemente agraviados, siendo por lo tanto esta insurrección nacida de las mismas causas y como el complemento en mayor escala de aquella. El lema inscrito en las banderas era Religión, Rey, e Inquisición, y los vivas a estos objetos eran siempre el final de sus alocuciones y proclamas.

Y aunque en su Manifiesto afirmaba terminantemente que no estaba oprimido, ni cohibía nadie su soberana voluntad, y que ni la religión, ni la patria, ni el honor de su corona corrían peligro; y aunque veían que en uso de su soberanía absoluta eran fusilados los agraviados catalanes, como lo habían sido Bessières y los suyos, todavía aquellos desdichados seguían resistiendo al rey que victoreaban, y haciendo armas contra el monarca que proclamaban absoluto, muriendo por hacer más despótico al soberano que protestaba serlo en toda su plenitud, y probaba con los hechos que lo era sin restricciones ni trabas. ¿Qué movía a los realistas puros catalanes a ser a costa de sus vidas más realistas que el rey, y más absolutistas que el monarca absoluto? Es que los instigadores de la rebelión, tomando el nombre del rey, les habían persuadido de que Fernando la deseaba, para que le libraran de la opresión en que los liberales le tenían. Y como le veían acompañado del ministro de Gracia y Justicia, Calomarde, a quien contaban en el número, y acaso miraban como al jefe de los apostólicos, no acertaban a creer que los abandonara en una empresa en que le suponían a él mismo comprometido, habiendo jefe de ellos que públicamente le denunció como promovedor, en unión con otros ministros de la corona.

Del carácter teocrático de esta insurrección no podía dudar nadie, porque ni se encubría, ni se disimulaba siquiera. Revelábanle patentemente todos sus documentos, y evidenciábanle todos sus gritos y manifestaciones. Dominaba el elemento teocrático en todas sus juntas, como que o las presidian o eran sus principales miembros, dignidades y prebendados de las iglesias, priores, guardianes, o simples religiosos de diversas órdenes, eclesiásticos en fin de más o menos categoría. Fraguada en los cabildos y monasterios, alentada y sostenida con sermones, fanático entonces el clero catalán y con gran influencia en las masas, todos los actos, todos los escritos de las juntas y de los rebeldes armados, rebosaban y traspiraban un espíritu pronunciadamente supersticioso; la palabra Inquisición no dejaba nunca de sonar en sus arengas, ni de estamparse en sus impresos: el conde de España tuvo ocasión de ver con sus propios ojos cuáles eran los receptáculos donde tenía su foco, y cuáles los asilos y albergues de los insurrectos; y la escena del convento de Santo Domingo, y su recio y áspero altercado, y sus rudos apóstrofes y agrias reconvenciones al obispo de Vich, él que hacía alarde de ser tan realista y tan religioso, y hasta lo que se llama santurrón, demuestran hasta qué punto era culpable el clero de aquella mortífera guerra, y cuán injustificable se había hecho aún a los ojos de los más ardientes realistas, pero realistas del legítimo soberano.

Y aquí cuadra una pregunta que naturalmente se ocurre y procede al hacer estas reflexiones. ¿Eran realistas de su legítimo soberano aquellos realistas puros de Cataluña que con el nombre de agraviados promovieron la guerra civil? ¿Era el carácter de aquella insurrección puramente teocrático, fanático y supersticioso, y su objeto único el de exterminar la raza liberal, a que se suponía nuevamente supeditado el rey? ¿O envolvía además otro pensamiento político, encerraba otro plan, y se proponía otros fines no menos siniestros que los que se proclamaban, y altamente criminales? De cierto muchos de los mismos rebeldes ni lo sabían ni lo imaginaban; los instigadores misteriosos del movimiento habían tenido la hipócrita precaución de ocultarlo; mas no lo ignoraban algunos de los jefes más caracterizados de la rebelión, los cuales al ver la resuelta actitud del rey que no esperaban, al encontrarse solos y abandonados de los altos personajes a cuyas sugestiones ellos habían obedecido, al verse perseguidos y tratados con un rigor que los sorprendía, en su despecho y en el desahogo caloroso de sus quejas revelaban los nombres de sus elevados cómplices y descubrían la verdadera enseña de la revolución, que era el proyecto de entronizar a don Carlos.

Fue, pues, el oculto móvil de la sublevación de Cataluña un carlismo vergonzante, que careció de valor para desplegar abiertamente su bandera, y aun quiso recogerla y replegarla en vista de la resolución de Fernando, que marchó seguro de atajar la revolución con su presencia, porque conocía sus elementos, y estaba cierto de que la conciencia de su hermano se negaba a autorizar todo designio de elevarle al trono mientras el rey viviese, en la seguridad de sucederle en su día. Mas a pesar de todas las hipocresías y simulaciones, el instinto público no se engañó en dar el carácter de carlista a la rebelión de los catalanes agraviados, y no habían de trascurrir muchos años sin que se viera que aquella enseña claramente enarbolada era la misma que el año 25 había intentado tremolar Bessières, y el 27 ya menos embozadamente y con más terrible y amenazador aparato se levantó en Cataluña.

Generalizada en todo el Principado aquella sublevación, contando con numerosa fuerza material, y teniendo en su favor el espíritu del país, pero torpemente dirigida, como entregada a hombres vulgares, aunque valerosos, como eran los caudillos de la gente armada, y a personas de escasa instrucción y corta capacidad, como los individuos de las juntas, inclusos los eclesiásticos, que de ser de pocas letras daban muchas y evidentes señales, fue más pronto vencida y sofocada de lo que había hecho temer y era de esperar. Los castigos fueron crueles y horribles, y no se libraron de la muerte los que deponiendo las armas se habían acogido a la real clemencia. El brazo de hierro del conde de España cayó sobre aquellos desgraciados aplastándolos sin conmiseración. Los suplicios de Tarragona, aquellas tenebrosas ejecuciones, con su fúnebre aparato de cañonazos, horcas y banderas negras, sistema favorito del tétrico y descorazonado conde de España, fueron para los jefes de los agraviados una cruelísima y horrible, pero como providencial expiación del implacable rigor, de la feroz crueldad, del plan de exterminio de los liberales por ellos proclamado.

Quedó, pues, domada por estos medios la insurrección, y pacificada Cataluña. Que el suceso no sorprendió a Fernando, como quien ni ignoraba el proyecto ni desconocía sus autores, cosa es que bien podía afirmarse. Pero que él mismo, no ajeno a su preparación y desarrollo, le diese aliento y vida para tener con qué cohonestar su resistencia a las reformas políticas que le aconsejaba y aun exigía la Francia, no nos atrevemos nosotros a asegurarlo. Sospecháronlo, no obstante, muchos, fundados acaso solamente en el carácter del monarca y en el misterioso manejo e indescifrable conducta del ministro favorito que le acompañaba.

Fuese de esto lo que quisiera, tranquilo el Principado, pudo el rey, en unión con la virtuosa reina Amalia, que había ido a reunírsele en Valencia, disfrutar ya con sosiego, así en aquella ciudad, como en Tarragona y Barcelona, donde fueron después, de las fiestas y espectáculos, de las aclamaciones populares, y de las manifestaciones de regocijo con que en todas partes eran agasajados. Pudieron también visitar otras provincias de España, siendo objeto de las mismas demostraciones de afecto y de júbilo, y regresar a la corte, donde después de un año de ausencia, les esperaba una recepción no menos halagüeña y satisfactoria, siendo este período una especie de venturosa tregua y de feliz descanso de las agitaciones y disturbios de este laborioso reinado.

Tomó la política, como anunciamos antes, aunque desgraciadamente no por mucho tiempo, distinta y más apacible fisonomía. El extremado castigo y riguroso escarmiento de los apostólicos y ultra-realistas catalanes pareció haber asustado y como encogido a los hombres del partido más reaccionario, logrando cierto respiro los liberales, blanco exclusivo hasta entonces de todos los rigores. Fernando comenzó por primera vez a aparecer, no como el jefe apasionado y rencoroso de una parcialidad, sino como el soberano de todos, conforme a un monarca cumplía. Sin variar la forma de gobierno, ni desprenderse del absolutismo, sino por el contrario siendo más absoluto que nunca, notose en su proceder cierta templanza, que para su bien y el de la nación habría sido altamente provechoso que la adoptara desde el principio. No se mitigó la severidad con los que intentasen alterar el orden, pero se permitía hablar, y aun se toleraba murmurar a los pacíficos: hasta se iba dando entrada en el ejército y en las oficinas a los constitucionales de menos subido temple.

Merced a este cambio de conducta política, y a la acertada gestión de la hacienda del ministro Ballesteros, inteligente y laborioso hacendista, y el más tolerante de los ministros de Fernando VII, o más bien ajeno a los bandos políticos y atento solo a la buena administración económica, alcanzó el tesoro español una situación desahogada, admirable para aquellos tiempos, y cual en los dos últimos reinados no se había visto. Pagábase puntualmente al ejército, a los empleados, y a todos los que tenían derechos y haberes que percibir del tesoro; limitadas todo lo posible las necesidades, el presupuesto del Estado era corto, pero se consiguió el desideratum económico de nivelar el de gastos con el de ingresos, y nuestro crédito se elevó a grande altura en los mercados extranjeros. Con esto y con haber aflojado el rigor y la tirantez y la intolerancia de antes, así en las materias religiosas como en las políticas, y con estar los españoles tan cansados de revueltas, y de desventuras los constitucionales, íbase aviniendo y conformando la nación, y hasta parecía en general relativamente bueno el gobierno de Fernando en este período.

Los sucesos exteriores tampoco inquietaban al rey en este tiempo. Lo que acontecía en las dos naciones limítrofes, que era lo que más podía afectar a la nuestra, lo uno no era bastante todavía para inspirarle inmediatos temores, lo otro favorecía al tranquilo ejercicio de su poder absoluto. Aunque se vislumbraba en Francia una tendencia y una esperanza de cambio en favor del partido constitucional, no bastaba a influir en España de modo que pudiera peligrar por el otro lado del Pirineo su forma de gobierno; mientras la mudanza ocurrida en Portugal, la contrarrevolución hecha por don Miguel, y el despotismo entronizado por aquel príncipe, hacían desaparecer las inquietudes que por el lado de la frontera portuguesa había inspirado antes al monarca español el establecimiento de la Carta constitucional en aquel reino. Lo que pasaba en regiones más remotas ni infundía recelos, ni podía influir entonces en la suerte y en la marcha política de nuestra patria.

Excelente ocasión para que Fernando hubiera podido seguir la conducta prudente y conciliadora que por primera vez había inaugurado, si obedeciendo todavía a antiguos instintos, no conservara dos elementos terribles de reacción, el uno cerca de sí y a su lado, el otro más lejos, el uno en el ministerio, el otro al frente de una importantísima provincia, Calomarde y el conde de España, ambos dictando, cada uno en su esfera, medidas atroces, de escandaloso retroceso las primeras, de repugnante ferocidad las segundas.

Calomarde, lisonjeando de nuevo a los carlistas; privilegiando a los realistas hasta igualarlos a los nobles, prohibiendo la entrada en la corte a los liberales impurificados; privando a los espontaneados de los grados y honores antes por él mismo restituidos; restableciendo en algunas provincias las terribles comisiones militares, estaba siendo, como lo había sido siempre, el alma y el apoyo y el genio alentador del bando apostólico y sanguinario, que se creía ya poco menos que extinguido.

El conde de España en Barcelona, allí donde los liberales, merced a la guarnición francesa, habían vivido algo menos hostigados; allí, ahora que en otras partes gozaban de algún respiro, allí el conde de España, después de acabada la guerra de los carlistas, había emprendido y seguía contra los liberales aquella horrible, sangrienta, rencorosa y bárbara persecución que le dio tan funesta celebridad. Episodio pavoroso, que no es posible recordar sin afligirse, sin estremecerse y sin indignarse; lúgubre y sombrío período, negro y melancólico cuadro de tragedias y catástrofes, de tormentos y martirios, de tenebrosas ejecuciones, de sangrientas monstruosidades, que apenas pueden concebirse, y que solo hemos podido explicar en nuestra historia imaginándonos al procónsul de Cataluña como un delirante, como un frenético, como un desjuiciado poseído de una manía, de la manía horrible de verter sangre y de gozar en derramarla. Largo catálogo de víctimas, de desesperación y suicidio unas, de asfixia en fétidos calabozos otras, y otras en afrentoso patíbulo, se agregó en este período al martirologio de los sacrificados por la idea liberal. Iban ya trascurridos seis años de reacción absolutista. Mediaba el 1829. ¿No habría de tener nunca término la época de la expiación?

Siempre hemos admirado, y no es esta la ocasión en que menos, los caminos, desconocidos al entendimiento humano, por donde la Providencia conduce y guía los sucesos y los endereza a los fines que tiene decretados en su insondable sabiduría. A veces, como ahora, un acontecimiento que parece a todos infausto y triste, prepara un cambio lisonjero y un halagüeño porvenir a toda una nación. La sentida muerte de la reina María Amalia, tercera esposa Fernando VII, dejándole, como las anteriores, sin sucesión directa al trono, parecía asegurar sin contradicción la de su hermano Carlos a la corona, y con ella el triunfo y el predominio definitivo del partido político que prematuramente había intentado aclamarle, así como quitaba toda esperanza de que volviera a prevalecer el bando liberal, ni siquiera a ser medianamente tolerados los constitucionales. La edad del rey, sus largos padecimientos morales y sus achaques físicos, hacían improbable que pensase en nuevo matrimonio, y dado que pensara, tampoco era muy verosímil que lograse ya sucesión. Todo, pues, sonreía a los hombres de la parcialidad apostólica, que por ello se ostentaban engreídos, y todo cooperaba a entristecer y descorazonar a los liberales, apenas habían comenzado a disfrutar las dulzuras de un corto sosiego tras amarguras de larga duración.

Pero a todos sorprende, y todo cambia al ver a Fernando, a quien sus hábitos y costumbres hacían violento vivir sin una compañera, mostrarse resuelto a contraer nuevas nupcias. En vano pretende disuadirle y apartarle de tal pensamiento el partido ultrarrealista. Frustrado este propósito ante la resolución del rey, trabaja por inclinarle a la elección de una princesa cuyas ideas e intereses la hagan adicta al bando de don Carlos: la esposa de este príncipe, señora de vehementes pasiones y verdadero jefe de aquella parcialidad, pone en ello afanoso ahínco. Pero con no menor empeño y en contrario sentido se mueve la esposa del hermano segundo del rey, señora de no menos impetuosos afectos. Ayudan a las ilustres competidoras los parciales de cada una. Triunfa esta última en la contienda: Fernando fija su elección en la princesa María Cristina de Nápoles, su sobrina carnal, y hermana de aquella, cuya belleza atestigua aunque imperfectamente su retrato, cuya dulzura, amabilidad y claro talento pregona la fama. Con esto, y con el rumor de ser la elegida inclinada a la causa constitucional, la vencida infanta, que ve desvanecerse su risueña esperanza de sentarse pronto en el trono español con su marido, se entrega al enojo de la mujer ambiciosa y desairada: sus partidarios apelan a la calumnia para desconceptuar a la futura reina: pero Fernando menosprecia las malévolas hablillas; insiste en su propósito; estipúlase el enlace, los esponsales se celebran, y María Cristina de Nápoles viene a ser reina de España. La juventud, la gracia y el talento cautivan el corazón del regio consorte, y la dulzura de Cristina ejerce un natural influjo y saludable ascendiente en el ánimo de Fernando (fines de 1829).

Esta novedad disgusta profundamente a los realistas extremados, que de cierto ven ir en descenso su preponderancia, y demorarse por tiempo indefinido, tal vez desaparecer para siempre su anhelo de ver ceñido de la real diadema al príncipe su favorito. Los liberales por el contrario sienten una alegría instintiva: sin prendas ni seguridades de mejorar de fortuna, tienen el presentimiento de que el cambio ha de serles favorable. Las noticias, aunque vagas, de las tendencias políticas de la nueva reina; palabras de afabilidad dichas a los emigrados que la saludaron y la felicitaron antes de entrar en el suelo español; sus dulces modales, y la misma desazón y desabrimiento de los realistas, si no les dan certidumbre ni confianza, les infunden esperanzas no locas. Por lo mismo sus demostraciones de afecto y de adhesión revelan una sinceridad que contrasta con las tibias y como forzadas de los hombres del opuesto bando. No se oculta esta diferencia al claro entendimiento de la joven Cristina, y su razón y su corazón la llevan naturalmente a favorecer y distinguir a aquellos en quienes ve más sincero cariño.

Confiaban aún los carlistas en que Fernando no habría de tener prole, atendido su estado valetudinario: esperanza que solo les duró los pocos meses que tardó la reina en sentir los síntomas más halagüeños para la que anhela ser madre, y tan lisonjeros para el rey como de desesperación para don Carlos y su partido. Buscando éstos todavía razones con apariencia de legales que condujeran a sus fines, creyeron hallar una, al menos para el caso en que lo que la reina llevaba en su seno fuese hembra, en el Auto Acordado de Felipe V, que alteraba la ley de sucesión respecto a las hembras, contra el voto general y con repugnancia de la nación introducido en España, no muy solemnemente revocado después, y por tanto a juicio de algunos vigente. Pero Fernando, bien aconsejado esta vez, se previene oportunamente contra este último recurso de la ambición y de la malicia; reviste la derogación del Auto Acordado de todas las formas y solemnidades que pudieran faltarle; publica la Pragmática-sanción de su augusto padre; restablece las antiguas leyes de Castilla en punto a sucesión; y fija de un modo terminante y claro el derecho. Los realistas templados, los realistas de Fernando se alegran; los liberales lo aplauden; los realistas apostólicos, los realistas de don Carlos lo reciben con rabiosa indignación. Ni aun la apariencia de legalidad les queda ya para cohonestar sus proyectos: no les resta sino la postrera apelación de la injusticia, la fuerza.

En este estado se verifica el acontecimiento por todos con viva ansiedad y con opuestas aspiraciones y contrarios afectos esperado. La bandera nacional y el estampido del cañón, con gran contentamiento de unos, con gran pesadumbre de otros, anuncia a los españoles que la reina Cristina ha dado a luz el primer fruto de su matrimonio, y que Fernando VII ha logrado sucesión directa a la corona (1830). El regio vástago es la princesa Isabel, la que está destinada por la Providencia y por las leyes de Castilla a ser reina de España. ¿Lo será sin contradicción? No; grandes contrariedades rodearán y fuertes sacudimientos conmoverán todavía la cuna en que se mece la tierna y augusta princesa. Pero el que desde lo alto dirige con mano omnipotente los destinos de las sociedades humanas, y las encamina hacia el progreso y la perfección, no sin hacerlas pasar a veces por rudas pruebas y combates, para que mejor sepan agradecer su benéfico y providencial influjo, hará que la fuerza venga también en apoyo del derecho, para que el triunfo en una lucha material, para que la voluntad probada de los pueblos sellada con el martirio y con la sangre, robustezca la legitimidad de la tradición, de la herencia y de las leyes, y no falte ningún orden de derechos y de títulos a la que está llamada a sentarse para el bien de España en el trono de San Fernando.