Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Final España en el reinado de Fernando VII

IX
Cómo se prepara el desenlace de la crisis política por que va atravesando España

Por qué el gobierno francés sufrió la abolición de la Ley Sálica en este reino.– Revolución francesa.– Causas que retrasaron los naturales efectos de su influencia en España.– Impaciencia de los emigrados españoles.– Prematuras, temerarias y desastrosas tentativas.– Otra reacción terrible.– De dónde podía venir el término a tantas catástrofes.– Misterioso y providencial remedio.– La inocencia y la justicia vencen la intriga y la fuerza.– El drama de San Ildefonso.– Prodigiosa mudanza en el carácter del rey.– A qué y a quién fue debida.– María Cristina.– La infanta Carlota.– Cambio político: maravillosa trasformación.– Incidentes extraños que entorpecen el triunfo definitivo de la idea.– Explicación de este fenómeno.
 

El amparo legal de la princesa Isabel, el de su excelsa madre, el de los liberales y realistas templados, de aquella para suceder en el trono, de ésta para sostenerla contra el partido carlista, si Fernando no tenía hijo varón, no era otro que la abolición de la Ley Sálica, vigente en Francia, introducida en España por un Borbón, mirada por los realistas franceses como una de las grandes obras de Luis XIV, y su planteamiento en España como uno de los grandes actos de su nieto. La derogación, pues, hecha por Fernando de una ley que tanto asimilaba el orden de suceder en el trono de ambos reinos, no solo irritó a los carlistas españoles, como que quitaba a su causa la fuerza que da la legalidad, sino que fue considerada por los realistas franceses como un agravio hecho a los reyes de su estirpe, como una ofensa a su nación y a la familia reinante. Levantose, pues, del otro lado del Pirineo un destemplado clamor contra el acto de Fernando VII. Si el gobierno francés, excitado y provocado a intervenir en este asunto, y ayudado por el partido carlista español, se hubiera empeñado en hacer revocar aquella medida, ¿qué amparo legal quedaba a la que por ella era declarada heredera del trono, y a los que fundados en este derecho se mostraban resueltos a sostenerla y escudarla?

¿Cómo no lo intentó siquiera el gobierno francés, aquel gobierno a quien no faltó fuerza y sobraron facilidades para derrocar el régimen constitucional en España, y a quien debía Fernando VII el poder en virtud del cual obraba ahora? Es que aquel gobierno tenía sobrada tarea con pensar en los medios de sostenerse a sí mismo, y sostener el trono de que dimanaba, cosa a que no habían de alcanzar sus esfuerzos, cuanto más emplearlos y gastarlos en intervenir eficazmente en los asuntos de otra nación, por vecina y amiga que fuese. Es que para preparar el triunfo de la causa de la justicia y de la inocencia en España, había dispuesto Dios que viniese el aire de la libertad de allí mismo de donde antes había soplado el huracán del absolutismo. Es que a poco de haberse reproducido en España la ley que devolvía a las hembras el derecho de suceder, se levantó en el vecino reino la tempestad que tiempo hacía se estaba formando, y que acabó por lanzar del trono de Francia tres generaciones de príncipes de la rama mayor de la estirpe Borbónica.

Las terribles y famosas jornadas de Julio (1830), explosión sangrienta producida por las imprudencias de un rey, y por los desacordados retos de sus obstinados consejeros al partido liberal, al parlamento y al pueblo, arrojaron del trono y del suelo francés a Carlos X, y trastornaron y mudaron completamente su sistema de gobierno. La bandera tricolor ondeó en las torres de París; el cetro fue trasladado a las manos de un príncipe, aunque Borbón, de la rama lateral, de ideas más liberales, y de condiciones y prendas aventajadísimas; y se proclamó un sistema constitucional, que aceptó con entusiasmo todo el reino. Acontecimiento tan súbito y de tal tamaño deja suspenso y atónito al monarca español, deudo, amigo y protegido del príncipe destronado; alienta a los liberales, y estremece a los realistas. Aquellos se entregan a risueñas esperanzas y a arrebatos de júbilo; éstos esperan que ni la Santa Alianza ni la Inglaterra misma reconocerán la monarquía constitucional de Luis Felipe. Estos se equivocan para el bien de aquellos, pero aquellos se precipitan para su propio mal.

La impaciencia es la cualidad de todos los emigrados, y muy especialmente de los emigrados españoles. Lo es también la persuasión y la confianza de contar numerosos parciales en la patria que tuvieron que abandonar, los cuales no solo los han de recibir con los brazos abiertos, sino que, tan impacientes como ellos mismos, a su sola presentación en el suelo patrio se apresurarán a agruparse en derredor suyo formando una falange invencible, capaz de derribar todo lo existente, y de constituirse en poder con universal beneplácito. A este achaque general de los que sufren las privaciones y las amarguras de la expatriación, agréguese lo que una imaginación meridional sugeriría a cada uno de nuestros compatricios que se encontraban en aquel caso. Y de este modo se comprenden y explican las prematuras tentativas de los emigrados españoles así en Inglaterra como en Francia, emprendidas unas aún antes del desenlace de las jornadas de Julio, otras apenas hecha aquella revolución, y aún no conocidos sus resultados, con aspiraciones nada menos que a derrocar de repente el gobierno absoluto de España, y a restablecer de improviso el régimen constitucional.

Natural la impaciencia, laudable el fin, patriótico el deseo, ¿con qué elementos contaban para realizar sus planes? Ellos entre sí tan discordes y divididos en la adversidad como lo habían estado en los días de bonanza (que es flaqueza de los desgraciados hijos de este venturoso suelo); con escasísimos recursos suministrados por particulares los de Inglaterra, con no más abundantes fondos facilitados por el nuevo gobierno los de Francia; con dos centros de dirección independientes entre sí, en aquellas dos naciones; muchos los jefes, y pocos los soldados; aislados varios de aquellos mismos caudillos, y sin querer sujetarse ni obedecer a ninguno de los centros, ¿qué unidad podía haber en la empresa, y qué combinación y acierto en las operaciones? Y pensar que los liberales de dentro del reino, ahora precisamente no perseguidos, y ya no mal hallados con un gobierno que los toleraba y a algunos atendía, habrían de poseerse del mismo ardor que ellos, y apresurarse a acudir en su auxilio, corriendo todo género de peligros y azares, tan luego como enarbolaran la bandera de libertad en la cumbre del Pirineo, era desconocer la situación de España y ver las cosas por el prisma de sus ilusiones. Y pensar que Fernando, porque hubiese templado sus rigores para con los liberales, y porque Cristina los mirase con ojos benévolos, habría de consentir que unos grupos de constitucionales de fuera viniesen a arrancarle el cetro del absolutismo y a reproducir la revolución de 1820, era discurrir con el corazón y no con el entendimiento, con el deseo y no con la razón.

Así las invasiones no tuvieron otro éxito que el que era de temer. Sin sazón y sin concierto emprendidas, hallando los invasores, en vez de auxiliadores liberales, soldados y realistas decididamente enemigos, redujéronse las empresas a retirarse los constitucionales perseguidos y acosados, a quedar el suelo español regado con la sangre de algunos valerosos y temerarios caudillos, y a verse en peligros grandes y salvarse como por milagro el mismo Mina, el más importante y el más previsor de todos, y el más práctico y conocedor, y también el más estimado del país en que antes había guerreado y ahora venía a guerrear. Dijimos que para su propio mal se habían precipitado aquellos patriotas; puesto que el mismo gobierno francés, de quien habían recibido impulso, y alguna, aunque tibia protección, los hizo ahora desarmar e internar, por complacer al monarca español, a cambio y como en pago y recompensa de haber reconocido como otros soberanos al nuevo rey constitucional de Francia Luis Felipe de Orleans. Política de egoísmo, que la lealtad española ni esperaba ni había imaginado, y contra la cual alzaron aquellos patricios, sentidos y justos, pero infructuosos clamores. El arbitrio discurrido y el medio intentado por el mariscal Soult para alejarlos de aquel suelo y lanzarlos a las playas africanas se estrelló en la altivez española: eran desgraciados, pero no se humillaban. Después de haber guerreado Soult tanto tiempo en España, aún no había conocido a los españoles.

Nada hay que dé tanta fuerza a un gobierno como las tentativas frustradas para derribarle: y Fernando y sus ministros sin duda se asombraron de encontrarse más fuertes de lo que creían, y de lo que suponían sus adversarios y aun sus amigos. Pero lejos de emplearla, como los gobiernos verdaderamente fuertes, para ser generosos, sírvense de ella para renovar los días del terror, restablecer las comisiones militares, levantar patíbulos, y derramar de nuevo sangre en abundancia. Y sin embargo, ni los emigrados escarmientan, ni los conspiradores de dentro desfallecen. Por el contrario, unos y otros parece obrar poseídos de una especie de vértigo que los arrastra a provocar las iras del gobierno y a desafiar sus rencores. Es el período de las invasiones temerarias y de las conjuraciones atrevidas. Por una fatalidad, ahora que los liberales tenían en el poder y al lado del trono elementos que podían infundirles esperanzas de un mejoramiento futuro y no tardío, es cuando el aguijón de la impaciencia los precipita y empuja a empresas casi de seguro desastrosas, como queriendo forzar el curso de los tiempos y dominar por fuerza la fortuna. Estrella fatídica la de este reinado, estarse derramando sangre liberal hasta su plazo postrimero, y hasta en los momentos que parecían ya de reposo, y aun de porvenir consolador.

Los emigrados de Inglaterra imitan la desacordada conducta de los emigrados de Francia; a las atropelladas invasiones del Norte suceden las precipitadas invasiones del Mediodía; a las desdichadas tentativas de la frontera del Pirineo siguen las tentativas todavía más desventuradas de las playas andaluzas; si los liberales de Navarra y Aragón no respondieron a la voz de los invasores, los conjurados de Cádiz y la Isla se ven forzados a sucumbir y entregarse a las tropas del realismo; la malograda empresa de Chapalangarra y de Valdés no escarmienta al ilustre Manzanares, y el conflicto de Mina no es bastante lección para detener al esclarecido Torrijos. Aquellos dos ínclitos y nobles guerreros, esperanza de la patria, con más desdicha todavía que los invasores del Norte, perecen en sus sucesivas empresas, víctimas a un tiempo de su patriótico y mal reprimido anhelo, de su cándida confianza, y de dos inicuas traiciones; de gente baladí la empleada con Manzanares, detestable siempre, pero menos extraña; de hombres constituidos en alta posición y autoridad la ejercida con Torrijos, y por lo mismo infinitamente más negra y más abominable. El primero muere matando y peleando como bueno con los traidores: el segundo y sus ilustres compañeros sucumben como héroes en el suplicio que la perfidia y la traición les habían preparado. Los prisioneros de Málaga sufren la misma suerte que los prisioneros de Vera. En todas partes había verdugos, y en ninguna se cansaban. La hecatombe de Málaga dejó honda y perdurable memoria. Eran personajes cuyos nombres la nación ha creído después dignos de ser esculpidos, como lo están, en letras de oro en el santuario de las leyes.

En la capital del reino son trasportados de sus casas a los calabozos y de los calabozos al patíbulo, no ya expatriados impacientes y caudillos militares, sino ilustrados ciudadanos de la clase civil que con aquellos se correspondían como liberales y como amigos. La inmunda delación, la negra y vil delación, premiada como virtud por el ministro Calomarde, declarada irresponsable por el rey, aunque resultara probada y evidente la calumnia, los arrastra al cadalso. ¡Qué horrible manera de apadrinar y fomentar la iniquidad! De los denunciados solo se libra de la horca el que tiene audacia, ardid y fortuna para la fuga.

Y para que nada falte a este lúgubre y sangriento cuadro, en la ciudad de los recuerdos poéticos, en la ciudad de los romances caballerescos y de los tiernos cantares, en la histórica Granada se verifica una procesión fúnebre. Camino del suplicio marcha admirando a todos por su ánimo varonil, por su religiosa resignación y su noble y apacible continente, una bella y joven viuda, que dejando en el mundo dos inocentes y tiernas criaturas entregadas a la piedad de los hombres, llega al cadalso, y entrega con la conformidad de la virtud su blanco cuello a la cuchilla del verdugo. ¿Cuál ha sido el crimen de esta beldad infortunada? Que había encargado exornar con lemas un tafetán morado, que habría de servir de enseña a los amigos de la libertad: trabajo no concluido, y que estaba y habría permanecido oculto, sin la delación de un eclesiástico, quizá no más que indiscreto: lo demás lo hizo la premeditada venganza de un indigno magistrado. ¿Qué podía ya asombrar ni horrorizar después del bárbaro suplicio de Mariana Pineda?

¿Pero no han de tener nunca término estas sangrientas ejecuciones? ¿Habrá de ser interminable el catálogo de las víctimas? ¿Durarán eternamente las impaciencias y ligerezas de los unos, la implacable y sañuda venganza de los otros? ¿Se consumará materialmente el exterminio de la generación y de la raza liberal, proclamado por los más fanáticos en el período ardiente de la reacción? ¿Querrá Fernando no acabar sus días sin la destrucción completa de todo el que no se señale por partidario del despotismo? ¿Estará decretado que haya de renunciar España para siempre a toda aspiración de libertad, a toda esperanza de reforma, a toda idea de progreso en la marcha de la civilización y de la cultura? No; ni este es el destino de las sociedades humanas, ni tal parece persuadirlo el espíritu que a este tiempo se difunde y propaga en los pueblos de Europa.

¿Mas de dónde puede venir a España el viento que disipe las negras nubes que hace más de ocho años encapotan su cielo, y de alguna claridad consoladora a su oscuro horizonte? ¿De dónde puede venir la fuerza impulsiva, que, si no bastante a trastornar lo existente, cambie al menos la faz de este tétrico cuadro, y presagie días más halagüeños a la nación y más bonancible porvenir a los desgraciados y perseguidos? No puede venir de los conspiradores de dentro, que pocos ya, y encarcelados los que no han perecido en los patíbulos, sufren y gimen en mísera impotencia. Tampoco pueden esperarse nuevas invasiones de emigrados, sacrificados unos, escarmentados otros, sin recursos éstos y reducidos a la nulidad por los mismos gobiernos que debieran protegerlos y patrocinarlos. ¿Y qué potencia extranjera puede esperarse que acuda al amparo de los constitucionales españoles? La liberal Inglaterra les muestra en 1831 las mismas estériles simpatías que en 1814 y en 1823: cobija en su suelo a los proscritos de España como a todos los proscritos del mundo, y derrocaría de buena gana el despotismo de Fernando, con tal que no le cueste ni hombres, ni dinero, ni siquiera negociaciones diplomáticas que puedan producir desavenencias entre los dos gobiernos. Francia, recién vuelta al régimen de libertad, Francia, que le había arrancado del suelo español, en vez de intentar restablecerle reparando una antigua iniquidad, solo piensa en sujetar e inutilizar a los refugiados españoles. Sopla, sí, el fuego de la revolución en Polonia, para abandonarla luego reconciliándose con Rusia: inquieta los Estados del Papa, y pone atrevidamente un pie en Ancona; combate dentro a los republicanos de París y a los realistas de la Vendée; mas ni sus actos ni sus miradas se extienden más acá de la frontera española. Nada podía esperar nuestra nación, ni de la separación de Bélgica, ni de los incipientes y lejanos movimientos de Polonia y de Italia. Y en Portugal imperaba el tirano don Miguel, el más íntimo aliado y amigo de Fernando, y el único príncipe que le excedía en el ejercicio del más feroz despotismo. La expedición del ex-emperador don Pedro del Brasil con objeto de derrocar al usurpador del trono lusitano mirábase entonces como temeraria empresa, acometida con más arrojo que elementos y con mas fe que probabilidades de triunfo. ¿De dónde, pues, podían esperar remedio a su desdicha los desventurados liberales españoles?

Muchas veces hemos hecho notar en nuestra historia la manera especial como la Providencia suele preparar los grandes acontecimientos humanos, y los cambios políticos y sociales de las naciones, en momentos y por medios y causas que parecen pequeñas a los hombres, y cuyo influjo no han podido calcular ni prever. Lo que hombres eminentes de Estado, lo que políticos distinguidos, lo que capitanes y guerreros insignes, lo que conspiradores audaces, lo que valerosos patricios exasperados por la tiranía y la proscripción no han podido ejecutar, lo que gobiernos de naciones poderosas que tenían deberes que cumplir no han querido hacer, eso lo prepara hábilmente y ha de realizarlo luego una excelsa joven, una esposa tierna, una madre cariñosa, sin más armas que la belleza y la gracia juvenil, que la dulzura y la solicitud conyugal, que el maternal amor, la discreción y el talento, el atractivo de la amabilidad, la justicia del derecho, y el amparo que da a la inocencia. Eso lo prepara y ha de realizarlo la reina Cristina: no era infundado el presentimiento de los liberales; pero aún habrá que vencer contrariedades fuertes, y que pasar por trances amargos; que cuanto más costoso sea el beneficio, tanto mayor habrá de ser el agradecimiento.

¿Quién había de prever ni pensar que la lucha de ideas y de principios tan tenaz y sangrientamente desde el principio del siglo sostenida en España, que la suerte de la nación y el porvenir de los partidos políticos, habían de resolverse por medio de las escenas dramáticas y de los tiernos y dolorosos cuadros de familia que luego se representaron en el palacio de San Ildefonso, en el gabinete regio, en torno al lecho del dolor, en que postró a Fernando la recrudescencia de sus males? Allí el monarca doliente no es ya el príncipe tirano, no es el déspota que oprime; es el hombre que siente y sufre; es el padre cariñoso que ve constantemente a su lado a la madre de sus hijas, que presiente han de quedar en orfandad lastimera; a la que parece olvidada de que es madre para ser solo esposa, a la que parece olvidada de ser reina para ser solo enfermera, a la que parece olvidada de sí misma. ¿Qué ha de hacer el augusto moribundo sino agradecer la inefable solicitud de aquel ángel de consuelo y de ternura, que humedece con lágrimas su rostro, que cura con sus delicados dedos sus heridas, que le suministra las medicinas por su mano, que se afana por mitigar sus dolores con el bálsamo de la dulzura y del amor? En aquellos terribles momentos de ansiedad, de tribulación y de amargura, perdida por todos la esperanza de salvar la existencia de Fernando, sospechan los palaciegos que la gratitud del monarca va a dar el triunfo definitivo a la causa de Cristina y de sus hijas, que la cuestión de sucesión y la cuestión política van a resolverse en aquellos supremos instantes.

Por eso el monstruo de la intriga se levanta a luchar con el genio de la inocencia; el demonio de la ambición se apresta a combatir el ángel de la justicia; los partidarios de don Carlos se apresuran a arrancar a la desolada Cristina el triunfo que recelan. ¡Qué lucha tan desigual! De una parte está el príncipe con sus numerosos parciales, dueños de los mandos y de las armas: están las princesas que habitan en el regio alcázar; están los principales ministros del monarca postrado y exánime; están sus consejeros íntimos, prelados y prepósitos de las órdenes religiosas; están casi todos los embajadores extranjeros. De la otra no hay sino una princesa atribulada, sumida en el dolor y transida de pena, y dos criaturas inocentes y desvalidas. De un lado todas las influencias y toda la fuerza, del otro solo la inocencia y la ley.

Y sin embargo, ¡qué poco noble, y qué poco digno, y qué poco glorioso triunfo el de los poderosos y fuertes, haber aprovechado un momento de congoja del rey, en que era por lo menos dudoso que tuviese su razón entera y su inteligencia clara, para arrancarle la revocación de la pragmática en que declaraba el derecho de sus hijas a sucederle en el trono! Un letargo que se asemeja al hielo de la muerte se apodera del rey; Fernando parece muerto; Fernando es creído muerto; se pregona la muerte del rey. Los cortesanos saludan la majestad de Carlos V de Borbón: doña Francisca su esposa ve realizados sus sueños de reina; la de Beira la abraza loca de entusiasmo: el napolitano Antonini, el obispo de León, el padre Carranza, los generales de las órdenes, todos los partidarios de la idea reaccionaria se dan mutuos plácemes y parabienes: España será absolutista e inquisitorial; alborozo y regocijo en los regios salones y galerías. Nadie repara ya en una melancólica figura, en una joven y atribulada matrona, que inmóvil en la alcoba de Fernando, reclinada en su lecho, fijos los ojos en aquel cadavérico rostro, puesta la mano sobre el corazón para ver si late todavía, pensando alternativamente en el esposo que pierde y en las hijas que le quedan, recelándose ya viuda, y viéndose de todos desamparada, medita cómo abandonar, para no ser blanco de fanáticos enemigos y ludibrio de orgullosas rivales, la cámara en que había pasado tantos pervigilios, el solio en que se había sentado, el palacio de que era ornamento, la patria adoptiva que pensaba regenerar y engrandecer.

Cambia de improviso la escena; mudase de repente el espectáculo; asombro, estupor y aturdimiento en los antes regocijados y alegres; consuelo y esperanza en la que gemía en la desolación. Fernando respira; Fernando no ha muerto; Fernando vive; el rey va recobrando su razón. Los del bando fanático, los llamados apostólicos, los que blasonaban de más religiosos que los otros hombres, no se habían acordado de los misteriosos designios de la Providencia, no habían pensado en la justicia de Dios. La creída muerte del rey pareció providencial y permitido engaño, para que ellos y sus planes se revelaran y exhibieran sin ningún género de disfraz.

Aparécese en tales instantes como por encanto en la regia morada, salvando prodigiosamente largas distancias en alas del amor fraternal, y aguijada del deseo de reparar una enorme injusticia, una varonil princesa, tan arrojada como perspicaz. La infanta Carlota alienta a su hermana Cristina, reanima a Fernando, afrenta, humilla y anonada al ministro Calomarde, hace trizas con sus propias manos el decreto arrancado al rey en un momento de turbación o de flaqueza mental, y tan pronto como siente mejoría el rey, son exonerados los ministros que tantos años y tan calamitosamente habían gobernado la nación, y reemplazados por hombres tenidos por sostenedores leales de la sucesión legítima y directa. ¡Qué gran mudanza, hecha por la mágica influencia de solas dos mujeres contra todo lo que representaba la fuerza y el poder! Nueva y benéfica brisa, a cuyo invisible y suave soplo comienza a dibujarse y descubrirse en lontananza el fulgor de otra aurora que alumbrará en adelante el suelo español. Formada está la pendiente por donde han de deslizarse los sucesos que trasformarán la faz de este desdichado reino. La cuestión política comienza a eslabonarse con la cuestión dinástica.

Habilitada Cristina por el rey para el despacho de los negocios públicos durante su enfermedad, apresúrase a dictar aquellas importantísimas, ilustradas y benéficas medidas que harán inmortal su nombre, y le darán un lugar distinguido entre las grandes reinas. En el vestíbulo del monumento que a su memoria acaso haya de levantarse un día, bastaría para su gloria inscribir estas dos palabras: Universidades, Amnistia. El consentimiento y aprobación dados por el rey a los dos célebres decretos de su esposa, que envolvían una amarguísima censura de su anterior sistema de gobierno, mostraban que Cristina con el ascendiente de su belleza, de su talento, de su ternura conyugal, de su ejemplar solicitud de esposa, había realizado en pocos meses un prodigio que en dilatados años no habían podido obrar ni los esfuerzos de los hombres, ni la fuerza de los acontecimientos, ni la escuela de las contrariedades y de los infortunios, ni las lecciones de la experiencia, ni los consejos del saber, ni la compasión de las desdichas ajenas, ni los peligros propios, ni nada de lo que puede enseñar y mover al hombre, a saber: el prodigio de hacer de Fernando en sus últimos días un rey amante de la ilustración, y un monarca clemente, magnánimo y generoso con los que antes tanto había aborrecido y perseguido.

Compréndese que el decreto mandando abrir los templos de la ciencia y del saber, cerrados por la mano del oscurantismo dos años hacía; compréndese que este decreto, por más que fuese una diatriba contra el que echaba el cerrojo a las aulas literarias y creaba en Sevilla escuela y profesorado y premios para el arte de matar toros, fuese tolerado y aun aprobado por Fernando. Mas lo que sorprende y asombra es, que el monarca de las sistemáticas proscripciones, de los calabozos siempre preparados, y de los patíbulos perennes para los liberales, diera su consentimiento y aprobación al memorable decreto de amnistía expedido por Cristina, la amnistía más general y completa que hasta entonces habían otorgado los reyes; y si bien Fernando exigió que se hiciese en él la sola excepción de los que votaron su destitución en Sevilla, asombra todavía más que permitiese a la reina estampar en el documento, que aquella excepción la hacía «bien a pesar suyo.» ¿Quién pudiera imaginar que Fernando VII había de consentir a su propia esposa declarar en un escrito oficial y solemne que sentía pena en no poder comprender en el rasgo benéfico de perdón y de olvido a los que destituyeron al rey en Sevilla, el gran crimen, el crimen imperdonable para el monarca y para los hombres del realismo? Cristina había hecho de Fernando otro rey, otro hombre, con otros sentimientos, con otro corazón, con otras entrañas. ¡Trasformación prodigiosa, en que nadie hubiera podido creer!

Señalada está la pendiente, hemos dicho, por donde han de deslizarse, y el rumbo que han de llevar los sucesos. Los autores de la tenebrosa trama de la Granja son desterrados; relevados los directores y jefes de las armas; los guardias que se conjuran contra la nueva política licenciados y disueltos; los movimientos carlistas reprimidos; el ministerio modificado; reemplazados el tirano de Galicia y el tigre de Cataluña por hombres tolerantes y de ideas templadas. Cuando los reyes regresan a la corte, son victoreados con júbilo por gente que no es la plebe que antes con roncas voces atronaba los aires aclamando el despotismo: Fernando mueve a lástima, por su postración y abatimiento; Cristina arrebata de entusiasmo por sus cuidados de esposa, por su ternura de madre, por sus medidas de reina, que la hacen apellidar libertadora de España. Que ya Cristina no es la princesa desamparada de todos en San Ildefonso: es la reina que tiene ya a su devoción un partido; es que muchos jóvenes hidalgos, es que muchos nobles de alcurnia y de corazón, al ver su heroico comportamiento en días amargos y al conocer la criminal intriga de sus enemigos, llevados de generoso aliento le han ofrecido sus fortunas, sus brazos y sus vidas, y se han armado y estimulado a armarse a sus amigos en defensa de su causa y de la de sus inocentes hijas. Es el partido de los Cristinos, que empieza a confundirse y mezclarse con el de los liberales, que tanto había de crecer, que por tantas pruebas y tantas vicisitudes había de pasar antes de asegurar el triunfo definitivo de la regeneración española, dos veces con mala fortuna ensayada.

Cuando consideramos los débiles y flacos elementos con que en esta ocasión contaba la idea reformadora, los robustos y fuertes que tenía en su favor el bando absolutista; cuando pensamos en la manera sorprendente, prodigiosa, no sobrehumana, pero sí visiblemente providencial, como la causa de la libertad y de la civilización, que parecía ahogada y muerta para nunca más revivir en España, se fue asociando en admirable consorcio con la del derecho y la legitimidad; cuando meditamos por cuán singulares medios, superiores a todo cálculo humano, el abatido principio liberal se fue sobreponiendo al pujante y al parecer invencible sistema del viejo despotismo, al menos para servir de brújula y señalar el derrotero que había de llevar en lo futuro la nave del Estado, parece que nos da derecho a exclamar: «Vere digitus Dei est hic,» y fundamento para esperar que no habrá de perecer lo que, si antes había sucumbido dos veces como obra humana, entonces se iniciaba y aparecía más como obra de Dios que de los hombres.

Pero pronto sobrevienen grandes y serias contrariedades, que amenazan derrumbar el andamio que había de servir para levantar el nuevo edificio político, y dar al traste con las esperanzas de risueño porvenir de los liberales. El inopinado y famoso Manifiesto que a instigación del ministro Zea Bermúdez dio Cristina a los españoles, declarando que la cuchilla de la ley estaba levantada, y caería irremisiblemente sobre el cuello de los que intentasen aclamar otro linaje de gobierno que no fuese la monarquía sola y pura, bajo la dulce égida de su legítimo soberano, el muy alto, muy excelso y muy poderoso rey el señor don Fernando VII, como lo heredó de sus mayores: la nota diplomática circulada por el ministro de Estado, con acuerdo de Fernando y de Cristina, a todos nuestros agentes en el extranjero, previniéndoles que la reina no quería para España sino el gobierno de sus reyes legítimos en toda la plenitud de su autoridad, y que se declaraba enemiga irreconciliable de toda innovación religiosa o política que se intentara suscitar en el reino, o introducir de fuera, para trastornar el orden establecido, fueron como dos enormes losas que se desplomaron impensadamente sobre los favorecidos y esperanzados con las anteriores medidas, y eran como dos lápidas que cerraban la tumba en que quedaban sepultadas sus alegrías; no porque soñaran en un cambio radical y repentino, resucitando y restableciendo el código constitucional, sino porque razonable y lógicamente se habían persuadido de que los recientes decretos tendían a modificar el sistema y templar los rigores del gobierno absolutista y puro.

¿Qué fue lo que impulsó a Zea Bermúdez a inspirar y sugerir el intempestivo Manifiesto de 15 de noviembre (1832)? ¿Qué fue lo que movió a la reina Cristina a hacer aquella declaración solemne, en contradicción con las tendencias y el espíritu de sus primeros actos de reina, y a fulminar aquellas terribles amenazas contra sus favorecidos, contra los mismos que por interés y por gratitud habían de apoyar más lealmente su causa? ¿Era que se había arrepentido, y quería sinceramente el despotismo real, o era necesidad de amoldarse a los hábitos e inclinaciones de Fernando mientras viviese?

En cuanto al ministro Zea, nombrado en ausencia sin consultar su voluntad y sin expresarle el objeto de su llamamiento al poder, recién venido de Londres sin ponerse de acuerdo con sus compañeros, adicto a la monarquía pura, pero afecto a la causa de la sucesión de las hijas del rey más que a la de don Carlos, nada amigo de los carlistas, pero enemigo también de los constitucionales, pareciéndole encontrar a éstos un tanto soberbios y envalentonados con los recientes favores, queriendo enfrenarlos para establecer cierta especie de equilibrio entre las parcialidades opuestas, enamorado de su sistema de despotismo ilustrado, deshaciéndose de los ministros que se inclinaban al partido reformador, seguro de que así complacía al rey, y calculando que el partido de la reina crecería halagando a los realistas, pero desconociendo las leyes de la gravedad a que obedece, así en lo moral como en lo físico, la fuerza de la impulsión en un plano inclinado, intentó hacer retroceder la empujada máquina y que desanduviera lo andado. ¿Podía conseguirlo? Lo que logró fue agriar a los liberales por lo que contra ellos pretendía, y enojar a los carlistas por lo que no les otorgaba, correspondiéndole y protestando con sublevaciones, porque para ellos más era agravio que merced todo lo que no fuese privar a las hembras de la sucesión al trono.

Por lo que hace a Cristina, fuese estudiada simulación, o fuese verdadero arrepentimiento aquella contradicción sorprendente con sus anteriores actos; ya se propusiese congraciarse con los realistas, asegurándoles el mantenimiento de la monarquía pura y absoluta, ya quisiese renunciar al espontáneo y decidido apoyo de los liberales, advirtiéndoles que eran quiméricas y hasta criminales las esperanzas que habían concebido, ¿podía detener el impulso que ella misma había dado? Error grande, si tal pensó, el de aquella ilustre princesa. En primer lugar; era otra fuerza misteriosa, invisible, superior y más poderosa que la suya, la que aquel movimiento impulsaba. En segundo lugar, o había de renunciar por completo y en absoluto a la elevación de sus hijas al trono, lo cual ni entraba ni podía entrar en su ánimo, o había de necesitar del arrimo y amparo de aquellos hombres, aun con sus instintos, tendencias y aspiraciones constitucionales. Lo que antes pudo ser o clemencia, o política, o simpatía, había de ser luego necesidad. En aquellos hombres había de encontrar sus más leales auxiliadores y su más fuerte escudo, y sin ellos no habrían de prevalecer sus derechos, ni alcanzarse sus legítimos fines. La Providencia había querido ligar de tal suerte la causa de la princesa Isabel con la causa de los amigos de las reformas, que una y otra anduvieran siempre unidas, y una sin otra no pudieran sustentarse ni vivir.

Todo el problema entonces consistía en que Fernando conservase o no a Cristina hasta su muerte el amor y el agradecimiento que en los goces de esposo y en las penalidades de enfermo le había mostrado, y en que perseverase o no en dar fuerza y sanción legal al derecho de sucesión de sus hijas. Ambos problemas se resolvieron de una manera solemne y en una forma majestuosa en el célebre documento que el último día de aquel año mandó leer y firmó ante una congregación de ministros, consejeros, cardenales, prelados, grandes de España, títulos de Castilla, altos funcionarios, diputados representantes de corporaciones, al efecto y ante diem convocados. Nos referimos a la revocación, hasta entonces no hecha todavía, del codicilo arrancado por sorpresa en la Granja en momentos de agonía por hombres desleales y pérfidos, decía él, «que cercaron mi lecho, y abusaron de mi amor y del de mi esposa a los españoles, sobrecogiendo con falsos temores mi real ánimo;» «declarando, añadía, de plena voluntad y propio movimiento, que es nulo y de ningún valor, como opuesto a las leyes fundamentales de la monarquía, y a las obligaciones que como rey y como padre debo a mi augusta descendencia.»

Nuevo y terrible desengaño para los carlistas. Cólmase su enojo y rebosa en sus pechos la indignación. Los sucesos se deslizan por el plano inclinado. El manifiesto de Cristina y las declaraciones de Zea Bermúdez no han de bastar a detenerlos en su marcha. Aunque aquellos lo intentasen, los indignados con el documento de 31 de diciembre los obligarán por las leyes de la resistencia a dejarlos correr y aun a ayudar a que marchen por la pendiente marcada.

Nos falta la última etapa de este reinado. Su importancia exige que la consideremos aparte.