Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Final España en el reinado de Fernando VII

X
Consecuencias y derivaciones de las escenas de San Ildefonso

Partidos Carlista y Cristino.– Enlace de la cuestión dinástica y de la cuestión política.– Fenómenos.– Providencial encadenamiento de sucesos.– Rebeliones carlistas frustradas, y por qué.– Política de Zea.– Influencia de la jura de Isabel.– Alejamiento de don Carlos a Portugal.– Retrato de este príncipe hecho por sí mismo.– Su correspondencia con Fernando.– Primeros sucesos después de la muerte del rey.– Reinado de Isabel II.– Regencia de Cristina.– Nuevo y sorprendente Manifiesto de la Reina Gobernadora.– Efecto que produce.– Reflexiones.– Caída de Zea y de su sistema.– Martínez de la Rosa.– El Estatuto.– Triunfo de la idea liberal.– Nueva era para España.– Hácese alto en esta historia.
 

Las tiernas y melancólicas escenas de 1832 en el palacio de la Granja, con sus episodios de tenebrosas tramas, de apariciones sorprendentes, y de inesperadas y repentinas trasformaciones, habían de tener su completo desenvolvimiento y desenlace en 1833 en el palacio de Madrid. Dijimos, y lo hemos ido viendo, que de aquellas escenas de familia había de brotar, como de un misterioso germen, la solución de importantísimas cuestiones políticas, y el porvenir de la nación por consecuencia del triunfo definitivo de uno de los sistemas que desde el principio del siglo venían luchando en España, aunque con gran ventaja hasta ahora de los sostenedores del antiguo régimen, y de la cuál tan lastimosamente habían abusado en los períodos de sus victorias.

Designábase ya a los dos partidos opuestos con los nombres de Carlistas y Cristinos, de los dos príncipes que representaban las dos encontradas aspiraciones, fundadas en las dos formas de sucesión. Con los primeros estaban, no solo los adictos y comprometidos con la persona del príncipe Carlos, no solo los que pudieran creer en su derecho a suceder en el trono, sino los que aparte de estas consideraciones, y aunque ellas no existiesen, preferían al que conocida y evidentemente representaba el absolutismo más intransigente, el absolutismo inquisitorial. Contábanse entre los Cristinos, no solo los sostenedores sinceros de las antiguas leyes españolas en que se afianzaba el derecho de sucesión a la corona de las hijas del rey, sino los realistas tolerantes, los monárquicos templados, los liberales y constitucionales, que aparte de la cuestión dinástica, y aunque ella no existiese, se habrían siempre adherido a la princesa que simbolizaba la cultura, la civilización, la clemencia y la generosidad. De esta suerte, como ya tenemos indicado, andaban enlazados y unidos en cierto natural e indisoluble consorcio con la contienda dinástica los hombres y los principios que representaban, de un lado el despotismo, del otro la tolerancia o la libertad.

Por un extraño y providencial encadenamiento de sucesos, el mayor obstáculo, la mayor rémora, la contrariedad más invencible con que tropiezan los partidarios del despotismo puro, es el mismo monarca que hasta ahora le había simbolizado y ejercido. ¡Qué fenómeno tan singular! Fernando, tipo hasta ahora de los soberanos absolutistas, es al fin de sus días el dique en que se estrella el oleaje del absolutismo que en torno suyo se levanta y agita. Los antiguos realistas de Fernando VII, los ardientes proclamadores de su despotismo, miran ahora a Fernando como su mayor enemigo, y en verdad no sin fundamento ni razón. Porque Fernando, y este era otro fenómeno que ellos no acertaban a explicar, sin renunciar a las ideas de toda su vida, parecía complacerse y poner especial intención y estudio en hacer y decir todo lo que más podía mortificar a los carlistas, y todo lo que más podía desvanecer las esperanzas de los apostólicos.

Muy reciente todavía la declaración de último de diciembre (1832), que tanto a los carlistas había indignado, y al volver el rey a tomar en su mano las riendas del gobierno, cuando aquellos creían que desharía por lo menos parte de lo hecho por la reina, aparece el célebre documento de 4 de enero (1833), asociando a Cristina al despacho de los negocios, como prueba de su satisfacción por el celo y sabiduría con que los había dirigido, y correspondido a su confianza; y aquella afectuosísima y tiernísima carta, en que después de darle fervientes gracias por los desvelos en su asistencia y por su acierto en el gobernar, en que después de decirle aquellas cariñosísimas frases: «Jamás abrí los ojos sin que os viese a mi lado, y hallase en vuestro semblante y en vuestras palabras lenitivo a mi dolor; jamás recibí socorros que no viniesen de vuestra mano; os debo los consuelos en mi aflicción y los alivios en mis dolencias;» daba su aprobación completa a todos los decretos por ella expedidos, y se felicitaba de que su advenimiento al trono hubiera venido a ser para él su dicha y ventura, las delicias del pueblo español, y el modelo de administración a las reinas.

Con esto, y con mandar acuñar una medalla para perpetuar el testimonio de su gratitud de esposo y de rey, e inmortalizar las esclarecidas acciones de Cristina, acabó Fernando de exasperar a la parcialidad carlista, para quien cada elogio de Cristina era un dardo que se clavaba en su corazón, cada aprobación de sus actos un golpe mortal para los designios del partido. Y las ternezas de Fernando, y aquellas frases de idolátrico cariño, que más parecían de un príncipe enamorado y en la lozanía de su juventud, que de un monarca de madura edad, y física y moralmente anonadado y abatido, eran tomadas por los carlistas como armas aguzadas de intento, y de propósito esgrimidas para punzarlos en la fibra más sensible, y como para hacerlos saltar.

Y la ira y la desesperación los hace en efecto romper en rebelión abierta. ¿Mas cómo este partido organizado y fuerte, dueño todavía de las armas, extendido en todo el reino, con su junta directiva en la corte, no se levanta imponente y terrible en todas partes a un tiempo, y no que se reducen estos primeros movimientos a una floja tentativa en Madrid, a agitaciones parciales en Cataluña, a tramas que se deshacen en Zaragoza, y a la gran calaverada del obispo Abarca en León? ¿Cómo estos rompimientos aislados, que no hacían sino debilitar el partido, produciendo el desarme de los voluntarios realistas de León, como de otros pueblos de Castilla y de Cataluña, aumento y refuerzo del ejército, y otras medidas de precaución de parte del gobierno de Fernando y de Cristina?

Es que ese partido, fuerte por el número, destinado a ser débil por la injusticia de la causa y la ilegitimidad de la bandera; es que ese partido no podía obrar con unidad de acción, porque carecía de unidad de dirección; es que ese partido, cuyo jefe todos nombraban, y todos creían conocer, no tenía jefe todavía; es que don Carlos, por desgracia muy fanático, y por fortuna muy religioso, creía en conciencia no deber intentar, ni que bajo su dirección se intentase nada contra el rey su hermano, mientras el rey su hermano viviese; esperaba su fallecimiento, que no podía estar lejano, seguro entonces de sucederle. Entretanto, no autorizadas por él las sublevaciones, movidas solo por algunos impacientes, e impulsadas por unas princesas a quienes la pasión de la rivalidad, la envidia y la soberbia cegaban, no obedeciendo a una dirección o a un plan combinado, se malograban y sucumbían, perdiendo paulatinamente fuerzas el partido.

Parecía, y era de esperar y suponer, que al compás que el bando carlista se debilitaba con sus frustradas intentonas, y se hacía odioso al rey con sus abiertas rebeliones, debería cobrar vigor y aliento el partido liberal, y ganar aprecio y estimación en el ánimo del monarca. No era así sin embargo, y es uno de los caracteres singulares de este período de verdadera, larga y laboriosa crisis. Fernando no quería ser carlista, aunque amaba a su hermano Carlos; pero no quería ser liberal, aunque amaba a su esposa Cristina. Cuida de acreditar a los partidarios de su hermano que aborrece su causa y la perseguirá, pero que no por eso deja de ser absolutista: cuida de hacer entender a los partidarios de su esposa que aprecia y agradece su apoyo, pero que no por eso acepta ni prohíja la idea liberal. Es la política del ministro Zea, que con una mano sofoca y reprime las rebeliones carlistas, y con otra enfrena y ahoga las aspiraciones de los liberales: es la política del ministro Zea, que desarma los voluntarios realistas que se rebelan, y arrebata las armas a los jóvenes Cristinos sin haberse rebelado: es la política del ministro Zea, que consiente en ampliar los beneficios de la amnistía de 15 de octubre, pero hace separar a los ministros en quienes supone tendencias liberales, y que se prevenga a los capitanes generales de provincias contra los que so pretexto de sostener la sucesión legítima aspiraban a innovaciones políticas restrictivas de los derechos del trono. Es la política del ministro Zea, que dispone la jura solemne en Cortes de la princesa Isabel como heredera de la corona, y hace advertir que la fe política del gobierno y su programa son los derechos de la soberanía en su inmemorial plenitud. Es la política desdichada del pretendido equilibrio de Zea, navegando contra la corriente y despreciando los vientos favorables. Se comprende esta política en la situación de Fernando; no se comprende en un ministro con pretensiones de hombre de Estado.

Mas las consecuencias naturales de las escenas de la Granja siguen deslizándose por la pendiente, al impulso de ese mismo ministro, que de esta manera marcha sin advertirlo, como un instrumento providencial, a donde no quería ir ni permitir que se fuese. En el estrecho horizonte de su sistema, atento solo a resolver la cuestión dinástica, y no viendo o no queriendo creer en las soluciones políticas que aquella envuelve, adopta o aconseja dos importantísimas medidas, la jura de la princesa Isabel, y el alejamiento de don Carlos al vecino reino de Portugal. Importaba que la presencia del príncipe no fuese estorbo al reconocimiento de la princesa. Ambos asuntos fueron resueltos casi simultáneamente y conducidos con habilidad.

No era la jura una vana pompa ni una ceremonia estéril, como algunos han dicho, y algún escritor ilustrado quiso significar. No diremos que el juramento, de la manera que se dispuso, resolviera definitiva e inapelablemente la cuestión en los terrenos del derecho y de la fuerza; pero la sensación de aquella solemnidad no podía dejar de ser de un efecto moral inmenso en el pueblo; y el ejemplo de tantos personajes reconociendo y jurando la tierna princesa como heredera legítima del trono, y el esplendor de las fiestas con que se celebraba, y el regocijo que embargaba a la muchedumbre, y los actos de beneficencia y caridad que los acompañaron, todo influía y labraba en la opinión y en los ánimos a favor de la que era objeto de aquel homenaje y de aquellas alegrías, oscureciéndose y como anonadándose sus adversarios, que bien mostraban con su enojo la importancia que daban a la ceremonia y el convencimiento de lo que perjudicaba a su causa. Y si es cierto que aquellas Cortes no eran verdaderas Cortes del reino, tales como se conocían desde la Constitución de Cádiz, ni era a la sazón posible, ni aun convenía que tal forma tuviesen, también lo es que todos aquellos prelados, y todos aquellos grandes y títulos, y todos aquellos procuradores y altos mandatarios que bajo juramento reconocían los derechos de Isabel a la corona, como españoles hidalgos y de fe y palabra honrada, y cumplidores de lo jurado, habían de sostenerlo ya en todo evento y contra todo embate, y eran otros tantos elementos que robustecían un partido y enflaquecían el otro. Fue, pues, altamente conveniente la jura solemne de la princesa Isabel.

Lo fue también el alejamiento de don Carlos, y el de la de Beira, una de las dos princesas perdidamente fanáticas por su causa. Manejóse, como dijimos, hábilmente este asunto, a lo cual ayudó mañosamente nuestro ministro plenipotenciario en Portugal don Luis Fernández de Córdoba, destinado a brillar después como guerrero en la lucha de armas que había de estallar y conmover el reino y el trono por espacio de algunos años. La docilidad con que don Carlos se prestó a salir de España y pasar al vecino reino, anunciada ya la jura de su sobrina, fuese debilidad de carácter, fuese falta de previsión para las contingencias futuras, fuese obediencia a su hermano, inspirada por una conciencia escrupulosa de súbdito sumiso, dañó evidentemente a su causa y a los propósitos e intereses de su partido. ¿Qué podía prometerse, qué fuerza podía tener una protesta lanzada desde un reino extranjero, siquiera la circulase a todos los soberanos de Europa, en comparación de los medios que aquí hubiera podido emplear en apoyo de su negativa a jurar la heredera del cetro, si hubiera tenido arranques y vigor para dar impulso al formidable partido con que contaba?

Pero veamos ya lo que era el príncipe aspirante al trono español, y juzguémosle por el retrato que de sí mismo y con mano propia hizo en aquel tiempo, por los rasgos con que él mismo dibujó su carácter y dio colorido a sus sentimientos. Consérvase, y es conocida la activa correspondencia que siguieron los dos hermanos Fernando y Carlos desde la llegada de éste a Portugal hasta los días próximos a la muerte del rey: importante y curiosa correspondencia entre dos hermanos que se querían entrañablemente, que habían corrido juntos toda la vida los mismos azares y vicisitudes, en épocas de prosperidad y de bonanza, y en días de amarguras y de infortunios, que habían profesado siempre los mismos principios políticos, y que ahora sostenían encontrados derechos, representaban opuestos intereses, y marchaban a contrarios e incompatibles fines. Juzguemos a don Carlos retratado por sí mismo.

¿Cómo se conduce don Carlos en Portugal? El príncipe religioso, el concienzudo infante, el respetuoso súbdito, el escrupuloso pretendiente, el dócil, obediente y sumiso hermano; el que en España no ha tenido nunca o conciencia o valor para ponerse al frente de los de su partido que por él se alzaban y comprometían y eran sacrificados; el que tan dócilmente consintió en abandonar el reino y alejarse de sus parciales, hácese en Portugal indócil hermano, desobediente súbdito, príncipe rebelde. El rey Fernando, en vista de su protesta, considera peligrosa su presencia en la península, y le ordena que pase a residir en los Estados Pontificios. Don Carlos comienza por disfrazar su desobediencia con estudiadas evasivas, con especiosos subterfugios, y con falaces e hipócritas ofrecimientos. Dícele que se somete con gusto a la voluntad de Dios que así lo dispone, y que está resuelto también a hacer la voluntad de su hermano: pero que se encuentra bien en Portugal, y sin salir de allí sabrá cumplir con sus obligaciones de súbdito; pero que antes de embarcarse tiene que arreglar sus particulares negocios e intereses en Madrid; pero que no puede hacer el embarco en Lisboa, donde el rey había enviado la fragata Lealtad, por ser punto contagiado de la peste{1}.

Al paso que Fernando, trasluciendo su resistencia, le insta en forma de mandamiento a que cuanto antes salga de Portugal, advirtiéndole que «jamás los infantes de España han residido en parte alguna sin conocimiento y voluntad de su rey:» y al paso que le da facilidades para el embarco, no determinándole punto, y proporcionándole los auxilios y fondos que haya menester para un viaje decoroso y cómodo, el religioso y concienzudo príncipe, contesta a Fernando, «que le dará gusto, y le obedecerá en todo, porque él lo quiere, y porque es su rey y señor;» pero que antes tiene que santificar el día del Corpus en Mafra; pero que le prueba bien el clima de Portugal; pero que, aunque puede elegir el punto de embarco, el buque que se le destina se está impregnando de los aires pestilenciales de Belén. Y el religioso y concienzudo príncipe, en vez de ir a Mafra a santificar la festividad del Corpus, tiene por más conveniente pasar a Coimbra a visitar al rey don Miguel, contra la expresa prohibición del rey don Fernando su hermano, comunicada por medio del embajador Córdoba, porque motivos de alta política se oponían a este viaje. Así obraba el escrupuloso infante, el súbdito sumiso, que protestaba obedecer a Fernando en todo y por todo, porque «era su rey y señor.»

Mas cuando su rey y señor le intima que no dilate más el viaje, que quiere le realice para el 10 o el 12 (junio, 1833), y que el punto designado como el más proporcionado para el embarque es la bahía de Cascaes, el obediente súbdito, «a pesar de ser harto notorios sus buenos deseos de cumplir sus órdenes,» responde a su rey y señor, que para el 10 o el 12 el tiempo no se lo permite; y que la bahía de Cascaes es buena cuando el mar está quieto, pero expuesta cuando se halla agitado, que es lo más frecuente; y que el cólera-morbo está en toda su fuerza en Lisboa, Belén, Cascaes y San Julián: pero no por eso dejará de aprovechar cualquier ocasión de poder ejecutar lo que se le prescribe.

Fernando, aproximándose ya el día de la jura de su hija, temiendo turbaciones y revueltas por el lado de la frontera lusitana, y fatigado ya de la hipócrita y mal disfrazada desobediencia de su hermano, le escribe en 11 de junio (1833) diciendo: «Si al recibo de ésta aún no te hubieses embarcado, no dudo de que lo verificarás inmediatamente, según mi terminante voluntad.» Y cuatro días después (15 de junio): «Ya va cumplido un mes desde que me dijiste que sin embargo de tus dificultades estabas resuelto a hacer mi voluntad, y mientras yo más claramente te la manifiesto, más tropiezos hallas, y menos disposición para ejecutarla. Tú mismo provocas los embarazos… y todos se hubieran evitado si desde luego hubieses cumplido mis órdenes… Quiero absolutamente que te embarques sin más tardanza… Demasiado hemos hablado ya sobre el asunto, y no quisiera que se amargase más esta prolija correspondencia, si tu conducta sucesiva conviniese tan poco con tus repetidas protestas de sumisión.» ¿Cómo cumple el religioso príncipe y sumiso súbdito la terminante voluntad de su rey y señor? Alega que el cólera-morbo que infesta aquel reino no le permite embarcarse; y cuando se le proporciona librarse de la epidemia saliendo del país contagiado, él mismo la busca, y tiene conciencia para exponerse él y su familia a sufrir sus estragos a trueque de no salir de aquel reino. Y pide al propio tiempo dos millones, que dice necesitar para dejarlo todo allí pagado. ¡Indignas trazas de quien aspiraba a sentarse en el solio de una nación hidalga y grande!

Y sigue, aun después de hecha la jura de la princesa Isabel, la interesante correspondencia entre los dos hermanos. Acabemos de conocer al representante del absolutismo político y del fanatismo religioso, cuyo nombre se invocaba y cuya bandera se alzaba ya en la península.

Iba faltando al rey la paciencia con la conducta de su entrañable hermano, y así no es extraño que le dirigiese en sus cartas frases tan enérgicas y duras como las siguientes: «Ya no tratas del viaje sino para ponderar sus obstáculos. Si te hubieses embarcado cuando yo lo determiné, y me decías, «te daré gusto y te obedeceré en todo,» hubieras prevenido el contagio de Cascaes… Quien por voluntad propia y contra su deber permanece en el país donde renacen y crecen los peligros, los busca y es responsable de sus consecuencias… ¿A quién persuadirás que estás más seguro a dos leguas de la epidemia, sin saber si principiará en ese pueblo por tu familia, que poniendo el Océano de por medio…? Con subterfugios tan fútiles no se contesta cuando se habla con sinceridad… Yo no puedo consentir ni consiento más que resistas con frívolos pretextos a mis órdenes; que continúe a vista de mis pueblos el escándalo con que las quebrantas; que emanen por más tiempo de ese país los conatos impotentes para turbar la tranquilidad del reino… Esta será mi última carta si no obedeces; y pues nada han podido mis persuasiones fraternales en casi dos meses de contestaciones, procederé según las leyes si al punto no dispones tu embarque para los Estados Pontificios, y obraré entonces como soberano, sin otra consideración que la debida a mi corona y a mis pueblos…»

A tan severa intimación no responde Carlos con la obediencia. Y queriendo imitar la entereza del rey, «Yo, le dice, tu más fiel vasallo, y constante, cariñoso y tierno hermano, nunca te he sido desobediente, y mucho menos infiel… Si soy desobediente, si resisto, si escandalizo y merezco castigo, impóngaseme en hora buena, pero si no lo merezco exijo una satisfacción pública y notoria, para lo cual te pido que se me juzgue según las leyes, y no se me atropelle… Mi honor vulnerado no me permite salir de aquí sin que se me haga justicia… Veo el sentimiento que te causa, y te lo agradezco; pero te digo que obres con toda libertad, y sean las que quieran las resultas.» En otra carta posterior (21 de julio) se expresa en el mismo tono y lenguaje; y cuando en 18 de agosto le comunica el ministro plenipotenciario la orden de embarcarse, el concienzudo príncipe, el más fiel vasallo, el que nunca ha sido desobediente; contesta como en son de burla: «Estoy resuelto a verificarlo en Lisboa cuando la reconquiste Miguel.»

Entonces Fernando, no obstante su lastimosa postración, que anunciaba patentemente el próximo fin de sus días, herido en lo más hondo de su alma por el provocativo reto de quien desobedeciéndole abiertamente aún tenía la hipocresía de llamarse su más fiel y nunca desobediente vasallo, se reviste de una energía prodigiosa para escribir a Carlos su última carta. En ella sustituye al lenguaje cariñoso de hermano el tono grave de rey. No le saluda, como en todas las anteriores: «Mi muy querido hermano de mi corazón, Carlos mío de mis entrañas:» sino secamente: «Infante don Carlos.» Deja el fraternal y afectuoso tú, y le reemplaza con el indiferente y frio aunque cortés y respetuoso vos. No se despide con la tierna frase de «tu amantísimo hermano, que te ama y amará siempre de corazón:- Fernando:» sino con la descarnada fórmula oficial: «Ruego a Dios os conserve en su santa guarda.– Yo el Rey.» Y después de reconvenirle severamente por tantas protestas de sumisión no cumplidas, y por tantos pretextos para eludir sus mandatos, decíale entre otras cosas: «Os mando, pues, que elijáis inmediatamente alguno de los medios de embarque que se os han propuesto de mi orden, comunicando, para evitar nuevas dilaciones, vuestra resolución a mi enviado don Luis Fernández de Córdoba… Yo miraré cualquier escusa o dificultad… como una pertinacia en resistir a mi voluntad, y mostraré, como lo juzgue conveniente, que un infante de España no es libre para desobedecer a su rey.– Ruego a Dios os conserve en su santa guarda.– Yo el Rey.»

Tal era, y de tal modo se conducía el príncipe que aspiraba a sentarse en el trono español tan luego como Fernando falleciese, suplantando a la hija del rey, llamada por la ley a heredarle. Tal era, y de tal modo se producía el príncipe a quien los partidarios del más exagerado absolutismo aclamaban ya, antes que muriese el rey. Si su conciencia no le permitía intentar nada contra Fernando mientras viviese, ¿cómo le permite su conciencia alentar con su conducta a los que ya se levantaban contra el rey invocando su nombre, y aclamándole su jefe? Si blasonaba de súbdito obediente, y hasta de fiel vasallo, ¿cómo resistía las terminantes órdenes de su monarca? Si en España le había obedecido, ¿cómo no le obedeció en Portugal? ¿No era Carlos tan súbdito de su hermano en Portugal como en España? Si era tan religioso príncipe, ¿cómo no escrupulizaba en ser rebelde? Y si valor para ser rebelde tenia, ¿a qué discurrir tales artes e inventar tantas trazas para disfrazar su rebelión? Si obraba en conciencia, ¿a qué la hipocresía?

Se comprende el interés y el empeño de don Carlos en permanecer en Portugal. Desde allí eludía impunemente las órdenes de su hermano y de su rey. Desde allí, como desde puerto seguro, veía sin riesgo el oleaje de la insurrección que sus parciales iban levantando en España, y le soplaba sin peligro de su persona. Allí se formaba en derredor suyo un foco de conspiración bajo la inmunidad del pabellón extranjero. Allí esperaba sin exposición personal el fallecimiento de Fernando, que para él como para todos se aproximaba con rapidez. Allí se hallaba cerca de sus amigos, y en aptitud de pasar fácilmente la frontera tan pronto como conviniese ponerse a su cabeza. Allí finalmente estaba al lado y gozaba de la protección del rey don Miguel, su inmediato deudo, representantes ambos del principio despótico, fundando cada cual su derecho al trono en casi análogas razones, y concurriendo en los dos la calidad de ser tíos de dos princesas, a una de las cuales el de Portugal tenía usurpado el solio, a otra el de España intentaba usurpar la corona.

Mas la situación política del reino lusitano cambia de improviso, y casi tan repentinamente y por medios poco menos singulares y maravillosos, aunque de distinta índole y naturaleza, que los que dos años antes hicieron variar súbitamente la situación política de España en los salones del palacio de San Ildefonso. Y cuando tales y tan súbitos cambios acontecen en las naciones, y por sucesos a que no alcanza la previsión humana, y en luchas en que se ventilan análogos principios, y en causas que entrañan o la opresión y el oscurantismo, o el desenvolvimiento de la dignidad humana y del progreso social, no es carencia de discurso, ni supersticiosa preocupación apelar a la intervención providencial para explicar y comprender tan inesperadas y prodigiosas trasformaciones.

En efecto, los asuntos de Portugal, indecisos, suspensos y equilibrados cerca de un año hacía entre los dos contendientes, toman de pronto un sesgo favorable al que menos probabilidades de éxito parecía contar, y merced al impensado socorro del audaz Mendizabal, y a la inspirada expedición y feliz desembarco en los Algarbes, y a la prodigiosa victoria naval, especie de milagro marítimo del capitán Napier, y al triunfo admirable de los constitucionales en la ribera del Tajo, la causa que antes pareció desesperada de don Pedro y de doña María de la Gloria, la causa de la legitimidad, la causa de las libertades del reino lusitano, se sobrepone a la causa de don Miguel, a la causa de la usurpación, a la causa del despotismo y de la tiranía. Y el infante don Carlos de España, que ha creído estar al lado de un poderoso protector, de un sostenedor invencible del absolutismo en las dos monarquías de la península ibérica, se encuentra al lado de quien será pronto un príncipe prófugo como él, proscrito como él, ejemplo de expiación como él. Y Fernando VII y su ministro Zea Bermúdez, que indiscretamente habían estado favoreciendo a don Miguel para conservarle en el trono de Portugal, como uno de los medios de tener comprimidos a los constitucionales españoles, al tiempo que se alegraban de que a don Carlos faltara aquel apoyo, veían con pena (contradicción absurda, solo concebible en el extravagante sistema de Zea Bermúdez) que sucumbiera en el vecino reino el despotismo con don Miguel, y se planteara el gobierno constitucional con doña María de la Gloria.

Fernando en verdad no estaba ya ni para alegrías ni para pesadumbres. Hinchado, desfigurado, moribundo, con síntomas cadavéricos, que daban ocasión a extrañas hablillas vulgares, llegole su postrera hora, de todos tiempo hacía esperada, aunque de nadie, ni de los médicos siquiera, en el día en que aconteció. Acabó así este reinado tormentoso, como pocos en los anales de las naciones. «En ninguno, dice un escritor respetable, hubo tantos trastornos, en ninguno se cometieron más excesos con el manto de la política, se derramó más sangre en los combates, se erigieron sobre todo más cadalsos. Para que esta época sea en todo extraordinaria y singular se entreveía en el horizonte, al exhalar ya sus últimos suspiros este rey, la antorcha de la guerra civil.»

Nosotros, que hemos hecho con repugnancia y solo por necesidad la historia de este reinado; nosotros que le hemos analizado y juzgado con severa imparcialidad haciendo violencia a las inclinaciones y sentimientos de nuestro corazón, no diremos una palabra más, ni acerca de la índole del reinado, ni acerca de las condiciones de carácter del monarca, ni acerca de su manejo y conducta en las diversas situaciones y vicisitudes porque pasó. Todo está juzgado, y nada hemos de añadir. De otro orden son las observaciones con que hemos de terminar esta reseña y esta parte de nuestra historia.

Al fallecimiento de Fernando, y con arreglo a su testamento, queda la reina Cristina tutora y curadora de sus hijas, y gobernadora del reino hasta que la primera de aquellas, la reina Isabel, llegue a la mayor edad. Siguen, pues, teniendo desenvolvimiento y desenlace las escenas dramáticas de la Granja, que dijimos encerraban como en misterioso germen gravísimas soluciones políticas. Queda también nombrado un Consejo de Gobierno para que auxilie con sus luces a la reina en el desempeño de su cargo. Componen este Consejo hombres de opiniones diferentes, algunos de ideas no absolutistas. Siguen, pues, los sucesos deslizándose por la pendiente que señalaron las singulares peripecias de la alcoba del palacio de San Ildefonso.

Verifícase sin oposición, aunque no sin inquietud, el acto peligroso de traspasar la corona de España de las sienes de Fernando a las de su hija. Comienza Isabel II a reinar de derecho, y la reina madre a regir en su nombre el reino con el título de gobernadora. ¿Se afianzará el cetro español en las débiles manos de la tierna Isabel, dirigido y manejado por la reina Cristina? ¿Con qué sistema de gobierno se regirá de hoy más la monarquía bajo la regencia de la viuda del rey? Dos problemas capitales, cuya solución preocupa todos los ánimos, y hace fluctuar los espíritus entre temores y esperanzas, y tiene todos los partidos en ansiedad terrible.

Los voluntarios realistas, numerosos y armados, son más parciales de Carlos que de Isabel. Al segundo día del fallecimiento de Fernando, aniversario del célebre Manifiesto del Puerto de Santa María (1.° de octubre), tocaba a los realistas, por privilegio, y en celebridad de haber recobrado el rey, cautivo según ellos en Cádiz, su libertad, dar la guardia del real palacio. ¿Podrá fiarse, será prudente fiar la custodia de la reina a la lealtad de los partidarios de don Carlos? El gobierno vacila: el gobierno teme los efectos de un resentimiento si mostrando desconfianza encomienda a otros cuerpos la guardia de aquel día, y haciendo virtud de la necesidad prefiere hacer del ladrón fiel; la prueba es peligrosa, pero el resultado justifica el acierto del gobierno; las reales personas son aquel día fielmente guardadas por los mismos que las consideran como usurpadoras, y el gobierno que ha salido felizmente de esta prueba, aprende que podrá hacer aceptable el nuevo reinado, y aun contar como sostenedores de él a los partidarios del absolutismo, y aun atraer a los carlistas, dándoles seguridades de mantener la monarquía pura.

Creyose con esto el ministro Zea Bermúdez en el caso de resolver el otro problema, a saber, qué sistema de gobierno habría de regir bajo la regencia de la viuda del rey; y como quien aprovecha una coyuntura feliz para hacer prevalecer y triunfar su principio favorito de monarquía pura, despótica e ilustrada, logró que la reina Gobernadora diese a los tres días el célebre Manifiesto de 4 de octubre (1833), especie de confirmación o segunda edición del decreto de 15 de noviembre del año anterior. Leíanse en este segundo las notabilísimas manifestaciones siguientes:

«La expectación que excita siempre un nuevo reinado crece más con la incertidumbre sobre la administración política en la menor edad del monarca: para disipar esta incertidumbre, y precaver la inquietud y extravío que produce en los ánimos he creído de mi deber anticipar a conjeturas y adivinaciones infundadas la firme y franca manifestación de los principios que he de seguir constantemente en el gobierno de que estoy encargada por la última voluntad del Rey mi augusto esposo, durante la minoría de la Reina, mi muy cara y amada hija doña Isabel.» Pasa a exponer los principios, cuya base son la religión y la monarquía, y añade: «Tengo la más íntima satisfacción de que sea un deber para mí conservar intacto el depósito de la autoridad real que se me ha confiado. Yo mantendré religiosamente la forma y las leyes fundamentales de la monarquía, sin admitir innovaciones peligrosas, aunque halagüeñas en su principio, probadas ya sobradamente por nuestra desgracia. La mejor forma de gobierno para un país es aquella a que está acostumbrado… Yo trasladaré el cetro de las Españas a manos de la Reina, a quien lo ha dado la ley, integro, sin menoscabo ni detrimento, como la ley misma se le ha dado.– Mas no por eso dejaré estadiza y sin cultivo esta preciosa posesión que le espera… Las reformas administrativas, únicas que producen inmediatamente la prosperidad y la dicha que son el solo bien de un valor positivo para el pueblo, serán la materia permanente de mis desvelos… &c.»

No podía desconocerse en este documento el retrato político de Zea, es decir, de su logogrífico sistema de gobierno: «Yo trasladaré el cetro de las Españas a manos de la Reina, íntegro, sin menoscabo ni detrimento… sin innovaciones peligrosas, por desgracia ya probadas…»- He aquí el despotismo.– «Mas no dejaré estadiza y sin cultivo esta preciosa posesión que le espera… Las reformas administrativas serán materia permanente de mis desvelos.» He aquí lo ilustrado.

¿Pero será en efecto este sistema el que haya de prevalecer en el nuevo reinado? ¿Habrá de ser este el complemento de los misterios encerrados en el drama de la Granja? ¿Serán fallidos los cálculos que dieron ocasión a formar aquellos providenciales sucesos, quiméricas las esperanzas que en Cristina fundaron los amigos de las reformas? Ciertamente esta última manifestación de Cristina no podía ya atribuirse a propósito o intención de no disgustar al rey su esposo, puesto que ya no existía. ¿Proponíase ahora halagar a los realistas, en la confianza de que habían de ayudar a sostener a su hija en el trono con un gobierno absoluto? «Error grande, si tal pensó, el de aquella ilustre princesa,» dijimos hablando de su primer Manifiesto (15 de noviembre de 32). Error grande, si tal pensó, el de aquella ilustre princesa, decimos ahora con ocasión del Manifiesto segundo (4 de octubre de 33). Era otra fuerza, decimos ahora como entonces, misteriosa, invisible, superior y más poderosa que la suya la que aquel movimiento impulsaba. La Providencia, decimos ahora como entonces, había querido ligar de tal suerte la causa de la princesa Isabel con la causa de los amigos de las reformas, que una y otra anduvieran siempre unidas, y una sin otra no pudieran sustentarse ni vivir.

El Manifiesto de octubre de 33 produce, como el de noviembre de 32, desaliento y disgusto en los liberales, que eran y habían de ser el más leal apoyo de la reina niña y de la reina madre. Y por lo que hace a los realistas, a quienes en ambas ocasiones se quiso halagar, si al primer Manifiesto respondieron con sublevaciones, con rebeliones contestaron al segundo; rebeliones que obligaron a desarmar aquella fuerza, ingrata a la reina, como había sido ingrata al rey. Ya dijimos antes, que los sucesos tenían que deslizarse por el plano inclinado; ya dijimos que ni los Manifiestos de Cristina ni los programas de Zea Bermúdez habían de bastar a detenerlos en su marcha, y que aunque lo intentasen, los mismos imprudentemente favorecidos los habían de obligar por las leyes de la resistencia a dejarlos correr.

Responden, pues, los realistas al Manifiesto de Cristina proclamando a don Carlos, y estalla la guerra civil, que comienza en las capitales de Álava y Vizcaya, y se extiende luego a aquellas provincias y la de Navarra, y se propaga a Castilla y a Cataluña, y a otras partes del reino, y aún en la misma capital de la monarquía se hace necesario emplear las armas contra sediciosos más locos que temibles. La guerra no estalla en la frontera de Portugal, como se temía. El Pretendiente, que solo ha tenido valor para desobedecer desde segura trinchera a su hermano, y para protestar en un documento contra los derechos de su sobrina, no tiene ahora tampoco ni cabeza ni bríos para lanzarse a la pelea y ponerse al frente de los suyos, con que hubiera podido, si no triunfar, poner en riesgo grande y hacer bambolear el trono y el gobierno de las dos reinas. Por fortuna el ejército en su mayor parte permanece fiel a la que legítimamente empuña el cetro, y acometiendo en todas partes a los insurrectos carlistas, si no ahoga la guerra, que era difícil, porque contaban con raíces y elementos grandes, logra por lo menos al principio muchas ventajas. No nos cumple decir ahora más de la iniciada guerra.

Hace solo a nuestro propósito mostrar cómo los sucesos tenían que seguir y seguían el rumbo que dejaban adivinar las misteriosas y providenciales escenas de la Granja; cómo los realistas mismos rechazaban el absolutismo con que los brindaban una reina equivocada y un ministro obcecado; como su misma rebelión obligaba a buscar el sostén del nuevo trono en los hombres de otras ideas y de la parcialidad contraria; cómo se iba cumpliendo el fácil vaticinio sacado del drama de San Ildefonso, de que el reinado de la legitimidad había de tener su apoyo en los amigos de las reformas, y de que la causa de Isabel II había de andar irremisiblemente unida a la causa de los liberales. El levantamiento de los realistas y la actitud de don Carlos mueven a la reina Gobernadora a decretar el embargo y secuestro de todos los bienes del rebelde infante. A este decreto sigue otro ampliando la amnistía del año anterior en favor de los constitucionales, extendiendo ahora su beneficio a treinta y un diputados de los que en Sevilla habían votado la suspensión de la autoridad del rey. Dispónese y se verifica la proclamación solemne de la reina doña Isabel II (24 de octubre, 1833), y acompañan a este acto, para hacerle más grato a los amigos de las reformas, medidas de gobierno como la de suprimir los onerosísimos arbitrios de los voluntarios realistas, como la de restablecer disposiciones relativas a mayorazgos dadas en la época constitucional, y otras encaminadas a mejorar la instrucción pública y otros ramos de la administración.

Todo iba obedeciendo al misterioso impulso que venía dado de atrás. Todos, como empujados por una fuerza oculta, contribuían a ello. Los realistas miraban con igual o mayor aversión el despotismo ilustrado de Zea Bermúdez que el código de Cádiz: consideraban a aquél como el desertor hipócrita del partido absolutista, y aplicaban al gobierno de la reina los epítetos de irreligioso e impío, como antes al gobierno constitucional. Los liberales por su parte no solo no podían darse por satisfechos con el despotismo ilustrado, sino que lo consideraban como una aberración y un absurdo, y miraban y aborrecían a su autor como la rémora para el establecimiento de un sistema de gobierno razonablemente libre. Que los liberales no apoyaban a la reina Isabel solamente por su mejor derecho al trono y su legitimidad, ni solo por sentimientos de fidelidad a su persona, sino porque creían que representaba un principio, una idea, y porque era para ellos una esperanza, ya que no significara un compromiso: así como los realistas al proclamar a don Carlos no invocaban solo la ley sálica, ni su derecho preferente a la corona, sino también y principalmente al símbolo genuino del absolutismo puro.

Así, a pesar de los Manifiestos, la nación volvió naturalmente a dividirse en dos grandes partidos, el liberal y el servil, el constitucional y el absolutista. No había un solo adepto del despotismo ilustrado. Zea, dice un ilustrado escritor, nada sospechoso en esta materia, porque era su grande amigo, su compañero y sostenedor{2}, Zea no encontraba apoyo ni aun simpatía en ninguna opinión. «Todas se unían, añade, para desear o para exigir un cierto grado de libertad, y la corte y las provincias, y los nacionales y los extranjeros, y desde los personajes sentados en las gradas del solio hasta el más oscuro folletista, todos reclaman este bien con más o menos fervor. No había medio humano de resistir a esta manifestación simultánea…» Y hasta generales que estaban al frente de las provincias y habían hecho señalados servicios al rey absoluto, representaban ahora contra el hombre del despotismo ilustrado, y pedían se diese más favor y fuerza a la parcialidad constitucional.

Cae, pues, el ministro Zea Bermúdez a impulsos de un general clamoreo, y con él su singular sistema universalmente odiado y combatido. ¿Cuál es el desenlace de esta crisis política? ¿Qué idea, qué principio es el que va a prevalecer? Por las leyes de la gravedad los sucesos tenían que deslizarse por la pendiente que tantas veces hemos señalado. La reina Cristina llama al ministerio a hombres como Martínez de la Rosa y Garelly, ministros en la anterior época constitucional. La idea liberal triunfa, y aunque sean moderados, los constitucionales más ardorosos saludan su advenimiento al poder como un fausto suceso. No se equivocan. Siguen a su elevación medidas y reformas todas favorables a las doctrinas y a las personas del bando liberal, y a poco tiempo al impopular y desacreditado sistema del despotismo ilustrado sucede el Estatuto Real, gran progreso si se compara con lo que existía, exigua concesión si se atiende a las esperanzas y a las aspiraciones de los constitucionales, y por tanto, si aceptado no sin gratitud, recibido con menos entusiasmo que tibieza.

Pero el impulso estaba dado; y el gran cambio, si revolución no quiere llamarse, que había de trasformar y regenerar la nación española en el reinado que siguió al de Fernando VII, no podía ya ser detenido. No trascurre mucho tiempo sin que el Estatuto sea reemplazado por la Constitución de 1812, aunque tumultuariamente proclamada, e impuesta, o aceptada de mal grado. Mas el código de Cádiz no va a ser ahora como antes el libro intangible, a cuya letra era criminal e imperdonable profanación el solo intento de tocar. Ahora los más ardientes partidarios de aquel Código, sus autores mismos, aleccionados por la experiencia, unidos con otros constitucionales que no eran tan idólatras de él, se juntan todos en Cortes para modificarle, o hacer sobre él una Constitución más conforme al estado de la opinión y a las necesidades del reino, y que pueda llevar en su seno gérmenes de más larga y robusta vida, y bases más sólidas para resistir a los embates de los enemigos del gobierno representativo.

Hagamos aquí alto. Hemos llegado donde nos proponíamos para mostrar, que si siempre hemos visto confirmado nuestro principio histórico, a saber, que las sociedades humanas marchan hacia su progreso y perfección, por más que en algunos períodos parezca retroceder, pocas veces habrá sido tan visible y palpable la realización de esta máxima como en la transición del último al presente reinado: para mostrar cómo se cumple lo que dijimos en nuestro Discurso Preliminar: «A veces una creencia que parece contar con escaso número de seguidores, triunfa de grandes masas y de poderes formidables. Y es que cuando suena la hora de la oportunidad, la Providencia pone la fuerza a la orden del derecho, y dispone los hechos para el triunfo de las ideas:» para mostrar que tal sucedió en las célebres y misteriosas escenas de la Granja, de donde hemos visto derivarse y nacer y tomar desenvolvimiento y desarrollo los sucesos que han ido cambiando la faz de la nación, y en cuyas maravillosas consecuencias no es posible pensar sin reconocer la intervención de un poder superior para llevar las cosas a tales términos por tan imprevistos y desusados caminos.

Y así era menester para que se verificara el fenómeno de que el monarca más enemigo de la idea liberal, el perseguidor implacable de los hombres reformadores, el que parecía resuelto a acabar con todo lo que simbolizara o recordara las libertades populares, fuera el que, obedeciendo a la voz de la Providencia sin saberlo, por una serie de actos, cuyo influjo para el porvenir acaso no penetraba, echara los cimientos y preparara los materiales que habían de servir para levantar el edificio de la regeneración política de España en el reinado de su hija.

Por dichosos nos tendríamos, si Dios nos otorgara vida y salud bastante para dar forma y cima a materiales y trabajos que sobre este reinado hemos comenzado a organizar, y cuyo término, de que desconfiamos, nos sería doblemente grato y lisonjero, por ser éste un reinado grande, glorioso y consolador, en medio de los defectos, pasiones y vicios siempre y en toda época inherentes a los hombres. De todos modos nos felicitamos de que nos haya tocado vivir en él, y le saludamos con efusión.




{1} Todo lo que aquí ponemos y seguiremos poniendo en boca de don Carlos, es textualmente sacado de sus cartas. Por eso dijimos que le juzgaríamos por el retrato hecho de su propia mano. Y para que nuestros lectores puedan también calificar con conocimiento la conducta del príncipe y nuestro juicio, y por ser además importantes documentos, damos por Apéndice esta curiosa correspondencia.

{2} Don Javier de Burgos.