Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Antonio Ferrer del Río ]

 
El Señor Don Modesto Lafuente, su vida y sus escritos
 


 

Modesto Lafuente

Grande satisfacción resulta de contribuir a perpetuar la memoria de los dignos varones, que solo a impulsos del mérito propio se granjearon fama imperecedera, y subieron desde la nada a las mayores dignidades en las diversas carreras del Estado, siempre teniendo la honradez por seguro norte, y perseverando en las vías de la rectitud y de la constancia, a vueltas de las vicisitudes, que trabajan a nuestro país un año y otro desde principios de siglo y antes. A este privilegiado número pertenece el Señor Don Modesto Lafuente y Zamalloa, nacido a 1.° de Mayo de 1806 en el lugar de Ravanal de los Caballeros y criado en Cervera de Pisuerga, donde su señor padre era médico de nota, y donde aprendió las primeras letras y la lengua latina con singular despejo y dando esperanzas de lucir mucho a medida que su razón adquiriera natural y progresivo desarrollo. Para consignar sus méritos y ejercicios literarios, nada mejor que transcribir lo que dijo en formal atestado y con fecha de 3 de Enero de 1836 el Illmo. Señor Don Félix Torres Amat como obispo de Astorga, a vista de documentos comprobatorios de lo siguiente:

«Que ha estudiado en el Seminario Conciliar de León desde Octubre de 1819 hasta junio de 822 tres cursos de Filosofía…… Asimismo que ganó en el mismo Seminario cuatro cursos de Instituciones Teológicas, uno de Religión y Moral y otro de Sagrada Escritura. Que, incorporados los cursos de Filosofía en las Reales Universidades de Valladolid y Santiago, ganó en esta última un curso de Derecho Romano, y otro privadamente conforme a Reales Ordenes. Que en el Seminario Conciliar de Astorga, después de ganar por segunda vez los cursos quinto y sexto de Teología, para poderlos incorporar en Universidad aprobada en concepto de colegial interno, ganó también el sétimo de Concilios y Disciplina general de la Iglesia y particular de España, habiendo merecido en los exámenes de todos los cursos la nota de sobresaliente. Que ha defendido como alumno tres actos de conclusiones públicas en los cursos de Lógica, Física y Sagrada Escritura; y leyó varias veces por el Maestro de las Sentencias con puntos de veinticuatro horas. Que para el curso de 1830 a 1833 le fue expedido por el Excmo. e Illmo. Señor Don Leonardo Santander y Villavicencio el título de sustituto de todas cátedras con sueldo, honores y prerrogativas de catedrático, y el de moderante de la Academia de Oratoria, siendo el primero que en dicho colegio ha enseñado esta facultad, notándose desde luego los progresos de los alumnos, a quienes ejercitó en diversos géneros de oraciones igualmente sagradas que profanas. Que por el mismo prelado le fue conferido el destino de Bibliotecario mayor, en cuyo concepto arregló y puso en el mejor orden la Biblioteca, e hizo un índice de todos los volúmenes. Que como profesor de Retórica compuso y pronunció con aplauso por espacio de cuatro años las oraciones inaugurales para la apertura de los estudios, conforme al plan general vigente. Y en estos dos últimos ha pronunciado, por encargo especial que le he hecho, dos discursos en castellano, alusivos al mismo objeto en presencia de todas las autoridades y corporaciones del pueblo, cuyos discursos se han mandado archivar en la Secretaría del Seminario. Que en Agosto de 1832 recibió en la Real Universidad de Valladolid el grado de bachiller en Teología nemine discrepante. Que en el mismo año hizo oposición a las cátedras vacantes del Seminario, y en virtud de la aprobación y censura de los ejercicios, le fue conferida una de Filosofía, que desempeñó a satisfacción por dos años, presidiendo actos públicos y regentando al mismo tiempo la de Retórica. Que en 1834 hizo nueva oposición a las cátedras vacantes de Teología, y con vista y aprobación de los ejercicios obtuvo una de ellas, que desempeña actualmente a satisfacción mía. Que en el mismo curso y a distintas horas enseñó por encargo particular mío, que le hizo el digno procurador a Cortes Doctor don Francisco Diez González, entonces rector del Seminario, las materias del quinto año de Teología, habiendo sostenido los actos públicos correspondientes a una y otra enseñanza, demarcando en las proposiciones en qué debe consistir la concordia del Sacerdocio y del Imperio, defendiendo con maestría las doctrinas más conformes y favorables a las instituciones que felizmente nos rigen. Que ha ejercido en distintas épocas el destino de Vice Rector de dicho establecimiento, desplegando siempre un distinguido celo por la buena educación y aprovechamiento literario de los jóvenes que estaban a su cuidado. Que le he confiado la secretaría de estudios del mismo seminario, que desempeña actualmente con exactitud e inteligencia. Que tiene dadas pruebas inequívocas tanto en particular como en público de la más juiciosa y sincera adhesión al Gobierno de S. M. la Reina Doña Isabel II, inculcando continuamente a los jóvenes las doctrinas más favorables al gobierno representativo y libertades patrias. Finalmente que es de buena vida, fama y costumbres, y que no está excomulgado, irregular ni procesado por delito alguno que se sepa. Por todo lo cual le considero digno de obtener cualquier beneficio, dignidad o prebenda con que S. M. tuviese a bien agraciarle.»

Tal es el testimonio brillante que uno de los prelados contemporáneos más ilustres de la Iglesia española da sobre la carrera literaria del que por entonces aún no se había dado a conocer sino en esfera muy reducida. Terminados tenía sus estudios y arraigadas sus opiniones. Bajo el influjo de los sucesos políticos de su patria brotaron fecundas en su espíritu desde la edad más tierna. Cuando empezaba a balbucir palabras, sin duda aprendió los nombres de Daoiz y Velarde, que heroicamente acababan de bajar al sepulcro: tal vez derramó lágrimas inocentes al ver llorar a sus parientes y convecinos por la muerte de hijos o hermanos en las jornadas infelices de Cabezón y de Rioseco: acaso la primera chispa del entusiasmo estalló en su corazón al oír los cánticos de triunfo de los Arapiles y de Vitoria; y sin duda asistió virtualmente en la niñez a la mejor escuela de patriotismo con los nobles ejemplos y rasgos sublimes, que daban cotidiano pasto a las conversaciones familiares durante la guerra de la independencia y la revolución de España. No acertaría a concebir de ningún modo cómo se prolongaron las aflicciones, después de la vuelta del rey Fernando, y cuando era de esperar que se gozasen las delicias de fraternal concordia a la sombra de frescos e inmarcesibles laureles. Dia por día se lo fue naturalmente explicando y desde los primeros albores de su edad lozana; y así ya propendía a las ideas liberales cuando a la ciudad de León fue de trece años para proseguir sus estudios. Entre sus papeles hay una certificación muy notable, como que por ella se viene en conocimiento de que tuvo que vencer grandes obstáculos para que el año de 1824 le admitiera el seminario de León entre sus alumnos, a causa de haberse ya señalado por su adhesión al sistema constitucional en los tres años anteriores. Restablecido violo alborozado bajo los auspicios de la Reina Gobernadora. Copia de instrucción tenía bastante, ordenado estaba de primera tonsura, y con el estado eclesiástico no había aun roto de plano, puesto que el señor obispo de Astorga le recomendaba eficazmente para cualquier dignidad o prebenda.

Por la carrera civil decidiose Don Modesto Lafuente en el mismo año. Secretario de la junta diocesana de regulares de León fue su primer destino, y de la decimal el segundo. Sólo once meses estuvo en ambos, hasta que fue nombrado oficial primero del gobierno político de León a 2 de Setiembre de 1837 con el sueldo de nueve mil reales. Su hoja de servicios formó con fecha 26 de octubre, y su jefe redactó la siguiente nota:

«La conducta moral de este empleado es irreprensible; la política digna de imitación. Es decidido por la justa causa de la libertad, Constitución de 1837 e Isabel II constitucional. La opinión pública de esta provincia y sus limítrofes le mira como un genio. Redacta hace siete meses con aceptación general un periódico bajo el título de Fray Gerundio, en estilo festivo, crítico, satírico, en el que tiene consignados sus principios ya enunciados, defiende la legalidad, ataca los abusos, proclama las economías, sostiene las reformas, y levanta a menudo su voz para que se termine la guerra civil. Su capacidad es general: en todos los ramos tiene conocimientos poco comunes: aun siendo el primer destino administrativo que ejerce, los despliega con tal rapidez que promete ser un gran jefe político. Justificado, celoso en el cumplimiento de sus deberes, asistente con asiduidad a las horas ordinarias y extraordinarias de oficina, con un fondo de probidad excelente, es digno de mi confianza y puede serlo de la del Gobierno de S. M.»

Para que resalte más el valor de esta honorífica recomendación bueno es añadir que la hacía don Miguel Antonio Camacho, jefe político de grande autoridad por sus extensas luces y su entereza acrisolada.

Ya por entonces no escrupulizaban los ministros quitar el sustento de un rasgo de pluma y por simple arbitrariedad a cualquier servidor del Estado, sin que la hombría de bien y la suficiencia puedan a nadie servir de escudo. No eran transcurridos cuatro meses de recomendación tan de brillo, cuando el señor Don Modesto Lafuente quedaba en situación de cesante. Oficial primero de su secretaría le hizo la Diputación provincial de León sin demora, y antes de un mes le enviaba la de Cáceres el nombramiento de secretario con el sueldo de 16.000 reales y en atención a su mérito y recomendables circunstancias. Como presidente de la última Corporación popular y acusando el recibo de su respuesta, Don José García de Atocha, le escribió así de oficio.

«Cuando esta Corporación se lisonjeaba de que pronto vería a V. al frente de su secretaría, que confiara a su celo e ilustración, ha tenido el disgusto de recibir su comunicación del 20 de Abril, en que le manifiesta el mal estado en que se encuentra su salud, a consecuencia de la fiebre biliosa que le ha sobrevenido y ha terminado en tercianas. La Diputación se conduele y lamenta de este incidente imprevisto a la par que desagradable; pero la general benignidad de las intermitentes de primavera, el buen tiempo propio de la estación, la persuasión en que está de que el ejercicio y los viajes son medios muy eficaces para precaver y combatir las afecciones crónicas de los órganos digestivos, los aires puros y el clima hermoso de este país, le hacen concebir la placentera esperanza de que pronto tendrá la satisfacción de verle a V. en el desempeño del delicado cargo de la dirección de sus oficinas. Pero, si causas graves, si circunstancias imprevistas hubiesen llegado a imposibilitar a V. de venir a prestar sus eficaces auxilios a esta Corporación, que tanto ansía por corresponder a las justas exigencias de sus comitentes, habría de merecer que, hecho cargo de la perentoriedad e importancia de los negocios que se hallan a su cuidado, se sirviese V. manifestarla con la brevedad que de suyo requiere asunto tan importante, hasta qué punto puede contar con la cooperación de las luces, laboriosidad y patriotismo que le adornan y que tanto han influido para depositar en V. su confianza.»

Otras diversas manifestaciones fueron motivo para que el Señor Lafuente se alegrase de su cesantía. Al obtener su primer destino tocaba a su fin el ministerio de Don José María Calatrava, adalid antiguo de las ideas liberales, consecuente desde las cortes generales y extraordinarias de Cádiz hasta que pasó de esta vida a la eterna, con fama de rectitud y desinterés en grado sumo, sin dejar con que satisfacer sus honras. Del primer destino administrativo privole el ministerio existente bajo la presidencia del Conde de Ofalia, togado muy distinguido y diplomático ilustre, bien que nunca fue más que un absolutista de ideas templadas. Insinuaciones tan elocuentes ahorran de comentarios. Entre la plaza de oficial primero de la Diputación provincial de León y la secretaría de la Diputación provincial de Cáceres sin duda optara por el destino de mayor sueldo, no teniendo otros recursos que el propio trabajo, si la inopinada cesantía no le sugiriera el propósito de venir a Madrid a probar fortuna con su Fray Gerundio por base. Desde su traslación a la corte experimentó que había obrado inspiradamente, pues con fabulosa celeridad se le aumentaron las suscriciones. Igual tino tuvo en la elección de imprenta y de administración para su periódico afamado. A la sazón había aquí un joven de laboriosidad e inteligencia, sobre el cual tengo que decir algunas palabras, ya por ser oportunas, ya por lo que gusta hablar de amistades antiguas a los que somos cincuentones. Pero antes conviene hacer mención honorífica del verdadero maestro de los periodistas de nuestra patria en la época presente, de don Andrés Borrego, que montó El Español en todos sentidos a la altura de los periódicos más célebres de Europa. Bajo su dirección brillaron excelentes redactores y muy ilustrados corresponsales; y a cargo de Don Ángel Ramon Martí puso las sesiones de cortes, por ser hijo del inventor de la taquigrafía española y el más idóneo a todas luces para organizar los trabajos de forma de armonizar la fidelidad y la prontitud en la publicación de los discursos de próceres y procuradores. Como taquígrafos de El Español figuraron Don Engenio María López y Don Antonio María Segovia con otros aun vivos: de los difuntos recuerdo siempre con dolor fraternal a Don Juan Bautista Delgado, feliz poeta y escritor humorístico de nota, que no llegó a cumplir cuatro lustros. Allí fui minimus inter omnes, y de entonces data mi amistad íntima con el elegido por Don Modesto Lafuente para imprimir su Fray Gerundio y administrarlo de igual modo. Ya se adivina que hablo de Don Francisco de Paula Mellado. No teniendo más que treinta y cinco o cuarenta duros de sueldo y habitando un cuartito de la calle de Santa María, con sus ahorros compró unas cajas y una prensa y tomó los indispensables operarios para publicar La Estafeta, primer periódico de noticias de que hago memoria, cuya suscrición mensual costaba cuatro reales y que se distribuía todas las noches. También corresponde al Señor Mellado la iniciativa en el método de buscar a los suscritores en sus casas, hoy llevado al último abuso. Novelas traducidas y baratas ideó publicar en fijos plazos, y redactando un prospecto y confiando su propagación a muchachos listos, muy luego se halló con suscritores bastantes para cubrir gastos y tener muy regular ganancia. Su imprenta necesitó mayor ensanche, y en una casa de la calle de las Huertas dióselo al punto. Otro plan más vasto concibió su feliz ingenio muy pronto, el de una Biblioteca popular a alcance de todas las fortunas, sobre la base de repartirse cada día un pliego de obras de buenos autores, nacionales y extranjeros, por el precio ínfimo de dos cuartos. Apenas conocido el pensamiento nuevo y atractivo de suyo, bien cabe afirmar que le llovieron las suscriciones. Más amplitud hubo de dar naturalmente a su establecimiento, y entonces llevolo a la calle del Sordo y al local mismo que hoy ocupa La Dulce Alianza. Allí fue donde el editor y el periodista contrajeron las primeras relaciones, estrechadas por el parentesco antes de mucho, puesto que hermana del Señor Mellado es la viuda del Señor Lafuente, y su primogénito pasa de veinte años.

¿Cuál era la situación política de España cuando en Madrid se empezó a publicar el Fray Gerundio? Con el Estatuto había creído posible Don Francisco Martínez de la Rosa llenar las aspiraciones generales de los antiguos y modernos amantes del liberalismo. Lo craso de su error en seguida saltó a los ojos. Tal especie de restauración de nuestras antiguas instituciones fuera derivación propia de las solemnes promesas voluntariamente empeñadas en el manifiesto de Valencia de 4 de Mayo de 1814 por el rey Fernando: también cuadrara a maravilla después de haber caído el sistema constitucional por segunda vez ante cien mil franceses, cuando su monarca aconsejaba al nuestro que gobernara con templanza. Después de la reacción espantosa de 1823 y en lucha contra las huestes del pretendiente Don Carlos y con una minoría bastante larga en perspectiva, no cabían términos medios. Entre la libertad y el despotismo era la pugna a todo trance; y la opinión liberal reclamaba legítimamente mayor desahogo, y prenda más segura de que los derechos de la nación jamás volverían a ser atropellados por voluntades arbitrarias. Desde la primera legislatura de los Estamentos viose así muy en claro: de ella salió quebrantadísimo el ministerio del Señor Martínez de la Rosa; y cuando el Señor Conde de Toreno tuvo encargo de formar otro, no vaciló en elegir por compañeros a hombres de opiniones tan pronunciadas como Don Manuel García Herreros, Don Juan Álvarez Guerra y Don Juan Álvarez y Mendizábal sobre todos. Este último hallábase en Londres y gozaba de la popularidad consiguiente a sonar como alma del restablecimiento de Doña María de la Gloria en el trono, que le tenía usurpado su tío Don Miguel de Braganza: cuando llegaba a tomar posesión del ministerio de Hacienda, casi no ejercía el Gobierno su autoridad más que sobre Madrid y sus arrabales: toda España estaba levantada en sentido más liberal que el existente de un cabo a otro; y toda España aquietose tan luego como vio a Don Juan Álvarez y Mendizábal al frente de la Gobernación del Estado. Mucho se ha escrito y por todos los tonos contra su persona, y únicamente con parcialidad necia se aseveraría que sólo merece altos encomios; pero de justicia es consignar que reanimó el espíritu público de seguida y como por arte de magia, asegurando luego el triunfo de la revolución española con las diversas providencias por cuya virtud se declararon bienes nacionales todos los de los conventos y monasterios. Debida le es la estatua, que a costa de la nación está ya labrada y fundida en bronce; y un día u otro su erección se llevará sin duda a dichoso remate.

No había nadie que no considerase necesaria la reforma del Estatuto: a ella aspiraba Mendizábal por medios legales, cuando a mediados de Mayo de 1836 cayó improvisamente del ministerio. Desgraciadamente viose la irregularidad parlamentaria de salir otro de una minoría insignificante; y lo califico sin rodeos como desdicha, porque de faltar a las buenas prácticas y a las leyes se siguen consecuencias trascendentales: sin la nada plausible subida al poder de Don Francisco Javier Istúriz a manera de golpe de Estado, no se deplorara a los tres meses que dos sargentos y soldadesca tumultuada impusieran su voluntad en la Granja a la Reina Gobernadora. Pocos días más adelante se iban a reunir las Cortes, para examinar una constitución de nuevo cuño, que el ministerio del Señor Istúriz tenía formulada. Restablecida encontrose el Señor Calatrava la de 1812 al presidir su ministerio; y para su reforma se hizo la Real convocatoria a cortes constituyentes.

Aún tienen algunos por de buen tono ridiculizar a los doceañistas. ¡Ojalá puedan blasonar de su desinterés y patriotismo, de su buena fe y de su índole civilizadora cuantos ocupen los puestos que dejaron vacantes así en las regiones del mando como en la tribuna de las Cortes! Por de pronto de la manera más elocuente destruyeron la acusación de no aprender ni olvidar nada, cuando a la Constitución de 1812 sustituyeron otra, que aceptaron los moderados tan sin reserva que la dieron por fundada sobre sus doctrinas, ya celebradas nuevas elecciones y teniendo gran mayoría en el Congreso y en el Senado. Transitoriamente había sucedido en el ministerio Don Eusebio de Bardají y Azara a Don José María Calatrava: aquel tenía antecedentes liberales, y aunque ya muy viejo, no debiera de ningún modo ser reemplazado por el absolutista y más que sexagenario conde de Ofalia. Un panegirista de este personaje se explica así respecto del mismo punto:

«Mucho se ha censurado este nombramiento, y le contrariaban en efecto circunstancias muy dignas de tenerse en cuenta. El conde había servido leal y honradamente al monarca difunto, crimen imperdonable para la gente revolucionaria, por lo común intolerante hasta la ceguedad y exclusiva hasta el absurdo. Si se estimaba que la elevación al poder de los principales jefes del partido moderado haría nacer temores reales o fingidos de un sistema reaccionario, no era de seguro modo de enmendarlo acudir a una persona respetable, que naturalmente debía estar y estaba en efecto más ajena de la revolución y más zaguera que ellos en las ideas llamadas liberales. La verdad es que en este nombramiento se atendió menos a la política interior que a la cuestión diplomática, se quiso conciliar a la España constitucional con los gabinetes europeos, atenuando sus enemistades y recelos a favor de un nombre íntimamente unido y enlazado a la estabilidad y el orden de la monarquía, y no se cuidó mucho de que la susceptibilidad y los enconos domésticos robarían gran parte de su prestigio e importancia al nuevo Presidente del Consejo. Por eso, atendidas las circunstancias, creemos inoportuno el nombramiento. No así censuraremos sin reserva la aceptación del conde. Comprometido a ella por una augusta voluntad, a la cual debía respeto y obediencia; apremiado por los sostenedores del espíritu monárquico en el círculo de la legitimidad; grabadas hondamente en su memoria las palabras solemnes de un padre y de un rey, encomendándole en el lecho del dolor y de la muerte que aconsejara y sirviese a su inocente hija; esperanzado por último de restablecer el orden y el aplomo del Estado en vista de las nuevas elecciones, no debió vacilar, y tal vez vaciló, ante el sacrificio de su tranquilidad y de su nombre, que arrojaba al hambriento calumniar de los partidos como presa en que habían de cebarse encarnizadamente. Estaba seguro de sí mismo, seguro de no faltar en un ápice a su añeja lealtad. El Secretario del Consejo de Gobierno, el prócer que aceptó el Estatuto y votó la exclusión de la línea del príncipe Don Carlos, el español que aceptó y juró la Constitución de 1837, más que por afecto profundo a sus doctrinas, porque el carril de la legitimidad marchaba bien o mal en esa dirección, y en ella sola, no podía rehusar a su soberana y a su patria la última prueba de adhesión, por áspera y dura que le fuese. El nombramiento pues, fue, de seguro inoportuno y malo; la aceptación, aun para los ánimos más rígidos, parécenos honrosamente disculpable.»

Contra el ministerio presidido por tal repúblico estrenó Don Modesto Lafuente sus armas periodísticas en la corte; y de su buen temple hizo insignes pruebas al censurar los estados de sitio, por aquellos días muy en boga, y la esterilidad parlamentaria de una legislatura que prometía ser muy fructuosa: con recordar que los mismos amigos negaron apoyo al ministerio del conde de Ofalia, y que vino a ruina por influjo del general en jefe del ejército del Norte, que acababa de restablecer la disciplina militar con los fusilamientos de Miranda y Pamplona, y que ya descubría intención de regir la política del país como las cosas de la guerra, dicho se está que Fray Gerundio tuvo materia muy de sobra para sus capilladas. No más que desde principios de Octubre hasta principios de Diciembre de 1838 se la dio el ministerio fugaz e incoloro del Duque de Frías, varón tan eminente por la alta prosapia como por las extensas luces, y que bajo las apariencias de distraído tenía valer grande, aunque por desafición o falta de estímulo no lo acreditara grandemente en la práctica de los negocios.

Bajo el ministerio presidido por don Evaristo Pérez de Castro fue la gran campaña de Fray Gerundio. Antiguo constituyente de Cádiz y bien reputado era el sucesor del Duque de Frías en la presidencia del Consejo; mas ya contaba edad avanzada, y realmente no le corresponde la iniciativa del ministerio a que dio nombre por espacio de diez y nueve meses largos. Durante este período hubo tres ministros de la Guerra, otros tantos de Hacienda, cinco de Marina, igual número de la Gobernación, y no más que uno de Gracia y Justicia, como elemento primordial y sostén robusto de aquella administración moderada. Ministro es hoy de Estado, y se llama Don Lorenzo Arrazola. De catedrático de Constitución dio principio a su profesorado en el seminario de Valderas: luego le oyeron los alumnos de la Universidad vallisoletana ponderar las excelencias del gobierno absoluto: allí doctorose como legista a presencia del rey Fernando; y capitán era de la milicia nacional de infantería, cuando allí le eligieron por diputado a Cortes. Sin rivalizar con los oradores de punta, desde luego acreditó sutileza extremada al tratar los asuntos más espinosos, y dotes no comunes para sostener luchas parlamentarias; y natural fue su elevación al ministerio. Escaso pasto proporcionara al ingenio de Fray Gerundio, si redujera a hechos el programa de gobernar sin espíritu de partido, de ser defensor firme de la Constitución y del trono, de mantener el orden a todo trance y de atender preferentemente a la conclusión de la guerra. Pero a música celestial sonaban ya los programas de nuestros ministerios varios, y sobre la vaguedad estudiada con que este fue anunciado en el parlamento se explica así el mejor biógrafo del Señor Arrazola:

«Presentose a las Cortes el nuevo ministerio, manifestando el presidente que su propósito era acabar la guerra civil, contando para ello con la unión de los liberales y la cooperación de los cuerpos legisladores. Mas como la vaguedad de este concepto no diese ocasión al elogio ni motivo a la censura, fueron muy pocos los diputados que comprendieron desde un principio la índole y tendencias del gabinete; quien le consideraba progresista, que, no atreviéndose a confesar francamente su pensamiento, se anunciaba bajo las formas de la imparcialidad: quien, creyéndole apoyado exclusivamente por el general en jefe, pensaba que iba a fundar el imperio de la fuerza, echando un velo sobre la Constitución e imponiendo silencio a todos los bandos: quien le juzgaba conservador moderado, diferente solo del que le precediera por su mayor fuerza y energía para acabar la guerra civil. En medio de esta contrariedad de opiniones, ni la mayoría ni la minoría del Congreso sabían cómo tratar al gabinete; porque, si le apoyaban, creábanse desde luego para el porvenir compromisos y dificultades, al paso que juzgaban desacertado e imprudente hacerle la oposición, cuando ni conocían su sistema, ni habían tenido tiempo para observar su conducta. Si hubiera tenido la franqueza de confesar explícitamente su pensamiento, las Cortes habrían podido juzgarle y se habrían decidido desde luego en su contra o en su pro; mas, no habiendo obrado así, senadores y diputados anduvieron algún tiempo inquietos y dudosos, sin saber qué temer ni qué esperar de un poder que ni se ofrecía como amigo ni se declaraba por enemigo y adversario.»

Para los periódicos de oposición era inagotable mina semejante perplejidad con visos de política habilidosa, que se atemperaba perfectamente al carácter del ministro de Gracia y Justicia, fecundísimo como nadie en evasivas y en argucias para salir de los más apurados lances. Así los progresistas como los moderados impugnaron a aquel ministerio por la disolución del ejército de reserva, pacificador de la Mancha: ataques sufrió asimismo de índole varia de resultas de los acontecimientos de Sevilla, que obligaron a los generales Don Luis Fernández de Córdoba y Don Ramon María Narváez a emigrar uno a Portugal y otro a Francia: de los progresistas mereció elogios por su aversión a los estados de sitio y por la separación de los generales Conde de Clonard y Don Juan Palarea de sus respectivos mandos en Andalucía; mas le abrumaron con censuras por aceptar la ley pendiente de Ayuntamientos, como de tendencias manifiestamente reaccionarias. Suspendidas las cortes, por exigencia del conde de Luchana fueron disueltas; y los progresistas alcanzaron señalada victoria en los colegios electorales. Durante el interregno parlamentario celebrose el convenio de Vergara; acontecimiento de gran bulto y del cual toca al general Don Baldomero Espartero la mayor gloria. Sobre la cuestión de fueros hubo empeñadísimos debates desde las primeras sesiones en el congreso de diputados: salva la unidad constitucional aprobáronse unánimemente con muestras de cordialidad entre los que se habían hostilizado sañudos. Aquella reconciliación plausible fue transitoria por extremo, y el gabinete apeló a otra disolución de las cortes sin gran cordura. Notoria coacción hubo en las elecciones: por entonces salió a luz el famoso manifiesto del Mas de las Matas, demostrativo de la injerencia del general Espartero en la política y a la par del incontrastable ascendiente que sobre su ánimo ejercía el brigadier Linaje, muy favorable a los progresistas. Sus hombres más importantes vinieron al congreso, donde la mayoría era de moderados: fogosos atacaron diversas actas por irregulares y viciosas: en Madrid alterose el orden a las mismas puertas del santuario de las leyes: a punto estuvo también de trastorno en la solemnidad patriótica del Dos de Mayo, día de la publicación de la poesía conmemorativa de aquella jornada en El Labriego bajo la firma de Don José Espronceda, y de la alocución calorosa del alcalde constitucional Don Joaquín María Ferrer con motivo de inaugurarse el monumento fúnebre del Campo de la Lealtad y de ser allí depositadas las cenizas de Daoiz y Velarde. Entretanto discutíase la ley de Ayuntamientos, y resuelto mostrábase el ministerio a salir airoso o a perecer en la demanda, a la par que obstinadísimo en sostener la intervención de la corona en la designación de alcaldes, que en sentir del mismo biógrafo del ministro de Gracia y Justicia no fue oportuna, acertada ni provechosa. Aquí hicieron sumo hincapié los progresistas, ganando en la opinión popular aunque perdieran las votaciones. Cada vez sosteníalos el Duque de la Victoria más a las claras mientras atendía a pacificar el antiguo reino de Valencia y el principado de Cataluña. Sólo con designio de producir la caída del ministerio, se apresuró a pedir mil y más gracias para los que se distinguieron en la toma de Castellote, con la agravantísima circunstancia de que entre ellas contábase la faja para el brigadier Linaje, redactor del Manifiesto del Mas de las Matas. Propio de su decoro creyeron todos los ministros dejar sus puestos, sin más excepciones que las de los Señores Don Evaristo Pérez de Castro y Don Lorenzo Arrazola: por segunda vez recompusieron el gabinete, ya tan quebrantado, y consiguieron la aprobación de la malhadada ley de Ayuntamientos por la mayoría de los diputados y de los senadores. A todo esto S. M. la Reina Gobernadora había ido con sus augustas hijas a Barcelona, donde el general Espartero fue a descansar de sus fatigas, después de ganar el postrer baluarte de Berga a los parciales de don Carlos. Allí se opuso desembozadamente a la sanción de la ley de Ayuntamientos por la corona, y hasta hizo dimisión de todos sus grados y condecoraciones, cuando fue su voz desoída, con lo cual dio pábulo eficacísimo al pronunciamiento del día 1.° de Setiembre, que puso fin a la regencia de la augusta Gobernadora.

Reseñado queda así el período en que Don Modesto Lafuente llevó al mayor auge su Fray Gerundio: para que a su popularidad no faltase ningún requisito, hasta sufrió breve destierro por disposición arbitraria, con motivo de la publicación de un grabado en que representaba a la mayoría del Congreso tragándose actas como ruedas de molino. Acerca de la naturaleza de su periódico famoso, poco hay que añadir al atinadísimo juicio del jefe político Don Miguel Antonio Camacho, pues sintetizola a maravilla con expresar que defendía la legalidad y las economías, y atacaba los abusos con grande anhelo por reformas, y que a menudo clamaba por la feliz terminación de la guerra. Siempre hizo gala de buen sentido: en ninguna de nuestras parcialidades políticas figuró de forma de sacrificar su criterio propio a los intereses de bandería: sin blasonar de independencia ruda, no estaba cortado para alinearse a cordel en fila ninguna como soldado de plomo: tan agudo ridiculizó el espíritu conservador a todo trance como el prurito de innovar a tontas y a locas: sus capilladas están salpicadísimas de chistes que recaen alternadamente sobre progresistas y moderados. En su sátira no hay encono, y siempre deja correr la pluma a impulsos de la intención más sana.

Sin duda el título de Fray Gerundio sacolo de la obra del Padre Isla, mas no con propósito de imitar a aquel prototipo de revesado y campanudo lenguaje; antes bien resalta por la llaneza el suyo. Don Modesto Lafuente era la personificación de Fray Gerundio a los ojos de todos; y real parecía la existencia del imaginario Tirabeque, lego a quien hizo popularísimo en sus capilladas. Como todo pasaba entre frailes, sus diálogos a menudo huelen a sala de profundis o a refectorio; y este es uno de los méritos principales de aquel periódico originalísimo por esencia: otro más alto estriba notoriamente en discutir sobre las materias más intrincadas tal como lo haría cualquier campesino, si fuera culto y se hallara en proporción de formar juicios propios: identificándose con los más rústicos y vulgares y dándoles bien digeridas las especies, por buen camino llegó al disfrute de una popularidad extraordinaria y bien merecida. Sobremanera trabajó por la ilustración pública y con gran fruto, pues no había rincón de España, donde no se leyera el Fray Gerundio a solas o ante numeroso auditorio. Dos capilladas se publicaban semanales, y próximamente se tiraban seis mil ejemplares. Jamás tuvo Don Modesto Lafuente que arrepentirse de figurar como esparcidor de malas doctrinas, pues de continuo se esforzó por el progreso moral y material de su patria.

Más tuvo que aguzar el ingenio que antes, para que no decayera el periódico de interés e importancia, ya triunfantes los progresistas, con cuyas opiniones eran más afines las suyas. Triunfal viaje hizo por las provincias andaluzas y otras del reino: con festejos le agasajaron las Diputaciones provinciales y los municipios: de pueblo en pueblo oía repicar las campanas y estallar cohetes a su llegada: entre banquetes y otros convites pasaba el día, y no pasaba noche sin que le dieran serenatas con músicas del país o militares. Una fiesta de meses gozó de este modo: sus trabajos le rendían sumo provecho y a la par muy singular honra: jamás corrieron mejores parejas lo útil y lo dulce. Y sin embargo, pocos meses después cesaba de improviso la publicación del Fray Gerundio, a causa de no hallar Don Modesto Lafuente la debida reparación legal de un atropello injustificable. Su periódico formaba ya diez y seis tomos; solamente en América se vendieron quince mil volúmenes a precio bastante subido por los portes.

No parece dudoso que de la coalición formara parte importantísima Don Modesto Lafuente con su Fray Gerundio, si viviera cuando la propuso El Eco del Comercio y la aceptaron otros periódicos progresistas, y también El Heraldo y La Postdata, sostenedores de las doctrinas moderadas, cada cual por su tono. Fecundísima debió ser la coalición aquella en bienes, sin más que proceder todos con hidalguía después de alcanzar la victoria. Si antes los progresistas habían triunfado a consecuencia de la sedición de la Granja, mucho hicieron con formar la Constitución de 1837 en términos propios a merecer la aceptación de sus adversarios para que se les absolviese de aquella culpa: si tras el pronunciamiento de Setiembre se apresuraron a eliminar de todo puesto público y a impedir la influencia de los sostenedores del moderantismo, mediante la coalición abriéronles camino expedito para volver a entrar en juego. Sabido es cómo de Mayo a Julio se transformó la situación política de España con la caída y emigración del regente del reino a Londres, y con la restauración del ministerio de Don Joaquín María López como especie de gobierno provisional hasta que por Octubre de 1843 se reunieron las cortes y declararon mayor de edad a la Reina Doña Isabel II a poco más de trece años. No encaja aquí bien la relación de lo acontecido sobre la exoneración de Don Salustiano Olózaga de su ministerio, ni sobre el rápido cambio de frente que Don Luis González Bravo hizo a la faz de la nación y del mundo, ni sobre la ruptura de la coalición y el encono perseguidor contra los que la habían proclamado generosos. Mientras se verificaban estos sucesos por demás lamentables, y mientras los moderados volvían a abrir el período constituyente sin cordura, al poner manos reformadoras y reaccionarias en el código fundamental de la monarquía española, que toda la gran familia liberal tenía por suyo, Don Modesto Lafuente visitaba la Francia, la Bélgica y la Holanda, y hacía de vuelta muy amena descripción de sus viajes, con éxito de que dan testimonio dos ediciones expendidas una tras otra.

Con el título de Teatro social del Siglo XIX publicó nuestro escritor fecundo en 1846 hasta veintinueve funciones, dando este nombre a las antiguas capilladas, siguiendo el tono del Fray Gerundio, y no apartándose de su lego Pelegrín Tirabeque. Poco hay allí de política militante, y mucho de costumbres: Cubí aparece con su frenología y su magnetismo, y el doctor Núñez con su homeopatía de moda: bajo el epíteto de Don Fruto de las Minas se lee una historia novelesca e instructiva de sumo agrado; bajo el de La empleatividad una comedia en tres actos, donde un Don Juan figura como pretendiente, empleado y cesante; bajo el de Madrid en 1820 o Aventuras de Don Lucio Lanzas se ve un gran cuadro de transformación de la capital de España a la francesa. Acerca de La Civilización hay varias conferencias, en las cuales tercia un Don Magín con Fray Gerundio y con su lego; y la síntesis hallase en las siguientes palabras:

«Este Don Magín, este amigo íntimo, inseparable y consecuente, que no me ha abandonado en ninguna situación de la vida, es mi propia imaginación gerundiana, que muchas veces me había representado los pros y las contras de la Civilización tal como generalmente se entiende y a la cual se mira como el supremo bien que pueden alcanzar los hombres y los Estados. Mi objeto en estos diálogos o conferencias ha sido procurar hacer ver que esa Civilización tan decantada ni mejora la sociedad tanto como a primera vista se cree, ni hace a los hombres más felices por lo mismo que hace desaparecer la sencillez de las costumbres, destierra la sinceridad, ahoga la poesía y apaga los sentimientos del corazón, mientras no esté cimentada en la moral, y mientras los hombres, que gobiernan los Estados o dirigen la opinión pública, sigan promoviendo casi exclusivamente el espíritu del cálculo de utilidad y del interés material, que engendra el egoísmo con menoscabo de las virtudes y de los afectos del alma, que son la base de la felicidad. He creído la cuestión de alta importancia y trascendencia, y he hecho estas ligeras observaciones, no con la presunción de decidir ni con el intento de fallar, sino por si pudieren servir a llamar la atención y a estimular a otros más ilustrados genios a esclarecerla y tratarla con la profundidad que por su importancia merece, y si esto lograse me felicitaría de haber hecho un gran bien.»

Muy notables artículos hay además sobre la Bolsa, los desafíos y los suicidios. De interés extraordinario es la serie de las decoraciones relativas al Movimiento universal del mundo en cuanto al de las ideas políticas y concretándose a España, no es para omitido un pasaje de tanto gracejo y oportunidad tanta como el que dice así a la letra:

«Ya que la España hemos nombrado, volvamos la vista, hermanos míos, hacia esta patria dichosa y desdichada, que ella mejor que otra alguna nos ha de representar el caos del hermano Ovidio. El Siglo nos cogió realistas puros; el año 12 éramos ya demócratas y lo éramos con entusiasmo; vencimos en guerra al Hércules del Siglo que parecía imposible, y en política nos pusimos delante de todo el mundo; y la España saltaba de gozo de verse tan libre y tan valiente; pero el año 14 vino un rey a quien queríamos con delirio, porque no había hecho nada, y sacudió un puntapié a aquella Constitución que queríamos tanto, y poco faltó para divinizar al rey que hizo lo que nadie esperaba, y se desquitó en un día de lo que en tantos años no había hecho; pero llegó el año 20, y nos volvimos a hacer demócratas con más entusiasmo que antes, y poco después no faltó el canto de una peseta para echar a vivir con los peces a aquel rey tan querido; pero llegó el año 23, y el rey querido nos puso muy a su sabor todos los sacramentos del despotismo, y la nación lo celebró con grandes fiestas y grandes barbaridades; pero a los diez años aquel rey se murió, y todo el mundo pareció alegrarse de que hubiera muerto su rey querido (salvo del sentimiento que todos tuvimos de su muerte), los unos por considerarle un obstáculo para la libertad, y los otros porque decían que se iba haciendo liberal; y los primeros se pusieron a pelear para alcanzar la libertad que impedía aquel rey, y los otros se pusieron a pelear por afianzar el despotismo que impedía aquel rey, que por lo visto no se sabe lo que era, y se armó un zipizape de ideas que duró siete años; y como unos y otros llevaban las ideas en las bayonetas y en los cañones, eran ideas que pinchaban cuerpos y descabezaban hombres, y nos llenaron los campos de cadáveres españoles; pero al fin triunfaron las ideas de las bayonetas liberales, y la nación lo celebró con fiestas y regocijos públicos. Entretanto la reina viuda nos dio un Estatuto, que nos llenó de gozo, porque decían que era lo que pedían las ideas de la nación; pero a los dos años las ideas de la nación o unos soldados pidieron la Constitución aquella del año 12, y nos la dieron, y la nación la recibió; pero al año siguiente nos dieron otra Constitución, y el año pasado otra, y hoy día de la fecha, aunque dicen que tenemos una Constitución, yo apuesto mis hábitos y mis capillas, mis pelucas y mis antiparras, y me ofrezco a echarme de cabeza de este Monte Blanco en que estoy subido, si entre todos los que me estáis aquí acompañando, y otros que vengan, podéis decirme qué es lo que tenemos, qué es lo que queremos, qué es lo que tendremos y qué es lo que deseamos. Si me preguntáis lo que hemos tenido en España en lo que va de Siglo, eso ya os lo podré decir. Hemos tenido mucho, muchísimo más que lo que pudiéramos apetecer. Hemos tenido dos reyes que abdicaron y una reina a quien se quería hacer abdicar por fuerza: hemos tenido dos Regencias y una Gobernadora: hemos tenido monarquía absoluta tres veces: hemos tenido tres veces la Constitución del año 12: hemos tenido un Estatuto y dos Constituciones. Total diez y seis cosas distintas, y fuera de las diez y seis, nada.»

Algunas más pudiera hoy añadir a la cuenta, sin tener mayor producto, bajo el concepto de llegar a una situación definitiva y normal del todo en armonía con las luces de la época y como galardón de los sacrificios hechos por la nación española para asentar la libertad civil y la libertad política sobre sólidas bases.

A principios de 1846 fue la apertura del Teatro Social y su última función el 30 de Agosto, por anunciar Fray Gerundio que se iba e dedicar a otro género de trabajos literarios, no muy compatibles con una publicación de esta clase. Más de un año permaneció silencioso, durante el cual se celebraron las reales bodas, y hubo tres ministerios bajo la presidencia sucesiva del duque de Sotomayor, de Don Joaquín Francisco Pacheco y de don Florencio García Goyena, sin contar el de Istúriz caído y el del Duque de Valencia nuevamente elevado. Así faltole ocasión para hablar de la administración puritana, que abrió las puertas del suelo nativo a todos los españoles expatriados por sucesos antiguos o recientes. Una amnistía general diose entonces: no podían ser comprendidos en ella dos personajes, el príncipe de la Paz y el duque de la Victoria: con reconocer al primero todos sus títulos y grados y con nombrar al segundo senador del reino, se les habilitó muy decorosamente para volver a España. Estas y otras providencias liberales inspiraran sin duda imparcial alabanza a Fray Gerundio, no desagradándole tampoco lo muy próximos que estuvieron a subir al mando por aquel tiempo los progresistas. Ya el año de 1847 corría por el mes de Noviembre, cuando Mr. Arban fue causa de que al público diera otra vez razón de su persona y de su lego inseparable en el opúsculo titulado Viaje aerostático de Fray Gerundio y Tirabeque. Dividida está la obra en dos partes: una reseña histórica de los medios empleados para la navegación aérea de antes y después de la invención de los globos contiene la primera, y política y en estilo festivo es la segunda. Con Mr. Arban supone que suben fraile y lego y que ven revolotear un papel por los aires, al cual echan mano, y que es el discurso de la corona al abrirse la legislatura de aquel año. Ningún pasaje mejor que el siguiente patentiza su manera de ver por entonces nuestras cosas.

«“Por este medio (continué leyendo) llegará al fin el anhelado momento de la reconciliación de todos los españoles, y en que, extinguido hasta el recuerdo de las pasadas discordias, no se vean en derredor del trono más que españoles hermanos……”

—Sin salir de las Cortes me lo diréis dentro de algunos días, murmuró Tirabeque.

“Igualmente dispuestos a cooperar al afianzamiento de la paz pública, a cuya sombra solo se arraigan y prosperan las instituciones, hay garantías para el ciudadano y dicha y libertad para los pueblos. Señores senadores y diputados: esta es la grande obra a que hace tiempo están llamadas las Cortes con el Trono.”

—Señor, dijo Tirabeque, esa es la mayor verdad que contiene todo el discurso: tiempo hace, y no poco, que están llamadas las Cortes a esa grande obra; pero tiempo hace también que así han hecho ellas la grande obra como si para tal cosa las hubieran llamado. Y vea Vd. si hay por ahí algo más que valga la pena.»

Más y más remontados finge Fray Gerundio que divisan la Europa, y principalmente llaman su atención la lucha del Sonderbund en Suiza y el anhelo por las reformas en Italia; sobre cuyos puntos se expresa de este modo:

«¡Pobre Helvecia! La sangre de tus hijos volverá a inundar tus valles, porque los hermanos vuelven a pelear con los hermanos. Gracias pueden dar a esas poderosas naciones, a esa Austria y a esa Rusia, y lo que es más extraño a esa Francia, que en vez de interponer su influjo y mediación, para que terminaran pacíficamente las discordias y partidos que dividen tus cantones, acaso los han avivado a la guerra, acaso han armado a los unos contra los otros para que se devoren entre sí, y acaso tienen ya concertado los despojos que ha de repartirse cada una. Esta es la caridad de los fuertes contra los débiles. Entretanto la Prusia calla, la Inglaterra ni habla ni obra, y Pío IX no ha pronunciado la palabra que se esperaba de su boca. Los hijos de la Helvecia se degollarán entre sí. ¡Y quién sabe si los jesuitas se gozarán de su triunfo!

—Señor, me decía Tirabeque, hágame Vd. el favor de sacarme pronto de la Suiza, porque voy teniendo otra vez mucho frio.

—Pues bien, dirijámonos más hacia el Mediodía. Veamos la Italia que es país más templado. Toma el anteojo, y dime qué es lo que alcanzas a ver en aquellos países. Ponle más a la derecha…… ahí…… tente firme, ¿ves ya la Italia?

—Sí señor; pero la veo muy revuelta: veo como una polvareda muy grande.

—Eso no es extraño: es la polvareda que han levantado en toda Italia las reformas liberales del papa Pío IX; reformas cuyo espíritu ha cundido y propagádose con la velocidad del relámpago por todos los Estados de la península italiana, encontrando en unas partes apoyo y protección, en otras oposición y resistencia, así en los príncipes como en los pueblos, poniéndolos en una especie de combustión, como es muy natural cuando las ideas nuevas, de mucho tiempo comprimidas, encuentran una mano que las ayude a romper la ligadura de las viejas doctrinas que las sujetaban, las cuales pugnan a su vez por conservar a toda costa un predominio de que estaban en añeja posesión, y de que temen verse privadas. Y esto es natural, Pelegrín, en unos Estados en que el principio del absolutismo y del derecho divino había echado tan hondas y fuertes raíces, que creía que ningún poder humano bastaría ya a arrancar. De aquí esa polvareda que se ha levantado, no sólo en los Estados Pontificios, sino en Toscana, Módena, en Luca, en Cerdeña, en las Dos Sicilias…

—Señor, encalabrinada veo la gente por allí.

—Y no dices mal, encalabrinada, Tirabeque; porque precisamente en la Calabria es donde hasta ahora ha hecho más víctimas esta lucha, o por mejor decir las ha hecho el rey de Nápoles, que a fuerza de sangre y de suplicios ha querido ahogar la voz de los liberales calabreses, que no pedían sino las mismas reformas que se están haciendo en otros puntos de Italia. Pero las ideas, Pelegrín, ya están sembradas en el pueblo, y ellas brotarán, y el rey de las Dos Sicilias debe temer que un día broten con más lozanía por lo mismo que las ha regado con sangre.

—Señor, ahora tengo los puntos puestos enfrente de la misma Roma. Yo no lo conocería si no fuera porque me he tropezado con el mismísimo Santo Padre, a quien ya conozco por el retrato, y que se ha presentado aquí vía recta del anteojo. ¡Válgame Dios, mi amo, y qué campechano está y qué bueno!…

—Verdaderamente, Pelegrín, que necesita el pontífice Pío IX de un valor cívico y de una perseverancia a toda prueba, para seguir inalterable en la carrera de las reformas que con tanta gloria suya ha iniciado, teniendo que luchar con tantas contrariedades y con tan poderosos elementos como fuera y dentro de su país se han levantado, y se conjurarán todavía contra él. Pero esto mismo, junto con la singularidad de ser el jefe de la Iglesia el que espontáneamente ha levantado sobre la cúpula del Vaticano el estandarte de las reformas religiosas y políticas, le dará el primer lugar entre los hombres grandes del siglo, si, como es de esperar, y de desear, prosigue su marcha con la madurez y el aplomo que se necesita, para no dejarse envolver por un lado en las asechanzas de los enemigos, y para no dejarse arrastrar por otro a exageradas y peligrosas innovaciones. Por lo demás, si grande es el pensamiento de que la Italia vaya saliendo de vergonzosas tutelas y recobrando el rango que debe ocupar entre las naciones de Europa, mayor es aún y más digno del jefe de la cristiandad hacer ver al mundo que, lejos de oponerse la verdadera religión a la libertad racional y justa de los pueblos, deben por el contrario marchar unidas y hermanas, como lo estuvieron en los primeros y mejores tiempos del cristianismo. Y aun por esta misma razón, Pelegrín, no encontrara yo tan grande al sumo Pontífice, si no viera que a la ilustración del reformador político, reúne la virtud del varón apostólico. Esto es lo que hallo de más grande en él.»

Otra vez dejó de estar en comunicación frecuente con el público Don Modesto Lafuente, aplicado a las graves tareas literarias ya insinuadas; pero los muchos, rápidos y universales acontecimientos de 1848 le pusieron de nuevo la pluma en las manos para escribir la Revista Europea. De quince en quince días la dio a la estampa con el mismo éxito que todas sus publicaciones y por espacio de un año justo. Así forma cuatro tomos: cada uno corresponde a un trimestre: al principio de cada número hay una reseña histórica de lo que a la sazón iba sucediendo en Europa, y el resto llénanlo oportunos artículos gerundianos en su mayoría de circunstancias, y que todavía son de muy interesante lectura. Con el número de 30 de Abril de 1849 puso término a la acreditada Revista Europea, anunciando que presto empezaría a publicar la obra grave que traía entre manos.

Hacia los años 1838 y 1839 Don Alberto Lista dirigía en Cádiz el colegio de San Felipe, que posteriormente estuvo a cargo de Don José Joaquín de Mora y de Don Antonio Alcalá Galiano: dedicado estaba a la enseñanza, como lo estuvo desde los trece años casi no cumplidos, y como lo había de estar hasta descender de más de sesenta y tres al sepulcro.

Apóstol del saber, perseverante
en la santa misión, de paz modelo,
cercano escollo o valladar distante
alas ponían a su activo celo:
sus sinsabores, cuanto más prolijos
mejor remuneraban su desvelo:
segunda vida numerosos hijos
a su enseñanza deben, pues oprime
vil rudeza al espíritu, y su fuego,
sin que soplo benéfico lo anime,
yace aterido como en seco prado
marchita planta que codicia riego.
Sol que disipa tétrico nublado
es el docto que instruye: no traslado
semeja nunca de lozana rosa,
en recóndito huerto cultivada,
descogiendo su pétalo aromosa,
si algún mancebo en hora fortunada
el seto salva que el pensil circunda,
sino hálito de brisa embalsamada,
que, de perfumes opulenta, inunda
la choza humilde y la mansión dorada.

Tal pinté a aquel eclesiástico ilustre en la Corona fúnebre dedicada por la Academia de Buenas Letras de Sevilla a su digna memoria: así obraba en Cádiz ya sexagenario, y aun podía a menudo escribir artículos doctos en El Tiempo, cuya propiedad y dirección pertenecían a Don Alejandro Llorente. Bien coleccionados publicáronse después en Sevilla bajo el epígrafe de Ensayos literarios y críticos y allí hay uno sobre El Padre Juan de Mariana. Indignado noblemente lo trazó con enérgica pluma, por haber leído las siguientes frases del prólogo de la Historia de España de Carlos Romey en el prospecto de su traducción al castellano, anunciada por editores de Barcelona:

«Lo que ha desconceptuado y casi envilecido a los escritores de la escuela de Mariana es la desfachatez increíble con que están afirmando hechos de su invención, poniendo en boca de los personajes sus propias aprensiones o las de su tiempo, y falsificándolo y estragándolo todo sin autoridad y sin primor. Por tanto el primer paso fundamental es en algún modo no hacer caso, por ejemplo tratándose de España, de Mariana ni de Ferreras.»

Don Alberto Lista apresurose a consignar la admiración general tributada por propios y extraños al literato insigne, que en el siglo XVI emprendió y llevó a cabo la Historia general de España con inmensa erudición, incansable laboriosidad, corrección y austeridad de lenguaje, y aun crítica y filosofía, muy superiores a lo que se podía esperar en su tiempo y de sus circunstancias particulares. Su obra fue la primera de esta clase que apareció en Europa después de la restauración de las letras: se cuenta entre las clásicas de la lengua y de la literatura española: por ella se aclimató el pincel de Tito Livio entre nosotros: rasgos contiene de Tácito en la descripción de los caracteres; y toda ella revela gran diligencia en las investigaciones y sumo trabajo. Censuras se han hecho al autor esclarecido, por dar mucha cabida a los sucesos eclesiásticos y a las consejas tradicionales: sobre lo cual dijo el Señor Lista que el clero ocupaba durante la Edad media el primer grado en la social escala, y que ya expuso el célebre jesuita su incredulidad respecto de algunas cosas referidas por su pluma, además de que a la sazón fuera peligroso negar y aun omitir algunas, que transcribió de otros autores. Muy rotundamente negó el Señor Lista que Mariana insertara hechos de invención propia, y que en boca de personajes de otras edades pusiera ideas suyas o de su siglo. A una réplica de los editores dio contestación muy vigorosa, donde hay este pasaje:

«Dicen que ignoramos los adelantos que ha hecho la escuela histórica en estos tiempos, y los principios que ha sentado diametralmente opuestos a los de Mariana…… ¿Qué principios históricos son esos, señores editores? ¿Pueden ser otros que los de la veracidad, la verosimilitud, la unidad y la dignidad y corrección del estilo? Pues estas máximas son conocidas desde el tiempo de Cicerón. Lo que se ha perfeccionado mucho es el arte crítico y la filosofía política. No se debe culpar a Mariana de que en su tiempo estuviesen ambas ciencias en la infancia. Él fue uno de los que más contribuyeron entonces a que adelantasen; y así su obra fue recibida con general aplauso de toda Europa.»

También el Señor Lista estampó las siguientes palabras:

«Nosotros hemos llevado muy a mal que se haya procurado aprender nuestra elocución poética en las composiciones de los actuales poetas franceses, introduciendo en la lengua de Rioja frases y giros enteramente propios de aquel idioma. Lo único que nos quedaba que ver es que se estudiase la historia de España, no en Mariana, ni en ninguno de nuestros historiadores, sino en una obra escrita en París.»

Grande eco hizo esta despechada frase dentro del alma de Don Modesto Lafuente: para inflamar su patriotismo en mayor grado coincidía la publicación del primer tomo de otra Historia general de España por un profesor de la Sorbona: M. Rosseew de Saint-Hilaire dábalo a luz en la capital de Francia, al mismo tiempo que empezaban a circular desde Sevilla los Ensayos literarios y críticos del Señor Lista. Así el conocido vulgarmente por Fray Gerundio concibió que sería grande y nobilísima empresa la de escribir una Historia general de España. Muy despacio pesó todas las dificultades, y de estímulo sirviéronle y no de freno; y más aún por venir a sus manos cierta obra de un historiador extranjero, en cuyo prefacio, después de citar las historias de varios países, ya escritas con buena crítica y a la altura del espíritu filosófico moderno, se halló estas palabras:

«En cuanto a España desgraciadamente no hay ningún nombre español que citar, y sólo algunos antiguos escritores han dejado obras históricas notables…… La España carece aún de una literatura nacional; el genio histórico no se ha desarrollado todavía en ese grande y desventurado pueblo, que marcha con tantas angustias hacia su regeneración.»

Si hay decisión para empezar y perseverancia para seguir, a remate se llega de lo más arduo. Toda su mente llenó esta máxima irrefragable. Caudal no escaso tenía ya de conocimientos propios a la realización del designio: su recreo mayor era el estudio: gracias a su laboriosidad fructuosa, asegurado contaba el pan cotidiano de una manera independiente; y con plena holgura podía realmente poner manos a la obra magna. Desde entonces aplicose a enriquecer su librería con las producciones de los autores nacionales y extranjeros que habían escrito sobre nuestras cosas, y con las muchas colecciones de documentos ya dadas a la estampa; y comenzó a frecuentar la sala de manuscritos de la Biblioteca nacional y a vivir horas y horas en la Biblioteca de la Academia de la Historia. Además se propuso visitar personalmente los archivos, recién abiertos por nuestro Gobierno ilustrado a las investigaciones de los estudiosos. Por el de la corona de Aragón dio principio a su peregrinación fecunda, y hallolo bajo la dirección inteligentísima del erudito vindicador de los condes de Barcelona. Don Próspero Bofarull tenía aquel archivo como en la uña, y le facilitó mucho las tareas: su hijo Don Manuel fuele de grande ayuda, y de allí se trajo tesoros, aumentados con remesas posteriores de muy interesantes datos y documentos sobremanera estimables.

Todo el verano del año 1849 pasolo en Simancas. Su archivero Don Manuel García González llevaba allí más de treinta años, y también le sirvió de guía. Así pudo en contados meses designar las copias que necesitaba de los papeles de las tres últimas centurias. No es para omitido que de Simancas datan mis relaciones amistosas con Don Modesto Lafuente: muy hombre de familia, no concurría nunca al café del Príncipe o Parnasillo, hoy desierto y animadísima reunión de escritores y artistas durante la efervescencia de nuestra revolución política y literaria: al Liceo fue pocas veces; y así entre nosotros no se habían cruzado hasta entonces más que urbanos saludos. En unión del coronel de ingenieros Don José Aparicio y García dábamos diarias paseatas, siempre hablando de historia, cada cual de la que traía entre manos con vivo anhelo: Fray Gerundio de la general española, el coronel de la de su arma, yo de la del tercer Carlos: también sobre la contemporánea política solíamos echar nuestros parrafillos; y generalmente no había mucha divergencia de pareceres. Cierto día platicamos sobre la asiduidad regulada con que Don Manuel García González iba al archivo todas las tardes con un sobrino suyo a copiar los documentos relativos al levantamiento de las comunidades de Castilla; y yo manifesté extrañeza de que esto le ocupara años y años, no abarcando aquel suceso más que un breve período, y habiendo sido tantos los testigos de vista que escribieron sobre sus varios incidentes y su trágico desenlace, fuera de que parecía imposible que del archivo no se hubiera sacado en nuestra segunda época constitucional lo más jugoso, cuando nuestras cortes honraron la memoria de Padilla, Bravo y Maldonado. Amistosamente el coronel llevome la contra, y en el calor de la conversación solté la especie de que me atrevía a escribir una historia del levantamiento de las comunidades castellanas con las noticias que adquiriera sin recurrir a aquel archivo: de tildarme el coronel por jactancioso y de animarme Fray Gerundio a llevar el propósito a cabo, se siguió que a los pocos meses enviara yo a Don Antonio Gil de Zárate por tarjeta de días el libro impreso con la dedicatoria a su nombre. Ambos amigos tuvieron así parte muy directa en que yo empezara a sonar como historiador bueno o malo por ambos mundos; y verdad hablo lisa y llana, como que en mi poder obran los juicios de Prescott y Ticknor sobre la tal obra. Antes que don Modesto Lafuente vine yo de Simancas, no sin que del Discurso preliminar de su Historia me leyera toda la parte que llevaba escrita por entonces: de vuelta en Madrid leyómelo todo. Al año siguiente daba el tomo primero a la estampa: y los sucesivos salieron con breves intervalos, aunque la vida política le absorbió después mucho tiempo.

Reciente estaba la caída estruendosa de la monarquía francesa de Julio cuando don Modesto Lafuente y yo intimamos amistad en Simancas. Mucho hablamos sobre suceso tan de bulto y sus complicadas ramificaciones. A la tiesura intransigente de Mr. Guizot atribuimos concordes la catástrofe aciaga: más sectario que gobernante, sin visos de razón se opuso a admitir ninguna reforma en materia de censo electoral y de incompatibilidades parlamentarias; y la campaña de los banquetes dio al traste con el trono de Luis Felipe y con la obstinación de su ministro predilecto. Cuando sobre tema tal hacíamos largos comentarios, apenas quedaban ya chispas de la conflagración casi general de Europa, al nacer la segunda república de Francia, aún vigente por entonces; y lo que Don Modesto Lafuente opinaba sobre su duración probable, se halla contenido en el último número de su Revista Europea bajo el epígrafe De cómo dejamos las cosas. Importantísimo es el pasaje, por lo muy de relieve que pone su perspicacia; y así conviene transcribirlo a la letra.

«—Señor, fuera de los nueves cero; la Inglaterra está como estaba un año hace.

—Pues echa esa partida a un lado y vamos a Francia.

—Señor, esa es cuenta de muchos quebrados, y no sé cómo nos hemos de ver para sacarla.

—Se simplifica, Pelegrín, y verás como va saliendo. La Francia derribó la monarquía y se constituyó en república, que fue como nosotros la encontramos, y hubo muchas barricadas, y muchos árboles de la libertad, y muchos clubs; y vinieron las jornadas de Mayo, y las de Junio, y las de Agosto; y hubo un gobierno provisional y otro gobierno provisional; y aquello de libertad, igualdad y fraternidad; y los banquetes, y los tumultos, y el comunismo, y el socialismo, y la organización del trabajo, y todo lo que, por ser tan sabido, no necesito recordar. Y en resumidas cuentas ¿qué ha quedado de todo esto, Pelegrín? Ya no hay organización del trabajo, ya no hay árboles de la libertad, ya no hay clubs, ni siquiera se nombra lo de libertad, igualdad y fraternidad; y al cabo de un año, ¿qué ha quedado? Una cosa que se llama república porque no es monarquía, y no es monarquía porque la llaman república.

—Pero es una república homeopática, mi amo.

—Democrática querrás decir, Pelegrín.

—No señor, homeopática. Y bien sé lo que me digo; puesto que, así como los médicos homeópatas dicen que curan todas las enfermedades por los semejantes, así la Francia va a curar la república de Roma con otra república, o lo que es lo mismo, la república francesa va a quitar la república romana, que no puede ser una cura más homeopática.

—Así es la verdad, Pelegrín; y me alegro que hayamos alcanzado en nuestro año este fenómeno, para que podamos llamarle con más razón el año de los fenómenos, pues no es fácil, ni casi posible, que se vuelvan a ver otros mayores.

—Pero respecto a la Francia, mi amo, paréceme que no podremos liquidar hoy la cuenta, pues todavía no se sabe lo que quedará; que, aunque tenemos la suma de lo que ha habido en el año, fáltanos la resta, que no sabemos a cuanto podrá ascender.

—Cierto, Pelegrín. Mas también puede hacerse un cálculo aproximado. Por de pronto de la suma del año pasado, que ha sido larga, no veo que queden más que dos partidas gruesas, que son la constitución republicana y la asamblea que está para espirar. En cambio de estas partidas tiene un Presidente de la república, que es un príncipe dinástico, y unos ministros republicanos, que han sido ministros de la monarquía, y tienden menos a lo que son que a lo que fueron. Pues bien, esta Asamblea, que ya no es tampoco la Asamblea del año pasado, puesto que es una Asamblea republicana, que autoriza la expedición de una escuadra para destruir otra república, está para disolverse ya; y apunta, Pelegrín, y da por borrada esa partida. Van a hacerse nuevas elecciones; y es muy de presumir que produzcan otra Asamblea menos republicana; la cual no extrañaré que diga que le gustan dos cámaras más que una sola, y que eso de nombrar cada cuatro años un Presidente de la república nuevo es un aperreo y un tósigo, y que sería más descansado y más sencillo nombrarle cada diez o hacerle perpetuo; o bien que le sonara mejor al oído el título de Emperador. De modo, Pelegrín, que no me maravillaría de ver en Francia un Napoleón II con imperio, ni tampoco un Enrique V o un Luis Felipe II con monarquía, o uno tras otro.

—Señor, al paso que Vd. va resultará que será mayor la resta que la suma, y la data que el cargo. Pero esas partidas no pueden ser todavía de abono.

—Así lo reconozco, Pelegrín, y esto no es más que indicar el giro que va llevando la cuenta, y que, según la prisa que los consumidores se van dando a gastar, podrá ser muy bien que, si hoy no, dentro de algún tiempo sea mayor el sustraendo que el minuendo, y que la Francia se diera por contenta con quedar igual, o cargo con data; y eso, que, a decir verdad, en Francia es donde queda todavía alguna cuenta pendiente.»

Estudios sobre Don Ramón titula don Modesto Lafuente un artículo de la Revista Europea; y nada más oportuno que copiarlo del todo, para que se note su disposición de ánimo sobre las cosas de España. De 30 de enero de 1849 es la fecha, y así dice el texto:

«Han de suponer Vds. que el amigo don Ramón nunca se ha dignado dirigirme la palabra, a mí Fray Gerundio, ni yo a él tampoco; de consiguiente estamos iguales en esta parte, ya que tan distantes estemos en tantas otras; lo cual nada tiene de particular, porque, como él mismo dijo en la sesión del 24, estas son las condiciones de la vida, “y el que tiene dinero goza más que el pobre, pasea en coche, disfruta en fin de todas las ventajas que proporciona el dinero y de las que carece el pobre, y cada uno tiene que conformarse con la posición que le han deparado su fortuna, sus estudios, su trabajo o su nacimiento.” Y aún pudo haber añadido: “o su intriga y su agibilibus, o el Gobierno que se la da a quien menos suele merecerla.” Pero, aunque mis palabras gerundianas no se hayan cruzado nunca con las del hermano Don Ramón, como él habla muchas veces al público, del cual soy yo una parte, si no lo lleva a mal, suelo ir recogiendo sus palabras, como otras veces he recogido sus obras, no literarias, que de esta clase, si las tiene, no las conozco, sino ministeriales, para las cuales no se necesita ser hombre de muchas letras. Sin embargo, o el hermano Don Ramón tiene mucha letra menuda, que así me inclino a pensarlo, o el hombre de las palabras no es el hombre de las obras, que nada tiene de increíble, o no es lo que dicen, que tampoco lo extrañaré, o no es lo que dice él mismo, que tampoco es inverosímil, o no es lo mismo un día que otro, o no se sabe todavía lo que es y lo que puede dar de sí en cuanto hombre. Así es que, si fuéramos a juzgar a Don Ramón por la palabra, y pudiéramos olvidar aquello de operibus credite et non verbis, que dijo el que sabía más que nosotros, diríamos que Don Ramon quería entrar en el abandonado carril de la legalidad. Verdad es que, cuando a él le parece, corta, raja, hiende, trincha, sacude, y apalea a todo su sabor y talante; dispone, manda, ordena, mangonea, y se despacha a su gusto, y chitón que lo manda Don Ramón. Hasta aquí las obras. Pero luego viene la palabra. Se abren las Cortes, se discute, se cuestiona, le toca la palabra a Don Ramón, y por la palabra no hay hombre más parlamentario, más constitucional, más conciliador que Don Ramon. “Yo deseo que desaparezca ese foso que separa a los progresistas de los moderados……” “Yo deseo que haya amnistía, y la habrá muy pronto.” Y esta vez la obra correspondió a la palabra, que no se contarán muchos casos de estos. Viene la sesión del 24, y oigamos a Don Ramón: “Creo, señores, que los partidos políticos, caso que los haya, que yo desearía que no existiesen, deben disputar el poder y hacer todos los esfuerzos legales que estén a su alcance para obtenerle. Pero solamente en estas ocasiones solemnes deben darse estas batallas, en las que deben patentizar, si para ello tienen datos suficientes, que el Gobierno no hace la felicidad del país, y en las que deben procurar inclinar al Parlamento y a la Corona para que condenen la conducta del Gobierno, a fin de que la gobernación del Estado se encomiende al partido que hace la oposición.” Perfectamente; no puede darse más constitucionalismo. Y dice Don Ramón: “La libertad, Señores, está identificada con la suerte de la augusta princesa que ocupa el trono, porque Doña Isabel II sólo puede ser reina de España con gobierno representativo.” ¿Quién dirá que hasta aquí no vamos bien? “La libertad en España, continúa Don Ramón, es indestructible, así como la reina está segura en el trono, que heredó de sus mayores…… Es verdad que hay pretendientes. ¿Y qué importa que los haya……? La causa de Don Carlos, que es la del absolutismo, fue vencida en Vergara, y causas de esta naturaleza, una vez vencidas, no basta un siglo para que resuciten… ¿En toda la nación no se observa que esa causa esté perdida para siempre?” Eso es para que digáis que Don Ramón no es liberal. Y dice luego don Ramon. “La libertad podrá perecer: podrá haber, andando el tiempo, circunstancias que nos envuelvan en dificultades, que ahora no podemos prever; pero creo que, si como espero, los señores diputados de la minoría y de la mayoría siguen la conducta que ha marcado el Señor Infante, y si unidos nos mostramos tan fieles y leales defensores de la libertad y de la Reina, como podemos y debemos serlo, creo, repito, que así pasaremos nuestra vida, y que consolidaremos las instituciones y el trono, y podremos legar a la posteridad una nación más feliz que lo que por desgracia es hoy la nación española.” –¡Y que digan ahora, exclamaba mi paternidad que el hermano don Ramón no es conciliador! ¿A ver que hay que pedir a esto? No parece sino que quiere decir a los otros: “Ea, vaya, seamos todos unos, o venís vosotros a mí, que os recibiré con los brazos abiertos, o me voy yo con vosotros, si no me cerráis los vuestros.” En fin, decía yo, Fray Gerundio, en la sesión del 24, haciendo mis estudios sobre Don Ramón; no será la primera vez que Dios toque y dé un fuerte aldabonazo en el corazón de un hombre, comenzando por poner en la boca de este tal hombre buenas y dulces y saludables palabras, a las cuales siguen o no las obras, según que la aldabada ha sido más o menos fuerte y la conversión más o menos entera. Y a juzgar al hermano Narváez por la palabra, deberíamos creer que no ha sido sordo a este santo llamamiento. Por otro lado, decía yo aquella noche, parece que Dios ha tocado también el corazón de los otros, puesto que él dice que cree y espera que la minoría y la mayoría seguirán la conducta de conciliación y templanza marcada por uno de aquella, y que unidos se mostrarán todos fieles y leales defensores de la libertad y de la Reina, &c., &c. ¿Qué, falta, pues, añadía yo, para que todos se unan y se acaben esas discordias y rencillas de los partidos, que Don Ramón desearía que no existiesen y yo con él? No falta más sino que, ya que hoy ha quedado tan bien preparado el terreno, mañana den un pasito más unos y otros, y los unos entren resueltamente y con paso firme y marchen por la vereda de la legalidad y de la justicia, y los otros los encuentren en el camino, echando pelillos a la mar sobre lo pasado, se abracen y se estrechen como buenos hermanos, con lo que tendremos paz y concordia en esta vida, y gloria y bienaventuranza en la otra, que a ellos como a mí les deseo, quam mihi et vobis, amen

Harto se demuestran aquí las tendencias políticas del muy popular Fray Gerundio, y atmósfera tal se respiraba por entonces: bajo su influjo el ministerio absolutista del conde de Clonard y del general Balboa fue comparado al relámpago en su duración breve, y las veinte y cuatro horas que el Duque de Valencia estuvo fuera del mando, una especie de jubileo fue su casa, donde hombres de todos los matices liberales se apresuraron a hacerle visitas o a dejar tarjetas. De expansión relativa fue al siguiente año. Por Enero de 1851 levantó Don Juan Bravo Murillo la bandera de economías, y como Presidente del Consejo de ministros continuó al frente de la Hacienda. Su administración fue bastante fecunda en algún sentido provechoso, como que entonces se regularizó la contabilidad y se arregló la deuda del Estado, inaugurándose las obras de la traída de aguas del Lozoya y empezando a tomar impulso los proyectos de ferrocarriles. Un acontecimiento lamentabilísimo puso de manifiesto la propensión general a la concordia. Toda España clamó indignada contra el mal sacerdote que clavó puñal regicida en el pecho de Isabel II cuando iba a ofrecer el primer fruto de sus entrañas a la Virgen de Atocha. Pocas veces ha mostrado Madrid tanto entusiasmo como el 18 de Febrero de 1852 y todo el tiempo que la Reina tardó en visitar aquel santuario, ya restablecida y con la infanta Doña Isabel en sus brazos maternos. Otro ministerio se aprovechara de circunstancias tan favorables para afianzar el reposo y promover el pacífico progreso por las vías de las leyes y al amparo de las instituciones: con espíritu reaccionario lanzose don Juan Bravo Murillo a senderos, cuyo forzoso desemboque había de ser en precipicios de grande hondura.

Desde hace dos años está en circulación el tomo cuarto de los Opúsculos de este personaje, y a tratar de su proyectada reforma de 1852 lo dedica todo. Allí manifiesta que a fines del año anterior nació el tal pensamiento por inspiración espontánea del gabinete, sin que ninguna influencia exterior o interior lo diera impulso. Allí consigna que durante la siguiente primavera ocurrieron la dimisión del Señor Armero y Peñaranda, la redacción de una exposición de varios personajes políticos a favor de las instituciones, que no llegó a ser presentada, y la declaración terminante que la Reina Cristina hizo en Aranjuez contra la reforma al señor Bravo Murillo, y de la cual no juzgó oportuno dar noticia a sus colegas. Allí refiere cómo se suspendió todo trabajo ministerial sobre este punto en el verano, y se volvió a la faena en el otoño, y se convocaron las Cortes para 1.° de Diciembre, a fin de que en una sola discusión ventilaran los diversos y esencialísimos extremos que constituían la reforma, para aprobarla o desaprobarla con un solo voto. Acto continuo habla de la apertura de las Cortes; de su disolución inmediata a consecuencia de ser elegido presidente Don Francisco Martínez de la Rosa contra Don Santiago Tejada, candidato del ministerio; de la publicación en La Gaceta de todos los proyectos constitutivos de la reforma; de la circular concerniente a prohibir su discusión por medio de la imprenta; de la supresión de las cátedras del Ateneo de esta corte; de la publicación de los presupuestos del Estado para 1853 por Real decreto; de la disolución de los comités electorales; de la negativa de la licencia al Señor Duque de Sotomayor para reunir amigos, que pudieran hablar de política en su casa; de la comisión dada al Señor Duque de Valencia para que fuera a Viena a estudiar la organización del ejército austriaco; y de la dimisión del ministerio a consecuencia de que la Reina manifestó dudas sobre que saliera victorioso en las elecciones. Todas las tropelías y arbitrariedades de aquel gabinete de infausta memoria y único responsable de la perturbación de los ánimos y de quedar en jaque el reposo, no bastaron a reprimir las manifestaciones de la opinión pública en contra de sus planes liberticidas. Moderados y progresistas calificaron la proyectada reforma de abolición del sistema constitucional en España. Oportuno es recordar aquí varios pasajes del manifiesto de los moderados a los electores:

«Nunca las circunstancias han sido más graves; jamás un voto desacertado pudiera ser más funesto a la estabilidad del trono, al porvenir de la nación, al sosiego y felicidad de los pueblos. En las próximas Cortes no se van a debatir puntos secundarios de política o legislación; se va a decidir acerca de la existencia o derogación de la constitución actual, y del establecimiento de un nuevo y desconocido régimen, jamás ensayado entre nosotros ni en ninguna otra nación, y esencialmente contrario a todas las ideas recibidas hasta ahora sobre la índole de una monarquía templada y constitucional. Lo primero que en este aventurado intento salta desde luego a la vista es lo inoportuno y lo absolutamente innecesario de semejante trastorno en la ley política que rige sosegadamente al Estado. No se ve, no se descubre, no se vislumbra siquiera causa ni pretexto para semejantes novedades. La situación interior de la monarquía es, relativamente a épocas anteriores, próspera, segura y tranquila, el bienestar y la riqueza pública han entrado con el afianzamiento del orden en una ancha vía de progreso y desarrollo; las disensiones políticas se habían calmado; los partidos todos se movían dentro de la órbita trazada por la ley fundamental, después de las discordias que han conmovido y ensangrentado nuestra patria durante medio siglo; y todos dirigían ya sus miradas al fomento de la pública prosperidad y hacia objetos útiles y beneficiosos a los pueblos. ¿Por qué, pues, se preguntan los hombres sensatos, venir a interrumpir esta marcha pausada y tranquila? ¿Por qué suscitar de nuevo las mal apagadas contiendas políticas? ¿Por qué abrir otra vez la interminable serie de reacciones que en sentido contrario han agitado alternativamente la monarquía? ¿Qué interés reclama este nuevo cambio que tan profundamente agita los ánimos, que tan hondamente conmueve todas las existencias?… No es reforma, no es mejora; es la abolición del régimen constitucional que tantos sacrificios ha costado establecer entre nosotros, desde que una larga y lastimosa experiencia patentizó lo insuficiente del régimen anterior, y la necesidad de restaurar en la forma posible el que desde los tiempos más remotos había gobernado la monarquía; desde que la Corona misma libre y deliberadamente le proclamó como la bandera que había de conducir a la victoria a los defensores del trono legítimo de nuestra reina contra el representante de la usurpación, contra la personificación del poder absoluto… Las Cortes, pues, van a decidir; y todavía se puede alejar de la nación el cúmulo de males que la amenazan, si los electores, depuesta toda mira particular, depuesto todo interés secundario, se entienden y conciertan para defender las instituciones por los medios legales que ellas mismas ponen en su mano; si fijos únicamente los ojos en el trono de su reina y en los derechos y la dignidad de la nación, acuden a las urnas electorales animados de un mismo espíritu y con la decisión y firmeza que debe inspirar a todos la noble causa que defienden; y en una palabra, si se unen entre sí todos los amantes y defensores de la monarquía constitucional, sin distinción de fracciones ni partidos, y cualesquiera que sean sus opiniones en puntos que se deben considerar hoy muy subalternos, pues todas, siendo legítimas, caben dignamente en el ancho campo de las instituciones, que todos hemos contribuido a fundar, que todos hemos jurado defender.»

Mucho más lacónico fue el manifiesto de los progresistas, y se debe transcribir a la letra:

«Huérfana, abandonada la nación española de sus reyes, en 1808, vendida al extranjero, nuestros padres volvieron por sus inmunidades con heroísmo, y rescataron su independencia en una lucha tan porfiada como desigual. Redimida la patria, restauraron su libertad a costa de inmensos sacrificios. Al mismo tiempo recogieron el cetro arrancado violentamente para devolverlo a su rey legítimo. En 1833 un príncipe ambicioso quiso arrebatar la corona a una niña inocente, afirmando más y más el yugo que nos oprimía. Pero la nación, convocada por la Reina Gobernadora, levantó en sus brazos la cuna de la huérfana real de Castilla, defendió su trono con el escudo de las instituciones, y le asentó sobre el sólido cimiento del voto público. Los testimonios de su lealtad se hallan escritos con sangre en los campos de batalla y en los muros de mil pueblos. La victoria premió tan generosos esfuerzos. Triunfó Isabel II, símbolo de la causa liberal: quedó vencido el Pretendiente, representante del despotismo. Y en 1852, después de tantos afanes y convulsiones políticas, después de tanta sangre derramada, después de tantas pruebas de lealtad, se os llama, electores, a las urnas, y se pretende que aceptéis con vuestro sufragio, en medio del silencio forzoso de la imprenta, un régimen extraño y desconocido hasta el día; que renunciéis en gran parte a la formación de las leyes; que abandonéis el examen y la aprobación anual de los tributos y gastos públicos; que envolváis en el misterio el voto y los actos de vuestros diputados, ahogando la discusión pública, garantía de acierto y moralidad en sus resoluciones; que, con mengua de la independencia nacional, merméis las facultades legislativas, sancionando la participación de la corte romana en el ejercicio de la potestad temporal; que borréis de la Constitución los derechos de los españoles; que anuléis el parlamento; que destruyáis en fin con vuestras propias manos el gobierno representativo hartas veces desnaturalizado. Electores, pronto se abrirán las urnas. Consultad vuestra conciencia, y la mano puesta en el corazón, olvidad errores pasados, fijad ahora los ojos en lo presente, y dirigid luego la vista al porvenir. La cuestión que va a decidirse en las próximas cortes, convocadas para el 1.° de Marzo, es de vida o muerte. De su éxito depende la pérdida o la salvación de todos los derechos que habéis recobrado, de todas las conquistas obtenidas con los principios liberales en medio del siglo de encarnizadas luchas y dolorosos padecimientos. Unión, electores; unión entre todos los hombres que pertenecen al gran partido constitucional, sin distinciones, sin rivalidades. Cualquiera que sea el diputado que enviéis al Congreso, procurad que se halle firmemente resuelto a combatir por los medios legales los proyectos de reforma recientemente publicados. La nación confía sus destinos a vuestra fortaleza, a vuestra independencia, a vuestro patriotismo. Tales son las ideas de los que suscriben este manifiesto, competentemente autorizados por sus amigos políticos.»

Elocuentísimos son los nombres propios a las veces por sí mismos, y sobre todo a distancia de los tiempos en que sonaron juntos o acordes: y así conviene aquí enumerar los firmantes respectivos de manifiestos de tan alta importancia.

Al pie del expedido por los moderados figuran las firmas siguientes: –Duque de Valencia. –Marqués del Duero. –Francisco Martínez de la Rosa. –Luis González Bravo. –Manuel de Seijas Lozano. –Joaquín Francisco Pacheco. –Antonio de los Ríos y Rosas. –Duque de Rivas. –Conde de San Luis. –Marqués de Pidal. –Luis Mayans. –Duque de Sotomayor. –Alejandro Mon. –Conde de Lucena. –Saturnino Calderón Collantes. –Marqués de San Felices. –Marqués de Fuentes de Duero. –Fernando Fernández de Córdoba. –Antonio Ros de Olano. –Cándido Nocedal. –Alejandro Llorente. –Manuel Bermúdez de Castro. –Salvador Bermúdez de Castro. –Duque de Medina de las Torres. –Diego López Ballesteros. –Marqués de Corvera. –Conde de Casa Bayona. –Leopoldo Augusto de Cueto. –José González Serrano. –Fermín Gonzalo Morón. –Juan Castillo. –Nicomedes Pastor Díaz. –Claudio Moyano. –Andrés Borrego. –Conde de la Romera. –Félix María de Mesina. –Celestino Mas y Abad. –Luis Pastor. –José de Zaragoza. –Agustín Esteban Collantes. –Marqués de Claramonte. –Manuel López Santaella. –Conde de Torre Marín. –Duque de Abrantes. –Francisco Serrano. –Alejandro Castro. –Manuel García Barzanallana. –Fernando Álvarez. –Joaquín López Vázquez. –Antonio Guillermo Moreno. –José María de Mora. –Diego Coello y Quesada. –Mauricio López Roberts.

De los progresistas se leen estas firmas: –Antonio González. –Evaristo San Miguel. –Facundo Infante. –Juan Álvarez y Mendizábal. –Miguel Roda. –Patricio Lozano. –Francisco de Paula Alcalá. –Salustiano Olózaga. –Vicente Alsina. –José Manuel Collado. –Pedro Gómez de la Serna. –Agustín Nogueras. –Pedro Chacón. –Gregorio Suárez. –Santiago Alonso Cordero. –Ruperto Navarro Zamorano. –Juan Vilaragut. –Ramón Pasarón y Lastra. –Aniceto Puig. –Fernando Corradi. –Juan Bautista Alonso. –José Ordax de Avecilla. –Francisco Luxán. –Rafael Almonacid. –Jacinto Félix Domenech. –Eusebio Asquerino. –José Rua Figueroa. –Fermín Lasala. –Miguel García Camba. –Emilio Sancho. –Mariano Álvarez Acevedo. –Francisco Santa Cruz. –Juan Pedro Muchada. –Agustín Gómez de la Mata. –Pedro López Grado. –Domingo Mascarós. –Miguel Chacón. –Patricio de la Escosura. –Joaquín María López. –Manuel Cantero. –Francisco Martín Serrano. –José Gálvez Cañero. –Augusto Ulloa. –Benito Alejo Gaminde. –Luis Sagasta. –Manuel Guijarro. –Domingo Pinilla. –Domingo Velo. –Barón de Salillas. –Vicente Sancho.

No han transcurrido más que tres lustros desde la publicación de tales manifiestos: cincuenta y cuatro señores firmaron el de los moderados, y cincuenta el de los progresistas: ya no existen diez y seis de los primeros, ni veintidós de los segundos; tan fugaz es la vida humana. Entre los vivos no perseveraron todos en las mismas ideas; y varios son hoy completa antítesis de lo que blasonaban de ser por entonces. Al juicio de cada cual se abandonan los comentarios, que naturalmente se agolpan a la mente, y pugnan por salir de la pluma.

Con todas sus sutilezas forenses no alcanza el Señor Don Juan Bravo Murillo a desvirtuar lo consignado en aquellos manifiestos famosos, de los cuales fue intérprete muy notable el Señor marqués de Pidal en su discurso de 1.° de Abril de 1853 ante el Congreso de Diputados, que el ministro reformista procura contradecir sin fruto. Así y todo no se da por vencido, antes bien escribe muy confiadamente en la introducción de su tomo cuarto lo que aquí se transcribe a la letra:

«Creo en efecto que es llegado ya el tiempo de escribir sobre el proyecto de reforma; es decir, creo que se puede ya escribir y leer lo que se escriba, si no con la imparcialidad que produce la ausencia de toda pasión, al menos con la frialdad que nace de la circunstancia de no haber interés de actualidad. Sin embargo, no escribo para los presentes, sino para los venideros, porque estos y no aquellos podrán juzgar con imparcialidad sobre el proyecto mencionado; a los primeros los hace parciales el amor propio, que, ora en favor ora en contra, se apoderó necesariamente de ellos, y los últimos estarán libres de esa pasión. Tanto a los unos como a los otros los considero colocados en posición igual, aunque distinta y opuesta; y así como los autores y partidarios de la reforma no son competentes para calificar decisivamente las opiniones de los adversarios a ella, así estos no lo son tampoco para calificar decisivamente las de aquellos. Partes, no juzgadores, son en este litigio; partes y no juzgadores son igualmente los partidarios de la reforma: el juez lo será la posteridad; a este juez someto la presente producción, que debe mirarse como una defensa por mi parte en aquel litigio. Invoco el fallo de la posteridad, de los venideros, a quienes, y no a los presentes, como se acaba de decir, reconozco competencia en este asunto, y por quienes confío que serán bien acogidas mis observaciones. Los que fuimos actores en aquella escena, unos tratando de plantear, otros rechazando vigorosamente la reforma, todos, lo repito, todos somos parciales. Sujeto yo, como los demás, a esa ley, reconozco que debo tener la parcialidad que nace del amor propio: otros tienen además de esta la que producen la actividad de la vida pública y las naturales aspiraciones que mantienen viva la pasión…… Tristes son en verdad tales consuelos, estando la satisfacción personal acibarada con la pena de haber visto malogrado un pensamiento, que se creía muy provechoso para la causa pública; pero la tristeza proveniente de la consideración de los males, que ha sufrido y aún debe sufrir la patria, debe mitigarse con la esperanza del remedio; esperanza equivalente en lo grande y halagüeño al convencimiento de la bondad del proyecto. La posteridad, no lo dudemos, lo acogerá y planteará en principio, haciendo las variaciones que se estimen procedentes y aconsejen las circunstancias.»

Si los pronósticos del señor Bravo Murillo se cumplieren al cabo, amargas e interminables lágrimas habría de verter la nación española, cada vez más a la zaga de todo el mundo civilizado. Más natural y lógico es el vaticinio de que las generaciones venideras sobre el ministro reformista cargarán toda la culpa de los trastornos que se vinieron encima, cuando todo prometía largo y felicísimo sosiego, a beneficio de las pasiones políticas muy en calma.

Aleccionados moderados y progresistas no se coligaron a la manera que tiempos antes; pero de la unión liberal echaron gérmenes fecundos, al exhortar recíprocamente a los electores a que prescindieran de fracciones y de partidos, a que olvidaran distinciones y rivalidades, y favorecieran a los amantes y defensores de la monarquía templada y constitucional con sus votos. Igual fue el lenguaje de ambos manifiestos al condenar la reforma por innecesaria y por destructora del gobierno representativo, y al sostener que el trono de Isabel II estaba asentado sobre las instituciones liberales, y como personas de la más alta valía por su carácter y reputación los autorizaban con sus nombres, sus palabras tuvieron general eco, y el sentimiento público diolas sanción vigorosa e incontrastable. Corta vida tuvo de consiguiente el ministerio presidido por el conde de Alcoy y empeñado en patrocinar alguna parte de la malhadada reforma. Su efímera existencia debió el ministerio presidido por el general Don Francisco Lersundi a ser en época de interregno parlamentario. Tres ministerios habían caído en nueve meses, cuando el conde de San Luis formó el suyo. De seguida anunció que retiraba completamente la reforma; también apresurose a dar por terminado el destierro político del duque de Valencia, y a reunir las cortes. Punto era a la sazón muy intrincado el de la ley de ferro-carriles. Usando de su derecho, ya el Senado había tomado la iniciativa desde la anterior legislatura: desacordadamente quiso el ministerio del conde de San Luis que un proyecto suyo se discutiera previamente en el Congreso de Diputados: sobre esto hubo muy vehemente debate, que terminó en el alto cuerpo con una votación desfavorable al gabinete. Su dimisión fuera sin duda la solución más obvia del conflicto: sin pugna violenta no cabía que se mantuviese en el mando, con una fracción personalísima por único apoyo. Destierros de generales y periodistas enconaron más las voluntades: un conato de levantamiento fracasó en Zaragoza: ansiedad y alarma hubo el año de 1854 de Enero a Junio: todo el partido progresista y la inmensa mayoría del partido moderado anhelaban la caída del ministerio del conde de San Luis y el triunfo de una situación normal y verdaderamente parlamentaria, y capaz creyeron de crearla robusta al conde de Lucena, que había podido eludir la orden ministerial de salir de esta corte, y escondido aguardó la ocasión favorable de ponerse al frente de un levantamiento político en tal sentido con elementos militares.

Ahora acaba de pasar el general don Leopoldo O'Donnell de esta vida a la eterna. Singularmente le favorecían sus circunstancias para conducir la empresa a buen logro: por inspiración propia fue adalid vigoroso de la causa liberal hasta contra sus mismos hermanos: desde capitán de granaderos de la guardia real de infantería subió en alas del mérito a teniente general durante la guerra, parcial de la reina Cristina, contra el regente alzó bandera por Octubre de 1841 en Pamplona: después de los sucesos políticos de 1843 no participó de los odios entre moderados y progresistas, gracias a su largo mando en la isla de Cuba: de vuelta y como Director general de infantería no atendió a las opiniones de los jefes y oficiales de su arma, sino a la conducta personal y a los servicios para darles colocación oportuna: desde la proyectada reforma, no vaciló en manifestarse decidido a sostener a toda costa las instituciones, por las cuales había derramado su sangre sobre los campos de batalla. En el de Vicálvaro no le fue propicia la suerte a 30 de Junio, y lentamente hubo de emprender la marcha hacia Andalucía. Verídicamente referirá la historia cómo el partido moderado le acompañó en espíritu hasta la villa de Manzanares: desde allí el partido progresista fue en auxilio de su casi malograda empresa; con lo que mudaron de semblante las cosas. Al poder subió el conde de Lucena de resultas, más con el duque de la Victoria por cabeza del ministerio, y sin arbitrio para crear la situación apetecida, y debiéndose atener a otra impuesta por las barricadas.

No está de más lo hasta aquí escrito de ningún modo. Sobre Don Modesto Lafuente hago especial estudio, que se ha de publicar al principio del índice Completo de su Historia general de España, terminada en la muerte del último Fernando: bajo el reinado de su augusta hija brilló Fray Gerundio, y una especie de apéndice historial de su época viene como de molde; y más en la ocasión precisa de tomar en la política de su país más activa parte. Embebido estaba en sus tareas literarias con laboriosidad tan asombrosamente fecunda que, al estallar la revolución de 1854 por Junio, ya tenía dados a luz no menos de siete volúmenes de su Historia, llegando con la relación de sus interesantes sucesos al célebre triunfo del príncipe Don Juan de Austria en Lepanto. Ya del Gobierno había recibido las distinciones honoríficas de vocal supernumerario del Consejo de Instrucción Pública y de la Junta consultiva de Archivos; ya le había abierto sus puertas la Real Academia de la Historia. Su discurso de recepción sobre el califato de Córdoba fue muy notable y mereció general aplauso. Ahora sintió impulsos de lanzarse a la vida pública en servicio de su patria: acreditada su no común capacidad en la prensa, con elementos creyose para ganar justa reputación desde la tribuna, en la provincia de León había seguido su carrera y comenzado a adquirir fama, a sus electores pidió los sufragios, y como uno de sus representantes vino a las cortes constituyentes,

Allí hizo muy señalada figura. Desde luego tuvo la honra de pertenecer con los Señores Don Vicente Sancho, Don Martín de los Heros, Don Antonio de los Ríos y Rosas, don Manuel Lasala, Don Cristóbal Valera y Don Salustiano Olózaga a la comisión encargada de presentar las bases para la constitución política de la monarquía española. Veintisiete fueron y sobre los siguientes puntos: 1.ª Soberanía nacional.- 2.ª Religión.- 3.ª Imprenta.- 4.ª Garantías individuales.- 5.ª Fuero único.- 6.ª Abolición de la pena capital por delitos políticos.- 7.ª Suspensión de garantías.- 8.ª Cuerpos colegisladores.- 9.ª Senado.- 10. Nombramiento de un diputado por cada cincuenta mil almas.- 11. Duración del cargo de diputado a cortes.- 12. Celebración de las cortes.- 13. Nombramiento de la mesa del Senado.- 14. Diputación permanente.- 15. Tribunal de cuentas.- 16. Sanción Real.- 17 Consentimiento de las cortes para el matrimonio del rey.- 18. Regencia.- 19. Diputaciones provinciales.- 20. Ayuntamientos.- 21. Formación de las listas electorales.- 22. Año económico y parlamentario.- 23. Presupuestos.- 24. Cobranza de impuestos.- 25. Fuerza militar.- 26. Milicia Nacional.- 27. Jurado.

A luminosas discusiones dieron motivo algunas de estas bases; pero la de la segunda superó en trascendencia a todas. Su texto decía así a la letra:

«La nación se obliga a mantener y proteger el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles. Pero ningún español ni extranjero podrá ser civilmente perseguido por sus opiniones, mientras no las manifieste por actos públicos contrarios a la religión.»

Varias enmiendas se presentaron a esta base. Don Eduardo Ruiz Pons quería que respecto de libertad de cultos se adoptaran los mismos principios admitidos en la capital del orbe católico. Don Manuel Calvet demandaba que se garantizasen la libertad de conciencia y la tolerancia de cultos. Don Cipriano Segundo Montesino pedía en unión de Don Antonio de la Concha, Don Francisco de Paula Montemar, Don Carlos Godínez de Paz, Don Francisco Serrano Bedoya y los señores marqueses del Reino y de Perales, que a la primera parte de lo propuesto por la comisión se añadiera lo siguiente:

«Pero se tolerará y hará respetar el culto que en forma decorosa se rinda a cualquiera otra, sin que pueda ser nadie perseguido ni molestado por motivo de religión, siempre que respete la de los demás y no ofenda la moral pública.»

Don Fernando Corradi y a la par don José Gálvez Cañero, Don Antonio Ribot y Fontseré, Don Pedro López Grado, Don Daniel Carvallo, Don Félix Martín y Don Alfonso Escalante solicitaban que el párrafo segundo se redactase en esta forma:

«Pero ningún español podrá ser perseguido civil ni criminalmente por sus creencias, ni por sus actos religiosos, siempre que con ellos no profane el culto del Estado ni ultraje a sus ministros.»

Y a continuación deseaban que se usara de este lenguaje:

«Se permite a los extranjeros que vengan a establecerse en España el ejercicio de su culto, bajo la condición de sostenerlo a sus expensas y con las demás que las leyes exijan.»

Don Juan Antonio Seoane aspiraba a que los extranjeros tuviesen aquí para su culto las mismas garantías que para el católico gozaran en su país respectivo los españoles. Don Francisco Salmerón reclamaba libertad de cultos para las actuales capitales de provincias y puertos habilitados sin prácticas públicas exteriores. Igual pretensión era la de Don Laureano Figuerola, bien que limitada a las capitales de provincia de primera clase. Don Rafael Degollada la reducía a las poblaciones que pasaran de treinta mil almas. Don Nicolás Rivero exigía en redondo la libertad de conciencia y el ejercicio privado de todos los cultos. Don Miguel Moreno Barrera anhelaba que ni aun censurar se pudiera a ningún español por sus creencias o actos religiosos. Don Manuel Alonso Martínez proponía la supresión del adverbio civilmente. Lo propio trataba de obtener Don Antonio Rivero Cidraque y además que se dijera creencias en lugar de opiniones. Del tenor siguiente era la enmienda de Don Juan Bautista Alonso:

«La nación española vive y se perfecciona dentro de la nacionalidad humana. La nación se obliga a mantener y proteger el culto y los ministros de la religión que profesan los españoles, como institución esencial en el orden político. Ningún español residente en España podrá ser perseguido civilmente, ni de otro modo, por sus ideas y opiniones dogmáticas ni otras algunas, mientras no las manifieste por actos públicos que contraríen el ejercicio de la religión establecida.»

Solamente la enmienda de Don Tomás Jaén sonaba en sentido más restrictivo que la segunda base, y decía de este literal modo:

«La nación se obliga a proteger y mantener con decoro y puntualidad el culto y los ministros de la religión católica apostólica romana, que es la del Estado y la única que profesan los españoles.»

En contraste de las diferentes enmiendas, por las cuales se propendía a abrir algún resquicio a la libertad o tolerancia de cultos, unas tras otras llegaron a las cortes muchas representaciones contra el texto de la segunda base. A la comisión pasaron sucesivamente las de los arzobispos de Santiago, Burgos, Zaragoza, Valencia y Granada; de los obispos de Cádiz, Barcelona, Vich, Cartagena, Salamanca, Almería, Coria, Osma, Teruel, Barbastro, Calahorra, Valladolid, Santander, Palencia, León, Pamplona, Huesca, Mondoñedo, Orense, Lugo, Oviedo, Lérida, Zamora, Astorga, Badajoz, Córdoba, Orihuela, Gerona, Urgel y Mallorca; de los gobernadores eclesiásticos de Toledo, Barcelona, Ávila, Cuenca y Tarazona; de los vicarios capitulares de Albarracín, Segovia, Jaén y Sigüenza; de los cabildos de Palencia, Jaén y Toledo; de los curas párrocos de Romangordo y Santa Eulalia; del arcipreste de Tordehumos; del clero de Carrión de los Condes; de los Ayuntamientos y vecinos de Jerez de la Frontera, Benarrés, San Ginés de Vilasá, Gayanes, Beniguacil, Burgo de Osma, Carrión y Paredes de Nava; de varios vecinos de Valencia y su provincia y sus mujeres, de Avilés y Pego; de algunos propietarios de Albaida; de Don Valentín Ruiz y de Don Francisco Laviena.

Sobre los Señores Don Martín de los Heros y Don Modesto Lafuente cargó la tarea ímproba de rebatir las enmiendas presentadas a la segunda base, cuya discusión prolongose más de veinte días. Por la enmienda del Señor Ruiz Pons diose principio, y su autor la sostuvo con razones, que llamó políticas y de justicia: bajo el punto de vista histórico expuso que hasta fines del siglo XV había sido tolerante la nación española, y que de su posterior intolerancia se derivó su decadencia: también habló de nuestro descrédito en Europa a causa de ser los únicos ya intolerantes; y respecto de los términos de la enmienda sus palabras fueron de este modo:

«Señores, puede darse cosa más consecuente, más natural, más lógica que los que reconocemos que en Roma está la cabeza visible de la Iglesia, el descendiente del Pescador, el que está autorizado para atar y desatar en la tierra, porque Dios atará y desatará en el cielo lo que él ate y desate en la tierra; ¿hay cosa más natural, repito, que el que tengamos nosotros las mismas aspiraciones que ese jefe tiene sancionadas con su aquiescencia, con su tolerancia, con sus principios? Por donde quiera que sale el Pontífice encuentra aquí una sinagoga, allí una iglesia protestante. Claro es que tolera su culto, porque, si no fuera así, como Pontífice y como Señor temporal de Roma los arrojaría de sus Estados. ¿Pues por qué razón hemos de ser nosotros, como se suele decir, más realistas que el rey? ¿Estamos obligados nosotros, por muy allá que se quiera llevar la intolerancia, a establecer un principio más rigoroso que el que establece el jefe de la Iglesia?»

Dignísimo de reproducción literal es el siguiente exordio del discurso del Señor Heros en respuesta inmediata:

«Ante todo, Señores, séame permitido felicitar a mi patria por haber llegado un tiempo en que sobre los puntos, que no hace muchos años parecían más peligrosos, se permite decir, proferir y asentar cuanto viene a la imaginación y se cree que es conveniente. Nosotros podemos decir todavía con más razón que Tácito que nos encontramos en aquella situación del tiempo de Trajano, en que era permitido manifestar las ideas que tenía cada uno. ¡Oh rara temporum felicitas! Ubi sentire quæ velis et quæ sentias dicere licet. Yo felicito a mi patria por ello y tengo el derecho de felicitarme, si es posible a mí mismo, porque, siendo tal vez el segundo o el tercero de este congreso, he coexistido con los autos de fe. Yo ceñía ya espada, señores, cuando, pasando una mañana por la iglesia de San Sebastián y encontrando las puertas cerradas, pregunté y supe que se estaba leyendo un auto de fe a la célebre impostora llamada la beata Clara. Esta célebre embaucadora que vivía casualmente en la misma calle que habito (entonces de Cantarranas y hoy de Lope de Vega) había hecho creer a esta corte, que pasa y puede pasar por tan ilustrada, que se mantenía con el pan eucarístico y que hacía milagros, llegando hasta el punto de decirse misa en su casa y tener en ella el Sacramento Manifiesto. Aclarada la verdad, porque nada hay oculto que no se publique, se supo la intriga y que se nutría alta y poderosamente de la célebre pastelería del famoso Ceferino, que tanta reputación alcanzó en Madrid. Yo, pues, señores, que he alcanzado estos tiempos, ¿cómo no me he de felicitar de haber llegado a otros, en que se habla de libertad y de tolerancia religiosa con la soltura que el ilustre diputado, que acaba de hablar, lo ha hecho?»

Partidario se declaró de la libertad religiosa, más considerola inaplicable a España, porque daría al traste con las temporalidades, con las regalías y el patronato, y aunque no hubiera más que escaso número de disidentes, al través de ellos proclamarían las demás congregaciones cristianas sus derechos, sin que el gobierno pudiera intervenir para nada, y estallaría una lucha, que tocaba precaver a los legisladores.

Margen dieron las enmiendas de los Señores Montesino y Corradi a debates muy vigorosos y a votaciones casi equilibradas. A honra tuvo el Señor Montesino combatir entre los primeros el baluarte de la intolerancia, calificándolo de recinto de hierro, que ha pesado sobre nuestra patria por espacio de tres centurias. En nada estimó la libertad política sin la libertad religiosa. Nada opuso a la primera parte de la base, donde se consignaba la obligación de mantener y proteger el culto y los ministros de la única religión profesada por los españoles; y aun manifestó deseos vivos de que el clero estuviera aquí bien dotado, a fin de que todos sus individuos fueran personas de largos estudios. Entre los medios de elevar el carácter sacerdotal citó el de la emulación o la concurrencia, a cuyo propósito dijo las siguientes palabras:

«Señores, la concurrencia, lo mismo en religión que en política, industria, artes y ciencias, produce exactamente los mismos resultados, conduciendo a la perfección. El monopolio es el estancamiento y la muerte en religión como en política. La libertad es el progreso y la vida, y la discusión de los ajenos ejemplos depura las creencias y mejora las costumbres. De aquí que donde hay una religión única bien pronto penetra el indiferentismo; las preocupaciones se apoderan de las clases incultas, y la hipocresía encubre con su funesta incredulidad a las clases que se dicen ilustradas. Que luzca el sol de la libertad, y desaparecerá la superstición grande de los unos y la incredulidad de los otros, así como las sombras de la noche desaparecen ante el astro del día.»

A una cosa muy parecida a la Inquisición supuso que nos conduciría el adverbio civilmente de la parte segunda, pues dejaba franca la puerta a las persecuciones eclesiásticas o criminales. Por seguro dio que el sentimiento religioso había decaído entre nosotros desde que reina la intolerancia, demostrándolo con el hecho de no erigirse ya monumentos como las catedrales de León, Burgos, Toledo y Sevilla y otros templos suntuosos, donde se refleja la fe de nuestros mayores durante la lucha entre cristianos y musulmanes; y así vino a pronunciar de esta suerte el período más importante de su discurso:

«¿Cuáles son, Señores, los monumentos que han de llevar a las generaciones futuras la medida de nuestra fe? Mirad alrededor, y no halláis ninguno, o si los halláis, son tan pobres como la idea que podrán transmitir a la posteridad del sentimiento religioso de nuestra época. Una prueba práctica la tenemos en la misma capital de la monarquía española. ¿Cuántos, pregunto yo, y cuáles son los templos erigidos en la capital de la monarquía española durante el medio siglo que acaba de transcurrir? Ninguno, a menos que tengáis por tal la iglesia de Chamberí, masa informe de ladrillo que hiere la vista del extranjero, al penetrar en los muros de la coronada villa. Ahí tenéis ese templo que se desmorona antes de concluirse, cómo se apaga la fe en los pueblos en que hay intolerancia religiosa, y dónde empieza la prepotencia omnímoda de una doctrina indiscutible. ¿Sucede esto donde hay tolerancia religiosa? A buen seguro que no. Allí se multiplican los templos con pasmosa rapidez, dando una prueba evidente de que la fe está viva, y produce abundantes y sazonados frutos. ¿En qué, pues, puede fundarse ese exclusivismo, esa intolerancia religiosa? ¿Teméis la propagación de doctrinas contrarias al catolicismo? Si tal se temiese, es que no teníamos fe en nuestras creencias. Nosotros debemos querer el triunfo, y no hay triunfo sin combate. Preséntense unas en frente de otras sin temor ninguno, en la seguridad de que el triunfo es nuestro. La tolerancia religiosa es un derecho que tiene el hombre en el libre ejercicio de su culto: la perfección en toda doctrina religiosa es la verdad, y esa verdad mal podrá hallarse allí donde impera la intolerancia; intolerancia que impone el silencio, que emplea las persecuciones y las vejaciones. De la discusión nace la verdad; haya pues tolerancia, y la verdad triunfará. ¿Qué es lo que nosotros podemos temer? Si tenemos fe, como he dicho, en nuestras creencias, debemos querer que haya tolerancia; así atraeremos a los demás a nuestras creencias, y si hay alguna cosa imperfecta en nuestras prácticas, la emulación la hará bien pronto desaparecer. El querer imponer a los demás por la fuerza las creencias propias, es contrario a la libertad individual del hombre, es contrario a las doctrinas evangélicas, y es hasta contraproducente. Y digo esto, porque la persecución y las vejaciones jamás han llevado el conocimiento a los ánimos; jamás han hecho que nadie se conozca; antes por el contrario han producido grandes males, haciendo prevaricar al hombre, destruyendo la moral pública y propagando la incredulidad por lo mismo que se quieren imponer doctrinas evitando su examen. Por otro lado, el carácter, la vida y las predicaciones del Hombre Dios y de sus discípulos los apóstoles rechazan abiertamente la intolerancia, predicando el amor y la benevolencia. La intolerancia no ha hecho más sino que el cristianismo aparezca cruel y sanguinario, despojándole de la caridad evangélica, su principal recomendación, su mejor atributo.»

Sin detenerse en la parte histórica, de insigne ingratitud y de gran borrón para los Reyes Católicos Isabel y Fernando calificó la expulsión de los judíos, de iniquidad la de los moriscos ya cristianos, y de ignominia que, ya mediado el siglo decimonono, se hiciera una constitución en que no estuviese terminante, clara y explícitamente consignada la tolerancia religiosa, pues nos colocaría muy detrás de todas las naciones europeas.

Sobre sí tomó Don Modesto Lafuente el empeño de sostener la segunda base contra el discurso del Señor Montesino, que había impresionado mucho a las Cortes. De esta suerte indicó el método con que se proponía hacer uso de la palabra.

«Al oír los primeros discursos de este Congreso, de parte de los que hasta ahora han presentado enmiendas, no parece sino que la comisión quiere resucitar la intolerancia religiosa en todo su rigor, y que quiere volver a traer la Inquisición a España. Hasta ahora la mayor parte de las enmiendas que se han presentado a esta base, que no son pocas, todas son en sentido de pedir más latitud a lo que la comisión propone, a pedir o la libertad o la tolerancia de cultos, o general o particular para ciertas poblaciones. No hay, a lo que yo sepa, más que una enmienda en sentido más restrictivo. Pues bien, Señores, cuando a los autores de las enmiendas les parece que vamos a establecer aquí la intolerancia religiosa, y están viendo otra vez, a lo que parece y según se explican, los calabozos inquisitoriales, los prelados de España están dirigiendo exposiciones a las Cortes constituyentes en sentido opuesto…… quejándose de la gran latitud que, a su entender, propone la comisión en materia de tolerancia religiosa. Contestaré primeramente cuatro palabras al señor que acaba de hablar: contestaré después algunas a los señores obispos; y diré luego lo que se propone o ha propuesto la comisión y en qué funda su dictamen.»

Al golpe contradijo que lo de la concurrencia se pudiera aplicar a la religión como a la industria, y que al esclarecimiento de la verdad llevaran en materia de religión las discusiones, lo cual parecía como suponer que para el señor Montesino aún estaba por encontrar la verdad sobre este punto. No manifestó deseos de volver a los tiempos en que se construyeron las catedrales, porque no los consideraba felices, a causa de ser aquí de lucha abierta y perenne entre los que profesaban diversas religiones, y de ser preferible a construir monumentos de tanta suntuosidad y tal coste que se mantenga la paz y tranquilidad de nuestro Estado. Acerca de los señores obispos dijo que interpretaban erradamente el pensamiento expresado por la comisión en la segunda base, al sospechar que sus palabras ambiguas envolvían la libertad de cultos, pues se limitaban a prohibir las persecuciones, en lo cual estaban acordes los prelados, pues afirmaban que algunos españoles habían perdido la fe por malas lecturas o por otras causas, y que no los perseguía nadie, pues como persecución no podía entenderse la refutación de sus errores. Seguidamente anunció de plano que se proponía demostrar a las Cortes, que a la unidad religiosa, al sentimiento católico, a la perseverancia en la fe, ha debido la nación española el ser nación, el ser independiente, el ser grande y el ser libre. Cuando todavía era provincia romana y los emperadores perseguían sañudamente a los cristianos, aquí hubo muchos mártires e innumerables se llamaron los de Zaragoza. Su fe impusieron los españoles a los conquistadores godos. Desde Covadonga una fue la causa de su religión y de su independencia. Alonso I tomó el sobrenombre de Católico tan luego como extendió sus conquistas más allá de los rústicos atrincheramientos de Asturias…… A este cuadro histórico pertenece el siguiente pasaje.

«Yo quiero que se me diga qué símbolo puso Alfonso VI en los adarves de Toledo, qué bandera plantó Alfonso el Batallador en los alminares de Zaragoza, qué pendón se enarboló en las Navas de Tolosa, dónde concurrieron los reyes de Castilla, Aragón y Navarra, dónde iban los obispos también con los estandartes de sus iglesias, acompañando los pendones de los Comunes, que se habían empezado a formar, donde todos fueron a defender una misma causa, la independencia, la libertad, la religión unidas, inseparables. Dígase qué enseña fue la que enarboló Jaime el Conquistador en los muros de Mallorca y en las almenas de Valencia; la que tremoló Fernando III en la cúpula de la grande Aljama de Córdoba y en la torre de la Giralda de Sevilla; dígase si no fue la misma que Alfonso XI llevó a Algeciras, y la que los Reyes Católicos plantaron en los torreones de la Alhambra de Granada; la misma que llevó Cristóbal Colón al Nuevo Mundo; Cortés y Pizarro en sus conquistas al Norte y al Mediodía de la América; el esclarecido cardenal Cisneros a Orán, y el Gran Capitán Gonzalo de Córdoba a Italia, y Pedro III de Aragón y Alfonso V. de Nápoles a Sicilia; siempre la misma bandera; la religión y la libertad de la patria. Y todo esto por espacio de ocho siglos, porque el temor de cansar a las Cortes me ha hecho compendiarlo. Con la unidad religiosa durante este período, nació y creció la independencia nacional; nacieron y crecieron las libertades populares…… Castilla, Aragón, Navarra, y antes algunos reinos cristianos, se miraban como enemigos, como extranjeros: sus intereses eran opuestos, sus costumbres diferentes, su legislación diversa. Pero el sentimiento religioso era el mismo en todas partes, y este fue el lazo de la unión. Y cuando se enlazaron las dos coronas de Aragón y Castilla por el matrimonio de Fernando e Isabel, en punto al sentimiento religioso nada tuvieron que mudar ni el uno ni el otro.»

Del tribunal de la Inquisición y de la expulsión de los judíos habló a larga con buenos datos y observaciones propias, y dijo al cabo.

«Indudablemente, Señores, durante la Inquisición en España sufrimos un gran retraso en la vía de la civilización. Habrá muchos, o tal vez todos, que habrán leído los cuadros horribles de las escenas inquisitoriales en los autos de fe, y se habrán estremecido al leerlas en los libros. Pues bien, Señores, yo que las he leído más que en los libros; yo, que por mi deber de humilde historiador de mi patria, he tenido que ir a buscar documentos originales a nuestros archivos, y yo que he tenido en mis manos lo que tuvieron en las suyas los inquisidores; yo que conozco su letra y su rúbrica; yo que he visto las declaraciones de los testigos, que he tenido delante de mis ojos las sentencias originales, dejo a la consideración de los señores diputados si me habré estremecido al leer aquellas horribles escenas. Señores, en punto a aborrecer la Inquisición es imposible que me gane nadie, porque querría yo perecer antes y los objetos más queridos de mis entrañas que volver a semejantes tiempos. ¿Cómo ha de abogar la comisión de Constitución porque vuelvan esos tiempos, si tal vez no habrá nadie que se haya estremecido tanto, porque muchas veces he tenido que seguir con la imaginación a los reos desde que salían de los calabozos hasta que iban ¿a dónde? a eso que se llamaba por sarcasmo teatro, que era el estrado que se levantaba en las plazas públicas para leerles la sentencia, y desde allí conducirlos al lugar del suplicio. He visto larguísimas descripciones originales de aquellas escenas, y me parecía tener delante los semblantes cadavéricos que sacaban de los calabozos, con aquellas vestiduras amarillas, las corozas, los paños negros que vestían el estrado, con las luces amarillas, y contrastando todo ¿con qué? Con el lujo de los reyes, de los príncipes y princesas, de las damas de la corte, de los nobles, de los magistrados y caballeros, que asistían a estos espectáculos; espectáculos, Señores, que iba a ver un pueblo inmenso siempre; que hasta tal punto se había fanatizado este pueblo que había convertido esos espectáculos en escenas de diversión y de puro recreo. Esta es la verdad, Señores. Durante este tiempo se sacrificaron millares de víctimas. Los hombres más eminentes de España, los teólogos más distinguidos, los humanistas más célebres, los poetas de más reputación, los escritores de más lustre, hasta los santos eran perseguidos por la Inquisición. Digo esto, porque podría asustar a muchos que entre el largo catálogo de ellos se encuentren distinguidos teólogos que tanto lustre habían dado a la España en el concilio de Trento, como un Arias Montano, un Melchor Cano, el arzobispo Carranza, el venerable fray Luis de León, el sabio fray Luis de Granada, el historiador Juan de Mariana, el humanista Sánchez de las Brozas. Casi todos los hombres distinguidos de la literatura padecieron persecución por el Santo Oficio, y hasta San Francisco de Borja fue perseguido por la Inquisición; el mismo San Ignacio de Loyola, San Juan de la Cruz y hasta Santa Teresa de Jesús, también la padecieron. Este era el tribunal de la Inquisición. ¡Si le aborreceré yo, Señores!»

Estotro pasaje corresponde a lo último del discurso:

«Pues bien, Señores, he manifestado que al principio religioso y que a la unidad religiosa debe la España el ser nación; que con la unidad religiosa se hizo nación independiente; que con la unidad religiosa se hizo nación libre. Esto mismo continuaría probando hasta nuestros días con la historia. ¿Y qué es lo que se pretende ahora, Señores? Que se rompa de repente, sin que nadie nos obligue a ello, porque nadie nos obliga, sin que nadie nos lo pida, porque casi nadie nos lo pide; por lo menos fuera de este recinto yo no he visto ninguna de esas manifestaciones, que suelen hacer los pueblos para significar su voluntad. Yo en conciencia no me atrevería a llamarme verdadero intérprete de la voluntad nacional, si propusiera la tolerancia o la libertad de cultos. Yo tengo muy presente el consejo de un insigne publicista, que por cierto a nadie parecerá sospechoso. Montesquieu dice en el libro 25 de su Espíritu de las leyes “que es una buena máxima y una buena ley política en punto a religión, cuando un pueblo no ha manifestado estar disgustado de la religión establecida, no admitir ninguna otra.” Señores, esto es lo que yo creo relativamente a nuestra España; yo creo que con esto íbamos a producir una gran perturbación social, porque esto está en contradicción con las tradiciones del país, con sus costumbres, con sus creencias y hasta con sus necesidades; creo, Señores, que se puede producir un gran conflicto, aun llevando la mejor intención de hacer el bien.»

Sin embargo de impugnación tan vigorosa, poco faltó para quedar aprobada la libertad de cultos con la enmienda del Señor Montesino, pues tuvo noventa y nueve votos a favor y ciento tres en contra. Así el empeño subió de punto al discutirse la enmienda, en que pedía el Señor Corradi que a ningún español se persiguiera por sus opiniones o sus actos, y que se permitiera a los extranjeros el ejercicio de su culto a sus expensas y bajo las condiciones que exigieran las leyes. Más trascendental fue todavía el discurso del Señor Corradi que el del Señor Montesino. Sinceramente católico y decidido a no abjurar nunca la religión de sus padres se declaró desde el exordio, si bien dolidísimo de que la comisión de constitución desconociera el derecho precioso de todo hombre a adorar a Dios según le dicte su conciencia, y proscribiera explícita y terminantemente la tolerancia de cultos, por cuyas dos razones había presentado su enmienda, pues tenía por imperfecta la constitución política en que se consignaran unos derechos y se suprimieran otros, cuando todos son como ramas de un mismo árbol o eslabones de una misma cadena, y cuando del ejercicio de estos derechos nacen todas las libertades. Por atenerse a la utilidad y a la conveniencia no había introducido la comisión de bases ninguna variación de sustancia, pues desde la abolición del tribunal del Santo Oficio no se perseguía aquí a nadie por sus opiniones religiosas, y vigente dejaba así la intolerancia, que siempre fue señal del miedo, de la debilidad y de la decadencia de las naciones. Para demostrar este aserto con relación a España, sus palabras fueron las siguientes entre otras:

«¿Quién ignora los desastres causados por la intolerancia religiosa, que hoy se quiere disfrazar con el nombre y la máscara de unidad católica, al modo de un puñal cuya punta se oculta entre flores? Si nuestros campos están desiertos; si las tres cuartas partes de nuestro territorio se ven despobladas, en términos de que se recorren leguas y leguas sin encontrar un árbol, una casa, un plantío, nada de cuanto acredite la mano de la laboriosidad humana; si nuestra agricultura no florece y en algunas partes se labra todavía la tierra como en tiempo de los fenicios; si la industria no prospera; si nuestro comercio se encuentra casi reducido a la nulidad; si caminamos a retaguardia de todos los pueblos cultos; si vivimos en un aislamiento tan estéril como desastroso, que fomenta los hábitos de exclusivismo y las preocupaciones del vulgo, atribúyase, no a nuestras desgracies, como suele vulgarmente hacerse, sino a la intolerancia religiosa, manga de fuego, que devoró todos los elementos de nuestra prosperidad; nube de langostas que arrasó los campos de la civilización española.»

Entre los males de la intolerancia enumeró el establecimiento de la Inquisición inicua, que convirtió en doctrina de persecución y de muerte la que es de caridad y de mansedumbre, y sobre las mismas aras de la Divinidad encendió sus terribles hogueras; la expulsión de los judíos, medida desastrosa, que arrancó a la industria, al comercio y las artes una infinidad de brazos útiles y productores; la pérdida de los Países Bajos, rico florón de la corona de España; la expulsión de los moriscos, por la cual faltaron brazos a miles al cultivo de nuestros campos. De la intolerancia religiosa consideró derivada radicalmente la intolerancia política entre nosotros, y de esta suerte expuso su pensamiento.

«Si en España no ha llegado a aclimatarse el gobierno representativo; si los partidos no se suceden legal y pacíficamente en el mando, atribúyase a la intolerancia política, que, de la misma manera que las ramas del árbol, se deriva y nace de la intolerancia religiosa. Ella engendra, sin que lo sospechemos, esas luchas sangrientas que nos dividen, esas pugnas que nos hacen combatirnos por medio de revoluciones, en que hay vencedores y vencidos. Desgraciadamente el vencedor en España representa casi siempre el papel de verdugo, y el vencido el de víctima. De ese mismo principio de intolerancia religiosa proceden otros principios muy funestos a nuestra población y a nuestra riqueza. Del principio de la intolerancia religiosa han nacido en el orden moral el exclusivismo y la preocupación; en el orden civil la tiranía, que es la intolerancia del poder soberano que no sufre más voluntad ni más opinión que la suya; en el orden económico la prohibición, que no es más que la intolerancia en materia de tráfico; en el orden industrial los privilegios y el monopolio, que no son más que la intolerancia en cuanto a la producción y la riqueza; en el orden social la amortización, que no es más que la intolerancia con respecto a la propiedad.»

Tras de reconocer que el argumento de mayor fuerza alegado por la comisión era que convenía conservar la unidad religiosa, por ser ventaja del pueblo español, si bien adquirida a mucha costa, le ocurrió que del mismo argumento usaban los absolutistas contra las reformas liberales, al explicarse de este modo:

«Puesto que para conseguir la unidad política hemos tenido que destruir uno a uno los fueros de los pueblos; hemos tenido que vencer resistencias porfiadas; hemos tenido que crear ejércitos permanentes; hemos tenido que hacer los mayores esfuerzos, consiguiendo que todo se subordine a una voluntad única ¿cómo se pretende que renunciemos ahora al fruto de tantos sacrificios?…… Absolutismo por absolutismo, tanto vale el político como el religioso.»

Después de una revolución triunfante le pareció llegada la ocasión de que tuviéramos lo que tienen ya todas las naciones cultas, y de que no fuéramos una excepción única y lamentable, y más cuando se ve que la prosperidad de los pueblos está en razón de su tolerancia. Vehemente mostrose al denunciar que los no católicos ni tierra lograban aquí para sepultura; y terminó por decir que los que votaran contra su enmienda, virtualmente votaban porque vivamos divorciados de todas las naciones cultas, y porque marchemos a la decadencia en vez de conseguir prosperidad y gloria.

Otra vez usó la palabra el Señor Lafuente para contestar a diversas alusiones personales. Con insistencia rechazó el cargo de que la comisión aspirase a restablecer la intolerancia antigua, cuando proponía la libertad de conciencia, bien distinta de la libertad o tolerancia de cultos; y de que tratase de ahogar la libertad del pensamiento, pues deseaba la libertad de opiniones manifestadas, aun oponiéndose a la de actos. En claro puso que las cortes constituyentes de 1837, no menos progresistas que las actuales, se habían abstenido de admitir enmiendas apoyadas por los señores Landero, López y Caballero en el mismo sentido adoptado por la comisión de bases, lo cual revelaba un progreso notorio. Para ir más allá no se veían aspiraciones en el pueblo español como las de algunos señores diputados, porque la tolerancia religiosa no estaba en sus costumbres, y así no debía tener cabida en las leyes, siendo esta doctrina inconcusa entre los publicistas de más nota; y aquí terminó el Señor Lafuente, por dar lugar a que otro individuo de la comisión respondiera al anterior discurso.

Elocuentemente lo hizo el Señor Olózaga de contado. Después de exponer que la comisión estaba en posición desventajosa, por haberse asestado en su contra tantas y tantas enmiendas como otras tantas baterías, y por parecer difícil que las cortes no hallaran alguna más de su agrado que la segunda base, de sus labios salieron estas palabras por demás significativas:

«Señores, para herir de frente la cuestión; para que tengan la dignación de oírnos los señores a quien me dirijo, yo voy a sostener la causa de la unidad religiosa en España; la causa nacional; y la voy a sostener, señores, separándola de toda idea de intolerancia, con la cual malamente se ha querido amalgamar la base que la comisión propone. El Señor Corradi en medio de tantos, tan sólidos y tan brillantes argumentos como ha presentado a la consideración de las Cortes, ha incurrido en una contradicción muy evidente. Su Señoría nos ha acusado de absolutistas. Nos ha dicho que condenábamos el principio, el derecho que todo hombre tiene de dirigirse a su Dios en la manera en que lo entienda. Nos ha dicho que hemos proscripto la libertad de conciencia; que hemos proscripto la tolerancia de cultos. Su Señoría ha aducido argumentos, y ha dicho cosas magníficas, como pueden decirse al partir de ese supuesto. Pero si sólo con eso se ataca a la comisión ¿cuáles debían ser las consecuencias que Su Señoría sacara? La de que se consignara en la Constitución la libertad de cultos; y Su Señoría sostiene únicamente que los extranjeros puedan ejercer en España el culto de la religión que profesan. Es decir que, haciéndose una Constitución en España para los españoles, Su Señoría, que cree que es un despojo, que ni la comisión, ni las cortes, ni la nación misma pueden hacer, porque ha reconocido en sus límites justos la soberanía nacional; Su Señoría, después de decirnos eso, conviene con la comisión en que los españoles no tengan ese principio, ese derecho, y en que quede proscripto lo mismo que Su Señoría concede que es absolutamente indispensable. En una palabra, con la enmienda del Señor Corradi y con la conclusión de su discurso queda destruido su discurso entero.»

Para la cuestión actual juzgó indiferente que se partiera del principio de utilidad o del de los derechos naturales, pues el mismo Señor Corradi había declarado que la base de todos los derechos es la justicia; y en el respeto a los derechos de los demás consiste ésta; y llámese de utilidad, de sociabilidad, de perfectibilidad, o de conveniencia, lo cierto es que hay una medida sin la cual los derechos de los unos harían los de los demás imposibles. Sobre la necesidad de no confundir la unidad y la intolerancia religiosa, se expresó de este modo:

«No creo que haya un solo español que no bendiga como el mayor de los beneficios, para compensación de tantas desgracias como afligen a nuestra patria, la unidad de creencias religiosas en los españoles. Esa unidad nos ha costado la persecución de los hombres más ilustres de España: nos ha costado el atraso en las ciencias, en las ciencias sobre todo de más inmediata y más útil aplicación para los pueblos; nos ha costado el que la unión del fanatismo y de los medios que ponía en mano del absolutismo hayan hecho que la nación no prospere, cuando otras iban creciendo, y se haya quedado en el atraso lastimoso en que la vemos. Pero, Señores, si estuviéramos en los tiempos, en el origen de las persecuciones religiosas en España; si fuera posible que esta generación con estas ideas se trasladase al tiempo del establecimiento de la Inquisición ¿habría nadie que apoyase esa intolerancia? No trataré del establecimiento de ese tribunal en España; no hay que recordar siquiera que, después de haber existido en la forma en que era conocida la antigua Inquisición, se estableció en tiempo de los Reyes Católicos principal y casi exclusivamente para la persecución de los judíos. Los cristianos en su rencor contra aquella raza apelaron a aquel medio inicuo para exterminarlos, y pagaron después su mala acción como se paga siempre la intolerancia, y sufrieron a su vez las persecuciones que creyeron habían de limitarse a solos los judíos. Vinieron los tiempos de la reforma religiosa; vinieron los tiempos en que se ahogó en España, derramando la sangre de tantos varones entendidos y apoyándose mutuamente el despotismo civil y el eclesiástico, la razón pública; ella, sin embargo, fue haciendo grandes progresos, y el hecho es que, subsistiendo el mismo sistema en lo político y en lo religioso, que siendo los reyes absolutos y existiendo la Inquisición en todo su poder, ya no era posible, ya no había fuerza contra el torrente de la opinión para continuar las persecuciones, y para hacer esos autos de fe que han sido la deshonra de tantos siglos en España; pero en medio de eso, sirviendo siempre como servían la organización de aquel tribunal y las ideas que prevalecían favorables a él, para contener el desarrollo de los adelantos en España, vino un tiempo ya en que todo vino a tierra, en que la razón contenida estalló, y en que se reformaron, como no podían menos de reformarse, la administración en lo civil y las creencias en cuanto a la tolerancia religiosa.»

Aquí hizo breve reseña de lo sancionado en las constituciones de 1812 y de 1837 sobre este punto, y de los motivos que la comisión había tenido para presentar la segunda base, cuya parte última convino en que se redactara de este modo, a vista de los deseos de muchos señores diputados.

«Ningún español o extranjero podrá ser perseguido por sus opiniones o creencias, mientras no las manifieste en acto público contrario a la religión.»

Idea bastante cabal del resto del discurso del Señor Olózaga se halla en los siguientes pasajes:

«Los Señores que disientan de mí y piensen lo contrario pueden decir, cuando llegue el día, qué han visto en esta nación para asegurar que renuncie a la religión de sus padres; qué reclamaciones han venido; qué proclamas se han formulado; qué peticiones se han dirigido. Y, Señores, esto es tanto más exacto, tanto más admirable respecto de los que se consideren más cercanos al pueblo por sus instintos y sus tendencias; porque ciertamente la masa del pueblo español no está hoy más dispuesta que ha estado en ninguna otra época a cambiar de sentimientos, a cambiar de fe, a cambiar de culto…… La religión, Señores, ha sido en España, como en todas partes, ocasión de grandes abusos, de crueles persecuciones. Pero la religión cabalmente tiene en España un carácter nacional…… Se asocia a todas las ideas de patriotismo, a todas las ideas de libertad y a todas las ideas del porvenir que deben existir en este pueblo. La religión se localiza en España, y cada pueblo tiene su patrón, y cada fiesta religiosa es al mismo tiempo una fiesta cívica y una fiesta popular. La religión, y aun la devoción misma, toma en España un color de patriotismo: y los aragoneses y la noble ciudad de Zaragoza, dejarían de ser aragoneses y dejaría de ser Zaragoza, antes de que creyeran que la causa de la independencia y de la libertad española no estaba identificada con la imagen que ellos adoran particularmente. La religión, Señores, es un sentimiento, es sublime, es respetable a todos; y es de tal manera noble, y de tal manera digno, y de tal manera patriótico en España, que no temo yo que ninguno individualmente pueda recibir estas ideas con desdén ni incredulidad…… ¿A qué se invoca la revolución, Señores? ¿Qué partido se pudiera sacar de ella para la cuestión que nos ocupa? La comisión ha considerado muy detenidamente las causas, que han podido producir, que han producido verosímilmente la última revolución. La comisión propone el medio que cree más adecuado para impedir la repetición de los males que la han traído; ha creído que la burla que se hacía del sistema representativo era la que principalmente había hecho a la nación y a sus hombres más distinguidos alzarse contra el último gobierno; y ha propuesto la reunión periódica de las cortes, la reunión de ellas por tiempo determinado, la ninguna obligación de pagar las contribuciones no votadas por las cortes, el castigo de los que intenten cobrarlas: esos eran los males que provocaron la revolución, y para esos propone la comisión remedio. Para lo que no propone ninguno es para lo que cree que no está en el ánimo del pueblo español ni entre los elementos que produjeron esa revolución. Ha creído que todo lo que se podría hacer era conservar al pueblo la unidad religiosa, aun, si fuere posible, de tal manera que ninguna autoridad de ninguna especie persiguiese por opiniones religiosas. Ha lamentado la comisión, como en términos tan elocuentes lamentaba el Señor Corradi, los excesos de las autoridades eclesiásticas que han privado de sepultura religiosa a los que han muerto en España, perteneciendo a otras creencias; pero el remedio no está en lo que ha propuesto el señor Corradi: el remedio está en el gobierno, en el gobierno que debe hacerlo por los tratados, que puede hacerlo por las leyes…… Cuando no se puede prescindir ni hay nadie que prescinda del respeto sincero con que participamos todos del sentimiento religioso del pueblo español; cuando se sabe que sería inútil el ofrecerle lo que él no quiere; cuando no es necesario ofrecérselo a los extranjeros, debiendo bastar para la protección de sus personas y de sus creencias lo que en la base de la comisión se propone; hemos de ir nosotros a adoptar una enmienda, que tiene todos los inconvenientes que he indicado, y ha de verse, Señores, esta comisión tan honrada por las cortes con su elección sin tener la honra de que se examine al menos la base que propone, la base que modifica por el respeto que debe a las opiniones de los Señores diputados……? Yo les ruego muy encarecidamente que no se dejen llevar de palabras que no hayan podido ser en mí tan felices como quisiera; que no miren en esta una cuestión entre la comisión y los autores de la enmienda; que consideren que no hay voto de más trascendencia y que deba darse con más calma; que no hay voto que deba darse con más circunspección que el voto que van a dar ahora; y que por las inspiraciones del patriotismo, no por ningún otro sentimiento personal, les ruego que no sea contrario al dictamen de la comisión.»

Solemnes fueron aquellos instantes: mayor esfuerzo hizo el Señor Corradi por su enmienda al rectificar ideas equivocadas por el Señor Olózaga, y al exponer calorosamente que tampoco habían llegado manifestaciones relativas a ciertas bases constitucionales, como la de que hubiera diputación permanente de cortes y de que de ellas dependiera el tribunal de Cuentas; y que los legítimos representantes de la opinión del país eran los diputados de las cortes constituyentes, no debiéndose olvidar que de la opinión pública era también órgano una parte de la prensa que abogaba asimismo por la tolerancia de cultos. A causa de la votación reciente de la enmienda del Señor Montesino, sobremanera se temía que la del Señor Corradi obtuviera mayoría de votos. Indispensable juzgó ya el gobierno que su voz se oyera en el importantísimo debate, y el ministro de Estado, levantose a hacer uso de la palabra. Don Claudio Antón de Luzuriaga éralo por entonces: con la triple autoridad de las canas, de la consecuencia política y del saber profundo no pudo impedir las interrupciones frecuentes: sereno de ánimo sostuvo la causa que pareció mejor a su práctica de estadista; y frases brotaron de sus autorizados labios que hay que transcribir a la letra, por la circunstancia de pintar muy al vivo lo crítico de aquellos momentos angustiosos:

«Había pensado reservarse para cuando se discuta la base; pero el peligro que corrió ayer esta de no verse discutida, el peligro que puede correr todavía, obliga al gobierno a anticiparse a decir muy pocas palabras… No puedo hablar como filósofo, y algunos ratos lo siento, porque filosóficamente quisiera yo tratar del culto; porque no he oído todavía explicar lo que es culto; porque el culto en último resultado, tal como viene a quedar en la base y después de las explicaciones, el culto no es más que simplemente una regla de policía pública; y lo siento también, Señores, porque en mis principios la filosofía y la religión no son incompatibles, como se ha creído. El mismo Dios, que con su bondad dio facultad al hombre para adquirir la ciencia, puso también en el corazón humano el sentimiento religioso, y no pueden ser enemigos…… Hace, pues, Señores, un ultraje a la civilización de nuestro país el que recuerda aquí los horrores de la Inquisición. En aquel tiempo, Señores, la conciencia era espiada, sus arcanos eran arrancados con tormentos, y ese sentimiento religioso era reprimido con las últimas penas; y esa memoria obra aquí en el ánimo de muchos señores diputados, que no digo yo que confunden, pero que se olvidan de una diferencia esencial, que ya ha tocado bien el Señor Olózaga, pero que es necesario repetir, porque yo creo que induce a errores. Señores, ni la comisión, ni el gobierno, ni las leyes ordinarias penales, ni nadie pone trabas; hace ya mucho tiempo que a nadie se ha ocurrido aquí poner trabas a la libertad de conciencia. ¿A quién le ha ocurrido eso? ¿Cómo se ultraja así a nuestro país? ¿Cómo decía ayer el Señor Montesino que ni los católicos se atreven a venir entre nosotros? No, Señores, ni la ley ni nadie penetra ni penetrará después de la base aprobada en ese santuario de la conciencia. Pero, Señores, el sentimiento religioso es comunicativo; se comunica a los que han recibido una misma educación y se han educado en la misma creencia; se llega a formar un sentimiento común y este necesita una manifestación exterior, y esta manifestación es el culto, y ese culto es el vínculo más fuerte entre los hombres, es el vínculo más resistente, es el vínculo que no puede romper el hacha del martirio, que no puede romper una ley. El politeísmo y el monoteísmo, todas las religiones conocidas, todas han encontrado adhesión hasta el martirio. Pero, Señores, ¿cuál es la primera condición de una ley que ha de nacer con vida, que no ha de nacer muerta? Es la conformidad con la voluntad general, con la opinión general. Y se equivoca el Señor Corradi cuando dice que la opinión pública, la opinión general está aquí…… Se equivoca, Señores, se equivoca…… Se me puede contestar; pero tengo derecho a que no se me interrumpa; jamás interrumpo yo a nadie. Señores, el producto de las mayorías no es la opinión pública, cuando no está conforme con la opinión general del país. Este es un hecho ¿y saben los señores diputados el modo de averiguar este hecho? Es muy fácil; que cada uno se retire a su casa; que lo pregunte a su padre, a su madre, a su esposa. Y cuidado, Señores, que en esta materia las mujeres son muy dignas de ser consultadas; son las que más influyen en la opinión pública, las que forman nuestras opiniones particulares…… Señores, un poco de indulgencia merecemos los que tenemos bastante abnegación porque pasar para acomodarnos, porque sentimos la necesidad de acomodarnos a esa opinión general del país, que es nuestra ley. Y Señores, si alguna cosa falta que averiguar, si hay algún hecho social que pueda demostrarse, es este; no sólo remitiendo a los diputados a sus casas, sino extendiendo un poco la pesquisa, que vayan a sus familias, a sus pueblos; que inquieran bien la opinión. Y se me apuntaba aquí una cosa, que es verdad; no he visto entre los infinitos programas electorales, que se han presentado, no he visto más que uno en que se hablaba de tolerancia de cultos, y le tuvieron que recoger a las veinticuatro horas y no obtuvo un voto.»

Sobre el verdadero sentido de la base y el de nuestra legislación actual en la materia hizo una explicación breve y oportuna, patentizando que lo de no perseguir a nadie por sus opiniones religiosas ya tenía el asentimiento de nuestros prelados, desde que autorizaron la publicación del código penal vigente como senadores, pues allí se consigna lo mismo que en la base tan impugnada con enmiendas; y también le interrumpieron significativos rumores, a pesar de exponer cosas tan importantes. Sólo obtuvo aplausos al afirmar que el gobierno propendía a que los extranjeros tuvieran sepultura religiosa, aun cuando no fueran católicos y tuvieran la desgracia de morir en España. De esta suerte acabó su discurso notable:

«Señores, el congreso está fatigado; yo soy muy viejo, y mi voz muy débil para dominar los rumores de los señores diputados a quienes no tengo el gusto de agradar…… Por consiguiente, uniendo mi súplica a la del Señor Olózaga, yo rogaré a los señores diputados que han firmado enmiendas y que las han firmado en el error de que se podría impedir la inhumación de las personas de otros cultos que mueren en nuestro país, o de que esta base se opone para que en adelante, cuando llegue a haber una necesidad, ese hecho social se tome en consideración; yo me tomo la libertad de advertirles que se equivocan, que depongan ese error, y que depuesto se unan a la comisión para votar su base, porque, votándola, yo les aseguro que conjuran un grave peligro para nuestro país. Antes había manifestado que se veía muy tentada la lealtad de algunas provincias, y que flaquearía acaso, si a los instigadores se les daba motivo para divulgar que al lado del altar de sus mayores se iba a erigir otro.»

En seguida vino la votación de la enmienda: con vivaz anhelo fueron sumando los votos cuantos asistían a sesión tan interesante: ciento quince resultaron a favor y ciento treinta y tres en contra; y ya desde entonces se pudo augurar que la segunda base llegaría a ser discutida. Nuevos tropiezos hubo que salvar contra la unidad religiosa, más o menos desvirtuada por las enmiendas de los Señores Seoane, Degollada, Salmerón y Figuerola, y por último contra lo pretendido por el Señor Jaén bajo concepto más restrictivo. Una vez y otra volvió a aparecer infatigable nuestro Don Modesto Lafuente sobre la brecha. Con el Señor Seoane reconoció que la comisión no había dado gusto ni a unos ni a otros, si bien añadiendo que eso daba a entender que había huido de los extremos y mostrado cordura. De su respuesta al Señor Salmerón son estos pasajes.

«No conduciría, pues, a nada establecer la libertad de cultos en la ley fundamental del Estado, mientras esta tolerancia o libertad no estuviera en los hábitos del país, mientras no la autorizaran las costumbres de la nación. La tolerancia no se impone; lo único que puede hacerse es darle reconocimiento legal cuando está admitida…… La verdad es, Señores, que si esas naciones, donde hay libertad o tolerancia de cultos, pudieran recobrar la unidad religiosa sin guerras ni trastornos, la recibirían como un bien social de inestimable precio. Oigo decir que no; yo creo que sí, porque estoy persuadido de que con la unidad religiosa desaparecerían las luchas, que hay en esos países entre católicos y protestantes. Sería, pues, un bien la unidad religiosa y la tendrían si pudieran adquirirla sin los trastornos que serían consiguientes, como los hubo, y muy lamentables, cuando se rompió aquella unidad. Porque conviene también advertir, Señores, y tener muy en cuenta, que en ninguna nación se ha establecido la libertad de cultos espontáneamente, ni por medio de los legisladores del país, como se pretende hacer aquí, sino que ha costado muchísima sangre y muchísimos disturbios el establecerla.»

Ya se había desechado la enmienda del Señor Jaén por considerable número de votos: ya se estaba en plena discusión de la segunda base; discusión muy bien sostenida, aunque al parecer agotada, cuando en contra de una aseveración del Señor Godínez de Paz dijo el Señor Lafuente:

«Ha dicho que la comisión ha manifestado que la libertad de cultos está en sus principios, está en sus deseos; que eso es lo que propone; que eso es lo que quiere, si bien tal vez opine que no sea ocasión oportuna. Señores, los discursos que ha habido necesidad de pronunciar para impugnar tantas enmiendas como se han presentado a esta base, todas en el sentido de desear la tolerancia o la libertad de cultos, y las votaciones que a ellas han seguido, me parecen bastante testimonio de que no son esos los principios y deseos de la comisión, por lo menos en las circunstancias en que estamos, y en los tiempos en que tenemos que acordar y deliberar sobre esta materia, porque la comisión no dice cómo pensaría si estuviera en otros tiempos y en otros países.»

Después de todos habló el Señor Nocedal en contra, y del Señor Olózaga fue la respuesta oportuna, a causa de haberle cedido el Señor Lafuente con insistencia la palabra; mas no sin dejar consignado que en nadie absolutamente reconocía derecho para interpretar las intenciones de la comisión de otro modo que el textual de la segunda base. Aprobada quedó finalmente por doscientos votos contra cincuenta y dos el 1.° de Marzo de 1855 a las doce y media de la madrugada. Antes y después llegaron diversas representaciones en contra: una del Señor Obispo de Cádiz rompió la marcha, y se decidió que esta y las sucesivas pasaran a la comisión de bases: otra firmada por cuatro o cinco mil personas de la capital y algunos pueblos de la provincia de Valencia se leyó a la postre: sobre ella hubo debate empeñado, y lo caracterizan dos proposiciones aprobadas de resultas; según la primera debían pasar al gobierno todas las exposiciones relativas a la segunda base, que presentaran indicios de contener firmas falsas o suplantadas, para que las remitiera a los tribunales de justicia; por la segunda se declaró que no se admitiría petición alguna respecto de las bases constitucionales a medida que estas fuesen aprobadas. No es dudoso que hubo instigadores para que abundasen representaciones contra la segunda base, y que periódicos de ciertos matices las insertaron en sus columnas con propósito notorio de alarmar inmotivadamente las conciencias. De una manera eficaz trabajó Don Modesto Lafuente por atajar la falsa alarma con dar a luz un opúsculo interesante, y poner allí de manifiesto que nada alteraba de lo existente la base aprobada por las cortes, pues quedaba en su pleno vigor la unidad religiosa, y ya en el código penal se consideraban punibles solamente los actos contrarios a la religión católica profesada por los españoles. Grande fue la aceptación de aquel oportunísimo escrito; y su lectura demostrará siempre que el antiguo Fray Gerundio figuró entre los principales campeones que pelearon triunfalmente contra el establecimiento de la libertad o de la tolerancia de cultos en España; y que a la par suya combatieron por la unidad religiosa Don Claudio Antón de Luzuriaga, Don Salustiano Olózaga y Don Martín de los Heros por la razón fundamental de estar satisfecho el país con ella y de habérselo sacrificado todo. Siempre la discusión de la segunda base aparecerá entre las más notables de las habidas en las cortes españolas, y bien merecería ser impresa en tomo separado, como la de la abolición del Tribunal del Santo Oficio, que en Cádiz fue llevada a felicísimo remate.

Mucho contribuyó también la ley sobre desamortización eclesiástica a que los enemigos de la situación de entonces dejaran de insistir en la pugna a una base nada contraria a la unidad religiosa. No corresponde aquí puntualizar los arbitrios que se pusieron a las calladas en juego para que doña Isabel II no sancionase la ley de 1.° de Mayo, si bien es bueno recordar que hasta se supuso que sudaba una imagen de Jesucristo crucificado en el templo de San Francisco el Grande. Aquí representaba monseñor Franchi a la Santa Sede; no habiendo encontrado motivo para dejar su puesto cuando la segunda base fue aprobada, sus pasaportes solicitó diligente, así que la ley sobre desamortización eclesiástica obtuvo la sanción de la corona. Tampoco encajaría bien el relato de los diversos alborotos de mayor o menor trascendencia, que por espacio de un bienio tuvieron el orden público en jaque. Teatro fue Aragón de una intentona carlista sin resultado; y Valladolid fuelo más adelante de incendios horrorosos, que exigieron la presencia de un ministro de la corona, para hacer las debidas informaciones. Este cargo tuvo Don Patricio de la Escosura: a su retorno hubo crisis acerca de su permanencia en el ministerio o de su salida; por la primera abogaba el Duque de la Victoria, por la segunda el Conde de Lucena. Ya describirán los biógrafos de este personaje su papel durante las cortes constituyentes y en la gobernación del Estado, como diputado y ministro, no tocando aquí sino consignar que en Don Leopoldo O'Donnell vincularon sus esperanzas de ver al orden y a la libertad en perfecta armonía los que dentro de aquella asamblea formaron el centro parlamentario, del cual nuestro Don Modesto Lafuente fue muy luego individuo. Resuelta la crisis a disgusto del Duque de la Victoria, al general O'Donnell fio Doña Isabel II la formación de un nuevo ministerio. Así pudo aquel varón ilustre iniciar la realización del pensamiento fecundo de la Unión liberal en el mando. Antiguos moderados y progresistas eligió para compañeros: a mano armada tuvo que sostener por tres días la prerrogativa de la corona: desusada clemencia mostró inmediatamente después del triunfo; y de tan buen efecto fue que de resultas del conflicto no hubiera procesos ni aun prisiones que hombres de arraigo y de los dos partidos liberales aceptaron gustosos el nombramiento de alcaldes y regidores del Ayuntamiento de esta villa. Más o menos. resistencia hubo que vencer asimismo en las ciudades de Barcelona y Zaragoza. Aquel fue un verdadero golpe de Estado; en beneficio se dio del orden y con designio de que la libertad no sufriera menoscabo ninguno. Disueltas quedaron la milicia nacional y las cortes constituyentes, y sustituida por un Acta adicional a la Constitución de 1845 la Constitución nueva y llamada exactísimamente nonata; pero aquel ministerio estaba animado de espíritu liberal a todas luces, y en la nación hallaba suficiente apoyo, para mantener el público sosiego y avanzar por la vía de las reformas. Su duración por desdicha no llegó a tres meses: al general O'Donnell sucedió el Señor Duque de Valencia a 12 de Octubre con propensión manifiestamente reaccionaria. Por sí dejó la ley de desamortización eclesiástica sin efecto y el Acta adicional plenamente anulada: y en la Constitución de 1845 introdujo reformas, y por medio de la ley del Señor Nocedal aherrojó la imprenta con aprobación de las cortes. Así y todo no pudo al fin prolongar su existencia más de un año. Dos ministerios intermedios hubo presididos respectivamente por los Señores Armero e Istúriz antes de que Don Leopoldo O'Donnell volviera a subir al poder el año de 1858 a 30 de Junio.

Aún están calientes las cenizas del célebre personaje que a la Unión liberal aspiró a dar forma: no estamos exentos los contemporáneos de pasiones; mas no por eso hemos de permanecer mudos; si erráremos en nuestros juicios, ya los enmendará la posteridad con sus fallos. No muertos, pero sí quebrantados, se hallaban los antiguos partidos, a fuerza de luchas enconadas entre moderados y progresistas, de sus discordias intestinas y de su recíproco exclusivismo; y así la Unión liberal tuvo razón de ser naturalísima y oportuna, para poner término a las revoluciones con la práctica sincera del gobierno representativo, y para conseguir el fácil juego de las instituciones liberales. Su núcleo sacaba la Unión liberal de los moderados no hechos atrás y afines con los progresistas de notoria templanza; y vigor tenía pujante para llevar a cabo la magna empresa. Con su jefe Don Leopoldo O'Donnell se mantuvo en el poder muy cerca de un lustro; y las esperanzas se redujeron a desengaños. Inútiles fueran aquí los pormenores: un hecho lo comprueba de bulto: a los principios de la situación aquella fueron muy notables por furibundos y agresivos los artículos dominicales de la España; y a poco andar los tiempos, ya en las columnas de este periódico se leían artículos muy laudatorios del general O'Donnell y de sus actos gubernativos. Con hacer la semblanza del Señor Don José Posada Herrera se explicaría todo, pues su escepticismo es capaz de esterilizar lo más fecundo. Varios progresistas y moderados se volvieron a sus respectivas filas: disidentes hubo con el Señor Ríos y Rosas por jefe; y razón de sobra tuvo para decir el sucesor del Señor Posada que la Unión liberal no había formado iglesia en cinco años, pues se ignoraba dónde estaban los cismáticos y quiénes eran los ortodoxos. Verdad es que de libertad práctica se disfrutó en mayor grado que nunca; pero después de regir Don Leopoldo O'Donnell los destinos de la nación mucho más tiempo que otro ministro alguno de nuestros días, con el prestigio del lauro de África y con la divisa de Unión liberal sobre su bandera, aun se podían exactamente repetir estas palabras, que ya octogenario puso por fin del prólogo de sus Cartas a lord Holland sobre los sucesos políticos de España en la segunda época constitucional el gran Quintana:

«Y no se engañen los españoles: la cuestión primera, la principal, la de si han de ser libres o no, está por resolver todavía. Verdad es que han adquirido algunos derechos políticos; pero estos derechos son muy nuevos, y no han echado raíces. Por consiguiente han de ser atacados sin cesar, y si no se atiende a su defensa con decisión y constancia, serán al fin miserablemente atropellados. El estado de libertad es un estado de vigilancia y frecuentemente de combates. Así sus adversarios, considerando aisladamente la agitación de las pasiones y el conflicto de los partidos que acompañan a la libertad, dicen que no es otra cosa que una arena sangrienta de gladiadores encarnizados. Este espectáculo, a la verdad, no es agradable; pero hay otro mucho más repugnante todavía, y es el de Polifemo en su cueva devorando uno tras otro a los compañeros de Ulises.»

A todas las cortes reunidas con posterioridad a las constituyentes vino el antiguo Fray Gerundio por influencia propia de diputado del distrito de Astorga. Bajo la Unión liberal tuvo la honra de ser redactor del proyecto de la contestación al discurso de la corona por dos veces; y con este y otros motivos hizo muy conveniente y atinado uso de su fácil palabra. Como presidente de la comisión de mensaje a principios de la legislatura de 1861 le tocó resumir los debates; y porque pintan la situación política de entonces y la de su persona, me parece propio dar a conocer algunos pasajes de lo que dijo ante el congreso de diputados.

«Ved después, como habéis visto estos días cinco brillantes discursos, pronunciados por cinco elocuentes oradores, que representan no sé si cinco diferentes partidos políticos, pero sí cinco oposiciones, que en nada se parece la una a la otra. Repasémoslas. Primera, oposición francamente democrática, la que vino primero aquí, la del Señor Rivero: oposición mística, no tengo otro nombre que poderla dar, la del Señor Aparici: aunque estos insignes jefes de partido, a lo que yo creo, son como unos guardianes, que no tienen comunidad aquí dentro, yo creo que uno y otro tendrán muchos adeptos por fuera, y por de contado formarán partidos políticos que tienen aquí por representantes a esas personas. Viene después la oposición, no sé si moderada o progresiva, pero oposición que no me ha parecido la de otro tiempo, y por tanto la llamaré oposición contemporánea, del Señor González Bravo. Continuó esa oposición, que yo creí que iba a ser progresista pura del Señor Olózaga, y que hoy ya sospecho que tal vez no fue progresista ni pura. Y por fin la oposición del Señor Ríos Rosas, que yo creía que iba a ser oposición de unión liberal; que primero en boca de Su Señoría creía que existía aquí, que la estábamos tocando y palpando todos, y que después la vi desaparecer como desaparecen los objetos de entre los dedos de un jugador de manos, porque todo iba quedando reducido a cero; iban faltando de aquí todas las unidades, todas ellas se iban eclipsando, todos quedaban relegados al olvido: pero yo veía en medio de esta desaparición que quedaba el Señor Ríos Rosas que era bastante para hacer la oposición al gobierno y a la comisión…… Pues, si meditamos en la naturaleza de este congreso, yo, Señores, el encargado por su desgracia de resumir el debate, podría haberme ahorrado este trabajo, diciendo: ¿Queréis la justificación de nuestro apoyo a un gobierno de política media, de política conciliadora, de política expansiva, de política precisamente constitucional? Pues no tenéis más que encargar a esas oposiciones que se contesten entre sí, como lo han hecho ya, que se contesten las unas a las otras. Sin más que empezar por lo que vino primero al debate, que quiero que tenga también en mi pobre discurso el orden de prioridad que le corresponde, empezando por las dos enmiendas, que habéis visto y que aquí se han discutido, decidme si no son realmente en vuestro juicio y en el de todo hombre, por poco pensador que sea, dos políticas opuestas, y si la política, que viene a sostener el gobierno, no está en el centro. ¿Y sabéis por qué está en el centro, y sabéis por qué nosotros estamos en el centro con él? Pues precisamente por lo que significan estas dos enmiendas, que han venido a justificar nuestra situación, que no parece sino que han venido como de encargo para deciros a todos: ¿Veis esos dos extremos? Pues para huir de ellos nos hemos reunido en el centro, para resistir a los dos extremos; precisamente porque no queremos ir a la zona tórrida con el Señor Rivero y abrasarnos con él, y porque no queremos ir a la zona frígida, donde va el Señor Aparici, para helarnos de frío, por eso nos mantenemos en las dos zonas templadas…… El primer discurso de oposición, Señores, entrando ya en materia, tomó por tema que la unión liberal no había correspondido a lo que de ella se esperaba cuando subió al poder, que se había hecho reaccionaria dentro y reaccionaria fuera. Vino el discurso de oposición número dos, que llamaremos así, y dijo: No, no es ese el defecto del gobierno; no es ese el defecto de la situación; el defecto de la situación está en las puntas de liberal que tiene, está en que es demasiado liberal. El discurso de oposición número tres dice: No; esta situación no es reaccionaria, ni tampoco excesivamente liberal; los vientos, que soplan hoy, hacen que el gobierno haga política conservadora. El discurso del orador, que diremos número cuatro, dice: No es política conservadora la que hace el gobierno, no es tampoco política reaccionaria; el defecto del gobierno es que está dominado por una política absolutista. Y el último orador nos dice que el defecto estaba en que no se realizaba la unión liberal tal como Su Señoría la concebía y nos la describió. Y por consecuencia, cinco discursos representando cinco oposiciones, que pretenden cinco cosas distintas, y que juzgan al gobierno por cinco diferentes lados.»

Con motivo de los recientes sucesos de Loja, sobre su origen dijo al Señor Rivero que siempre las revoluciones iban más allá de los deseos de quienes las daban impulso, demostrándolo con la sublevación de los campesinos de Alemania a consecuencia de las predicaciones de Lutero; y al Señor Aparici y Guijarro que no habían sido tiempos de mayor moralidad y catolicismo que los presentes aquellos en que tropas de Carlos I y Felipe II caían sobre Roma, y en que hubo aquí muchos herejes de todas las clases, y a pesar de no ser época de constituciones, ni de gobiernos parlamentarios, que al diputado por Valencia producían tanto disgusto. De la guerra de África hizo cumplido elogio: de la expedición a Méjico habló con aplauso; respecto de Italia mostrose adicto a su libertad e independencia, y contrario de su unidad por medios violentos y sobre todo a costa de la pérdida del poder temporal del Papa, aun no considerándolo punto de dogma. Esta parte de su discurso es la que tiene mayor relación a todas luces con la presente biografía.

«Pasando de la política exterior a la política interior, parece que es ocasión de decir algunas palabras, que exige mi posición actual en este congreso, y que pueden explicar la actitud de una parte de la mayoría, que tiene la misma procedencia que mi humilde persona…… Se ha dicho ya muchas veces que hemos venido aquí procedentes de un antiguo partido, y que hemos venido con nuestros principios a apoyar a un gobierno, que no representa esos mismos principios; y esta es la razón de que frecuentemente se nos estén dirigiendo, sino por todos, por muchos miembros de esta cámara, censuras que hemos oído, no diré con desdén, pero sí con tranquilidad, sí con calma; y como se nos solían hacer en un lenguaje, que a nosotros no nos parecía muy parlamentario, por lo mismo tal vez no arrancaban una respuesta. Teníamos y tenemos además la confianza de que, obrando como hemos obrado y seguimos obrando, hacemos en lo que a nosotros cabe un servicio al país, y estamos bajo ese punto de vista perfectamente tranquilos en nuestra conciencia. Se dirá ¿cómo estáis ahí con vuestros principios, si vuestros principios no se realizan? En primer lugar, en materia de principios políticos ya sabéis que no hay verdades absolutas, porque verdades absolutas solo se encuentran en el dogma o en las matemáticas. En segundo lugar, respecto a principios políticos, como ya en otra parte se ha hecho notar al tratarse de esta cuestión, hay que distinguir la teoría de la práctica. En teoría, Señores, hay principios que son tan halagüeños, que parecen tan razonables y justos que no es posible discurrir nada mejor…… Nosotros no hemos venido aquí ni con el pensamiento ni con la esperanza de que este gobierno, que se llama de unión liberal, había de practicar todos nuestros principios políticos; pero vinimos aquí porque teníamos ansia de ver un gobierno constitucional; porque veíamos que el resultado de las administraciones anteriores había sido funesto, sin duda contra sus buenos deseos. Vinimos, pues, a ver si con nuestra cooperación contribuíamos a salvar el gran principio liberal, que es la observancia del régimen constitucional, que es la libertad, toda la libertad compatible con el orden público, con la institución del trono y con los intereses sociales; y salvados estos principios, creíamos nosotros que habíamos contribuido a hacer un gran bien. Llamóse esto, Señores, desde entonces la unión liberal; la idea generalmente pareció bien, y tanto que hasta se ha llegado a disputar la paternidad de la unión liberal…… Y no sólo los jefes de los partidos medios han proclamado esto como conveniente. Yo recuerdo que en este mismo sitio, hace poco más de un año, el Señor Rivero decía: La unión liberal, no os asombre lo que voy a decir, es un resultado lógico, una consecuencia inmediata, una emanación indispensable de las perturbaciones, que han agitado al país en estos últimos años; la unión liberal, añadía, cuenta con grandes raíces en el país; la unión liberal, decía más adelante, puede ser un punto de partida que nos aleje de los extravíos de la revolución y de las reacciones; la unión liberal, pues, es una idea lógica, una idea magnífica. Verdad es que añadía después: La unión liberal no se realiza. Esto es lo que nos están diciendo todos los días las oposiciones. Y es lo último que me toca examinar. Dícese: Este gobierno, que vosotros apoyáis y que torna el título de unión liberal, resuelve todas las cuestiones por un determinado criterio, que no es el vuestro, sino por un criterio moderado. ¿Pero es esto exacto, Señores? Si así fuera, yo no encontraría la razón de ser de cierta oposición que a sí misma se llama moderada.»

Entonces expuso que, al subir la unión liberal al mando, se iban a devolver al clero todos sus bienes no vendidos, y ahora estaban para ser enajenados mediante nuevo ajuste con Roma; que además el gobierno anunciaba propósitos de llevar la desamortización civil adelante; que, en lugar de hablarse con desdén de las cortes, bajo el nombre de parlamentarismo, ahora estaban abiertas durante regulares períodos, y no regían por virtud de Reales decretos los presupuestos del Estado: que la seguridad individual no era objeto de tropelías; y que ya no sonaba clamoreo ninguno contra la moralidad en las altas regiones del gobierno. Al final se expresó de este modo:

«Creo haberme hecho cargo de lo que son, o pueden ser, o significan las oposiciones, que han combatido al gobierno y a la comisión; creo haber respondido a aquellos de los principales cargos, que se han hecho en la cuestión interior y exterior. Después de esto sólo me queda que decir que la votación del mensaje está próxima; y trátase de saber si vosotros vais a dar vuestro apoyo a un gobierno, que simboliza a mi juicio, y al juicio de la comisión, y al de los que componen esta mayoría y la mayoría del país, a un gobierno que simboliza la observancia del régimen constitucional, la legalidad, la tolerancia, la seguridad individual, el orden y la tranquilidad pública, la moralidad en la administración de los intereses públicos; a un gobierno, que ha sabido dar gloria, poder, esplendor, engrandecimiento y lustre a España a los ojos del mundo; o habéis de dar vuestro apoyo a administraciones de antemano conocidas y juzgadas; o habéis de entregaros a las eventualidades de porvenir desconocido y oscuro, que puede traer la perturbación y acaso la ruina de la patria.»

Grande uso hizo también el Señor Duque de Tetuán del argumento relativo a significar la heterogeneidad de la política representada por las diversas oposiciones, sin que por eso desvaneciera muchos de los cargos dirigidos a su ministerio: doscientos seis votos contra ochenta aprobaron el mensaje de contestación al discurso de la Corona, de donde resulta evidente que aún tenía mucha mayoría entre los diputados elegidos tres años atrás por los respectivos distritos, cuando aquel gabinete engendraba muy lisonjeras y legítimas esperanzas, que en torno suyo atrajeron a bastantes personas ya sin ilusiones: cuando la conducta del general O'Donnell desde Julio a Octubre de 1856 parecía reguladora de la que pensaba observar desde Junio de 1858 en adelante. Aun prescindiendo completamente de los distintos puntos de vista de los Señores Rivero, Aparici y Guijarro, González Bravo y Olózaga en aquel importantísimo debate; no siendo admisible por entonces la democracia, estando condenado a impotencia perpetua el neísmo, pudiéndose culpar de retrógrado al partido moderado, y debiendo lamentar que al partido progresista se le cerraran los caminos de aspirar legalmente a crear una situación suya, con solo el discurso del Señor Ríos Rosas bastará siempre de cierto para convencer a los lectores imparciales de haberse falseado por la situación aquella el pensamiento de la unión liberal del todo. No hubo que responder a estos argumentos del insigne diputado por Ronda:

«Pero el gobierno en esta como en todas materias, no me cansaré de repetirlo, tiene siempre soluciones muy socorridas. Un digno individuo del gobierno, que representa el más político de los departamentos del gabinete, ha dicho un día tratando de esa cuestión: --Señores, yo soy enemigo, yo soy adversario de la política preventiva; yo aborrezco la política preventiva; no me pidáis política preventiva. Otro día en aquel mismo augusto recinto ha dicho: --Yo, espectador de una política preventiva, la miraba con envidia; yo hubiera deseado asociarme a ella; yo hubiera querido ser ministro o diputado para hacer esa política preventiva. Luego otro día ha dicho en este recinto: --Yo, Señores, no soy sistemático; yo no soy hombre de extremos; yo a veces uso de la política represiva, y a veces de la política preventiva; yo soy hombre de política mixta. ¿En qué quedamos, Señores……? Dejemos ya, Señores, el examen del criterio político del gabinete, que me parece lo he hecho en breves razones. Yo no estoy completamente satisfecho de haberlo explicado de una manera perceptible aún a los más rudos entendimientos; me atreveré, pues, buscando un órgano más expresivo que mi pobre estilo, a explicároslo en verso con una redondilla antigua. Habéis visto lo que el ministerio dice cuando se habla de política preventiva; lo que dice cuando se habla de política represiva; lo que dice cuando se habla de política mixta. Pues yo digo que el programa, que las opiniones, que la conducta política del gobierno y del Señor ministro de la Gobernación se resumen en estas palabras:

Dijo uno: —Pese a quien pese
yo soy de ese parecer.
Dijo otro: —No puede ser.
Y él dijo: —También soy de ese.»

Sobre el Acta adicional manifestó el Señor Ríos Rosas que fue una fusión de principios y una coalición de progresistas y moderados, cuyas dos fracciones liberales durante la guerra civil pudieron existir separadas, porque no existía la democracia, ni en la esfera política figuraba el realismo; y ahora no podían gobernar constitucionalmente, sin que buscase cada una en el partido que le es afín su apoyo, y no cabiendo realizar esta inteligencia, mientras los partidos aspiraran a destruir y no a utilizar lo existente, de aquí resultaba que ninguna de las fracciones podía gobernar sin recurrir a medios funestos y reprobados por inmorales. Tras de enunciar tales premisas, su lenguaje fue del siguiente modo:

«Es menester que las dos fracciones transijan continuamente hasta que, desengañado el partido absolutista de sus criminales esperanzas, y hasta que, desengañado el partido democrático de sus no menos criminales aspiraciones, se unan, se compaginen respectivamente con los partidos medios en sus dos extremidades; y entonces, viéndose cada fracción constitucional reforzada por una de esas fracciones, tendrán un apoyo y un arrimo, y podrán gobernar a la nación con fuerza moral y parlamentaria; antes no. Esta transición es lo que nosotros hemos llamado unión liberal; esto es lo que profesamos ahora, lo que profesaremos mañana, lo que profesaremos siempre, mientras no veamos a un partido constitucional bastante numeroso, bastante compacto, para producir aquí mayorías grandes, mayorías verdaderas, mayorías disciplinadas, legítimos representantes de la nación, no hechura de los gobiernos. Señores, el símbolo de este gobierno, como he dicho antes, era el símbolo de la unión liberal. De qué manera este gobierno haya respondido a su misión, de qué manera este gobierno ha cumplido con sus antecedentes, con sus compromisos, con su programa, vosotros lo habéis visto; vosotros lo discutís todos los días, y no necesitáis que yo os lo demuestre de nuevo…… El ministerio presidido por el general O'Donnell, que, examinando sus actos, se ve no tiene una política, examinando sus elementos, su mayoría, se encuentra que no tiene valor político. Tiene, sí, tiene la importancia personal del conde de Lucena, del duque de Tetuán, del general O'Donnell; la importancia militar de ese hombre, la importancia que adquirió en los campos de Navarra; y luego en el año 54 en aquella revolución que hizo; la importancia que adquirió el año 56 en aquel conflicto que venció; esa es su importancia. Tiene una importancia individual, una importancia militar, una importancia personal, no representa una política, no tiene un verdadero poder político. Pero si el general O'Donnell, que es presidente del consejo de ministros, no tiene una política, si no tiene un verdadero valor político, ¿por qué está en el poder? ¿Cómo se explica que esté en el poder? Se explicaría enhorabuena en el primer año de su administración, en que representaba una política; en el segundo, en que con dudas y vacilaciones representaba una esperanza; en el tercero, en que todavía había quien esperaba, aunque fuesen pocos, aunque fuesen contados, pero cuyas esperanzas se han desvanecido cuando la realidad se ha manifestado, cuando ese ministerio no tiene una política propia, cuando la política que hace es unas veces de negación, cuando otras es una política de reacción. ¿Cómo está, pues, en el poder ese gobierno? Para explicar ciertos hechos no hay más que recurrir a la historia. En las contiendas civiles el elemento militar necesariamente adquiere importancia. Por consecuencia de esta importancia se manifiesta en la esfera política, obra en la esfera política, unas veces bien, otras mal, como todos los elementos que obran en esa esfera, y peor que todos los elementos, porque no es propiamente un elemento político…… Pasó el tiempo, ascendió nuevamente al poder el conde de Lucena, destruyó con su acción la unión liberal, quedó solo en el poder, ¿qué hay hoy en el poder? El elemento solo militar, una situación puramente militar en el poder, una dictadura, la dictadura de un hombre. Por fuerte que sea el elemento militar, paréceme a mí, y os parecerá también a vosotros, que no basta por sí solo para llevar en sus hombros la inmensa pesadumbre de la gobernación del Estado, mayormente cuando ese elemento está subordinado al elemento constante, perpetuo y altísimo del trono constitucional. ¿Pues cómo el elemento militar por sí solo subsiste en el poder, no habiendo en la situación, no habiendo dentro de la situación, ni en el gobierno, ni fuera de él, ni en la mayoría, ni en ninguna parte, ningún partido político que le ayude? Subsiste por el apoyo de un partido político, por el apoyo, por la protección que este partido le dispensa por su interés, por el apoyo de un partido político que el gobierno recibe, sépalo o no lo sepa, yo creo que no lo sabe, por el apoyo de un partido político muy fuerte, por el apoyo del partido absolutista.»

Poniendo esta aseveración de relieve y pintando al tal partido con negros y exactos colores llegó al término de su discurso. Ya se verá más adelante por qué de su texto se ha hecho aquí mención larga.

Un acontecimiento muy doloroso hizo que a los dos meses escasos vibraran acordes los sentimientos de la asamblea, donde habían sido tan empeñados los debates: en calidad de vicepresidente primero se hallaba a su cabeza el Señor Don Modesto Lafuente, y lo anunció con estas palabras:

«Como supongo que el Congreso había de oír con interés, sin excepción de ningún individuo, y al mismo tiempo con sentimiento, lo que voy a tener el honor de manifestarle, me creo en el deber de decirle que nuestro dignísimo y respetabilísimo presidente se encuentra por desgracia gravemente enfermo: que la mesa ha pasado a su casa a enterarse de su salud, y ha sabido que se le han mandado administrar los Santos Sacramentos. Por consiguiente, si llegare el caso de recibir el Santo Viático, la mesa cuidará de avisar a los Señores diputados por si quieren tener, como es de esperar, el honor de asistir a esta augusta ceremonia. La mesa entretanto ha dispuesto que de hora en hora se envíen al Congreso noticias del estado de su salud. He querido poner en conocimiento de los Señores diputados el estado del enfermo, persuadido de que no pueden menos de oírlo con interés.»

Muy breves frases pronunció el Señor Olózaga de seguida: gloria de España y constantemente de su tribuna llamó al Señor Martínez de la Rosa; y a petición suya declaró el Congreso por unanimidad que había oído con profundo sentimiento lo manifestado por su primer vicepresidente. Esto acontecía el 7 de Febrero de 1862 a media tarde; y el Señor Don Francisco Martínez de la Rosa exhaló el último suspiro a las seis menos diez minutos. Así lo supo el Congreso al día siguiente por comunicación de los albaceas del finado; y acto continuo el Señor Lafuente pronunció desde la silla presidencial un sentidísimo discurso, que merece ser conocido a la letra:

«Señores diputados, la triste comunicación que acabáis de oír, la gasa que enluta esa tribuna, y el negro traje que hoy vestimos, todo anuncia y simboliza la gran pérdida que acaba de sufrir el Congreso, la pérdida lastimosa que acaba de sufrir la patria. Señores, la España ha perdido ayer uno de sus más ilustres y eminentes patricios; las letras uno de los ingenios más brillantes y fecundos; la tribuna uno de sus más bellos ornamentos; el trono uno de sus más decididos apoyos, y el régimen constitucional uno de sus primeros apóstoles y de sus más infatigables propagadores. Diputado de las cortes españolas desde 1813, siempre consagrado al servicio del trono y del país, en su larga y gloriosa carrera de medio siglo, de este gran período de oscilaciones y vicisitudes, de regeneración y de progreso para España, el Señor Don Francisco Martínez de la Rosa brilló constantemente como una de las antorchas más esplendentes de este mismo siglo, desde su juventud hasta su ancianidad, como literato, como escritor, como político, como filósofo, como hombre de Estado, así en las Academias como en el Parlamento, así en los Consejos como en el Gabinete, así dentro de nuestra misma nación como en las cortes extranjeras. En todas las situaciones de su vida, en la prosperidad y en la desgracia, en las alturas del poder y en los padecimientos de un calabozo, dos ideas no abandonaron nunca a este hombre eminente; la idea monárquica y la idea liberal, el trono y la constitución del Estado. Sencillo y modesto en su porte, como todos los hombres sabios, inofensivo y generoso, como todos los hombres de noble corazón, distinguíanle también estas virtudes, que tantos quilates añaden al mérito y al talento. Yo siento, Señores diputados, y muy especialmente en estos momentos, que no me haya alcanzado siquiera una mínima parte de aquella elocuencia que brotaba naturalmente de los labios del insigne varón que ocupó en propiedad y con tanta honra este puesto; pero supla la grandeza del personaje a la pequeñez del que hoy consagra estas breves palabras en obsequio de su memoria. Que el eco de nuestro dolor, Señores, resuene, que sí resonará, en todo el ámbito de la monarquía; honremos todos la memoria de nuestro dignísimo presidente; y declaremos que su nombre merece quedar grabado perpetuamente en nuestro corazón. He dicho.»

Muy bien correspondió el Señor Lafuente al triste y solemne deber de su cargo, pronunciando el mejor elogio del Señor Martínez de la Rosa, y no porque no le dedicaran tiernos y honoríficos recuerdos muy señalados oradores, sino por lo que resultará de la narración fiel e interesante de lo acontecido respecto de la fúnebre ceremonia.

De un Real decreto se dio cuenta por el que S. M. se había dignado mandar que a Don Francisco Martínez de la Rosa se le tributaran los honores señalados por la Ordenanza para el capitán general de ejército que muere en plaza con mando en jefe. Acto continuo declaró el Presidente del Consejo de ministros que por voluntad de la Reina asistiría al entierro su augusto esposo; y además pidió que el Congreso no celebrara sesión por algunos días, como tributo pagado a la memoria de varón tan respetable. Así lo tenía ya pensado la comisión de gobierno interior del Congreso, a la cual se agregaron los presidentes de otras legislaturas, que a la sazón eran diputados, para adoptar las disposiciones más convenientes a la solemnidad de la conducción del cadáver al cementerio. Esta había de ser el lunes 10 de Febrero a las doce; y el señor vicepresidente anunció que se celebraría sesión a las cinco de aquella tarde. Como testimonio del progreso de este país y de su nobleza consideró el Señor marqués de Pidal las demostraciones de dolor y respeto que hasta los adversarios del Señor Martínez de la Rosa dedicaban a su memoria, por reconocer la sinceridad de sus ideas, su lealtad y su patriotismo. Nadie más habló aquel día, a causa de manifestar el Señor Olózaga que lo primero era dar tierra al cadáver del presidente ilustre, y que después de cumplida esta obligación religiosa vendría bien que sonaran allí voces elocuentes en justo aplauso del finado. Gran pompa fúnebre presenció Madrid por entonces: a pesar de hacer un día por demás desapacible y ventoso, la comitiva fue extraordinaria e inmenso el gentío agolpado detrás de la tropa tendida desde la calle de las Rejas hasta uno de los cementerios de la puerta de Atocha. Prohibido estaba desde Marzo de 1857 pronunciar discursos en tan lúgubres solemnidades, y siendo presidente del Consejo de Ministros el Señor Duque de Valencia, con motivo de las pacíficas manifestaciones liberales a que dio ocasión el entierro del magno poeta don Manuel José Quintana. Al Señor Duque de Tetuán faltó arranque para prescindir por completo de la letra matadora y atenerse al espíritu vivificante, como lo acaba de tener ahora el mismo Señor Duque de Valencia, pronunciando junto al féretro del mismo Señor Duque de Tetuán muy patéticas y conciliadoras palabras; hasta un adagio vulgar dice que el llanto sobre el difunto; no se tuvo en cuenta lo excepcional del caso, y entibiado el dolor y pasada la impresión profunda, ya todo cayó en frío, y ningún orador pudo alcanzar a conmover al auditorio, que llenaba el salón de las sesiones y todas las galerías y tribunas. Por su parte Don Modesto Lafuente no tuvo ya que hacer sino dar gracias a nombre de la mesa y de la comisión a cuantos habían contribuido a dar solemnidad al triste acto, y proponer que se colocara dentro del Congreso el retrato o busto de Martínez de la Rosa. Aun así fue notable lo que dijo en los términos siguientes:

«Enmedio del dolor que la intervención en estos actos causa siempre, y más cuando hay tanta razón de sentir, la mesa y la comisión tienen, y creen que el Congreso de los diputados experimenta también, la satisfacción de haber visto cuán cumplidamente han sido colmados sus deseos de solemnizar el acto de hoy con todo el decoro, con toda la dignidad, con toda la pompa y grandeza, que reclamaban las virtudes del ilustre finado, su elevada posición política y social, el honrosísimo cargo que acababa de ejercer y sobre todo la alta importancia y consideración de este Cuerpo, que es el que celebraba esta triste festividad. Ciertamente, Señores, esta luctuosa fiesta bien merece llamarse fiesta nacional; no solo porque eran los representantes de la nación los que la hacían, sino por haberse apresurado a concurrir a ella todas las clases del Estado, desde las que ocupan las más superiores posiciones hasta las que se hallan en las más humildes; todos han querido acudir a derramar una lágrima sobre la tumba del que supo en alas de su ingenio remontarse a los más encumbrados y elevados puestos de la escala social. Señores, el plomo encierra y la tierra cubre ya las cenizas de nuestro dignísimo presidente; pero ni el plomo encierra ni la tierra cubre lo que no perece con el hombre, lo que es imperecedero; el alma, que habrá volado a la región de los justos; el nombre y la fama, que recoge como un precioso legado la posteridad; las creaciones del ingenio, que quedan para servir de lección a los demás hombres, y que, viviendo siempre, dan a los genios privilegiados cierta inmortalidad en este mundo, imagen imperfecta de la inmortalidad del otro.»

Aprobada fue la proposición referente al busto de Martínez de la Rosa, y también otra indicada por Don Francisco Goicorrotea sobre que el Diario de aquella sesión se publicara con orla de luto. No son para omitidas estas palabras del discurso del Señor González Bravo:

«¿Sabéis la herencia que nos deja Martínez de la Rosa? ¿Queréis saberla? Pues volved la vista atrás; contemplad el camino andado desde el primer momento en que su espíritu habla a la nación; contempladle realizado; contemplad cómo ese hombre con sus aciertos y sus errores sostuvo siempre firme en la brecha todo lo que se ha hecho durante su vida y hemos presenciado los que hemos vivido con él. Y vosotros, los que nos seguiréis más jóvenes, y aquellos más jóvenes que vosotros que os seguirán después, tomad en ese camino andado de tanta reforma realizada, de tantas transformaciones verificadas, tomad ejemplo para no desmayar y continuar firmes por ese mismo camino con la misma probidad, con la misma insistencia, con la misma sinceridad, sin cejar nunca, sin desalentarse jamás, cualquiera que sea el escepticismo, la falta de creencias o la corrupción con que se pretenda invadirlo todo e intimidaros. Señores, Martínez de la Rosa dijo un día de aquellos que tuvo en su larga vida, en que simbolizaba con más franqueza, más genuinamente su pensamiento, dijo que esas puertas podrían cerrarse, pero que no se tapiaban nunca. Aquí está, por decirlo así, encerrado todo el espíritu que ha dominado en la vida de ese hombre…… El amor a la libertad fue el fundamento más principal, la tendencia más constante de la vida del que fue vuestro presidente; el amor a la libertad que ni un solo instante se desmintió en él; el amor a la libertad que le condujo a fundar y sostener sus opiniones, mirando esto como una de sus obligaciones principales….. Desde el gobierno de S. M. hasta el último diputado y representante del país, todos sienten que todavía queda mucho que hacer para consolidar radical y fundamentalmente en el país el régimen bajo el cual vivimos. Esta es otra parte de la herencia que Martínez de la Rosa nos ha dejado. A ese punto deben concurrir todos nuestros esfuerzos; lo que queda que hacer es preciso hacerlo, desde el gobierno hasta la última persona de las que intervienen en la política. Por eso continuaba concurriendo aquí hasta sus últimos días, porque creía que era precisa su asistencia hasta el último momento. Eso debemos hacer nosotros…… continuar seriamente, continuar para fundar la libertad de este país y consolidarla de manera que no pueda haber cuestión sobre el principio en que descansa.»

Como en representación de los recién llegados a la vida pública también el Señor Mena y Zorrilla conmemoró los relevantes méritos y servicios de Martínez de la Rosa, considerándole más feliz que Moisés en salir de la cautividad de Egipto y pisar la tierra de promisión al cabo, cerrando así los ojos con tranquilidad perfecta al sueño eterno, tras de vivir lo bastante para ver cumplidos sus constantes y ardientes votos con la gloria y la libertad de su patria; además expuso que la asistencia de S. M. el rey a la conducción del cadáver de tan respetable anciano simbolizaba la monarquía abrazada a la libertad y tributándola augustos y merecidos honores. Luego llevó la voz del gobierno Don Saturnino Calderón Collantes en calidad de ministro de Estado. En su concepto el nombre de Martínez de la Rosa recordaba por un lado la decadencia de este país y por otro el valor y la constancia de su lucha por la independencia y la libertad hasta conseguir el triunfo; y a la influencia que había ejercido sobre la juventud de este siglo se agregaba la que había de ejercer en lo venidero, pues el testimonio de reconocimiento y de admiración y las demostraciones de cariño, que se le tributaban aun después de finado, no podían menos de servir de estímulo vigoroso, para merecer la más sublime de las recompensas con el aplauso de los contemporáneos y las bendiciones de la posteridad. Así dijo que el gobierno se asociaba con efusión profunda y dolor vivo a las manifestaciones de aquel día, si bien felicitándose de que ellas patentizaban el valor de las instituciones y los grandes frutos que habían producido y estaban destinadas a producir en España. Ya se iba a preguntar al Congreso si hasta el próximo lunes suspendían las sesiones, cuando el Señor González Bravo pronunció las siguientes frases:

«Yo cruzo poco o no cruzo nunca, no sé por qué causa, la palabra con el Señor Olózaga; ahora quisiera cruzarla para rogarle que dijera algunas de las que sabe decir con tanta elocuencia.»

Acto continuo el Señor Olózaga empezó de este modo:

«Señores, yo no puedo explicar al Congreso la especie de dificultad que siento dentro de mí para tomar la palabra en este día. He resistido los ruegos de todos mis amigos: he resistido hasta el de mi hermano; no es amigo mío el Señor González Bravo; no puedo resistir su ruego generoso.»

Por superior tengo este pasaje de su discurso:

«Al ver las honras populares, y regias, y magníficas, que alcanza tan grande orador, los que han recibido de la naturaleza dotes para alcanzarle y para igualarle, y quién sabe si para excederle, pueden cobrar bríos desde este momento, y hacer, ya que no sea posible olvidar su nombre, hacer olvidar el de los que le seguimos tan de lejos. ¡Que un ejemplo tan magnífico excite a cada uno de vosotros en los puestos que ocupáis! A mis amigos, a todos los que sientan en su alma algo del don divino, que es menester que conceda Dios para que pueda la palabra penetrar en el corazón del hombre, a esos les ruego que se estimulen con este ejemplo, y que este día forme época en su resolución de servir a su patria como la han servido los grandes hombres, y especialmente el último que hemos perdido; que conserven, Señores, siempre aquella templanza que le distinguió, siempre aquella sinceridad, y lo que vale más que todo, la cualidad de varón probo; que conserven sus costumbres sencillas y modestas; que no se dejen fascinar por atractivos groseros, indignos de almas nobles. Y, Señores, cuando lloren, como sinceramente lloramos, la pérdida de un grande orador, al ver el modo con que la sentimos, el modo con que se manifiesta el sentimiento público, es de esperar que se consolide más y más la causa de la libertad; pero que se preparen, sin embargo, para sufrir los vaivenes de la suerte, para las persecuciones, que él sufrió siempre con ánimo tranquilo, con dignidad y grande entereza.»

Al final dijo lo siguiente, después de pedir al gobierno que en la más oportuna forma se estableciera que a todos los presidentes fallecidos en el ejercicio de tan alto cargo se tributaran los mismos honores:

«Martínez de la Rosa como grande orador, como hombre insigne, ha obtenido y con razón otros muchos: ya se le ha concedido el de Argüelles y Toreno; pero a los ojos del pueblo es preciso que se presente la pérdida del presidente de los elegidos por el mismo como cosa digna de conmemorarse; que este ejemplo, que este sentimiento público, que esta sensación inmensa, que ha hecho en Madrid y en toda España la pérdida de un grande hombre, de un ciudadano virtuoso, estimule a todos para dedicarse a la vida pública, para que tengamos al menos la esperanza de poder lograr muchos que sirvan tan dignamente a su patria como Martínez de la Rosa.»

Inmediatamente después acordó el Congreso no celebrar sesiones hasta la otra semana.

Sin duda hubo de satisfacer a Don Modesto Lafuente por extremo el alto honor de presidir la sesión augusta, en que tan concertadas se manifestaron las voluntades. Quizá entonces su alma sana y abierta siempre a todas las aspiraciones sublimes concibió la halagüeña esperanza de que no resultaran sin fruto inmediato los sentimientos expresados por oradores ministeriales y oposicionistas, al avalorar la significación del varón ilustre, sobre cuyo sepulcro vertían llanto. Cual símbolo de la idea liberal victoriosa le habían reconocido todos, y por tal rumbo habían de llevar sus obras. Presto sobrevino el desengaño: tenaz prosiguió el ministerio en la anterior marcha: sus actos revelaron a las claras que cedía a las mismas influencias, tildadas por muchos de los que le habían dado apoyo; y así fue mal tirando el resto de aquella legislatura. A los principios de la siguiente hallábase muy quebrantado, en términos de reconocerse débil del todo para sostener su ley de Ayuntamientos contra un voto particular de los Señores Alonso Martínez y Alcalá Zamora. Entonces pareció oportuno al duque de Tetuán recomponer su gabinete, dando entrada a la disidencia con Don Nicomedes Pastor Diaz en el ministerio de Gracia y Justicia, y al escaso elemento progresista aún perseverante en la Unión liberal con Don Francisco Luján en el de Fomento. Desde luego anunció el Señor Ríos Rosas que este ministerio podía contar con su benevolencia, y quizá más adelante con su apoyo. No transcurrido más que mes y medio, ya estaba demostrada la esterilidad de la recompostura, pues no hubo medios hábiles de concordia entre la mayoría ministerial y la disidencia. A punto estaba el Señor Ríos Rosas de pronunciar un discurso de oposición enérgica y en testimonio de haber faltado el ministerio a lo convenido para extinguir las divisiones, cuando al Duque de Tetuán sucedió el marqués de Miraflores en la presidencia del consejo de ministros, y la unión liberal quedó fuera del mando.

Varios cargos y algunos distintivos muy honrosos había obtenido ya Don Modesto Lafuente en las distintas situaciones de que se ha hecho reseña. Durante el bienio fue vocal de la Junta general de Beneficencia, de la consultiva de Ultramar y de la comisión interventora de la Real Compañía de canalización del Ebro. Ningún sueldo había recibido del Estado desde el que tuvo como oficial primero del gobierno civil de León hasta que a principios de Octubre de 1856 le nombró Don José Manuel Collado Director de la Escuela de Diplomática de creación reciente. Por don Claudio Moyano fue designado al siguiente Julio para concurrir al examen de la ley de Instrucción pública redactada a tenor de las bases aprobadas por las Cortes. Entre los primeros nombres de los miembros de la Academia de Ciencias Morales y políticas figuró el suyo hacia la misma fecha. No llevaba el general O'Donnell un mes de estar nuevamente a la cabeza del Consejo de ministros, cuando en Julio de 1858 obtuvo el puesto de Presidente de la Junta superior directiva de Archivos y Bibliotecas del Reino, y la Gran Cruz de Isabel la Católica libre de todo gasto, como gracia especial y en recompensa del distinguido servicio que prestaba con la publicación de la Historia general de España. En Agosto de 1860 entró a formar parte del Consejo de Estado. Por Noviembre de 1863 hizo dimisión de su destino, para presentarse como candidato de oposición a sus antiguos comitentes de Astorga, que le honraron de nuevo con sus sufragios. Al ministerio incoloro del marqués de Miraflores sucedió el moderado histórico del Señor Arrazola, cuya duración fue de cuarenta y dos días. Algo parecido a la Unión liberal representó inmediatamente después Don Alejandro Mon en el mando, y abolida quedó la reforma constitucional de 1857 por entonces. En Agosto de 1864 volvió el Señor Lafuente al Consejo de Estado, no permaneciendo allí más que hasta Noviembre, pues hubo nuevas elecciones y quiso desembarazadamente procurar otra vez en Astorga el triunfo de su candidatura. A la sazón estaba la presidencia del Consejo de ministros a cargo del Señor Duque de Valencia.

No es para olvidada la campaña parlamentaria de la Unión liberal contra la política del partido moderado. Con tendencia liberalizadora le había sostenido El Contemporáneo en la prensa, bajo la inspiración de los Señores Don Luis González Bravo y don Alejandro Llorente, que entraron a representar este elemento vivificador en calidad de ministros de la Gobernación y de Estado el año de 1864 por setiembre. Sobre materia de Instrucción pública hubo notoria discordancia antes de mucho, y El Contemporáneo vino a ser periódico de oposición poco a poco: ya el Señor Llorente no era ministro, y todavía el Señor González Bravo se mantuvo en su puesto. De muy atrás algunos prelados y diversos padres de familia habían clamado a la par que la prensa neo-católica en contra de la actual enseñanza bajo el aspecto de revolucionaria e irreligiosa. Examinado por el Consejo de Instrucción pública muy detenidamente el asunto, no halló motivo fundado para tales clamores, y así lo dijo en grave consulta, que es muy de sentir que no se haya dado aún a la estampa. Así y todo, a manera de bomba cayó en el Consejo de ministros una circular del Director de Instrucción Pública a los rectores de las Universidades en el sentido más lato de los ya citados clamores; sobremanera modificola una Real orden expedida por el ministro de Fomento, Señor Don Antonio Alcalá Galiano, y aun así pareció muy tirante. Por entonces Don Emilio Castelar era al mismo tiempo catedrático de la Universidad Central y director del periódico titulado La Democracia, donde publicó un artículo bajo el epígrafe de El Rasgo, con motivo de la cesión hecha por S. M. la Reina de las tres cuartas partes de su patrimonio. Sobre la denuncia a tenor de la ley de imprenta, de Real orden mandose al Rector Don Juan Manuel Montalván que procediera universitariamente contra el autor de aquel escrito, y adjunto se le remitió un ejemplar del número de La Democracia, que lo contenía en sus columnas. Ni en la ley de Instrucción pública ni en el Reglamento halló el Rector medios hábiles de obrar de aquel modo, y así lo expuso en contestación muy templada a la par de remitir la del Señor Castelar sobre no reconocer su autoridad en aquel especialísimo caso. De resultas fue separado el Señor Montalván de la rectoría; y los estudiantes le quisieron dar una serenata, por muestra de aprecio respetuoso. Obtenida la competente licencia y a punto de comenzar el obsequio el 8 de Abril por la noche, se presentó la autoridad civil a intimar su prohibición de pronto en la calle de Santa Clara. Jóvenes de diez y seis a veinte o poco más años ¿qué menos habían de hacer que prorrumpir en agudos silbidos al hallarse con chasco tan estupendo? Solamente los que jamás hayan cursado aulas pueden extrañar aquella demostración ruidosa. Nada aconteciera de positivo si la autoridad negara la licencia para la serenata; nada tampoco si no la prohibiera después de concedida. Como no hallaran los gobiernos más dificultades que las de aquel incidente en la administración de los Estados, siempre caminaran por senderos de flores. Dado el primer mal paso, de mal en peor fue ya todo, pues hubo corridas, y cargas de jinetes en la carrera de San Gerónimo y algunos heridos no graves. Dos días subsiguientes hubo de alarma, y de recorrer algunos estudiantes las calles, y de agolparse en la Puerta del Sol bastante más gente que de costumbre. Por tales términos llegó la noche de San Daniel de fatal memoria: sin conato ni aun asomo de lucha, varios paisanos cayeron sin vida a balazos o acuchillados por los sables de la fuerza armada. No se niega que hubiera insultos, ni aun que alguna piedra se disparara contra los que tenían órdenes de disipar el agolpamiento de gente; mas tales hechos fueron aislados y personales, y nada amenazaba al público reposo. Muy precavidos los periodistas liberales más avanzados se apresuraron a publicar manifiestos, a fin de que sus correligionarios se abstuvieran de todo género de manifestaciones, y quietos se mantuvieron demócratas y progresistas. Esta es la verdad pura. Largos y empeñadísimos debates hubo primero en el Senado y después en la cámara popular sobre aquellas ocurrencias lamentables; y en ellos acreditó Don Luis González Bravo cuán superior es su facundia, al pronunciar casi veinte discursos para defender una pésima causa. Tremendas y contundentes argumentaron las oposiciones. Por última vez habló a la sazón un varón venerable, que aún vive por fortuna, si bien ha enmudecido en mala hora, cuando tanto y tan bueno pudo salir de sus autorizados labios en la última legislatura, y oportunísimamente dijo que la autoridad hubiera logrado en la noche de San Daniel ahuyentar a la muchedumbre de las calles sin más que soltar las bocas de riego. Aun cuando el ministerio alcanzara mayoría de votos en los dos cuerpos legisladores, sin vitalidad quedó a consecuencia de aquellos debates, y su caída a los tres meses no produjo sorpresa alguna.

Otra vez figuró el Duque de Tetuán a la cabeza del gobierno con la bandera de la Unión liberal en sus manos. Desde su caída anterior había tomado el partido progresista una actitud completamente revolucionaria. De resultas de pedir el partido democrático a la autoridad que le permitiera celebrar una junta, en ocasión de irse a verificar las elecciones de diputados bajo el ministerio del marqués de Miraflores, por una circular del ministerio de la Gobernación se dispuso que solamente los que tuvieran derecho electoral fuesen admitidos en ella y en todas las de su misma clase; y a una determinaron demócratas y progresistas no concurrir a las elecciones, bien que unos y otros mantuvieran aquí centro directivo y comités en las provincias todas. Más expeditos medios tenían de acción los progresistas, y los pusieron muy en juego para ostentar su pujanza con motivo de ser trasladados los restos mortales del célebre Muñoz Torrero desde Portugal a esta corte, y de su conducción a uno de los Campos Santos de la Puerta de Atocha. No hubo realmente en aquella ceremonia fúnebre más que el desfile de una procesión larga de progresistas madrileños y provincianos muy ordenados y silenciosos, que en número menor habían también concurrido a la procesión cívica del Dos de Mayo. Lo característico de la reunión de tantos hombres del partido fue el banquete que celebraron en los Campos Elíseos por entonces. Allí fue donde el Señor Olózaga propuso la jubilación del Duque de la Victoria como jefe de los progresistas; allí donde les dijo en tono profético el general Prim que dentro de dos años y un día era segurísimo su triunfo. Retraídos continuaron de igual modo al celebrarse nuevas elecciones bajo el ministerio del duque de Valencia; y deliberadamente fuera de las vías legales, no tenían desemboque sin buscarlo un día u otro por entre disturbios hasta cantar victoria sobre las barricadas. Sus fuerzas había restaurado la unión liberal en la oposición de algún modo: juntas combatieron la antigua mayoría y la disidencia, con el criterio de esta por norte: más de una vez reunió el Señor Lafuente a los miembros de una y otra en su casa: como por delegación del Duque de Tetuán hacia el Señor Posada Herrera de jefe, tan bullidor y echado hacia adelante cual si no hubiera sido por espacio de cerca de un lustro desnaturalizador tenaz de una idea fecunda y salvadora. A la faz del Congreso de diputados oyósele por aquellos días expresar la convicción profunda de que las soluciones liberales zanjaban los más difíciles asuntos y decidían las cuestiones más arduas. Tal era su punto de vista a tiempo de volver a tomar el ministerio de la Gobernación a cargo.

Con propósitos notorios de arrepentimiento y enmienda mostrose la unión liberal desde los principios. Durante su primer período gubernativo se había formado el reino de Italia, de resultas de las victorias de Magenta y de Solferino, tras de las cuales fue la Lombardía del Piamonte, y vinieron las anexiones de los ducados de Parma, de Módena y de Toscana, de las Marcas y de las Legaciones, y las expediciones victoriosas, que a Sicilia y Nápoles hicieron los garibaldinos. Francia imperial había ayudado a Italia a recobrar parte de lo que Francia republicana le había hecho perder años antes con el sitio y la toma de Roma, que puso a Radetzki en proporción de triunfar sobre los campos de Novara, cuando sin ajena ayuda había Italia expulsado a los aborrecidos tudescos de la Lombardía y de Venecia y hasta de uno de los ángulos del cuadrilátero famoso. Así Francia no hizo más que pagar una sagradísima deuda. Todas las naciones de Europa reconocieron más o menos de prisa el flamante reino italiano; todas, menos España, por razones cuyo esclarecimiento adolecería aquí de prolijo. Ahora la unión liberal apresurose al reconocimiento de Italia, sin que le detuvieran las exposiciones de los prelados, en términos de aconsejar y de conseguir de S. M. la separación del cardenal arzobispo de Burgos, director de la conciencia y de la educación del príncipe de Asturias, que fue el primero en representar contra aquella providencia trascendental y plausible y necesaria a todas luces. También atendió sin demora a quitar hasta la más remota razón de ser al retraimiento de los progresistas, con dar al derecho electoral muy amplio ensanche. Desgraciadamente para todos, sus esfuerzos en tal sentido resultaron plenamente nulos. Poco importara que los demócratas persistieran obstinados en la abstención absoluta, a tenor de sus discursos y sus votos dentro del teatro del Circo, si los progresistas no acordaran desaconsejadamente en el Circo de Price lo propio. Todo les pudo impulsar a obrar de tal suerte, menos el patriotismo y la fe en la bondad de sus doctrinas. Si cedieran a este noble y eficaz impulso, no vincularan las esperanzas en promover nuevos trastornos, y lanzados al terreno legal con bríos, cada vez avanzaran más hacia la victoria. Para la lucha política abríaseles campo franco: muchos llegaran fijamente por los colegios electorales a la tribuna: desde allí sostuvieran los fueros de la prensa, y con estas dos poderosas palancas ayudaran a remover los obstáculos todos que en nuestra patria dificulten la consolidación del gobierno libre.

No obraron así lastimosamente, y apenas abiertas las Cortes, del retraimiento de los progresistas viose la significación a las claras, con aparecer el general Prim en Villarejo de Salvanés a la cabeza de dos regimientos de caballería, que sublevados abandonaron sus cuarteles de Aranjuez y de Ocaña. Vanamente anduvo a una jornada de Madrid por los montes de Toledo un día y otro hasta seis o siete; a los diez y ocho de acaudillar la fuerza sediciosa se tuvo que meter en Portugal sin que ciudad alguna secundara su movimiento, ya que no su grito, por ser ignorado. Ante el buen sentido resultó evidente la impotencia revolucionaria; y bien que el amor propio del Duque de Tetuán padeciera bastante, al ver que también se le sublevaba tropa, sin lesión quedara su prestigio, si practicara su doctrina de la energía durante la lucha y de la clemencia después de la victoria, y si prosiguiera la emprendida marcha liberal con paso inalterable. Otros caminos le parecieron mejores. Dos sargentos fueron condenados por un consejo de guerra a ser pasados por las armas: en el ejército acababa de ascender a tal graduación el Príncipe de Asturias. ¡Qué efecto moral tan asombroso produjera la aparición del augusto niño en el lugar de la ejecución terrible con el salvador indulto en las manos! Ya hubo quien sugiriera idea tan feliz al gobierno, sin lograr fruto. Realizado este grande acto, hábil quedara el Duque de Tetuán sin duda para dar oídos a las súplicas de personas del más elevado carácter y de diversas opiniones políticas, y aconsejar a S. M. el indulto del capitán Espinosa. A la par el hombre recién convencido de la virtud y eficacia de las soluciones liberales presentaba en nombre del gobierno dos proyectos de ley a las cortes, para restringir el derecho de reunión y la emisión del pensamiento por medio de la imprenta. Si era llegado el momento de la política represiva, su aplicación no tocaba a la unión liberal de ningún modo, y sin dilaciones debió renunciar por entonces al mando. Así lo concibió el Señor Ríos Rosas, y obrando con la dignidad de costumbre, se apresuró a dimitir la presidencia del Consejo de Estado, como años atrás había dimitido la embajada de Roma, y naturalmente se puso otra vez a la cabeza de la disidencia. Ya de unión liberal no quedó más que el nombre, pues a tal idea no correspondían ni de lejos el reto personal del Duque de Tetuán a los conspiradores, ni la dictadura, simbolizada en las siete autorizaciones famosas. Omnia pro dominatione serviliter es lo que significaron virtualmente a los ojos de las personas imparciales. Y sobrevino el fatal 22 de Junio antes de que las votara el Senado; y las votó luego, mientras se contaban por docenas los arcabuceados; y suspensas fueron de seguida las garantías constitucionales; y la unión liberal dejó de ser poder a los pocos días.

No quedaban ya muchos de existencia a nuestro Don Modesto Lafuente. Intercadentísimo de salud y muy aviejado, no tanto por la edad como a causa del trabajo continuo, se le veía dolorosamente avanzar a la tumba. De carácter independiente había dado pruebas muy calificadas, y con menos debilitada fibra, su voluntad entera obrara en sentido muy contrario al de prestar a la llamada unión liberal su apoyo, desde que empezó a seguir tan mal rumbo. No alcanzó a ver las consecuencias del estado en que el 10 de Julio de 1866 quedó España, pues el 25 de Octubre pasó de esta vida a la eterna de poco más de sesenta años, con honda aflicción de su familia, por ser modelo de esposos, de padres y hermanos; con grave sentimiento de sus numerosos amigos, que siempre le hallaron consecuente, leal y bondadoso; y con justa pena de cuantos lloran la pérdida lamentable de todos los buenos servidores de la patria. A su muerte era otra vez consejero de Estado y próximo estaba a figurar como senador del reino, según todas las verosimilitudes. Varias sociedades económicas de Amigos del País y Academias nacionales y extranjeras se honraron de contarle entre sus individuos; y en todas las Corporaciones administrativas y literarias, a que perteneció en el curso de su vida, siempre hizo gala de laborioso e infatigable, y no menos que por la expedición brilló de continuo por la inteligencia. Para su celebridad imperecedera le bastaría la colección voluminosa del Fray Gerundio, en donde aparece suelto versificador y fácil prosista, siempre agudo y atento a ser fiel intérprete de la sana razón y el buen sentido. Pero su mayor lauro en la república de las letras será de juro el ganado legítimamente con la Historia general de España, sobre la cual voy por conclusión a decir algo.

Lleno de fe religiosa y política emprendió la obra magna, sin desconocer las gravísimas dificultades, pero con bríos para superarlas a fuerza de perseverancia, como hacen los espíritus muy levantados sobre el nivel de las gentes comunes. Mucho dista la Historia de ser una colección de áridos hechos; menester es que los dé vida su enlace y trabazón con las ideas, y presentada así como la palabra sucesiva con que Dios está perpetuamente hablando a los hombres. De una Historia con tales requisitos carecía España, al emprender Lafuente la suya, no poseyendo otra mejor que la del Padre Juan de Mariana, cuyo alto mérito pregona entusiasmado con decir entusiasmado con decir que hizo cuanto se podía en su tiempo, y que hoy alcanzara sin duda a satisfacer las exigencias del siglo, si pudiera manejar la gallarda pluma. No concibe que el que trazó sus órbitas a los planetas dejara la humanidad abandonada al influjo del fatalismo, y bajo el de la Providencia cree de plano que se efectúa la marcha general de las sociedades y la tendencia progresiva de la humanidad hacia su perfeccionamiento en todo. A la luz de estos dos grandes y magníficos fanales ve clara la unidad de la historia, sin faltar a la de Europa la variedad inherente al compuesto sistemático de sus diversos territorios. Harto demostró desde el Discurso preliminar lo penetradísimo que estaba de su asunto, cuando escribió los siguientes pasajes.

«Y a pesar de tener tan en relieve designados sus naturales límites, jamás pueblo alguno sufrió tantas invasiones. El Oriente, el Norte y el Mediodía, la Europa y el África, todos se conjuran contra él. Pero tampoco ninguno ha opuesto una resistencia tan perseverante y tenaz a la conquista. A fuerza de tenacidad y de paciencia acaba por gastarlos a todos y por vivir más que ellos. El valor, primera virtud de los españoles, la tendencia al aislamiento, el instinto conservador y el apego a lo pasado, la confianza en su Dios y el amor a su religión, la constancia en los desastres y el sufrimiento en los infortunios, la bravura y la indisciplina, hija del orgullo y de la estima de sí mismo, esa especie de soberbia, que, sin dejar de aprovechar alguna vez a la independencia colectiva, le perjudica comúnmente por arrastrar demasiado a la independencia individual, germen fecundo de acciones heroicas y temerarias, que así produce abundancia de intrépidos guerreros como ocasiona la escasez de hábiles y entendidos generales, la sobriedad y la templanza, que conducen al desapego del trabajo, todas estas cualidades, que se conservan siempre, hacen de la España un pueblo singular que no puede ser juzgado por analogías…… Mas el apego a lo pasado no impide a la España seguir, aunque lentamente, su marcha hacia la perfectibilidad; y cumpliendo con esta ley impuesta por la Providencia, va recogiendo de cada dominación y de cada época una herencia provechosa, aunque individualmente imperfecta, que se conserva en su idioma, en su religión, en su legislación y en sus costumbres. Veremos a este pueblo hacerse semi-latino, semi-godo, semi-árabe, templándose su rústica y genial independencia primitiva con la lengua, las leyes y las libertades comunales de los romanos, con las tradiciones monárquicas y el derecho canónico de los godos, con las escuelas y la poesía de los árabes. Verémosle entrar en la lucha de los poderes sociales, que en la edad media pugnan por dominar en la organización de los pueblos. Veremos combatir en él las simpatías de origen con las antipatías de localidad; las inmunidades democráticas con los derechos señoriales; la teocracia y la influencia religiosa con la feudalidad y la monarquía. Verémosle sacudir el yugo extranjero y hacerse esclavo de un rey propio; conquistar la unidad material y perder las libertades civiles; ondear triunfante el estandarte combatido de la fe y dejar al fanatismo erigirse un trono. Verémosle más adelante aprender en sus propias calamidades y dar un paso avanzado en la carrera de la perfección social; amalgamar y fundir elementos y poderes, que se habían creído incompatibles, la intervención popular con la monarquía, la unidad de la fe con la tolerancia religiosa, la pureza del cristianismo con las libertades políticas y civiles; darse, en fin, una organización en que entran a participar todas las pretensiones racionales y todos los derechos justos. Veremos refundirse en un símbolo político así los rasgos característicos de su fisonomía nativa como las adquisiciones heredadas de cada dominación, o ganadas con el progreso de cada edad; organización ventajosa relativamente a lo pasado, pero imperfecta todavía respecto a lo futuro, y al destino que debe estar reservado a los grandes pueblos, según las leyes infalibles del que los dirige y guía.»

Tan a maravilla trazó el grande itinerario que había de seguir sin reposo hasta recorrer los varios sucesos de la historia nacional en su curso.

Generalmente se divide la historia universal en tres edades. Desde la creación del mundo hasta la invasión de los bárbaros se cuenta la antigua: desde la invasión de los bárbaros hasta la toma de Constantinopla por los turcos la media; y desde este acontecimiento desastroso hasta la revolución de Francia la moderna; y hacen bien los que denominan historia contemporánea a la que data desde entonces. Otros períodos halló más oportunos Don Modesto Lafuente para las tres edades con referencia a la Historia de España; comprendiendo en la antigua desde los tiempos primitivos hasta la caída de la monarquía goda en la batalla dada a las márgenes del Guadalete; en la media toda la lucha sostenida por los españoles desde el levantamiento de Covadonga hasta la toma de Granada; y en la moderna lo referente a la dinastía de Austria y a los Borbones. Quizá debió también llamar edad novísima a la que da principio con el levantamiento, guerra y revolución de España, título que el ilustre conde de Toreno puso a su estimabilísima historia. Entre las historias de complicación grande ninguna halla fundadamente que la tenga en mayor grado que la de España desde principios del siglo octavo hasta fines del decimoquinto. No es España árabe desde que se arraigó la dominación africana o mora: tampoco es musulmana desde que nuestras armas reconquistaron la mayor parte del territorio para no volverlo a perder nunca: ni se le puede llamar cristiana, aunque lo fuera siempre, mientras fueron dominantes aquí los vencedores sectarios de Mahoma. Tres divisiones hizo de esa época larga y complicada, sirviéndole de pauta aquellos acontecimientos notables, que alteraron sustancial y ostensible la situación de los reinos, y de base las vicisitudes esenciales de la monarquía de Castilla en que se vinieron a refundir todas. Sin censurar ni por asomo la división indicada, por mi parte declaro que me ha parecido más natural hacerla en cuatro períodos; y así resultará en el Manual de la Historia de España, a que daré cima, Dios mediante, así que se me proporcionen tres o cuatro meses de holgura. Sus títulos son los siguientes: –Reyes de Asturias. –Reyes de León. –Los dos grandes reinos españoles. –Castilla decadente y Aragón pujante. Bajo el primero comienza Pelayo la restauración de la monarquía en Covadonga, se forma el califato de Occidente, y casi a la par ocurren la independencia del condado de Barcelona y el principio verdaderamente histórico del reino de Navarra. Durante el segundo los tres hijos de Alfonso II tienen sucesivamente en la ciudad de León su corte, y se efectúan la independencia del condado de Castilla y la desmembración del califato, y merced al poderío de Sancho el Mayor de Navarra dos de sus hijos suenan como los dos primeros reyes aragonés y castellano. Desde entonces da principio el tercer período, y llega hasta que redondean o punto menos sus respectivas monarquías Jaime el Conquistador y Fernando el Santo. Mucha parte del cuarto llenan las guerras lamentables entre castellanos y aragoneses y los disturbios interiores de cada uno de los dos Estados, si bien los primeros no consiguen tremolar su pendón victorioso en el emirato de Granada, a la par que los segundos lo plantan intrépidos y triunfantes en Sicilia y Cerdeña, y en Nápoles y hasta en los ducados de Atenas y de Neopatria. Al final de estos cuatro períodos vienen los Reyes Católicos y constituye su época el que se puede muy bien llamar Enlace de la Edad media y la Edad moderna. Buen método es el adoptado por el Señor Lafuente de referir con la separación posible las cosas de Aragón y de Castilla, las de Navarra, Portugal o Cataluña, y las que tuvieron lugar en los países dominados por los musulmanes, aparte de los casos en que los sucesos de unos Estados y otros corrían tan unidos que hacen indispensable la simultaneidad en el relato. Sobre la estudiada brillantez de las formas prefiere la sencillez tan recomendada por Horacio, a fin de ser entendido por todo género de lectores. Así lo consigue a maravilla; en testimonio de lo cual no hay más que abrir a discreción cualquiera de sus veintinueve tomos. Tanta es su rectitud que pide licencia para hablar a sus anchas, cuando la verdad histórica le conduzca a elogiar virtudes o grandezas españolas, porque la imparcialidad no condena los sentimientos del alma, y porque excusable y aun justo es semejante desahogo en quien tantas veces ha sentido el amargor de ver a su patria vilipendiada por extranjeras plumas. Principalmente se propuso dedicar sus tareas a los indoctos y a los que no tienen vagar y espacio para meditar detenidamente sobre la varia lectura; y así no le pareció bastante la historia limitada a la simple narración de los sucesos, y desechando toda fórmula, y abandonando a la inteligencia del lector así las inducciones como las aplicaciones. Ya concebido este pensamiento juicioso, nada más natural que el método plausible de exponer los hechos y de venir después a los comentarios, no interponiendo largas distancias entre unos y otros, ni buscando la relación a menudo, porque su propósito fijo es grabar en los lectores de una manera permanente el conocimiento de los sucesos y su influjo en las diversas modificaciones políticas y sociales. A vuelta de sus tareas parlamentarias y administrativas, ni un día solo dejó de aplicarse muchas horas a su trabajo predilecto, sin hacer en la publicación sucesiva y frecuente ningún alto hasta que dio a luz el tomo vigésimo sexto con el triunfo de la independencia española, tras seis años de heroica lucha. Con ansiedad se aguardaban más tomos: tres más tenía escritos; y dejarlos inéditos fue su primer impulso, porque allí trazaba la historia de un reinado odioso hasta la repugnancia. Al cabo mudó radicalmente de propósito por gratitud a sus numerosos lectores, y en circulación los puso tan a tiempo, que los dos últimos se imprimieron el postrer año de su vida; y de esta suerte llegó hasta la muerte de Fernando VII con la relación de los hechos y la hilación de los comentarios.

Rosseew de Saint-Hilaire empezó a publicar el año de 1844 su Historia de España, y aun se halla en el tomo noveno, sin llegar más que al final del gobierno de Alejandro Farnesio en Flandes. Seis años después dio principio Don Modesto Lafuente, y con veintinueve tomos avanzó hasta llevar a cima la obra. No cabe parangonar la laboriosidad activa de ambos escritores. Bajo otros puntos de vista sin duda cabría el paralelo, con la circunstancia de resultar siempre ventajoso para nuestro historiador entre españoles, como que tenemos una manera esencial muy distinta de ser que los demás pueblos de Europa. Nada perdonó de fatiga para dar a su Historia el carácter de verdadera: hasta los entendimientos vulgares la hallarán clara: con proclamar en alta voz que la abonan estos dos requisitos, ya serían de entidad corta cualesquiera otras recomendaciones. Un monumento insigne ha levantado el antiguo Fray Gerundio a su patria con la historia, que hará su nombre imperecedero hasta nuestros últimos descendientes, aunque le igualen o superen otros en fama por trabajos de la misma índole nacional y llevados a cabo con el propio espíritu de fe y patriotismo, y con el mismo criterio liberal en todo lo no concerniente a la absoluta unidad religiosa.

Antonio Ferrer del Río.