Materia & Materialismo

Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y materia
Estudios populares de historia y filosofía naturales
1855

 
§ X
Generación primitiva

Hubo un tiempo en que hallándose nuestro planeta en el estado de un globo de fuego, no sólo era incapaz de producir seres vivos, sino que hasta debía ser contrario a toda existencia de [66] organismos vegetales y animales. Poco a poco fue enfriándose el globo, y las masas de vapores que lo envolvían se condensaron y cayeron en forma de lluvia sobre su superficie. Entonces fue cuando la superficie de la tierra tomó una forma que, en su desarrollo sucesivo, debía hacer posible la existencia de distintas formas orgánicas. Tan luego como apareció y lo permitió la temperatura, desarrollóse la vida orgánica. Se formó lentamente y en un número infinito de años, a causa de la influencia recíproca del aire, del agua y de los minerales, una serie de capas superpuestas las unas a las otras.

Un examen profundo de estas capas nos ha facilitado, en un espacio de tiempo relativamente muy corto, los más maravillosos e importantes descubrimientos acerca de la historia de nuestro globo y de los organismos que en él han vivido y han ido extinguiéndose. Cada capa terrestre encierra visibles señales y restos bien conservados de animales y plantas. Encontramos ya estos restos en los sedimentos más inferiores, formados por las fuerzas del agua, y sobre los cuales una temperatura menos elevada y un suelo terroso debían favorecer la existencia de seres orgánicos. En la formación de cada una de estas capas, y directamente relacionados con ellas, vemos desarrollarse por gradación y con una marcha lenta ascendente un reino vegetal y animal. Cuanto más antigua es la capa, tanto menos desarrolladas y más imperfectas son las formas orgánicas de los animales y vegetales. Cuanto más reciente es la capa, tanto más desarrolladas y perfectas son esas formas. Notamos, además, que la existencia de los seres orgánicos se encuentra siempre en una relación determinada por las condiciones exteriores de la superficie [67] terrestre, y esos seres dependen forzosamente del estado exterior del globo. Cuando el mar cubría aún la mayor parte de la superficie de la tierra, sólo podían existir animales marítimos, pescados y plantas acuáticas. Desarrollándose más y más el continente, llegó a cubrirse de inmensos y poblados bosques que absorbían la masa de ácido carbónico que abundaba en el aire, y que es un elemento indispensable a la existencia de las plantas. Purificada así la atmósfera de substancias contrarias a la existencia de animales superiores que necesitan respirar el aire, se hacía la tierra propia para la vida animal de un orden superior. Con el desarrollo del reino vegetal, y en armonía con esta grandiosa vegetación, aparecieron gigantescos animales herbívoros, a los que sucedieron los animales carnívoros, cuando hubo un alimento en cantidad bastante para asegurar su existencia. Así es como cada capa distinta presenta señales de un mundo orgánico que la caracteriza. Desaparecen las formas más antiguas según cambian exteriormente las condiciones vitales, y aparecen otras colocándose al lado de las antiguas. Siempre en relación con el desenvolvimiento gradual de la tierra, la población orgánica va desarrollándose en período ascendente de la última de las formas más sencillas a las más complicadas, de las especies más cortas en número a las variedades más complicadas y numerosas. Esta multiplicidad siempre creciente, dependía entonces del cambio vivificador de las nubes y de los vientos, del calor y de la luz. En el período jurásico cambió completamente el carácter de la superficie terrestre, y en armonía con tal cambio, vemos en este período aparecer seres orgánicos completamente distintos y característicos, especialmente esas formas de anfibios que se han [68] extinguido ya por completo. Pero la infinita variedad de las formas orgánicas, tal como la vemos y que se aproxima más y más a las formaciones de la creación actual, sólo aparece en la superficie de la tierra cuando esta última sufre la influencia de la diversidad de los actuales climas. En el terreno terciario encontramos los numerosos mamíferos de forma frecuentemente extraordinaria que se han extinguido por completo o cuyos análogos se parecen muy poco a ellos, tales como los dinóteros, numerosos paquidermos y mastodontes. En estas épocas primordiales no existe señal alguna del hombre, el ser mejor organizado de la creación. Sólo en la última capa del terreno llamado de aluvión, donde es posible la vida humana, aparece el hombre, constituyendo, por decirlo así, el punto culminante de este desarrollo gradual.

Estas relaciones, tan exactamente caracterizadas por la paleontología, entre el desarrollo de la tierra y las influencias exteriores, y el nacimiento y propagación de los seres orgánicos que indican una fija y natural dependencia, se han conservado en parte hasta nuestros días, y de ello encontramos pruebas en todas partes. Una numerosa clase animal, las lombrices intestinales, sólo se desarrollan en puntos completamente determinados, y toman las más variadas formas y género de vida según el animal y el órgano en que viven.

En el lugar donde hubo un bosque reducido a cenizas crecen determinadas especies de plantas, y en el sitio de un bosque de pinos o abetos nacen robles y hayas.

«En los puntos arrastrados por un incendio –según dice Giebel– donde hubo un bosque inculto, en la ribera del mar donde no llegan ya las aguas, y en el fondo de los estanques vacíos, se desarrolla [69] en poco tiempo una abundante vegetación que presenta especies que no se encuentran en sus alrededores. Dondequiera que hay una salina, aparecen pronto con sus caracteres perfectamente marcados los kalófitos y animales de aguas saladas, de los que no se encuentra señal ni traza alguna a grandes distancias.»

Desde que se han multiplicado las plantaciones de pinos en los alrededores de París, se encuentran también en dicha población la lamia (lamia aedilis), insecto de la Europa septentrional que no había vivido jamás en Francia. Dondequiera que el aire, el calor y la humedad ponen su actividad en combinación, se desarrolla, muchas veces, en pocos instantes, ese mundo infinito de animales notables dotados de las más extrañas formas, a los que llamamos infusorios. Podríamos aumentar cuanto quisiéramos estos ejemplos y demostrar de qué manera pueden las influencias vitales exteriores producir las más varias y profundas modificaciones en cada especie de plantas y animales. A pesar de la diferencia enorme y aparentemente casi incompatible de las diversas razas humanas, la mayoría de los naturalistas declara hoy, respecto a la antigua controversia sobre el origen del género humano de una o más parejas, que no hay razón puramente científica que se oponga a que admitamos el origen de una sola pareja, y que todas esas variedades podían muy bien ser resultado de la acción sucesiva de las fuerzas exteriores. «Creo –dice Hufeland– que la variedad de la raza canina es mucho mayor que la de la raza humana. Un gozquecillo difiere de un dogo mucho más que un negro de un europeo. ¿Habremos de creer que Dios ha creado cada una de estas variedades tan distintas, o admitir más bien que provienen todas [70] ellas de la primitiva raza de los perros, por una degeneración sucesiva?» (1).

{(1) La cuestión de que el género humano provenga de una o varias parejas, cuestión que la filosofía natural ha debatido tanto, es de escasa importancia para el objeto inmediato de nuestras investigaciones. Si la Naturaleza ha podido producir por sus propias fuerzas al hombre en un lugar cualquiera, este hecho podría igualmente haberse verificado en otro punto. Por lo demás, los descubrimientos de las ciencias naturales no permiten dudar en manera alguna de que el género humano desciende, no sólo de varias, sino aun de muchas parejas. Las distinciones características de las zonas botánicas y zoológicas que Agassiz fue el primero en determinar, y que merecen toda nuestra atención, no sólo se aplican al estado actual, sino también al mundo primitivo, e indican, sin duda alguna, la existencia de varios centros de creación (para servirnos una vez siquiera de esta frase), en los que han debido tener común origen las plantas, animales y hombres. Los resultados del estudio sobre el origen de las lenguas, son aún más favorables a estos datos. Las raíces y todas las circunstancias del origen de las lenguas de los distintos pueblos, se nos presentan tan radicalmente heterogéneas, que es imposible hacerlas derivar todas de una sola lengua.

De estos resultados hay que deducir que no sólo no desciende cada raza de una sola pareja, sino que la raza caucásica toma origen de dos centros diferentes. Schlegel divide las diversas lenguas de la tierra en tres grandes clases, según su grado de desarrollo, a saber: lenguas analíticas, orgánicas y sintéticas, [71] y cada una de ellas tiene su origen distinto. Cuéntase en el número de las lenguas analíticas la china principalmente. Las lenguas orgánicas se subdividen en dos ramas, entre las que no es posible encontrar la más mínima relación genealógica, y son las lenguas indoeuropea y semítica. Los indoeuropeos habitaban en su origen el Asia (Afganistán, Cantahar). Separándose más tarde y una parte se dirigió hacia el Oriente. Fueron éstos los indios. Las otras partes se dirigieron hacia el Asia Occidental, y fueron los persas y los armenios. Otras vinieron a Europa, y eran los celtas, romanos, griegos, germanos y eslavos. Todos estos pueblos formaban en su origen una unidad. Completamente diferentes de éstos y sin relación alguna de lengua con ellos, son los semitas. Estos son los árabes, hebreos, cartagineses, fenicios, sirios y asirios. Cuéntanse en el número de las lenguas sintéticas las de los antiguos egipcios o coptos, fineos, lapones, diferentes pueblos del interior de la Rusia y de los húngaros. ¿Deberemos comprender también las lenguas de los tártaros y los mogoles? Las investigaciones más recientes, por más que hayan modificado algunos detalles de estas teorías, consideran verdaderos los principios generales del célebre crítico.}

Por grandes y poderosas que sean todavía en nuestros tiempos estas influencias, no se ha podido afirmar hasta ahora que una especie de animales se haya convertido en otra especie definitivamente, ni que se hayan producido organismos más perfectos por la mera unión de la materia y de las fuerzas inorgánicas, sin la preexistencia de un germen engendrado anticipadamente por padres semejantes. Una ley general y absoluta parece dominar hoy al mundo orgánico: Omne vivum ex ovo; es decir, que todo lo que existe nace de un germen que ha existido antes engendrado por padres semejantes, o de la generación inmediata de cuerpos [71] de padres que antes existieran, y por consiguiente, de un huevo, de una semilla, o también de divisiones, de yemas, retoños o vástagos, &c. Siempre es necesario que hayan preexistido uno o más individuos de la misma especie, para que produzcan otros individuos semejantes. Los versículos del Antiguo Testamento expresan de una manera alegórica esta verdad conocida ya mucho antes, haciendo entrar en el arca antes del diluvio una pareja de cada raza de animales. Para aquellos a quienes no satisfacen los versículos de la Biblia, la cuestión del origen de los seres orgánicos surge inevitablemente en presencia de este hecho. ¿De dónde vienen? ¿Cómo se han formado? Si todo ser orgánico necesita de padres que le engendren, ¿cómo han nacido los primeros padres? ¿Podían éstos nacer de sí mismos por el mero concurso fortuito o absoluto de circunstancias exteriores, y porque aparecieran condiciones necesarias a su [72] existencia, o era necesario un poder exterior que los creara? Y si se verificó el primer caso, ¿por qué no tiene lugar hoy como entonces?

Esta cuestión ha ocupado en todos tiempos a filósofos y naturalistas, ocasionando largas y numerosas controversias. Antes de entrar en los detalles de esta cuestión, hay que precisar la tesis propuesta: Omne vivum ex ovo. Aunque sea incontestable la verdad de esta proposición con respecto al mayor número de organismos, no carece de excepciones aun en nuestras relaciones actuales. En último resultado no se ha concluido la controversia científica de la cual ha nacido la generación espontánea (generación equívoca), es decir, la generación fortuita o sin padres de la misma especie. Significa este nombre una generación de seres orgánicos, creados sin preexistencia de padres o gérmenes de la misma especie, por el mero concurso fortuito o absoluto de elementos inorgánicos y fuerzas físicas, o de una materia inorgánica, pero de padres de la misma especie. Ahora bien; si los descubrimientos recientes han disminuido mucho el número de partidarios de esta clase de generación, a la que se atribuía en otros tiempos una gran actividad, no es por esto inverosímil que ejerza aún hoy su acción sobre los organismos más pequeños e imperfectos.

Si hay que admitir, como ley general, que todos los seres vegetales y animales de superior organización sólo existen por la generación de la misma especie de padres preexistentes, réstanos siempre resolver la cuestión de la generación primitiva de los seres, problema que a primera vista parece insoluble si no admitimos un poder superior que haya creado por su libre voluntad los primeros organismos y los haya dotado además de la [73] facultad de propagarse en lo sucesivo. Los naturalistas ortodoxos hacen valer con cierta satisfacción este hecho. Mostrando la ingeniosa y complicada estructura del mundo orgánico, resuelven que sólo la actividad personal e inmediata de un poder creador hubiera podido formar este mundo según sus designios. «Este enigma insoluble –dice B. Cotta–, que sólo podemos conseguir en el poder impenetrable de un creador, sigue siendo el origen primero de la materia terrestre, así como el nacimiento de los seres orgánicos.»

Sin tomarse el trabajo de explicar naturalmente el crecimiento orgánico, podría contestárseles que los gérmenes de todo ser viviente, predispuestos a las especies, han existido siempre y sólo han experimentado en la masa nebulosa e informe de que se ha formado y consolidado poco a poco la tierra, el influjo de ciertas circunstancias exteriores, o que esos gérmenes han existido en el espacio del universo, han bajado a la tierra después de su formación y enfriamiento, y sólo accidentalmente han llegado a nacer y desarrollarse en los lugares y tiempos donde existían las condiciones exteriores necesarias. Bastaría esta explicación para dar cuenta de cómo se suceden las creaciones orgánicas, y esta interpretación sería menos aventurada y artificial que la de admitir una fuerza creadora que se ha divertido en crear en cada período de la formación de la tierra diferentes especies de plantas y animales y en hacer en cierto modo, para crear al hombre, largos estudios preparatorios. Semejante idea no corresponde de ningún modo a la perfección que debe suponerse en una fuerza creadora. Nosotros, sin embargo, no tenemos necesidad de semejantes medios. Los hechos establecidos por la ciencia prueban que los seres [74] orgánicos que pueblan la tierra, sólo deben su existencia y propagación a la acción recíproca de materias y fuerzas físicas, y que al cambio y el desarrollo sucesivos de la superficie terrestre son la única o, cuando menos, la principal causa del continuo crecimiento de los seres vivos.

La ciencia indudablemente no ha podido determinar aún con precisión el modo como se ha verificado en detalle este crecimiento; pero tenemos la esperanza de que sus investigaciones descorrerán más tarde el velo que cubre estos misterios. Los conocimientos que poseemos bastan, sin embargo, para que tengamos la probabilidad, y, a nuestro juicio, hasta la certeza subjetiva, del nacimiento de los seres orgánicos, así como de la formación lenta y sucesiva de las formas superiores, y de las menos elevadas y menos perfectas, en relación siempre con la condición exterior del globo y sin que intervenga inmediatamente un poder superior. Esta formación y este desarrollo lento y gradual de las formas orgánicas más sencillas hasta llegar a las más elevadas y perfectas, son hoy un hecho reconocido por las investigaciones de la paleontología, y este hecho indica con certeza la existencia de una ley que preside al nacimiento de los seres orgánicos. Mientras más se desarrollaba la tierra, más difería la conformación individual de los animales y se perfeccionaban más las razas, prueba que es suficiente para demostrar cuánto dependía de las influencias exteriores el nacimiento de las formas completas de los animales. Los restos de animales y plantas fósiles son los precoces miembros insensiblemente extinguidos en una serie de progresivos desarrollos, y en estos restos encontramos los más maravillosos prototipos de las organizaciones tardías, y en perfecto acuerdo [75] con ellas. Mientras más antiguos son estos restos, más formas distintas encierran para ulteriores formaciones. Fósiles sencillos hay que encierran en sí solo, en cuanto a la forma, el bosquejo de numerosas y diversas modificaciones de animales que aparecieron más tarde, y que algunos existen todavía. El sao hirsuta (tribolita) de los exquisitos pizarrosos de Bohemia, difiere tanto en su forma primordial de los individuos más desarrollados de tiempos posteriores, que no se le consideraría como el mismo animal, a no ser porque los grados de transición los hemos determinado con exactitud. Los celacantideos (coelantida), peces fósiles, encierran la conformación del esqueleto de todos los vertebrados. Los laberintodonteos del mundo primitivo son, según expresión de Burmeister, los verdaderos prototipos de la raza de anfibios, de donde ha resultado, en un desarrollo de algunos millones de años, un gran número de variadas formas. Esta raza presenta una mezcla de cualidades que se encuentran en los grupos más heterogéneos que de ella han descendido. El pleisosauro es, por decirlo así, el primer ensayo que la Naturaleza ha hecho para salir del período de los peces y de los reptiles; el tronco de este animal semeja al de la ballena, el cuello al del pájaro y la cola al del aligator. Este animal se ha repetido y modificado en numerosas especies. El ictosauro, contemporáneo suyo, tiene, como lo indica su nombre, parte de pez y parte de lagarto; tiene el cuerpo del delfín, la cabeza del cocodrilo y la cola de los peces. El megalosauro, coloso monstruo, reúne la anatomía de los reptiles y de los mamíferos bajo la forma del iguanodon, lagarto gigantesco, con el cual parece haber querido la fuerza creadora cerrar los géneros gigantescos [76] de los anfibios. El pterodáctilo o grifo de brazos, animal notable y enigmático del período jurásico, es un ser de extraña forma, medio murciélago y reptil, medio anfibio y ave, y se le ha clasificado en todas las clases de animales. El cetiosauro reúne los caracteres de la ballena, de la foca y del cocodrilo. En el período terciario toman ya los megaterios la forma articulada de los mamíferos, pero todavía recuerdan a los reptiles. El paleonterio es el primer representante de la clase más elevada de los mamíferos. Es un animal interesante que reúne las propiedades del caballo, del tapir y del cerdo. Encuéntrasele con frecuencia, desde la magnitud de la liebre hasta la del caballo, como otras tantas variedades del mismo género. Es, en cierto modo, el prototipo de la clase de los mamíferos, pues en él se encuentran los gérmenes de las formas más diversas de ellos.

Estas transiciones o formas intermediarias se han conservado en algunos raros ejemplares que pueden considerarse, por decirlo así, como «fósiles vivos». El extraño animal de Nueva Holanda conocido bajo el nombre de pico de ave> u ornitorrinco, tiene parte de cuadrúpedo, parte de ave y parte de anfibio. La primera vez que se le vio en Europa se le creyó un compuesto artificial, es decir, una especie de todo unido al pico de un pato. La salamandra de escamas de la América meridional y del África, que tiene parte de anfibio y parte de pez, respira por branquias y por pulmones.

Podríamos aumentar estos ejemplos, porque toda la ciencia paleontológica no es más que un ejemplo continuo. La formas más inferiores son siempre las primeras que aparecen, y de ellas nacen y se desarrollan por gradación y en marcha ascendente las razas y los individuos. «Los restos [77] descubiertos en la tierra –dice Oersted– nos ofrecen una serie de formaciones sucesivas, desarrollándose más y más, hasta la época en que pueden prosperar el hombre y un mundo animal y vegetal conforme al hombre.»

Esta ley del desarrollo sucesivo se ha transmitido al mundo primordial, al mundo orgánico que hoy existe, imprimiéndole con toda evidencia su carácter. Toda la ciencia de la anatomía comparada, estudio cultivado con tanta predilección en estos tiempos, no tiene otro objeto que hacer ver la conformidad de las formas anatómicas en la escala de los animales, y modificado solamente en algunos detalles. Una no interrumpida cadena de transiciones y semejanzas une todos los seres del reino animal, desde los más inferiores hasta los más perfectos. El hombre mismo, que en su vanidad se cree muy por encima de todo el reino animal, no puede eximirse de esta ley. La raza etiópica le liga al reino animal por una multitud de semejanzas evidentísimas e incontestable. Los brazos largos, la conformación de los pies, las piernas de una sola pieza, las manos largas y afiladas, la delgadez de todo el cuerpo, la nariz achatada, las mandíbulas y la boca prominentes, la frente estrecha y deprimida, la cabeza pequeña y prolongada por detrás, el cuello corto, la pelvis estrecha, el vientre inflado y colgante, la barba sin pelos, el color de la piel, el mal olor, la suciedad, los gestos al hablar, la voz aguda y penetrante: todas las formas y proporciones del cuerpo son otros tantos signos característicos que ponen en relación al negro con el mono. Las mejores observaciones hechas demuestran que su espíritu corresponde a su individuo. [78]

No sólo el negro, sino también otra porción de razas salvajes, tales como los bosquimanos, los hotentotes, los pesqueros, los indígenas de la tierra de Vandiemen, los de Nueva Holanda, &c., &c., llevan las más claras e infalibles señales del mundo animal de que emanan.

Por tres veces se manifiesta la ley de las transiciones en la historia del desarrollo de los animales, tomados individualmente. Aun hoy tienen tal semejanza entre sí todas las formas animales en los primeros tiempos del nacimiento individual, que para reconocer su prototipo no hay más que remontarse a la historia de su nacimiento. Es un hecho interesante y característico que todos los embriones se semejan, y que suele ser completamente imposible distinguir el embrión de una oveja del de un hombre cuyo genio quizás habrá de admirar algún día al mundo. Esta relación es tan manifiesta, que se ha tratado, y no sin éxito, de demostrar en la historia del desarrollo de cada animal o del hombre mismo, de qué manera representa el embrión, y repite sucesivamente, en los diversos grados de su desarrollo corporal, los principales tipos de toda una serie de creaciones. Por distintos que sean los dos sexos del género humano en su último desarrollo, es imposible discernir en los primeros meses de la vida del embrión del hombre si el individuo pertenecerá al género masculino o al femenino, y uno y otro caso dependerá tal vez de las condiciones exteriores y accidentales. «Existe una ley general –dice Vogt–, comprobada en todo el reino animal, que establece que la semejanza que liga a los individuos por un plan común de estructura, aparece con tanta [79] más claridad cuanto más próximo se encuentre el individuo al punto de su nacimiento, y que estas semejanzas se borran tanto más cuanto más adelantan los animales en su desarrollo y se someten a los elementos exteriores de que se nutren.» Vogt indica también con estas últimas palabras el importante y definitivo influjo que pueden y deben ejercer las causas exteriores y las condiciones vitales en el desarrollo y formación de los organismos. Mientras más nueva era la tierra, más poderoso y determinante era este influjo. No es del todo imposible que los mismos gérmenes hayan podido producir desarrollos muy heterogéneos por diversas circunstancias exteriores. Tenemos pruebas de que un gran número de formaciones primarias se extinguieron al cambiar las condiciones exteriores, y ciertos cambios esenciales en las relaciones exteriores mataron una organización más antigua y produjeron otra nueva.

¿Qué persona ilustrada podría negar que esas influencias han ejercido una acción mucho más poderosa en los períodos primarios de la formación de la tierra, que en nuestros días, y hasta que han llegado a producir efectos que no podemos ver ya hoy? ¿No ofrece la ciencia pruebas bastantes en apoyo de esta opinión? En primer lugar, la temperatura, tan favorable a todo nacimiento y desarrollo, era entonces incomparablemente más elevada que lo es hoy, y la Siberia, que sólo produce actualmente raquíticos arbustos y animales habituados al clima frío, estaba poblada por una multitud de elefantes, que necesitaban para existir una vegetación muy fecunda. En el período de la formación de la hulla, había esparcidas por toda la superficie terrestre plantas notables de formas exóticas y desconocidas, que no podían en manera alguna [80] resistir a las heladas, y que sólo debían prosperar en un clima muy cálido y húmedo. En la vertiente meridional del Erzgebirge, de Sajonia y Bohemia, había en otros tiempos palmeras y canelos, y el suelo de nuestra zona glacial y templada encierra numerosos restos de seres orgánicos que no se encuentran hoy ya sino en los países más cálidos de los trópicos. Las asombrosas y extraordinarias formas bajo las cuales se nos presentan algunas veces los animales del mundo primitivo, así como la mayor parte de las razas animales, notables por su prodigiosa magnitud, son otras tantas señales de una fuerza física mucho mayor en esos períodos. Hoy no conocemos ya ninguna raza animal que presente en su desarrollo diferencias de proporción tan enormes como la del paleontherium.

Es inconcebible, después de estas consideraciones, que haya naturalistas que puedan oponerse a admitir una ley que determina el cambio y desarrollo sucesivos y graduales del mundo orgánico, y esto por la única razón que nuestras relaciones actuales y nuestras observaciones sólo nos muestran razas animales distintas unas de otras, y de que padres de la misma raza sólo engendran individuos semejantes. ¿Puede ser arbitraria esta ley de las transiciones que deja tan profundas y evidentes señales? ¿Qué derecho tenemos para deducir una conclusión definitiva de nuestra experiencia, cuando está encerrada dentro de unos límites infinitamente pequeños con relación a esos espacios infinitos de tiempo, a ese estado de la tierra en que la Naturaleza era más joven, más vigorosa, y por consiguiente más capaz de producir formas orgánicas? En tales condiciones era posible que un germen orgánico, ya por casualidad, ya forzosamente, bajo el influjo de los cambios operados por [81] las condiciones exteriores, tomase al desarrollarse una forma no del todo homogénea a la de su generador, y aun diferente a éste; siendo hasta posible que llegara a constituir otra especie o raza. Vogt mismo, adversario de la ley de la metamorfosis, dice: «No tenemos razón alguna para rechazar la posibilidad de que en los tiempos primitivos hayan los animales engendrado otros que fueran distintos de sus padres bajo muchos respectos» {(1) Después de escritas estas líneas han variado, bajo el influjo de la teoría de Darwin, las ideas del célebre naturalista.}. Aunque notemos actualmente que los cambios operados por el clima, la alimentación y las influencias exteriores, son considerables en las metamorfosis de los animales, sin traspasar nunca los límites de la raza, es preciso, sin embargo, considerar por otro lado que, además de la mayor intensidad e importancia de esas influencias exteriores, que no son comparables a nuestras relaciones actuales, además de la acción más poderosa de las fuerza físicas en esas épocas, hay que tener en cuenta la inmensa duración de un tiempo infinito, en el cual podían influencias, al parecer insignificantes, producir efectos considerables y a primera vista imposibles. En ese tiempo infinito podía haber casualidades y combinaciones particulares de ciertas relaciones de que no tenemos ejemplo alguno en el corto espacio que abraza nuestra experiencia.

No tenemos razón, sin embargo, al expresarnos de esta manera, pues los ejemplos no escasean tanto como podría creerse a primera vista. En primer lugar, tenemos derecho a citar los interesantes fenómenos, conocidos sólo desde hace poco tiempo bajo el nombre de cambio de generación de los [82] animales, que presenta una metamorfosis de distintas formas de animales inferiores en marcha ascendente. Esos animales difieren por completo de forma, organización y género de vida. Ese cambio no sólo se opera en un mismo individuo, como sucede con las mariposas y las ranas, sino que cada forma individual sigue siendo idéntica durante su vida, y por consiguiente, todo el fenómeno representa una verdadera metamorfosis de especie. Ese cambio de generación se ha observado en varias lombrices intestinales, y además en las bíforas (biphora), las medusas, los pólipos, los pulgones (aphidida), y se supone con probabilidades, y aun con certeza, que muchos otros animales están a él sometidos.

Indudablemente esta metamorfosis de las formas no continúa hasta lo infinito, como sería preciso para anular la ley que separa a las especies; pero se encierra dentro de ciertos límites de afinidad, vuelve a su primitiva forma luego de una o más generaciones, y cesa después de un ciclo regular de formas. ¡Quién no reconoce en ese interesante fenómeno una tendencia a la ley de las metamorfosis de los animales, y no quiere creer que en los primitivos tiempos no haya sido restringido dentro de límites tan determinados como hoy! Pero al fin nos hemos apoderado, desde hace algunos años, de un descubrimiento que figurará entre los más importantes de los tiempos modernos, mostrando la posibilidad del desarrollo duradero de una raza animal que provenga de otra, aun en nuestra época. Juan Müller, que es uno de nuestros más célebres y seguros observadores, ha descubierto la generación de moluscos de holoturios. Este naturalista ortodoxo confiesa que dudó y se inquietó a la vista de este fenómeno. Los holoturios [83] y los moluscos son dos clases enteramente distintas en el reino animal, y estas últimas ocupan un lugar mucho más elevado que las primeras en la escala de los animales y no tienen con ellas semejanza ni afinidad. Müller confiesa, a pesar suyo, que este fenómeno nada tiene de común con la metamorfosis de la generación. Comprobado este descubrimiento de una manera completa, demostraría la posibilidad, aun en los tiempos históricos, de que una raza animal se desarrollara o proviniera inmediatamente de otra, hecho que se ha refutado siempre hasta ahora, y que ofrecería un ejemplo extraño, observando en los tiempos históricos, de una nueva creación basada en circunstancias naturales. En una palabra, supondría una ley de metamorfosis, a la que sería preciso conceder, en los tiempos primitivos, más importancia y poder que en nuestros días; probaría, por último, que, aun hoy, la ley de la generación semejante tiene excepciones. «La aparición de diversas razas animales en la creación –dice Müller– es un hecho paleontológico que parece sobrenatural mientras no podemos reconocerlo; pero si fuera posible esta observación, cesaría todo hecho sobrenatural, entrando en un orden de fenómenos superiores para los que sería preciso buscar leyes por medio de la observación.» ¿Quién se atreverá a decir ante ese hecho que no se verifican aún con más frecuencia en nuestros días semejantes metamorfosis, y que no sea preciso atribuirlas como a la generación semejante, una importancia que no hemos imaginado siquiera hasta ahora?

Si admitimos una ley de metamorfosis en el sentido de que no se verifica el cambio por grados insensibles, según lo ha enseñado la antigua filosofía de la Naturaleza, sino más bien por saltos, que ya [84] tienen lugar en el desarrollo del embrión, obtendremos un punto de apoyo para juzgar el problema del origen de los seres orgánicos diciendo que de la forma orgánica más sencilla y más elemental, producida por la reunión de materias inorgánicas por medio de la generación espontánea: de la más ínfima celdilla vegetal o animal ha podido desarrollarse, por medio de fuerzas físicas extraordinarias y de un tiempo infinito, este mundo variado e infinito, de seres orgánicos que nos rodean (1). Es verosímil, dice recientemente el profesor Jaeger en un [85] curso dado en Viena, que los primeros seres que debieron su existencia a la generación primitiva en las superficie terrestre, fueron zoofitos, semejantes a los seres de esta especie que existen todavía. De estos últimos se desarrollaron plantas por una parte y animales por otra, que se parecían en forma y género de vida. Permaneciendo las plantas estacionarias en ese grado inferior de la organización, fueron adelantadas por el reino animal, que llegó en su desarrollo progresivo al perfecto organismo, desde cuya cúspide mira el hombre a sus pies a todo el mundo orgánico. No tratamos por esto de deducir el origen de todo el mundo orgánico de un solo centro de creación. Al contrario, todos los hechos y descubrimientos científicos indican con precisión que este origen se desprende de un sinnúmero de centros de creación independientes entre sí. Existen estos centros lo mismo para el reino vegetal, y sus semejanzas, como sus diversidades, hacen ver con claridad la acción absoluta de la Naturaleza.

{(1) «Los gérmenes de los animales superiores –dice el profesor Baumgaertner en sus Ensayos de una historia fisiológica de la creación del mundo vegetal y animal– sólo podían ser huevos de animales inferiores. Es probable que los animales más perfectos de una clase provengan de huevos de animales inferiores de la misma clase. Este caso era posible aún en la clase de los mamíferos, puesto que los huevos de estos últimos se transmiten fácilmente al exterior. La gestación extrauterina y el éxito de la transplantación de los ovarios, nos enseñan que los huevos de estos animales pueden desarrollarse también en otros lugares que aquellos donde estuvieron en su origen, &c. Hubo, pues, metamorfosis de generación que se han repetido en toda la serie de animales de los diferentes períodos de la creación. Lo mismo aconteció con las plantas.» «Con esta tendencia del mundo vegetal y animal hacia un desarrollo más perfecto, hubo en cada período de desenvolvimiento una formación de otros gérmenes primitivos que llegaron a ser base de nuevas metamorfosis, &c.»

Baumgaertner explica más adelante la causa de las metamorfosis de los gérmenes orgánicos por la de los propios organismos, la de la multiplicación de las divisiones de los gérmenes, y cómo estas mismas divisiones son ocasionadas por varias influencias distintas de la naturaleza exterior. Según él, los primeros hombres se desarrollaron de los gérmenes de animales que están más próximos a ellos en la escala de los seres; pero estos hombres sólo tuvieron al principio una existencia de larvas. Además, la raza humana no desciende de un solo par, sino que apareció al propio tiempo en distintas razas y numerosos individuos.}

Parécenos que este examen no es de tan poca importancia como creen algunos naturalistas, porque sería muy temerario, bajo el punto de vista del estado actual de la ciencia, querer atribuir a la generación espontánea el origen inmediato de todos los organismos, incluso el del hombre, aun en el tiempo primitivo. ¿Para qué serviría entonces esa ley tan patente del desarrollo sucesivo y de la formación de los prototipos? ¿A qué esa semejanza, esa afinidad aun en el desarrollo de los individuos, sino para indicar la posibilidad de una divergencia de formas y de razas distintas, bajo las diversas influencias de las relaciones exteriores? Es preciso indudablemente conceder a la generación espontánea un papel más importante en los tiempos [86] primitivos que en nuestros días, y es imposible negar que haya dado en tal época nacimiento a más perfectos organismos. Verdad es que nos faltan pruebas y aun conjeturas plausibles del pormenor de estas relaciones, y estamos lejos de negarlo. Cualquiera que sea nuestra ignorancia en muchos de los detalles de la creación orgánica, sabemos lo bastante para decir con certeza que puede y debe haberse verificado sin la intervención de una fuerza exterior. Si la creación que hoy nos rodea nos impone de tal manera con su grandeza que nuestro espíritu no siempre tiene la fuerza de rechazar la idea de un creador inmediato, hay que buscar la causa de ese sentimiento en los efectos de una actividad de fuerzas físicas de muchos millones de años; efectos que vemos reunidos, sin pensar que, al prescindir de lo pasado y considerar sólo los tiempos presentes, se nos hace difícil creer a primera vista que la Naturaleza haya producido por sí misma cuanto existe. Y sin embargo, así es. Cualquiera que sean los detalles de esos procedimientos, la ley de las semejanzas, la de la formación de los prototipos, la de la dependencia absoluta de los seres orgánicos con relación a su nacimiento y a su forma de las condiciones exteriores de la superficie terrestre; en una palabra, el desarrollo sucesivo de organismos más perfectos de formas inferiores, en armonía con los grados de desarrollo de la tierra, el hecho de que el nacimiento de los seres orgánicos no es momentáneo, sino un procedimiento que continúa a través de todos los períodos geológicos, que cada período geológico está caracterizado por las creaciones que le son propias, y algunas de las cuales solamente pasan de una época a otra: todas estas relaciones, todas estas circunstancias están basadas en hechos innegables e incompatibles con [87] la idea de una fuerza creadora, personal y absoluta, que no podría en manera alguna someterse a una creación lenta, sucesiva y penosa, haciéndose dependiente en su obra de las fases del desarrollo natural de la tierra. «Cuestión importante –dice Zimmermann en sus Maravillas del mundo primitivo– es saber de dónde provienen los animales. La idea de que Dios los ha creado arbitrariamente no sólo es poco satisfactoria, sino que es indigna de él. La gran alma del mundo que hubiese creado sistemas solares y vías lácteas, no es posible que se haya ocupado de nimiedades. ¿Habría hecho ensayo de animales para que corrieran, reservándose rehacerlos si no eran buenos?»

Antes al contrario, era preciso que el trabajo de la Naturaleza en esas producciones medio fortuitas, medio absolutas, fuese infinitamente lento, sucesivo, gradual y no premeditado. Por eso no podemos descubrir en parte alguna de ese trabajo un salto que indique una voluntad absoluta y personal. Una forma se ajusta a otra forma, una transición a otra. «La Naturaleza –dice Linneo– no da saltos»; y con efecto, todo nuevo descubrimiento, todo hecho nuevo de la ciencia natural, nos ofrece una prueba de ese aserto. La planta se cambia insensiblemente en animal, el animal en hombre. A pesar de cuantos esfuerzos se han empleado, no ha sido posible todavía marcar una línea divisoria entre los reinos vegetal y animal, a pesar de ser dos divisiones de seres tan distintos en apariencias, y no hay esperanza de que llegue a marcarse nunca. Tampoco existe entre el hombre y el animal esa barrera insuperable de que tanto hablan algunos, porque los que tal dicen, temen quizá por su reputación al hacer una comparación semejante.

Los geólogos computan la edad del género humano [88] en ochenta a cien mil años, igual cifra que la de la edad de la capa de aluvión, sobre la que era posible la vida humana, mientras que la historia de la vida humana, es decir, su estado de civilización, sólo data de algunos miles de años a esta parte. ¡Qué intervalo de tiempo no habrá sido necesario antes de que llegase el hombre al grado de inteligencia suficiente para sentir la necesidad de comunicar los hechos de su vida a sus descendientes! ¿Qué derecho tenemos a considerar al hombre civilizado de nuestros días, que se encuentra en el vértice de una escala de cien mil años, como producto de una influencia sobrenatural?

Si nos referimos a su origen, juzgaremos de otro modo. Es indudable que todo el organismo del hombre en sus primeros períodos se aproximaba más a los animales que a la imagen de su estado actual. Los cráneos más antiguos de hombres desenterrados nos muestran formas toscas, poco desarrollados y semejantes a los de los animales (1). [89]

{(1) Los restos más antiguos de nuestra especie, los cráneos humanos encontrados en distintos puntos de la tierra, amontonados con huesos de animales cuya especie ya no existe, se distinguen por su forma completamente primitiva y poco desarrollada; tienen la frente muy estrecha y singularmente aplanada. Un cráneo que se ha desenterrado hace poco tiempo en el valle de Neander (entre Dusseldorf y Elberfeld), presenta un tipo tan inferior, que no se encuentra ninguno que se le asemeje en lo más mínimo en las razas humanas más imperfectas de nuestros tiempos. La expresión de este cráneo recuerda la estupidez de la fisionomía de los orangutanes. La parte frontal, estrecha y aplanada, deja ver en el sitio de las cejas una protuberancia rodeada de profundos surcos. El esqueleto, extraordinariamente robusto y fuerte, puede ser de un individuo de esas tribus salvajes y autóctonas que han habitado la Europa septentrional antes de la emigración de los indogermanos, y que la influencia de la civilización destruyó del mismo modo que los indígenas de la América y de la Australia de nuestros días.}

Veremos en el capítulo sobre el cerebro y el alma la manera como se ha desarrollado y perfeccionado, en el intervalo de los tiempos históricos, la conformación del cráneo de la raza europea.

Si se quiere admitir, no obstante, a pesar de todas las ideas filosóficas sobre la Naturaleza, que la intervención inmediata del creador haya puesto en obra, a través del espacio y del tiempo, estos procedimientos, vamos a parar a las ideas panteístas, y es preciso conceder igualmente que esas relaciones existen todavía, puesto que el desarrollo de la tierra, de las plantas y de los animales no ha cesado aún, sino que continúa del mismo modo que en otras épocas. Preciso será entonces admitir que no puede ser engendrado ni nacer ningún corderillo sin la intervención de ese poder creador, y que cualquier mosca, al poner sus huevecillos, tiene derecho a reclamar los cuidados inmediatos de ese poder divino para que nazcan sus hijuelos. Pero la ciencia ha demostrado hace mucho tiempo el procedimiento natural, mecánico y fortuito de esos hechos, y ha separado de ellos toda idea de intervención sobrenatural. De este modo, tales relaciones pueden servir igualmente de pruebas a nuestro argumento; porque los procedimientos naturales del mundo orgánico de nuestros días nos hacen llegar a un principio también natural, y en razón inversa. «Quien dice A debe decir B. Un principio sobrenatural exige necesariamente una continuación sobrenatural.» (Feuerbach).

«La tierra, tomada individualmente –dice Burmeister–, permaneció en ciertas relaciones inmutables con lo que la rodeaba, y todo lo que pasaba en ella, independientemente de estas condiciones, lo ha producido por sus propias fuerzas. No hubo [90] ni hay hoy fuerza alguna sobre la tierra más que la que le es propia. Por estas fuerzas se ha desarrollado; y hasta donde alcanzaban los efectos de estas fuerzas, alcanzaron también sus consecuencias. Allí donde cesan las fuerzas físicas, cesa también todo efecto, y lo que ella no ha podido producir, no ha existido ni existirá jamás.»

«Las leyes de la vida animal –dice el profesor Giebel de Halle– han sido inmutables desde el principio, porque la Naturaleza no ensaya combinaciones como los pueblos, o esos príncipes que hacen y juran Constituciones, derogan una ley por medio de otra, y de repente olvidan juramento y Constitución, fiándose sólo en su propio poder para dictar nuevas leyes. La Naturaleza es perfecta en sí misma, y regida en su desarrollo por leyes eternas.»

Nunca la ciencia ha obtenido una victoria más brillante sobre los que adoptan un principio sobrenatural para explicar la existencia de los seres, que en el estudio de la geología y de la paleontología. Nunca el espíritu humano ha reivindicado con más energía que entonces el derecho de la Naturaleza (1).

{(1) Las palabras de Agassiz prueban que este trabajo no era muy fácil: «Sólo aquellos que están familiarizados con la historia de la ciencia, saben los esfuerzos y trabajos que han sido precisos para asentar el hecho de que los fósiles eran efectivamente restos de animales y plantas que han vivido sobre la tierra. Necesitábase demostrar después, que esos restos no provenían del diluvio relatado por Moisés, opinión generalmente admitida durante algún tiempo por los sabios mismos. Después que Cuvier hubo comprobado que eran efectivamente restos de animales cuyas razas no viven ya sobre nuestro globo, encontró por fin la paleontología una base real: pero, aun ahora, ¡cuántas importantes cuestiones están por resolver!»}

La naturaleza no conoce principio ni continuación [91] sobrenaturales; ella es la que crea y la que vuelve a recibir en su seno todo. Es principio y fin, generación y muerte. Ha creado al hombre con sus propias fuerzas, y con estas mismas le volverá a su seno.

¿No podrá suceder que perezca también la actual raza humana, viniendo a reemplazarla otra más perfecta? (1). ¿No podrá ocurrir igualmente que la tierra vuelva atrás y destruya los efectos de un trabajo de tantos años? ¡Nadie no ha sabido, lo sabe ni lo sabrá, excepto los que sobrevivan a semejante catástrofe!

{(1) El género humano lleva consigo y en todo su ser tantos indicios de formas individuales más perfectas, como los animales del mundo primitivo los llevaban respecto a las formas animales que más tarde se han desarrollado. No hay razón para no admitir la posibilidad de que no ha concluido el desarrollo gradual del mundo orgánico, ni de que se desenvuelva insensiblemente, tendiendo a tomar formas cada vez más perfectas.}

 
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{Luis Büchner 1824-1899, Fuerza y materia. Estudios populares de historia y filosofía naturales, (1855). Traducción de A. Gómez Pinilla. F. Sempere y Compañía, Editores / Calle del Palomar 10, Valencia / Olmo 4 (Sucursal), Madrid / sin fecha (aproximadamente 1905) / Imprenta de la Casa Editorial F. Sempere y Compª. Valencia, 255 páginas.}

 
Prólogo | I. Fuerza y materia | II. Inmortalidad de la materia | III. Inmortalidad de la fuerza | IV. Infinito de la materia | V. Dignidad de la materia | VI. Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza | VII. Universalidad de las leyes naturales | VIII. El cielo | IX. Períodos de la creación de la tierra | X. Generación primitiva | XI. Destino de los seres en la Naturaleza | XII. Cerebro y alma | XIII. Inteligencia | XIV. Asiento del alma | XV. Ideas innatas | XVI. La idea de Dios | XVII. Existencia personal después de la muerte | XIX. Fuerza vital | XX. Alma animal | XXI. Libre albedrío | XXII. Conclusión


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Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y Materia
Materia & Materialismo