Materia & Materialismo |
Gustavo Bueno Materia Pentalfa, Oviedo 1990 fuente griego |
1. El proyecto de una «Historia de la Idea de Materia» es problemático, sobre todo cuando nos referimos a la Idea de materia en su expresión filosófico-académica. No es inmediato, en efecto, que esta idea tenga un curso «exento» cuyas fases internas pudieran ser expuestas en un relato histórico. Por el contrario, si reconocemos la influencia decisiva de factores tecnológicos, económicos, sociales o religiosos y científicos en el proceso histórico de formación de la idea de materia (¿cómo comprender el concepto actual de la materia estelar al margen de la tecnología de los reactores nucleares?), se comprenderá el fundamento de quien ve en la Historia de la Idea de materia el peligro de una Historia-ficción. Una historia tal sólo podría simularse interponiendo imaginarias derivaciones entre episodios o acepciones que en realidad son fragmentos de procesos histórico-culturales mucho más complejos, precisamente aquellos que han sido previamente abstraídos. Sin embargo, de lo anterior tampoco se deduce que sólo nos quede abierta la posibilidad de una yuxtaposición de conceptos puros de materia, ordenados cronológicamente. Es suficiente que entre los diferentes momentos de la idea exista un orden de sucesión, orden que no implica que uno derive de [56] otro, es decir, que no sea imprescindible apelar a factores convencionalmente llamados «extrínsecos». Y es obvio que, si no se dispone de una doctrina mínima acerca de la ordenación lógico-dialéctica de las acepciones o momentos internos de la idea de materia, será absurdo esperar a obtener ese criterio de ordenación de una historia empírica. ¿Habría que interpretar como meramente factual la circunstancia de que la Teoría de las Ideas de Platón, interpretada como desarrollo de la Idea de Materia, hubiera sido formulada con posterioridad, y no anteriormente a la Doctrina del Ser de Parménides? Y, por supuesto, como ya hemos dicho, será imposible interpretar el significado de la Teoría de las Ideas de Platón para la Historia del Materialismo al margen de una doctrina sobre la idea de materia y sobre el orden de sus partes. La clásica obra de F. A. Lange, Die Geschichte des Materialismus und Kritik seiner Bedeutung in der Gegenwart (10ª ed., con introducción de Hermann Cohen, 1921) es la mejor contraprueba: pues esta Historia no es otra cosa sino el intento de reorganizar la historia de las ideas partiendo del dualismo de la materia (entendida en un sentido naturalista) y la conciencia (entendida en el sentido de un neo-kantismo psicologizante) y en donde se da por supuesto, desde luego, que la conciencia no pertenece al dominio de la materia. 2. Nuestra tesis histórica central se refiere a la conveniencia de distinguir tres grandes fases en el desarrollo de la Idea de Materia (dentro de nuestra tradición filosófica) cuando tomamos como horizonte de esta Idea, desde luego, la materia corpórea, en tanto ella está exigida, como suponemos, por motivos gnoseológicos (en relación con la naturaleza de las operaciones), en cualquiera de las restantes acepciones. La primera fase comprenderá, según esto, todos los desarrollos de la Idea de Materia que, de un modo u otro, giren siempre en torno al supuesto de la necesidad ontológica de la materia corpórea. (Decimos «de un modo u otro» [57] puesto que esta necesariedad ontológica puede ser reconocida, no sólo por una doctrina materialista en su sentido fuerte -la doctrina que niega la existencia de toda sustancia no corpórea- sino también por una doctrina espiritualista que, sin perjuicio de defender la realidad de otras sustancias inmateriales o simplemente incorpóreas, defiende también la existencia de las realidades corpóreas desde supuestos, por ejemplo, epistemológicos, en la línea del llamado «Principio antrópico» antes citado). Por otra parte, hacemos corresponder esta primera fase con la época antigua de la tradición filosófica, desde Tales de Mileto a Plotino, considerados como piedras miliarias. La segunda fase por la que habría atravesado el curso histórico de la Idea de Materia corresponderá con la época medieval de la tradición filosófica, la época del judaismo, del cristianismo y del islamismo. Lo más característico de esta época, en lo que a la idea de materia corpórea se refiere, sería el haber abierto el camino para una visión de la materia corpórea desde la perspectiva de la sustancia espiritual -a la cual habría podido conducir, en su límite, el desarrollo interno de la Idea de materia determinada, según expusimos en capítulos precedentes. La materia corpórea podrá parecer ahora como un ser contingente, no necesario -y esto particularmente en la tradición judeo-cristiana (si es que la filosofía musulmana, Avicena o Averroes, representa, más bien, la perpetuación del necesarismo aristotélico de la materia corpórea, como contrapunto imprescindible). Ahora bien: «contingencia ontológica» de la materia corpórea, y aún de la materia en general no ha de sobreentenderse como un eufemismo de algún tipo de acosmismo (así como tampoco el necesarismo corporeísta de la primera fase equivalía a la negación del Espíritu, del Nous). Antes bien, y no sin alguna paradoja, sería preciso afirmar que lo más característico de la idea de materia, en esta segunda época -y una característica que se expresa, sobre todo, en la idea cristiana [58] de materia- no se deriva de un proceso de desatención hacia la materia corpórea, como entidad insignificante, casi una nada, porque el Dios que la ha creado y la mantiene en el ser puede aniquilarla en cualquier momento, sino que, por el contrario, se deriva del interés mismo hacia esa materia corpórea. Que aunque es «vista desde el espíritu», lo es en el sentido de una «recuperación de su valor» (de la materia como realidad valiosa) y de sus momentos ontológicos más sutiles: el momento de su sustancialidad, incluso como sustancia corpórea, aunque inextensa, es decir, no signada por la cantidad. Nos encontramos, en efecto, ante los intentos de conceptuación filosófica de los dogmas cristianos centrales, que son precisamente aquellos que giran en torno a la carne, al cuerpo humano. A saber: el dogma de la Encarnación del Verbo (eje en torno al cual giró el Concilio de Nicea), el dogma de la presencia real del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, y el dogma de la Resurrección de la Carne (dogma que no puede confundirse con la doctrina platónica de la inmortalidad del alma espiritual), en forma de cuerpo glorioso. Es evidente, por otro lado, que los conceptos asociados a semejantes dogmas no podrían figurar por sí mismos en una Historia filosófica de la Idea de Materia. Ellos alcanzan a veces, considerados fuera de su contexto, los límites de una irracionalidad difícilmente presentable en nuestros días (pongamos por caso, la explicación que da Santo Tomás, en Summ. Th., III, q.54, a 2, ad tertium, sobre la resurrección de la sangre que salió del costado de Cristo y que, al parecer, se conservaba en algunas iglesias como reliquia; o bien, la cuestión ulterior sobre la reliquia del Santo Prepucio). Sin embargo, y precisamente en tanto esos conceptos están intercalados en el proceso del desarrollo histórico de una Idea que procedía de la filosofía griega, ellos pudieron alcanzar un significado dialéctico cuya consideración es acaso imprescindible en una Historia filosófica de la Idea de Materia. En efecto: la acción de estos [59] dogmas cristianos en torno a la Carne (dogmas oscurecidos constantemente por el docetismo, por el desprecio del cuerpo, ligado a los gnósticos, &c.) se ejerció en toda la cristiandad durante más de un milenio. Ello autorizaría a concluir, desde una perspectiva materialista, que el cristianismo ha comportado, tanto o más que el descubrimiento del espíritu (y el olvido del cuerpo), el descubrimiento del cuerpo humano como cuerpo individual y «sobrenatural», meta-físico, cuerpo glorioso. Sería, por tanto, insensato pensar que esta profunda impronta ha podido ser borrada en la época moderna, la época del racionalismo y del naturalismo que, en una gran medida, pretendió constituirse como un proceso sistemático de reducción naturalista y racionalista del mundo sobrenatural del cristianismo. Más prudente parece ver las cosas como si -y éste sería el contenido de la tercera fase de la evolución de la idea de materia- el racionalismo y el naturalismo, que son indudablemente componentes característicos de la época moderna, no hubieran consistido tanto en re-poner las cosas en el estado en que se encontraban en la Edad Antigua, en su re-generación (re-nacimiento, o bien neo-epicureísmo, neo-estoicismo, neo-aristotelismo...) cuanto en reconstruirlas más allá de sus propios límites, pero dentro de las coordenadas en las que las había situado el pensamiento de la época medieval. De este modo, lo verdaderamente característico y esencial de la Idea de Materia en la Edad Moderna, y, sobre todo, a medida en que ésta avanza hacia nuestros días, podría hacerse consistir en la tendencia a entender la sustancia material corpórea, el cuerpo extenso, sin perjuicio de dar por descontada, desde luego su prioridad gnoseológica (el método matemático) no ya como una sustancia primaria, sino más bien como una determinación derivada, aunque quizá por modo necesario, como un fenómeno bene fundatum (Leibniz, Berkeley y luego Kant) de una realidad que, acaso, podría ser ella misma material, pero ya no extensa e incorpórea: [60] la fuerza (vis apetitiva, vis cognoscitiva) o la energía. Según esto, el dinamismo o el energetismo del materialismo moderno podrían ser considerados, en gran medida, como la reconstrucción racional y científica del modo cristiano de entender el cuerpo, a saber, como un accidente que no es otra cosa sino expresión de un principio él mismo material, pero inextenso o, al menos, previo a la cantidad. Para decirlo en una fórmula gráfica: las mónadas de Leibniz podrían considerarse como una secularización de las formas eucarísticas, en las cuales también el cuerpo de Cristo se hacía presente según el modo de presencia no circunscriptiva: las «partes» de cada mónada estarán presentes en todas las demás, como en cada partícula de la Hostia consagrada está presente la totalidad del Cuerpo de Cristo (Monadología, §8, 61, 63, 64). Si la concepción energetista o dinamista de la materia corpórea, que sigue siendo el núcleo de las concepciones científicas de nuestro siglo, es algo más que un mero producto cultural de la imaginación creadora (mitopoyética) habrá que convenir en que la concepción en la cual ella se incubó (principalmente, la dogmática cristiana) contenía ya, por sí misma, sin perjuicio de su envoltura mitológica, un efectivo y objetivo desarrollo dialéctico de la idea de materia -un desarrollo que, en todo caso, corresponde explicar a la Historia materialista de las Ideas. Y sería mera ingenuidad presuponer que esta Historia sólo puede dar cuenta de las concepciones estrictamente materialistas, como si las concepciones espiritualistas tuviesen ellas mismas una génesis distinta, espiritual o irracional. No es cometido nuestro en esta ocasión. Tan sólo sugeriremos cómo los desarrollos de la materia, a propósito del Cuerpo de Cristo o de la Carne resucitada, no han de reducirse necesariamente a la condición de meros efectos de un delirio dogmático, propio de sacerdotes (oratores) que han dejado de vivir en contacto con las actividades manuales (laboratores). También podríamos [61] ver en ellos modos oscuros, impuestos por los nuevos contextos sociales (por ejemplo la crisis del esclavismo, la cristalización de una nueva «conciencia corpórea individual» en el seno de la Iglesia), de llevar adelante, por de pronto, la crítica del necesarismo corporeísta antiguo. 3. Si nos atenemos a la interpretación de Aristóteles, la filosofía griega comenzó (en la Escuela Jónica) como filosofía materialista: «...la mayoría de los filósofos primitivos creyeron que los únicos principios de todas las cosas eran los de índole material...». (tw<n dh> prw1twn ÍilosoÍhsántwn oi2 plei<stoi tàV e1n u7lhV ei5dei mónaV v1h'qhsau a1rcàV ei3nai pántwn, Met., 983 b, 5-10). En consecuencia, es muy común hablar de un monismo materialista al referirnos a la escuela jónica. Tales de Mileto, como Anaxímenes, incluso Heráclito, habrían desarrollado la idea de una sustancia primordial (el a1rch') en la que se resuelven todas las realidades mundanas y habrían entendido esa sustancia en un sentido materialista, como el sustrato de toda materia física determinada. Burnet reivindicó para sí el descubrimiento según el cual el significado que en los primeros filósofos pudo tener la pregunta por el principio (a1rch') habría sido el de la pregunta por la sustancia primordial (ÍúsiV). Aunque esta interpretación ha sido posteriormente discutida (Cherniss ha sostenido que los jonios, más que preguntarse por la sustancia primordial, se interesaron por el origen de los eclipses, de las mareas, de las lluvias) nosotros nos atendremos aquí a la interpretación tradicional. Sin embargo, es preciso reconocer que esta interpretación obliga a enfentarse con contradicciones flagrantes, contradicciones que podrían, sin embargo, cargarse en la cuenta del propio monismo de la sustancia. Ya en la exposición aristotélica la contradicción aparece expresada en los propios términos aristotélicos -la doctrina de las cuatro causas- al atribuir a los jonios la idea de una primera sustancia, afirmando [62] a la vez que ellos se mantenían en los límites de la causa material. Pero, desde el punto de vista aristotélico, la materia (como causa material) no puede ser llamada sustancia, puesto que la sustancia material ya comporta una forma (sin contar con las otras causas extrínsecas). Dicho de otro modo: los primeros filósofos se le aparecen a Aristóteles a la vez como físicos (cuando su pensamiento es referido a la materia) y como metafísicos (cuando su pensamiento es referido a la primera sustancia). Aristóteles mismo se hace, en cierto modo, cargo de esta contradicción al conceder, siquiera sea por hipótesis, lo que para él también era una contradicción: «si las sustancias físicas fuesen las primeras entre todas las esencias, entonces la física sería la filosofía primera» (Met., XI, 7, 1064 b). Todas estas incoherencias tienen que ver, sin duda, con el método de aproximación a la filosofía jónica por medio de la idea de una sustancia primordial que además sea material y, más aún, que tenga parentesco esencial con la materialidad física (agua, aire, fuego...). Esta idea -que sigue siendo la del monismo materialista decimonónico- aplicada a los filósofos jonios, consigue presentárnoslos como los instauradores del materialismo, precisamente en el momento en que se les atribuye la pregunta por la sustancia primordial (aun reconociendo que su respuesta fuese muy primitiva: agua, fuego -y no helio o hidrógeno). Pero tal idea es ella misma incoherente, según hemos dicho. La sustancia primordial, aparte de que dejaría de ser sustancia, al absorber en sí a todas las demás cosas, convertidas en accidentes, no podría ser material, puesto que la materia dice multiplicidad y esa sustancia material única es un círculo cuadrado, el Ser de Parménides. Además, la interpretación de la escuela jónica por medio de esta idea de materia obligaría a entender sistemáticamente a todas las restantes escuelas como movidas por la necesidad de liberarse de este [63] materialismo monista, como movidas por la atracción hacia una visión no materialista de la realidad. Pero si aplicamos la idea de materia que hemos tomado como referencia, las cosas se nos ordenan de otro modo. Los primeros filósofos de la escuela jónica serán materialistas, pero no por su monismo, ni siquiera por sus respuestas fisicalistas a la pregunta por la sustancia primordial. El monismo de los primeros filósofos podrá interpretarse, por tanto, no ya como el punto de partida de su materialismo sino, a la sumo, como un punto de llegada que, por otra parte, es contradictorio con su propio materialismo; por tanto, un punto de llegada a una situación inestable que obligaría a la necesidad de desbordar la envoltura monista. En realidad, atribuir a los primeros filósofos la investigación de la idea de materia como sustancia, es sólo una herencia aristotélica. Los primeros filósofos no han hablado ni siquiera de materia y la idea de materia que a ellos se les puede atribuir habrá que inducirla más bien de su proceder, del ejercicio de su nuevo modo de pensar, que de su representación en fórmulas explícitas. Suponemos, pues, que el racionalismo de los primeros filósofos no se define tanto en función de la pregunta sobre la sustancia única primordial, cuanto a partir del desarrollo de la experiencia de las transformaciones tecnológicas, como modelos para comprender la unidad entre las cosas del mundo que nos rodea, y a los hombres en relación con ellas. Las contradicciones implícitas en un monismo formulado en torno a una materia determinada (agua, aire, fuego, &c.) tratarán de abrirse camino borrando las determinaciones de la sustancia material (el a5peiron de Anaximandro) o bien, aumentando el número de estas determinaciones, para que la materia tenga, por lo menos, los cuatro elementos (aunque con posibilidad de un entretejimiento mutuo, al menos temporal, caso de Empédocles) o incluso infinitos y, desde luego, entretejidos los unos con los otros en la mi<gma de Anaxágoras. Tanto en [64] un caso como en el otro, habrá que apelar a algún principio extrínseco a las propias determinaciones, como responsable de la mezcla o de su separación. Es así como, desde el racionalismo materialista de las transformaciones, podemos entender que Anaxágoras llegue a postular un principio al parecer no material, transcendente a la migma (Diels, Frag. 12), el Nous. Interviene solamente como un principio de separación o de clasificación de las cosas que, sin embargo, se mueven por sí mismas (y, en este sentido, el Nous de Anaxágoras recuerda las funciones del «demonio clasificador» de Maxwell). La idea de materia que Anaxágoras propicia, la materia como mi<gma, no es ajena a la idea del Nous, puesto que es, más bien, su contrafigura. Las «musas itálicas», en expresión de Platón (El Sofista, 242, d) ¿inspiran una forma de pensar distinta del de las «musas jónicas», una forma de pensar que podría considerarse precisamente como no materialista? Desde esta perspectiva interpretan muchos historiadores a los pitagóricos y a los eléatas. Representarían estas escuelas precisamente la «liberación» del materialismo, la apertura hacia un modo espiritualista o idealista de filosofar. Así, Pitágoras habría enseñado la realidad de un mundo armonioso, al cual las almas están destinadas, que está más allá del mundo de los cuerpos, cárceles de las almas; y Parménides habría llegado a concebir este mundo corpóreo como una apariencia del ser real y único, que ya no sería material (pese a alguna determinación residual), sino prefiguración del Acto puro aristotélico. Sin embargo, estas interpretaciones pueden parecer muy estrechas cuando se cambian las premisas hermenéuticas. El «mundo armonioso» de los pitagóricos difícilmente puede describirse, sin más, como un mundo inmaterial. Pues aunque no sea un mundo físico o sensible, ¿cómo llamar espiritual o simple al mundo que se despliega en la forma de una extensión inteligible, regida por las leyes de los números racionales? ¿Y el Ser de Parménides? [65] No es, desde luego, material, en sentido primario; y sólo cuando nos volvemos a él con ojos de teólogo aristotélico podremos prefigurarlo como el «Ser inmaterial». Si miramos a la historia con mirada materialista, podremos ver en el ser eleático precisamente el límite interno de la envoltura monista dentro de la cual venía desenvolviéndose el materialismo presocrático. Límite que permitirá declarar aparentes a las mismas diferencias reales, negando con ello la posibilidad misma del racionalismo de las transformaciones. En adelante, el racionalismo filosófico tendrá que desenvolverse como una rectificación del pitagoreísmo (de su principio monista de conmensurabilidad aritmética de todo con todo) y del eleatismo; por tanto, en función siempre de alguna suerte de pluralismo, capaz de rectificar el límite alcanzado. Y si el materialismo sigue significando, ante todo, para nosotros, un pluralismo, tendremos que conceder que son las escuelas pluralistas aquellas en las cuales la Idea de materia podrá encontrar sus desarrollos más ricos y profundos. Esto se confirma, ante todo, con el atomismo de Leucipo y de Demócrito. El Ser se nos muestra ahora como Ser corpóreo, múltiple, resuelto en la infinitud de corpúsculos eternos e indestructibles. La materia es el Ser y el Ser son los átomos conformados (redondos, puntiagudos, ganchudos...) y mutuamente trabados, co- determinados. Pero al lado de la materia está el vacío (tó kenòn), que es el no-ser (Aristóteles, Met., A, 4, 985 b 4), aunque mantiene un cierto género de entidad que le permite ser utilizado como elemento (stoicei<on). En cuanto a Platón, y a pesar de la arraigada tradición que ve en Platón al crítico por excelencia del materialismo, diremos que, aunque hay términos precisos en el corpus platonicum que se traducen por «materia» y que remiten a conceptos que se aproximan a la mi<gma de Anaxágoras (mhtéra kaì u2podoch>n de Tim., 51 a-b) o que prefiguran la prw<th u7lh de Aristóteles (la materia como sustrato eterno capaz de recibir las formas por medio de [66] las cuales lo moldeará el Demiurgo), sin embargo la presencia de la Idea de materia no se circunscribe a tales términos. Es legítimo buscar, más allá del radio de influencia de estos términos, la presencia de la Idea de materia en el sistema platónico. Precisamente el mundo de las ideas, en tanto las unas se determinan a las otras (aunque algunas estén disociadas de las restantes, según se nos precisa en El Sofista, 259 c-e) cumple enteramente la definición de materia determinada, puesto que cumple los atributos de multiplicidad y codeterminación, en un horizonte del tercer género, pero tan rigurosamente como pudiera cumplirlo en un horizonte del primer género. Más exacto sería, pues, ver en Platón al pensador que, antes que Aristóteles, ha desarrollado la materia determinada de sus precursores hasta sus valores límites, a saber, la materia prima y las formas puras y que ha abierto con ello los problemas filosóficos que se derivan de la definición de estos límites. Entre los extremos del monismo y del pluralismo, Platón está, desde luego, más cerca de Demócrito que de Parménides o incluso que de Anaxágoras. Es a partir de Aristóteles cuando fragua el tratamiento de la idea de materia en cuanto tipo de realidad que habrá que entender como coexistente con el ser inmaterial, en términos absolutos. Aristóteles ha incorporado a su sistema la idea de naturaleza material de la tradición jónica (el ser móvil) pero la ha compuesto con la idea del ser inmaterial y trasmundano de la tradición eleática. El cosmos material es el ser en potencia y está constituido por sustancias hilemórficas, compuestas de materia y forma. La materia prima no es una sustancia con existencia propia, es sólo potencia de formas sustanciales y, supuestas éstas, de formas accidentales. La materia, en cualquier caso, es eterna y sus conformaciones están codeterminadas según un orden eterno (la tesis de la eternidad del cosmos -la tesis de la materia informada eternamente según el orden del mundus adspectabilis- [67] es una tesis nueva de Aristóteles, si nos atenemos a los resultados de W. Jaeger). Ahora bien, este cosmos material eterno y finito, en perpetuo movimiento, necesita de un motor o manantial inagotable, que ya no podrá ser finito (corpóreo), puesto que él da lugar al movimiento eterno. Aristóteles ha establecido explícitamente la idea del ser inmaterial, del Acto Puro, que es a la vez el motor del ser material. Este, sin embargo, no brota de aquél en su sustancia. El dualismo ontológico de Aristóteles (ser móvil o material/ser inmóvil, inmaterial) se desplegará en el trialismo de las tres sustancias, puesto que el ser móvil comprende tanto a las sustancias corruptibles como a las incorruptibles. La unidad del ser aristotélico se nos aparece así más bien como resultado de un postulado; encierra en el fondo una pluralidad irreductible y suscita la cuestión de la conexión ontológica entre las tres sustancias. La sustancialidad material del cosmos, y su unicidad, será defendida después de Aristóteles, aunque por modos muy distintos, tanto por los estoicos como por los epicúreos, siempre con una marcada tendencia a refundir el acto puro en la materia eterna, dotándo a esta de movimiento intrínseco y borrando el dualismo del ser aristotélico en términos de un monismo materialista (lo que E. Bloch ha llamado la «izquierda aristotélica»). El camino inverso, el que busca subrayar la transcendencia del acto puro y el debilitamiento de la sustancialidad del cosmos material (aunque no su eternidad, ni su necesidad) será, desde luego, el camino seguido por el neoplatonismo. El dualismo o trialismo de las sustancias coeternas desaparece en beneficio de una visión emanatista, en virtud de la cual, no ya sólo el movimiento de la materia estará subordinado al acto puro, sino su propia sustancialidad corpórea, reducida a la condición de última «pulsación» degradada, debilitada, aunque, eterna y necesaria, del Uno. 4. Durante el período medieval, la idea de materia se [68] desenvuelve en la confluencia de dos corrientes de signo opuesto, pero en constante interacción, que dará lugar a resultantes nuevas. La primera corriente emana de la filosofía griega, y, en particular, del neoplatonismo, aunque mezclándose con los nuevos principios de las religiones creacionistas y dando lugar así a un peculiar reforzamiento de muchos de sus componentes. La segunda corriente mana del núcleo mismo de estas religiones creacionistas (judía, cristiana, islámica) y su choque y confrontación con las ideas griegas (incluso con aquellas que se habían cristianizado o islamizado) dará como resultante determinaciones de la idea de materia que prefiguran los tiempos modernos, según hemos dicho en párrafos anteriores. El neoplatonismo implicaba el entendimiento de la materia como el momento más débil de la realidad, del Ser, como el punto en el cual el Ser se aproxima a la Nada, la luz a la sombra, a lo negativo, a lo malo. La materia es ser, pero degradado, de-generado, casi un subproducto de la emanación del Uno. Esta visión de la materia planeará constantemente sobre la metafísica cristiana, no sólo en el terreno de la moral ascética, sino también en el terreno de la metafísica. Nos referimos a la tendencia a entender la materia en el sentido de materia amorfa (por ejemplo, en la escuela de Chartres), pero, sobre todo, a la concepción de la materia propiciada entre los musulmanes, particularmente cuando el pensamiento musulmán se encuentra comparativamente lejos de la influencia de Aristóteles. Es el caso de Avicena, al menos cuando lo comparamos con Averroes con un sentido de las diferencias más agudo del que E. Bloch usó en su Avicenna und die aristotelische Linke (Berlín 1952). Porque Avicena no es Averroes y no puede olvidarse que Avicena ve a la materia, al modo neoplatónico, como una entidad «de la que todo mal procede» (Al-Isq, El Amor, I, 69); ella es semejante «a una mujer vil y deshonrada de la que nos compadecemos porque su fealdad es bien notoria» [69] (Al-Isq, II, 72-73); y si se eleva es porque recibe las formas ad extrinseco, de un dator formarum de quien desbordan las formas que van a imprimirse en la materia (Al-Nachat, La Salvación, 460-461). Pero las religiones creacionistas, en tanto les sea dado ver a la materia como creación de Dios, instaurarán una perspectiva totalmente diferente respecto de la del helenismo y frontalmente opuesta a la del neoplatonismo. La materia, en cuanto obra de Dios, difícilmente podrá entenderse como algo intrínsecamente malo, feo, como un subproducto; el mismo neoplatonismo tendrá que ser desbordado. El mismo Avicena, sin perjuicio de su principio general ya mencionado, concebirá al cuerpo como resultante de una forma (la forma corporeitatis), lo que equivale, en parte al menos, a levantar a la materia la condena neoplatónica. Averroes, dentro del horizonte islámico, representará la recuperación total del necesarismo de la materia eterna aristotélica y de su condición potencial. Esto significará por tanto (contra la doctrina aviceniana del dator formarum), que la materia contiene intrínsecamente las formas, y esto sin perjuicio de que Averroes defienda, por otro lado, la existencia de formas separadas (Com. menor a la M., ed. Quirós, IV). Quizá sea Avicebrón, en su Fons Vitae ya citado, quien, desde una óptica hebrea, haya llevado a cabo la mayor reivindicación posible de la idea de materia, dentro del creacionisno, con su tesis de la materia universalis. Es, sobre todo, en el contexto de la teología escolástica cristiana, que recibió la influencia de Aristóteles, de Avicebrón, de Averroes, en donde la idea de materia, y, en particular, de materia corpórea, encuentra, como ya hemos dicho anteriormente, la posibilidad de sus desarrollos más originales. La materia es obra de Dios y puede ser obra perfecta de Dios. El cristianismo empujaba a esta conclusión (que extraerá, por ejemplo, el De rerum principio atribuido a [70] Duns Escoto) a partir del dogma de la Encarnación del Verbo, del Dios hecho carne. La propia dogmática cristiana hacía posibles las posiciones heréticas de David de Dinant, identificando a Dios con la materia prima (no precisamente con el cuerpo). Y es que ni Dios ni la materia prima tienen formas en acto, aunque sí en potencia. Pero fueron los dogmas de la resurrección de la carne, y, ante todo, de la resurrección del propio cuerpo de Cristo, así como el dogma de la presencia personal del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, lo que obligará a desarrollar una concepción del cuerpo glorioso que permita, sin perjuicio de su materialidad, la liberación de los límites axiomáticos de la impenetrabilidad (un cuerpo no puede ocupar el lugar de otro), o de la locación circunscriptiva (un cuerpo no puede ocupar varios lugares a la vez). Santo Tomás (por ejemplo, en S. Th., III, q.57, IV) suscita la objeción formal que al dogma de la resurrección opone la filosofía aristotélica («quo corpora non possunt esse in eodem loco: cum igitur non sit transitus de extremo in extremum, nisi per medium, videtur quod Christus non potuisset ascendere super omnes coelos, nisi coelum dividiretur, quod est imposibile») y responde por medio del concepto de cuerpo glorioso; un concepto cuya realización Santo Tomás sólo puede entender por vía milagrosa, pero que, como concepto, abre la posibilidad de la ulterior utilización en una vía naturalista. (El éter electromagnético, de Maxwell, se comportará en cierto modo como un cuerpo glorioso, en tanto él es imponderable e incomprensible y a su través circulan los astros «sin romperlo ni mancharlo» y ocupando simultáneamente su lugar). Interpretación cuya necesidad metodológica estaba, por otra parte, prefigurada por algunas corrientes medievales, particularmente por el autor del Liber creaturarum, Raimundo Sabunde (ed. de Deventer, con el título de Thelogia naturalis, 1484), al establecer la identidad entre la revelación hecha por Dios a través de los libros sagrados y la revelación divina [71] a través del libro de la naturaleza, entendida como un libro «sin tachaduras». 5. Hace ya muchos años que, gracias a una pléyade de historiadores de la filosofía y de la ciencia (desde Dilthey a Cassirer, desde Koyré a Crombie) ha ido pasando a un segundo plano la tesis, aún viva (de Draper a Farrington), que ve en la época medieval un mero paréntesis entre la Edad Antigua y su re-nacimiento y desarrollo en la Edad Moderna. La Edad Moderna, y esto se aplica sobre todo a la idea de materia que en ella se desenvuelve, no podría contemplarse solamente desde la Edad Antigua (neoaristotelismo, neoepicureismo, &c.); es preciso analizarla también desde la Edad Media. No solamente son las ideas helénicas, sino también las ideas medievales aquellas que van a moldear los contenidos mismos de los diferentes desarrollos modernos de la idea de materia. Estas diferencias pueden ser establecidas según muy diferentes criterios. Ateniéndonos, dentro de un obligado esquematismo, precisamente a criterios históricos, podríamos distinguir tres tipos principales según los cuales se habrían reorganizado las ideas modernas en torno a la materia, con muchas familias y variedades en cada uno de tales tipos: Una primera reorganización que procede respetando, en lo posible, las tradiciones escolásticas tradicionales (relativas a la separación del mundo natural y el mundo espiritual, particularmente el mundo divino); un segundo tipo de reorganización según el cual la separación de las sustancias materiales y espirituales se atenúa, aun cuando en una dirección marcadamente reduccionista, en beneficio de la materia corpórea (o, por lo menos, en una dirección que respetará incondicionalmente su autonomía); y, en tercer lugar, un tipo de reorganizaciones, también orientado a atenuar la separación, pero de sentido opuesto al tipo segundo, puesto que ahora es la materia corpórea, o sus componentes, aquello que será presentado como expresión o emanación [72] de un ser inmaterial, es decir, incorpóreo. Esto, aunque recuerda el neoplatonismo, no se confunde con él, precisamente por efecto de la «revaluación ontológica» medieval de la materia. La tenaz voluntad, presente a lo largo de los siglos modernos, de mantener la separación y oposición entre el «Reino de la Materia» y el «Reino del Espíritu» -y, en particular, del Espíritu divino- no significa que se hayan extinguido los automatismos que llevaron a la reorganización de las ideas heredadas en torno a la materia. La materia será irreductible al Espíritu, y, sobre todo, a Dios. Pero, en cuanto obra suya, habrá de reproducir analógicamente la esencia divina. La naturaleza material será, pues, de algún modo, infinita; tendrá, por ello mismo, una estructura matemática, puesto que Dios ya no es el Dios insondable de Aristóteles, vuelto enteramente hacia sí mismo, sino que es el Dios creador del mundo, que lo ha debido planear tal como él es, a saber, por ejemplo, sometido a la legalidad matemática. Por ello Dios podrá ejercer el papel de cánon o modelo desde el cual habrá que analizar el mundo. Ya no será Dios aquel ser que sólo desde el mundo material podía ser contemplado; es el mundo material aquello que debe ser contemplado desde Dios. Se trata de una «inversión teológica» que hoy nos sorprende: «la segunda ley de la naturaleza (material) es que todo es recto de suyo y, por eso, las cosas que se mueven circularmente tienden siempre a separarse del círculo que describe... la causa de esta regla es la misma que la de la precedente, a saber, la inmutabilidad y la simplicidad de la operación con que Dios conserva el movimiento de la materia», nos dice Descartes (Principia, XXXIX). «Dios, por la primera de las leyes naturales, -el principio de la inercia- quiere positivamente y determina el choque de los cuerpos...», dirá Malebranche (Ouvres completes, ed. A. Robinet, t. III, pág. 217). Pero si la materia es reflejo de Dios, se comprende que la materia pueda ser considerada sistemáticamente como regla [73] para entender a Dios mismo y al Espíritu -y, en esta línea, podrá llegarse, en el límite, a extender la inteligibilidad material al mismo Dios o, por lo menos, a hacerla coexistir con él. No ya necesariamente al modo del panteísmo materialista de Giordano Bruno (la tesis de la ecuación entre Dios y la materia prima que antes hemos citado) sino también al modo del corporeísmo operacionalista de Hobbes o de Gassendi, o, incluso, al modo de B. Espinosa, para quien la materia, como res extensa, comienza a ser un atributo, junto con la res cogitans, de la sustancia (Etica, parte 2ª, proposiciones I y II). Y, en tercer lugar, queda abierta la vía de reduccionismo inverso, total o parcial: la vía que tiende a considerar a la materia, a la res extensa, como un ser real, que no se reduce, es cierto, a una negación, pero que tampoco tiene una sustantividad propia. Más exacto sería decir que la materia es ahora un accidente (o un fenómeno) de una sustancia inmaterial o espiritual (divina o humana), una determinación del Espíritu o de la Conciencia -y no recíprocamente. En esta perspectiva se sitúa la filosofía clásica inglesa. Es la perspectiva del empirismo de Locke y de Hume (la materia, como construcción o hipótesis del espíritu subjetivo); es también la perspectiva del idealismo material de Berkeley (la materia como contenido de nuestra percepción y lenguaje divino). Incluso, a su modo, es la perspectiva «neoplatónica» del propio Newton, cuando concibe al espacio infinito como «sensorio de Dios» (Optics, III-I, q. 28). Pero es también, aunque con otras coordenadas, la perspectiva «alemana», la de Leibniz y la del idealismo transcendental kantiano. Mientras que la materia cartesiana, extensión tridimensional pura, debía recibir de Dios una cantidad de movimiento constante, según el requerimiento aristotélico, la materia de Leibniz recibirá su corporeidad extensa del mismo movimiento: el espacio, como el tiempo, serán ahora solamente fenómenos, aunque fenómenos [74] bene fundata (Carta de Des Bosses, apud Gerhardt, II, pág. 324). Y Kant considerará al espacio y al tiempo como formas a priori de la conciencia, aquellas formas que hacen posible que las categorías de la cantidad, y las de la relación (entre ellas, la de causalidad y acción recíproca) moldeen la misma materia física (Kr.r.V., Estética, §8). [75] |
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