Filosofía administrada

Ignacio Escribano Alberca
La unidad en la Universidad y los estudios de Teología
Alcalá, 25 abril 1952

 

Este artículo queda referido a otro, publicado en estas misma páginas, del profesor Muñoz Alonso. En la búsqueda de un saber clave, que prestara «unidad cultural» a los distintos empeños de las facultades universitarias, Muñoz Alonso se decide por la Filosofía. «Pero no la Facultad de Filosofía, sino la virtualidad filosófica, la categoría humana de sus principios.» A la Teología propiamente no se la descarta; por el contrario, queda allí, en el principio, bien sentado: «Es curioso que la Teología, que puede representar la unidad suprema -«el eje de oro de nuestra cultura»- sea la materia más ignorada por nuestros universitarios, profesores y alumnos.»

Sin el mínimo propósito polémico, y a sabiendas que aquí se va a quebrar una lanza contra un kairos histórico indeclinable -el hecho absurdo y fatal de la separación de la Teología del cuadro de las facultades de la Universidad española-, quieren tomar voz alta estas consideraciones, de alguien no contento con una última resignación.

El problema queda aquí circunscrito a la allí precisada «unidad cultural». No se trata, pues, de reverdecer ahora la antigua polémica sobre la prioridad de rango de la Teología, ni de la calidad científica de la misma. Mas como todos estos problemas se interfieren y correlatizan ente sí, se intentará aquí recordar primero la limpieza con que los teólogos de todos los tiempos han sabido recabar para la Teología el rango de parigual -al menos- entre las ciencias universitarias. Recuento que se hace de todo punto necesario si se tiene presente que a las aulas de la Universidad española la Teología se asoma ya de suyo muy aliviada de su estructura científica; no es ya propiamente Teología, sino clase de Religión, privada por lo demás de todo rigor académico en lo que hace al cómputo de las notas y los exámenes, ciencia práctica marginal, que en algunos casos está expuesta a no alcanzar más categoría que las ejemplares clases de adorno -piano, bordado- de un internado de señoritas.

A Santo Tomás cupo la tarea desmedida, sin parecido en el campo de la metodología científica -compáresela, por ejemplo, con el intento de Dilthey con la Historia- de hacer de la Teología ciencia. Apoyada en Aristóteles, la Teología quedó ya consagrada para siempre como ciencia auténtica, ciencia de conclusiones. Sus principios, los axiomas de las demás ciencias, son los artículos de la fe, que en cuanto tales no son objeto directo de la Teología, por lo que ésta puede valer como ciencia humana. Obra nueva y para muchos años. Desde entonces hay ya un tema más para lucir el ingenio: si la Filosofía es ancilla. Newman argumentó en su tiempo: Si se excluye la Teología de las universidades, o es que se ha privado al conocimiento de Dios de su carácter científico -y para Newman la religión es tan cierta como la física de Newton- o se destruye la Universidad en cuanto tal, lugar del saber universal, studium generale. La escuela católica de Tübingen supo también a qué atenerse cuando le llegó su turno.

En nuestro tiempo, tan inestable en lo que hace a los métodos de las ciencias, no es menos sólida la posición científica de la Teología. Desde aquella primera disputa de los de Estrasburgo, en que a un profesor católico se le quería negar la cátedra, por el entonces tan galleado lastre de presuposiciones en el catolicismo, se ha ido viendo cada vez más claro que cada ciencia cuenta con sus presuposiciones. Entonces se levantó a defender al católico el protestante Troeltsch, contra el mismo Mommsen. Hoy aquella anécdota cuenta con toda una literatura, desde N. Hartmann hasta el libro definitivo de Spranger: la posición católica ha visto así refrendadas sus posturas desde tan diversas orientaciones de pensamiento. Y por lo que hace a la legalidad científica de su metodología, en el desarrollo de sus principios, la Teología se ha declarado en trance por poder hacer uso de todos los métodos de las otras ciencias (Przywara). Licencia que las demás ciencias no se pueden tomar, con lo que queda resaltada la posición de privilegios de la Teología (Söhngen).

Los tres grandes objetos del saber humano son el mundo, el hombre, la Divinidad. Un libro muy acreditado entre nosotros se intitula, compendiando el vario e integrador empeño de su autor, Naturaleza, Historia, Dios. La Universidad española lleva ya siglos con este tercer miembro amputado. Y quiera Dios que le sigan sangrando siempre los muñones.

Y vamos a decir ya por qué la Teología ofrece una más bella posibilidad -si ideal, en nuestro caso- para actuar de fundente en el panorama de las ciencias universitarias, y lograr así la unidad que se postula. Ello estriba, simplemente, en el hecho innegable de ser la Teología la única disciplina que puede ser tratada como ciencia y como sapientia. Y sabiduría es lo que al fin buscamos, redención de las asignaturas en un cosmos cordial de discreciones y clarividencias, ya desde aquella hora en que Heráclito, el Oscuro, le arrojó los trastos a los retóricos del tiempo y sentenció que «el mucho aprender no forma la mente».

Todo trabajador intelectual, cuando su esfuerzo de solitario es total y humano, arrastra a lo largo de toda su obra una indomable exigencia de sabiduría, de conocimiento sapiencial: quiere elevar su saber científico a sapiencia. En rigor, nadie ha negado que esto pueda lograrse dentro de cualquiera de las particulares disciplinas. Y, sin embargo, tras todas esas tentativas, fuera del campo teológico, o se ha llegado a una quiebra, en que la ciencia ya no es tal ciencia, o se ha caído de bruces a los pies de la Teología.

Ejemplos que nos abonan el primer caso los tenemos en la astronomía, que se convierte de súbito, rotos los cauces de su discreción, en astrología; la química, que pasa a alquimia, la psicología, a teosofía.

La síntesis filosófica tiene un más amplio margen. Pero con relación al saber teológico, para el que están de par en par abiertas las puertas a lo divino, tiene que reconocer su limitación. Limitación que en los casos más preclaros -Agustín, Pascal, Peter Wust- ha conducido a una entrega sin reservas a lo divino, tras un desfallecer en las primeras posturas. «Y si me preguntaran ustedes todavía, ante de que ahora parta, y parta definitivamente -escribía Peter Wust desde su lecho de muerte a sus universitarios- si no conozco una llave mágica que pueda abrir la última puerta hacia la sabiduría de la vida, yo les respondería: naturalmente que sí. Y esta llave mágica no es la reflexión, como ustedes esperarían de un filósofo, sino la oración. La oración, como última entrega concebida, nos encalma, nos aniña, nos hace objetivos.»

Y es que la Teología vive enraizada en el misterio. Y el misterio no es, negativamente, confesión de las limitaciones de la mente humana, sino sobrerriqueza de contenidos, ordenados desde la hora de su revelación a dar noticia sobre las ultimidades del ser. Y el hombre que se inscribe en el misterio no es ya el puro hombre, el homo-mensura. Sino que es Dios el que le descorre al pensamiento sus caminos, y el hombre se conoce como en la eternidad Dios lo ha conocido.

Ignacio Escribano Alberca
Munich, abril

{Tomado de Alcalá. Revista Universitaria Española, Madrid, 25 de abril de 1952, número siete.}


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