Filosofía administrada

Pedro Laín Entralgo
La Universidad como empresa
Alcalá, 25 abril 1952

 

I

Comencemos, como es debido, por un sumario examen de nuestra conciencia universitaria. He aquí el resultado ineludible: la actual Universidad española no nos gusta. Quien diga otra cosa no es sincero; o, lo que casi es peor, no sabe lo que debe ser una Universidad. No nos gusta, en primer término, a los universitarios; no gusta, por otra parte, a los pocos españoles para quienes la Universidad es objeto de algún cuidado espiritual. Pero, ¿es posible en España una universidad verdaderamente satisfactoria? No plantearse de frente este radical problema equivale –apuremos el símil botánico– a residir perpetuamente en las ramas. Veamos, pues, los supuestos principales de una institución universitaria digna de su nombre.

II

Es el primero el amor intelectual a las realidades creadas: la Naturaleza, el hombre, las acciones y las obras humanas. Una sociedad donde no exista verdadero interés por saber lo que son y han sido las cosas –una roca, un contrato, el movimiento de un infusorio– construirá, a lo sumo, simulacros de Universidad, no Universidades propiamente dichas. Ciencia y docencia son los dos objetos fundamentales de las institución universitaria, y los dos parecen imposibles sin la existencia de ese amor intelectual a la realidad. «Los cielos –cantaba el Salmista– publican la gloria de Dios, y el firmamento anuncia las obras de sus manos.» Quien, ante el Universo, se limite a esa actitud de cántico –esto es, quien no se afane por saber y por enseñar cómo es ese firmamento que publica la gloria de Dios–, jamás podrá ser, en el rigor de los términos, universitario.

III

Segundo supuesto: la capacidad de entrega al cumplimiento de una obra intelectual. No basta amar intelectualmente la realidad; es preciso que ese amor sea eficaz, que nos conduzca a empeñarnos con humildad en saber todo lo que los demás hombres han hecho cuando por él fueron movidos, en hacer algo por cuenta propia, aunque sea poco, en servicio suyo, y en comunicar puntualmente a los menesterosos de conocimiento el resultado de ese doble empeño. Aquel modesto doctor Tulp que Rembrandt inmortalizó –un hombre volcado hacia la realidad, investigador de ella y celoso por mostrar, sin divismo alguno, el fruto de su pesquisa– constituye un buen ejemplo de la actitud universitaria frente al saber.

IV

La prontitud a la cooperación es el tercero de los supuestos de la Universidad. La institución universitaria nació tanto del afán de saber y aprender como de un espíritu de comunidad social; no olvidemos que el término Universitas fue originariamente empleado para designar, más que el establecimiento docente en sí mismo o Studium generale, la corporación de los escolares o de los escolares y los maestros. El hombre radicalmente insolidario –por jabalí o por tenor, según una tipología de Ortega famosa en España hace veinte años [1. El jabalí puede ser solidario y cooperante cuando actúa como punta de vanguardia en un ataque contra lo caduco. Ese es, creo, el jabalinismo que en estas mismas páginas proponía el animoso Sánchez Ferlosio.]– puede ser genial, más no tiene en la Universidad su lugar propio. ¿Es imaginable siquiera un tenor docente o discente?

V

Examinemos la actual disposición de los españoles en orden a los tres mencionados supuestos de la vida universitaria. ¿Existe entre nosotros, a modo de hábito social, el amor intelectual a la realidad creada? Es evidente que no; o cuando menos, no en proporción y en forma universitariamente satisfactorias. Los españoles mejores han solido ver el Universo como simple escenario de una creída salvación ultraterrena o de una soñada salvación histórica; y la masa de los españoles medianos y peores tiende a considerar la realidad como mero estímulo de una fruición ocasional e inmediata. De ahí el escaso interés de la sociedad española por la ciencia y por la institución en que se la cultiva y enseña. Véanse, citados al azar, algunos hechos que prueban mi aserto: 1.° La enorme dificultad y aún la imposibilidad de consagrarse en España –hablo, ya se entiende, de una consagración exclusiva– a la docencia y a la investigación científica. La retribución del oficio profesoral es mezquina en el caso del profesor titular, e irrisoria en el caso del profesor adjunto. 2.° La mayor atención hacia el Colegio Mayor (sede de la formación ética) que hacia la Cátedra, la Biblioteca y el Seminario (lugares de la formación intelectual) entre quienes ahora sienten algún interés por la Universidad. 3.° El escaso cuidado por la vocaciones intelectuales y por el quehacer científico en nuestras organizaciones industriales y políticas. 4.° El evidente recelo de no pocos españoles tradicionales –recelo sincero o táctico, según tenga su origen en un mal entendido sistema de creencias o en un inequívoco afán de monopolio– ante quienes dicen querer vivir como «puros hombres de ciencia». 5.° La prodigalidad con que todos ofrecen cientos de millones para las nonnatas «Universidades laborales», y la estrechez con que deben administrar su pobre peculio las Universidades stricto sensu, más científicas y menos futuras que aquéllas. 6.° La ausencia de suplementos consagrados a la ciencia en nuestras publicaciones periódicas, tan atentas por lo general al deporte, al teatro, a la moda femenina, y aun a la caza y la pesca. 7.° La facilidad con que se importan carísimos futbolistas de ultrapuertos y la indiferencia con que se ha perdido, desde 1940, la oportunidad de traer a España unos cuantos hombres de ciencia de verdadera calidad. Algo se ha hecho en tal sentido, es cierto, mas no todo lo que ha podido y debido hacerse. 8.° El gran número de automóviles de lujo que pagan su arancel en nuestras aduanas y el exiguo número de libros científicos que llegan a nuestras bibliotecas públicas y privadas. Basta, creo, lo expuesto para decir aquí, con muy íntima pena: quod erat demonstrandum.

VI

Si frente al primero de los tres mencionados supuestos suele pecar la sociedad española, tan tibia en amor rerum intellectualis, el pecado contra los dos restantes pesa, en muy buena parte, sobre los hombres más directamente vinculados a la Universidad; esto es, sobre los profesores. Admitamos, y ya es admitir, que dentro de todos ellos vive y florece esa pasión intelectual por la realidad presente o pretérita en que el oficio universitario tiene su primer fundamento. ¿Cuántos son, sin embargo, los que –egregia o humildemente, según la medida de sus propias fuerzas– procuran hacerlo eficaz? Con otras palabras: ¿cuántos son los profesores universitarios que rinden en obra docente y en obra investigadora todo lo que su talento les permitiría rendir? Debo confesar que la respuesta a esas interrogaciones me parece harto insatisfactoria. Es verdad que el trabajo intelectual no suele ser entre nosotros cordial y económicamente bien estimado [1. Hay meritísimas excepciones; con muy vivo gozo lo consigno. Mas no pasan de ser las excepciones que acreditan la regla.]; es también cierto que el profesor debe dispersar lastimosamente sus actividades personales si quiere subsistir con decoro. Pero ello no alcanza a justificar del todo nuestra indudable deficiencia. Varias veces he citado una ejemplar serie de nombres, integrada por los de Cajal, Menéndez Pelayo, Hinojosa, Ribera, Ferrán, Olóriz, Turró, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Achúcarro, Asín Palacios, Río-Hortega, Telló, Pi y Suñer, Cabrera y algunos más. Trátase de varones nacidos entre 1850 y 1880. Pues bien: me pregunto si entre los españoles nacidos en los treinta años subsiguientes –1880-1910– pueden ser citados otros quince, tan severa y cotidianamente consagrados a la edificación de una obra científica personal. Cuidado: no hablo de talento, ni de rigor intelectual, ni de saber, ni de brillantez, y menos de ejemplaridad política, sino de entrega humilde y resuelta a la tarea de hacer la ciencia que uno pueda y de enseñarla día a día. ¿No habremos de concluir entonces que la sed de lucro, relieve social y confortación, tan viva y espoleante entre todos los españoles desde hace varios lustros, ha prendido también en las almas de nuestros mejores hombres de ciencia, con detrimento de su entrega al oficio científico y universitario y, en definitiva, de su obra más propia? ¿No estamos asistiendo, por otra parte, al deliberado empeño de algunos por identificar el «poder universitario» –o la pretensión de ese poder– con el «espíritu universitario»? ¿No son tantas veces confundidos el «hablar de la Universidad» y el «hacer por la Universidad»? Que cada lector procure buscar por sí mismo las tres respuestas.

VII

La vocación intelectual y la vocación artística imponen a quienes de veras las poseen cierta insolidaridad social; el tópico que hace al sabio «distraído» y al artista «bohemio» tiene en ello su último fundamento. No menor vigencia tópica goza la atribución de un engallado individualismo a los hijos de Celtiberia. Con lo cual, poniendo tópico sobre tópico, vendrá a concluirse que la insolidaridad de los universitarios españoles debe ostentar doble, y acaso cuádruple dimensión. Pero los tópicos tienen siempre tanta razón en su apariencia como sinrazón en su entraña; por eso pudieron hacerse verdades vulgares. Ni el sabio es siempre distraído, ni el español insolidario. ¿Pueden ser llamados insolidarios los hombres que han creado la fides celtiberica, la Orden de Predicadores, el Ejército regular y la Compañía de Jesús? El secreto consiste, a mi juicio, en que la solidaridad del español suele despertarse en las situaciones «frente a» y propende mucho más a tomar forma de «grupo homogéneo» que figura de «institución nacional». No es difícil imaginar el resultado en cuanto atañe a la institución universitaria, plural y no homogénea por su misma esencia: o el profesor se convierte en un outsider, o siente con mucha mayor fuerza el imperativo de un grupo determinado, el suyo, que la administrativa y tenue llamada de la Facultad y la Universidad, las dos unidades institucionales a que como profesor pertenece. Busque el lector ejemplos idóneos en su propio contorno.

VIII

Volvamos ahora a nuestra interrogación inicial. Si en la sociedad española es tan escaso el amor intelectual a la realidad; si entre nosotros, los universitarios, flaquea en virtud de tales o cuales razones, la entrega al quehacer docente y científico; si tantas veces prevalece en las Universidades españolas el interés por el grupo sobre el interés por la Facultad, ¿será posible en España una Universidad medianamente satisfactoria? ¿Será posible, por añadidura, una Universidad cuyos hombres sepan ejercitar, frente al firmamento que publica la gloria de Dios, el deber universitario de la pesquisa y el deber humano del cántico? Permítaseme conservar en la respuesta el sesgo condicional de la pregunta. Si los mejores entre los mozos de veinticinco mayos, mes de exámenes, se resuelven a alistarse para esta Guerra de los Treinta Años y a combatir cotidianamente en ella, es decir, si se deciden a sucedernos siendo mejores y más fuertes que nosotros, los hombres que ya miramos el brío intacto de esa edad con plomo de lustros en el ala, me atreveré a creer y a decir que sí, que en España es posible y esperable una Universidad digna de ese levantado nombre.

Pedro Laín Entralgo

{Tomado de Alcalá. Revista Universitaria Española, Madrid, 25 de abril de 1952, número siete.}


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