Temas españoles, nº 215
Publicaciones españolas
Madrid 1956 · 30 + IV páginas
I. Revistas de preguerra · «Revista de Occidente» · «Acción Española» · «Cruz y Raya»
II. Las revistas de los años de guerra · «La Hora de España» · «Jerarquía» · «Fe»
III. Las principales revistas de postguerra · «Escorial» · «Arbor» · Revistas especialmente orientadas a la cultura hispánica · «Cuadernos Hispanoamericanos» · «Estudios Americanos»
IV. Otras revistas culturales y las de más reciente aparición · Revistas de instituciones religiosas · «Revista de Estudios Políticos» · «Finisterre» · «Clavileño» · «Nuestro Tiempo» · «Punta Europa» · V. Horizontes abiertos
Revistas culturales de postguerra
En el lenguaje corriente entendemos por «revista cultural» una publicación periódica, bastante «de minorías», en la que se reflejan las ideas y los hechos contemporáneos referentes a la orientación del pensamiento, del arte, de las letras, y los avances y los principios generales del saber científico.
Entendidas de esa manera, las publicaciones españolas que han cultivado este campo de la actividad del espíritu, después de la Victoria de 1939, constituyen un panorama realmente interesante.
En primer lugar, porque con las oscilaciones e inseguridades propias de los tiempos de reajuste social, reflejan en conjunto una decidida y sana orientación de los esfuerzos culturales, que resultan estar hechos con amplia voluntad de acierto y ambición de sincero rigor.
En segundo lugar, porque siendo como es nota distintiva de las revistas culturales una clara tendencia a la elaboración y difusión de las doctrinas sociales y políticas, el esquema de aquéllas en un país y tiempo determinados, esboza y prefigura el de las fuerzas intelectuales de su historia pública.
En España, el juego de las corrientes del pensamiento en estos quince años de postguerra española, resultaría ininteligible sin el precedente de tres revistas culturales de la preguerra, las cuales, por añadidura, ofrecen el interés de corresponder cada una de ellas a uno de los tipos fundamentales que cabe distinguir en el género «revista cultural». Las tres aludidas son, naturalmente: Revista de Occidente, de matiz más filosófico y culturalista; Acción Española, de pensamiento político, y Cruz y Raya, de carácter más literario y artístico.
En estas páginas se intenta una caracterización –ligera– de los movimientos intelectuales de que cada publicación ha sido fruto, por una parte, y por otra, instrumento de difusión. Es verdad que muchas veces, a lo largo de la vida de una revista, cambian o varían sus principios doctrinales o los afanes próximos del grupo que la dirige y da vida. Pero esto en modo alguno entraña –salvo excepciones– un cambio radical, sino que es más bien aplicación del propósito originario, con las servidumbres que imponen la realidad del ambiente y las posibilidades prácticas de la labor. Así no resultará históricamente incorrecto dedicar atención primordial a las declaraciones iniciales de orientación, afanes y razón de ser.
Otra advertencia importante es de este lugar. En España, además de las que aquí van a citarse, se han publicado en estos años otros dos tipos de publicaciones que quedan fuera de la actual exposición. [4]
Unas, son las dirigidas a públicos bastante amplios, y que, aunque dedicadas a temas literarios, artísticos o culturales, tienen un carácter puramente informativo, y no dan cabida de modo habitual a la creación intelectual original. Incluso en el formato se distinguen de las revistas culturales en sentido estricto. Estas otras –que es lo que ordinariamente entendemos por «revistas literarias»– se parecen más al periódico por el tamaño y número de las páginas, por la composición tipográfica, por la proporción de ilustraciones y por la orientación de los textos.
El otro tipo de publicaciones que aquí no se recogen son las editadas por algunas órdenes y congregaciones religiosas. Como exponentes que son de un espíritu genuino, y cuya permanencia no depende de los vaivenes del ambiente general, resultan menos representativas desde este punto de vista, que es el que inspira la enumeración siguiente. [5]
I. Revistas de Preguerra
«Revista de Occidente»
Empezó a publicarse en 1923, y en el mes de julio de 1936 editó su último número, el 157. Es –hasta ahora– la de más prolongada vida, y fue la primera importante que apareció. Ocupa, por tanto, para nosotros un lugar destacado en el tema que este trabajo aborda.
Era una publicación pequeñita, de poco más de cien páginas, y un tanto de bolsillo. Seguramente, impresa con gusto tipográfico, con lo cual seguía, en cierto modo, la línea de Sí, la revista de Juan Ramón Jiménez, y el color con que la recordamos muchos es el verde; no sólo porque era el que aparecía normalmente en las portadas, sino porque ese color resulta congruente con el aire general, ligero y brillante de la revista. Como ya hace bastante tiempo que salía, y los jóvenes tenemos de ella un recuerdo lejano y de conjunto, fomentado además por las alusiones de los simpatizantes, me parece que la impresión que sobre esta revista circula está idealizada en demasía. Si ahora cogemos al azar unos cuantos números de ella, en concreto, encontramos un excesivo porcentaje de traducciones y colaboraciones extranjeras, prólogos o capítulos de libros demasiado ocasionales, junto con ensayos interesantes y algunos trozos estrictamente literarios, pero faltan la solidez y la coherencia intelectual enérgica que luego han tenido en España otras revistas de parecido propósito y carácter. No cultivó nunca de modo permanente o sistemático la crítica de libros.
Fue muy eficaz y proporcionó estímulo y materiales a muchos ensayistas. Ignoro la cuantía media de sus tiradas. La revista está unida inseparablemente a una figura destacada y discutible en extremo en nuestra vida intelectual: don José Ortega y Gasset, y a la labor más amplia que él dirigió en la editorial del mismo título. Otras firmas características son el primer García Morente, Fernando Vela, Gaos, Benjamín Jarnés...
Dio cabida desde el principio a la creación literaria, y en sus páginas son frecuentes las firmas de Juan Ramón Jiménez, Pío Baroja, Antonio Machado y poetas de la generación siguiente.
En conjunto, fue la publicación típica de la mentalidad que cristalizó en la «Agrupación de intelectuales al servicio de la República». Su declaración de «Propósitos», fechada en 1923, decía así:
«Los propósitos de la Revista de Occidente son bastante sencillos. Existe en España e Hispanoamérica un número crecido de personas que se complacen en una gozosa y serena contemplación de las ideas y del arte. Asimismo les interesa recibir de cuando en cuando noticias claras y meditadas de lo que se siente, se hace y se padece en el mundo: ni el relato inerte de los hechos, ni la interpretación superficial y apasionada que el periódico les ofrece, concuerdan con su deseo. Esta curiosidad, que va lo mismo al pensamiento o la poesía que al acontecimiento público y al secreto rumbo de las naciones, es, bajo su aspecto de dispersión e indisciplina, la más natural, la más orgánica. Es la curiosidad ni exclusivamente estética ni especialmente científica o política. Es la [6] vital curiosidad que el individuo de nervios alerta siente por el vasto germinar de la vida en torno y es el deseo de vivir cara a cara con la honda realidad contemporánea.
En la sazón presente adquiere mayor urgencia este afán de conocer «por dónde va el mundo», pues surgen dondequiera los síntomas de una profunda transformación en las ideas, en los sentimientos, en las maneras, en las instituciones. Muchas gentes comienzan a sentir la penosa impresión de ver su existencia invadida por el caos. Y, sin embargo, un poco de claridad, otro poco de orden y suficiente jerarquía en la información les revelaría pronto el plano de la nueva arquitectura en que la vida occidental se está reconstruyendo.
La Revista de Occidente quisiera ponerse al servicio de ese estado de espíritu característico de nuestra época. Por esta razón, ni es un repertorio meramente literario ni ceñudamente científico. De espaldas a toda política, ya que la política no aspira nunca a entender las cosas, procurará esta revista ir presentando a sus lectores el panorama de la vida europea y americana. Nuestra información tendrá, pues, un carácter intensivo y jerarquizado. No basta que un hecho acontezca o un libro se publique para que deba hablarse de ellos. La información extensiva sólo sirve para confundir más el espíritu, favoreciendo lo significante, en detrimento de lo selecto y eficaz. Nuestra revista reservará su atención para los temas que verdaderamente importan y procurará tratarlos con amplitud y rigor necesarios para su fecunda asimilación.
La occidentalidad del título alude a uno de los rasgos más genuinos del momento actual. La postguerra, bajo adversas apariencias, ha aproximado a los pueblos. Los vocablos de hostilidad no impiden que hoy cuenten más los unos con los otros, y aunque de mal humor, se penetren y convivan. Antes de la guerra existía, en cambio, un internacionalismo verbal y de gesto, un cosmopolitismo abstracto, engañoso, que nacía previa anulación de las peculiaridades nacionales. Era el cosmopolitismo obrerista, bancario, de hotel Ritz y sleeping-car; tras él pervivían los pueblos en rigurosa incomunicación. El cosmopolitismo de hoy es mejor, y en vez de suponer un abandono de los genios y destinos étnicos, significa su reconocimiento y confrontación.
Ello es que, sin deliberado acuerdo, casi todas las revistas de Europa y América se van llenando de firmas extranjeras. Así, nosotros atenderemos a las cosas de España, pero, a la vez, traeremos a estas páginas la colaboración de todos los hombres de Occidente, cuya palabra ejemplar signifique una pulsación interesante del alma contemporánea.
Esperamos, poco a poco, corrigiendo en cada número los defectos del anterior, conseguir que algún día sea esta revista el recinto tranquilo y correcto donde vengan a asomarse todos los espíritus resueltos a ver claro.
"¡Claridad, claridad!", demandan, ante todo, los tiempos que vienen. El viejo cariz de la existencia va siendo arrumbado vertiginosamente, y adopta el presente nueva faz y entrañas nuevas. Hay en el aire occidental disueltas emociones de viaje: la alegría de partir, el temblor de la peripecia, la ilusión de llegar y el miedo a perderse.»
«Acción Española»
Con ambición similar, pero claro es que de sentido contrario, estuvo Acción Española, verdadero exponente del pensamiento tradicional y de la doctrina monárquica en los años de máxima dificultad. El acendramiento impuesto por la lucha contra la República y la necesidad de aunar los esfuerzos coincidentes, alejaron a la revista de todo matiz partidista o sectario, e hizo que en sus páginas apareciesen pensadores católicos de todas las significaciones políticas.
Fundada en 1931 por el conde de Santibáñez del Río e impulsada siempre por Eugenio Vegas Latapié, fue don Ramiro de Maeztu quien la dirigió desde el número 28, mayo de 1933, hasta el final, y el nombre suyo el que la simboliza en la historia de nuestra cultura. Allí –número 40–, y bajo el título «Una bandera que se alza», publicó José Antonio Primo de Rivera [7] el discurso fundacional de la Falange. Allí, Víctor Pradera dio a conocer sus teorías tradicionales sobre «El Estado nuevo». Y allí, Calvo Sotelo, Pemán, Jorge Vigón, Sánchez Mazas, Rodezno, Arrarás, Sainz Rodríguez, José Pemartín, Leopoldo Palacios, Corts Grau, Vázquez Dodero, mantuvieron la ancha bandera nacional de su acción española. Por eso pudo escribir Eugenio Montes, otra de las figuras representativas, que «desde esta Covadonga de Acción Española estamos reconquistando España», y también que fue aquella «faena grandiosa, escurialense, de rehacer España de sus ruinas».
Publicación en la que predominaban los temas de derecho público y de historia política, incluyó con frecuencia crónicas culturales y reseñas bibliográficas, actualizó y reivindicó la grandeza del pensamiento de Menéndez Pelayo, y representó un movimiento intelectual paralelo en los propósitos al de Acción Francesa, sin que tuviera respecto de él mimetismo sustancial ninguno. Suspendida después del 10 de agosto por el Gobierno de la República, al llegar el 18 de julio de 1936 había publicado 88 números.
Por eso tiene el número 89 la Antología de Acción Española, que se publicó en Salamanca en 1937, llevando en cabeza las siguientes palabras del Generalísimo Franco: «Acción Española, fiel a su título, representó en el transcurso de los últimos años el refugio donde encontraron asilo los esforzados paladines de la inteligencia puesta al servicio de la Patria. En la martirología nacional, la sangre de aquellos pensadores y sus gestas heroicas hicieron más vigoroso el marcial grito de ¡Santiago y cierra España!» Aún conservo con alegría el ejemplar de aquel número último que, fresca la tinta, me mandó al frente un amigo. De aquellos días conservo también algunos de los libros publicados por Acción Española: la Historia de España, de Menéndez Pelayo, seleccionada por Vigón, y el Discurso a los universitarios españoles, de López Ibor.
Su artículo inicial, que vale como explicación del plan cultural de la revista, era original de Ramiro de Maeztu, quien obtuvo con él el Premio Mariano de Cavia, que desde su fundación por don Torcuato Luca de Tena, el creador de la empresa de Prensa Española, ha sido el máximo galardón de la vida del periodismo español. He aquí el artículo:
«España es una encina medio sofocada por la hiedra. La hiedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora y no en el árbol. Pero la hiedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de creer en sí, en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su propio ser. Ni su Salmerón, ni su Pi y Margall, ni su Giner, ni su Pablo Iglesias, han aportado a la filosofía del mundo un solo pensamiento nuevo que el mundo estime válido. La tradición española puede mostrar modestamente, pero como valores positivos y universales, un Balmes, un Donoso, un Menéndez y Pelayo, un González Arintero. No hay un liberal español que haya enriquecido la literatura del liberalismo con una idea cuyo valor reconozcan los liberales extranjeros, ni un socialista la del socialismo, ni un anarquista la del anarquismo, ni un revolucionario la de la revolución.
Ello es porque en otros países han surgido el liberalismo y la revolución por medio de sus faltas o para castigo de sus pecados. En España eran innecesarios. Lo que nos hacía falta era desarrollar, adaptar y aplicar los principios morales de nuestros teólogos juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de la revolución en España allá en los comienzos del siglo XVIII ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa para nadie, la podemos llamar la antipatria, lo que explica su esterilidad, porque la antipatria no tiene su ser más que en la patria, como el anticristo lo tiene en el Cristo. Ovidio hablaba de un ímpetu sagrado de que se nutren los poetas: [8]
"Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit." El ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen valor universal es su corriente histórica. Es el camino que Dios les señala. Y fuera de la vía no hay sino extravíos.
* * *
Durante veinte siglos, el camino de España no tiene pérdida posible. Aprende de Roma el habla con que puedan entenderse sus tribus y la capacidad organizadora para hacerlas convivir en el derecho. En la lengua del Lacio recibe al Cristianismo, y con el Cristianismo, al ideal. Luego vienen las pruebas. Primero la del Norte, con el orgullo arriano, que proclama no necesita Redentor, sino Maestro; después la del Sur, donde la moral del hombre se abandona a un destino inescrutable. También los españoles pudimos dejarnos llevar por el Kismet. Seríamos ahora lo que Marruecos o, a lo sumo, Argelia. Nuestro honor fue abrazarnos a la cruz y a Europa, al Occidente, a identificar nuestro ser con nuestro ideal. El mismo año en que llevamos la cruz a la Alhambra, descubrimos el Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, el día en que la Virgen se apareció a Santiago en el Pilar de Zaragoza. La corriente histórica nos hacía tender la cruz al mundo nuevo.
Ahí están los manuscritos del P. Vitoria. El tema que más le preocupó fue conciliar la predestinación divina con los méritos del hombre. No podría creer que los hombres, ni siquiera algunos hombres, fuesen malos porque la Providencia los hubiera predestinado a la maldad. Sobre todos los mortales debería brillar la esperanza. Sobre todos la hizo brillar el P. Vitoria con su doctrina de la gracia. Algunos discípulos y colegas suyos la llevaron al Concilio de Trento, donde la hicieron prevalecer. Salvaron con ello la creencia del hombre en la eficacia de su voluntad y de sus méritos. Y así empezó la Contrarreforma. Otros discípulos la infundieron en el Consejo de Indias e inspiraron en ella la legislación de las tierras de América, que trocó la conquista del Nuevo Mundo en empresa evangélica y de incorporación a la cristiandad de aquellas razas, a las que llamaban los reyes de Castilla "nuestros amigos los indios". ¿Es que se habrá agotado ese ideal? Todavía ayer moría en Salamanca el padre González Arintero. Y suya es la sentencia: "No hay proposición teológica más segura que ésta: a todos, sin excepción, se les da –próxime o remote– una gracia suficiente para la salud..."
¿Han elaborado los siglos sucesivos ideal alguno que supere al nuestro? De la posibilidad de salvación se deduce la del progreso y perfeccionamiento. Decir en lo teológico que todos los hombres pueden salvarse es afirmar en lo ético que deben mejorar, y en lo político, que pueden progresar. Es ya comprometerse a no estorbar el mejoramiento de sus condiciones de vida y aun a favorecerlo en todo lo posible. ¿Hay ideal superior a éste? Jamás pretendimos los españoles vincular la divinidad a nuestros intereses nacionales; nunca dijimos, como Juana de Arco: "Los que hacen la guerra al Santo Reino de Francia hacen la guerra al Rey Jesús", aunque estamos ciertos de haber peleado en nuestros buenos tiempos, las batallas. Nunca creímos, como los ingleses y norteamericanos, que la Providencia nos había predestinado para ser mejores que los demás pueblos. Orgullosos de nuestro credo, fuimos siempre humildes respecto a nosotros mismos. No tan humildes, sin embargo, como esa desventurada Rusia de la Revolución, que proclama el carácter ilusorio de todos los valores del espíritu y cifra su ideal en reducir el género humano a una economía puramente animal.
El ideal hispánico está en pie. Lejos del ser agua pasada, no se superará mientras quede en el mundo un solo hombre que se sienta imperfecto. Y por mucho que se haga para olvidarlo y enterrarlo, mientras lleven nombres españoles la mitad de las tierras del planeta, la idea nuestra seguirá saltando de los libros de mística y ascética a las páginas de la Historia Universal. ¡Si fuera posible para un español culto vivir de espaldas a la Historia y perderse en los cines, los cafés y las columnas de los diarios! Pero cada piedra nos habla de lo mismo. ¿Qué somos hoy, qué hacemos ahora cuando nos comparamos con aquellos españoles, que no eran ni [9] más listos ni más fuertes que nosotros, pero creaban la unidad física del mundo, porque antes o al mismo tiempo constituían la unidad moral del género humano al emplazar una misma posibilidad de salvación entre todos los hombres, con lo que hacían posible la Historia Universal, que hasta nuestro siglo XVI no pudo ser sino una pluralidad de historias inconexas? ¿Podremos consolarnos de estar ahora tan lejos de la Historia pensando que a cada pueblo le llega su caída y que hubo un tiempo en que fueron también Nínive y Babilonia?
Pero cuando volvemos los ojos a la actualidad nos encontramos, en primer término, con que todos los pueblos que fueron españoles están continuando la obra de España, porque todos están tratando a las razas atrasadas que hay entre ellos con la persuasión y en la esperanza de que podrán salvarlas; y también con que la necesidad urgente del mundo entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que resucite y se extienda por todo el haz de la tierra aquel espíritu español que consideraba a todos los hombres como hermanos, aunque distinguía los hermanos mayores de los menores; porque el español no negó nunca la evidencia de las desigualdades. Así, la obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de Madrid; o, si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida que está pidiendo los músicos que sepan continuarla.
* * *
La sinfonía se interrumpió en 1700, al cerrarse para siempre los ojos del monarca hechizado. Cuentan los historiadores que a fuerza de pasar por nuestras tierras tropas alemanas, inglesas y francesas, aparte de las nuestras, durante catorce años, al cabo de la guerra de Sucesión se habían esfumado todas las antiguas instituciones españolas, excepto la corona de Castilla. España era una pizarra en limpio, donde un rey y una corte extranjeros podían escribir lo que quisieran. Mucho de lo que dijeron tenía que decirse, porque el país necesitaba academias y talleres, carreteras y canales. Embargados en cuidados superiores, nos habíamos olvidado anteriormente de que lo primero era vivir. Pero cuando se dijo que «Ya no hay Pirineos», lo que entendió la mejor parte de nuestra aristocracia es que Versalles era el centro del mundo. Pudimos entonces economizar las energías y esperar a que se restauraran para seguir nuestra obra. Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no éramos. Y hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo que no somos, en vez de ser nosotros mismos, pero con todo el poder asequible.
Estos doscientos años son los de la Revolución. ¿Concibe nadie que Sancho Panza quiera sublevarse contra Don Quijote? El hombre inferior admira y sigue al superior, cuando no está maleado, para que le dirija y le proteja. El hidalgo de nuestros siglos XVI y XVII recibía en su niñez, adolescencia y juventud, una educación tan dura, disciplinada y espinosa, que el pueblo reconocía de buena gana su superioridad. Todavía en tiempos de Felipe IV y Carlos II sabía manejar con igual elegancia las armas y el latín. Hubo una época en que parecía que todos los hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados. Pero cuando la crianza de los ricos se hizo cómoda y suave, y al espíritu de servicio sucedió el de privilegio, que convirtió la Monarquía católica en territorial y los caballeros cristianos en señores primero y en señoritos luego, no es extraño que el pueblo perdiera a sus patricios el debido respeto. ¿Qué ácido corroyó las virtudes antiguas? En el cambio de ideales había ya un abandono del espíritu a la sensualidad y a la naturaleza; pero lo más grave era la extranjerización, la voluntad de ser lo que no éramos, porque querer ser otros es ya querer no ser lo que explica, en medio de los anhelos económicos, el íntimo abandona moral, que se expresa en ese nihilismo de tangos rijosos y resignación animal que es ahora la música popular española.
* * *
Siempre ha tenido España buenos eruditos, demasiado conocedores de su historia para poder creer lo que la [10] envidia de sus enemigos propalaba. La mera prudencia dice, por otra parte, que un pueblo no puede vivir con sus glorias desconocidas y sus vergüenzas al desnudo sin que propenda a huir de sí mismo y disolverse, como lo viene haciendo hace ya más de un siglo. Tampoco nos ha faltado aquel patriotismo instintivo que formuló desesperadamente Cánovas: «Con la patria se está con razón y sin razón, como se está con el padre y con la madre.» La historia, la prudencia y el patriotismo han dado vida al tradicionalismo español, que ha batallado estos dos siglos como ha podido, casi siempre con razón, a veces con heroísmo insuperable, pero generalmente con la convicción intranquila de su aislamiento, porque sentía que el mundo le era hostil y contrario el movimiento universal de las ideas.
Los hombres que escribimos en Acción Española sabemos lo que se ha ocultado cuidadosamente en estos años al conocimiento de nuestro público lector, y es que el mundo ha dado otra vuelta y ahora está con nosotros, porque sus mejores espíritus buscan en todas partes principios análogos o idénticos a los que mantuvimos en nuestros grandes siglos. Queremos traer esta buena noticia a los corazones angustiados. El mundo ha dado otra vuelta. Se puede trazar una raya en 1900. Hasta entonces eran adversos a España los más de los talentos extranjeros que de ella se ocupaban. Desde entonces nos son favorables. Los amigos del arte se maravillan de los esfuerzos que hace el mundo por entender y gozar mejor el estilo barroco, que es España. Y es que han fracasado el humanismo pagano y el naturalismo de los últimos tiempos. La cultura del mundo no puede fundarse en la espontaneidad biológica del hombre, sino en la deliberación, el orden y el esfuerzo. La salvación no está en hacer lo que se quiere, sino lo que se debe. Y la física y la metafísica, las ciencias morales y las naturales, nos llevan de nuevo a escuchar la palabra del espíritu y a fundar el derecho y las instituciones sociales y políticas, como Santo Tomás y nuestros teólogos juristas, en la objetividad del bien común y no en la caprichosa voluntad del que más puede.
Venimos, pues, a desempeñar una función de enlace. Nos proponemos mostrar a los españoles educados que el sentido de la cultura en los pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España; que los legajos de Sevilla y Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo, no son tumbas de una España muerta, sino fuentes de vida; que el mundo, que nos había condenado, nos da ahora la razón, arrepentido; por supuesto, sin pensar en nosotros, sino incidentalmente, porque hemos descuidado la defensa de nuestro propio ser, en cuya defensa está la esencia misma del ser, según los mejores ontologistas de hoy, porque también la filosofía contemporánea viene a decirnos que hay que salir de esa suicida negación de nosotros mismos, con que hemos reducido a la trivialidad a un pueblo que vivió durante más de dos siglos en la justificada persuasión de ser la nueva Roma y el Israel cristiano.
Harto sabemos que nuestra labor tiene que ser modesta y pobre. Descuidos seculares no pueden repararse sino con el esfuerzo continuado de generaciones sucesivas. Pero lo que vamos a hacer no podemos por menos de hacerlo. Ya no es una mera pesadilla hablar de la posibilidad del fin de España, y España es parte esencial de nuestras vidas. No somos animales que se resignen a la mera vida fisiológica ni ángeles que vivan la eternidad fuera del tiempo y del espacio. En nuestras almas de hombres habla la voz de nuestros padres, que nos llama al porvenir por que lucharon. Y aunque nos duele España, y nos ha de doler aún más en esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de que no podamos hacer lo que debemos.»
«Cruz y Raya»
«Revista de afirmación y negación», dirigida por José Bergamín, publicó 39 números, entre abril de 1933 y junio de 1936. Editada inicialmente por un grupo de destacados intelectuales de clara tendencia católica, la presión de la vida política durante aquellos años y la evolución de su grupo director deslizaron poco a poco a Cruz y Raya a una [11] actitud equivoca, desenlazada luego con el exilio de sus nombres más representativos, de los cuales los más importantes acabaron por declararse abiertamente comunistas. Representa, en verdad, esta publicación el más coherente intento hasta ahora en la cultura española de configurar una corriente de catolicismo progresista, al modo como han cuajado en otros países –Francia sobre todo– los movimientos equívocamente llamados de catolicismo de izquierdas.
Claro está –como la historia reciente y la menos reciente ya han demostrado– que las aventuras intelectuales de tales católicos en ningún país han sabido encontrar horizontes despejados ni caminos sin precipicios. Menos aún podían hallarlos en España, en donde eran planta sin tierra.
Muy cuidada de presentación, con influencias de tipografía cubistoide, inicia la distribución de sus originales en secciones con títulos metafóricos: «Cristal del tiempo», «Criba» y la publicación de apéndices en papel de color, con textos literarios importantes o trabajos de erudición especial, así como la selección –en páginas destacadas– de textos ajenos, modalidades todas ellas que, en lo puramente externo, han inspirado a otras publicaciones de postguerra, especialmente Cuadernos Hispanoamericanos.
II. Las revistas de los años de guerra
«La Hora de España»
Publicación formalmente cuidada y que refleja en sus números la colaboración de los intelectuales al esfuerzo de guerra de la zona roja, es hoy conocida sólo de aquellos que la recuerdan, y de muy pocos más, entre los cuales, ciertamente, hay pocos jóvenes. No es posible –sin ella– entender el clima mental de las violencias que cuajaron en la lucha, y tampoco la orientación cultural de algunos intelectuales españoles –unos, exilados; otros, no– después de la Victoria. Citar aquí nombres precisos parecería hoy agresivo. No quiero hacerlo.
«Jerarquía»
En Pamplona, impresa me parece en Zaragoza, se hicieron los cuatro número de Jerarquía, la «revista negra de la Falange», como rezaba su subtítulo, llena de un aire artesano y con un deliberado aspecto lapidario y solemne, que iba desde la cubierta negra con letras doradas hasta la composición policroma de sus páginas, encuadradas con viñetas y alegorías. Intelectualmente influyó en la publicación el maestrazgo de don Eugenio d'Ors y la inspiración de Angel María Pascual, más la colaboración activa de los más destacados intelectuales falangistas. Yo la recuerdo de cuando el número 2 me llegó también al frente, y escribí pidiendo el primero; la respuesta de Fermín Yzurdiaga, el director, escrita en papel azulina y firmada con lápiz de color, me anunciaba una proyectada reimpresión, que luego no llegó a salir. Fue característico el aire con que aparecía al principio de cada número el soneto de Hernando de Acuña, bajo una espada dorada, sobre cuya empuñadura iba en tinta colorada el yugo y las flechas. Allí publicó José María Pemán el prólogo a su Poema de la Bestia y el Angel, muy a tono con el momento espiritual de España, y que luego fue uno de los tres o cuatro libros de gran formato aparecidos bajo la rúbrica de Jerarquía. Otro de ellos, la reedición del Genio de España, de Ernesto Giménez Caballero.
«Fe»
Junto a Jerarquía, y en cierto modo distinta y coincidente con ella, apareció Fe, Revista de doctrina nacionalsindicalista, que tuvo dos épocas: una que duró seis números, pequeñitos, con portada negra y gruesos trazos esquemáticos en color cambiante, hecha, primero, con textos de los fundadores de Falange, y luego, con escritos intelectuales y políticos de aire impetuoso. Y a continuación una segunda época, más sistemática, hecha bajo el signo de los servicios de Prensa y Propaganda, que es la que –terminada la guerra– desembocó en la creación de Escorial.
III. Las principales revistas de postguerra
«Escorial»
Apareció en Madrid en noviembre de 1940, dirigida por Dionisio Ridruejo y con Pedro Laín Entralgo como subdirector. Dos años más tarde, en noviembre de 1942, fue director José María Alfaro; esta primera época –interrumpida en 1945– duró hasta el número 55, ya de 1947.
Publicación concebida bajo el signo falangista y arquitectónico del monasterio filipino, sus secciones sobriamente tituladas y muy llenas de contenido le dieron desde el primer momento un tono importante. Abierta con rigor a los fenómenos culturales verdaderamente valiosos, fue Escorial la manifestación típica del grupo cultural que algunos han llamarlo «generación de 1936», si bien en sus páginas aparecieron desde el principio firmas de tiempos anteriores, como Menéndez Pidal o don Gregorio Marañón. Impresa en los mismos talleres que habían hecho un tiempo Cruz y Raya, en su aspecto –cuidado también– campeaban escudos y grabados, y títulos unidos a dibujos escurialenses. En sus páginas aparecieron nombres muy varios: Zubiri, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Rafael Calvo Serer, Octavio Foz Gazulla, Augusto Andrés Ortega y cien más, entre los cuales –en éste como en todos los casos– sólo es posible, si se cita, citar al azar.
Importa, en cambio, precisar, además de lo dicho, el carácter ceñido a los temas culturales, entendidos de un modo amplio y a la vez estricto, la gran atención concedida a la información y crítica bibliográfica, y la inteligente inclusión de colaboraciones poéticas y literarias. Escorial, a lo largo de toda su primera época es quizá la revista cultural española más armónica y externamente mejor conseguida de estos treinta años últimos, sobre todo teniendo en cuenta el quiebro que para Arbor ha representado su desafortunada etapa última.
Interrumpida en 1946, y apenas reaparecida en 1947, en el 1949 intenta una segunda época, que dura de mayo a diciembre y llega hasta el número 64. Entonces apareció dirigida por don Pedro Mourlane Michelena y siguió teniendo las trescientas páginas que fueron siempre su término medio, además de la misma orientación y aspecto.
He aquí, a continuación, el texto inaugural, aparecido en noviembre de 1940:
«Interesaba de mucho tiempo atrás a la Falange la creación de una revista que fuese residencia y mirador de la intelectualidad española, donde pudieran congregarse y mostrarse algunas muestras de la obra del espíritu español no dimitido de las tareas del arte y la cultura a pesar de las muchas aflicciones y rupturas que en años y años le han impedido vivir como conciencia y actuar como empresa.
En este orden han precedido a Escorial algunos intentos nobles y certeros, truncados casi en agraz por circunstancias de ambiente, dispersión geográfica de los que hubieran podido sostenerlos y escasez de recursos materiales. El nuestro –emprendido en circunstancias universales desfavorables a una plena atención por lo intelectual– parece, no [16] obstante, contar con bases más seguras, y a ellas encomendamos nuestra esperanzada y buena voluntad.
Ante todo, hemos de declarar con sinceridad que nacemos con la voluntad de ofrecer a la Revolución española y a su misión en el mundo un arma y un vehículo más, sea modesto o valioso. Pero de esta nuestra filiación nacen todas las garantías que podemos ofrecer, tanto a la comunidad intelectual y literaria, con quien contamos para el trabajo, como a la totalidad de la comunidad española e hispánica, a quien se lo dedicamos. Porque ciertamente el primer objetivo –el objetivo sumo– de nuestra Revolución es rehacer la comunidad española, realizar la unidad de la patria y poner a esa unidad –de modo trascendente– al servicio de un destino universal y propio, afrontando y resolviendo para ello los problemas que, en orden al nombre, a la sociedad, al Estado y al Universo nos plantea el tiempo de nuestra historia más propia: el tiempo presente. Ahora bien, tan ambicioso propósito veda a nuestra Revolución y al Movimiento que la conduce y encarna partir de una posición lateral y partidista en ninguno de los planos en los que esa Revolución ha de cumplirse. La consigna del antipartidismo, o sea la de la integración de los valores, la de la unidad viva, es la primera consigna falangista. Atenidos a ella en lo que nos afecta, en nuestro campo y propósito, creemos partir con unas garantías de mejor andadura que cualquiera de los movimientos o grupos intelectuales de España desde hace cincuenta años, porque necesariamente en medio de la disgregación nacional, también el servicio de la cultura hubo de hacerse servicio de partido con todas las consecuencias de lateralidad, limitación y deformación consiguientes. Nosotros, en cambio, convocamos aquí, bajo la norma segura y generosa de la nueva generación, a todos los valores españoles que no hayan dimitido por entero de tal condición, hayan servido en éste o en el otro grupo –no decimos, claro está, hayan servido o no de auxiliadores del crimen– y tengan éste u otro residuo íntimo de intención. Los llamamos así a todos porque a la hora de restablecerse una comunidad no nos parece posible que se restablezca con equívocos y despropósitos; y si nosotros queremos contribuir al restablecimiento de una comunidad intelectual, llamamos a todos los intelectuales y escritores en función de tales y para que ejerzan lo mejor que puedan su oficio, no para que tomen el mando del país ni tracen su camino en el orden de los sucesos diarios y de las empresas concretas.
En este sentido ésta –Escorial– no es una revista de propaganda, sino honrada y sinceramente una revista profesional de cultura y letras. No pensamos solicitar de nadie que venga aquí a hacer apologías líricas del régimen o justificaciones del mismo. El Régimen, bien justificado está por la sangre, y a las gentes de pensamiento y letras lo que les pedimos y exigimos es que vengan a llenarlo –es decir, a llenar la vida española– de su afán espiritual, de su trabajo y de su inteligencia. Claro es que no vamos a eludir –bien al contrario– los temas directamente políticos, porque ¿cómo van ellos a quedar fuera del ámbito de la cultura, si fenómenos de cultura son al fin y al cabo? Pero esto no rompe –sino al contrario– nuestro propósito de no exigir a cada uno sino el puro ejercicio de su oficio y la pura ofrenda de su saber.
En cierta manera –en cambio– sí es ésta una revista de propaganda. Podríamos decir en la alta manera, ya que no hay propaganda mejor que la de las obras, y obras de España –propaganda de España– serán las del espíritu y la inteligencia para los que abrimos estas páginas.
Quedan, pues, en claro nuestros objetivos. Primero, congregar en esta residencia a los pensadores, investigadores, poetas y eruditos de España, a los hombres que trabajan para el espíritu. Segundo, ponerlos –más ampliamente que pudieran hacerlo en publicaciones específicas, académicas y universitarias– en comunicación con su propio pueblo y con los pueblos anchísimos de la España universal y del mundo que quieran reparar en nosotros. Tercero, ser un arma más en el propósito unificador y potenciador de la Revolución y empujar en la parte que nos sea dado la obra cultural española hacia una intención única, larga y trascendente, por el camino [17] de su enraizamiento, de su extensión y de su andadura cohonestada, corporativa y fiel. Y, por último, traer al ámbito nacional –porque en una sola cultura universal creemos– los aires del mundo tan escasamente respirados por los pulmones españoles, y respirados sobre todo a través de filtros aprovechados, parciales y poco escrupulosos.
Para la empresa –ya se irá viendo en nuestras páginas– todos están invitados, todos los que se atreven a sentir esta España una y trascendente, perseguidora de un destino universal. Y entre todos contamos con nuestro propio pueblo y con los fraternos y filiales que han de entender, en este caso como en todos los aspectos, la rabiosa sed de nuestra Falange.
* * *
Para tal empresa hemos querido usar una alta invocación, porque las cosas son un nombre y por él se conocen y se obligan. Escorial, porque ésta es la suprema forma creada por el hombre español como testimonio de su grandeza y explicación de su sentido. El Escorial, que es –no huyamos del tópico– religioso de oficio y militar de estructura: sereno, firme, armónico, ni cosa superflua, como un Estado de piedra. Magno equilibrio del tiempo: ni sólo panteón, ni sólo residencia, ni sólo disparada y alta porfía, sino equilibrio y suma de todo ello: edificado sobre los muertos como señal de estar legítimamente enraizado en lo propio y servido por la sustancia de lo ejemplarmente pasado; pero entero, vivo, practicable para el uso del tiempo y extremado de altura, escudriñante y ambicioso como quien, comenzando en la memoria, no vive sino para la esperanza.
Así era él ayer cuando no había sangre en España que lo supiera merecer, y así hoy, cuando vuelve a hacerse norma y ejemplo de una voluntad colectiva. Nosotros lo hemos ganado y –por decirlo así– reedificado, comenzando por reedificar sus cimientos, con guardar en ellos el polvo de nuestro inmediato origen, nuestra más reciente y viva tradición, el escandaloso y exigente testimonio de la sangre joven, el cuerpo de nuestro José Antonio, cuyo espíritu encontrará tan cómoda, tan a la medida para el éxtasis y el vuelo, aquella arquitectura ordenada y ejemplar.
Por fidelidad y amor a la vieja y nueva historia usamos de este nombre –ya transmutado míticamente– para nombrar nuestra obra. Ambicioso es el empeño y grave la obligación. Dios nos Ayude en ello, y ¡Arriba España!»
«Arbor»
Cuando Escorial desapareció definitivamente, hacía ya seis años que, desde enero de 1944, se venía publicando Arbor, la revista que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas lanzó, con un afán de síntesis, que había impreso carácter desde los primeros proyectos a esta nueva publicación. Apareció cada dos meses durante cuatro años, y precisamente al suspenderse Escorial en 1948 había pasado a ser mensual y a orientarse claramente como revista cultural en sentido más preciso y mejor entendido. Hoy es, después de la Revista de Occidente, la que más tiempo ha durado y la que, por tanto, tiene una colección más numerosa.
Por razones muy personales, que el tiempo irá desgastando, yo no puede todavía escribir de Arbor con frialdad de historiador desapasionado. Hace unos años, cuando esas razones no actuaban aún sobre mi ánimo, publiqué en el número 75 una «Breve historia de la revista Arbor», de la que copio los datos históricos fundamentales:
Rafael Calvo Serer, Raimundo Pániker y Ramón Roquer fundaron Arbor en Barcelona en el mes de marzo de 1943. Fue su primer director fray José López Ortiz, O.S.A., catedrático de la Universidad madrileña y muy pronto después obispo de Tuy. En octubre de 1946 fue nombrado director José María Sánchez de Muniain, a quien muy pronto sustituyó Rafael Calvo Serer. En diciembre de 1953, éste y sus principales colaboradores intelectuales fuimos violentamente separados, por razones políticas, de la labor de la revista, que pasó a manos de otro grupo de dirección, el [18] cual imprimió a sus números un matiz distinto, más cientificista y con menor interés cultural. Desde el primer número hasta esta última fecha ha sido subdirector Rafael de Balbín Lucas. Yo he trabajado como secretario desde el número 19 hasta el 95. Seria inútil intento el de enumerar los colaboradores más destacados. Entiendo que a lo largo de aquellos once años ha sido decisiva también la participación en la revista de Raimundo Pániker, Hans Juretschke y Alfonso Candau.
Durante su periodo más largo y característico, Arbor ha llevado el subtítulo de «Revista general de investigación y cultura», y el hecho de estar publicada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas ha condicionado siempre, como es natural, el carácter de los números, en cuyo conjunto se buscaba contribuir a la central tarea científica de orientar la vida intelectual hacia una síntesis superadora de las ciencias particulares. Otro rasgo característico fue la rica y amplia información cultural europea, y también nacional, de donde se ha seguido el ancho y hondo eco español e internacional. Distribuidos sus originales en secciones un tanto rígidas, la vertiente más puramente literaria de la vida intelectual ha tenido en ellas poca cabida, y, en consecuencia, el perfil fundamental de Arbor y su acusada fisonomía en la vida cultural española y en el diálogo internacional, han venido dados por el vigor y coherencia de pensamiento que Arbor entonces representaba. En el sitio aludido antes escribí hace años: «Era una idea autónoma, llena de ambición, nacida sin dependencia originaria con las instituciones académicas o investigadoras existentes con anterioridad. Surgía como proyección de un empeño espontáneamente unitario, lleno de potencia creadora, de poder renovador, sobre la situación dada de la vida científica, también entonces alterada en su planteamiento por la irrupción de un espíritu que introducía en ella el germen de un giro profundo, cuyas consecuencias sólo con el tiempo podrán ser medidas en toda su trascendencia.» Sin duda, el modo más firme como ese valor se simboliza es el haber aparecido estos años en las páginas de Arbor decenas de nombres nuevos, entre los cuales están las firmas más recias y más prometedoras de la vida cultural española de hoy. Junto a ellos han ido los nombres universales de los intelectuales europeos católicos contemporáneos.
Cita especial merecen los números extraordinarios de Arbor: el de 1948, sobre la generación literaria y la fecha simbólica de 1898; el de 1949, dedicado a la revolución europea de 1848 y su repercusión en nuestra época; el de 1950, que recogió lo referente al magno congreso científico celebrado con la décima reunión plenaria del C. S. de I. C., y el de 1951, que trató los aspectos fundamentales del problema y teoría de la evolución biológica.
Ultimamente Arbor comenzó a publicar una serie de «Antologías» de los estudios publicados en la revista sobre un tema científico o general determinado. Apareció primero el de Historia de España. Es un empeño más que luego tampoco ha tenido continuación.
No interrumpida todavía la salida material de Arbor, sería inútil aludir a sus características externas, que en lo sustancial se han mantenido desde su aparición.
El texto inicial aparecido al frente del número 1, debido a la pluma de Raimundo Pániker, decía así en sus párrafos más característicos:
«Cuando algo se convierte de natural en problemático, no siempre indica un paso de la ingenuidad a la crítica; indica también muchas veces que aquel algo ha sido lesionado, y nuestra atención, despertada por el dolor, se dirige a remediar el caso.
Nunca quizá como hoy el mundo en su totalidad, la vida humana en su complejidad, Dios en su infinitud y trascendencia, se nos han vuelto problemas. El hombre, en un proceso que la historia del pensamiento marca distintamente, perdió a Dios al finalizar la Edad Media, se perdió a sí mismo en el siglo de [19] las luces y en el idealista, y se ha perdido, se ha extraviado en medio del mundo en la época contemporánea, en la época de la técnica. Dejó de creer eficazmente en Dios, perdió el sentido de su propio ser y no sabe qué hacer en el mundo para llenar el vacío que siente «todo hombre que viene a este mundo».
Pero de la misma forma que el dolor es, en cierta manera, una defensa del organismo y un índice del mal, la inquietud actual –que no es la inquietud constitutiva del nombre «viador», sino el desasosiego del enfermo– es también el termómetro de su enfermedad y el punto de arranque para su curación. Curación que debe ser radical, pues el mal ha llegado al extremo. Ya no le queda al hombre el recurso de refugiarse en sí mismo y en la Naturaleza al perder a Dios, o el de lanzarse al mundo huyendo de sí mismo, pues pérdida y fuga son correlativos, y ya Adán, al perder la inocencia, huyó a esconderse. El hombre actual se siente lanzado, arrojado a este mundo; mundo que se le escapa, que le angustia y que, a pesar de haber sido explotado en sus leyes particulares –como lo prueban las maravillosas producciones de la técnica–, le domina en su ritmo general, en su orden cósmico, y se burla de él, haciendo que los mismos productos de la civilización sirvan para destruirlo (materialmente incluso) y labrar más honda todavía su infelicidad.
Se trata de salvar al hombre, de redimirlo. ¿Quién será el redentor? Política, Arte, Filosofía, Religión, pretenden tener poder para ello.
Hay que examinar antes el mal para juzgar acerca del remedio. Mejor dicho (como no es ésta ocasión de hacer un análisis del hombre moderno), se puede hacer una sola afirmación acerca de la actual enfermedad humana: el mal es universal. La inquietud o, como ya se distinguía, el desasosiego humano se extiende a todos los ámbitos de la vida, y quien no lo nota es un inconsciente. Y no se diga que es opinión exagerada. ¿Dónde se encuentra una visión sintética del mundo, fruto de estos últimos siglos, que no sea una lucubración idealista, que, aun pudiendo ser un prodigio de dialéctica y explicar ciertos problemas teoréticos, admitidas sus hipótesis, no deje, en cambio, sin el menor influjo las actividades concretas del hombre y sus más internas ansias, no ya racionales, sino de amor? El gran escándalo de la época actual es que el cultivo de la ciencia, de las ciencias; el cultivo de la inteligencia, en una palabra, de la facultad más noble que el hombre posee y por la que más se asemeja a su Creador, no le lleve ni le acerque a Dios, ni siquiera le deje el camino despejado para que pueda llegar hasta El.
Sólo aquel remedio, pues, que presente una universalidad tan extendida como el mismo mal –como el mismo hombre– podrá ser tenido en cuenta. Aun la Filosofía nos va a resultar limitada. La Filosofía, que tradicionalmente se había presentado como una explicación racional de la realidad, se atribuye hoy la misión salvadora del hombre y afirma que posee poder de salvación. Quizá la Filosofía moderna –o, por lo menos, parte de ella– sea un intento de salvación, pero precisamente un intento. Lo que induce a pensar que pretende salvar lo que por alguna otra causa se desmorona. La Filosofía quiere salvar al hombre no porque el hombre sin Filosofía se hunda –no pretendía antes la Filosofía asumir tal misión–, sino porque sencillamente se hunde. Y el hombre perece porque ha perdido la fe. Y como el hombre sin fe naufraga, quiere la Filosofía sustituirla, quiere ser un sucedáneo (Ersatz) de la Religión. Ahí está la aparente grandeza y la real tragedia de la Filosofía actual.
El mal presente es la falta de unidad, la dislocación de los problemas, la carencia de armonía. Solicitan al hombre innumerables tendencias, atracciones y valores, y él mismo cultiva y produce obras valiosas; pero ha perdido la noción del conjunto, se ha extraviado en el camino hacia la unidad. Y, no obstante, no puede renunciar a ella. La unidad a que tiende en última instancia todo hombre es la misma Divinidad, y la fuerza que nos impele hacia la primera es la misma que nos arrastra hacia Dios. El hombre actual vive descuartizado –en el sentido teórico de la palabra, y quizá también en el [20] figurado–. Sus actos no fluyen en una unidad interna unificadora de todo su ser y su hacer, sino que son series yuxtapuestas de actividades. El científico vive con su problema especializado, y procura vivir de él –que es aún más grave– sin preocuparse de relacionarlo con la totalidad ni de su vida ni de la ciencia.
El hombre religioso procura buscar la armonía del cosmos; pero, por regla general, los lazos con que une las diversas esferas del mundo son externos en muchos casos y predominantemente personales, lo que para su problema individual le basta.
El filósofo investiga el sentido de ser; pero, por regla general, no lo encuentra. No sabe tampoco descender de las conexiones generales a realizaciones menos abstractas. En su sistema hay saltos y lagunas, no de hecho, sino de principio.
El mal de la época actual es la falta de síntesis –tal vez, además, no se siente conscientemente esta falta–; una síntesis que unifique toda la vida humana, que abarque al hombre en su totalidad, que lo haga santo y sabio, fuerte y humilde, que dé un sentido de unidad a todas las ciencias y un fin último a todas las acciones, que alcance la paz para el hombre, paz a su inquietud científica –que no significa ni reposo ni solución de todos los problemas–, paz a sus ansias de superación, paz a sus anhelos de felicidad y paz incluso a los hombres entre sí. Síntesis que no desprecie el menor átomo humano, pero que lo coloque en su sitio con visión de conjunto y misión particular.
¿Qué es la síntesis? ¿Es ella posible? ¿Se confunde con la Filosofía? Estas y análogas cuestiones son las que quieren ser planteadas.»
Revistas especialmente orientadas a la cultura hispánica
Todas las españolas lo son, en sentido lato, ya que todas son –y no pueden ser otra cosa– exponentes de la manera hispánica de considerar y vivir la cultura. Pero aquí me refiero a las dos publicaciones periódicas que de modo más estricto se han dedicado estos últimos años a estudiar los fenómenos y las constantes culturales de toda Hispanoamérica, España incluida. Por eso, al principio digo que se trata de dos revistas de orientación cultural más polarizada.
Cuadernos Hispanoamericanos,
del Instituto de Cultura Hispánica, publicó su primer número en febrero de 1948, siendo director Pedro Laín Entralgo; subdirector, yo mismo, y secretario, Angel Alvarez de Miranda. La redacción estaba compuesta por los miembros del Seminario de Problemas Hispanoamericanos. Poco más tarde pasó a Luis Rosales la dirección, y a la tenacidad inteligente de Enrique Casamayor el cuidado constante que la continuidad de una revista requiere. Desde hace unos meses se ha incorporado a la publicación, como director, José Ignacio Escobar, marqués de Valdeiglesias. Bimensual al principio, se convirtió en mensual a partir del número 25, detalle en el cual coincide con Arbor. Sus números, abiertos a figuras relevantes de Hispanoamérica, a preocupaciones literarias y artísticas de vanguardia y a una rica información de fenómenos culturales muy varios, ha acusado el eco de corrientes diversas también. Menos conocida quizá de lo que debiera serlo, a fines de 1955 ha pasado ya del número 70, y en su colección destacan dos monográficos: uno dedicado a Antonio Machado y otro a Ramiro de Maeztu, que es, hasta hoy, junto con el libro de Vicente Marrero –Maeztu–, una de las aportaciones más positivas a la valoración de la figura y pensamiento de don Ramiro.
He aquí los propósitos que Cuadernos Hispanoamericanos tenía al aparecer:
«Quien lea esta revista debe saber, ante todo, que ha nacido para servir al diálogo. El hombre vive humanamente en cuanto dialoga consigo mismo, con los demás hombres, con la Divinidad, y muere humanamente tan pronto como se empeña en hacer de su vida un permanente monólogo. Junto al «pienso, luego existo», al «quiero, luego existo» y al «me angustio, luego existo» de los [21] diversos linajes monologantes, debe levantarse –con gravedad, decisión y rigor– un cristiano y consolador «dialogo, luego existo». Pues bien, nosotros, los hacedores y los lectores de estos neonatos cuadernos, vamos a servir hispánicamente a ese hondo, esencial imperativo del diálogo.
De modos diversos asumirá nuestro servicio. Seremos, por una parte, área, hogar del diálogo; viviremos, por otra, con voluntad, con intención de diálogo.
Area del diálogo. Desde hace varios años ha comenzado, creemos creer que irrevocablemente, el reencuentro de los hispánicos de todas las riberas: la mediterránea, la atlántica la que mira al mar que llaman Pacífico. España, entendida de muy distintas maneras, se ha hecho presente, y aún urgente, en los países de Hispanoamérica. Hispanoamérica ha entrado de nuevo en el pulso cotidiano de la vida española. Nunca, desde el siglo XVIII, ha sido tan viva la conciencia de nuestra restante e incipiente comunidad. Pero el encuentro exige diálogo. Españoles e hispanoamericanos hemos de contarnos muchas cosas acerca de nuestro modo de ver, sentir, pensar y cantar el mundo y los problemas humanos, de nuestra historia común y diversa, de nuestros dolores y esperanzas, de nuestras ambiciones. Estos Cuadernos hispanoamericanos aspiran a edificar una de las estancias del necesario diálogo. El sencillo decoro de sus páginas está abierto, muy en primer término, al decir poético e intelectual de los hispánicos, así frente a nuestros temas peculiares como ante los que hoy incitan al espíritu de todos los hombres.
Nacemos, por otra parte, con intención de diálogo. Queremos ser algo más que espacio abierto y neutral, lonja inerte donde las voces resuenan con esa mansa y honda resonancia de la letra escrita. También para nosotros es diálogo el vivir. Dialogaremos amistosamente con todos cuantos quieran ser fieles al modo de ser que llamamos Hispanidad; es decir, a la mejor posibilidad histórica de los hombres españoles e hispanoamericanos.
Hace dos mil y quinientos años escribía en la costa lucania el errabundo Jenófanes de Colofón: «Aunque un hábil luchador sobresalga por sus puños entre los ciudadanos, o destaque en el torneo de las cinco pruebas, o en el arte de la pelea, o por la celeridad de los pies... no por eso estará la ciudad en mejor orden.» La sentencia no ha perdido actualidad. El poder de la fuerza, aunque la de ahora sea fuerza tecnificada y docta, no acaba de poner en buen orden la vida de las almas y las ciudades. Amigos de España e Hispanoamérica: con toda humildad, pero con toda decisión, vamos a emplear nuestra voz y la fuerza de nuestro derecho en la empresa de mostrar a los hombres que todavía es posible vivir y dialogar en amoroso lúcido orden cristiano. Aprestémonos, en suma, a edificar nuestra Atlántica.»
Estudios Americanos,
Revista de síntesis e interpretación. Publicada por la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, comenzó como trimestral en mayo de 1949 y paso a ser mensual en el número 16 (enero de 1953). Ahora va por el número 51 (diciembre de 1955). Es una labor de conjunto de la Escuela editora, dirigida por Vicente Rodríguez Casado y realizada por un equipo coherente de redactores y colaboradores, cuya orientación cultural es debida –además de al director– a Jesús Arellano, Francisco Elías de Tejada, Octavio Gil Munilla, todos ellos catedráticos de la Universidad sevillana, y Patricio Peñalver Simó, brillante profesor de Filosofía e historiador del pensamiento hispanoamericano. Por encima de la seriedad científica que caracteriza a Estudios Americanos, y que la mantiene lejos del ensayismo superficial, entiendo que su mérito principal estriba en ser realización y portavoz de un grupo cultural no radicado en Madrid, caso éste casi por completo nuevo en la vida intelectual española. La revista, atenta a la seria información de la cultura hispanoamericana, publica con regularidad comentarios autorizados y valiosas colaboraciones de América, de Europa y de España.
IV. Otras revistas culturales y las de más reciente aparición
De antes de la guerra no quisiera dejar sin mención la Revista de Estudios Hispánicos, que empezó a publicarse en 1934, bajo la dirección del marqués de Lozoya; así como también me complazco en recordar, por su gran valor representativo –si bien fuera de los límites cronológicos–, aquella Filosofía y Letras, a cuya evocación ha dedicado Cayetano Alcázar un entrañable librito.
Después de la guerra, además de las enumeradas con detalle, necesitan mención especial los Cuadernos de Adán, reducidos a uno o dos números; la barcelonesa Leonardo, terminada muy pronto también, y la Revista Española, muy minoritaria, aunque de clara tendencia, y que publicó muy pocos números.
* * *
Párrafo aparte exigen –y merecen mucho más– las revistas culturales y de pensamiento general publicadas por algunas Instituciones religiosas: Razón y Fe, La Ciudad de Dios, Verdad y Vida, Pensamiento y La Ciencia Tomista son las más importantes, además de otras recién aparecidas: la segunda época de Revista Calasancia, Eidos, Religión y Cultura, Proyección, Estudios Filosóficos y Augustinus.
* * *
La Revista de Estudios Políticos, órgano principal del Instituto del mismo nombre, se inició como publicación técnica de dicha especialidad, orientación a la que sustancialmente ha vuelto en la última etapa, bajo la dirección de Francisco Javier Conde. Pero entre ambas, y bajo la dirección de Fernando María Castiella, tuvo una orientación más amplia, verdaderamente cultural, del mayor interés a efectos de esta enumeración.
Finisterre, dirigida por Leopoldo Eulogio Palacios, y financiada con medios exclusivamente privados, significó, a lo largo del año 1949, un noble intento, llevado adelante dentro de las estrictas exigencias de la calidad. Sus doce fascículos, de unas noventa páginas, cuidados al detalle, tanto en presentación como en contenido, mostraban a las claras el rigor filosófico y la sensibilidad literaria, así como influencia del recuerdo de su época de Cruz y Raya, que dieron cauce al criterio director de Leopoldo Eulogio Palacios, uno de los más indiscutibles valores intelectuales de la España actual.
Clavileño, revista de la Asociación Internacional de Hispanismo, fundada en enero de 1950, da cada dos meses una muestra acusada de buen gusto y lujo tipográfico, de amplio criterio de colaboraciones, inteligente y nítidamente orientada y de selección de las firmas, reunidas siempre entre hispanistas extranjeros, españoles que trabajan en el extranjero y españoles que en España mantienen la relación intelectual con aquellos en los campos de la literatura, el arte y los temas hispánicos.
* * *
Nuestro Tiempo apareció en julio de 1954, dirigida por el catedrático y [24] escritor Antonio Fontán. Es una publicación mensual, en pequeño formato, que en los dieciocho números hasta ahora publicados ha recogido ensayos, con frecuencia de primera calidad y siempre intelectualmente dignos, junto a numerosas notas de informaciones sobre la vida internacional, no sólo cultural sino también política, científica y técnica. Publicación de carácter particular y de signo inequívocamente católico, ha mantenido una curiosidad atenta a los fenómenos de la vida contemporánea, con sentido universalista, subrayado por la frecuente colaboración de intelectuales y escritores no españoles. Entre ellos, Erik von Kuehnelt-Leddihn, Braga da Cruz, Pablo Tiján, Günther Krauss, Anton Wurster, Desmond Fennell, Hans Juretschke y Jean Roger.
Pero quizá las firmas más características de Nuestro Tiempo –hasta ahora, por lo menos– sean, aparte la del director, Antonio Fontán, las de José Orlandis, catedrático universitario y sacerdote del Opus Dei; Andrés Vázquez de Prada, Miguel Fisac, José Luis Vázquez Dodero, José María López Roca, Esteban Farré y Federico Suárez, entre otros. Igualmente, han sido importantes para la línea intelectual de la revista las colaboraciones de Angel López-Amo, Rafael Gibert, fray José López Ortiz, obispo de Tuy; José María Albareda, Ismael Sánchez Bella, rector del Estudio General de Navarra, Jorge Vigón, Víctor García Hoz, José Manuel Casas Torres, Francisco Indurain, Laureano López Rodó, Ignacio Zumalde, Emilio Orozco, Alvaro d'Ors, Antón Menchaca y otros muchos intelectuales y escritores que ocupan puesto de primera fila en el momento actual de la cultura española.
En el número 1, el director publicaba con el título de «Este tiempo nuestro» un artículo cuyos párrafos principales decían así:
«Asistimos a un momento de la Historia como los que representaron, sin salirnos del marco de nuestra cultura occidental, la época helenística, la expansión de la Cristiandad o el Renacimiento. Todos ellos fueron, como estos años cruciales nuestros, unos procesos de transformación muy profundos, cuyos límites no se pueden fijar artificial y esquemáticamente en las siglas concretas de dos años.
Pero todos estos procesos de transformación representan un cambio importante de mentalidad: son una renovación, a la par que un desgaste, un nacimiento y una muerte. Preceden a unos siglos que la perspectiva de la historia nos permite ver teñidos de un color uniforme, cuya madurez se alcanza cuando se logra la síntesis de lo viejo y lo nuevo; cuando Roma es consciente de la herencia de Alejandro y ha asimilado el espíritu de la cultura griega. Cuando la hermandad universal que predica el cristianismo deja, por fin, sin razón de ser la radical separación de bárbaros y griegos, israelitas y gentiles. Cuando la Cristiandad superpone sus fronteras a las del antiguo Imperium, o Santo Tomás da un nuevo y agustiniano sentido a la filosofía de Aristóteles. Cuando el Estado moderno y los nacionalismos, triste herencia de un proceso de desintegración del espíritu universal de la Cristiandad, se han adueñado de los espíritus y ya no sabemos medir los hechos ni los hombres con una escala ecuménica.
Pero no basta la historia para dar cabal cuenta del hombre o de la Humanidad, como pretende aún en nuestros días este historicismo ambiente que impregna los libros, los escritos y hasta el aire de nuestro tiempo. Como si el ser antiguo o moderno, o incluso de esta o la otra generación, determinara la naturaleza, las posibilidades e incluso el destino de cada hombre. Tal enfoque, por el contrario, mutila sustancialmente la concepción del hombre: por una parte prescinde de lo supra o ultratemporal, o sea del noble destino de la criatura humana, que preside su existencia, justifica su nacimiento y da sentido a su muerte. Por otro lado niega la naturaleza al cargar el acento de la personalidad en la accidental instalación «hic et nunc» en el mundo de las existencias contingentes. La Historia, en efecto, desde dentro como tradición y desde fuera como ambiente, configura en cierto modo al individuo [25] haciéndole hijo de sus padres y hombre de su siglo. Explica la conducta muchas veces y el haz de trayectorias vitales, contemporáneas, que constituye la vida colectiva.
Pero dar razón de algo o de alguien no es por fuerza igual que darle la razón. Comprender una conducta o explicarla en el orden moral no es igual que aprobarla, y en un plano metafísico reconocer una realidad no es igual que dar razón de su existencia.
Todo este prolijo razonamiento viene a cuento aquí para desenmascarar una mentalidad ambiente que da el tono a nuestro tiempo, y de cuyo penoso polvo quiere nuestro tiempo despejar su camino. Vivimos, sin quererlo, inmersos en el historicismo, como jugamos sin saberlo con ideas democráticas o liberales, como nos inclinamos respetuosos ante el mito de la igualdad. Todo ello por la aplastante mayoritaria y universal victoria de dos errores capitales que acaban abrazándose en la más cruel, enérgica, violenta y consecuente de las subversiones sociales: la revolución marxista.
* * *
Estos historicistas han venido –es cierto– tras la turba de los racionalistas, amparados en sus fallos, justificando por ellos su presencia. Pero es cierto también que no hay más lógica aplicación del mito igualitario que el desfile uniformado y esas masas comunistas que marchan, a costa de los sacrificios de cada uno, por el áspero camino de la dictadura, hacia la meta ideal del supuesto paraíso proletario.
Ambos peligrosos males, separados o mezclados confusamente en las ideas, en la acción política y social y en la mentalidad ambiente, dominan en los dos bandos en que ha venido a partirse el mundo de nuestros días. Su discriminación es importante para no caer seducidos por el brillo de las conquistas de la técnica o por el ideal del progreso o por las falaces promesas de los mesianismos democráticos o marxista.
Pero la salvación tampoco se halla en la nostalgia. Lo que los hombres de este tiempo nuestro tenemos por delante como un quehacer es el mañana, y la más penosa, difícil y abnegada tarea de ir haciendo el presente.
Muchos de estos males no han venido de fuera a incrustarse como por arte de magia en el seno de una sociedad que fue cristiana. Nacieron de la misma, en su propio seno, por la ineficacia temporal o la desgana de los que debían haberlos evitado. Todos somos, al fin y al cabo, responsables de ellos.
La lección que estos hechos nos ofrecen es una enérgica y urgente invitación a acusar la presencia de los principios cristianos en la vida social contemporánea. Los católicos han asistido, al margen o inermes, al gigantesco repliegue de la ortodoxia que caracteriza a los siglos de la Edad Moderna, y alcanza en el 800 su punto culminante. Hoy los hombres de buena voluntad, más o menos acertadamente, vuelven los ojos al espíritu, mientras otros –los comunistas– los cierran con una violencia cuya agresividad resulta una nueva afirmación de ese mismo espíritu. Ni el ingenuo progresismo que espera la salud de la técnica o de la superioridad atómica ni el grosero materialismo seducen a los hombres más valiosos. Dios está a la vista, no porque vuelva a aparecer de pronto como un navío en el horizonte, sino porque el dolor ha purificado a los hombres, que empiezan ahora a darse cuenta de que no se había alejado nunca su sombra luminosa, sino que eran ellos los que estaban ciegos.»
* * *
Por último, en los mismos días finales de 1955, en los que se cierra este folleto, ha salido el número inicial de una publicación cultural nueva, del mismo tipo de las hasta aquí reseñadas: Punta Europa es su título, y su director, Vicente Marrero. En la línea del pensamiento tradicional, y aun con un marcado carácter tradicionalista en cuanto a tendencia política desde el primer número, que lleva ya fecha de enero de 1956, promete, por la selección de los colaboradores, la atención a temas literarios y artísticos, el vigor cultural de su contenido y su presentación cuidada y sobria, ser el pórtico de una manifestación más, entre las importantes, de la nueva vitalidad y del sentido actual de [26] la cultura católica en España. Christopher Dawson, Juan R. Sepich, Gaspar González, José Hierro, Manuel G. Cerezales, Antonio Pacios, Francisco Elías de Tejada, Lucas María de Oriol y Antonio Millán Puelles escriben en el primer número.
He aquí el editorial de presentación:
«A diferencia de lo que sucedía no hace muchos años, hay hoy pensadores en todas partes, jóvenes y maduros, que desean para sus países lo que en España se ha venido propugnando, desde hace más de un siglo, por las figuras de su pensamiento más genuino y auténtico: el llamado, por las profundas raíces históricas en la esencia de nuestro ser, pensamiento tradicional.
Cada vez más existe la clara y extendida evidencia de la incompatibilidad entre las ideas de la gran democracia y la dignidad del hombre. En la práctica se ha demostrado a fondo la vieja y sabia teoría de Platón, según la cual la tiranía se desarrolla preferentemente en las democracias, y ya nadie discute en la historia de las ideas sociales y políticas, que en la democracia hunden sus raíces las formas totalitarias, que el mundo civilizado rechaza de modo unánime.
Pero hoy en España, a diferencia de otros sitios, esta conciencia del nuevo estado de cosas, que huye tanto de las secuencias de la baja Ilustración como de otras más recientes y de tan oscuros orígenes, no es, como en la mayoría de los países, sólo conciencia de algunos intelectuales destacados. Posiblemente nuestro país es hoy uno de los pocos donde esta conciencia puede resultar de modo definitivo una nueva y palpitante experiencia.
Si esto es posible, realmente posible, se debe al 18 de julio de 1936, fecha cumbre en la España contemporánea, ante la que es imprescindible pararnos siempre para renovar toda posición que entre nosotros suponga un acto de existencia colectivo.
Si una revista eminentemente intelectual, libre y noblemente ambiciosa, como quiere ser Punta Europa, empieza sus primeras líneas haciendo esta afirmación, es porque supone mucho más que una mera afirmación política.
A medida que han ido pasando los años, cundiendo nuevas posturas, desvirtuándose otras y agitándose escondidos y descubiertos antagonismos, se hace necesario ser claros y volver a las bases más elementales sobre las que nos sustentamos. Por desgracia, este reclamo no lo hacemos, como hubiéramos deseado, sólo por un afán de pureza, sino también ante otros solapadamente agresivos.
El 18 de julio fue una rebeldía viril contra el estado de cosas precedentes. Una lucha por la libertad, una guerra de liberación, que fundamentalmente enlaza con aquellas otras también de liberación, las carlistas del siglo pasado. Corriente circulatoria de nuestra sangre histórica que se acredita a lo largo de más de un siglo. Pero si en el siglo XIX se perdieron las luchas en los campos de batalla, se supo mantener una fe incólume en los momentos de desesperanza, en los que mantenerla parecía locura. Se sostuvo en pie la denuncia constante de que no bastaba el mero cambio de postura dentro de la misma inercia de una situación, que indiferentes y débiles estimaban irremediable. Las guerras carlistas no lograron entonces sus objetivos, pero terminaron incorporándose, con todo su apoyo moral y espiritual, a este 18 de julio nuestro, que dejó definitivamente atrás un estado de cosas para el que no queremos billete de vuelta.
Han quedado atrás muchos años vergonzosos por los que no sentimos añoranza ninguna y de los que no queremos hablar ahora. Situados ya a una relativa distancia de aquel día cálido de julio, hemos visto pasar tantas cosas, que reclaman vivamente nueva confianza, nueva savia, nuevas razones, nuevas juventudes, nuevos y necesarios impulsos, ahora, precisamente ahora, cuando los principios que han resistido las pruebas de la Historia vuelven a conquistar su influencia sobre el mundo.
Fue un error principalísimo de muchos de nuestros antecesores, sobre todo a fines del siglo pasado, el ser brillantes en sus críticas, y tan sólo en eso, en sus críticas. No hubo en el Continente más que unas cuantas mentes capaces de enfrentarse y discutir con ellos. Pero su crítica se reducía al [27] «yo ya te lo había dicho», de tan mal gusto, tentación que, a la vista del monumental fracaso del progresismo, era irresistible.
Hoy la actitud es otra. Se exige de nosotros, como en más de una ocasión se ha manifestado, no sólo una actitud receptiva, sino creadora de la cultura. Una clara conciencia del valor venidero de la Historia. La percepción justa de que lo histórico no es meramente lo pasado, lo que fue, sino lo que perdura en lo que es y lo que condiciona el porvenir. Se nos llama no tanto a evocar el pasado como a orientar en el futuro, a tener brújula en el mundo de las actualidades. Sabemos que muchas corrientes contemporáneas, más que una negación a priori de las corrientes revolucionarias, son un desengaño de ellas. Realidad desilusionada que no ha de desconocerse, sino suponerse, sobre todo cuando hay que tener en cuenta que la gran revolución que domina nuestro tiempo, más que una revolución de las ideologías, lleva el camino de convertirse en una revolución de los hechos que rompe cuadros económicos, políticos y sociales.
Nuestra historia ofrece principios, formas, experiencias, maneras de satisfacer lo que muchos han buscado y no han logrado encontrar. Para servir esos principios que han alumbrado los mejores momentos de nuestro pueblo, cuando marchaba hacia aquel horizonte universal y humano que nuestros mayores entrevieron; principios que han resistido todas las pruebas, todos los embates, y que vuelven a conquistar su influencia en la Historia, es para lo que Punta Europa sale a la luz.
Si Europa falla en un rincón, se despierta en otro. Ese otro rincón en nuestro tiempo, donde el alma de Occidente puede estar vigilante, vuelve a ser España punta de Europa, lo que a nuestro entender significa –lo decimos sin estridencia, sin ánimo descompuesto, sin descomedirnos– extremo, avanzada en el complejo humano de su dimensión física y espiritual, y de más está decir que vivimos en un tiempo en el que una extrema vencerá, lo que decimos también con ánimo generoso, con un gesto amplio de alianza, sincero con todos aquellos que quieran despertar una clara conciencia del valor de nuestro ser, y para los que tan importante como ganar sea jugar limpio. ¡Dios quiera que en esta gran era que ha empezado en el mundo y en la que fundamentalmente se lucha por el reino del espíritu, la acción de los españoles sea tan acertada y creadora como fue en el pasado!»
V. Horizontes abiertos
Con este título, que es el de una de las secciones de Punta Europa, la más reciente de las revistas culturales españolas, podemos plantearnos también aquí, para terminar, la pregunta que Menéndez Pelayo colocó como cifra de su más palpitante investigación, en el Epílogo de la Historia de los Heterodoxos: «¿Qué se deduce de esta historia? A mi entender, lo siguiente.»
Viene siendo norma constante de la vida cultural de todo el Occidente, y por supuesto de España, que las corrientes de pensamiento, tan pronto adquieren consistencia y vitalidad suficientes, por lo menos inicial, catalicen en torno a las páginas de una revista el fruto de sus esfuerzos intelectuales. Y como «toda idea es una acción incoada», de ahí que el panorama de esas ideas más vivas y más vigorosamente sostenidas, simbolizadas en las más importantes revistas culturales, no sólo representan un plano de las estructuras mentales de la sociedad en que alientan, sino que además prefiguran las direcciones de la vida pública en cada país. Hoy, aquí, concretamente, España.
La vida, que nada ni nadie ha detenido nunca, ni detendrá hasta la plenitud de la tarde del último día, va trayendo poco a poco –también en la historia pequeña de las revistas culturales– la caducidad de los intentos pasados, y la prometedora amanecida de movimientos nuevos. En la gran cicatriz de la guerra de España terminaron la Revista de Occidente, Acción Española y Cruz y Raya, lo mismo que antes habían terminado por otras causas La España Moderna, aquella Filosofía y Letras que antes he nombrado, y otras revistas del siglo XIX, y lo mismo que terminaron también la Revista de Estudios Hispánicos o el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza. Llegaron asimismo a su punto final las publicaciones culturales periódicas de los años de la guerra, tanto las de zona roja como las de la España nacional. Terminaron igualmente Escorial y Finisterre.
Desviadas hacia una especialización estricta y menos interesante, tanto Arbor como la Revista de Estudios Políticos, son, quizás, Clavileño, Nuestro Tiempo y Punta Europa las tres más fuertes publicaciones de la España de hoy que ocupan la plaza de «revistas culturales».
Creo yo que en el ámbito de nuestra cultura hay sitio, que debe cubrirse, para alguna otra revista cultural de más estrictas exigencias teoréticas, de más ancho alcance nacional y de más alto y ambicioso vuelo. Quizás no es éste el momento mejor. Quizás alguna de estas publicaciones que hoy aparecen vengan en el futuro, más o menos inmediato, a llenar por el esfuerzo de su propio brazo ese sitio rector de las capitanías del espíritu. Quizás el tiempo inmediato traiga al panorama de las revistas españolas alguna otra nueva que encarne de un modo más pleno las posibilidades de este instante de nuestra vida cultural contemporánea. En él empieza a irrumpir a ojos vistas, por encima y por debajo del juego externo de las anécdotas, aquella mentalidad enteriza, universalista y resuelta a la que se orientaban los esfuerzos creadores de las últimas épocas, las más nobles ansias de nuestra historia reciente, y a la que están orientadas las más creadoras posibilidades de nuestra realidad intelectual de hoy.
A eso llamo «horizontes abiertos».
Bajo el signo esencial de la libertad del espíritu –que es «la potestad de elegir los medios»–, y bajo el signo también esencial de la fidelidad a la Verdad trascendente y a la verdad objetiva, es como podrá construirse el ancho cauce que postula esta actual apertura de horizontes.
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