Filosofía en español 
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 < Blas Pascal · Cartas escritas a un provincial > 


1684 1849

Carta segunda

De la gracia suficiente

De París, a 29 de enero de 1656

Muy señor mío,

Al tiempo que estaba cerrando la carta que he escrito a Vm., entró a visitarme el señor N., amigo nuestro antiguo. Tuve su venida a dicha grande para satisfacer mi curiosidad, porque está bien informado de las cuestiones de este tiempo, y penetra bravamente en los secretos y designios de los jesuitas, y siempre está con ellos y conversa con los principales. Después de haber tratado sobre lo que le había traído a mi casa, le rogué que me dijese brevemente cuáles eran los puntos que se controvertían entre las dos partes.

Al instante me satisfizo, diciéndome que los puntos principales eran dos: el uno acerca del poder cercano, y el otro acerca de la gracia suficiente. En mi carta antecedente relaté a Vm. lo que había acerca del primero: en esta trataré del segundo.

Supe pues en breve que el debate que hay acerca de la gracia suficiente está en que los jesuitas pretenden que haya una gracia dada generalmente a todos los hombres, de tal suerte avasallada y sujeta al libre albedrío, que este la puede hacer eficaz o ineficaz como quisiere, sin otro auxilio de Dios, y sin que falte nada de su parte para obrar efectivamente: por tanto la llaman suficiente, porque ella sola basta para obrar. Los jansenistas, al contrario, quieren que no haya gracia actualmente suficiente que no sea también eficaz; esto es, que todas aquellas gracias que no determinan la voluntad para obrar efectivamente, son insuficientes, porque dicen que nunca se obra sin gracia eficaz. Y esta es la contienda que hay el día de hoy.

Y deseando saber después cuál era la doctrina de los nuevos tomistas acerca de este punto, díjome que era bizarra, porque estos están de acuerdo con los jesuitas en admitir una gracia suficiente que se da a todos los hombres; pero niegan que los hombres puedan obrar con esa sola gracia, diciendo que han menester además que Dios les dé una gracia eficaz que realmente determine la voluntad a la acción, y la cual Dios no da a todos. De modo que, según esta doctrina, dije yo, esa gracia es suficiente no siéndolo. Así es, me dijo; porque, si es suficiente, no es menester más para obrar; y si es menester más, no es suficiente.

Pero, dije yo, ¿qué diferencia hay entre estos y los jansenistas? La diferencia que hay, dijo, consiste en que por lo menos los dominicanos no dejan de decir que todos los hombres tienen gracia suficiente. Ya lo entiendo, respondí yo; pero eso lo dicen sin pensarlo, pues confiesan que para obrar es forzoso tener una gracia eficaz, la cual no se da a todos; y así, aunque estén conformes con los jesuitas en un término que no tiene sentido, les son opuestos, y con los jansenistas conformes, en la sustancia. Es verdad, dijo él. ¿Pues cómo, repliqué yo, los jesuitas están unidos con ellos? y ¿cómo no les hacen guerra como a los jansenistas, pues en ellos tendrán siempre adversarios poderosos contra sí, los cuales, defendiendo la necesidad de la gracia eficaz que determina la voluntad, les han de impedir que puedan establecer aquella gracia que dicen ser sola suficiente?

Eso no, me dijo, no tocarán ellos esta tecla: es menester disimular con los que son poderosos en la Iglesia. La Compañía tiene mucho de política, y se contenta en esta ocasión con haber logrado que por lo menos admitan los dominicanos el nombre de gracia suficiente, aunque lo entiendan en un sentido diferente. Por este camino saca esta ventaja, que hará que pase su opinión de ellos por defectuosa e improbable cuando lo juzgare a propósito; y le será muy fácil. Porque, suponiendo que todos los hombres tienen gracias suficientes, naturalmente se puede concluir que la gracia eficaz no es necesaria, ya que la suficiencia de tales gracias generales habría de excluir la necesidad de otra cualquiera. Quien dice suficiente, dice todo cuanto es necesario para obrar; y no les valdría a los dominicanos el dar voces diciendo que toman el vocablo suficiente en otro sentido: el pueblo, que está acostumbrado a entender ese término según el sentido común y ordinario, no querrá atender a la explicación. De manera que la Compañía se aprovecha lo bastante de la expresión que los dominicanos admiten, sin querer obligarles a más; y si supieses lo que pasó en tiempo de los pontífices Clemente VIII y Paulo V, y la oposición que los dominicanos hicieron a la Compañía al tiempo de establecer la gracia suficiente, no te causaría al presente admiración que ande escaldada y que no quiera ponerse con ellos, y que consienta que guarden ellos su opinión, como la suya quede libre; y más cuando ellos mismos la favorecen admitiendo el nombre de gracia suficiente, y usando de él públicamente en virtud del ajuste que tienen hecho entre las dos partes.

Está la Compañía muy satisfecha y gustosa del agasajo que le hacen. No pide que los dominicanos nieguen absolutamente la necesidad de la gracia eficaz; eso sería apretar mucho: no es menester tiranizar sus amigos. Harto ganaron con eso los jesuitas, porque los hombres se pagan de palabras: pocos son los que ahondan, y que van al alma del sentido; y así, siendo bien recibido el término de gracia suficiente, y aceptado de entrambas partes, aunque en diferente sentido, ninguno hay, excepto los más sutiles teólogos, que no piense que los dominicanos llevan la misma doctrina que los jesuitas y que están conformes en el sentido de ese término; y por lo que se sigue se verá que los jesuitas no son los más lerdos.

Yo confieso, dije, que es gente muy diestra; y para aprovecharme de su consejo, fuíme luego a los dominicanos, donde hallé a la puerta a uno de mis amigos, gran jansenista, porque con todos me avengo bien. Este preguntaba por un padre, y no era el mismo que yo buscaba; pero a fuerza de ruegos le obligué a venir conmigo. Llamé a uno de mis nuevos tomistas: alegróse mucho cuando me vió. Y bien, padre mío, dije yo, ¿no basta que todos los hombres tengan un poder cercano, con que sin embargo nunca efectivamente obran, sino que es menester que tengan además una gracia suficiente, la cual tampoco puede producir efecto alguno? ¿No es esta la opinión de vuestra escuela? Sí, dijo el buen padre, y esta mañana la expliqué bravamente en la Sorbona, donde estuve discurriendo toda mi media hora; y si no hubiera sido por el reloj de arena, hubiera desmentido aquel proverbio impertinente que ya corre por todo París: Declara su opinión con un gesto de bonete como un fraile en la Sorbona. Y yo le pregunté, ¿qué entiende V. P. con esa media hora y con ese reloj de arena? ¿pónese alguna tasa a vuestros razonamientos? Díjome que sí, y que esto se hacía de pocos días acá. Pues qué, ¿hase puesto obligación de discurrir media hora cabalmente? No por cierto, respondió; porque puede un hombre discurrir menos, pero no más que media hora. ¡Brava regla es esa, dije yo, para los ignorantes! ¡pretexto honesto para los que no tienen cosa buena que decir!

Pero en fin, padre mío, aquella gracia que se da a todos los hombres ¿es suficiente? Respondióme que sí. Y sin embargo, dije, ¿no alcanza efecto alguno sin gracia eficaz? Así es, me dijo. ¿Y todos los hombres tienen la suficiente, proseguí, y no todos tienen la eficaz? Es verdad. Esto es, dije yo, que todos tienen y no tienen gracia suficiente, y que aquella gracia es suficiente sin ser suficiente; como si dijéramos, es suficiente de nombre, insuficiente en efecto. En buena fe, padre mío, que esta doctrina es bien sutil. ¿Olvidó V. P., cuando dejó el mundo y se hizo fraile, lo que significa este término suficiente? ¿No se acuerda que comprende debajo de su significación todo cuanto es necesario para obrar? Cierto es que se le ha quedado todavía en la memoria; porque, valiéndome de una comparación que será más palpable, supongamos que no le pusiesen a V. P. a la mesa más que dos onzas de pan y un vaso de agua al día, ¿estaría V. P. satisfecho de su prior si dijese que esto era lo suficiente para el sustento, con pretexto de que con otra cosa, pero no dándosela, tendría V. P. todo cuanto le sería necesario para mantenerse? Ya se ve que no. ¿Cómo pues V. P. llega a decir que todos los hombres tienen gracia suficiente para obrar, puesto que confiesa que hay otra absolutamente necesaria, la cual no tienen todos? ¿Piensa V. P. que este artículo es de poca consideración, y que es bien dejar a la libertad de los hombres que crean o que no crean que la gracia eficaz es necesaria? ¿Acaso no importa que se diga que con la gracia suficiente se puede obrar efectivamente? ¡Cómo que no importa! dijo mi buen religioso. Es herejía el decirlo, es herejía formal; porque es de fe que es necesaria la gracia eficaz para obrar: y es herejía el negarlo.

¿Pues en qué estamos? dije yo, ¿qué partido tomaré? Si niego la gracia suficiente, soy jansenista. Si la admito como los jesuitas, y sostengo que la gracia eficaz no es necesaria, V. P. dice que seré hereje. Y si la admito como V. P. enseña, diciendo que además es necesaria la gracia eficaz, peco contra el común sentir, y seré tenido por extravagante, según dicen los jesuitas. ¿Qué haré yo en esta perplejidad inevitable? ¿necesariamente he de ser o extravagante, o hereje, o jansenista? ¿A qué extremos hemos llegado, si solos los jansenistas no se desavienen ni con la fe, ni con la razón, y se libran de la locura y del error juntamente?

Mi buen jansenista tenía este discurso mío a buen presagio, y ya me juzgaba de su parte. Sin embargo no me dijo nada; pero volviéndose al padre, le dijo: Padre mío, ¿en qué estáis vosotros conformes con los jesuitas? En que los jesuitas y nosotros, respondió, admitimos las gracias suficientes que todos los hombres reciben. Pero, dijo el jansenista, hay dos cosas que considerar en ese vocablo de gracia suficiente: hay el sonido, que no es más que aire, y lo que significa, que es una cosa real y efectiva. Y así, cuando vosotros estáis conformes con los jesuitas en el vocablo suficiente, y opuestos en el sentido de él, es visible y claro que sois contrarios en la sustancia de ese término, y que sólo concordáis en el sonido. ¿Es modo ese de obrar fiel y sinceramente?

¿Pues qué mal puede haber? dijo el buen hombre. ¿De qué os quejáis vosotros, pues no hacemos mal a nadie con este modo de hablar? porque en nuestras escuelas decimos abiertamente que nuestro sentir es contrario a la opinión de los jesuitas. Quéjome, dijo mi amigo, de que no publiquéis por todo el mundo que vosotros entendéis por gracia suficiente una gracia que no es suficiente. Vuestra conciencia os obliga, cuando mudáis de esa suerte el sentido ordinario de los términos en materia de religión, a declarar que cuando vosotros admitís una gracia suficiente en todos los hombres, queréis decir que no tienen gracias efectivamente suficientes. Cuantas gentes hay en todo el universo entienden ese vocablo suficiente en un mismo sentido; solo los nuevos tomistas le entienden en otro. Todas las mujeres, que hacen por lo menos la mitad del mundo, todos los cortesanos, todos los militares, todos los magistrados, todos los mercaderes, y finalmente todos los demás del pueblo entienden por este término de suficiente una cosa que encierra en sí todo lo necesario. Casi nadie tiene noticia de esta vuestra rara singularidad. Solo se sabe por todo el orbe que los dominicanos enseñan que todos los hombres tienen gracias suficientes. ¿Qué se puede concluir de esto, sino que enseñan que todos los hombres tienen las gracias necesarias para obrar, y más viéndolos unidos y conformes en los intereses e intrigas con los jesuitas, que llevan esa doctrina? La conformidad de vuestras expresiones, junta con aquella unión de parcialidad, ¿no es una manifiesta interpretación y confirmación de la uniformidad de vuestro sentir?

A la pregunta que hacen todos los fieles a los teólogos: ¿Cuál es el verdadero estado de la naturaleza después de su corrupción? san Agustín y sus discípulos responden que no tiene más gracia suficiente de la que Dios le quiere dar. Entran después acá los jesuitas diciendo que todos tienen gracias suficientes. Tomóse el parecer de los dominicanos sobre esta contrariedad; ¿y qué hacen? Aúnanse con los jesuitas. Con esta unión y liga hacen mayor número. Apártanse de aquellos que niegan estas gracias suficientes, y declaran que todos los hombres las tienen. ¿Qué se puede juzgar de esto, sino que autorizan este sentir de los jesuitas? Y luego añaden que no obstante es verdad que estas gracias suficientes son vanas e inútiles sin las eficaces, y que estas no se dan a todos.

¿Queréis ver un retrato de la Iglesia puesta entre estos pareceres? Yo la considero como a un hombre que, partiendo de su tierra para hacer un viaje, da con unos ladrones, y estos le cogen y le dan muchas heridas, y le dejan medio muerto. Envía a llamar tres médicos de las ciudades más vecinas. El primero que llega, habiendo descubierto las llagas, las juzga mortales, y declara al herido que solo Dios le puede volver las fuerzas perdidas. Vino después el segundo, y quiso lisonjearle, diciéndole que aun tenía fuerzas suficientes para llegar a su casa; y levantándose contra el primero porque se oponía a su dictamen, halló modo y forma de perseguirle para derribarle. El enfermo, puesto en medio de estas dudas y diferentes opiniones, viendo venir de lejos al tercero, le alargó los brazos, como a quien le diría lo que había de hacer. Habiendo este considerado atento las heridas, y sabiendo el parecer de los dos primeros, siguió el del segundo, y poniéndose de su parte echaron de allí vergonzosamente al primero, porque eran más fuertes en número. El enfermo juzgó por la acción que este último era del parecer del segundo, y, preguntándole si era así, le dijo afirmativamente que sus fuerzas eran suficientes para proseguir su viaje. Sin embargo el herido, como sentía su flaqueza, le preguntó cómo juzgaba que sus fuerzas eran suficientes. Díjole: porque todavía tienes piernas, y estas son los órganos que bastan, naturalmente para andar. Pero, replicó el enfermo, ¿tengo yo la fuerza necesaria para servirme de ellas? porque a mí me parece que son inútiles con la flaqueza que siento. No por cierto, dijo el médico, nunca podrás andar efectivamente, a menos que Dios te envíe un auxilio extraordinario para poder sostenerte y conducirte. ¡Pues cómo! dijo el enfermo, ¿luego no tengo en mí las fuerzas suficientes, y a las que no falte nada para andar efectivamente? De ninguna manera, le respondió. ¿Luego, Vm., señor médico, dijo el herido, es de parecer contrario, y no se ajusta con su compañero acerca de la verdad de mi estado y de mi indisposición? Yo lo confieso, dijo el médico.

¿Pues qué pensáis que dijo el enfermo? Quejóse grandemente del proceder tan extraño y del lenguaje tan ambiguo de este tercer médico. Le vituperó por haberse conformado con el segundo, con quien estaba muy opuesto en el sentir, y con quien no tenía sino una conformidad aparente; y por haber echado al primero, con quien en realidad estaba conforme. Y después de haber probado sus fuerzas, y conocido por experiencia su flaqueza, los despidió a entrambos; y volviendo a llamar al primero, se puso en sus manos, y, siguiendo su consejo, pidió a Dios las fuerzas que de sí confesaba no tener: alcanzó misericordia, y con su auxilio llegó felizmente a su casa.

El buen padre, suspenso y atónito con semejante parábola, quedó sin habla. Y yo le dije con blandura para alentarle: Veamos ahora, padre mío, ¿dónde estuvo vuestro juicio cuando disteis nombre de suficiente a una gracia que vosotros mismos decís que es de fe y se ha de creer que en realidad es insuficiente? Esto es, dijo él, hablar sin embarazo. Tú eres libre, y eres un particular; yo soy religioso y atado a una comunidad. ¿No ves la diferencia que hay entre nosotros dos? Los religiosos dependemos de los superiores; y estos también tienen sus dependencias. Ellos prometieron nuestros sufragios: ¿qué quieres que yo haga? Con media palabra entendimos lo que quería decir, y esto nos recordó a la memoria lo de su cofrade, que fue desterrado a Abevilla por otra causa semejante.

Pero, pregunté, ¿porqué vuestra comunidad se puso en este empeño de admitir tal gracia? Este es otro punto, me respondió. Lo que puedo decir brevemente, es que nuestra orden ha hecho cuanto le ha sido posible para mantener la doctrina de santo Tomás acerca de la gracia eficaz. ¿Qué esfuerzos no hizo para oponerse fervorosamente a la doctrina de Molina al tiempo que salía a luz? Es increíble lo que trabajó para defender la necesidad de la gracia eficaz de Jesucristo. ¿No sabes lo que pasó en tiempo de Clemente VIII y de Paulo V, y que, previniendo la muerte a uno, y los negocios de Italia impidiendo al otro de publicar su bula, nuestras armas quedaron arrimadas en el Vaticano? Pero los jesuitas, habiéndose desde los principios de la herejía de Lutero y Calvino prevalido de la poca luz que el pueblo tiene para discernir el error de esta herejía y para conocer la diferencia que hay de ella a la doctrina de santo Tomás, en poco tiempo sembraron por todas partes su doctrina con tan feliz suceso, que muy presto se hallaron dueños de la credulidad de los pueblos, y nosotros nos hallamos a pique de ser tenidos por calvinistas, y de ser tratados como lo están hoy los jansenistas, si no hubiéramos templado la verdad de la gracia eficaz con admitir, por lo menos en apariencia, la suficiente. Habiendo llegado a estos extremos, ¿qué podíamos hacer, para salvar la verdad sin perder nuestro crédito, sino aceptar el nombre de gracia suficiente, pero negando que lo sea efectivamente? Y esto es lo que sucedió.

Díjonos esto con tanto sentimiento y muestras de dolor, que me dio lástima; pero a mi compañero no, quien antes le dijo: No os alabéis de haber salvado la verdad. Por cierto que si la verdad no hubiera tenido otros protectores y otros defensores que vosotros, hubiera perecido entre manos tan flacas y cobardes. Vosotros habéis admitido en la Iglesia el nombre de su enemigo; lo cual es admitir al enemigo mismo. Los nombres son inseparables de las cosas que denotan. Si una vez el vocablo de gracia suficiente queda establecido, no os valdrá decir que entendéis por él una gracia que es insuficiente; nadie os oirá. Vuestra explicación será odiosa a todo el mundo; en él no se habla así, aun en las cosas que son de menor importancia. Los jesuitas triunfarán, y efectivamente su gracia suficiente quedará establecida, y no la vuestra, que no tiene más que el nombre; y se tendrá por artículo de fe lo contrario totalmente de lo que vosotros creéis.

Primero sufriremos que nos martiricen, respondió el padre, que consentir en que se establezca la gracia suficiente de la manera que los jesuitas la entienden, porque santo Tomás es de contraria doctrina, y nosotros juramos seguirla hasta la muerte. A esto mi amigo le dijo: Andad, andad, padre mío, vuestra orden conserva muy mal la honra que recibió. Vuestra orden desampara aquella gracia que le fue confiada, y que tuvo defensores desde la creación del mundo; aquella gracia victoriosa que los patriarcas aguardaron, que los profetas predijeron, que Jesucristo trajo, que san Pablo predicó, que san Agustín, el mayor de los Padres enseñó; que sus discípulos abrazaron; que san Bernardo, el último de los santos Padres, confirmó; que santo Tomás, el ángel de las escuelas, defendió; y que de él pasó a vuestra orden, donde la enseñaron tantos hombres insignes de vuestra religión, y que fue valerosamente defendida por vuestros religiosos en tiempo de los pontífices Clemente VIII y Paulo V: aquella gracia eficaz, digo, que había sido como depositada en vuestras manos para que tuviese para siempre en una orden tan santa predicadores que la predicasen hasta el fin del mundo, al presente se halla como desamparada por intereses tan viles y tan indignos. Ya es tiempo que otras manos tomen las armas para su defensa; ya es tiempo que Dios suscite discípulos intrépidos que lo sean del doctor de la gracia, y que estos, olvidados y ajenos de las cosas de este mundo, sirvan a Dios por Dios. Bien puede la gracia no tener de aquí en adelante a los dominicanos por defensores; pero no le faltarán muchos que la defiendan. Ella misma con su fuerza todopoderosa se hará defensores. Ella pide corazones puros y desinteresados; y ella misma los purifica y los desprende de los intereses del mundo, que son incompatibles con las verdades del Evangelio. Pondérelo bien, V. P., y mire que Dios no mude de su lugar aquel farol, y que no os deje en tinieblas, y sin corona y sin galardón, en pena y castigo de la frialdad que tenéis en una causa que es tan importante para la Iglesia.

Mucho más hubiera dicho mi buen jansenista, porque le iba creciendo de más en más el fervor. Pero atajéle el discurso, y dije levantándome de mi asiento: En verdad, padre mío, que si yo tuviera algún poder en Francia, haría publicar al son de una trompeta: Que supiesen todos que cuando los dominicanos dicen que la gracia suficiente es dada a todos, ellos entienden que no todos tienen la gracia efectiva y realmente suficiente. Entonces lo podríais decir cuanto se os antojase, pero no de otra suerte. Y con esto se acabó nuestra visita.

Luego bien ve Vm. por lo referido, que esta es una suficiencia política, semejante al poder cercano. Sin embargo diré a Vm. libremente que soy de parecer que cualquiera puede, sin correr riesgo, dudar del poder cercano y de la gracia suficiente, como no sea dominicano.

Cerrando estaba esta carta, cuando llegó a mi noticia que se había dado la censura; pero como no sé en qué términos se dió, y no se publicará hasta el 15 de febrero, aguardaré al primer ordinario para tratar de ella. Guarde Dios a Vm., &c.

[ Blas Pascal, Cartas escritas a un provincial, París 1849, páginas 13-26. ]