< Blas Pascal · Cartas escritas a un provincial >
1849
Carta quinta
Designio de los jesuitas al establecer una nueva doctrina moral. Dos clases de casuistas entre ellos: muchos relajados, y algunos rígidos; razón de esta diferencia. Explicación de la doctrina de la probabilidad. Multitud de autores modernos y desconocidos puestos en lugar de los santos Padres
De París, a 20 de marzo de 1656
Muy señor mío,
He aquí lo que ofrecí a Vm.: aquí van los primeros perfiles de la doctrina moral de los buenos padres jesuitas, de estos hombres eminentes en doctrina y en sabiduría, dirigidos todos por la sabiduría divina, que es más segura que toda la filosofía. Vm. piensa quizá que me chanceo: dígolo con todas veras, o, por mejor decir, ellos mismos lo dicen en su libro intitulado: Imago primi sæculi. Yo no hago más que copiar sus palabras, como en lo demás que se sigue de este elogio: Esta es una compañía de hombres, o más bien de ángeles, que fue profetizada por Isaías en estas palabras: Andad, ángeles prontos y veloces. ¿No es clara la profecía? Son espíritus de águilas; es una manada de fénices, habiendo cierto autor probado poco ha que hay muchos. Ellos han cambiado la faz de la cristiandad. Es forzoso creerlo así, pues ellos mismos lo dicen. Y ahora lo verá Vm. por este discurso, que descubrirá sus máximas.
Quise informarme bien y con buen modo, y no me fié de lo que mi amigo me había dicho. Fui a comunicar con ellos mismos; pero hallé que no me había dicho nada que no fuese verdadero. Creo que jamás miente. Vm. lo verá por las conferencias que tuvimos.
En la que tuve últimamente con él, me dijo cosas tan extrañas, que se me hacía duro el creerlas; pero mostrómelas en los libros de los mismos padres: de manera que solo me quedó por decir en defensa de ellos que esas eran doctrinas de algunos particulares, y que no era justo imputarlas a todo el cuerpo. Y efectivamente le aseguré que conocía algunos que guardaban tanta severidad y rigor como blandura los relajados que me citó. Diole ocasión este mi discurso para descubrirme el espíritu de la Compañía, que no todos alcanzan; y puede ser que Vm. tome gusto en saberle. He aquí lo que me dijo.
Piensas hacer mucho en favor de los jesuitas, diciendo que tienen padres tan conformes con la doctrina evangélica como otros le son contrarios; y de aquí concluyes que aquellas opiniones anchas no son de toda la Compañía. Bien lo sé; porque si esto fuese, no sufriría ella a los que son tan rígidos. Pero como también encierra en sí y sufre a los que son tan relajados, concluye también que el espíritu de la Compañía no es el de la severidad cristiana; porque si esto fuese, no sufriría a los que están tan alejados de ella.
Pues, repliqué yo, ¿cuál sería el genio y designio del cuerpo entero? Sin duda debe ser que no tienen alguno señalado y fijo, y que cada uno tiene la libertad de decir a la ventura cuanto se le antoja, salga como saliere. Esto no puede ser, me respondió: no podría subsistir un cuerpo tan grande con un gobierno temerario, y sin alma que rija y regle sus movimientos; a más de que tienen una constitución particular de no imprimir cosa alguna sin licencia de los superiores. Bien está, dije yo; mas ¿cómo pueden los superiores ajustarse y consentir en máximas tan diferentes? Esto es menester que sepas, me dijo.
Has de saber pues que el designio de los padres jesuitas no es de viciar y corromper las buenas costumbres; pero tampoco tienen por único fin corregir y reformar las malas: sería mala política. He aquí su pensamiento de ellos. Como tienen de sí mismos la presunción que basta para creer que es útil y aun necesario al bien de la Religión que su crédito y estimación se extienda por todas partes, y que son los que deben regir todas las conciencias. Y por cuanto las máximas evangélicas y severas son propias para gobernar cierto género de personas, se valen de ellas en estas ocasiones cuando les está bien. Más como estas mismas reglas no se ajustan al genio de la mayor parte de los hombres, déjanlas para con estos, y toman otras que ellos han forjado para satisfacer y dar gusto a todo el mundo. Por esta razón, habiendo de tratar, como tratan, con personas de todo género de estados y con naciones tan diferentes, es necesario que tengan casuistas apropiados para tanta diversidad.
De aquí puedes fácilmente juzgar que si no tuvieran en su Compañía más que casuistas relajados, destruirían su designio principal, que es de abrazar todo el mundo, puesto que todos aquellos que son verdaderamente píos y de buena conciencia buscan las reglas más seguras. Pero como estos son pocos, para gobernarlos no necesitan de muchos directores rigurosos. Tienen pocos para pocos; y como el número de los que buscan los ensanches es mayor, tienen para estos una infinidad de casuistas relajados.
Con este modo cómodo y flexible, como le llama el padre Petau, alargan los brazos a todo el mundo y a ninguno desechan. Porque si les viene alguno que tiene resolución de restituir la hacienda mal ganada, no tengas miedo que se lo disuadan; antes alabarán y confirmarán esa resolución tan santa. Pero venga otro que quiera ser absuelto sin querer restituir; muy dificultoso sería, si no le diesen alguna salida de la cual se constituirán garantes.
Por esta vía conservan sus amigos, y se defienden de todos sus enemigos. Porque si los acusan de relajados en extremo, luego sacan a luz sus directores austeros, con algunos libros que tratan del rigor de la ley cristiana; con lo cual los simples y los que no ahondan más, sin otra prueba quedan satisfechos.
Y así tienen de todo y para todo género de personas, y responden tan ajustadamente a cuanto se les pregunta, que, cuando se hallan en aquellas partes donde un Dios crucificado pasa por locura, disimulan y suprimen el escándalo de la cruz, y solo predican Jesucristo glorioso, y no Jesucristo humilde y penando: como hicieron en las Indias y en la China, donde permitieron a los cristianos hasta la idolatría, con esta sutil invención, a saber, enseñando a aquellos pueblos que podían adorar los ídolos Cachin-choam y Keum-fucum, con tal que mentalmente refiriesen esta adoración a una imagen de Cristo que habían de tener encubierta debajo del vestido, como el padre Gravina, dominicano, les echa en cara, y como lo atestigua el memorial en castellano de los frailes menores que estaban en las islas Filipinas, presentado a Felipe IV, rey de España, según lo refiere Tomas Hurtado en su libro del Martirio de la fe, pág. 427. De suerte que fue menester que la congregación de los cardenales de propaganda fide hiciese particular inhibición a los jesuitas, so pena de excomunión, de permitir adorar los ídolos bajo cualquier pretexto, y de ocultar el misterio de la cruz a los que ellos instruían en la fe, mandándoles expresamente no admitir al bautismo a los que ignoraban este misterio, como también poner en sus iglesias la imagen de Cristo crucificado patente, como se contiene ampliamente en el decreto de dicha congregación, dado en 9 de julio del año 1646, y firmado por el cardenal Capponi.
De esta manera los jesuitas se han introducido por todo el mundo, valiéndose de la doctrina de las opiniones probables, origen y piedra fundamental de todo este desconcierto. Infórmate de ellos mismos, y te lo dirán, porque a nadie celan este artificio de la probabilidad, ni lo demás que acabas de oír; con sola esta diferencia que ellos encubren su prudencia humana y su política con el pretexto de una prudencia divina y cristiana: como si la fe y la tradición que la mantiene, no fuese siempre una misma e inmutable en todo tiempo y en todo lugar; como si la regla se hubiese de doblar para convenir con lo que le debe ser conforme, y como si las almas, para purificarse de sus manchas, hubiesen de corromper la ley del Señor; cuando es la ley del Señor, sin mancha y santa toda, la que debe convertir las almas y ajustarlas con las instrucciones saludables.
Anda pues, te ruego, a ver esos buenos padres, y estoy cierto que fácilmente en los ensanches de su moral notarás la causa y origen de la doctrina que enseñan acerca de la gracia. Verás las virtudes cristianas tan disfrazadas y tan desnudas y privadas de la caridad, que es su alma y vida; verás tantos delitos paliados, tantos desórdenes tolerados, que ya no extrañarás que enseñen que todos los hombres tienen siempre gracia suficiente para vivir cristianamente de la manera que ellos lo entienden. Como su doctrina moral es toda en sí pagana, la naturaleza por sí basta para observarla. Cuando nosotros decimos que la gracia eficaz es necesaria para ejercer actos de virtudes, estas virtudes son muy diferentes de las que ellos ponen. No queremos que un vicio sea remedio de otro, ni que los hombres hagan solamente obras exteriores de religión. Pedimos virtudes que sean de mayor estimación que las de los fariseos hipócritas, y que las de los sabios gentiles; porque para estos la ley y la razón son gracias suficientes. Más para desarraigar un alma del afecto del mundo, para arrancarla de lo que más quiere, para que muera para sí misma, para llevarla y unirla única e indisolublemente con Dios, es obra de una mano no menos que todopoderosa. Y querer persuadir que estas virtudes cristianas están en nuestra mano y que siempre tenemos gracias suficientes para ejercitarlas, es cosa tan fuera de razón como negar que esas virtudes destituidas de caridad, que los jesuitas confunden con las cristianas, estén en nuestro poder.
Esto es lo que me dijo con harto dolor, porque efectivamente siente en el alma esta depravación de la doctrina cristiana. Y yo quedé considerando, no sin admiración, la política de esos buenos padres; y siguiendo el consejo de mi amigo, fuime a un buen casuista de la Compañía. Conocíale había mucho tiempo y quise de propósito renovar con él la amistad. Y como ya sabía cómo había de tratar con ellos, con facilidad entró en la materia. Hízome a la entrada grandes agasajos, porque nunca me faltó su afecto; y después de algunos discursos indiferentes, el tiempo en que estamos me dio ocasión de preguntarle algo sobre el ayuno, para entrar insensiblemente en materia.
Díjele que con mucho trabajo le llevaba; y él me exhortó a que me hiciera fuerza. Pero como yo proseguía en quejarme, toquele el corazón, y se puso muy de propósito a buscar alguna causa de dispensación; y efectivamente me ofreció muchas que no me convenían. Finalmente me preguntó si dormía mal en no habiendo cenado. Muy mal, padre mío, dije yo; y esto mismo me obliga muchas veces a hacer colación al mediodía y a cenar por la noche. Alégrome mucho, me dijo, de haber hallado un modo de poderte aliviar sin que peques. Anda, yo te digo que no tienes obligación de ayunar. No quiero que me creas; vente conmigo a la librería. Aquí tienes la prueba de lo que te dije, ¡y sabe Dios cuál! es Escobar. ¿Quién es ese Escobar, padre mío? dije yo. ¡Pues qué! ¿no conoces a Escobar, de nuestra Compañía, que compuso aquella Teología moral sacada de veinticuatro de nuestros padres; sobre lo cual hace en el prólogo una alegoría de este libro con el del Apocalipsis que estaba sellado con siete sellos; y dice que Jesucristo le ofrece de esta suerte sellado a los cuatro animales, Suárez, Vázquez, Molina y Valencia, en presencia de veinticuatro jesuitas que representan los veinticuatro ancianos? Leyó toda la alegoría, y le parecía muy buena y bien ajustada para darme a conocer la excelencia de la obra. Y buscando luego el lugar donde trataba del ayuno: Este es, me dijo, en el tr. 1, ex. 13, n. 68. Quien no puede dormir sin cenar ¿está obligado al ayuno? De ningún modo. ¿No estás contento? No lo estoy del todo, dije; porque bien puedo llevar el ayuno haciendo colación al mediodía y cenando por la noche. Mira pues lo que se sigue, me dijo; todo lo han considerado nuestros padres: Y si puede pasar sin colación por la mañana cenando por la noche, ¿tendrá obligación de hacerlo? Este es puntualmente mi caso. No, ni aun entonces está obligado al ayuno; porque nadie tiene obligación de invertir el orden de sus pastos. Nuestro padre Filiucio lo dice. ¡Oh qué linda razón! dije yo. Pero dime, prosiguió, ¿acostumbras beber mucho vino? No, padre mío, dije; no lo puedo llevar. Decíalo, respondió, para avisarte que lo podías beber por la mañana, y siempre que quisieras, sin quebrantar el ayuno; y en el vino se halla algún sustento. Aquí está la decisión en este mismo lugar, n. 75: ¿Puédese sin romper el ayuno beber vino a cualquier hora que se quisiere, y aunque sea en mucha cantidad? Sí, se puede, y aunque fuera hipocras.
No me acordaba yo de este hipocras, dijo el padre; apuntaréle con otras cosas curiosas que tengo notadas en mi librillo de memoria. Admirable hombre, dije yo, es este Escobar. Todo el mundo le quiere bien, dijo el padre. Forma tan graciosas cuestiones que es gusto. Repara en esta, en ese mismo lugar, n. 38: Si un hombre duda si tiene veinte y un años, ¿tiene obligación de ayunar? No. Pero si yo cumpliera veinte y un años a la una de la noche, y mañana fuese día de ayuno, ¿estaría obligado a ayunar? No; porque podrías comer todo lo que quisieras desde media noche hasta la una, por no haber cumplido hasta entonces los veinte y un años; y así, estando en tu mano el quebrantar el ayuno, no tienes obligación de guardarle.
¡Oh qué bien! es cosa gustosa, dije yo. No puede un hombre dejarle de las manos, me respondió; de día y de noche le estoy leyendo, no hago otra cosa. Viendo el buen padre que esto me gustaba, alegróse; y prosiguiendo: Mira, dijo, este lugar de Filiucio, uno de esos veinticuatro jesuitas, tom. II, tr. 27, art. 2, c. 6, n. 143: Un hombre que se fatigó con mal fin, como en perseguir a una doncella, ad insequendam amicam, ¿está obligado a ayunar? De ninguna manera. Pero si se fatigó expresamente por quedar dispensado del ayuno, ¿tendrá obligación de guardarle? No, aunque haya tenido ese intento formal.
Y bien, ¿qué te parece? preguntó; ¿hubiéraslo creído? En verdad, padre mío, que aun tengo dificultad en creerlo. ¡Pues cómo! ¿no es pecado el dejar de ayunar cuando se puede? ¿Y es permitido buscar las ocasiones de pecar? ¿no es menester antes huirlas? No siempre, me dijo; esto es según… ¿Según qué? dije yo. ¡Hola! replicó el padre; y si se recibiese alguna incomodidad en huir las ocasiones, ¿te parece que habría obligación de huirlas? Pues no lo siente así el padre Bauny, pág. 1084, en su Suma de pecados: No se debe negar la absolución a los que continúan en las ocasiones próximas del pecado, si se hallan en estado de no poderlas quitar sin dar motivo a que el mundo murmure, o sin que ellos mismos reciban alguna incomodidad.
Alégrome de esto, padre mío; no falta sino decir que se puede de propósito deliberado buscar las ocasiones, pues es permitido no huirlas. Esto mismo es algunas veces lícito, dijo el padre. El célebre casuista Basilio Ponce lo ha dicho; y el padre Bauny le cita, y aprueba su sentir, como se ve en el Tratado de la Penitencia, q. 4, pág. 94: Es lícito buscar directamente y por sí una ocasión, primo et per se, cuando se ofrece algún bien espiritual o temporal nuestro o del prójimo.
En verdad, dije yo, que me parece que sueño cuando oigo hablar a religiosos de esta suerte. Pues, padre mío, dígame, en conciencia, ¿V. P. es de este sentir? No por cierto, respondió el padre. ¿Luego V. P., dije yo, habla contra su conciencia? De ninguna manera, dijo. Yo no hablé aquí según mi conciencia, sino según la de Ponce y del padre Bauny; y puedes seguirlos con seguridad, porque son hombres doctos. De suerte, padre mío, que porque pusieron estos tres renglones en sus libros, ¿hicieron lícito buscar las ocasiones de pecar? Siempre creí que no debíamos seguir otra regla más que la Escritura y la tradición de la Iglesia, y no vuestros casuistas. ¡Oh Dios mío, exclamó alzando la voz el padre, hácesme acordar de aquellos jansenistas! ¿Pues acaso el padre Bauny y Basilio Ponce no tienen autoridad bastante para hacer una opinión probable? No me contento yo con lo probable, dije; busco lo seguro. Bien veo, me dijo el buen padre, que no sabes lo que es la doctrina de las opiniones probables: si la supieses, hablarías de otra suerte. Ea pues, manos a la obra; es menester que yo te lo enseñe. No habrás perdido el tiempo en venir acá. Sin esto no podías entender cosa alguna. Este es el fundamento y el abc de toda nuestra doctrina moral.
Alegreme de verle empeñado en el punto que yo deseaba; y habiéndole dado muestras de mi contento, le supliqué que me explicase cual era la opinión probable. Nuestros autores te responderán mejor que yo, dijo. He aquí como hablan todos generalmente, y, entre otros nuestros veinticuatro in princ. ex 3, n. 8: Llámase probable una opinión, cuando está fundada sobre razones que son de algún peso. Y así a veces un solo doctor muy grave puede hacer una opinión probable. Y la razón es: Porque un hombre, dado particularmente al estudio, no llevaría una opinión, si no fuese movido a ello por alguna razón buena y suficiente. Y de esta manera, dije yo, puede un solo doctor volver las conciencias y trastornarlas como quisiere, y siempre con seguridad. No tienes que reír, dijo el padre, ni pienses poder impugnar esta doctrina. Cuando los jansenistas lo quisieron hacer, perdieron el tiempo: ella ha echado buenas raíces. Oye a Sánchez, uno de los más célebres de nuestros padres, Sum. l. 1, c. 9, n. 7: Dudarás quizá si la autoridad de un solo doctor bueno y docto puede hacer que una opinión sea probable. A lo cual respondo que sí. Y lo mismo aseguran Ángelus, Silv. Navarro, Manuel Sa, &c. Pongo la prueba. Una opinión probable es la que se funda en una razón considerable. Ahora bien, la autoridad de un hombre docto y pío no es de poca consideración, sino de muy grande. Porque (pondera bien esta razón) si el testimonio de un hombre semejante es de gran peso para hacernos creer que un tal caso, por ejemplo, ha sucedido en Roma, ¿porqué no lo ha de ser también en una duda moral?
¡Brava comparación, dije yo, de las cosas del mundo con las de la conciencia! Ten paciencia, no te apresures: Sánchez responde a esto con el discurso que sigue inmediatamente: Y la restricción que ponen algunos doctores no me agrada: que la autoridad de un tal doctor es suficiente en las cosas de derecho humano, pero no en las de derecho divino; porque esa autoridad no deja de ser de gran peso en entrambas.
Padre mío, dije francamente, yo no puedo hacer caso de esta regla. ¿Quién me aseguró, en la libertad que vuestros doctores se han tomado para examinarlo todo por la razón, que lo que a uno le parece seguro lo parezca a todos? La variedad de los juicios es tanta… Tú no lo entiendes, díjome el padre atajándome el discurso: también es muchas veces grande la variedad de los pareceres; pero esto no hace nada al caso: cada uno hace su parecer probable y seguro. En verdad que bien se sabe que no son todos de un mismo sentir: mejor es que vaya así. Antes casi jamás están conformes. Pocas cuestiones hay donde no halles que el uno dice que sí, y el otro que no. Y en estos casos cualquiera de las dos opiniones contrarias es probable. Y por esto Diana dijo en cierta ocasión, part. 3, t. 4, r. 244: Ponce y Sánchez son de contrarios pareceres; pero, porque entrambos eran doctos, cada uno de ellos hace probable su opinión.
Mas, padre mío, dije yo, ¡muy embarazado se hallará entonces un hombre para escoger una de las dos opiniones! No por cierto, no hay más que hacer sino tomar la que más agradare. ¿Y si la una fuere más probable? No importa, respondió. ¿Y si fuere más segura? No importa, volvió a decir el padre; aquí lo explica muy bien Manuel Sa de nuestra Compañía en su aforismo De dubio, pág. 183: Puede un hombre hacer lo que piensa lícito según una opinión probable, aunque la contraria sea más segura; pues la opinión de un solo doctor grave basta.
Y si una opinión fuere juntamente menos probable y menos segura, ¿podrá un hombre seguirla, dejando la otra que cree ser más probable y más segura? Dígote otra vez que sí, respondió el padre; oye a Filiucio, aquel gran jesuita de Roma, Mort. Quæst., tr. 21, c. 4, n. 128: Es lícito seguir la opinión menos probable, aunque menos segura. Es doctrina común de todos los autores modernos. ¿No está esto claro? ¡Bien ancho tenemos, padre mío, el camino de la salvación! dije yo. ¡Con el favor de vuestra probabilidad tenemos brava libertad de conciencia! ¿Y gozan los casuistas del mismo privilegio y libertad para responder? Sí, me dijo; también respondemos según nos parece, o más bien según agrada más a la persona que nos pide nuestro parecer. Porque he aquí las reglas que hemos sacado de nuestro padre Layman, Theol. Mor., l. 1m tr. 1, c. 2, § 2, n. 8; de Vázquez, Dist. 62, c. 9, n. 47; de Sánchez, in Sum., l. 1, c. 9, n. 23; y de nuestros veinticuatro, in princ. ex. 3, n. 24. He aquí las palabras de Layman, que el libro de nuestros veinticuatro siguió: Un doctor a quien se le pide su parecer, puede darle no solo probable según su propia opinión, sino también según la de otros, aun que contrario a la suya, si le halla más favorable y más agradable a la persona que consulta con él: si forte et illi favorabilior seu exoptatior sit. Pero digo además que no saldrá fuera de razón si da un parecer que otros hombres doctos tienen por probable, aunque este mismo doctor le tenga por falso absolutamente.
Verdaderamente, padre mío, vuestra doctrina es muy cómoda. ¡Cómo! ¿tener que responder sí o no a su albedrío? gran ventaja es. Bien veo ahora para qué os sirven las opiniones contrarias que vuestros doctores han inventado sobre cada materia; porque la una os sirve siempre, y la otra no os daña jamás. Si la una no os viene a cuento, os valéis de la otra, y siempre con seguridad. Verdad es, dijo el padre; y así podemos siempre decir lo mismo que Diana, que halló al padre Bauny por sí, cuando el padre Lugo le era contrario:
Sæpe, premente deo, fert deus alter opem.
Si un dios nos oprime, otro hay que nos socorre.
Bien entiendo, dije yo; pero me sobreviene una dificultad. Y es que después de haber consultado un hombre con uno de vuestros doctores, y tomado de él una opinión un poco ancha, puede ser que se halle engañado si da con un confesor que sea de contrario sentido, y que le niegue la absolución si no muda de opinión. ¿No ha prevenido la Compañía este caso, padre mío? ¿Dudas de eso? me respondió. Has de saber que hemos obligado a los confesores a absolver los penitentes que se sirven de las opiniones probables, so pena de pecado mortal, para que no se burlen. Es orden y disposición de nuestros padres, y entre otros del padre Bauny, tr. 4, de Pœnit., q. 13, pág. 93: Cuando impenitente, dice, sigue una opinión probable, el confesor le debe absolver, aunque su sentir sea contrario a la opinión del penitente. Mas no dice que sea pecado mortal el no absolverle. ¡Qué pronto eres! me dijo; escucha lo que se sigue. Hace de esto mismo que dices una conclusión expresa: Negar la absolución a un penitente que obra según una opinión probable, es un pecado que de su naturaleza es mortal. Y cita para confirmar su dicho a tres de los más famosos autores que tenemos: a Suárez, tom. 4, dist. 32, sec. 5; a Vázquez, disp. 62, c. 7; y a Sánchez, ut supra, n. 29.
¡O padre mío! dije yo, esto está muy prudentemente dispuesto. Ya no hay que temer. No osaría un confesor contravenir a esta constitución. No sabía yo hasta ahora que la Compañía tuviese autoridad de dar órdenes so pena de condenación. Creí que solo sabía quitar pecados, y no pensaba que también los podía introducir; mas, según veo, tiene todo poder. Esto no es hablar con propiedad, dijo el padre. Nosotros no introducimos pecados, no hacemos más que señalarlos. Por dos o tres veces he reparado que no eres buen escolástico.
Sea como fuere, padre mío, buena solución lleva mi duda. Pero tengo otra que proponer a V. P.; y es que no sé qué salida pueden tener vuestros casuistas, cuando los Padres y doctores de la Iglesia son de contrario sentir. Muy poco entiendes de esto, me dijo. Buenos eran los Padres para la doctrina moral de aquel tiempo; pero para la del nuestro están muy alejados. Ya no gobiernan ellos las conciencias, los modernos casuistas sí. Oye a nuestro padre Cellot, de Hier., l. 8, c. 16, pág. 714, que sigue en esto a nuestro famoso Reginaldo: En las controversias de la doctrina moral, los casuistas modernos deben ser preferidos a los antiguos Padres, aunque estos hayan sido más cercanos de los apóstoles. Y siguiendo este principio, Diana dice así, part. 5, tr. 8, reg. 31: Los beneficiados ¿están acaso obligados a restituir los frutos del beneficio mal gastados? Los antiguos decían que sí, pero los modernos dicen que no: no dejemos pues esta opinión, que quita la obligación de restituir.
¡Oh qué lindas palabras, dije yo, llenas de consuelo para muchos! Dejamos los santos Padres, me dijo, para los que tratan la positiva; pero nosotros, que gobernamos las conciencias, muy poco los leemos, y en nuestros escritos no acotamos sino con los nuevos casuistas. Repara en Diana, que ha escrito tanto. Este pues puso al principio de sus libros una lista de los autores que cita: nombra 296, y el más antiguo de ellos es de 80 años a esta parte.
¿Luego toda esta caterva de escritores salieron al mundo después de fundada vuestra Compañía? dije yo. Por ahí, por ahí, me respondió. Pues esto es lo mismo que decir, dije yo, que a la venida de los jesuitas se desaparecieron san Agustín, san Crisóstomo, san Ambrosio, san Jerónimo y los demás doctores de la Iglesia, por lo que toca a la moral. Pero por lo menos quisiera saber los nombres de los que sucedieron a estos santos: ¿quiénes son estos autores modernos? Todos son hombres doctos y muy célebres, dijo el padre. Escucha: Villalobos, Conink, Llamas, Achokier, Dealkozer, De la Cruz, Vera-Cruz, Ugolino, Tamburini, Fernández, Martínez, Suárez, Henríquez, Vázquez, López, Gómez, Sánchez, de Vechis, de Grassis, de Grassalis, de Pitigianis, de Graphæis, Squilanti, Bizozeri, Barcola, de Bobadilla, Simancha, Pérez de Lara, Aldretta, Lorca, de Scarcia, Quaranta, Scofra, Pedrezza, Cabrezza, Bisbe, Díaz, de Clavasio, Villagut, Adam a Manden, Iribarne, Binsfeld, Volfangi a Vorberg, Vosthery, Strevesdorf. ¡O padre mío! díjele muy asombrado, ¿y todos estos fueron cristianos? ¡Cómo cristianos! me respondió. ¿No te dije que por estos solos gobernamos hoy toda la cristiandad?
Túvele lástima; pero no me declaré, y solo le pregunté si todos estos autores eran jesuitas. Respondióme que no, pero que eso no hacia al caso, y que, sin ser jesuitas, no habían dejado de decir cosas buenas, bien que la mayor parte de lo que decían lo hayan sacado de nuestros autores o los hayan imitado. Pero sobre esto, dijo, nunca nos picamos de honra, a más de que ellos citan a nuestros padres a cada paso y con muchos elogios. Repara en Diana, que no es de nuestra Compañía; cuando habla de Vázquez, le llama el fénix de los ingenios. Y dice algunas veces que Vázquez solo le vale por todos los demás autores juntos, instar omnium; y así nuestros padres se sirven muy de continuo de este buen Diana. Porque si entendieses nuestra doctrina de la probabilidad, vieras que esto no hace al caso. Al contrario, hemos deseado que se hallasen otros más que nosotros que pudieran hacer sus opiniones probables, para que no nos las carguen todas y nos las imputen. Y así cuando algún autor saca una opinión, en nuestra mano está el tomarla en virtud de la doctrina de la probabilidad; y no salimos por fiadores de esa opinión, cuando el autor no es de nuestra Compañía.
Bien entiendo todo esto, dije yo; pero hago el reparo que todos son bien venidos en vuestra orden, excepto los antiguos Padres, y que los jesuitas son dueños de la campaña, y pueden libremente correr por donde quisieren. Mas tengo previstos tres o cuatro inconvenientes, y otras tantas barreras muy fuertes que se opondrán a vuestra carrera. ¿Y cuáles son? preguntóme el padre muy atónito. Son, respondí, la Escritura sagrada, los pontífices y los concilios, que no podréis desmentir; y todos estos andan por el camino del Evangelio. ¿Es esto cuanto tenías que decir? En verdad que me habías puesto miedo. ¿Piensas tú que no hemos prevenido una cosa tan visible? Cierto que me admiro que creas que nos oponemos a la Escritura, a los pontífices o a los concilios. Yo te mostraré todo lo contrario. Me pesara infinito que imaginaras que nosotros no les damos la veneración debida. Sin duda que te ha venido este pensamiento por algunas opiniones de nuestros padres que parecen contrarias a sus decisiones, bien que no lo sean en efecto. Pero habríamos menester más lugar para poderte dar a entender cómo se conforman. Y no quisiera que quedases con alguna mala impresión de nosotros. Si gustas que nos veamos mañana, te daré toda satisfacción.
Y este fue el fin de nuestra conferencia, y lo será también de este mi discurso; y basta para una carta. Espero que quedará Vm. con esto satisfecho, aguardando lo que ha de seguir. Guarde Dios a Vm., &c.
[ Blas Pascal, Cartas escritas a un provincial, París 1849, páginas 54-71. ]