Filosofía en español 
Filosofía en español

 < Blas Pascal · Cartas escritas a un provincial > 


1849

Carta sexta

Diferentes artificios de los jesuitas para eludir la autoridad del Evangelio, de los concilios y de los papas. Algunas consecuencias que se siguen de su doctrina acerca de la probabilidad. Sus opiniones laxas en favor de los beneficiados, de los sacerdotes, de los religiosos y de los criados. Historia de Juan de Alba

De París, a 10 de abril de 1656

Muy señor mío,

El buen padre jesuita, como indiqué a Vm. al fin de mi última carta, me había prometido decirme el modo que sus casuistas tienen para ajustar las contrariedades aparentes que se hallan entre sus opiniones y las decisiones de los sumos pontífices, de los concilios y de la Escritura sagrada. Y efectivamente cumplió con su palabra a mi segunda visita de la manera que referiré a Vm.

Empezó pues así: Uno de los modos que hemos hallado para ajustar estas contradicciones aparentes, es por vía de la interpretación de algún término. Por ejemplo, el papa Gregorio XIV declaró que los asesinos son indignos de la inmunidad de las iglesias, y mandó que a fuerza los sacasen de ellas. Sin embargo nuestros veinticuatro ancianos dicen, tr. 6, ex. 4 n. 27, que todos aquellos que matan a traición no deben incurrir en la pena de esta bula. Sin duda que esto te parece contrario; pero hételo aquí ajustado con interpretar el vocablo de asesino diciendo: ¿No son indignos los asesinos de gozar del privilegio de las iglesias? Sí, por la bula de Gregorio XIV. Pero nosotros entendemos por el vocablo asesinos los que han recibido dinero para matar a alguno a traición. De suerte que los que matan sin recibir ningún galardón, sino solo para servir a sus amigos, no se llaman asesinos.

De la misma manera el Evangelio dice: Dad limosna de lo que os queda superfluo. Sin embargo muchos casuistas han hallado forma de librar aun a los más ricos de la obligación de dar limosna. También esto te parecerá contrario; pero con facilidad se muestra como no hay repugnancia, interpretando el vocablo de superfluo; de suerte que apenas se hallará uno que tenga superfluo. Esto hizo el doctor Vázquez en su Tratado de la limosna, c. 4, n. 14: Todo aquello que las personas del mundo guardan para realzar su estado y el de su familia, no se llama superfluo; y así apenas se hallará uno que tenga superfluo entre la gente del mundo, ni aun entre los reyes. También Diana, habiendo alegado este mismo texto de Vázquez, porque ordinariamente se funda en nuestros padres, concluye muy bien que en la cuestión, si están obligados los ricos a dar limosna de lo qué tienen superfluo, bien que la afirmativa sea verdadera, nunca sucederá, o casi nunca, que obligue en la práctica.

Bien veo yo, padre mío, que esto se sigue de la doctrina de Vázquez. Pero ¿qué podría responderse si se objetase que para lograr su salvación, fuera tan seguro, según Vázquez, el no dar limosna, con tal que se tenga bastante ambición para no tener superfluo, como es seguro, según el Evangelio, el no tener ambición a fin de quedar con superfluo para poder darlo de limosna? Fuera menester responder, dijo, que estos dos caminos son seguros según el Evangelio mismo: el uno más conforme con el Evangelio en el sentido más literal y más fácil de hallar; y el otro conforme con el mismo Evangelio interpretado por Vázquez. Por donde puedes ver la utilidad de las interpretaciones.

Más cuando los términos son tan claros que no sufren interpretación alguna, entonces nos valemos de la reflexión que se debe hacer a las circunstancias favorables, como lo verás por este ejemplo. Los pontífices han excomulgado a los religiosos que se quitan el hábito; y no por esto nuestros veinticuatro dejan de decir, tr. 6, ex. 7, n. 103: ¿En qué ocasiones puede un religioso dejar el hábito sin incurrir en la excomunión? Alega muchos casos, y, entre otros, este: Si se lo guita por una causa vergonzosa, como para hurtar secretamente, o para ir de incógnito a un lupanar, con voluntad de volvérsele a vestir después. Y es evidente que la bula no habla de estos casos.

Casi no lo podía creer, y supliqué al padre que me mostrase esta doctrina en su original; y vi que el capítulo donde está el texto referido tenía por título: Práctica según la escuela de la Compañía de Jesús; Praxis e Societatis Jesu schola. Y vi estas palabras: Si habitum dimittat ut furetur occulte, vel fornicetur; y lo mismo me mostró en Diana en estos términos: Ut eat incognitus ad lupanar. ¿Y de dónde viene, padre mío, que a los religiosos los hayan librado de la excomunión en estas ocasiones? ¿No lo comprendes? me dijo. ¿No ves el escándalo que sería, si se hallase un religioso en ocurrencia semejante con su hábito de religión? ¿Y no has oído decir cómo se respondió a la primera bula Contra sollicitantes? y cómo nuestros veinticuatro ancianos en un capítulo de la Práctica de la escuela de nuestra Compañía explican la bula de Pio V Contra clericos, &c.? No entiendo nada de eso, respondí. ¿Luego muy poco lees a Escobar? me dijo. No le tengo sino de ayer acá, padre mío; y aun me costó algún trabajo el hallarle. No sé lo que ha sucedido de poco tiempo a esta parte, que hace que todos le quieren y le buscan. Lo que yo te decía, prosiguió el padre, está en el tr. 1, ex. 8, n. 102. Míralo cuando estuvieres solo; hallarás un bravo ejemplo para el modo de interpretar favorablemente las bulas. Lo vi en efecto aquella misma noche; pero no me atrevo a referirlo aquí, porque es cosa horrible.

Pasó después adelante el buen padre diciendo: Ya entiendes cómo es menester valerse de las circunstancias favorables. Mas hay algunas a veces tan precisas, que no dejan lugar para poder ajustar las contradicciones; de manera que entonces podrías creer que las habría. Pongo un ejemplo: tres papas decidieron que los religiosos que por voto particular están obligados a la observancia de la vida cuadragesimal no están dispensados de ella, aunque lleguen a ser obispos. Y sin embargo Diana dice que, no obstante esa decisión, no dejan de estar dispensados. ¿Y cómo ajusta eso? pregunté yo. Lo ajusta, respondió el padre, con la mayor sutileza que puede haber, y con lo más artificioso de toda la probabilidad. Voy a explicártelo. Bien viste el otro día que la afirmativa y la negativa de la mayor parte de las opiniones tienen cada una su probabilidad, según enseñan nuestros doctores, y bastante para que se puedan seguir con seguridad de conciencia. No es que el pro y el contra sean juntamente verdaderos en un mismo sentido, esto es imposible; pero pueden ser juntamente probables, y por consiguiente seguros.

Sobre este fundamento nuestro buen amigo Diana discurre así, part. 5, tr. 13, r. 39: Respondo a la decisión de estos tres pontífices, la cual es contraria a mi opinión, que ellos hablaron de esta suerte porque seguían la afirmativa, la cual efectivamente es probable, y por tal la tengo yo mismo; pero esto no quito que la negativa tenga su probabilidad. Y en ese mismo tratado, r. 65, aunque sobre diferente materia, se muestra también de parecer contrario a un pontífice, y dice así: Que el papa lo haya dicho como cabeza de la Iglesia, bien está; pero no lo ha dicho sino dentro de la esfera de la probabilidad de su sentir. Luego bien ves que esto no es ofender las decisiones de los pontífices; no lo sufrirían en Roma, donde Diana está con tanto crédito. Porque no dice que lo que los papas decidieron no es probable; pero, dejando la opinión de ellos dentro de la esfera de la probabilidad, no dejan de decir que lo contrario es también probable. Cierto, dije yo, que Diana trata a los sumos pontífices con grandísimo respeto. Más agudeza tiene esta respuesta, dijo el padre, que la que dio el padre Bauny cuando condenaron sus libros en Roma. Porque se le fue la pluma, escribiendo contra M. Hallier, que entonces le perseguía furiosamente: ¿Qué tiene que ver la censura de Roma con la de Francia?

De aquí puedes fácilmente conocer la forma que hay para concertar siempre las contradicciones, ya por medio de la interpretación de los términos, ya por la reflexión que se hace a las circunstancias favorables, ya finalmente por la doble probabilidad del pro y del contra, sin ofender jamás las decisiones de la Escritura, de los concilios o de los pontífices.

¡Dichoso el mundo, padre mío, dije yo, que tiene tales maestros! ¡Oh qué provechosas son esas probabilidades! Yo no sabía por qué razón la Compañía tenía tanto cuidado en establecer que un solo doctor, si es grave, puede hacer probable una opinión; que la contraria puede también ser probable; y que entonces se puede elegir de las dos la más agradable, aunque no se tenga por verdadera, y esto con tanta seguridad, que si un confesor negase la absolución sin querer fiar de la buena fe de estos casuistas, caería en el miserable estado de condenación. De aquí colijo que un solo casuista puede a su albedrío formar nuevas reglas de moral, y disponer según su capricho de todo lo que toca al gobierno de las almas. Es menester dar a lo que dices algún temperamento, dijo el padre. Nota bien esto que te voy a decir. He aquí nuestro método, donde verás los progresos que tiene una opinión nueva desde su nacimiento hasta su perfecta madurez.

Primeramente el doctor grave que inventó una opinión, la expone al mundo, y la arroja como una semilla para que tome raíces. Está la pobre muy débil en ese estado; mas es menester que el tiempo la vaya madurando poco a poco. Y por esto Diana, que introdujo muchas, dice en cierto lugar: Propongo esta opinión; pero como es nueva, la dejo que el tiempo la madure: relinquo tempori maturandam. Así en pocos años vemos que va tomando vigor; y después de un tiempo considerable se halla autorizada con la aprobación tácita de la Iglesia, según esta máxima admirable del padre Bauny: que todo aquello que los doctores enseñan en sus libros impresos, si la Iglesia no se opone, se juzga que lo aprueba. Y efectivamente sobre este fundamento fabrica una de esas opiniones en su tr. 6, pág. 312.

¿Luego según esto, dije yo, la Iglesia aprobaría todos los abusos que ella disimula, y todos los errores de los libros que no censura? Anda, me dijo, y dispútalo allá con el padre Bauny. Hágote sencillamente una relación, y quieres desfogar conmigo. Nunca es menester disputar acerca de un hecho. Yo te decía pues que cuando el tiempo ha madurado así una opinión, entonces viene a ser probable y del todo segura para la conciencia. Y de aquí nace que el docto Caramuel, en la carta que escribe a Diana remitiéndole a un mismo tiempo su Teología fundamental, dice que el célebre Diana ha hecho probables muchas opiniones que no lo eran antes, quæ antea non erant; y que así ya no se peca en conformarse con ellas, cuando antes se pecaba: jam non peccant, licet antea peccaverint.

En verdad, padre mío, que es grande el fruto que se saca de vuestros doctores; mucho se gana en andar con ellos. ¡Pues cómo! de dos que hacen una misma cosa, ¿el que ignora vuestra doctrina peca, y el que la sabe no peca? Luego esta doctrina instruye y justifica a un mismo tiempo. Es más poderosa que la ley. La ley de Dios, como dice san Pablo, hacía prevaricadores; y esta doctrina libra casi a todos de culpas. Suplico a V. P. que me la enseñe bien; no moveré un paso de aquí sin que primero me haya dicho V. P. las máximas principales que vuestros casuistas han establecido.

¡Ay de mi! me dijo el padre, nuestro fin principal hubiera sido no sacar otras máximas que las del Evangelio con toda su severidad. La compostura y buen orden que guardamos en todas nuestras acciones muestran bastante que si sufrimos algunos ensanches en los otros es más por seguir el humor de los hombres que porque sea ese nuestro intento. Hacémoslo por fuerza. Están los hombres el día de hoy tan depravados, que, no pudiéndolos hacer venir a nosotros, es necesario que vayamos a ellos, porque si no nos dejarían: harían peor, se entregarían totalmente al vicio. Y para detenerlos, nuestros casuistas han atendido a los vicios que más reinan en todos los estados, para fundar máximas tan suaves, pero sin perjudicar a la verdad, que habían de ser los hombres de muy perverso natural para no quedar contentos. Porque el designio primero y principal de nuestra Compañía por el bien de la Religión es no rechazar a nadie, para que ninguno desespere.

Tenemos pues buena provisión de máximas para todo género de personas: para los beneficiados, para los sacerdotes, para los religiosos, para los nobles, para los domésticos, para los ricos, para los negociantes, para los que hacen bancarrota, para los pobres, para las mujeres devotas, para las que no lo son, para los casados, para la gente disoluta. Finalmente, todo lo tiene prevenido nuestro cuidado. Esto es, dije yo, comprendiéndolo todo en breves palabras, que hay reglas para la clerecía, para la nobleza y para el pueblo. Pues pase V. P. adelante, que yo escucharé atento.

Empecemos, dijo el padre, por los beneficiados. Bien sabes el comercio que hay en el día de hoy con los beneficios, y que si hubiéramos de atenernos a lo que santo Tomás y los antiguos han escrito sobre esto, habría muchos simoníacos en la Iglesia. Por tanto ha sido muy necesario que nuestros padres templasen los rigores con prudencia, como lo verás por estas palabras de Valencia, que es uno de los cuatro animales de Escobar. Es la conclusión de un largo discurso, donde da muchos expedientes, de los cuales he aquí el que me parece mejor. Está en la pág. 2039 del tom. B. Si se da un bien temporal por un bien espiritual, es decir, dinero por un beneficio, y si se da el dinero como precio del beneficio, es simonía visible. Pero si se da el dinero como un motivo que mueve la voluntad del colador a conferir el beneficio, no es simonía, aunque aquel que le confiere considere y atienda al dinero como fin principal. Tanero, que es también de nuestra Compañía, dice lo mismo en su tom. 3, pág. 1519, bien que conoce que santo Tomas es de contrario sentir, pues enseña que siempre hay simonía en dar un bien espiritual por uno temporal, si el temporal es el fin. Por esta vía impedimos una infinidad de simonías. Porque ¿quién habría de ser tan malo y tan perverso para no querer, cuando da dinero por un beneficio, dirigir su intención a darle como un motivo que mueve al beneficiado a resignarle, en lugar de dar ese dinero como precio del beneficio? Nadie está tan dejado de la mano de Dios.

Bien sé, dije yo, que todo hombre tiene gracias suficientes para hacer este concierto. Claro está, dijo el padre. Este es el modo que hemos tenido para suavizar esta doctrina en favor de los beneficiados. Para los sacerdotes tenemos una cantidad de máximas harto favorables. Pongo el ejemplo que dan nuestros veinticuatro, tr. 1, ex. 11, n. 96: El sacerdote que hubiese recibido la limosna para decir una misa, ¿podrá recibir otra sobre la misma misa? Sí, dice Filiucio, aplicando aquella parte del sacrificio que le compete como sacerdote a aquel que postrero le dio dinero, con tal que no tome tanto como por una misa entera, sino solo por una parte, como si dijéramos por la tercera parte de una misa.

Cierto, padre mío, que este es uno de los casos donde el pro y el contra son bien probables; porque lo que V. P. dice no puede dejar de serlo, teniendo el apoyo de Filiucio y de Escobar. Mas dejándolo en su esfera de probabilidad, paréceme que también se podría decir lo contrario, y fundarlo en estas razones. Cuando la Iglesia permite a los sacerdotes que son pobres aceptar la limosna por sus misas, por ser justo que los que sirven al altar vivan del altar, no es su intención que los sacerdotes hagan un trueque del sacrificio por el dinero, y mucho menos entiende que se priven ellos mismos de todas las gracias de que deben participar los primeros. Y también diría yo que los sacerdotes, según san Pablo, tienen obligación de ofrecer el sacrificio primeramente por sí, y después por el pueblo; y que así les es permitido hacer que otros participen del fruto del sacrificio, pero no renunciar ellos mismos voluntariamente a todo el fruto, y darle a otro por un tercio de misa, esto es, por el interés de cuatro o cinco placas. En verdad, padre mío, por tantico que yo fuera grave, haría probable esta opinión. No te costaría mucho trabajo, me dijo; ella es visiblemente probable. La dificultad estaba en hallar probabilidad en la que es contraria a las opiniones manifiestamente buenas; y esta obra no es sino de hombres eminentes.

Y no le hay como el padre Bauny. Es gusto ver cómo este sabio casuista penetra en el pro y el contra de una misma cuestión que también es concerniente a los sacerdotes, y cómo halla razones para todo, y esto a fuerza de ingenio y sutileza. Dice en un lugar, en su tr. 10, pág. 474: No se puede dar ley que obligue a los curas a decir misa todos los días, porque semejante ley los expondría indubitablemente, haud dubie, al riesgo de decirla alguna vez en pecado mortal. Y sin embargo, en el mismo tratado 10, pág. 442, dice que los sacerdotes que han recibido dinero para decir misa todos los días deben decirla todos los días, y que no pueden excusarse sobre que no siempre están bien dispuestos para decirla, porque siempre pueden hacer un acto de contrición; y si no lo ejecutan es su culpa de ellos, y no de aquellos que les hacen decir la misa. Y para quitar las mayores dificultades que podrían estorbarlos de decir misa, resuelve de esta suerte la cuestión en el mismo tratado, cuest. 32, pág. 457: Un sacerdote ¿puede decir misa el mismo día que cometió un pecado mortal, confesándose primero? No, dice Villalobos, por causa de su impureza; pero Sancio dice que sí, y que lo puede hacer sin pecar. Yo tengo esta opinión por segura, y que se debe seguir en la práctica: et tuta et sequenda in praxi.

¡Cómo, padre mío! dije yo, ¿esta opinión se debe seguir en la práctica? ¿Osaría un sacerdote que ha caído en tal desorden acercarse al altar, bajo la palabra del padre Bauny? ¿No debería conformarse con las antiguas leyes de la Iglesia, que excluían para siempre del sacrificio, o por lo menos para un tiempo largo, a los sacerdotes que habían cometido pecados de este género, antes que arrimarse a las opiniones nuevas de los casuistas, que los admiten el mismo día que cayeron? Bien veo que no tienes memoria, dijo el padre. ¿No te dije otra vez que, según nuestros padres Cellot y Reginaldo, no es menester en la doctrina moral seguir a los antiguos Padres, sino a los casuistas modernos? Bien me acuerdo, dije yo; pero aquí hay más, porque hay leyes de la Iglesia de por medio. Tienes razón, dijo el padre; pero es que todavía no sabes aquella brava máxima de nuestros padres: Que las leyes de la Iglesia pierden su fuerza cuando ya no se observan, cum jam desuetudine abierunt, como dice Filiucio, tom. 2, tr. 25, n. 33. Mejor que los antiguos vemos nosotros las necesidades presentes de la Iglesia. Si al presente se observara aquella severidad y rigor con los sacerdotes, excluyéndolos del altar, bien comprendes que no se dirían tantas misas. Advierte pues que la pluralidad de misas es de tanta gloria para Dios y de tanto alivio para las almas, que osara decir con nuestro padre Cellot, en su libro de la Jerarquía, pág. 611, edición de Ruan, que no sobrarían sacerdotes, aunque no solo todos los hombres y todas las mujeres, si pudiese ser, sino también todos los cuerpos insensibles, y aun todos los brutos, bruta animalia, se volvieran sacerdotes para celebrar la misa.

Quedé tan asombrado de la bizarría de este pensamiento, que no pude hablar palabra; y el padre prosiguió de esta manera: Esto basta para los sacerdotes; abreviemos el discurso, y vengamos a los religiosos. Como la mayor dificultad que tienen está en obedecer a sus superiores, oye cómo la han mitigado nuestros padres. Es Castro Palao, de nuestra Compañía, Op. mor. p. 1, disp. 2, pág. 6: Está fuera de controversia, non est controversia, que un religioso que tiene en su favor una opinión probable no está obligado a obedecer a su superior, aunque la opinión del superior sea más probable; porque en tal caso es permitido al religioso seguir la que le fuere más agradable, quæ sibi gratior fuerit, como dice Sánchez. Y aun que la orden del superior sea justa, no obliga; porque no es justa en todo y de todas maneras, non undequaque juste præcipit, sino solo probablemente justa; y así solo probablemente está obligado a obedecer, y probablemente no obligado: probabiliter obligatus, et probabiliter deobligatus.

Cierto, padre mío, dije yo, que no se puede hacer bastante estimación del fruto admirable que produce la doble probabilidad. De mucho sirve, me respondió; pero acortemos el discurso. Solamente te diré este lugar de nuestro insigne Molina en favor de los religiosos echados de sus conventos por sus desórdenes. Nuestro padre Escobar le trae, tr. 6, ex. 7, n. 111, en estos términos: Molina asegura que un religioso echado de su monasterio no está obligado a corregirse para volver a entrar en él, y que ya su voto de obediencia no le obliga.

Con esto, padre mío, dije yo, tienen los eclesiásticos todo cuanto han menester; bien aliviados están. Veo que vuestros casuistas los han tratado favorablemente. Dispusiéronlo como para sí mismos. Pero temo que no les vaya tan bien a los demás estados. Cada uno había de haber cuidado por sí. No podían ellos mismos, dijo el padre, hacerlo mejor; a todos hemos favorecido con igual celo y caridad, a chicos como a grandes. Y para salir del empeño en que me pones, te diré las máximas que hemos sacado en favor de los criados.

Consideramos el trabajo que tienen, cuando son concienzudos, en servir a amos disolutos y de mala vida. Porque si no cumplen los recados que les mandan hacer, pierden su fortuna; y si obedecen, se cargan de escrúpulos. Y para aliviarlos, nuestros veinticuatro padres, tr. 7, ex. 4, n. 223, han señalado los servicios que pueden hacer a sus amos con seguridad de conciencia. Aquí pongo algunos: Llevar cartas y presentes; abrir puertas y ventanas; ayudar a su amo a subir por la ventana; tener la escalera mientras sube: todo esto es permitido e indiferente. Verdad es que para tener la escalera es menester que el amo los haya amenazado más de lo acostumbrado, en caso que no lo hicieran; porque es hacer injuria al dueño de la casa el entrar por la ventana.

¿Puede ser cosa más sutil ni más bien pensada? No esperaba yo menos, dije, de un libro sacado de veinticuatro jesuitas. Pero, prosiguió, nuestro padre Bauny ha enseñado muy bien a los criados como podrían hacer estos servicios a sus amos sin pecar, haciendo que dirijan su intención, no a los pecados que se cometen con su intervención de ellos, sino solamente a la ganancia que de ahí sacan. Es lo que explicó muy bien en su Suma de pecados, pág. 710 de la primera impresión: Que los confesores, dice, adviertan que no pueden absolver a los criados que hacen recados deshonestos, si consienten en los pecados de sus amos; más es menester decir lo contrario, porque deben absolverlos, cuando hacen estos recados por su comodidad y lucro temporal. Y esto es fácil de hacer; y a la verdad ¿porqué se habrían de obstinar a querer consentir en los pecados de sus amos, cuando no tienen sino trabajo?

Y el mismo padre Bauny estableció también aquella máxima grande en favor de los criados que no se contentan de sus salarios; está en su Suma, pág. 213 y 214 de la sexta edición: Los criados que se quejan de la cortedad de sus salarios ¿pueden ellos mismos por su mano aumentarlos, tomando de la hacienda de sus amos la cantidad que ellos juzguen necesaria para igualar los salarios a su trabajo? Pueden hacerlo libremente en algunas ocasiones, como cuando son tan pobres, que les fue forzoso aceptar los gajes que les ofrecieron, siendo así que los demás criados de su clase ganan más en otras partes.

Este es justamente, le dije, el texto de don Juan de Alba. ¿Qué Juan de Alba? dijo el padre; ¿qué es lo que quieres decir? ¡Pues qué, padre mío! ¿no se acuerda V. P. de lo que sucedió en esta ciudad el año de 1647? ¿Dónde estaba V. P. entonces? Estaba, dijo, en uno de nuestros colegios alejado de París, donde enseñaba los casos de conciencia. Bien veo, según esto, que V. P. no sabe la historia; yo se la diré. Un cierto hombre muy de bien y honrado la contaba el otro día en un lugar donde me hallaba yo presente. Contaba pues que este Juan de Alba, sirviendo a los padres de la Compañía en el colegio de Clermont, calle de Santiago, y no contento con su sueldo, robó alguna cosa para recompensarse; y que, habiéndole descubierto los padres, le hicieron poner en una cárcel, acusándole de ladrón doméstico. Formóse proceso contra él ante los jueces de... si bien me acuerdo, en 6 de abril de 1647. Díjonos todas estas particularidades, sin lo cual apenas le hubiéramos creído. El desdichado, así que le dieron sus cargos, confesó que había tomado algunos platos de estaño, pero negó haberlos hurtado; y para su justificación, alegó la dicha doctrina del padre Bauny, y la presentó a los jueces con un escrito de otro padre que había sido su maestro en casos de conciencia, y que le había enseñado lo mismo. A esto M. de Montrouge, de los principales del consejo, dio su voto diciendo que no era de parecer que sobre escritos de los padres que contienen una doctrina ilícita, perniciosa y contraria a todas las leyes naturales, divinas y humanas, capaz de introducir un desorden en todas las familias y de autorizar los hurtos domésticos, se debía absolver a este reo. Pero que era de sentir que este muy fiel discípulo fuese azotado delante de la puerta del colegio por mano del verdugo, el cual a un mismo tiempo quemaría los escritos de los padres que trataban del hurto, con una prohibición a los padres de enseñar más semejante doctrina, so pena de la vida.

Aguardábase la resolución sobre este parecer, que había sido muy aprobado, cuando sobrevino un incidente que hizo suspender la sentencia. Pero con la dilación desapareció el prisionero, no se sabe cómo, y no se trató más de la materia; de suerte que Juan de Alba salió libre y sin restituir los platos. Esto es lo que nos dijo; y además aseguró que el parecer de M. de Montrouge queda guardado en los registros de aquel tribunal, donde cualquiera que quisiere le puede ver. Fue buena la historia, y nos dio mucho gusto.

¿Para qué son estas chanzas? dijo el padre. ¿Qué tenemos con ese cuento? Yo hablo de las máximas de nuestros casuistas, y tú sales con esta friolera; estaba para decirte las máximas que son en favor de los nobles, y me has cortado el hilo con historias que no vienen a propósito. No lo decía sino de paso, dije yo, y también para avisar a V. P. de una cosa que importa, y que hallo que vuestros padres sin duda han olvidado al tiempo de establecer su doctrina de la probabilidad. ¿Y qué puede faltar a esa doctrina, dijo el padre, cuando ha pasado por manos de hombres tan perspicaces? Aunque es verdad, respondí yo, que vuestros doctores han puesto en salvo para con Dios y la conciencia a los que siguen las opiniones probables, porque, como dice V. P., están seguros por esa parte siguiendo a un doctor grave, y también están seguros por parte de los confesores por cuanto los han obligado a absolver en fuerza de una opinión probable, so pena de pecado mortal; pero el defecto que hay, es que no los han asegurado por parte de los jueces, y así se hallan expuestos a riesgo de azotes y de horca siguiendo vuestras probabilidades: este es un defecto capital sin duda. Tienes razón, dijo el padre; y me haces favor en advertirme de esto. Mas la dificultad está en que no tenemos el poder sobre los magistrados como sobre los confesores, quienes tienen obligación de acudir a nosotros sobre los casos de conciencia, porque juzgamos de ellos soberanamente. Bien lo entiendo, dije yo; pero si por una parte los padres de la Compañía son jueces de los confesores, ¿no son por otra confesores de los jueces? Su poder se extiende mucho: oblíguenlos a absolver los criminales que tienen por sí una opinión probable, so pena de ser excluidos de los sacramentos; para que no suceda, con gran desprecio y escándalo de la probabilidad, que los que declaran los padres inocentes en la teórica salgan azotados y ahorcados en la práctica. Si no, ¿cómo hallarán discípulos?

Será menester que lo pensemos, me dijo; no nos descuidaremos. Yo lo propondré a nuestro padre Provincial. Pero bien podías haber guardado esta advertencia para otro tiempo, sin atajarme el discurso cuando estaba para referirte las máximas que hemos hallado en favor de los nobles; y no te las enseñaré sino con condición que no me vendrás más con cuentos.

Esto es cuanto podré enviar hoy a Vm.; porque es menester más de una carta para referir todo lo que aprendí en una sola conversación. Guarde Dios a Vm., &c.

[ Blas Pascal, Cartas escritas a un provincial, París 1849, páginas 72-88. ]