Filosofía en español 
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Casos raros de la Confesión

Casos raros de la Confesión

Con reglas, y modo fácil para hacer una buena Confesión General, o Particular. Y unas advertencias para tener perfecta contrición, y para disponerse bien en el artículo de la muerte.

Por el P. Cristóbal de Vega de la Compañía de Jesús

Aprobación de Jerónimo López, de esta Casa de la Compañía de Jesús de Valencia, a 20 de Setiembre de 1656.

Bernardo Nogues, Valencia 1656

Edición íntegra publicada desde Oviedo en 2023,
revisada a partir del texto de la undécima impresión

Índice de los capítulos de Casos raros de la Confesión
Primera parteSegunda parteReglasAdvertencias

 

IMPORTANTE
El Eminentísimo Señor Cardenal Sandoval, Arzobispo de Toledo concede cien días de Indulgencia, por cada vez que cualquiera persona… leyere, u oyere leer las advertencias aquí puestas, o cualquier otro capítulo de este libro.

 

Al Eminentísimo Señor Cardenal Sandoval Arzobispo de Toledo, Primado de las Españas, &c.

Em. S.

El fuego nunca dice: basta. El celo ardiente de V. Em. no se satisface con tantos medios, y remedios como cada día dispone para el bien de sus ovejas: continuando especialmente, y aumentando el medio eficacísimo de las Misiones, que tantos otros abraza. Y en estos tiempos aviva V. Em. este Santo ministerio con singular fervor, y singular razón, y celo en el servicio del Rey Nuestro Señor, que Dios guarde, y de su Católica Monarquía, procurando templar los castigos, y malos sucesos, que merecemos por nuestros pecados, con los medios más a propósito para estorbar estos pecados, y remediar en ellos la más eficaz, y general causa de todos los males: reconociendo, que si se envían compañías de soldados, y gente armada a las fronteras del Reino contra los enemigos de fuera; no menos importa enviar soldados, Compañías, y Batallones de Misiones, y Predicación Apostólica, a las fronteras, y al corazón, y al orbe todo de la Monarquía contra los enemigos, que están no ya fuera, sino dentro: y no solo dentro de nuestras casas; sino dentro de nosotros mismos enseñoreando tiránicamente las plazas, los Castillos, las almas que ganó Jesucristo, y guarneció con su Sangre: Contra los pecados, digo, que son los más perniciosos enemigos de la corona Real, divina, y humana; los que dan armas a los enemigos de fuera; los que provocan la justa indignación del Señor de los Ejércitos, que vela sobre el Reino, que peca (como dice el Profeta Amos cap. 9) para deshacerle en menudos pedazos sobre la haz de la tierra, y transferir de nación en nación los Señoríos, y Reinos (según la sentencia del Eclesiástico c. 10) por las injusticias, engaños, y otros pecados.

Contra estos enemigos pues con divino acierto ordena V. Em. los Batallones de las Misiones, esperando conseguir, si se continúa, y aviva este medio, y guerra espiritual contra los enemigos invisibles, la victoria, y sujeción conveniente de los enemigos visibles: cual se ha conseguido con semejante medio en semejantes ocasiones, de que es autor el Espíritu Santo en varias partes de la Sagrada Escritura, singularmente por los años de Josafat, y Ezequías, en que se consiguieron ilustres victorias y buenos sucesos enviando estos Príncipes Ministros suyos, y de Dios por las Ciudades, y pueblos de su Reino, que clamasen Penitencia, y enmienda de costumbres con que Dios aplacase su justa ira, y cesando las culpas, cesasen los castigos consiguiendo desta suerte no solo victorias, sino paz en su Reino, y terror en sus enemigos: como se vio especialmente en tiempo del Rey Josafat, de quien dice el Sagrado texto 2 Paral. cap. 17 que envió, juntamente con sus grandes, los Ministros de Dios Sacerdotes, y Levitas, y enseñaban al pueblo de Judá, teniendo el libro de la ley, y discurrían por todas las Ciudades de Judá, y enseñaban al pueblo: y desta manera se engendró un gran temor del Señor en todos los Reinos de las tierras, que estaban alrededor de Judá: y no se atrevían a pelear contra Josafat. Antes los Filisteos le traían donativos, y tributo de plata, y los Árabes ganados, &c., creció pues Josafat, y fue engrandecido hasta lo sumo. Esta misma consecuencia, y buenos efectos pretende, y espera V. Em. en servicio del Rey Nuestro Señor, y bien de sus Católicos Reinos, poniendo los mismos antecedentes, y medios de Misiones, Doctrina, y exhortaciones por las Ciudades, &c. que son los que claramente expresó el texto Sagrado; y lo notó allí la Glosa de Nicolao de Lyra con estas palabras: Por los cuales (Sacerdotes, y Levitas enviados de Josafat) se significan los Pre

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imitador de S. Pablo predicador de Cristo Crucificado, para cuyo espíritu se halló no menos corta, que para sus auditorios, la capacidad del templo imperial de la Compañía de Jesús, confesando su cortedad a voces doloridas de los oyentes, y a penetrantes clamores de aquella trompeta Evangélica, que resonaban sentidamente en lo más profundo de los corazones; y vencían muy lejos lo más alto, y dilatado de aquel templo sin duda solo el templo de la gloria bastará al numeroso ejército de almas que ha ganado y continuamente gana para Cristo.

Otros Ilustrísimos Prelados han querido tomar los acasos como consejos del cielo, y los ejemplos de V. Em. como la exhortación más eficaz, recibiendo en sus Obispados los Misioneros de V. Em. con tanto fruto, acepción, y asistencia de todos los órdenes y cabildos, que ni la S. Iglesia quiso en Cuenca faltase a sus coros la Misión, ni el S. Tribunal de la Fe se excusó de apoyar con su devotísima asistencia en forma de Tribunal los frutos que resultan a todos deste Apostólico Ministerio, que fomenta tanto V. Em.

Mas no se satisface aun su celo: sino que ya que no pueden las misiones generales de las Iglesias ser tan frecuentes, como lo son los pecados que necesita dellas, para que se supla algo esta falta y se ocurra cuanto posible fuere a tan lastimosa necesidad, ha apoyado e introducido que algunas veces entre año se hagan otras Misiones de las calles exhortando a la Confesión, y contrición de los pecados, de cuyo maravilloso fruto: se dirá algo al fin deste libro cap. 25 de la 2 parte.

Así, que no puede sosegar V. Em. sin que se practiquen, y multipliquen de todas suertes estas Misiones, y medios que muevan al digno uso de los Sacramentos, amor de Dios, y contrición de los pecados: anhelando porque se extiendan, no solo a los lugares pequeños, sino a las Ciudades: no solo a las Iglesias, sino a las calles, y casas; no solo en las Cuaresmas, sino en todo tiempo: pues en todo tiempo y lugar conviene rebatir, y deshacer las asechanzas, que en todo lugar, y tiempo pone el enemigo común. Para la dilatación pues de tan santos intentos, ofrezco a V. Em. este librito, que aunque no soy su autor, que es lo mejor que tiene, he cuidado se imprima quinta vez (que tantas impresiones se han hecho en dos años que ha que salió la vez primera) con algunas adiciones para la práctica fácil de la confesión, y contrición: y con otra adición más estimable, que es el testimonio que doy aquí, de que aunque el Venerable P. Jerónimo López, que aprobó este libro en su primera edición, retiró humildemente el nombre de Autor suyo, y quiso saliese en el de su Prepósito, y superior: imitando a N. Soberano Maestro Cristo Jesús, que dijo: que su doctrina no era suya, sino de su Padre que le envió: aunque no salió, digo, en su nombre es cierto, que no es otra cosa esta obra, que una suma, y médula sustancialísima del fin, y medios a que anhelaba este Santo varón en sus Misiones Apostólicas.

Cónstame esto, no solo como constará a cualquiera, que mereció ser herido de su viva voz, que aún en este papel muerto penetra vivos los corazones; sino también por carta particular suya, que me escribió poco antes de su dichoso tránsito, encargándome la impresión deste libro: la cual remití original a V. Em. y V. Em. guardando copia della, como de tan insigne varón, me la mandó volver, y poner en debida ejecución. Bien se deja ya estimar, cuan útil, y sólida será la doctrina deste tratado, siendo toda de aquel Apostólico espíritu, que habló, y obró con tan maravilloso fruto de las almas en el V. P. Jerónimo López, por cerca de cuarenta años continuos de Misiones, de quien a nadie que le conociese hará novedad se diga, que por sus méritos ha cobrado la vida un cuerpo difunto, cuando por su medio han resucitado tan innumerables almas a la vida de la gracia. Pero de las virtudes, predicación, y prodigiosas obras deste Venerable Padre, se darán presto mejores noticias en la vida que se está escribiendo.

Entretanto se consolará V. Em. con que logremos todos un traslado de aquel espíritu Apostólico en este librito de oro, puro de toda escoria (por lo que toca a la aprobación que se me ha cometido) y libre de toda doctrina menos sana contra la pureza de nuestra santa Fe, y buenas costumbres; para las cuales es tan útil, y especialmente para el digno uso de los santos Sacramentos, que con mucha razón, y dichosa experiencia se dice dél, que es una Misión continua, y universal, que llega aun a las personas que no alcanzan las otras Misiones, y dura, y fructifica aun en el tiempo que no pueden ejercitarse las otras; y que estos casos de la confesión, son unas píldoras del Espíritu Santo (este nombre les daba aquel santo Varón) para la pureza de las conciencias: son pues muy a propósito, para que de esta oficina de salud de las almas (permítame V. Em. entienda con este nombre su celo) se repartan para el común provecho, y logro de la medicina preciosa, que acosta de su sangre, y vida nos dejó en sus santos Sacramentos el divino Médico, Pastor, y Salvador nuestro Jesús: así nos podemos prometer con la gracia del Espíritu Santo, y bendición de la Inmaculada Virgen Madre de Dios, a cuyos pies puso su Autor este tratado, y yo le encamino derechamente a sus aras por manos de V. Em. legítimo Sucesor, y traslado del Capellán dichoso de N. Señora cuya fiesta hoy celebramos.

Guarde Dios a V. Em. muchos años para tanta gloria divina, y bien de la Iglesia, como todos sus humildes Capellanes deseamos. De este Colegio de la Compañía de Jesús de Alcalá a veinte y tres de Enero de mil y seiscientos y cincuenta y nueve años.

E. S.

B. L. M. de V. Em.

S. M. C.

Diego Luis S. Vitores

(Quinta impresión, en Alcalá, por María Fernández, 1659.)

Aprobación.

He visto el libro, cuyo título es: Casos raros de la Confesión, compuesto por el Padre Cristóbal de Vega, Prepósito de esta casa Profesa de la Compañía de Jesús de Valencia: y no hay en él cosa que desdiga de la Fe, y buenas costumbres Cristianas: antes es obra que mucho há deseaba saliese a luz, por haber probado con la experiencia de treinta y ocho años que voy predicando, y confesando por diferentes Provincias, la suma necesidad que hay de hablar desta materia: y de tomar muy de veras lo que Santa Teresa de Jesús encargó en una carta con estas palabras: Predíquese contra las malas confesiones, porque uno de los medios que tiene el demonio para llevar muchas almas al infierno, es las malas confesiones.

Por lo cual algunos señores Arzobispos, y Obispos que han sido informados deste punto tan importante, cuando van a visita, envían delante Precursores, y Predicadores, que hablen desto, y animen a confesarse bien; y algunos señores se yo que no se contentan con esto, sino que por sus propias personas al pie del Altar se lo repiten, y en especial uno muy celoso que tenía noticia deste veneno, solía decir estas palabras en los lugares que visitaba: Hijos, y ovejas mías, yo he de dar cuenta de vuestras almas, y por eso os dispongo con la Misión destos Predicadores, para que os confeséis bien: porque me parece, que hacer visita sin esta diligencia, es purga sin jarabes. Por las entrañas de la misericordia de Cristo os ruego, que no calléis pecado alguno, por temor. Advertid, que el Confesor no os puede hacer tanto mal como un grano de arena. El secreto de la Confesión es tan grande, que no hay poder en la tierra para romper aquel sello. La confesión sacramental es el secreto de los secretos: venid a confesaros con dolor, y propósito de la enmienda, y no calléis pecado mortal por temor, o vergüenza, que aunque os confeséis que habéis muerto mil hombres, y hecho moneda falsa, no puede el confesor descubrirlo, ni al Rey, ni a los Ministros. Aunque confeséis que habéis caído en mil herejías, no lo puede descubrir a la Inquisición. Aunque os confeséis que habéis muerto veinte Papas, y quemado cien Iglesias, y pisado la Hostia consagrada, o echádola al fuego, no lo pueden descubrir al Papa: ni el Rey, ni la Inquisición, ni el Papa pueden mandar al Confesor que rompa el sacrosanto sello de la confesión, ni el Confesor lo puede decir, aunque lo hubiesen de quemar vivo; y si no os confesáis, os habéis de ir al fuego eterno.

Esto propio hacen también algunos celosos Curas; y pocos años ha un Párroco fundó cierta renta, para que cada tres años se lea un caso raro de las malas confesiones.

Esto mismo movió a San Ignacio de Loyola mi Padre, a instituir en la Compañía las Misiones, y mandarnos en su Regla, que todos exhortemos a los prójimos a buenas obras, especialmente a la confesión. Y esto también ha movido a escribir este Tratado, el cual ruego a los Padres de Familias procuren se lea a su gente: que por ventura remediarán más males de los que piensan con la gracia del Espíritu Santo, que nos ganó Nuestro Señor Jesucristo, y Bendición de la Virgen Santísima, a cuyos pies se pone este Tratado. Desta Casa de la Compañía de Jesús de Valencia a veinte de Setiembre de 1656.

Gerónimo López.

(Quinta impresión, en Alcalá, por María Fernández, 1659. → Algunas variaciones sobre esta Aprobación.)

Casos raros de la Confesión
Parte I

 
Capítulo I. Casos en los cuales la Confesión es mala, y tiene obligación el Cristiano a volverla a hacer otra vez.
 

Primero, cuando el penitente no examina la conciencia antes de la Confesión, ni hace diligencia para acordarse de los pecados, teniendo la conciencia cargada dellos, y habiendo mucho tiempo que no se hubieses confesado. En el cual caso, si el Confesor no suple el defecto del penitente, la confesión es mala, y sacrílega, porque se arriesga el penitente a dejar algún pecado mortal por el olvido culpable, lo cual es tanto como si adrede, y a sabiendas le dejase.

Segundo, cuando el penitente en materia de pecado mortal se atreve a mentir en la confesión, o cometer dentro della algún otro pecado mortal, del cual no se arrepiente, ni se acusa antes de recibir la absolución.

Tercero, cuando maliciosamente se calla algún pecado mortal, o que el penitente le tenía por tal: porque si entonces no entendía que era mortal, y después de la confesión advirtió que lo era, en tal caso, bastaría confesar solo aquel pecado, sin obligación de repetir toda la confesión pasada.

Cuarto, cuando se confiesa sin la interior disposición que se requiere, la cual consiste en tener dolor de los pecados cometidos, y firme propósito de la enmienda, en que también se comprehende el quitar las ocasiones próximas de pecar mortalmente.

Quinto, cuando sabiendo el penitente haber incurrido en excomunión, no cuida de hacerse absolver della antes de la absolución sacramental.

Sexto, cuando el Sacerdote que absuelve no tiene jurisdicción para absolver, o la tiene impedida por censuras, y sabiendo esto el penitente se confieses con él.

Séptimo, cuando maliciosamente busca confesor tan ignorante, o imprudente, que no haya de entender bastantemente los pecados, o no haya de advertirle la obligación que tuviere de restituir, o de otras cosas necesarias para su salvación.

En los casos sobredichos, y en cada uno dellos en particular no solo no queda absuelta la persona, sino que está obligada a repetir las confesiones que hubiere hecho; y por el desacato, e injuria grande que hace al Sacramento, comete sacrilegio cada vez: que es un pecado gravísimo, y lo suele Dios castigar severísimamente en esta vida, y en la otra, si no se borra con penitencia; como se ve en muchos, y terribles ejemplos, de que están llenas las historias, y vidas de Santos. Y es menester decir que lo calló, y cuántas veces, cuántas comuniones hizo con ese pecado.

(Undécima impresión, versión 231: 1-3.)

 
Capítulo II. Contiene dos advertencias.
 

La primera, es que cuando alguno viniere a confesarse que trae algún pecado callado en otras confesiones por vergüenza procure el Confesor despacharle, y haga cuanto pudiere por no obligarle a que vuelva otro día: porque es tan grande la pasión de la vergüenza, que muchas veces no vuelven más, y muchos Confesores experimentados lo hacen así por no quedar amargados: porque se puede temer con mucho fundamento, que morirán en su pecado, y jamás lo confesarán, ni en la hora de la muerte; y así, si no es que de las circunstancias de la persona, y ocasión, tengan por cierto, que volverá, no dilaten la absolución.

La otra advertencia es, que tengan visto los Confesores lo que dicen los Autores de los casos en que se puede dilatar la confesión, como es cuando se ofrece naufragio, batalla, confesión por intérprete, o confesar en una cama a dos enfermos, que no se pueden apartar. Y de ahí se saca también lo que se debe hacer cuando el Cura ha de dar el Viático, y dice el enfermo se quiere reconciliar, y sale con decir que tiene un pecado que desde niño lo ha callado, y hay escándalo en detenerse. Lo propio es, cuando el Jueves Santo será noto si no comulga, o teme a su marido la mujer, la hija a la madre, la criada a su ama.

(Undécima impresión, versión 231: 3-4.)

 
Capítulo III. Propónese la materia deste Tratado.
 

Aunque los casos en que la confesión es mala son tantos, como habemos visto en el Cap. I, no hemos de escribir ejemplos, o historias de todos, porque sería alargar este Tratado; solo se pondrán ejemplos de dos causas. La una, es cuando se calla algún pecado mortal adrede, y a sabiendas acordándose dél, y dejándolo por vergüenza, y vano temor; y desta materia será la primera parte de este Tratado; o cuando uno se confiesa, no tiene propósito de enmendarse, y desto se tratará en la segunda parte de este Tratado; porque estas son las dos causas más principales, y más ordinarias deste tan grande mal. Y es tanto lo que el demonio insta en esto, que los que no han puesto la oreja a larga en el Confesonario, y por diferentes, y varias tierras, no pueden hacer concepto de esto.

A los ignorantes les hace entender el diablo que el Confesor puede descubrir algo, y que les puede venir algún daño en la vida, o en otra cosa. Y no pocas veces esta locura está tan asentada en el corazón de algunos ignorantes, que apenas se acaban de desengañar, aún después de haberlo oído predicar, una, dos, y tres veces.

A los que saben más, les pone el demonio gran vergüenza, y dicen: Yo ya sé que el Confesor no me puede acusar, pero tengo vergüenza de decir cosa tan fea, y abominable; y es tan poderosa pasión esta de la vergüenza, que muchas veces en la hora de la muerte hace callar estos pecados.

Preguntará alguno, ¿cómo se sabe esto? Digo que se sabe porque muchas veces acontece venir a confesarse generalmente una persona movida del Espíritu Santo, y decir: veinte años ha callo este pecado por vergüenza, y en este tiempo he estado enfermo, y oleado, y determinado de morir sin confesarlo, sabiendo que me iba al infierno: doy infinitas gracias a Dios, y a su Madre Santísima, porque me ha dado tiempo para salir de esta locura.

(Undécima impresión, versión 231: 4-6.)

 
Capítulo IV. El principal Autor de callar pecados es el demonio.
 

Sabiamente dijo San Juan Crisóstomo homil. 31, de Pœnit. Pudorem, & verecundiam dedit Deus peccato; confessioni fiduciam: invertit rem diabolus; & peccato fiduciam præbet; confessioni pudorem, & verecundiam. Dios vistió el pecado de colorado, que es color de vergüenza para con ella retirarte dél antes de cometerle: y a la confesión vistió de verde, color de esperanza, para con la esperanza del perdón animarte a confesarle. Pero el diablo astuto trueca los colores, y muda las libreas: al pecado viste de verde color de esperanza, para que con la vana confianza en la divina misericordia le cometas: y a la confesión viste de colorado color de vergüenza, para que no lo confieses: de manera, que como ladrón te restituye al tiempo de confesar, la vergüenza que te hurtó al tiempo del pecar. Así lo dice San Antonino, que lo descubrió Dios a un Santo Prelado, que confesaba a una mujer, que por vergüenza callaba un pecado deshonesto, y vio junto a ella al demonio; preguntole el Santo: Dí, ¿qué haces ahí? Respondió: Cumplo con un precepto de Jesucristo. Tú (dijo el Santo) ¿y de cuándo acá? Sí (dijo el demonio) porque yo soy el que quité la vergüenza a esta mujer, para que sin ella pecase, y ahora se la restituyo, para que con ella calle el pecado.

Estratagema es del lobo arremeter con los colmillos a la garganta para que la oveja no pueda hablar, y sea socorrida. ¿Qué remedio? Gritar: los gritos espantan al lobo, él pretende cerrar gargantas, el ardid ha de ser abrirlas, y dar voces: Erravi sicut ovis, quæ periit, vencer la vergüenza, y confesarse; porque si no permitirá Dios, que cuando quieras no puedas: como la otra mujer que lo guardó para la muerte (y lo cuenta el P. Ignacio Blanè gran Misionero). Acudió su Cura allá a la media noche: Señora (le dijo) mirad que os morís, y me temo, que habéis callado siempre algún pecado, y si no lo decís, os condenaréis sin remedio. Respondió la enferma: ¿Es posible que me muero? Pues la verdad es que ha tantos años que me confieso mal, callando un pecado por vergüenza. Y así como dijo esto súbitamente se le entró la lengua en la garganta, y no pudo más hablar, y expiró de esta suerte.

Prudentes ægri Medicos non verentur in occultis quidem corporis partibus, dice San Paciano in Parenesi, de Pœnit. ¿y tú para curar tu alma no descubrirás tu culpa, aunque vergonzosa, a quien tiene sello en la boca, que no la puede descubrir a nadie, ni aún a tí mismo fuera de la confesión sin tu licencia? Ahora dime hermano, tú que callas por vergüenza ese pecado, si Dios hiciese contigo este partido, que ese pecado que callas, o le has de decir al Confesor en secreto, o si no que él le hará público con trompetas por esas plazas, ¿qué escogerías? Pues sábete que ese partido le tiene hecho nuestro Señor Jesucristo con los pecadores, que o han de descubrir sus pecados por feos, y ocultos que sean al Confesor, para que los juzgue, y absuelva; o él los descubrirá a son de trompeta en el juicio final, y los publicará delante de todas las gentes con tan grande confusión dellos mismos, que dirán a los montes que caigan sobre ellos.

Cumplirase la amenaza de Dios, por Nahum cap. 3. Revelabo pudenda tua in facie tua, & ostendam in gentibus nuditatem tuam. Yo (dice Dios) echaré en pública plaza tus pecados vergonzosos. ¡Oh, qué confusión será para tí, verte salir a la vergüenza en aquel teatro del mundo, y en aquel auto general del santo Oficio de la divina justicia, y en aquel cadahalso del valle de Josafat con sambenito, y hábito de quemado por haber callado aquel pecado! Diga pues la vergüenza mala en tí lo que Tertuliano lib. de Pœnit. en persona della: Pro te mihi melius est perire; lo que dice el refrán: Más vale vergüenza en cara, que mancilla en corazón.

(Undécima impresión, versión 231: 6-9.)

 
Capítulo V. Una doncella de diez y seis años se condena por callar pecados.
 

El Padre Martín del Río en el tomo I de las disquisiciones Mágicas, impreso en León de Francia el año 1604, en el lib. 2, en la q. 26, en la sec. 5, refiere de las letras anuas de la Compañía de Jesús del año 1590 de la Provincia del Perú el caso siguiente, que confío en el Señor que ha de servir de grande provecho para la gente moza y para las doncellas de pocos años; y añade dicho Autor, hubo tantos testigos del caso, que no queda lugar alguno de duda a su verdad; permitiolo Dios, para que aquella nueva Cristiandad aprendiese a confesarse enteramente, en que tienen los Indios suma dificultad: y así, porque callaba pecados en la confesión, de que ella misma delante de otras sus compañeras se gloriaba, delante de las mismas ejecutó Dios un horrendo castigo en ella, para que todos escarmentasen en cabeza ajena; y fue el caso desta manera.

Hubo en aquellas partes una India doncella de diez y seis años, la cual servía a una señora muy principal, que procuró con sus buenos consejos se hiciese Cristiana: bautizose, y pusiéronla por nombre Catalina. Al paso que crecía en edad, crecía también en libertad, desahogo sobrado en liviandades, y costumbres disolutas, y aunque su ama severamente la reprehendía, y repetidamente la castigaba, pero su mala inclinación se apoderó dello tanto, que trataba, conversaba, y tenía su amistad con unos mozuelos disolutos, y no dejaba por eso de frecuentar los Sacramentos: confesaba a menudo, pero callaba siempre sus desenvolturas, y deshonestidades, porque no la tuviese el Confesor por liviana.

Enfermó Catalina a primero de Agosto del año 1590, llamó al Confesor pero confesose como solía, callando los pecados más graves: y esto sucedió por nueve veces en el discurso de la enfermedad, y después de haberse confesado, y ídose el Confesor, ella llamaba a sus compañeras, hacía risa, y burla de lo que le pasaba con el Confesor: Si por cierto (decía) no tenía otra cosa que hacer, sino decirle mis pecados más secretos: de espacio estaba yo por cierto, yo me he guardado muy bien de hacerlo por más que me lo ha preguntado; y añadió otras palabras torpes, y sucias, de manera, que escandalizadas las que lo oían, se lo contaron a su señora, la cual se fue donde estaba la enferma, reprehendiola ásperamente, como lo merecía tan gran sacrilegio, y tan enorme delito. Y después amigablemente con rostro placentero, y con palabras suaves la rogó le dijese, qué pecados ocultaba a su Confesor, para desta manera con amor, persuadirla hiciese una entera confesión de todos sus pecados. La enferma llanamente, sin dificultad alguna, contó a su señora los pecados que callaba: y añadió, que todas las veces, que en aquella enfermedad se había confesado veía a su mano izquierda uno como negro, que la persuadía a que no se confesase de aquellos pecados, porque no eran cosa de importancia, y si los confesaba, la tendría el Confesor por mala, y perdería con él la buena opinión que della tenía: y que a la derecha veía a la gloriosa Santa María Magdalena, que la exhortaba a que se confesase enteramente de todos sus pecados.

Hizo llamar entonces la señora al Padre, y contole todo por menudo lo que pasaba, el que a solas vio de varios medios para reducirla a que se que confesase enteramente, pero en vano, porque cuanto más obstinada callaba sus pecados; y llegó a tanto su desesperación, que ni aún el santo nombre de Jesús quiso tomar en su boca, y dándole a adorar el Cristo, y diciéndole mirase lo que aquel Señor había padecido por sus pecados, respondió con rabia, y cólera: Ya se todo eso, ¿pues qué quieren ahora? Que le pidas perdón (dijo su ama) y que te conviertas a este Señor con una buena confesión. A que respondió Catalina: Ruégoos señora, que no os canséis en vano, y no me seáis cansada, y molesta. Dejola su ama, y fuese, y ella se puso a cantar canciones profanas de sus amores deshonestos.

Duró este combate, y pelea entre el Confesor, y su ama por una parte, para que se confesase, y con la enferma por otra, resistiéndose, y obstinándose más a los llamamientos del Cielo, hasta que una noche llamando apriesa a su señora, y a sus compañeras, prorrumpió en estas voces: Ay de mí que me atormenta la conciencia, u una tristeza, y congoja mortal me aflige el alma por no haberme confesado bien todo este tiempo que he tenido. Y con esto quedó yerta, y sin sentido hasta la media noche, de suerte que la tuvieron por muerta, y ya trataban de amortajarla; pero volviendo en sí llamaron al Confesor, confesose, pero mal como siempre, y callando pecados. Pasadas tres horas un poco antes que expirase, decíanle sus compañeras, que tomase el Cristo en sus manos, y que invocase de todo corazón el nombre de Jesús; respondió: ¿Quién es ese Jesús que no le conozco? Y sentándose sobre la cama volviéndose a los pies della, se puso a hablar con un otro que nadie lo veía. Había en la misma cuadra otra criada también enferma en su cama, la cual rogó encarecidamente a su señora la mudara a otra parte, porque allí veía unas visiones feísimas, y horribles, que la espantaban, y atemorizaban.

Al fin murió aquella noche Catalina la desventurada, y quedó el aposento donde estaba el cuerpo con tan mal olor, y tan gran hedor que inficionó toda la casa, de suerte que fue forzoso sacar el cuerpo, y ponerlo en lugar abierto, y patente al aire. A un hermano de la señora, cogiéndole del brazo le sacaron por fuerza de su aposento: a una criada le dieron un gran golpe en los hombros, y le duraron las señales del golpe algunos días. Un caballo mansísimo se soltó de la caballeriza, y se enfureció de manera, que a coces lo atropellaba todo. Los perros como rabiosos daban temerosos ladridos. Enterrado que estuvo el cuerpo, entrando una criada en el aposento donde murió Catalina, sin ver a nadie, sintió caer sobre sí una vasija que estaba sobre una alacena. Muchos de la Ciudad vieron, que arrojaban por una, y otra parte muchos ladrillos, y tejas, y algunos dellos hasta dos millas, con grande ruido, y temeroso estruendo. A otra criada en presencia de muchos, la arrojaban cogiéndola de un pié sin ver a nadie que lo hiciese por muy grande espacio.

A siete de Setiembre, fue una de las compañeras de Catalina a sacar de su arca su ropa para vestirse, y vio a Catalina en pié en el aposento, y que alargó la mano a tomar un vaso, y huyendo la criada, cogió el vaso: y con tal furia le arrojó que le hizo muchísimos pedazos. El día siguiente estando cenando en su huerta la señora de la casa, dio con un ladrillo con tal ruido en un plato, y con tal golpe, que turbó la cena. Un hijo desta señora de solos cuatro años, comenzó dar voces a su madre, desentonadas: Ay madre mía, madre mía, que Catalina me ahoga; pusiéronle al niño muchas reliquias de Santos al cuello, con que se vio libre de aquella pena. Todos estos sucesos movieron a esta señora a mudar de casa, pasose a vivir a casa de una sobrina suya; dejando para guarda de la suya algunas de sus criadas más alentadas.

A diez del dicho mes estando una dellas en una oficina, oyó que la llamó Catalina por tres veces: quedó desmayada de temor, animáronla las demás, y la persuadieron que invocase el favor del Cielo, y con un cirio bendito encendido en su mano volviese al puesto: acompañáronla otras dos de las más animosas y estando en el puesto, oyeron que la hablaba Catalina, y le decía, que despidiese a las que la acompañaban, que a solas la había menester, y también que apagase aquel cirio, porque la servía de más tormento. Quedó sola la criada, y vio que de todas las coyunturas del cuerpo de Catalina salían llamas de fuego, con un olor pestilencial, de cabeza a pies rodeada de un incendio. Viola también ceñida con una como faja de ocho, o diez dedos de ancho, y que llegaba hasta la tierra, y que le parecía que aquel era castigo de sus desenvolturas, y deshonestidades. La doncella con el aspecto de tan terrible monstruo comenzó a temblar de miedo; pero favorecida de Dios oyó lo que le decía la difunta: Llégate, y acércate; de tantas veces como te he llamado, ¿cómo no me has respondido? Respondió la criada casi sin sentido: Jesús mío, ¿quién no desmayara de verte rodeada de tanto fuego? Y vio en esto un hermosísimo niño vestido de blanco, el cual animaba a la criada que tuviese buen ánimo, y que con todo cuidado escuchase lo que la desdichada Catalina le diría, y que lo encomendase muy bien a la memoria para publicarlo a los demás, y que luego en saliendo de allí procurase confesarse enteramente de sus pecados con verdadero dolor.

Con esto comenzó su plática Catalina: Has de saber (fijo) que soy condenada para siempre a eternas llamas, por haber callado en las confesiones mis pecados graves, diciendo no más que las culpas ligeras, como son impaciencias, murmuracioncillas, palabras ociosas, y otras cosas deste jaez; pero callaba mis desenvolturas, amores profanos, y pecados de deshonestidad; y así mira lo que haces, confiésate enteramente, no calles pecados algunos de vergüenza. Mira que Dios me manda que te avise desto, y que tu lo digas a tus compañeras, para que mi horrendo castigo sirva a todos de escarmiento. Oyose en esto tocar al Ave María, y desapareció la difunta: y aquel niño, que le pareció algún Ángel, dijo a la criada, que fuese donde estaban las demás, y que contase todo lo que había visto, y oído.

Divulgose el caso por toda aquella tierra con gran provecho de muchas almas que padecían el mismo achaque que esta desventurada difunta, de callar pecados en la confesión. Y si alguno dijere, que no es mucho haya empacho de que sepa el Confesor mis liviandades, con que me tendrá en mala opinión. Respondo, que ¿quién se ha de espantar que la higuera dé higos, y la zarza espinas? Pues su natural lo lleva, ni que la mujer o el hombre, entre malos ejemplos del mundo, inclinado al mal, flaco, y deleznable, caiga. Cuanto mayores pecados trae el penitente más se alegra el Confesor, como el cazador que encuentra con una fiera brava, y como el pescador cuando le pica en el anzuelo un pez que le hace temblar el brazo, está muy contento: así el Confesor, cuando encuentra con un gran pecador. Y así decía un Confesor: Nunca estoy más contento que cuando estoy como un San Miguel con un diablo a los pies.

(Undécima impresión, versión 231: 9-17.)

 
Capítulo VI. Otra doncella se condena por callar un pecado de vergüenza.
 

Al que calla en la confesión, ninguna obra buena de las que hace le aprovecha para ganar gracia, y gloria. Cuando el preso está en la cárcel, y el carcelero está seguro de la puerta, y las llaves en la cinta, aunque le parezca que estaría más seguro el preso en el cepo, y con una cadena, pero con todo eso no se le da mucho que juegue, que pasee, y salte, con tal que esté dentro de la cárcel y bajo de sus cerrojos. El carcelero es el demonio, el que está en pecado es el preso, la puerta, y las llaves son la confesión: mientras que por aquí no salga, aunque le pesa el Rosario que dices a la Virgen, de la Misa que oyes, de la limosna que haces: pero mientras él tiene segura la puerta, piensa tener seguro el preso, como lo veremos en la historia siguiente, y la cuenta el Padre Alonso de Andrade en el libro de la Guía de Virtud, lib. 2, cap. 12, §. 3.

El Padre Juan Ramírez de la Compañía de Jesús, discípulo del santo Padre Maestro Ávila, predicando en una Ciudad de España con el espíritu que solía, fue llamado para confesar una doncella noble, que había sido criada desde niña en mucha virtud por el cuidado de su madre. Confesábanse las dos en la Compañía, y comulgaban todos los Sábados a devoción de la Virgen. Murió la madre, y la hija prosiguió en su devoción, añadiendo muchas limosnas, ayunos, y otras penitencias. Oía muy de ordinario, los sermones del Padre Juan Ramírez, y movíanle, y aficionábanle el corazón a la virtud. Deseó confesarse con él, y enviole a llamar, que estaba enferma para que la confesase, fue el Padre a su casa, y díjole: Padre, aunque mi mal no es mucho, quiero con tiempo disponer mi alma, ruego a V. P. que me confiese, porque ha días que deseo descubrirle mi conciencia. Todo me parece muy bien (dijo el Padre) y empezó su confesión con tales muestras de sentimiento, y tanta copia de lágrimas, que el Padre quedó admirado, y consolado. Acabó su confesión, y el Padre la absolvió animándola, y consolándola, con que se despidió.

Pero sucedió una cosa rara, y fue que el compañero que estaba a vista, aunque distante, vio que del lado de la cama hacia el rincón de la pared, salía de cuando en cuando, al tiempo que se confesaba, una mano peluda, y negra con uñas como de oso, la cual apretaba de tal suerte la garganta de la enferma, que parecía quererla ahogar. Anduvo pensativo admirado de lo que había visto, hasta que a la noche refirió lo sucedido. El Superior le preguntó dos, y tres veces, si estaba cierto de lo que decía, y si se atrevía a jurarlo. Respondió: Estoy tan cierto, como estoy aquí, y lo vi con mucha atención, y temiendo la primera vez que me engañaba, puse mayor atención en la segunda, y tercera vez, y lo vi, y lo juraré. Llamó entonces el Superior al Padre Ramírez, y aunque eran las diez de la noche, le mandó fuese a ver a la enferma, y que con buen modo la persuadiese a que se reconciliase si algo le daba pena. Fue el Padre con el mismo compañero, y antes de entrar en la casa oyeron voces, y llantos: llamaron, y en abriendo les dijo uno de los criados, como su ama era difunta, y que desde que se confesó se le había quitado la habla, y no había podido comulgar. Entraron en su aposento, y viéronla muerta, y con grande sentimiento, y dolor se tornaron al Colegio; dieron cuenta al Superior de lo que pasaba, el cual, y todos los Padres quedaron muy afligidos.

El Padre Juan Ramírez herido de un gran dolor, derramó muchas lágrimas, y fuese delante del SS. Sacramento, donde hincado de rodillas empezó a rogar al Señor por el alma de aquella doncella, pidiéndole no permitiese su condenación. Habiendo estado alguna hora en esta oración fervorosa, oyó un ruido grande como de cadenas, y abriendo los ojos, vio delante de sí una persona de pies a cabeza rodeada de cadenas, y de llamas de fuego azul, que alumbraban, y no alegraban; daban alguna luz, pero muy triste. No se turbó el buen Padre, porque estaba lleno de Dios, antes cobrando nuevo ánimo, se levantó en pie, y le preguntó quién era, a cuyas palabras respondió las siguientes: Yo soy la desdichada alma de aquella mujer a quien confesaste esta mañana, yo soy por quien ruegas, pero en vano; engañé al mundo con mis hipocresías, y fingida virtud, porque te hago saber, que muerta mi madre se enamoró un mozo de mi, y aunque resistí a los principios, fue tanta su porfía, y mi flaqueza, que me rendí a su voluntad; y si fue grande mi pecado, mucho mayor fue el empacho que el demonio me puso de confesarle: remordíame la conciencia, atormentábame el temor de las penas en que he venido a parar, y deseando salir del, determiné muchas veces confesarme, y otras tantas me venció la vergüenza, y el temor de perder la buena opinión que tenía con mi Confesor; por la misma causa no dejé la costumbre de comulgar, y las buenas obras en que me crió mi madre, por cuyos merecimientos Dios te trujo a esta Ciudad para remedio mío. Oía tus sermones, y todos eran flechas que atravesaban mi corazón. Determiné de confesarme contigo, llamete, empecé mi confesión por las culpas ligeras; ¡oh, si lo hubiera hecho por las grandes! Muchas veces las fui a decir, y otras tantas me venció la vergüenza, con que por haber callado este pecado estoy, y estaré en estas prisiones de fuego que ves, ardiendo por una eternidad en el infierno: no te canses en rogar por mí, porque te cansas en vano. ¿Qué es lo que más te aflige? Le preguntó el Padre; y ella respondió: ver que pude salvarme confesándote el pecado, y tan fácilmente como ahora lo digo sin fruto.

Dicho esto desapareció dando tristísimas voces, y haciendo grande ruido con las cadenas. Quedó el Padre tristísimo, y calló este suceso algunos años, mirando por la honra de los parientes de la doncella; que si es deshonra tener un pariente que paró en la horca, mucho mayor es tenerle condenado. Al fin declaró este caso el dicho Padre sin nombrar personas, para común ejemplo, en especial de doncellas, para que no dejen por empacho algún pecado en la confesión. Oh, tú que lees este ejemplo, escudriña tu conciencia, y si te remuerde algún pecado, confiésalo, porque a esta doncella no le valieron cuantas buenas obras hizo de limosnas, Rosarios, y penitencias, todo se perdió por no querer confesarse enteramente.

(Undécima impresión, versión 231: 17-22.)

 
Capítulo VII. Otra mujer se condena por lo mismo, y llevaron su cuerpo los demonios.
 

El mismo Autor citado, refiere del Padre Francisco Rodríguez, y sucedió en nuestros tiempos a un Religioso grave de la Sagrada Religión de San Francisco; el cual estando a la hora de la muerte en el Religiosísimo Convento de S. Diego de Alcalá de Henares el año de 1586, llamó a algunos Padres graves, y entre ellos al Padre Fr. Alonso Ponce, persona de mucha autoridad, y por quien se supo; estando pues presentes les habló desta manera.

Ahora Padres que me veo tan cercano a la muerte, les quiero decir lo que me sucedió en un Convento de nuestra Orden, para que sirva de provecho para otros, y fue que saliendo un día a decir Misa me dijeron que pusiese algunas Formas para las personas que querían comulgar: púselas, y a su tiempo volvime a dar la comunión, y una mujer de las que estaban ya en el paño de la Comunión, me dijo, que la oyese una palabra, que se le había acordado, y la respondí, que no era tiempo, que comulgase, y que después se confesaría; comulgó, y en levantándose del puesto se cayó muerta delante del pueblo, que la tuvo por dichosa por morir en tal punto.

Pero yo quedé tristísimo por no haberla oído de confesión cuando me lo pidió. Enterráronle en una Capilla de nuestro Convento; y aquella misma noche, estando todos en silencio fui yo a la misma Capilla a llorar mis culpas, y a rogar a Dios por la Difunta, y a tomar una disciplina en satisfacción de sus pecados, y de los míos, y queriéndola comenzar se me puso delante un grande rayo de luz que me impedía la puerta. No dejé de turbarme con esta visión; mas de la luz salió una voz, que me dijo: No te aflijas, porque esta mujer no quería confesar cosa de importancia, ni ruegues por ella, porque está condenada para siempre en el infierno, no por lo que quería confesar, sino por algunos pecados que por vergüenza calló en la confesión muchos años, y murió sin intención de confesarlos, y por haberse atrevido a comulgar con ellos Dios le quitó repentinamente la vida no permitiendo que pasase el Santísimo Sacramento, y la tiene condenada a que pene en cuerpo, y alma en el infierno, y solo se dilata la ejecución desta pena por la forma que tiene en la boca, y manda Dios que se la quites, abre luego la sepultura. A este tiempo me dieron, sin ver quien, un azadón en la mano, con el cual abrí la sepultura, y a pocas azadonadas descubrí el cuerpo, cuyo rostro estaba resplandeciente por la forma que tenía en la boca, saquela, y en quitándosela quedó con tan gran fealdad, que causaba espanto. Alumbrome la misma luz para que la llevase al Sagrario, púsela en la custodia, y encerrándola, embistieron con el cuerpo dos feroces mastines, que eran dos demonios, que le llevaron por los aires.

Esto me pasó, yo declaro en esta hora para escarmiento de otros, y acabado su razonamiento pidió a los presentes le encomendasen a Dios, y de allí a poco expiró. Considere la gente moza en esta mujer cuánto importa confesar enteramente sus pecados; y que aunque es bueno, y santo rezar el Rosario, la limosna, y el ayuno: pero esto, y cuanto se hiciere en servicio de Dios, y de la Virgen, ha de caer sobre la gracia; como el esmalte sobre el oro.

(Undécima impresión, versión 231: 22-25.)

 
Capítulo VIII. Una Princesa se condena por callar un pecado en la confesión.
 

Dice la Majestad de Dios en los Proverbios cap. 22, núm. 8, que los que siembran maldades tendrán por cosecha maldades; y la explica Teofilato de los que callan pecados en la confesión, pues Dios los descubre más. Y como en la semilla un grano produce ciento, así el pecado callado Dios lo descubre, y por un pecado que se calla se hacen ciento de confesiones, y comuniones malas, y sacrílegas, como se verá en esta singularísima historia, que la cuenta el Padre Francisco Rodríguez de la Compañía de Jesús, en el tomo de ejemplos, que recopiló de varios historiadores.

Huguberto Rey de Inglaterra tuvo una hija de tan peregrina belleza, y discreción, que la llamaban el milagro del mundo. Pedíanla por mujer muchos Príncipes; pero preguntada de su padre si se quería casar, ella se entristeció de manera, que entendiendo su padre que no gustaba, por no desconsolarla más, despidió los mensajeros, respondiéndoles, que su hija por ser aún muchacha no tenía voluntad de casarse por entonces. Pasados algunos años los mismos Príncipes enviaron segunda vez sus Embajadores, pidiéndola por mujer: entonces el padre le rogó instantemente que se determinase de casar; mas ella se cerró diciendo que de ninguna manera podía, porque tenía hecho voto de castidad perpetua. Oído esto por el Rey envió luego al Sumo Pontífice por dispensación del voto, la cual dio su Santidad fácilmente, con que instó de nuevo el Rey a su hija para que se casase con uno de aquellos Príncipes que la querían; pero ella se resolvió firmemente de no tomar marido, sino vivir en perpetua castidad, y lo dijo a su padre. El cual le respondió si quería ser Monja en algún Convento. Respondió, que no, sino recogerse con algunas doncellas nobles a vivir santamente, y que para esto le suplicaba le diese en alguna Ciudad casa, y renta suficiente con que pudiese vivir con ellas. El padre, que la amaba tiernamente, hizo todo lo que le pidió su hija, dándole casa, rentas, y compañía de doncellas nobles, y virtuosas, que la acompañasen, y asistiesen.

Encerrada en aquel recogimiento la Princesa, lo primero que hizo fue reparar las Iglesias, y edificar otras de nuevo: fundó algunos Monasterios, y Hospitales, y en uno que labró junto a su casa, ella misma servía a los pobres. Era rara la vida que hacía encerrada en aquel Convento: ayunaba todo el año sino los Domingos, andaba vestida de cilicio, tenía larga oración, martirizábase con ásperas penitencias: ejercitábase en obras de toda virtud; de manera que la que hasta allí había sido milagro de naturaleza, ya lo era de la gracia al parecer. Sucedió que en medio de tan ejemplar, y rigurosa vida murió esta Princesa, y una noble señora que había sido como Aya suya sirviéndola algunos años, deseosa de saber de su fuerte, suplicó al Señor que se la revelase. Oyola Dios, porque citando en oración una noche se abrió la puerta de su aposento con grande ruido, por la cual vio entrar gran de multitud de demonios, y en medio de todos ellos un alma en figura de mujer rodeada toda de cadenas de fuego entretejida de escorpiones; uno de los cuales, sobre todos horrible, le roía el corazón, y las entrañas; y con sus picaduras le causaba tan acervos dolores, que la hacían prorrumpir en lastimosos alaridos. La pobre señora se turbó con tan terrible visión, y el alma le dijo: No te turbes (nombrándola por su nombre) sabe que yo soy la hija del Rey Huguberto, tu compañera. De lo cual quedó la que la escuchó tan pasmada, que fin poder más se volvió a Dios diciendo: Señor, ¿hay justicia? ¿Hay misericordia en vos? ¿Cómo veo condenada una vida tan ejemplar? Si esta se ha condenado, ¿quién se salvará? La difunta le dijo: Oye, y verás, que la culpa es mía, y no de Dios; el cual muy contra de mí voluntad me ha mandado que lo diga para escarmiento de otros.

Has de saber, que desde mi tierna edad fui aficionada a leer, y escribir, y cuando me cansaba, me leía un paje mío, a quien tenía afición; el cual habiendo leído, una vez me pidió la mano, dísela y besómela; volvió a pedirla otras veces, y dísela tres, o cuatro: cada vez me la besaba con más afición, y deteniéndola más, hasta que viendo mi disimulación se atrevió a más: y mostrando yo flaqueza en condescender a sus ruegos, finalmente vine a ofender a Dios con él, y perdí la flor de mi virginidad. Cometido este pecado acudí a confesarme con mi Confesor, y díjele: Acúsome Padre que hice una liviandad con un paje: él como indiscreto dijo: ¿Cómo señora, V. Alteza tal cosa? Avergonzada desto me retiré de lo dicho, diciendo, que no había sido sino un pensamiento. Tornó con mayor imprudencia el Confesor a replicarme: ¿Pues como V. Alteza? Ni de pensamiento, con lo cual yo atemorizada, y corrida me resolví de callar aquel pecado, y dije que había sido en sueños. Con esto acabé la confesión no quedando confesada, recibí antes la absolución sin ser absuelta, antes ligada con nuevo sacrilegio, y mayor pecado que el cometido con el paje. Después comencé a hacer grandes limosnas para que Dios me perdonase aquel pecado, y hice muchas penitencias, y todas estas obras buenas me las pagaba Dios con grandes inspiraciones que me daba, para que confesase aquella culpa, tanto, que estando enferma, nuestro Señor me dijo, que aquella era la última enfermedad de que había de morir, que me confesase, y me perdonaría. Desahuciáronme los Médicos, y oí una voz del Cielo que me dijo: Confiésate, que aún no es tarde. Mandé llamar a mi Confesor, y díjele: Padre, yo he sido una grande pecadora. Respondiome que eran tentaciones del demonio, que no hiciese caso dellas; y de allí a poco expiré, y al punto se apoderaron de mi alma los demonios, y dieron con ella en el infierno en un mar de tormentos que ahora padezco, y padeceré por una eternidad; en lo cual verás cuán justamente Dios me ha condenado. Dicho esto desapareció con tanto estruendo, que parecía hundirse el mundo, dejando en aquel aposento un pestilencial olor, que duró por muchos días, en testimonio de la hediondez, y miseria que aquella desdichada alma llevaba consigo: quedando su Aya con el dolor, y sentimiento que se puede creer de tan lamentable desgracia en persona que tanto amaba.

Consideren los que esto leyeren, lo que importa el recato en las doncellas, pues de tan pequeños principios se originaron tan grandes pecados; y adviertan la importancia de confesarse de todos los pecados, pues por un solo pecado callado, perdió esta Princesa tantas buenas obras como hizo en el discurso de su vida, y lo que más es el alma, y la salvación para siempre. Y sobre todo pondérese, de cuanto provecho sea un prudente Confesor, pues por falta dél perdió esta mujer el Cielo, y por su indiscreción penará para siempre en el infierno. Y cierto es cosa digna de lástima, que el otro señor busque el mejor Letrado para su pleito, y la otra señora para sus galas, y usos el mejor Sastre, y para su alma se contentará con cualquier Confesor, que en lugar de llevarle por el camino del Cielo, le lleve por el del infierno.

(Undécima impresión, versión 231: 25-30.)

 
Capítulo IX. Los pecados callados en la Confesión, los descubre Dios con su ignominia.
 

Pónese aquí la siguiente historia, aunque tan repetida, por el grande provecho que se ha seguido siempre que se ha contado; tanto, que un Predicador de mucha experiencia decía: que más provecho había hecho este tan raro ejemplo, que decientas Cuaresmas. Y este caso es el que movió a un señor Prelado a fundar renta para que en ciertos tiempos se dijese, o leyese en su Iglesia.

Cuenta el Padre Antonio Daurocio, part. 3, tit. 41, con otros Autores que él cita, hubo una señora de un lugar, que había años que callaba en la confesión un pecado deshonesto de adulterio. Pasaron a caso por aquel lugar dos Religiosos de Santo Domingo, el uno Penitenciario del Papa, y el otro varón pío, y santo. Pareciole buena ocasión a esta señora para confesarse enteramente de todos sus pecados, porque eran los Sacerdotes forasteros que no la conocían, y luego se habían de partir. Rogó al Penitenciario se sirviese de oírla de Confesión. Comenzó su confesión, y el compañero que estaba en oración, vio que a la mujer que se confesaba le iban saliendo de la boca muchos sapos al paso que se iba confesando, y que iban dando saltos por la Iglesia. Vio más, que asomaba por la boca de la mujer, la cabeza de un fiero dragón; pero que luego se volvía a entrar dentro, y tras dél todos los demás sapos que habían salido se volvieron a entrar por la misma boca.

Acabada la confesión prosiguieron su camino los dos Religiosos, y el que vio la visión contole al Penitenciario todo lo que había visto. Entristeciose este, y afligiose mucho del caso, pareciéndole, que sin duda aquella mujer habría hecho mala confesión callando algún pecado. Volvieron al lugar para remedio de aquella alma, y hallaron que ya había muerto súbitamente. Ayunaron, y oraron por aquella alma tres días, para que Dios les descubriese el caso: y al tercero día se les apareció la desdichada mujer; caballera en un horrible dragón, y dos sierpes enroscadas en el cuello, que le mordían los pechos, y una grande víbora sobre la cabeza, dos sapos en los ojos, saetas ardientes en los oídos, llamas de fuego en la boca, y dos perros rabiosos le mordían, y despedazaban los dedos de las manos; y con un espantoso gemido dijo: Yo soy la desventurada que tu confesaste tres días ha, y así como me iba confesando de mis pecados, me iban saliendo sapos de mi boca, y el dragón que vio tu compañero que asomaba por mi boca, era el pecado deshonesto, que siempre tuve vergüenza de confesarle; con que el dragón se volvió a entrar en mi cuerpo con todos los demás sapos que habían salido; y Dios súbitamente me quitó la vida, y soy condenada a los infiernos. La víbora me atormenta la cabeza por mí soberbia, y por los rizos, y guedejas; los sapos en los ojos, por las vistas lascivas; las saetas ardientes en las orejas, por oír nuevas de vidas ajenas, y palabras, y cantares lascivos: las llamas de la boca, por las murmuraciones, y besos torpes: las culebras enroscadas que despedazan mis pechos son en castigo de mis abrazos deshonestos: los perros que muerden mis manos por mis malas obras, y tocamientos feos. Pero lo que más me atormenta es el dragón en que vengo caballera, y es por mis sucios deleites, que me roe las entrañas. ¡Ay de mí que no hay remedio para mí, ni misericordia sino tormento, y pena eterna! Ay de las mujeres (dijo) que se condenan muchas por cuatro maneras de pecados: por pecados de lujuria: por galas, y afeites, por hechicerías: muchas por callar pecados en la confesión. Con esto se abrió la tierra, y el dragón dio con ella en los infiernos, donde padecerá por una eternidad.

Comúnmente dicen a las mujeres que están de parto, revesado, para animarlas; Hermana, o morir, o parir: esto mismo decimos a estas almas que están de parto de sus pecados, para vencer la vergüenza que tienen de confesarlos: Hermana, o confesar ese pecado venciendo la vergüenza, o moriréis mala muerte con infamia eterna. Sucedió, que la otra mozuela hija de padres honrados, engañada de alguna criada, o tercera, puso los ojos en un mozo; de los ojos vinieron a las manos, y a lo demás, y al fin quedó embarazada: disimula cuanto puede el preñado; pero siempre se trasluce algo; ve la madre que pierde el color, y el comer, llámala a parte. Ven acá mala hembra (le dice) ¿qué has hecho? ¿Qué tienes? Dilo, no lo sabrá la tierra: dilo, que todo se remediaría; no lo sepa tu padre. Yo, señora, los diablos me lleven, mal rayo me abrase. Calla, calla, no jures, le dice la madre: ¿pues qué será? No sé en buena fe, dice la hija, sino es opilación, comer barro, beber en ayunas: Vaya tome el acero, danla la orpiata, hace ejercicio, y entre en el mes. Un día le manda su madre que se aliñe, que han de ir a un sarao donde va lo mejor de la Ciudad. Entran en el festín, y en medio de la fiesta le asaltan los dolores: sufre cuanto puede, muérdese la lengua, y cubierta de un sudor mortal no sabe que hacerse: avívanse los dolores, y faltando ya la paciencia, fin poder hacer otra cosa, revienta en gritos. Altérase la fiesta, acuden todos creyendo que es algún accidente, pero sienten los lloros de la criatura recién nacida: admíranse del caso, los amigos confusos, los deudos afrentados, la madre atravesada de dolor se desmaya: corre la voz a los oídos del padre, viene como un León a representar en aquel teatro la tragedia del perdido honor, arranca la daga, y sin que nadie le puede detener, la hace un harnero a puras puñaladas. Vuelve en sí la madre, y viendo a su hija muerta, deshaciéndose en lágrimas le dice: Ay desventurada de tí hija mal lograda, que ya te lo dije: ¡cuánto más te valiera haberte descubierto a tu madre, que como tal, al fin mirara por tu honor, y encubriera la afrenta! No me creíste, míralo que has hecho. Harto mejor fuera haberlo hecho en secreto, y fuera el remedio fácil, y no ahora que se pregona por toda la Ciudad, con daño tuyo, y afrenta de tus padres.

Esto es lo que pasa al que calla pecados: Peccatum cum conceptum fuerit, generat mortem. Concibe maldad, calla, pero siempre se trasluce en la tristeza, y melancolía, con que vive. La misericordia de Dios, como buena madre le dice, descubra su pecado al Confesor, que todo se remediara. No quiere; pero día vendrá en que se juntara Cielo, y tierra en aquel teatro, del valle de Josafat, ahí le tomarán los dolores del parto: Dolores ut partarientis venient ei: Ahí se descubrirán sus pecados vergonzosos con infamia eterna, y con tormentos que durarán siglos eternos.

(Undécima impresión, versión 231: 31-36.)

 
Capítulo X. Caso rarísimo de una mujer casada, que se condenó por callar pecados cometidos con su marido.
 

Cuéntalo Serafino Racio. Hubo en una Ciudad de Italia una mujer Noble casada, que en lo exterior era tenida de todos por Santa, porque era liberal con los pobres, frecuentaba la Iglesia, y regía su casa como buena madre de familias; atendiendo a la buena educación de sus hijos, y al gobierno de su familia en santo temor de Dios. Esta adoleció de muerte, confesose, y recibió los Santos Sacramentos, dejando en su muerte muy buen nombre en la Ciudad. Quedó entre otras una hija muy santa, y recogida, que cada día rogaba a Dios por su madre. Pasados algunos días, estando en su retrete en oración, oyó un ruido en la puerta que le asustó mucho, y comenzó a temblar de miedo. Volvió los ojos a la puerta, y vio una horrible figura de un cuerpo rodeado de fuego, y que despedía de sí una hediondez insufrible. Fue tal el temor, y horror que le causó aquella vista, que se fue para la ventana para arrojarse por ella por huir el peligro que le amenazaba aquel tan horrendo monstruo; pero detúvose a la voz que oyó que le decía: Detente hija, hija detente. Alentada de Dios detúvose, y se puso a escuchar lo que el monstruo le decía: Mira que yo soy tu desventurada madre, que aunque al parecer de las gentes viví una vida inculpable, y con buen ejemplo, pero por los enormes pecados que cometí con tu padre de deshonestidades, y que jamás confesé por vergüenza, me ha condenado Dios al fuego eterno del infierno, y así cesa en rogar por mí, porque te cansas en vano.

Preguntole la hija, ¿cuál era el mayor tormento de los condenados en el infierno? Respondió, que el mayor de todos era la privación de la vista de Dios, y después la aprehensión viva de la eternidad en que han de padecer tan grandes tormentos; y que la ocupación de los condenados no era otra, sino blasfemar de Dios, y maldecir de su justicia, que con tan cruelísimos tormentos les castiga. Y que luego que su alma se arrancó de su cuerpo, fue llevada al Tribunal de Dios por los demonios: mirome el Juez muy enojado, juzgome, y echándome su maldición, luego los demonios me precipitaron a los infiernos, donde tengo de penar por una eternidad. Dicho esto, dando saltos por los bancos, y sillas, y dejando impresas sus huellas, como si fuera un hierro ardiendo, desapareció.

Quedo afligida por extremo la hija, de que su madre así se hubiese condenado, cubrió las señales que dejó el monstruo y cerrando el aposento con llave, fuese a la Iglesia, llamo al Predicador que aquella Cuaresma había predicado en aquella Ciudad, y contole todo lo que aquí queda referido. Vino a casa con la doncella para más verificarse de la verdad, y vio las señales impresas del animal inmundo, y sintió el mal olor con que inficionó el aposento. Bendijo el lugar; y purificolo con agua bendita: consoló a la doncella, y animose a la virtud a vista de tan espantoso suceso de su madre. Donde adviertan las mujeres el mal grande que se le siguió a esta mujer por callar pecados en la confesión, y abran los ojos los casados, que se pueden cometer grandes pecados entre sí; por eso en sus dudas consulten con sus Confesores discretos, y sabios, para que les desengañen de lo que es lícito, y de lo que no lo es; y entiendan que se pueden también embriagar con el vino de su viña.

(Undécima impresión, versión 231: 36-38.)

 
Capítulo XI. Desastrado fin de una Religiosa por callar un pecado en la confesión.
 

Cuenta San Antonino 3 p., tít. 9, c. 9, § 3, que hubo una mujer en aquel siglo en hábito de viuda, sola, y con libertad, y hacienda; todos grandes tropiezos para un alma, cuando no hay mucho de Dios. Y si bien a los principios de su viudez vivía con recato, pero entibiose presto, y el demonio procuro solicitar a un mozo lascivo, y atrevido para que pasease la calle, y le rondase la puerta. Extrañábalo a los principios la mujer; pero con las pláticas frecuentes, con las promesas largas, con las dádivas de joven, le dio entrada, cometió con él un pecado deshonesto: con que las limosnas, los ayunos, confesiones, y comuniones se perdieron: Omnia erradicans genimina, dice el Santo Job hablando de la torpeza.

El demonio que le quitó la vergüenza, y temor santo para que pecase, se la restituyó de manera, que jamás se atrevió a confesar su pecado, aunque proseguía en confesarse a menudo: multiplicó ayunos, y penitencias, creyendo que por ese camino alcanzaría perdón; y para tener más ocasión de darse a Dios, se resolvió de entrarse en un Convento. Admitiéronla con gusto las Religiosas por ser mujer de mucha estima, y reputación. En el Coro era la primera, y las demás obediencias muy puntual: en penitencias se aventajaba a todas; pero nunca pudo recabar de sí el confesarse de aquel pecado, con el maldito pundonor, que una mujer como ella había de confesarse de una tan gran miseria, y que, ¿qué diría el Confesor? Al cabo de algunos años murió la Abadesa, y todas las Religiosas de común acuerdo la nombraron, por verla tan ejemplar; si antes lo era, fuelo mucho más siendo Prelada; pero siempre callando aquel pecado en cuantas confesiones hacía.

Diole el Señor el último aviso, que fue la enfermedad de que murió: desengañáronla los Médicos, que era sin remedio su mal, que recibiese los Sacramentos; pero quien en salud, y vida no quiso confesarse enteramente, en la enfermedad de su muerte ni quiso, ni supo, permitiéndolo así Dios en castigo de su secreta soberbia: que no es otra cosa el rehusar descubrir el pecado al Confesor. Al fin confesó, y comulgó callando, como siempre, su pecado. ¡Desdichada mujer! ¿La última confesión en pecado, y Cristiana, Religiosa, y Prelada? Pidiole una buena Religiosa amiga, fuese servida, si el Señor le daba licencia, después de muerta, aparecérsele, y darle razón de su estado. Prometiólo; murió al fin la Abadesa con sentimiento común del Convento, por perder tal madre, a su parecer tan santa, y ejemplar, y esperaban ver en su muerte algunos milagros, dice San Antonino; pero ¡que diferentes son los juicios de los hombres a los de Dios!

Estando la siguiente noche en el Coro, la Monja que hizo el concierto con la difunta, sintió un gran ruido, y volviendo la cabeza, vio una fantasma que arrojaba unos ayes tan lastimosos, que declaraba bien las penas que padecía. Espantose, y asustose la Monja, pero alentada de Dios le preguntó ¿quién era? Soy (dice) el alma de la Abadesa que ayer murió en esta Casa, y estoy condenada a fuego eterno. Nuestra Abadesa (dijo la Monja) ¿con tanta santidad y de tan continuas penitencias, y condenada al infierno? Sí (respondió el alma) porque cometí en el siglo un pecado deshonesto, y por un vanísimo pundonor, y soberbia, no osé confesarlo jamás. Avisa desto a todas las Monjas, y no tenéis que rogar por mí, que no me son de provecho alguno los sufragios, y oraciones; y dando un estampido temeroso desapareció.

(Undécima impresión, versión 231: 39-41.)

 
Capítulo XII. Una mujer se condenó por un pensamiento deshonesto, consentido, y no confesado.
 

No solamente por pecados puestos por obra, y no confesados se condenan muchas almas, sino también por pecados de pensamientos consentidos, si no se manifiestan al Confesor; y así cuenta el Doctor Insigne Fr. Juan Raulin en su Itinerario del Paraíso, que así llama los sermones de penitencia: que había una mujer de calidad tan dada a obras de virtud, que su Obispo la tenía por Santa. Sucedió que esta mujer puso los ojos en un criado suyo, y repentinamente se dejó llevar de un pensamiento deshonesto, de manera que consintió en él: pero como no fue cosa puesta en obra, no curó de confesarlo, auna que muchas veces se le acordaba, y le remordía la conciencia, y en particular estando para morir; pero prevaleció la vergüenza, y así sin confesarlo murió, y el Obispo, que era su Confesor, la sepultó en su Capilla.

La noche siguiente levantándose el Obispo a Maitines, antes que los demás, se entró en su Capilla, y al entrar le pareció que toda ella ardía en fuego, como si fuera un horno encendido; con todo eso entró, y vio que sobre la tumba de aquella mujer estaba un cuerpo tendido, y debajo dél un grande fuego. El Obispo admirado de lo que veía, mirándolo bien, conoció que aquel era el cuerpo de la mujer, que estaba allí enterrada, y que el confesaba; con todo para más enterarse, la conjuró por Jesucristo, y su Madre Santísima dijese ¿quién era, y por qué era tan severamente castigada? Ella respondió quien era, y que por no haber confesado aquel pensamiento consentido, era condenada a eternas llamas en el infierno.

Por eso es menester que adviertan todos, que muy fácilmente se puede pecar en deseos, y pensamientos consentidos, y más en materias deshonestas: y así para mayor inteligencia pondré aquí una doctrina de San Gregorio Papa, que nos enseña, que en el mal deseo hay tres grados: el primero se llama sugestión: el segundo delectación: el tercero consentimiento. La sugestión es, cuando el demonio nos pone en el ánimo un pensamiento deshonesto, al cual va acompañado un principio repentino de mal deseo; y si a esta sugestión se hace luego resistencia, tal que no llegue a delectación alguna voluntaria, el hombre no peca, antes merece con Dios: mas si la sugestión pasa a la delectación sensual, aunque la advertencia de la razón no sea plena, y el consentimiento de la voluntad no se abalance de todo, entonces no está el hombre sin algún pecado venial. Mas si a la sugestión, y delectación se añade la advertencia, y consentimiento de la razón, y voluntad, de tal modo, que el hombre eche de ver lo que piensa, y desea, y voluntariamente se está saboreando en el tal deseo, y pensamiento; hace pecado mortal, y es propiamente lo que se prohíbe en el noveno mandamiento.

Todo esto declaró Dios nuestro Señor a un gran siervo suyo, Religioso de San Francisco, llamado Fray Juan Alverne, como se cuenta en las Crónicas de la Religión Seráfica p. 2, lib. 7, cap. 18. Quiso pues Dios darle a entender, cómo en las tentaciones deshonestas unas veces vencían los hombres, otras faltaban, y caían en culpas ligeras, y otras eran vencidos, y pecaban mortalmente: todo lo cual se representó desta manera. Vio innumerables demonios que sin cesar arrojaban muchas saetas; algunas dellas con grande ligereza volvían contra los demonios, y entonces con gran clamor ellos daban a huir como afrentados. Otras de aquellas saetas tocaban en algunos hombres, mas luego caían en el suelo. Otras entraban con el hierro hasta la carne, y otras pasaban de parte a parte el cuerpo; y estos eran los que consentían en la delectación con advertencia plena, o consintiendo con la voluntad.

(Undécima impresión, versión 231: 42-44.)

 
Capítulo XIII. Refiérese la historia peregrina de Pelayo.
 

No solo cae este mal de callar pecados en las mujeres; sino que también se pega a los hombres, y a todos exhorta el Sagrado Concilio de Trento sess. 14, cap. 5, diciendo: Si enim erubescat ægrotus vulnus medico detegere, quod ignorat, medicina non curat. De suerte, que así como si uno tuviese cuatro puñaladas mortales, si no se ayuda con medicina: si el herido manifestase al cirujano las tres, y escondiese por vergüenza la una, ni le aprovecharían los bálsamos, y remedios aplicados a las tres heridas, porque aquella no manifestada le quitaría la vida: lo mismo pasa al que descubre sus pecados al Confesor, ocultando algún mortal por vergüenza.

Cuando la sangría tiene la cisura muy estrecha, que solo sale la sangre sutil, y delicada, quedase en el cuerpo la más gruesa; y así más es de daño, que de provecho la sangría. Confesión de boca pequeña, que queda lo más grueso del pecado dentro, y solo dice las faltas ligeras, es de gravísimo daño; porque ni la sangre que salió, ni la que queda alivia al enfermo: ni los pecados que dijo quedaron perdonados, ni los que calló en la confesión.

Sirva de testigo desta verdad aquel caso rarísimo que se cuenta en las Crónicas de S. Benito, de un hombre llamado Pelayo. Hubo en una aldea un labrador honrado casado con una mujer igual suyo, ambos de Dios temerosos, y hubieron un hijo a quien pusieron por nombre Pelayo; criáronle sus Padres con temor de Dios, y enseñáronle a vivir como Cristiano. Creció Pelayo en edad y virtud, y encargáronle que tuviese cuidado de guardar un pequeño rebaño de ovejas que tenían, y juntamente cuidase de su alma, acudiendo a una Ermita para oír Misa, y encomendarse a Dios, que estaba en aquel paraje. Obedeció en todo a sus padres Pelayo, cuidando de su ganado, y frecuentando la Ermita: gastando en ella muchos ratos de oración. Era entre todos aquellos pastores de aquel contorno un vivo ejemplo de virtud, y todos le respetaban como a Santo.

Vivió desta manera algunos años: murieran en esta sazón sus padres, vendió su casa, y pobres alhajas, y ganado, y se recogió a la Ermita; compuso el Altar, puso su lampara, adornó la capilla como pudo, y quedose por Ermitaño della, y poco a poco fue creciendo, y divulgándose más la fama, y opinión de su santidad. El demonio envidioso de tanta virtud, y en tan pocos años, dio en perseguirle, y hacerle guerra cruel: acometíale con pensamientos deshonestos: acudía Pelayo a la oración, y pedíale a Dios favor, y fortaleza para poder vencer. No desistió el demonio de la empresa, sino que una, y otra vez, y muchas, le proponía representaciones lascivas, y deshonestas. Al fin cansose de resistir Pelayo, y poco a poco se vino a rendir, y dio consentimiento en su corazón a su deseo deshonesto.

Viéndose Pelayo vencido, diole una melancolía, y tristeza tan profunda, que no podía sosegar; revolvía en su entendimiento varios pensamientos: Ha Pelayo (decía hablando consigo) ¡qué presto te dejaste engañar! Antes hijo de Dios, y ahora esclavo del demonio: bueno será confesarte, y hacer penitencia de tu culpa; pero si yo confieso mi pecado, puede ser que se divulgue, con que perderé de mí opinión, y me tendrán en poco. Con esta lucha de pensamientos se salió a la puerta de la Ermita, y vio pasar un hombre en hábito de peregrino, que le dijo: Pelayo, qué es eso, ¿cómo te dejas llevar de esta profunda melancolía? Que quien sirve a tan buen Dios, no es justo que esté triste, y si acaso le ofendiste, haz penitencia, y confiésate que Dios te perdonará. ¿De dónde me conoces tú? (dijo Pelayo) Bien te conozco, respondió el Peregrino que eres Pelayo, a quien toda esta tierra tiene por Santo; si quieres salir de esta tristeza, confiésate, y volverás a tu antigua paz y alegría. Quedó Pelayo admirado de lo que el Peregrino le dijo, y volviendo a un lado, y a otro no le vio más, porque ya había desaparecido. Conoció que este era aviso de Dios, y resolvió hacer tal penitencia que con ella aplacase a Dios.

Y para conseguir mejor su intento se fue a un Monasterio de Monjes que allí cerca había, que vivían con gran Religión, y aspereza; llamó al Superior, y díjole, que él era Pelayo, que deseaba mucho recibir aquel Santo hábito. Holgóse el Abad y los Monjes, porque tenía Pelayo opinión de gran Santo por toda aquella tierra; diéronle el hábito y era el primero que acudía al Coro, a la oración, y a los oficios bajos, y humildes: tomaba rigurosas disciplinas, vestía cilicio, y ayunaba con grande rigor. Andando el tiempo diole una grave enfermedad, y conoció que se moría; dábale Dios fuertes inspiraciones para que se confesase de aquel pecado callado, pero él nunca se quiso vencer en confesarlo de puro empacho, y vergüenza. Confesose de los demás pecados, recibió el Viático, y al fin murió; enterráronle los Monjes con gran solemnidad, como a Santo: acudieron todos los de aquella comarca a encomendarse a él.

La noche siguiente levantándose el Sacristán a tañer a Maitines, y pasando por la Iglesia, volviendo los ojos al sepulcro donde habían puesto el cuerpo de Pelayo, vio que estaba encima de la tierra el cuerpo; pensó ser descuido, y no haberle bien cubierto, volviose a enterrar, y no dijo palabra a nadie. La segunda noche le sucedió lo mismo, y vio que la tierra lo había arrojado de sí. Admirose de la novedad del caso, y fuese al Abad, y díjole lo que pasaba con que mandó que fuesen todos los Religiosos a la Iglesia al sepulcro de Pelayo para pedirle a Dios declarase su voluntad, por si acaso con aquella demostración Dios les quería dar a entender, lo enterrasen en puesto más honorífico. Juntáronse primero todos en oración, y después volviese el Abad al sepulcro diciendo en alta voz: A Pelayo, como hijo obediente que fuiste en vida, te pido me declares tu intento, y si es voluntad de Dios pongamos tu cuerpo en otro lugar más decente. El difunto dando un gemido triste, y espantoso dijo: Ay desventurado de mí, que por no confesar un pecado, estoy condenado al infierno mientras Dios fuere Dios; y si quieres certificarte desto que digo, llégate a mí, y mira este mi cuerpo. Llegose el Abad, y vio el cuerpo encendido, como un hierro cuando sale de la fragua, y desviándose el Abad le volvió a decir: No os vais Padre, sacadme primero lo que tengo en la boca. Llegó el Abad, y vio que tenia dentro della la Forma consagrada que había recibido por Viático, fresca, y entera; sacósela el Abad, y púsola aparte en lugar decente para memoria del caso. Díjole más el difunto, que era voluntad de Dios, que no le enterraren en sagrado, sino en un muladar, como a una bestia. El Abad lo hizo sacar de la Iglesia, y que lo enterrasen en un lugar sucio, y asqueroso, y su miserable alma quedó sepultada en los Infiernos, donde penará con su cuerpo por una eternidad.

¡Cuánto más le valiera a este desdichado confesar su pecado, y salvarse, que no encubrirle, y condenarse! Dijo bien Tertul. De pœn. An melius est damnatum latere, quam palam absolví? ¿Por ventura vale más en lo escondido ser ruin, que ser absuelto delante de otro? Y añade: Si rehúsas la confesión, considera dentro de tu corazón el fuego del infierno, que se apaga con ella, y considerando la terribilidad del castigo, no dudarás de aceptar el remedio; y pues sabes que el remedio es la confesión, ¿por qué huyes de tomarle? Los brutos conocen con natural instinto las medicinas de sus dolencias, y luego las buscan: El Ciervo herido de la saeta busca la yerba Dictamo, con que arroja de sí el hierro: la golondrina para curar la ceguera de sus hijuelos, busca la Celidonia: y el pecador, sabiendo que su remedio está en la confesión ¿ha de huir della?

(Undécima impresión, versión 231: 45-50.)

 
Capítulo XIV. El pecado cuando más se esconde del Confesor, más se publica.
 

Es muy de advertir en esta materia, que los pecados bien confesados, aunque se divulguen en el día del juicio, no serán deshonra al que los cometió; verdad es, que todos nuestros pecados han de ser manifestados en el día del juicio. Omnes nos manifestari oportet ante Tribunal Christi, dice S. Pablo. El original dice perlucidos fieri, que quiere decir, trasparentes como el agua muy clara en un vaso cristalino a los rayos del Sol, que no hay arena menuda que no se descubra. Digo, que aunque esto sea así, que no tendrán vergüenza los justos.

Expliquemos esto con un símil. Tiene un caballero en su mano un guante, y hácese una rotura en él, rompiose acaso con la cabeza de un clavo, y aquel agujero es fealdad del guante; pero si por allí asoma un anillo con un diamante, u otra piedra preciosa, ya la que era fealdad del guante, viene a redundar en su hermosura. Así hemos de entender que será el día del juicio, no se manifestarán a solas las culpas de los justos; sino acompañadas de la penitencia. Dirase allí: ésta es la Madalena que fue pecadora, y liviana; esta es la rotura del guante, pero en treinta años no miró a hombre alguno a la cara, y todo este tiempo estuvo en una cueva haciendo penitencia; este es el diamante. Dirase allí, este es Pedro, que el Jueves Santo en la noche negó a Cristo S. N. tres veces: esta es la rotura: pero lloró veinte y cuatro años la culpa de una noche. Dirase el día del Juicio, éste es Zaqueo que tomaba la hacienda ajena; ésta es la rotura del guante: pero restituyó cuatro por uno, y dio la mitad de la hacienda a pobres; éste es el diamante, el zafir, o carbúnculo.

Pero el pecado no confesado él mismo dará voces, y se publicará con entera infamia del pecador. Repara S. Ambrosio, que la sangre de Abel clama, y da voces contra Caín. Sanguis Abel clamat ad me de terra, y la de Urías no da voces contra David que fue la causa de su muerte: parece era más proprio el dar voces la sangre de Urías, como buen soldado, que no la sangre de Abel inocente y que no supo hacer mal a nadie. ¿Pues qué es esto, que la de Abel clama a Dios pidiendo justicia contra Caín, y la de Urías, no contra David? Responde el Santo: Quia Cain non confitebor; David autem confessus est. Dixi confitebor adversum me injustitiam meam. David confesó sus culpas, Caín no. Pues dé voces la sangre de Abel, y publique los pecados de Caín por todo el mundo, sépanlo los Ángeles, y no paren hasta ponerse en los estrados de Dios, presentando memoriales contra Caín; pero los de David queden sepultados en perpetuo olvido, porque los confesó.

Y si nada desto os mueve para confesar vuestro pecado, oídme que os quiero convencer con esta razón. Si los Inquisidores prendiesen a hombre por algún crimen grande, y le dijesen: Sabemos que habéis cometido este pecado, por el cual merecéis ser quemado, pero si lo confesáis delante nosotros en secreto, ningún otro lo sabrá, y saldréis libre: pero si no lo decía os sacaremos al auto en medio de la plaza con una coroza, y sambenito con muchos diablos pintados, y en medio de innumerable gente os leerán el proceso: Este es fulano, &c. ¿Qué escogeríais? Es cierto que confesarías tu pecado a los Inquisidores en su secreto por huir de tan grande infamia, y por no ser quemado. Pues así lo hará Dios: si confiesas tus pecados al Confesor enteramente, ninguno lo sabrá, y se te perdonarán: pero si no, te los sacará en público cadahalso, no con demonios pintados, sino verdaderos, que te quemarán en aquella hoguera del infierno.

Algo desto puede explicar la comparación siguiente. A un gran Príncipe le presentaron un reloj de campanilla: gustó del presente, porque en brevísimo espacio tenía todos los cumplimientos y muchas curiosidades. Dejolo sobre un escritorio, y un paje le hurtó, y lo escondió en el seno debajo del brazo. El Príncipe luego lo echó menos, y dijo: Hola, ¿qué se hizo el reloj? Todos los pajes dijeron, que no sabían dél. Enojose el Príncipe, y dijo: ¿En mi aposento entran ladrones? Quedaron todos los pajes, que eran Caballeros principales, corridos y escocidos, y en este punto toco el relojillo la hora, y descubrió al ladrón, que se desmayó, y casi quedó muerto; desabrocháronle los otros pajes, y salió a vista el hurto. ¿Quién puede explicar el dolor que sintió este paje noble, viendo su misma miseria descubierta delante del Príncipe, y de todo su Palacio?

Considérate desta suerte cuando tus pecados darán voces, y dirán: Aquí estamos, este nos ha cometido. Dize S. Juan en su Apoc. cap. 10. Septem tonitrua loquuta sunt voces suas. Los siete truenos, que son los siete pecados mortales, dieron sus voces, hablaron, y publicaron a su autor.

(Undécima impresión, versión 231: 51-54.)

 
Capítulo XV. Confírmase lo dicho con un caso muy singular.
 

Cuéntalo el P. Combrecio de Studio perfectionis lib. 2, cap. 2. Hubo en Amberes un Caballero noble, y poderoso, que habiendo caído en un enorme pecado le pareció imposible confesarlo. Atormentábale crudamente su conciencia; oyó en un sermón, que no había necesidad de confesar los pecados olvidados. Con esto buscó exquisitos remedios para olvidarse de aquel pecado: entregose a toda manera de entretenimientos, paseos, delicias, saraos, comedias, holguras, y convites; pero en medio de todos ellos arrojaba hieles la memoria del delito. Diose a largos estudios de Filosofía, y Matemática, pero siempre la conciencia le remordía de aquel pecado. Dejó su patria, y fuese a ver las Provincias extranjeras, pero jamás le dejó de atormentar el verdugo de su culpa. Leyó, que tal vez con la contrición se perdonaban los pecados, y procuró con ayunos, cilicios, y disciplinas tener dolor, y borrar su culpa; mas era rozar la llaga para que le doliese más.

Ya no pudo sufrir más la carnicería de su conciencia, y se resolvió librarle de aquel infierno portátil echándose un lazo al cuello. Saliose una tarde en su carroza solo, hacia una huerta suya a ejecutar desesperado intento, llevando consigo el cordel para ahorcarse. Encontró en el camino a un Religioso de la Compañía de Jesús, que había conocido otro tiempo: no pudo excusar el convidarle subiera en la carroza. De unas palabras en otras introdujo en la plática la confesión el Religioso. Aquí se demudó el Caballero, y dijo: No hablemos de eso Padre, ¿a qué propósito? Señor (replicó el Padre) como lo acostumbramos los de la Compañía en otras ocasiones, se me ha ofrecido ahora, y porque es el medio mejor para adquirir la paz, y quietud del alma. Aquí dando un profundo suspiro, dijo el Caballero: eso es para los que no tienen mucho que perder declarándose a un hombre. Destas razones sospechó al Religioso algún grave daño, y así dijo: Ha Señor, que medios hay con que sin avergonzarse, como v. m. piensa, se puede hallar remedio para todo. Si eso fuese así, hoy comenzaría yo a vivir, y saldría del infierno (dijo el Caballero.) Entonces el Religioso cuerdo dijo: Pues buen ánimo, que Dios es tan piadoso, que para todo dejó remedio: lo que importa es, que alegremente vaya en su interior examinando consigo mismo todos los pecados que ha cometido en su vida, de modo que v. m. tenga plena noticia dellos; que con esto hay mucho andado. Llegaron con esto al jardín, e íbanse paseando; y el Padre le decía: Señor, fin fatiga alguna discurriendo por los Mandamientos verá qué presto tendrá entera noticia de todo: en este mandamiento (le decía) se puede faltar en esto, y esto. Llegando al sexto, tocando algunas especies de pecados enormes por sus circunstancias de sacrilegio, y otras, dijo el Padre: entre otros pecados, en términos propios, el que llevaba tan afligido al Caballero, que con la novedad de lo que oía, alterado, dando un profundo suspiro, dijo: Ha Padre, ¡que aquí está mi pena! Pues ya halló el remedio, le respondió gozosísimo, y pues yo soy confesor, no hay sino decirme los demás pecados, pues con lo que yo he dicho, y v. m. ha significado, basta para que del todo quede remediado. Echose lleno de lágrimas a sus pies, como si saliera de un infierno, confesó sus culpas enteramente ya sin empacho, y con muestras de verdadero arrepentimiento, y quedó su alma con una quietud, y gozo indecible con firme propósito de servir a Dios, y vivir nueva vida en adelante.

(Undécima impresión, versión 231: 54-57.)

 
Capítulo XVI. Un caso de mucha enseñanza.
 

Es muy de advertir, que el Demonio por la gran envidia que tiene, de que gocemos los hombres, por los méritos de Jesucristo, de un remedio tan fácil, que él no tuvo, para salir de la suma miseria del pecado, suele hacer dificultoso por una parte, y necesario por otra lo que era muy fácil, y no era menester confesarse: y a veces a los más temerosos de Dios, a quienes no puede hacer caer en pecados graves, y vergonzosos, les hace creer, que es cosa muy grave, y de mucho empacho, lo que aún pecado venial no es, antes materia de merecimiento, y alabanza: verase esto en el caso siguiente, que pondré aquí con las mismas palabras que lo escribió el mismo por cuyas manos pasó, en esta forma.

Haciendo Misión en cierto lugar del Arzobispado de Toledo, llegó a confesarse una mujer, que en opinión de todo el pueblo era tenida, como después supe, por gran sierva de nuestro Señor, por la mucha frecuencia de Sacramentos y limosnas en que se empleaba; díjome deshecha en lágrimas: Padre a sus pies tiene la mayor pecadora del mundo, y sepa que la Virgen Santísima le ha traído para mi remedio, yo ha treinta años que no me confieso: No acertaba a pasar delante de puras lágrimas: No se desconsuele, Señora, le dije, que quien ha aguardado estos treinta años hasta este punto, señal es que quiere darla mucha gracia, para que haga una confesión, que valga por treinta, y trescientas años de treinta años, y quizá en menos tiempo del que piensa, quedará a su satisfacción confesada: dígame lo primero, ¿qué es lo que la ha estorbado confesarse en tanto tiempo? Sí me he confesado Padre, respondió, sino que como V. P. dijo en el Sermón, que los que se confiesan mal es como si no se confesasen, y peor, digo, que no me he confesado en treinta años, porque tantos habrá que me confieso mal, callando siempre un gran pecado. Aquí volvió a anudársele la voz con lágrimas. Aliéntese, le dije; no tiene que tener empacho de nada, bien ve que yo no la conozco: y aunque la conociera conozco mejor la fragilidad humana, y las grandes entrañas de aquel buen Dios, que en nada se embaraza; ni quiere nos embaracemos nosotros: hecho estoy a oír mayores pecados que me podrá decir, y hecho Dios a perdonarlos; y hecho el gasto de su preciosa sangre para infinitos: mas diga lo que le da pena, verá como ni la tierra se abre, ni el Cielo se cae, ni es tanto como le parece. Ay Padre, que es un gran pecado; no tengo palabras con qué decirlo.

Fuila nombrando algunos pecados, para quitarle el empacho: ¿será esto? No Padre. Nombré casi cuantas especies podían ocurrir en tales circunstancias; y a todos decía, no Padre, otra cosa mayor: ¿es alguna herejía? Sí Padre, y muy grande. ¿De pensamiento, o de palabra, o de obra? (que hay algunos pecados, que aunque son solo en materia de lujuria los tienen por herejía de obra, muchas destas personas inocentes.) De pensamiento fue, me respondió; ¿fue algún pensamiento contra Dios? Sí Padre, y muy malo, que no acierto a decirlo: no ha menester explicar más, le dije: Oh Padre que era una cosa muy sucia: Basta que ya está entendido. Y es así que en semejantes pensamientos basta apuntarlos deste modo por la decencia, y porque así se explica bastante la especie a que pertenecen, aunque no se declare lo particular de la materia, que es lo que solo suele causar horror al explicarse, y no es menester para la confesión. Pero al paso que le decía que no era menester más, añadía modos de explicarse con más claridad, que era menester.

Preguntela si ¿le había causado mucha pena, y horror cuando se le ofreció este pensamiento? Oh Padre, que me moría de horror de pensar tal cosa, y de pena de no poder echar de mí tan mal pensamiento. Pues si le dio tanta pena entonces, no tenía que darle pena después, sino gran consuelo, y agradecimiento a nuestro Señor, porque le dio gracia para tener esa pena en este pensamiento, y merecer tanto en su resistencia. Sepa Señora, que los pensamientos que dan pena cuando vienen, por su horror, y resistencia de la voluntad, después no deben dar pena, pues es señal no se consintieron. Ese pensamiento no tenía que darle pena después, ni que causarle empacho ni era menester confesarlo, porque no fue pecado sino ocasión de mucho merecimiento. ¿Qué dice Padre? Abriósele el Cielo a la buena Señora, empezó a respirar: ¿que no ofendí a Dios en aquel pensamiento? No Señora, sino que le agradó mucho: pues Padre yo lo había tenido por gravísimo pecado, y herejía, y me causó tal empacho que no me atrevía a confesarlo, ya por no perder con el Confesor, ya por temer, que no me podría absolver sin descubrirme a la Inquisición. Ahí verá le dije la tiranía, y engaño de Satanás, de que Dios se ha sacado, pues aun cuando fuese caso gravísimo de Inquisición, no puede el Confesor descubrirle, ni a la Inquisición, ni al Papa, ni a nadie por caso alguno, y yo me dejaría abrasar vivo antes que tal descubriese.

Al fin Señora, ese pensamiento no fue pecado; pero ¿en que tantas confesiones le dejaría entendiendo que era pecado, y que tenía obligación de confesarlo? En todas las de mi vida, respondió, desde edad de diez y ocho hasta ahora que hacen treinta años: siempre tenía esta espina atravesada en mi corazón, y nunca me resolví a declararme, hasta que viniendo habrá cinco años otros Padres con otros Jubileos como estos, y que traían gran poder para absolver, y ponían muy fácil la confesión, me alenté a confesarme, para no ser yo escarmiento de otra; como una mujer que oí a los Padres en un ejemplo; pero como el empacho era tan grande, fui dilatando cuanto pude hasta el fin de la Misión: y en castigo desta tardanza, permitió Dios, que el último día, que estaba en confesarme, y comulgar para los Santos Jubileos, sin acordarme bebí un poco de agua, con que no pudiendo ya comulgar, y habiendo mucha prisa de confesiones, dejé de confesarme aquel día, y para el siguiente que quise, ya se habían ido los Padres. Quedé tristísima, no me atreví a confesar con otro: acogime a la Reina de los Ángeles, que ha sido siempre mi Señora, y Abogada, y le prometí rezar todas las noches de rodillas su Rosario, y ayunar sus vigilias, y todos los Sábados a pan, y agua, porque me guardase la vida hasta que volviese a ver a los Padres de la Misión, y así lo ha hecho su Divina Majestad mejor que yo lo merecía, por lo cual le doy infinitas gracias.

Bien se las debe dar, y consolarse con la merced que Dios le ha hecho por ruegos de su Madre Santísima, guardándola hasta ahora, y haciéndonos venir a nosotros bien impensadamente a este lugar, porque teniendo comenzada otra vereda, esta fiesta de la Virgen Santísima, en cuya Octava estamos, me sentí interiormente como obligado a llevar de camino esta Villa, aunque torciésemos la vereda, que sin duda la Virgen Santísima su Abogada lo enderezaba así para su bien. Prosiga, pues, y dígame ¿qué tan a menudo se habrá confesado en estos treinta años? Lo ordinario ha sido de quince a quince días, tal vez se han pasado tres semanas, tal vez aún no han pasado ocho días, según las fiestas que suelen ocurrir; que por no perder con mis Confesores, no me atreví a dejar la costumbre de confesar a menudo, en que mi madre me puso desde pequeña. Pues de todas estas confesiones que le parece vendrán ser de quince a quince días unas con otras, se acusa ahora; porque aunque no fue pecado aquel pensamiento, fue por el engaño del demonio pecado, y sacrilegio grave el no confesarlo teniéndolo por pecado mortal: y todas esas confesiones no han valido nada. Gracias a aquel buen Dios que al fin la ha abierto los ojos, y sacado de aquel engaño: ahora con su gracia haremos una confesión, que valga por todas, discurriendo por las culpas que se acordare haber cometido en estos treinta años, o de todo lo que le remordiere, desde que tiene uso de razón para asegurar más las confesiones de toda la vida.

¿Cómo es posible Padre, que yo me acuerde de todo? No se congoje, que cuanto menos se acordare, haciendo una prudente diligencia, tendrá menos que hacer, porque tendrá menos que confesar; y lo que desta suerte no se acordare, lo perdonara Dios con lo demás que confiesa, y con el dolor que trae de todo lo que le ha ofendido en toda la vida.

Hizo, pues, su confesión de todo aquel tiempo, y en el discurso della había otros pecados, que claramente lo eran, y empachosos; preguntele si ¿los había confesado otra vez? Si Padre, sino que los confieso, supuesto, que como V. P. me dice, no han valido las demás confesiones. Así es, le dije: pero pregunto esto, para enterarme bien en el remordimiento, y conciencia con que dejaba aquel pensamiento, y en que topaba el no decirle, alentándose a decir estos pecados, que al fin conocería más claramente eran graves, y de más empacho: no Padre siempre tuve yo por mayor pecado aquel pensamiento, y que era caso de Inquisición.  ¡Oh crueldad del maldito, que una por una como la tenía presa con la vergüenza, y error de aquel pecado, no se le daba nada pasase su empacho inútilmente en decir los otros pecados!

Acabó en fin de confesarse, y aunque no se acordaba al presente de más, con todo eso ella misma me pidió, dilatase la absolución a otro día, para recorrer mejor la memoria de tanto tiempo. Vine en ello; y es acertado cuando llega uno destos penitentes de mucho tiempo sin prevención bastante, hacerle empezar la confesión de suerte que diga todo lo que entonces se acuerda de cierto, y especialmente lo que le causa empacho: y remitirle a que se examine más, que vencido el empacho no hay tanto peligro de no volver por la absolución; esto se entiende, cuando la primera vez no quedan bastantemente satisfechos el penitente, y Confesor; que cuando quedan satisfechos, como puede acontecer, aunque la confesión sea de repente, pues a vez con la ayuda del Confesor ajusta mejor el penitente sus cuentas en media hora, que si estuviera por sí solo meses enteros: entonces mejor será absolverle luego para asegurarle la gracia; y que se reconcilie si después se acordare de otra cosa grave nunca confesada en confesión buena. Procuré, pues, por entonces que consiguiese aquella alma la gracia con un Acto de Contrición; y que en hora buena tomase aquel día para examinarse más, y emplearse en Actos de dolor, y propósitos de restaurar con las más buenas obras que pudiese, y mucha humildad, los treinta años de buenas obras, que había malogrado, haciéndolas en pecado mortal por el engaño del demonio. Volvió el día siguiente con admirable disposición, y acabó de confesarse muy a su gusto, y quedo con inefable consuelo por las prendas que tenía del perdón de sus culpas, y de que ya agradaría a Dios, y le serviría con satisfacción de su alma hasta gozarle para siempre. Yo quedé también consoladísimo, y advertido de declarar, siempre que pudiese ese tan grande engaño, y tiranía de Satanás; y ha sacado nuestro Señor desto fruto tan grande que puedo asegurar, que refiriendo este caso en los lugares donde he hecho Misión, han resultado más de trecientas confesiones de personas que habían hecho muchos años confesiones sacrílegas, por haber callado cosas, que les parecían eran pecados graves, y de mucho empacho, siendo así, que apenas llegaban a pecado venial. Hasta aquí este Misionero: y cualquiera, que se haya ejercitado en estos ministerios, podrá referir casos semejantes sin número.

Tú, pues que lees esto, saca luego esa espina, que punza tu corazón, no le aposteme. Si tienes algo que te dé empacho, confiésalo, no te detengas, que quizá no es nada lo que te atormenta tanto; y si es algo, en confesándolo, no será nada por las suavísimas entrañas de nuestro Dios. Si dudas si es pecado, no te cierres a solas con el demonio, que te ahogará: toda su ansia es, que no descubras al Confesor, porque no se descubran sus lazos, y una por una con esa duda, y mala conciencia atropelles con gravísimos pecados, y sacrilegios de malas confesiones, y comuniones. Guárdate mucho del apetito de vana estimación, crédito con tu Confesor, que todas estas culpas, que tocan en falta de humildad, las suele Dios castigar muy rigurosamente: ¿y cuál mayor castigo, que permitir a estos vanos, y presumidos, que caigan en tantos sacrilegios? Mira que caro le costó a aquella mujer aquel poquito de vanidad, y miedo de perder con el Confesor, que si hubiera vencido ese vano temor, no la hubiera enlazado en tantas culpas el engaño del demonio, con que la tuvo miserablemente cautiva treinta años, quitándole el mérito de sus obras, y limosnas. Humíllate, pues delante de Dios, y ofrécete de tu parte a decir si fuese menester, a voces, cuanto más en el sigilo de la confesión, pecados, que hubieras cometido mucho más graves, aunque no fuera mas, que porque fuese glorificado el Señor en la gracia, que da para confesarlos, y en la misericordia con que los perdona; y por ofrecerle este sacrificio de tu vana estimación en satisfacción dellas, que puede ser tal, que baste a descontar todas las penas: y que así te eximas, no solo de las penas del infierno, sino aún del Purgatorio, y también de las penitencias graves, que el Confesor debería imponer, y se minoran mucho cuando el penitente viene muy dolorido, y venciendo empacho, y dificultades, y más en ocasión de Misiones, y Jubileos en que se pueden conmutar las otras penitencias penales, queriendo aquel buen Señor que todo el gasto vaya por su cuenta, aun el de la satisfacción, y pena temporal, que se debía después de perdonadas las culpas.

(Undécima impresión, versión 231: 57-68.)

 
Capítulo último. Conclusión de esta Primera Parte.
 

Los que fueren tentados desta vergüenza de callar pecados en la Confesión, se deben encomendar al bienaventurado San Gil, a quien Dios le dio esta prerrogativa de suplicar por los que tienen empacho de manifestar sus culpas, como lo escribe Fray Pedro de Vega, de la Orden de San Jerónimo, en la vida, que escribe de San Gil; donde dice, que el Rey Carlos de Francia, rogó al Santo pidiese a nuestro Sr. le quitase la gran vergüenza que tenía de confesar un pecado muy feo que había cometido, o le diese fuerzas, y gracia para vencerla. Estando el Santo el Domingo siguiente para decir Misa, vino un Ángel, y puso sobre el Altar una cédula en que estaba escrito el pecado del Rey, y como ya era perdonado por la contrición que había tenido; y por haberle el Santo alcanzado propósito firme de confesarlo: (como piadosamente se puede creer) mas que debía confesarlo, y hacer penitencia, y no volver más a él. Al fin de la misma cédula estaba escrito, como haría Dios estos favores a quien se valiese de la intercesión de San Gil.

Concluya San Agustín con la primera parte deste tratado, diciendo: lib. 7 de Visit. infir. cap. 5, Humanum est peccare Christianum: a peccato desistere: diabolicum in peccato perseverare. De hombres es el pecar, de Cristianos el arrepentirse, de demonios el perseverar obstinados en su pecado.

Las guardas al salir de las puertas de la Ciudad, reconocen, y lo que no está manifestado se pierde: lo manifestado pasa seguro: mas aquí es mucho peor la suerte, porque por un solo pecado mortal callado, y que se deje de manifestar al Confesor, queda toda la ropa perdida. Si no te confieses bien, no hay para ti Cielo, seguro tienes el infierno; no hay aquí otro remedio, por aquí has de pasar: Dios no ha de hacer para ti otro Evangelio, no ha de abrir para ti una puerta falsa para que entres en el Cielo, por donde ninguno entró.

(Undécima impresión, versión 231: 68-69.)

Casos raros de la Confesión
Parte II

En esta Segunda Parte de los Casos Raros de la Confesión se trata cómo es mala la confesión que se hace sin propósito firme de la enmienda, y me parece tan necesaria esta segunda Parte, como la primera, y aún más; porque este veneno, así como es más disimulado esta más extendido. Porque cuando uno deja de confesar un pecado mortal por su culpa, le queda en el corazón una espina que no le deja reposar: lo cual acontece muchísimas veces cuando uno se confiesa sin propósito de enmendarse; antes es para llorar la perdición de muchos, que en habiendo dicho todos sus pecados, y no dejádose alguno por vergüenza, les parece que todo está bien hecho, y que van seguros, sin advertir, que no tienen propósito firme de quitar las ocasiones próximas, y voluntarias; que quieren vengar los agravios, que no quieren pagar lo que deben, y tienen para el naipe, y la manceba. Así espero será no de menor gloria de Dios, y provecho de las Almas esta segunda Parte.

(Undécima impresión, versión 231: 70-71.)

 
Capítulo I. Pónese advertencia de mucha consideración.
 

Muchos se confiesan mal, porque no tienen propósito de la enmienda, y tienen obligación de volver a hacer todas aquellas confesiones que hicieron sin propósito firme; y sin duda son muchos los que se confiesan mal por esta causa, y hay una conjetura desto muy grande por la razón que diré. Disputan los Doctores, ¿si de los Cristianos son más los que se salvan, que los que se condenan? Y aunque en esto están divididos los pareceres, con todo, la mayor parte de los Teólogos dice, que son más los que se condenan, que no los que se salvan, aun entre los Cristianos; y así lo trae Suárez de Predest. lib. 6, cap. 3, num. 5, con estas palabras: Sententia communior est ex Christianis plures ese reprobos, quam praedestinatos. De tal suerte, que de veinte Autores, los quince dicen que son más los, Cristianos que se condenan, que no los que se salvan. Entre estos Autores está Santo Tomás, sobre las palabras de Cristo: Multi sunt vocati, pauci vero electi, y San Agustín, y San Crisóstomo, y San Gregorio, y no hay Santo Doctor que diga lo contrario; que es cosa de gran temor, solo citan a S. Juan Damasceno, en uno de los dos sermones que hace pro defunctis, pero Cano, Soto, y Belarmino sospechan, que aquel lugar que citan, no es de San Juan Damasceno.

De aquí se mueve una duda, y es que casi todos los Cristianos mueren con los Sacramentos, y de treinta, los veinte y nueve mueren confesados, y comulgados, y aun oleados. ¿Pues cómo pueden ser tantos los que se condenan? Decir que muchos callan pecados con vergüenza es así: pero que sean tantos, que sea la mayor parte de los Cristianos parece increíble. Pues ¿que puede ser la causa de la condenación de tantos? Los prudentes conjeturan, que no se convierten a Dios de todo corazón: y esto es lo que decimos, que es no tener propósito firme de la enmienda: y como en vida se confesaron mal, así permite Dios que en la muerte muchos destos también se confiessen mal, y sin propósito verdadero de mudar de vida. Esto se confirma con lo que cuenta Francisco Pezolio en el tratado que hace de la enmienda de la vida tract. 3, ses. 14. c. 4, sobre las palabras del Concilio de Trento, donde dice, que la constricción es un dolor de los pecados, con propósito firme de nunca mas pecar: explicando estas palabras el dicho Autor, trae consigo este caso siguiente.

(Undécima impresión, versión 231: 71-73.)

 
Capítulo II. Muchos de los que mueren en pendencias, se confiesan sin firme propósito de enmendarse.
 

Dice pues el Autor citado, que un día vino a confesarse con él un hombre, que le dijo: Ruegoos Padre, que me confeseis, y que prediquéis lo que os dijere. A mí me dieron una estocada en una pendencia, caí en tierra, y creí me moría. Todos los circundantes se turbaron, y a gran prisa me buscaron los Sacramentos; vino el Confesor, y preguntome una, y otra vez, si perdonaba a mi enemigo, y yo decía que sí, y no acabándome de creerme, me decía: Mirad que la ley de Cristo dice, que perdonemos a los enemigos, si vos os queréis vengar, ¿no os podréis salvar? mirad que os morís: ¿qué me respondéis? Yo dije, que le perdonaba, y él me decía: ¿va de corazón? Yo decía, que sí, y él me replicaba: Mirad que Dios mira el corazón, y no le podéis engañar, y él es el que os ha de dar el Cielo si sois bueno, o el infierno si sois malo. Yo dije, que perdonaba de corazón, y entonces él me creyó, y me absolvió; pero es cierto que le engañe, y que siempre mentí; porque en mi corazón siempre tenía propósito, que si yo escapaba había de matar a mi enemigo: y así recibí en aquella hora los Sacramentos en pecado. Mas la infinita misericordia de Dios quiso que yo tuviese vida, y escapase de tan gran peligro, y oyese vuestros sermones, y conociese mi mal estado: Y digo que perdono ahora de todo mi corazón a mi enemigo y ruego a V. m. predique este mi caso; porque tengo gran sospecha, que todos los que mueren en pendencias, son tentados, como yo lo fui; y plegue a Dios no sean todos vencidos, como lo fui: doy gracias a mi Señor Jesucristo, que me ha dado luz para conocer mi locura.

(Undécima impresión, versión 231: 73-74.)

 
Capítulo III. Dos casos lastimosos de dos hombres, que murieron sin firme propósito de la enmienda.
 

El mismo Autor en el lugar citado, dice lo siguiente: Aunque es grande el peligro de los que mueren en pendencias de morir sin propósito firme de guardar la Ley de Dios, en especial en no vengarse: pero estos tales no son muchos, porque raros son los que mueren en pendencias; mucho mayor es el número de los que mueren en pecado deshonesto, sin propósito firme de enmendarse. Valgan por muchos dos casos que referiré, averiguados con mucha diligencia.

Una noche tocaron a la puerta de un Convento a gran priesa pidiendo un Confesor; el Superior mandó a un Sacerdote fuese a confesar. En el camino preguntó el Religioso al que le guiaba, ¿quién era el enfermo? Respondiole: es un hombre que está muy malo, y el Médico dice, que no llegará a mañana; y es lástima, que un hombre, que ha vivido tan escandalosamente amancebado, lo haya dejado para esta hora, que yo he echado casi a palos la manceba de casa antes de llamar a V. Paternidad. Luego que llegaron al enfermo, le dijo el Confesor: Hermano vos os morís, y os vais al infierno si no os confesáis con arrepentimiento verdadero de vuestros pecados, y mala vida. Respondió el enfermo: Yo me lo veo lo uno, y lo otro, que me muero, y me voy al infierno: ¿Tengo remedio? Dijo el Confesor: Mientras uno tiene vida no debe desesperar; confesaos, que yo os ayudaré. Comenzó a confesarse con muchas lágrimas, y muestras de dolor, y acabó su confesión con mucho consuelo del Confesor, y diole una penitencia muy ligera: y poco después entró en las agonías de la muerte, perdió el habla, y el oído. Díjole el Confesor la recomendación del alma, y las oraciones que la Iglesia señala para aquella hora, y de allí a poco rato murió.

Volvióse a su Convento el Confesor diciendo entre sí: yo he de decir Misa por el alma deste hombre lo mas presto que pudiere, y así bajó a la Sacristía muy de mañana, y no halló quien la ayudase; pero confiando que vendría alguno presto, comenzose a revestir, púsose el amito sobre la cabeza, y por las espaldas se lo tiraron. Alterose, y volvió la cabeza, y como no viese cosa alguna, pasó adelante, y tomó el alba, pero sintió oculta fuerza que le impedía el tomarla; entonces ya temió más, y dijo entre sí: ¿Por ventura tengo algún pecado, por el cual no quiere Dios que diga Misa? Examinóse, y dijo: Por la misericordia de Dios yo no hallo pecado, que me impida el decir la Misa, y así no ha de ser poderoso el demonio para estorbarme esta obra de misericordia; y pasó adelante, y se acabó de revestir; y tomando el Cáliz, sobre él puso la patena, y en ella la Hostia, y sobre todo un tafetán, y estando así el Cáliz, vino una mano, y se lo quitó de delante: entonces se alteró sobre manera, y erizáronsele los cabellos.

Salió de la Sacristía buscando alguno con quien consolarse, y no halló persona, porque era muy de mañana, y Dios así lo trazaba. Sintió cerca de sí unos gemidos tristísimos, que mostraban gran tormento, y pena del que los daba, pero no veía cosa alguna. Esforzole Dios nuestro Señor en este punto, y dijo: De parte de Dios Omnipotente te conjuro, y mando me digas quien eres. Entonces oyó una voz que decía: Sacerdote de Cristo, ¿qué pretendes? Díjole, quiero decir Misa por el alma de un pecador, que esta noche ha salido deste mundo. Respondió la voz: Yo soy ese, no digas Misa por mí, porque me he condenado. Preguntole el Padre: ¿Pues no te confesaste? ¿No dijiste todos tus pecados? ¿No lloraste delante de mí? Es así, respondió el alma. ¿Pues cómo te has condenado? Replico el Confesor. Has de saber (dijo la voz) que cuando yo estaba sin poder oír, ni hablar me trajo el demonio una tentación en que me decía: ¿Cómo te olvidas de tu amiga? Yo la primera vez la resistí diciendo: Nunca yo la hubiera conocido. Volvió el demonio a decirme: Ella te quiere muchísimo, ¿y tú le muestras tan poco amor? Yo respondí en mi corazón: ¿Qué tengo yo de haberla querido? Sino que los dos nos vamos al infierno. Volvió tercera vez el demonio a porfiar, y me dijo: No me espanto que digas eso, porque piensas que te mueres; pero si tuvieses vida larga, y segura para muchos años, ¿no volverías a la amistad? Yo dije, que si tuviese vida segura, y por largos años, volvería a la amistad de mi amiga, y diciendo esto expiré, y salió el diablo con la suya, y ahora me atormenta con fuego que nunca se acaba.

De donde se infiere, que los que en vida se confiesan sin propósito, también se confiesan sin él en la hora de la muerte, o les dura poco, y esto es más ordinario; y lo contrario es rarísimo contingente.

El mismo Autor, para confirmar que muchos se confiesan sin propósito verdadero de la enmienda, aun en la misma muerte, o que lo pierden luego, cuenta el caso siguiente. Un Sacerdote estaba confesando a un pecador enlazado en el vicio de deshonestos amores; esto era poco antes que expirase, y después que estuvo por largo espacio confesándose, miró hacia los pies de la cama, y se puso a reír. Espantóse el Confesor, y díjole: Esta no es hora de reír, sino de llorar: vos sabéis como habéis vivido, y aun lo sabe todo el lugar, y tenéis la muerte tan cerca, ¿y os reís? Respondió el enfermo: Padre Confesor, ¿no ve a los pies de la cama fulana? nombrando la manceba. El Padre se espantó mucho, porque no veía cosa, y entendió que era el demonio, y así le dijo: No es fulana, ni aquí está sino que es el demonio que viene por vuestra alma. Replicó el enfermo: Yo la he querido mucho: pues me muero, déjeme la dé un abrazo. El Confesor corrió a la puerta pidiendo trajesen agua bendita, porque estaba el demonio en el aposento. Alteráronse todos, y entraron en él, y no hallaron al enfermo en la cama, ni debajo de la cama, ni detrás de la puerta, quedando todos atónitos, y como fuera de sí, ni jamás pareció su cuerpo.

(Undécima impresión, versión 231: 74-79.)

 
Capítulo IV. Dios nos manda tener este propósito, y cuál haya de ser.
 

En el primer Mandamiento de la Ley de Dios nos dice su Majestad, que le amemos sobre todas las cosas; y cuando manda al pecador que se convierta a él de todo corazón, so pena de que no habrá salvación para él, ahí nos manda el propósito firme de nunca más pecar, y todos tenemos esta obligación.

Es pues, el propósito de que hablamos, una resolución firme de nunca más pecar, y es difícil en muchos; pero sin él ni hay contrición, ni atrición que baste, ni hay Sacramento, ni hay cielo, y por falta deste propósito se hacen muchas confesiones malas, y sacrílegas; porque no basta un querría no pecar más, querría dejar la ocasión; fino que ha de ser eficaz: no quiero más pecar, como tenéis firme propósito de no despeñaros, o volveros Moros; y es señal de que en muchos no hay tal propósito, ver el juego de niños pecando, y confesando, y luego volverse a lo mismo.

También, porque dice S. Thom. I, 2, q. 8, que la voluntad eficaz mira la ejecución de la obra, y aplica los medios; la veleidad no. Dice el Médico al enfermo: ¿Queréis sanar? Sí señor, para eso os llamo, y pago. Pues habéis de sufrir un cauterio de fuego en esa llaga encancerada, y podrida, sin el cual no es posible sanar. No tengo ánimo para eso. Pues no queréis sanar eficazmente: veleidad es la vuestra, pues rehusáis el remedio necesario. Dice el Confesor al penitente: ¿Queréis sanar? Responde: A eso vengo, y me postro a sus pies. Pues mirad que dice Cristo, que si queréis perdón, habéis de perdonar la injuria al que os ofendió. Padre recia cosa es esa, no me atrevo. Veleidad es la vuestra, no es propósito eficaz, pues rehusáis el remedio. Dice al otro: Hermano restituye la hacienda que no es tuya, vuelve la fama al prójimo: al otro, echa esa ocasión, y tropiezo de tu casa, y ellos a excusarse. Veleidades son, falta el propósito eficaz, y así no pueden ser absueltos, porque no traen verdadero dolor.

Otra señal trae el mismo Santo, y es, que no hay voluntad eficaz, ni propósito firme de lo que se juzga por imposible, como de volar, y de tocar el Cielo con el dedo. Pues si vos juzgáis por imposible estaros sin pecar, no digo toda la vida, mas ni un mes, ni una semana; ¿cómo podréis durante ese juicio erróneo, tener voluntad eficaz, y propósito firme de nunca pecar? Confiésase el otro la Semana Santa teniendo ojo a la Pascua para volverse al mismo pecado, y pregúntale el Confesor, ¿se propone firmemente de nunca más pecar? Y responde, que sí, y miente. ¡Oh que de confesiones malas! ¡Oh que de sacrilegios se hacen por falta deste propósito firme! Porque donde él falta, no hay dolor verdadero, ni puede haber Sacramento, ni absolución.

(Undécima impresión, versión 231: 79-81.)

 
Capítulo V. Historia rara de un Estudiante, que se condenó por falta deste propósito firme.
 

Cuenta Fr. Bernardino de Bustos cap. Spec. Exem, que hubo en París un Estudiante muy estimado de su Maestro el Doctor Silo, el cual murió en la flor de su edad dejando lastimadísimo a su Maestro, que le ayudó en aquel trance cuanto supo, y pudo. Confesó, y comulgó con abundancia de lágrimas, dejando grandes prendas de su salvación al Maestro, el cual oraba por él para que saliese brevemente del Purgatorio: deseaba por extremo saber la suerte que le había caído, y qué grados de gloria le había dado nuestro Señor.

Pero no fue como él pensaba, porque estando solo lo vio entrar por su aposento cubierto con una gran capa, o manteo de fuego dando lastimosísimos gemidos. Turbose, y asustose el Maestro Silo con su vista, estuvo suspenso, hasta que preguntándole quien era, respondió: Yo soy el infeliz tu discípulo. ¿Qué suerte (replico el Maestro) te ha cabido? Entonces dijo con espantosas voces: ¿Qué me preguntas de mi suerte? maldito sea yo, y el día en que nací, en que me bautizé, y en que te conocí, y maldito sea Dios que tal castigo me ha dado, condenándome para siempre al infierno. Malditos sean los Ángeles que le sirven, los Santos, que le asisten, y cuantos le alaban en el Cielo, y en la tierra. Instó el Maestro: ¿Pues cómo? ¡No confesaste, y lloraste tus pecados! Sí los confesé, dijo, pero no con dolor, y arrepentimiento dellos, ni con propósito de dejarlos: porque el sentimiento que tuve, y las lágrimas que derramé en el trance de mi muerte, no fueron por mis pecados, sino por ver que se me acababa la vida, y perdía los bienes della, y la esperanza de gozarlos. Y quiero que sepas, que en la hora de la muerte mal se apareja el que lo deja para entonces. ¡Oh Maestro (añadió) si supieses los tormentos que padezco con esta infernal capa! Que me pesa más que la más alta torre de París; si lo supieran los hombres no pecaran: porque te hago saber, que si todas cuantas penas, tormentos, y dolores ha habido en el mundo después que se fundó se amontonaran en uno, no pesaran tanto, ni fueran tan acerbos de sufrir, como sola una hora los dolores, y tormentos que yo padezco: porque experimentes el menor de cuantos me afligen, extiende la mano, y apara una pequeña gota de mi sudor. Extendiola el Maestro y echola el discípulo del sudor del rostro, y fue como una vela encendida que le pasó la mano de parte a parte, con tan vehemente dolor, que perdió los sentidos, y cayó en el suelo medio muerto. El discípulo desapareció con tremendo ruido, causado con los demonios, que le volvían al infierno. El Maestro Silo fue hallado de los suyos tendido en el suelo, la mano horadada, sin sentido, y como muerto, lleváronle a la cama, diéronle algunas medicinas, hiziéronle algunos remedios, con que volvió en su acuerdo.

Fue al Aula, contó a sus discípulos lo que le había pasado, atestiguando la verdad con la herida de la mano, y exhortándolos a dejar el mundo, y a escarmentar en cabeza ajena: despidiose dellos diciéndoles aquellos dos versos.

Linquo coax ranis, oras corvis, vanaque vanis.
Ad Logicam pergo, quae mortis non timet ergo.

Yo dejo el mundo, y me recojo al seguro puerto de la Religión: como me habéis seguido en la vanidad, tomad mi ejemplo, y seguidme por la estrecha senda que lleva al Cielo.

Él se hizo Monje, y algunos le siguieron, y otros se quedaron en el siglo, de quien no se vio sin alguno bueno.

Confesose este desdichado derramando muchas lágrimas, pero fueron lágrimas de cocodrilo. Es cosa rara lo que cuentan los naturales deste animal, que si encuentra a un hombre lo despedaza, y se lo come, por ser muy amigo de la carne humana; y en acabándole de comer, toma la calavera entre sus uñas, y se pone a llorar, y gemir; y dicen que llora de ver que no le queda carne que comer. ¡Bravo caso! Quien mirase este animal, y le viese con una calavera llorando, sin duda que podría pensar, que lloraba de lástima de haber muerto aquel hombre; y le parecería, que la memoria, y vista de la muerte, y calavera, aún hasta las bestias enternece: pero él no llora de lástima, sino de crueldad, de ver que no tiene más carne que comer. Estas son las lágrimas de algunos a la hora de la muerte, cuando hartos de ofender a Dios toman un Crucifijo en las manos, lloran, y suspiran. ¡Oh válgame Dios (dicen los que le ven) qué buena muerte ha hecho fulano! ¡Qué lágrimas! Pero ay que temo, que eran lágrimas de cocodrilo: no lloraba sino de ver que se acababa la vida, el deleite, la honra, el ser estimado, y la hacienda, y no de dolor de sus pecados; y se ve ser así, en que si estos cobran salud, vuelven otra vez a sus malas costumbres: señal o sospecha, que aquella penitencia, aquel propósito no es verdadero.

(Undécima impresión, versión 231: 81-85.)

 
Capítulo VI. Confírmase lo dicho con otro caso de otro hombre que se confesó en la muerte, y por falta del propósito se condenó.
 

En la mismai Ciudad (según refiere Cesáreo lib. 2, cap. 11) hubo un Canónigo de su tiempo, que gozaba de grandes rentas Eclesiásticas: vivía nadando entre delicias, y regalos, pasatiempos, convites, y lujurias, con escándalo de la Ciudad. Adoleció de muerte, llamó al Confesor, confesó todos sus pecados con temor de la muerte, que presente tenía: vertió muchas lágrimas, prometiendo al Confesor la enmienda de vida. Recibió el Viático, y la Unción, murió al fin con todos los Sacramentos; celebrose su entierro con grande pompa, y ostentación, y acompañamiento de la gente noble: hasta el mismo Cielo parece quiso honrar el entierro del difunto, pues se puso sereno con una suave marea, de manera que todos decían: Dichoso hombre a quien tanto Dios ha honrado en vida, y en muerte: en vida, pues tantos bienes del cuerpo derramó sobre él, de nobleza, de hermosura, de riqueza, de contentos: en muerte, tan numeroso, y noble acompañamiento le ha seguido, y al fin ha muerto como buen Cristiano, recibiendo todos los Sacramentos con tanta piedad, devoción, y lágrimas.

Pero ¡qué diferentes son los juicios de los hombres, de los de Dios! Después de pocos días se le apareció a un su grande amigo diciéndole, cómo se había condenado, y había de penar en los infiernos una eternidad. Díjole el amigo: ¿Pues no te confesaste, y recibiste los Sacramentos? Sí, pero faltome el verdadero dolor, y propósito de la enmienda; porque aunque prometí enmendar mi vida, pero decíame interiormente mi conciencia, que si convalecía no podría vivir sin mis gustos, y deleites; y a esto se inclinaba más la voluntad, que al propósito firme de enmendarme: y así Dios me quitó la vida, y me lanzó a los infiernos.

El que en sana salud no se acostumbra a hacer propósitos de la enmienda, ¿a la hora de la muerte cómo los sabrá hacer? Aquel que iba buscando en una grande feria un caballo, enseñávanle muchos, y él siempre respondía, que no hallaba cosa al propósito. Preguntábanle las condiciones que había de tener el caballo que él buscaba, y él respondió, que había de tener todo el cuerpo de caballo, pero que la cola de oveja. Hiciéronle mil befas en la cara, y dejáronle para loco. Más dignos son de risa los pecadores que quieren vivir como caballos desbocados, y después el remate, y fin de oveja a la diestra de los buenos.

Guárdate no te suceda lo que al otro, de quien cuenta S. Pedro Damiano, que se entregó al demonio con pacto, y condición que le había de avisar tres días antes de su muerte, para que pudiese hacer penitencia. Con esto discurrió licenciosamente por el florido prado de deleites: diose a banquetes, festines, juegos, y torpezas y toda manera de vicios. Vino el tiempo de la muerte, y fin de su vida: avisole el demonio tres días antes de su muerte: persuadíanle sus amigos que se confesase, pero en tratándole de confesión dábale tan profundo sueño, que no había remedio de despertarle, y si le hablaban de otras cosas estaba muy despierto. Dábanle gritos: Mirad que os morís, y se acaban los tres días de vida; ni por estas podían despertarle, sino que con un profundo letargo, y modorra murió cumplidos los tres días; y cercaron su cuerpo unos mastines feos, que le llevaron a donde con su alma estará penando por una eternidad. A nadie parezca que viendo la muerte al ojo hará verdadera penitencia, pues éste la tuvo, y se condenó.

(Undécima impresión, versión 231: 85-88.)

 
Capítulo VII. Propónense las causas de quebrantar los propósitos de la enmienda en la confesión.
 

Ahora veamos las causas estas recaídas, y quebrantamientos del propósito; son muchas, y conviene estar alerta. La primera causa es la soberbia; y se ve en S. Pedro, que propuso, y no guardó el propósito, antes negó a Cristo una, y tres veces; porque con una secreta soberbia dijo: Et si omnes scandalizati fuerint, ego nunquam scandalizabor, aunque todos se escandalizasen, y huyan, y dejen a Cristo, yo no haré tal. Habemos de proponer con humildad, fiados en la gracia de Dios, y no de nuestras fuerzas; porque sin su divino auxilio no haremos cosa buena, todo será faltas, y caídas: Sine me nihil potestis sacere, dijo Cristo.

Saben como es esto, estase un perro en la carnicería echado en un rincón, flaco, lleno de mataduras, y cubierto de moscas. ¿Qué aguardas al perro? Una piltrafa, un hueso, que me arroje el carnicero. Cánsase de estar en aquel rincón, levántase, y sacude las moscas, pero no se puede tener, y se vuelve a echar en el mismo rincón del otro lado; y el enjambre de moscas le vuelve a cubrir, y a picar de refresco. Tal considero yo a un deshonesto: ¿qué haces ahí en esa carnicería del diablo? Aguardo una piltrafa, un hueso que me arroje el carnicero. Cánsase de aquella vida, quiere levantarse: sacude las moscas de los pensamientos deshonestos que le cercan; pero apenas se ha levantado, apenas se ha confesado, cuando vuelve a caer, y los pensamientos le pican de refresco.

Segunda causa es el interés. Pilatos tuvo propósito de no condenar a Cristo N. S. y lo quebró porque le dijeron, que se declaraba por enemigo del César; y temió perder el cargo de Gobernador de Judea. Los Filisteos cautivaron el Arca de Dios, y la pusieron cerca de su falso Dios Dagón; el Arca cortó cabeza, manos, y pies al ídolo, y le arrojo hasta la puerta del Templo; lo cual viendo los Filisteos, dejaron el Arca del verdadero Dios, porque les quitaba su falso Dios. Así son los que dejan el Arca del verdadero Dios, quebrantando sus preceptos, porque les quita su falso Dios Plutón, Dios de las riquezas.

Tercera causa de quebrantar los propositos, suele ser la desesperación. Caín conoció su pecado, que parece que comenzaba ya a hacer propósito, pero dijo: Major est iniquitas mea, quam ut veniam merear. Judas se arrepintió de haber vendido a Cristo S. N. y dijo: Pequé gravemente vendiendo a mi Maestro, y restituyó los treinta reales; y con todo se desesperó. Muchos hay que parecen a Caín, y a Judas, a los cuales el demonio les da a entender, que el Confesor no querrá, o no podrá absolverles, y se están en su pecado hasta la muerte.

Cuarta causa es la porfía de la carne que nos tienta, como Dalila a Sansón; y los que fácilmente consienten, ahuyentan de su alma los deleites espirituales. A estos les damos dos remedios, que son, acudir a la Virgen Santísima S. N. pidiéndole instantemente la limpieza del cuerpo, y alma por su purísima Concepción: el otro remedio es, quitar, y apartarse de ocasiones. Cuestión ha sido ventilada entre los Doctores antiguos y modernos, sobre si Salomón ¿se salvó, o no? Autores hay que dicen, que se salvó: véase el P. Pineda de Praevio Salomone: otros dicen, que se condenó, uno dellos es el Abulense, y el argumento principal con que lo prueba es: pues el Rey Josías derribó los Ídolos que Salomón erigió, inducido por consejo de las mujeres Gentiles, que torpemente amó: Excelsa quoque destruxit quae edificaverat Salomon Rex, dice el Texto Sagrado Reg. cap. 23. Ahora arguye el Abulense: Si Salomón hubiera hecho verdadera penitencia de sus pecados, hubiera destruido los Templos que edificó a los Ídolos; no los destruyó, pues perseveraron hasta el Rey Josías: luego no hizo verdadera penitencia. Prueba la mayor; porque no puede hacer verdadera penitencia el que persevera en su pecado, y el que pudiendo quitar la ocasión no la quita: Salomón no quitó la ocasión de la idolatría destruyendo los Templo: luego no pudo hacer verdadera penitencia, ni tuvo propósito firme de la enmienda.

(Undécima impresión, versión 231: 88-91.)

 
Capítulo VIII. Prosíguense las causas de quebrantar los propósitos de la enmienda.
 

Quinta de no guardar estos propósitos es el olvido. Olvídanse de los buenos propósitos, échanlos al trenzado, y ellos se vuelven a sus malas costumbres. Veréis una manada de cerdones debajo de una carrasca, que crujen bellotas, o en el tarquín hocicando, y chapurreándose: sienten un tiro de escopeta, y levantan todos la cabeza, y estante así un poco de tiempo; pero en pasando el humo de la pólvora, y el zumbido del tiro, vuelven a revolcarse en el lodazar, o tarquín, a a comer de las bellotas. Así son los reincidentes, sumidos en el tarquín de sus vicios, crujiendo bellota, gruñendo, murmurando, jurando, maldiciendo, dando colmilladas en la honra del vecino, en la hacienda del pobre. Oyen un tiro que dispara Dios de una muerte repentina, o los gritos del Predicador, y espantados de lo que oyen, alzan la cabeza, dejan el gruñir, y el pecar, pero pasa la voz del Predicador, y pásase la Cuaresma, y vuelvense al tarquín de sus torpezas. Tocan a muertos; ¿quién murió? Fulano. Ha, que era mi grande amigo; iré al entierro, va, y mira la cara del difunto, queda compungido, y dice: Este ya ha dado cuenta a Dios, lo propio será de mí, no hay sino vivir bien, dejar el jurar, y el maldecir, el consentir en pensamiento malo, confesarnos, y hacer libro nuevo. Pero apenas se pasa el humo de las hachas, apenas para el clamor, y retintín de las campanas, apenas se dieron los pésames a los parientes del difunto, cuando se va a su casa, y porque no halló la mesa puesta, o el guisado, como él quería, hecha dos juramentos, y otras tantas maldiciones, y atropella los Mandamientos de Dios de aquel Señor, que le conserva la vida, y le da la comida, y que murió por él, y que le apareja la gloria.

Otro autor explica esto con otra comparación harto propia: compáranse pues estos reincidentes con sus propósitos, ineficaces a unas Ermitas en despoblado, sujetas a las inclemencias del Cielo llenas de goteras, y telarañas, hasta los animales las profanan. Viene el titular de la Ermita, que es una vez el año, y entonces la renuevan, quitan las telarañas, limpian las paredes, bárrenla, y entoldan, y paran hermosa. Pásase la fiesta, vuelven las goteras de allí a poco, cúbrese de polvo, vuélvese a ensuciar, y los animales inmundos la profanan. ¡Oh Eermitas en despoblado! Guardad no os descuidéis tanto, y os olvidéis de vuestra alma, que vendrá algún turbión sin poderse prevenir, y echará por tierra la Ermita, y dará alguna borrasca con vos en la sepultura, sin tener tiempo para confesaros. Toda la vida sucios en sus pecados, y torpezas, tejiendo telarañas de vanos pensamientos de tantos deseos inmundos, rencores, malas voluntades, como profanan esa alma. Piensas, que porque una vez al año barres la Ermita, y luego te vuelves a tus inmundicias, ¿que con eso ya has cumplido con Dios, y con tu alma? Mira que me sospecho, que esos propósitos de tus confesiones, no son los que deben, ni eficaces, sino unas veleidades no más, un querría enmendarme, querría dejar la ocasión; y estos propósitos no bastan para que sea buena la confesión.

La sexta, y última causa de quebrantar los propósitos es el miedo. Muchos se confiesan por temor de la Cuaresma, y porque no les descomulgue el Cura; y así esos propósitos no son de dura, y por eso, pasada la Cuaresma se vuelven a sus mismos pecados: como el otro mozo inquieto, que va de noche con armas vedadas, pistolas cortas, o estoque largo, siente ruido; ¿qué es esto? La justicia es, que ronda. Entonces métese en una casa, y deja las armas vedadas para que no le cojan con ellas. Pasada la ronda, vuelve a tomarlas, y prosigue su camino. Dejó las armas vedadas, pero con propósito de volverlas a cobrar. Esto pasa a muchos: viene la Cuaresma, es fuerza el confesarnos, si no nos descomulgará el Cura, dejan los pecados a los pies del Confesor, pero sin propósito firme de dejarlos para siempre; y así pasada la Cuaresma vuelvan a sus culpas.

Bien llamaba el otro siervo de Dios a estos propósitos, propósitos de alforja. Veréis un caminante que lleva sus alforjas a los hombros; llega a un barranco, no puede saltar con el pes: qué hace, arroja las alforjas a otra parte del arroyo, y él da un brinco, y salta, y se vuelve a echar al cuello sus alforjas. Así muchos llevan su zurrón de pecados, caminando todo el año con su carga, viene la Cuaresma; oh qué se ha de pasar este barranco, he de cumplir con la Parroquia, no podré menos de dejar los pecados, vase a confesar, arroja sus pecados a los pies del Confesor, pasa la Semana Santa, y vuelve su zurrón al hombro, porque no los dejaba, con propósito firme de dejarlos; sino que los arrojaba, teniendo ojo a la Pascua para volverlos a tomar.

(Undécima impresión, versión 231: 91-95.)

 
Capítulo IX. Una mujer se condenó por falta del propósito de la enmienda en la Confesión.
 

El Autor del libro intitulado: Escala Coeli, que Enrique Gran dis. 9, cap. 15, refiere de una señora principal dada a galas, y a vanidades del siglo, que tuvo algunos hijos, y entre ellos uno muy virtuoso, que dando de mano a todo lo que el mundo adora, se hizo Religioso del Cister, donde en poco tiempo se adelantó mucho en el estudio de la perfección. En este tiempo diole a su madre la enfermedad de la muerte, y vino a asistirla su hijo, recibió como Cristiana los Sacramentos, y al fin murió. Su hijo hizo muchas penitencias por su alma, celebró muchas Misas, y ofreció a este mismo intento otras muchas obras buenas, suplicando continuamente a Dios N. Señor se sirviese de llevarla al Cielo, y sacarla de las penas del Purgatorio. Estando en estas peticiones le dio uno como éxtasis, o suspensión de sentidos, y vio una mujer caballera en un Dragón, rodeada de llamas de fuego: a los dos lados venían dos demonios, que la traían presa con dos cadenas de fuego, cuyos remates eran dos puntas agudísimas que le penetraban las entrañas; sus cabellos eran culebras, que le roían los sesos: sus ojos picaban dos crueles alacranes, y por arracadas traía pendientes de las orejas dos encendidos ratones que continuamente la roían: por collarejos en la garganta, dos fieras serpientes, que la apretaban sin dejarla respirar, y por remate; con las bocas le estaban despedazando los pechos: en los dedos traía anillos, y sortijones de fuego, los pies tenía cruzados en el vientre del dragón, y atados por abajo con cadenas ardiendo. Y al fin venía un gimio de un demonio con una piedra quebrantándole los dientes.

Quedó el Religioso con tal vista más muerto que vivo, no podía hablar de espanto, y cubierto de un sudor frío. Mirola un rato, y como no la conociese, ni hablase, ella rompió el silencio, y le dijo: Yo soy la desventurada de tu madre, que vengo a decirte, que no te canses de rogar, y afligirte por mi, porque yo estoy condenada al infierno. ¿Pues cómo (dijo el hijo) no recibiste los Sacramentos de la Confesión, y Comunión? Es verdad, pero cuando me confesaba de ordinario de vanidad de mis galas, nunca tenía verdadero dolor de mis culpas, ni propósito de la enmienda, y así las confesiones no valían cosa alguna, y en la hora de mi muerte no cuidé de confesar estas culpas, permitiéndolo así Dios en castigo de mis pecados, y de mi mala costumbre, y por esto estoy condenada a las penas eternas.

¿Qué significan tanta manera de tormentos, le replicó el Religioso? Y ella respondió: Porque por cada culpa me han dado diferente tormento: este dragón me atormenta por las deshonestidades en que muchas veces me deleité, con consentimientos lascivos: estos dos feos demonios por el mal ejemplo que di a mis domésticos, y vecinos: y por la mala intención que tuve en los servicios que hize a tu padre, no teniendo mira sino a sacarle más galas para mis vanidades: las serpientes que taladran mi cabeza, son pena de los cabellos rizados, y de los tocados curiosos con que me adornaba, y componía: los alacranes que pican mis ojos con inexplicable dolor, por las vistas mis lascivas: los ratones que atormentan mis orejas, son pena de la curiosidad de las arracadas que usé, y de las palabras lascivas que oí: las serpientes que me ahogan, y despedazan los pechos, corresponden a las gargantillas, y collarejos preciosos que usé, y me dan el pago de los abrazos lascivos con que pequé: los anillos de fuego, por los que truje de diamantes: las cadenas en los pies, por los pasos que di en mis vanidades, y por la curiosidad nimia de mi calzado: este fiero gimio me atormenta sobre todo, dándome con esta piedra en los dientes, y boca sin cesar; porque habiéndola tenido para murmurar, y hablar palabras deshonestas, no la tuve para confesar como debiera mis pecados. Esto me ha condenado sin remedio para siempre jamás, sin que tus oraciones me puedan ayudar en cosa alguna. Dicho esto desapareció, dejando al hijo tristísimo, y a todos enseñados cuánto vale el verdadero dolor, y propósito firme de la enmienda en las confesiones.

(Undécima impresión, versión 231: 95-98.)

 
Capítulo X. Un usurero por el interés duró poco en el propósito de la enmienda.
 

Dije arriba, que una de las causas de faltar en los propósitos de la enmienda era el interés, ahora confirmaremos esta verdad, con el el siguiente que se refiere en la historia de la Milagrosa Imagen de Loreto, y le trae el Padre Alonso de Andrade en en su Itinerario Historial, Grado. 30, §. 15.

Sobrevino un accidente muy asqueroso de lepra a un logrero muy nombrado en una Ciudad del Reino de Nápoles, no hubo Médico que no consultase, ni dejó medicina que no provase para librarle de tan molesto accidente, pero todo en vano. Al fin acudió a la Virgen Santísima, encomendose muy de veras a la Santa, y devotísima Imagen de Nuestra Señora de Loreto, haciendo firmísimos propósitos de la enmienda de vida, y para más obligarla, la envió con un criado cien escudos de oro de limosna para aquella Santa Casa, y que juntamente visitase en su nombre aquel tan milagroso Santuario, y que instantemente la suplicase le alcanzase la salud que tanto deseaba. Esta Señora inclinándose a sus ruegos, se la dio muy entera, de suerte que cuando volvió el criado le halló del todo bueno, y sano, como si nunca hubiera tenido tal accidente.

Fue singular el gozo de toda la casa, hizo ensillar un caballo, y con otros sus amigos salió a ruar por la Ciudad, mostrando para evidencia del milagro sus manos limpias, y sanas sin rastro alguno de la lepra pasada. Díjole un amigo confidente suyo: Amigo, por vida vuestra, que pues Dios os ha dado tan entera salud, por intercesión de la Virgen Santísima su Madre, con tan ilustre milagro limpiando vuestras manos de tan asquerosa lepra, que no las volváis a manchar con la lepra sucia de logros, y usuras, pues sin ellas con vuestra hacienda podéis pasar la vida con descanso. Respondió sonriéndose, y como haciendo donaire del buen consejo que le daba el amigo: Señor: si los logros fueran pecado, no los usara la Virgen N. Señora, como los ha usado conmigo, pues me ha llevado cien ducados por la salud.

Escandalizáronse mucho los amigos de oír tan gran blasfemia; afeáronsela, y dejáronle mohíno con su reprehensión, volvió a su casa melancólico, acostose en la cama, despertó a la media noche dando temerosos gritos, acudió la familia, preguntole su mujer ¿qué era lo que tenía? y respondió: ¡Ay de mí, que me muero sin remedio! la lepra me ha vuelto, el dolor se ha aumentado, y debajo de los riñones siento un tizón ardiendo, que me abrasa las entrañas, metió la mano su mujer por las espaldas para refrigerarle, y halló con los cien escudos que había enviado a Nuestra Señora de Loreto, la cual por su ingratitud, y propósitos quebrantados no los había querido recibir, y le servían de ascuas, que le abrasaban. En viendo la bolsa con los cien escudos, se dio el desdichado por muerto. ¡Ay de mí (decía) que la Virgen se ha indignado contra mí! Ya no tengo remedio, condenado soy para siempre, y desesperando de la misericordia de Dios expiró con estas palabras; y dio su alma a los demonios con espanto, y dolor de toda la casa, y amigos, que lloraron su desventura.

Donde vemos, que el interés, y desesperación, fueron la causa de faltar este hombre en los buenos propósitos, y de no tenerlos en muerte, con que se condenó para siempre.

(Undécima impresión, versión 231: 98-100.)

 
Capítulo XI. Medios para perseverar en los buenos propósitos.
 

Cuando uno advierte, que muchas veces quiebra los propósitos que hizo de no cometer pecado mortal, repare en ello como en una de las cosas más peligrosas que le pueden acontecer, y mírelo como un achaque muy vecino a su muerte eterna, y válgase destos medios, como son confesar, y comulgar a menudo, oración, y devoción a Nuestra Señora, y muy en especial se debe valer de la limosna que pudiere; porque David, y San Pablo dicen, que esto vale para perseverar en los buenos propósitos; las palabras son estas: Repartió, y dio a pobres, su virtud quedará para siempre; y la eficacia deste medio muchos no reparan. Demás destos, quiero poner otros dos para remedio de tan gran mal.

El primero es, no fiar de sí, porque está escrito: Maldito el hombre que fía en el hombre; y el que fía de sí, de hombre fía: y esta presunción suele ser una de las causas muy ordinarias destas caídas. Y así cuando haga propósito de no pecar más, diga: No pecaré mas con el favor de Dios, con la gracia de Cristo Señor Nuestro, con el amparo de la Virgen, con la guarda de mi Ángel, y esto aunque haya pasado todo el año sin caída, y aunque se haya conservado muchos años sin consentir en un solo pensamiento: porque para toda la vida, y para todos los días, y para todas las horas tenemos necesidad del socorro del Cielo. Y así como de una lámpara de vidrio, que ha cien años que está colgada en el aire, no podemos decir, esta lámpara ya está segura, ya no ha menester la cuerda, ya no corre peligro de quebrarse, no podemos decir tal; porque en el punto que le falte caerá, y se hará pedazos. Así se han de considerar con mucha humildad, colgado el hombre de la mano de Dios, y pedir desconfiado de sí: No me dejes caer en la tentación.

De no fiarse de sí, se sigue el segundo medio, que es huir los peligros, y ocasiones; porque es palabra de Dios: El que quiere peligros, en ellos se perderá. Muchos grandes nadadores han muerto ahogados, muchos volatines ahorcados, muchos maestros de fieras, que domestican tigres y osos, suelen morir a sus manos, y colmillos. David un día se descuidó sobrado en mirar a una mujer llamada Bersabé, y sembró lágrimas para toda su vida, y muchos desastres para su casa. Salomón, por la sobrada afición de las mujeres vino a adorar por Dioses a muchos demonios, y esto por largo tiempo, y no sabemos si hizo penitencia verdadera. Sansón, que desquijara Leones, y armado con virtud del Espíritu de Dios mató mil hombres con el hueso de una bestia, que tenía en la mano en lugar de espada, trabó pláticas sobradas con una mujer llamada Dalila, la cual le vendió a sus enemigos, que le sacaron los ojos: Y después de haber ponderado esto San Jerónimo, dijo esta sentencia, digna de su entendimiento, y celo. No soy más santo que David, ni más sabio que Salomón, ni más fuerte que Sansón; como me meteré por estos lodos adonde tan poderosos caballos se atollaron, y hundieron. El remedio que me queda, es huir; en este caso, el huir es vencer. Este es el remedio que da San Pablo, huir de la fornicación: así lo ejecutó José dejando la capa en manos de una Gitana, porque le tiraba della. Y como pondera un Doctor, no quiso cobrar la capa, porque después que la tocó aquella mano deshonesta, la miró como ropa apestada, y huyó della, y se la dejó en las manos, como se suele dejar la capa en las puntas del toro.

(Undécima impresión, versión 231: 101-103.)

 
Capítulo XII. Confesión que se aguarda para la hora de la muerte es sospechosa: caso raro de un Confesor, y un penitente.
 

Penitencia, y confesión que se dilata para la hora de la muerte, es muy sospechosa, y los propósitos de semejantes confesiones no suelen ser eficaces, cuales se requieren para la buena confesión. Esto suenan las palabras de David: Psalm. 100. Contere brachium peccatoris, quaeretur peccatum illius, &c. Alude al reo que le ponen en un potro, y le dan en los brazos una, y otra mancuerda, para que confiese con el dolor el delito; pero disponen las leyes, que no valga la confesión que hace en el tormento si no se ratifica fuera dél: porque se presume que apretado del dolor confesó; quítanle del tormento, y dice está inocente. Vuélvenle a dar tormento, aprieta el verdugo la clavija, confiesa, pero siempre es sospechosa esta confesión, si después no la confirma. Así dice David: Contere brachium peccatoris. Ponedle Señor al pecador en el potro de una cama con un garrotillo, venga un sangrador, dele un rato de cuerda en el brazo con muchas sangrías, llegue la enfermedad a lo último. Genebrardo leyó: Contere vires ejus, quitadle las fuerzas. Jansenio: Frange opes, & potentiam. Así, así, quitadle las riquezas, y el poder: apretado desta suerte se vuelve a Dios, y le dice: Aflojad mi Dios, que yo confesaré mis culpas, vida nueva. ¿Mitígase la enfermedad, ratifícase en lo dicho? Que no, que era forzado el dolor. Convalece, vuelve a sus pecados como de antes. Es sospechoso ese propósito, que a fuerza de las congojas de la muerte se hace.

Oh Señor, que el buen ladrón siempre fue malo, y con dos horas de penitencia a lo último de su vida fue Santo; lo mismo podré hacer yo. Es verdad que se convirtió, pero ese es uno, e innumerables los que se han condenado aguardando la penitencia, y propósito de la enmienda para la hora de la muerte. Y para creer que el buen ladrón tuvo verdadero dolor, y propósito en aquella hora habiendo vivido mal toda su vida, es menester que Cristo lo diga, y aunque lo jure: Amen dico tibi, hodie mecum eris in Paradiso. Pues ¿qué necesidad hay para que jure Cristo nuestro Señor en esta ocasión? Porque es tan difícil creer que un hombre que toda su vida ha vivido mal, a la hora de la muerte haga verdadera penitencia con dolor, y propósito firme de la enmienda, que para creerlo es menester que nos lo asegure Cristo, y que lo jure.

Si las acciones naturales en que el hombre toda la vida se ha ejercitado, y que son tan fáciles, cuales son comer, beber, andar, dormir, no las puede hacer el hombre cuando está muy enfermo, y con peligro: cómo hará las sobrenaturales en que nunca se ha ejercitado, sin mucho auxilio de Dios, cuales son, dolerse de los pecados pasados, proponer de nunca más pecar, y otras: y más habiendo desmerecido con su mal vivir, no correspondiendo a las inspiraciones de Dios, y con sus ingratitudes esos auxilios eficaces.

Es cosa muy digna de reparo, que haya en el pueblo Cristiano tantos hombres, y mujeres, que ha tantos años que arrastran su pecado, y con todo cada año se confiesan, y cumplen con la Parroquia. Tengo para mí, que la mayor parte deste mal está en que no se confiesan con dolor, y propósito de la enmienda, que es necesario para la confesión; y creo que en esto tienen gran culpa machos Confesores: porque si el penitente se confiesa enteramente de sus pecados, y dice la ocasión que tiene próxima de volver a caer, el Confesor está obligado a negarle la absolución, hasta que aparte, pudiendo, la ocasión; hasta que perdone al enemigo, y quite el escándalo que da no saludándole; o hasta que restituya con la ejecución lo que tiene obligación, pudiéndolo hacer. Y témome, que por falta desto muchos Confesores faltan gravemente, y aun se condenan.

Oigamos un caso terrible, que hará temblar a muchos Confesores, averiguolo el P. M. Ávila Predicador Apostólico en el Andalucía, y lo contó el Padre Ignacio Blané; y fue, que un Caballero disoluto se confesaba con cierto Confesor, que, o por amistad, o por presentes, y regalos que recibía, le trataba más suavemente de lo que su modo de vida pedía. Repetía sus confesiones pero malas, y sin el verdadero propósito de la enmienda. Murió el Caballero, y condenose: el Confesor no supo cosa alguna de su muerte, y una noche llamáronle muy apriesa para que fuese a casa del Caballero: lleváronle por calles ocultas, y extraordinarias, hasta sacarlo a un muladar, donde vuelto a el que lo llevaba le dijo: ¿Conócesme? Yo soy don fulano muerto, y condenado por tu culpa, y remisión sobrada, porque me disimulaste mis pecados, y no me corregiste, y negaste la absolución como debieras; porque aunque me confesaba, eran mis confesiones malas, y sacrílegas sin el dolor debido, y sin el propósito eficaz de la enmienda de mi vida, y por tanto manda Dios Omnipotente, que me hagas compañía en el infierno. Abrazose con él, abriose la tierra de improviso, y tragóse a entrambos, y estarán penando en el infierno por una eternidad.

(Undécima impresión, versión 231: 103-107.)

 
Capítulo XIII. Confírmase la importancia de un buen Confesor con un caso muy singular.
 

En las Crónicas de San Francisco part. 2, lib. 2, cap. 48, se cuenta hubo en Francia en la Provincia de Aquitania dos Eclesiásticos ricos, y grandes amigos, el uno era Abad, y el otro Arcediano de una Iglesia Catedral de aquellos Reinos, gastaban su hacienda en regalos, y entretenimientos, cuidando de popar su carne, y dar gusto a su cuerpo; y descuidando mucho de sus almas. Andaban como las golondrinas buscando para el Invierno las tierras calientes, y para el Verano las frescas, y templadas.

Pasando en una ocasión por tiempo de Verano al lugar que acostumbraban, les cogió la noche en un campo, despoblado en donde había una Iglesia desierta algo apartada del camino: recogiéronse allí para descansar aquella noche, cenaron y acomodáronse como mejor pudieron para dormir. El Arcediano aunque tenía algunos vicios, tenía también algunas cosas buenas, pretendiendo caminar por los dos caminos, ancho, y estrecho, y gozar de ambas a dos glorias desta vida, y de la otra. Confesábase a menudo, y tenía por Padre espiritual para su alma a un Religioso de San Francisco, grave, docto, y ejemplar, el cual vivía con no pequeño cuidado de la salvación de su penitente; dábale buenos consejos, reprendíale sus descuidos, avisábale de su peligro, y encomendábale continuamente a Dios nuestro Señor, que son los oficios del verdadero Padre espiritual; y en verdad que le aprovecharon al penitente las Oraciones de su Confesor, pues por ellos consiguió la enmienda de su vida, y con ella su salvación, como se verá en lo que esta noche le pasó.

Estaba el Arcediano durmiendo en la Iglesia que tengo dicho, y a la misma sazón su Confesor estaba orando por él, y vio entre sueños, que en el lugar donde estaba venía Cristo a juzgar a los hombres con grande majestad, y aparato: juntose una multitud de gente, unos a la mano derecha, y otros a la izquierda, a la cual se vio a sí mismo, y a su compañero el Abad, y a todos los criados que los acompañaban, y que los demonios los acusaban de todos sus pecados, haciéndoles cargo de sus regalos, y pasatiempos en que gastaban las rentas Eclesiásticas, que debieran gastar en sustentos de los pobres, y en hacer bien por sus almas: Y habiendo oído el Juez todas las acusaciones, dio sentencia de condenación contra ellos, y luego acudieron con grande ímpetu los demonios, y llevaron al Abad, y a sus criados al infierno. Miraba esto con grandísimo temor temblando, y trasudando de congoja, y pena, y doblósele el temor cuando vio, que volviendo los demonios de llevar al Abad, y a sus criados, se enderezaban hacia a él, y a los suyos, y extendiendo los garfios uno dellos le asió del vientre, y tirando dél para llevarle con igual furia, y dolor suyo, su Confesor llegaba a la sazón, y le detenía, y él también forcejaba para defenderse: y al fin estando en esta agonía el demonio batallando por llevarle, y el Confesor por defenderle, despertó con un trasudor, erizado el cabello, palpitándole el corazón, y tan quebrantado como si las hubiera habido con un ejército de enemigos. Estuvo dudoso de lo que haría, mas creyendo que había sido solo sueño, y fatiga de camino, quiso descansar de la que al presente tenía, y no despertar a los demás; y así volviose a dormir encomendándose a Dios.

Pero apenas hubo cerrado los ojos, cuando volvió Dios a mostrarle la misma visión que antes, del juicio, y condenación del Abad su amigo, y de los suyos. Y llegando a este paso despertó segunda vez helado, y yerto, y con peores accidentes que la primera vez, con que concibió grandísimo temor, y empezó a dar voces, y a llamar a sus criados. Despertaron a las voces, y ordenó luego que se vistiesen, que se habían de partir al punto, y proseguir su viaje. Fueron a despertar al Abad, y a sus criados, y halláronlos todos muertos.

Entonces conoció el Arcediano, que el sueño había sido verdad, y que por las oraciones de su buen Confesor no estaba él, y los suyos en el infierno. Hincose de rodillas, y dio gracias a Dios por la merced que le había hecho, y porque le concedía tiempo para llorar sus culpas, y hacer penitencia dellas. Propufo desde entonces de enmendarfe firmísimamente, y de tomar otro género de vida. Trató de dar sepultura a los difuntos, y volviose a su tierra: avisó a sus criados del peligro en que estaba su salvación, y la visión que había tenido, exhortándoles a la penitencia, y que en la mudanza de vida le siguiesen, ya que le habían seguido en la vida ancha, y deliciosa. Pagó cumplidamente los salarios, y deudas que debía, dando lo restante de su hacienda a pobres, tomó el habito de San Francisco, y perseveró en rigurosa observancia toda su vida. Avisó a muchas personas conocidas cómo les había visto a la mano izquierda del Juez, y en particular a dos criados suyos, y los unos, y los otros estimaron en poco sus avisos, y se vieron destos infelices sucesos; pero él le tuvo felicísimo, pasando desta vida cargado de merecimientos al Cielo. Donde se ve la importancia grande en tener un buen Confesor, pues toda la salvación deste Arcediano consistió en tenerle docto, y santo.

(Undécima impresión, versión 231: 107-111.)

 
Capítulo XIV. Refiérense tres castigos horrendos de tres Confesores por no cumplir con su obligación.
 

No ha muchos años (refieren graves Autores, que trae el Padre Andrade,) que sucedió a un Caballero el caso siguiente. Tenía este un Confesor cortado a gusto de su paladar, porque se lo daba en todo. Las penitencias eran suaves, las palabras blandas, reprehensiones ningunas, con que vivía una vida disoluta, sin enmienda alguna de vida, sumido en vicios, y dado a deleites; sus confesiones sin propósito firme cual se requiere. Abreviole Dios los años de la vida; merecido castigo del mal empleo della, con una muerte temprana, y mal madura, ordenando Dios, que el Confesor también le siguiese muriendo dentro de poco tiempo. Sucedió pues, que estando la mujer del Caballero en su Oratorio encomendándose a Dios: se le apareció de improviso la figura de un hombre muy espantosa, encendida en vivas llamas, la cual en hombros traía otra persona rodeada de las mismas llamas de fuego. Atemorizole grandemente a la mujer esta visión, pero el que venía a los hombros del otro dijo: No temas, porque te hago saber, que soy tu marido, y este que me trae en hombros es mi Confesor, el cual así como en vida me sobrellebaba mis culpas fin reprehendérmelas, sin darme penitencias medicinales para apartarme de mi mal vivir; antes condescendiendo con mis liviandades, con que por mis pasos contados me trajo al infierno, ahora en la muerte, justísimamente ha mandado Dios que sea participante de mis penas, y así padece las mismas que yo padezco; y en diciendo esto desaparecieron ambos. La mujer quedó afligidísima por la condenación de su marido, pero muy escarmentada de no fiar su alma de Confesor, que con halagos, y lisonjas la llevasen a las penas que había visto.

De otro Caballero refieren los mismos Autores, que habiéndose entregado a una vida licenciosa, corriendo sin freno alguno por el campo de sus deleites por culpa, y condescendencia de su Confesor, después de muerto se levantó de la sepultura donde le habían enterrado, y estando el Confesor en la Iglesia con otros, encaminose a él, y le dijo: Por qué tu no me dijiste la verdad, sino que me sobrellevaste mis culpas, y no me dispusiste para que me confesara bien, y me absolviste mal yo me di a los vicios, y soy condenado a penas eternas del infierno: y es cosa justa, que pues fuiste compañero en las culpas, los seas también en las penas, y diciendo, y haciendo, echó mano dél, y con extraño furor le desolló de pies a cabeza, quitándole hasta los cabellos, dando el triste miserables ahullidos, y empezando a padecer las grandes penas del infierno, a donde se volvió el difunto, y el Confesor acabó miserablemente.

En la historia del Rey Don Rodrigo, último Godo de España, que escribió en el tiempo que la ganaros los Moros, uno dellos de gran fama, y opinión llamado Rasis, imprimiose en Toledo año de 1549, hállase en la librería del Rey nuestro Señor Don Felipe IV, y en la I parte en el cap. 250, dice el dicho Autor así.

Estando el Rey Don Rodrigo en campaña con todo su Ejército cerca del Río Guadalete, y habiendo tenido algunos reencuentros, y escaramuzas con los Moros, salió a hora de Vísperas de su tienda acompañado de todos los Grandes, y Señores así Eclesiásticos, como Seculares, que le asistían en la guerra, y dentro de un breve tiempo se levantó un torbellino no lejos de donde estaba, y fue tan grande, y recio, que abrió en la tierra una sima de más de diez brazas hasta el suelo, levantando el polvo, y la arena como una espesísima nube, y caminando con el viento hacia donde el Rey estaba, arrebató dos Obispos que estaban a su lado el uno de Jaén, y el otro de Liberia, y al Rey capirote que tenía sobre su cabeza. Y mirándolo todos los que presentes estaban con igual admiración, pavor y sentimiento, vieron a los Obispos que los subían en aquella nube de tierra hacia el Cielo, esperando el suceso, si caían, o desaparecían, hasta que pasada media hora en que aquel torbellino anduvo discurriendo por lo alto, bajó hacia la tierra, y restituyó en ella a los dos Obispos, en el mismo lugar de donde loas había tomado, pero tan diferentes, que con dificultad podían ser conocidos de los que antes los trataban, y servían, por cuanto los dejó desnudos con solos paños menores, rapadas las cabezas, consumidas las mejillas, acardenaladas las carnes, heridos, y arañados los cuerpos por todas partes, como si los hubieran revolcado por zarzas, y erizos, sin sentido, ni aliento, y al parecer difuntos. Llegáronse a ellos los Grandes del Reino, y echáronles sus capas encima para cubrir decentemente su desnudez; y dudando si estaban vivos, o muertos hicieron varias experiencias, y hallándolos aun con calor, y con alguna respiración vieron que estaban vivos, y los llevaron a la tienda, y cama del Rey, y les hicieron allí algunos medicamentos para que volviesen en su acuerdo: al fin al cabo de una hora volvieron en sí, y el Rey les preguntó el suceso, y que le dijesen todo lo que les había pasado: y la causa de aquella novedad tan peregrina, y torbellino que todos habían visto. Tomó la mano en primer lugar el Obispo de Jaén, que era Confesor del Rey, y respondió las palabras siguientes, trasladadas de la misma historia en aquel estilo antiguo, para mayor autoridad, y crédito de la verdad, como en ella se contiene.

Señor, sabed por cierto, que Dios N. Señor dio lugar al diablo para que solo por media hora hubiese poder sobre mí para me hacer mal, empero que no me matase, y esto todo fue, porque yo no di la penitencia de tus pecados tal cual estaba en razón de te dar, ni te hablé, en la confesión por aquella manera que debía: ca yo no te extrañaba el mal, ni te demandaba más de lo que tu me querías decir, y yo de cierto sabía que algunas cosas dejabas de decir, que no decías, y me negabas a las vegadas cargos de algunos que te servían, que dellos no curavas de los facer bien, y yo no extrañaba las grandes fianzas que facías en algunos hombres, que no curaban sino de su provecho, y por ellos los tuyos eran destruidos, y yo sabíalo bien, y no te lo mandé proveer por cargo de penitencia. Y por estas razones, yo pasé en esta media hora tanta pena, y tanto mal, cual nunca yo creo que hombres deste mundo pudiesen dar a cosa viva, y no me maravillo de otra cosa, sino de cómo he poder para decir esto que digo. Y para ojo señor, como por tan poca cosa como yo me pensaba que esto era, cuanto de mal sufrí: que debe esperar el que más carga desta sabe bien tiene acuestas.

Esto dijo el Obispo de Jaén, y después el de Liberia, preguntado así mismo del Rey; dijo, que por tres causas había permitido Dios Nuestro Señor al demonio que le atormentase en aquel tiempo, y que si no fuera por los gloriosísimos Apóstoles San Pedro, y San Pablo, que rogaron, y intercedieron por él, fuera condenado en cuerpo, y alma al infierno, mas que por su intercesión, y medio le había Dios N. Señor concedido quince horas de vida para hacer penitencia de sus pecados: las causas fueron. La primera, porque gastaba mucho en vestidos superfluos, ricos, y costosos, y sobrado curiosos, dejando a sus criados, y a los pobres desnudos. La segunda, porque se daba a convites, y ponía grande cuidado en que su mesa fuese esplendida, abundante, y de manjares, y bebidas exquisitas, delicadas, y preciosas. La tercera, por la mucha mano que daba a un criado en recoger su hacienda, y en cobrar sus rentas, y guardarlas con avaricia, y codicia demasiada, no dando limosna, ni haciendo bien a los pobres; y luego al punto delante del Rey mandó llamar al dicho criado, y empezó a repartir a huérfanos, y pobres sus riquezas. De lo cual como el criado tuviese grande sentimiento, y viendo que su amo se moría, negó con juramento la mitad de la hacienda, afirmando, que no podía, ni tenía la mitad de lo que le daba, y Dios nuestro Señor luego de repente le arrojó un rayo del Cielo, que le hizo polvos en presencia de todos, y del Rey, que tuvo gran sentimiento, y temor, y empezó a llorar sus pecados, y a temer su castigo, y la ruina que le amenazaba. A los Obispos llevaron a sus tiendas, y murieron el día siguiente con grandes muestras de verdadero dolor, y arrepentimiento de sus pecados.

Estos tres castigos me ha parecido poner aquí, para que los Confesores abran los ojos, y cumplan con las obligaciones de su oficio, que ya que Dios les ha dado las llaves de las puertas del Cielo para abrirlas a los que vienen a sus pies arrepentidos, no sea que las cierren más. Queja es de Dios Thr. 2. Et non aperiebant iniquitatem tuam, ut te ad poenitentiam provocarente. El Confesor ha de desligrar, y desmarañar la conciencia del penitente, y más cuando éste es ignorante, que ha menester quien le guíe, y ayude moviéndole al dolor, y arrepentimiento verdadero de sus culpas, y a la enmienda de de su vida con palabras fervorosas, con razones vivas, sacadas de la mucha oración, y trato con Dios, y mucho más con su buen ejemplo, y con la compostura de sus costumbres. Que sería mal negocio que hubiese Confesores como el agua del Bautismo, que limpia a la criatura del pecado original, y ella se va al cieno de la piscina, o como los Carpinteros que ayudaron a Noé a fabricar el Arca para que se salvasen otros, y ellos se quedaron sumidos, y anegados en las aguas del diluvio, como advirtió Santo Tomás: o como la estrella de los Magos, que guió los Reyes para que adorasen al Niño Dios, y ella se quedó sin adorarle, y conocerle.

(Undécima impresión, versión 231: 111-119.)

 
Capítulo XV. Muchas recaídas en un mismo pecado señales son que el propósito de la confesión no es verdadero.
 

¡Que temerosa esa sentencia de Cristo! Siempre que la consideró, me tiemblan las carnes: Nemo (dice Luc. 9.) mittens manum suam ad aratrum, & respiciens retro, aptus est Regno Dei. ¿Qué cosa es tomar el arado, sino confesarse? Porque la contrición a fuer de arado, rompe la dureza del corazón; lo ablanda, y dispone para la semilla de la gracia pues dice Cristo, que el que vuelve otra vez al pecado, no es a propósito para el Cielo, porque si muchas veces reincide señal es, que el arrepentimiento, dolor, y propósito no es verdadero.

Esta dificultad en la salvación destos tales declaró el Profeta Jeremías con aquellas palabras: Si mutare potest AEtiops pellem suam aut Pardus varietates suas? Tiene el Leopardo la piel remendada, que parece escaques de ajedrez, y son significados los reincidentes que pecan, y se levantan, y vuelven a caer en el mismo pecado, ya negros, ya blancos. ¿Pues quién podrá (dice Jeremías) quitar al Leopardo sus remiendos, y al reincidente sus recaídas? Yo lo diré, dice el Profeta: quién podrá al negro de Guinea hacerle blanco. El adagio Latino para declarar, que es una cosa imposible dice: AEtiopem de albare, volverse blanco el Etíope; y como eso es imposible naturalmente, así lo es, que el relapso deje sus recaídas, y que se convierta del todo a Dios.

Destos se queja Dios, por Ezequiel, cap. 8, cuando dice, que le llevaron al Templo de Jerusalén donde había un Ídolo, que San Jerónimo dice, que era Baal, o Belcebut, que quiere decir: Deus musca: Dios mosca. Pues qué, ¿una mosca irrita tanto a Dios? ¡A que es importunito animal! ¿Pues hay más que ojearla? Es que luego vuelve una, y otra vez: anima enfadoso sobre manera, que le irrita a Dios, y parece que le apura la paciencia. Que se quejara Dios de las abejas por su picante aguijón, con que clavan a quien pican, no me espantara; ¿pero de una mosca, que apenas hace mal? Que se me da a mí, que la abeja si lastima, es sola una vez, pero la mosca, vuelve una, y muchas veces a apurarnos.

Hay pecadores como abejas que pican con su aguijón al mismo Dios, y le ofenden una vez no más, y cuando Dios les llama lloran su culpa, y nunca más vuelven a ofenderle: otros hay como moscas, que pecan una vez, y arrepentidos se apartan, y luego vuelven otra vez; Dios, a ojearlos, y ellos vuelven; moscas malditas que apuran la paciencia de Dios: Ad provocandam emulationem. Y siente Dios mucho más un pecado cometido después de la confesión, que muchos cometidos antes della; esto se ve en la mujer de Lot: Sale con su marido de entre los Sodomitas, y yendo su camino, vuelve la desdichada la cabeza hacia Sodoma, quédase allí hecha estatua de sal convertida en piedra: Versa est in statuam salis. Gen. 19. ¡Qué es esto! Dice San Cirilo Alejandrino, cuando esta mujer habitaba de asiento en Sodoma, come con ellos, trata, y se acompaña con los nefandos Sodomitas: cuando se entretiene en la Ciudad, y la mira, y remira, no se embravece Dios, ni la castiga, y ahora por solo que vuelve la cabeza para mirar al lugar que dejaba, le quita la vida, y la convierte en piedra, y estatua de sal. ¡Oh si esta sal sirviese para sazonar a muchos pecadores relapsos para preservarles de la corrupción del pecado, de los gusanos de conciencia! Dice el Santo: Antes de confesarse estabas en medio de Sodoma, sufríate Dios: después que has salido con una buena confesión, guárdate no vuelvas la cabeza, no tornes al fuego de que Dios te sacó, repitiendo del monte a Sodoma, de la confesión al pecado, de Dios al demonio, que un día cuando menos lo pienses, te quedarás muerto con alguna muerte súbita, o tan arrebatada, que no tengas lugar para confesarte, sino que como piedra darás en el profundo.

Dice San Agustin destos que caen, y se levanten, y vuelven a repetir los mismos pecados, que cuando se confiesan: Non rumpunt, sed interrumpunt peccata. Interrumpen la obra, no para nunca más volver con el firme propósito, sino para después proseguirla. Declárase esto lindamente con una comparación manual. Estáis un día de mercado en una plaza toda llena de gente, cual murmurando, cual vendiendo, cual comprando, y otros trampeando tocan a alzar a Dios, y en un instante veréis que paran todos, y se arrodillan, y dan golpes en los pechos. Acaban de alzar a Dios, y alzanse todos con el mismo estruendo que antes, y cada uno vuelve a su ocupación, y tarea, porque no deja este la murmuración, ni aquel la venta, ni el otro la trampa, solo interrumpieron. Así hay muchos, cual en su mala costumbre de murmurar, y quitar la honra ajena, el otro en jurar, aquel en su mala amistad; sienten la Cuaresma, y Jubileo, vaya, vámonos a confesar, que es tiempo Santo, danse golpes en los pechos; pero pasa la Cuaresma, y Jubileo, viene la Pascua, y vuelve cada uno a su pecado, y mala costumbre. ¿No veis que tocaron a alzar, y que el confesarse no fue con propósito verdadero de la enmienda sino interrumpir los pecados para después volver a ellos?

Que al propósito desto dice Tertuliano en el libro que hace de Penitencia, que los que habiendo hecho penitencia de sus pecados, y apartándose del demonio, y arrimándose a Cristo, si otra vez vuelven al pecado, que faciunt poenitentiam poenitentiae, hacen penitencia de la penitencia que hicieron: se arrepienten de haberse arrepentido de sus pecados, y parece que dicen con las obras: Yo he probado los dos amos, a Dios, y Belial; a Cristo, y al demonio, y me hallo mejor con el demonio. ¿Qué mayor blasfemia que esta? ¿Qué más hicieron los que clamaron el Viernes Santo: Muera Cristo y viva Barrabás?

(Undécima impresión, versión 231: 119-123.)

 
Capítulo XVI. Confírmase lo dicho con una historia muy peregrina.
 

Oigamos ahora un caso sucedido en nuestros tiempos, y lo escribió el mismo Padre de la Compañía por cuyas manos pasó. Un Mercader Sevillano, para aumentar su caudal pasó a Indias; embarcose juntamente con su manceba. Al cabo de algunos días de feliz viaje, les sobrevino una tempestad: arrojaron al agua las mercadurías, pidiendo todos confesión, y misericordia, y más que todos los dos amigos proponiendo la enmienda de nunca más volver al pecado; plegue a Dios no sean propósitos de alforja como dijimos, que duran mientras dura pasar el charco. Al fin pasose la tempestad, templose el mar, serenose el Cielo, y aportaron a Manila, fin de su derrota, pero prosiguieron en su pecado como de antes.

Al cabo de algún tiempo ofreciósele al Mercader haberse de embarcar para poner en cobro su hacienda, llevose también consigo el amiga; hiziéronse a la vela; y pasados algunos días escureciose el Cielo, embraveciose la mar, soplaron vientos encontrados, crecieron las olas, granizaba el Cielo piedras, llovían rayos, cerrose la noche, y las esperanzas del remedio a todos los navegantes. Estrellose la nave en un peñasco con tal fuerza, que se hizo piezas, anegándose casi todos. Andaba el Mercader fluctuando entre las olas, encontró con una tabla del navío, asiose della; y la mujer que andaba en los mismos peligros, dio en la misma tabla, y asiose del otro lado, desta manera iban entreteniendo la muerte; conociéronse, maldecían su mala vida. ¡Oh mal hayan los gustos! Mal haya el deleite que tan amargo dejo tiene, oh Dios Omnipotente apiádate destos pecadores, que si deste lance salimos, muy diferente vida será la nuestra. Pasó la noche, vino el día, sosegose el mar, y ellos se hallaron cerca de la orilla con unos rostros de difuntos, como gente que se había visto en la garganta de la muerte, y del infierno. Reparáronse como mejor pudieron y fuéronse por tierra a Manila.

¿Quién creyera que este hombre no se había de entrar Cartujo, y que la mujer no se había retirar a unas soledades de Marsella a llorar sus pecados como otra Magdalena? Nada desto hicieron, sino que volvieron a su mala vida, como si tal no hubiera sucedido: Diole Dios en breve, al Mercader una enfermedad de muerte, vino el Médico, díjole, señor malo estáis, tratad de confesaros, y disponed vuestras cosas. ¿Ay de mí (dijo el enfermo) para qué me tengo de confesar? Ya estoy condenado, no hay para mí remedio, ni misericordia. Espantáronse los presentes, acudieron al Colegio de la Compañía de Jesús por un Confesor: entró en el aposento; y díjole el enfermo, para qué se cansa Padre, que ya no hay remedio para mí, yo estoy condenado: Pues señor (dijo el Padre) ¿en qué se fundan esas palabras de tanta desconfianza? Respondió el enfermo: En mis enormes pecados, porque ha de saber; y contole todo el discurso de su vida como aquí queda referido, y concluyó diciendo: Mire Padre si merezco mil infiernos. Y dígame señor (dijo el Padre) ¿de toda esa mala vida no le pesa? ¿No quisiera no haber cometido esos pecados? Cómo si quisiera, (dijo el enfermo) no quisiera haber nacido, y quisiera mil veces haber muerto antes que haber ofendido a Dios. Pues deme esa mano, que de parte de Dios le ofrezco su misericordia, y perdón, y salvación. ¿Que me puedo salvar? No solo puede, sino que se ha de salvar. Pues mi alma pongo en sus manos. El Padre le dispuso, y dijo: Lo primero de todo, salga de casa esa mujer. Que salga (dijo el enfermo) nunca yo la hubiera conocido. Salió, confesó con mucho dolor sus pecados, quedó muy consolado: no acababa de alabar los Padres de la Compañía. Vino el Médico después, y como estaba con la quietud interior, la mejoría del alma se comunicó también al cuerpo, hallole mucho mejor, y fuera de peligro por entonces.

Dábanle mil parabienes los amigos: Milagrosa salud decían todos. ¿Así que estoy mejor? Decía el enfermo. ¿Que estoy fuera de peligro? Sobrada priesa me dieron en confesar, y a echar de casa aquella pobrecita sin amparo, ola, llamad a fulana, que se llegue hasta aquí. Vino la amiga con grandes quejas de que así la hubiesen echado de casa. Qué queréis (dijo el enfermo) que aquel Padre estuvo impertinente, harto lo sentía yo, pero el Médico ha dicho que estoy fuera de peligro. Lloraba la amiga la enfermedad, y él para acallarla tomola la mano, llegola al rostro, y con el beso dio el alma a Satanás, porque expiró en brazos de la amiga, y llorará el desdichado por una eternidad sus propósitos de alforja, y sus recaídas.

Dijo bien San Basilio: que son estos relapsos como Saúl, a quien David libraba con la consonancia de su arpa del demonio que le poseía, y en lugar de agradecerle: Nisusque est Saul configere David lancea in pariete, como si para solo eso cobrara la salud, para matar, y ofender al que se la había dado. Así el pecador relapso, a quien tenía poseído el demonio por el pecado, Cristo compadeciéndole de nuestros males, tomó el harpa de la Cruz, enclavándole en ella los Judíos, hizo tan regalada música al compás de sus penas, que ahuyentó nuestras culpas, y desterró al demonio de nuestras almas; sanonos con su Pasión, y Sangre, y en pago le alanceamos con repetidos delitos, como si solo hubiéramos cobrado la salud para ofenderle; esto haces cuando vuelves a tu mala costumbre. Mira alma que está bien azotado Cristo, no le azotes más. Mira que está bien abofeteado, no le abofetees más, no le espines más, bien alanceado está, no lo alancees más: ya está bien muerto, no le crucifiques más.

(Undécima impresión, versión 231: 123-128.)

 
Capítulo XVII. La necesidad que hay en algunos de hacer Confesión general.
 

De todo lo dicho se puede inferir, que tales han sido las confesiones de algunos, y la necesidad que hay de repararlas con una confesión general; y es prudente consejo el hacerla, aunque a uno le parezca que siempre que se confesaba en la vida pasada, tenía propósito firme de enmendarse. Y un Autor grave dice, que había oído muchas confesiones generales, y que muchos al principio decían: Esta confesión general que hago, no es por obligación, sino por devoción: porque yo siempre que me confieso tengo propósito firme de enmendarme. Y estos proprios después de haber hecho la confesión genera dicen: No quisiera haber dejado de hacer la confesión general por cuantas cosas tiene el mundo: porque ahora veo que corría gran peligro mi salvación en la hora de la muerte; porque creo, que yo me engañaba a mí mismo diciendo, que tenía propósito firme, y no lo tenía, ni mi alma quedaba perfectamente sana.

Las leyes civiles disponen que cuando un enfermo promete a un Médico cien ducados de cierto achaque, si después de haber curado recae luego, está el Medico obligado en virtud del primer contrato a curarle, porque se presume que no convaleció, ni curó perfectamente quien tan presto recayó. Lo mismo pasa acá en los que se confiesan, y recaen luego, y se vuelven a sus pecados con facilidad; prudentemente se puede presumir de las tales que no curaron perfectamente de las dolencias de su alma, ni que llevaron el propósito firme de nunca mas pecar, pues tan presto, tan fácilmente vuelven a recaer en sus culpas.

Esta confesión general para unos es dañosa, para otros provechosa, y para otros forzosa, y necesaria. Es dañosa a algunas personas que ya han hecho muchas confesiones generales, y cada día la quieren volver a hacer, y no les sirve sino de inquietarse a sí, y molestar al Confesor; a estos tales no les cumple hacerla: conténtense con haber escogido Confesor de ciencia, y conciencia, y quiétense cuando les dice que no hagan confesión general: En otras personas es provechosa, cuando Dios les llama a vida más perfecta, o a mudanza de vida.

Para otros la confesión general es forzosa, y tan necesaria, que si no la hacen no se podrán salvar, sino que se irán al infierno. ¿Quienes son estos? Primeramente cualquiera que calló algún pecado mortal por vergüenza en la confesión, o que pensaba que era pecado mortal, aunque no lo fuese, sino hace confesión desde aquel punto que calló el pecado, se irá al infierno. De suerte, que si ha cuatro, o diez años, o veinte que callas algún pecado mortal por vergüenza, tienes obligación de hacer confesión general de cuatro, o diez años, o de veinte. Y si me decís que ya habéis dicho al Confesor todos los pecados que habéis hecho en este tiempo, y que solo habéis dejado uno por vergüenza, respondo, que por el mismo caso ningún pecado se os ha perdonado en todo este tiempo, y ninguna confesión de las que habéis hecho vale nada; antes cada vez que os confesabais hacíais un pecado mortal que se llama sacrilegio.

Dirá alguno, yo tengo un pecado que ha treinta años que lo cometí, y nunca he tenido cara para decirlo de vergüenza: Pregunto: ¿Sabías que era pecado mortal? Sí Padre: ¿Te acordabas del pecado cuando ibas a confesarte? Sí Padre, no me olvidaba, que muy en la memoria lo tenía, mas la vergüenza me tapaba la boca para que no lo dijese. Si así es, tienes obligación de hacer confesión de treinta años.

Diráme otro: Si efto es así, yo habré de hacer confesión general desde niño, y esto ya ha cincuenta años, o sesenta. Pregunto: ¿Por qué? Porque siendo niño me dejé algunos pecados, y muchas veces me he acordado, y nunca he confesado. ¿Qué años tenías cuando cometías esos pecados? Tenía cosa de siete, u ocho años, algo más, o menos. ¿Pues por qué no los confesaste? Pareciéndome que era niño; y que no era capaz de pecado. Decidme, ¿cuando hacíais esos pecados os escondíais? Si Padre, bien me acuerdo que me guardaba de mi Padre, o de mi Maestro, que no me viesen. Pues dígoos que ya pecabais; y que esta es la regla que dan los Doctores para conocer si el niño es capaz de pecar, si se esconde para hacer el mal: Cum pudet malis facta. Y a más desto pregunto. Cuando ibais a confesaros, ¿por qué no preguntábais al Confesor si eso era pecado?; Padre tenía vergüenza de preguntarlo. Pues dígoos que sin duda alguna tenéis obligación de hacer confesión general de toda vuestra vida.

Demás desto cualquiera persona que se confesó, y conoció que no tenía propósito firme de enmendarse, este tal no ha hecho buena confesión, y tiene obligación de hacer confesión general desde aquel punto. Responderá alguno: Ay de mí si eso es así, que yo cuando era mozo me condesaba, y no tenía propósito de enmendarme, porque claramente sabía que tenía intención de volver a una mala amistad, que era la ocasión de mi pecado. Por eso será muy importante, y aún necesario, que estos tales hagan confesión general. Ultra destos dos casos, y otros en que la confesión es mala, hay obligación de volverla a hacer, como se dijo en la primera parte deste tratado en el cap. I.

Paréceme que oigo alguno que me dice: Yo por la misericordia de Dios nunca he callado pecado por vergüenza, y también me parece que tenía propósito firme de enmendarme; confesión general nunca he hecho; ¿qué me aconseja? Digo hermano mío, que mi consejo es, que los que nunca han hecho confesión general la hagan una vez. Las causas porque aconsejamos a todos que hagan una confesión general, iremos proponiendo en los capítulos siguientes.

(Undécima impresión, versión 231: 128-132.)

 
Capítulo XVIII. Propónense algunas razones que persuaden la confesión general.
 

Sea la primera, porque en la hora de la muerte todos la quieren hacer, justos, y pecadores. Primeramente, los cuerdos, y prudentes, y santos, la suelen hacer en la hora de la muerte, como lo experimentamos los Confesores, cuando ayudamos a bien morir. Cada día vemos morir muchos buenos, y doctos Religiosos de mucha virtud, y letras en la Compañía, y fuera della, y todos en aquella hora quieren hacer confesión general. A mas desto, cuando entramos en la Religión, todos hacemos confesión general de toda la vida; y si son Sacerdotes los que entran en la Compañía en aquellos tres, o cuatro días que se aparejan para hacerla, no dicen Misa, y después cada año hacemos confesión general desde la última; y lo que digo de mi Religión, deben de hacer todos.

En la vida del Venerable Patriarca de Antioquia, Arzobispo de Valencia Don Juan de Rivera se escribe, que en su vida hizo seis confesiones generales. Y de la Reina Isabel de Borbón, aconsejada de hombres de muchas letras, y virtud, se dice lo proprio. Pues si los Santos, y Letrados, y bien aconsejados hacen confesión general, ¿tú por qué no la harás?

De Dios dice la Escritura, que cuando crió la luz, vio que era buena: crió la tierra, y el mar, vio que todo era bueno: crió los árboles, y plantas, y vio que eran buenos, y después de haberlo criado todo, dio una vuelta por todas las criaturas: Et vidit cuncta quæ fecerat, & erant valde bona. Deseo yo que hagas lo proprio, y a más de las confesiones particulares que has pecho, des una vista general, y hallarás muchos pecados, y podrás decir: Vidi cunctæ qua feceram, & erant valde mala. Si Dios da segunda vista a sus obras siendo tan perfectas, ¿por qué tú no darás a tus obras, siendo abominables, y llenas de pecados?

Y no solo los buenos, sino los malos, y pecadores vemos que lo hacen así cuando ven que se mueren. Entrando un Padre de la Compañía a visitar los presos, halló uno que estaba con una argolla al cuello, el cual llamó al Padre, y dijo: Mañana me han de ahorcar, ahora todos los pecados han de salir. Preguntole al Padre: ¿Quién te ha enseñado eso? Y respondió afligido: Ha Padre, ¿qué he de faltar deste mundo al otro, y si yerro el salto qué será de mí? Conviene para saltar mejor tomar el falto de más atrás. Esto decía un hombre ladrón, y homicida. Así que buenos, y malos, en la hora de la muerte suelen desear hacer confesión general.

Sea la segunda, que no sabes si tendrás tiempo; muchos mueren de repente; a otros los engañan sus amigos, cuando están enfermos, y les dicen que no es nada la enfermedad por no espantarlos, hasta que no pudiendo disimular mas les dicen, que se mueren, cuando no tiene tiempo, ni fuerzas para confesarse generalmente.

En confirmación desto sucedió a un gran Misionero de la Compañía en esta Provincia de Aragón, que vino un Caballero del Palacio del Rey y le dijo que se quería confesar generalmente. Preguntole el Padre, que le había movido. Respondió: Yo no me he de morir; aunque yo no piense en la muerte, ella me viene siguiendo, y sin falta me alcanzará, en la hora de mi muerte, mi mujer llorará en su rincón, los hijos en otro, los parientes andarán porque les deje algo, yo con mal de cabeza, mal de estómago, sin poder comer, sin poder dormir, todo será sed, horror de la sepultura, congojas de la muerte: si hay deudas me darán cuidado, y en medio de todo esto venga la confesión general, que es lo que a mí más me importa, que es lo que yo me he de llevar deste mundo, que mi hacienda poca, o mucha aquí se quedará, y por ventura la heredará quien de mi no se acuerde, y quien la gaste muy mal. Esto dijo este cuerdo Caballero, e hizo su confesión general.

La tercera razón es, que por la confesión general se gana temor de Dios, que es un tesoro inestimable, y principio del bien vivir; esto le declara con este símil: Un caminante pierde el camino, viene la noche, y el frío; no sabe qué hacerse, mira por todas partes, finalmente halla una cueva que la tiene por gran ventura, y la toma por posada, entra, y tendido en aquel suelo duerme hasta que el Sol le da en los ojos, y le despierta. Mira, y ve cerca de sí una gran culebra enroscada verdinegra, y no lejos de esa otra, y sapos, y escorpiones, y otras venenosas sabandijas, cuyos nombres no sabe, y cuyas malas figuras teme. Queda grandemente espantado; y deteniendo el aliento, y pisando con tiento, sale de la cueva, y sube a un árbol a ver que paraje es aquel, y ve venir dos osos, o lobos de caza nocturna: pasmado de ver el peligro en que ha estado dice: De mi a la muerte, no ha habido un canto de real, doy gracias a Dios infinitas, yo miraré de aquí adelante como no pierda el camino, he dormido entre venenos, he sido compañero de dragones, conviéneme mirar como camino.

Esto acontece en nuestro caso; caminabas al Cielo y pecaste; perdiste el camino, entraste en la cueva de Satanás, ahí has dormido en tu pecado, hasta que el Sol de la inspiración de Dios te ha dado en los ojos, y has visto los peligros entre que has dormido, dices: Socius fui draconum, yo he vivido entre dragones: Paulo minus habitasset in inferno anima mea, de mí al infierno no había un canto de real, yo moriré como viva en adelante, y como no pierda el camino de la Ley de Dios.

(Undécima impresión, versión 231: 132-136.)

 
Capítulo XIX. Prosíguense otras razones para el mismo intento.
 

Aprovecha en cuarto lugar la confesión general para alcanzar humildad, que es importantísima para el camino de la virtud, y salvación. Esto lo explicaremos bien con una comparación. Entra un cazador a cazar en un bosque, mata un conejo, o una paloma torcaz, y apenas halla otra cosa: pero acontece que a aquel bosque espeso le pegan fuego por cuatro partes, porque es nido de ladrones, y bandoleros: estásele mirando el cazador, sube la llama, crece el incendio, y se apodera del bosque. Retírase la gente por el grande fuego: ya se abrasa todo el monte, y el cazador ve que por allí salen jabalís huyendo, gamos, y corzos, y por otra parte lobos, y zorras, y que vuelan por los aires buitres, búhos, y quebranta huesos, y queda espantado, y dice: Nunca creí que había tantas fieras, y tanta caza gruesa en este bosque. Es que iba con sola una escopeta, pero ahora que entra en el fuego por todas cuatro partes, se ha manifestado todo lo que encerraba el bosque.

Esto proprio acontece en la confesión general, que es, sicut ignis, qui comburit sylvam, & sicut flamma comburens montes. Cuando hacías confesiones particulares, haz cuenta que entrabas a cazar en el bosque con sola una boca de fuego: pero con la confesión general, revelantur condensa, descúbrense todas las fieras de los pecados que estaban escondidos, y hallas en tí lo que no pensabas, tanta fiera salvajina, jabalís, osos, lobos, leones, buitres de pecados de soberbia, y ambición de torpezas, y deshonestidades: de injusticias contra la hacienda, y fama de tu próximo; pecados de gula, y glotonería.

Este conocimiento proprio, y humildad hace a uno que se conozca por merecedor de cualquier castigo; y así a mí me consta de uno, que después que escribió la confesión general tuvo tan grande asco de sí mismo, y tomó tan grande enojo contra su carne, que cerrándose en una sala él proprio se dio ducientos azotes a sí mismo, y leyendo los pecados que había hecho contra el primer Mandamiento, decía a sus solas: Esta es la justicia que manda Dios hacer contra fulano (nombrándose a sí mismo) por estos pecados, y se daba una recia ruciada de azotes; y luego leía los pecados contra el segundo Mandamiento, y hacía otro tanto, y así de los demás. Así que se saca humildad, y conocimiento de lo que tiene uno merecido.

La quinta razón que nos debe mover a hacer confesión general, es la victoria que por ella, se alcanza del demonio. A este propósito cuenta Cesáreo la historia siguiente lib. 3, c. 13. Hubo en la Ciudad de Bona un Cura de almas que vivió amancebado mucho tiempo con una mujer llamada Alheide, y por justo castigo de Dios él mismo se ahorcó en su propria casa. Viole así colgado la mujer, y causole tanto terror una muerte tan horrible, que dejando el mundo se hizo Religiosa, revolviendo consigo misma, diciendo: Ya este malaventurado hombre ha dado cuenta a Dios, ya se ha hablado de mí delante el Tribunal de Cristo, ya está éste en el infierno: tú Alheide guárdate no vayas allá a hacerle compañía en lo penas como lo fuiste en el pecar. Comenzó en el Convento a hacer nueva vida, pero perseguíale el demonio de muchas maneras. Un día estaba Alheide asomada a una ventana que caía a un patio del Convento, y había un pozo en él, el demonio se puso sobre el brocal, y le echó las garras a la garganta, y ella se retiró, y cayó de espaldas medio desmayada. Acudieron al ruido, y voces, lleváronla a su celda, y la pusieron sobre la cama: ya que volvió en sí, estando sola se le apareció otra vez el demonio, diciéndole con palabras blandas que dejase aquella vida tan áspera, donde todo era ayuno, pobreza y mortificación, que no servía todo sino de quitarle muchos años de vida; que se volviese al siglo, que él le ofrecía darle marido rico; noble, y bien acondicionado, con que pasaría lo que le quedaba de vida alegremente, gozando de las delicias, y regalos que Dios ha criado para el hombre. Respondióle Alheide. No tengo otro dolor sino el haberte seguido tanto tiempo; apártate lejos de mí, que con la gracia de mi Sr. Jesucristo nunca más seré esclava tuya, ni creeré en tus embustes. Entonces el demonio haciendo como que se limpiaba las narices, arrojó los excrementos dellas con tal furia a la pared, que resultó en la ropa de Alheide, con que desapareció el demonio, y lo que cayó en la ropa parecía como una pez negrísima, y de tan pestilencial olor, que no había quien sufrirlo pudiese.

Proseguía el demonio noche, y día en afligir a Alheide de muchas maneras: algunas de las Monjas la decían, que le arrojase agua bendita, otras que hiciese la señal de la Cruz, probolo todo, y aunque huía el demonio, pero luego volvía. Otra Religiosa de las más ancianas le persuadió, que cuando se le acercase el espíritu malo, que le dijese en alta voz el Ave María. Hízolo Alheide, y como si le arrojara una saeta huyó, sin atreverse en adelante a llegarse a ella, y al huír le dijo el demonio: Mal fuego en la boca venga de aquella que te aconsejó tal. Y en adelante armada con el Ave María, aunque veía al demonio, y le oía que le hablaba, pero ni le temía, ni le causaba el horror que antes.

Cierto día confiríendose esto con un varón espiritual, le persuadió a que hiciese una confesión general de toda su vida con verdadero dolor, y arrepentimiento, y creedme, que con esto cesará del todo el demonio de haceros guerra. Hízolo así Alheide, y al tiempo que iba a confesarse se le hizo el demonio encontradizo, y le dijo: Alheide, quo vadis? ¿Adónde vas Alheide? Y ella respondió: Vado confundere me, & confundere te. Voy a confundirme a mí, y a confundirte a tí. Y ayudada de la gracia de Dios confesó todos sus pecados sin dejar alguno, con esto el demonio huyó para siempre, y gozó de gran paz su alma, y se cumplió en ella lo que dijo Cristo a la Magdalena: Vade in pace.

Sea la ultima razón, que el que hace confesión general, puede confiar que tiene propósito firme de la enmienda, que es un grandísimo consuelo. Esto se declara bien con esta comparación, y un caso que verdaderamente ha sucedido. En una Ciudad de España había un hombre que tenia mucho dinero, y tenía un hijo gran jugador, y jugaba, no a dinero visto, sino por cédulas; malo es ser jugador, pero peor por cédulas, porque no se mira lo que se pierde, ni duele tanto. Su padre le quería demasiadamente, y cuando le venían con la cédula de los docientos, o trecientos ducados la pagaba. Un día se jugó el mozo doce mil ducados cuando el padre vio cédulas de doce mil ducados de juego, considerando el notable desperdicio dijo: ¿Mi hijo se ha jugado doce mil ducados, y cuando los sabrá ganar? Ni contarlos sabrá, no los quiero pagar, sino que él los venga a contar. Dijéronselo al hijo, vino, y díjole a su padre, que le iba la reputación en pagar lo que había jugado, y que él venía a contar el dinero. Sacó el padre veinte y cuatro sacos de a quinientos ducados cada uno, vaciolos todos, e hízose un montón. Cuando el mozo vio tanto tanto dinero perdido quedó espantado, y dijo: ¿Todo esto he jugado yo? Respondió el padre sí, ¿y qué hacienda ha de bastar? Presto iremos al Hospital. Entonces respondió el hijo aquí se acabó el naipe para mí, ni mirar, ni tocar de hoy más esta peste; el que me convidare a jugar le tendré por mi enemigo. No jugó más, enmendose, más vale tarde que nunca.

Esto proprio acontece al que hace una confesión general: cuenta cuantos pecados ha hecho en cada mandamiento, y hace un montón de todos ellos: y dice: Yo me he jugado el Cielo, la vista de la Sma. Trinidad, la vista de la V. María, la compañía de los Ángeles, la gloria de mi alma, y sus potencias, la gloria de mi cuerpo, y sentidos, y me he echado acuestas un censo de fuego eterno en el infierno, inmensos tormentos con la compañía de los demonios: ¿Dónde tenía yo el entendimiento? No más Señor, no más ofenderos, aquí se acabó el ofender a Dios con su gracia: con que queda el alma, hecha la confesión, como diciendo; Lavi pedes meos, quo modo coinquinabo illos? He trabajado por lavarme, y limpiarme del todo, quiero conservarme así.

(Undécima impresión, versión 231: 137-143.)

 
Capítulo último. Recopílanse los provechos que se siguen de la Confesión general.
 

El primer provecho es, que la Confesión general es un reparo de todas las faltas de las demás confesiones de toda la vida. Con el examen de la confesión general reparareis la falta de examen de las otras. Con la entereza desta, lo que callasteis en las otras, con el dolor, y contrición desta la insuficiencia de las otras. Con la penitencia, y satisfación desta, las penitencias no cumplidas, o mal cumplidas de las otras. El segundo provecho es la profundísima humildad haciendo un acto heroico della, presentándoos a los pies del Confesor, como un perro muerto, un muladar asqueroso, y un abismo de maldades, con que os dará Dios gracia copiosísima para perseverar en el bien. El tercero un ardentísimo amor de Dios, viendo por una parte tantas ofensas, y por otra tanta bondad de Dios en sufriros, y esperaros, y no haberos entregado a la furia de los demonios; y así podréis cantar con David: Nisi quia Dominus adjuvit me, paulo minus habitasset in inferno anima mea. El cuarto, gran paciencia en los trabajos, viendo que tenéis tan merecidas las penas del infierno, en cuyo cotejo son todas las desta vida muy ligeras, como el que estaba condenado a la horca recibe con hacimiento de gracias el destierro de año. El quinto grande ánimo para la mortificación de las pasiones, y extirpación de los vicios, y maceración de la carne, que son las raíces de la primera perdición. El sexto, renovación de vida, y mudanza perfecta, como el sabio Médico, que da un modo de portarse al convaleciente para preservarse de enfermedades, así el Confesor receta medios conformes al estado de cada uno, con que se conserva en gracia, como son frecuencia de Sacramentos, devoción a María Santísima apartarse de ocasiones, &c. El séptimo es, quietud de conciencia, gran paz, y gozo del alma, en vida, y muerte sin escrúpulos. De San Eligio, o San Eloy Platero, cuenta Surio en su vida que hizo una confesión general con muchas lágrimas, y hecha se puso a orar delante un altar, y oyó una voz que dijo: Perdonados son tus pecados: y sintió que cayó sobre su cabeza una gota como de bálsamo suavísimo, y quedó lleno de una dulzura, y suavidad del Cielo.

De aquí se sigue el último provecho, que es el poder sobre todos los demonios, y victoria de todos ellos, como se cuenta del otro mancebo en la vida de San Basilio Magno (Sur, in eius vita) el cual ardiendo en amores de una doncella, y no queriendo ella consentir, se fue a un hechicero para que le diese remedio para su mal. El demonio (llamado del hechicero) acudió luego, y prometiole el cumplimiento de su deseo, con tal que le diese una cédula firmada con su sangre, en que le hacía entrega de su alma. Hízole el desventurado mozo, y al otro día el demonio comenzó a abrasar en fuego de concupiscencia a la doncella, la cual como fuera de sí dijo a voces a su padre que si no la casaba con aquel mozo se mataría. Casáronla. De allí a pocos días acusábale al mozo su conciencia y desesperado, ni iba a la Iglesia, ni hacía obra de Cristiano. Advirtiolo la mujer (que era buena Cristiana) y con su oportunación supo del lo que pasaba, y afligida fuese a San Basilio, y diole parte del caso: llamó es Santo al mozo y diole esperanzas en la divina misericordia, y animóle a una confesión general de toda su vida. ¡Caso raro el que pasó! Mientras él se examinaba para la confesión, los demonios se le aparecieron, y le mostraban el albarán firmado de su mano; mas él se confesó con mucho dolor de sus pecados. Y San Basilio estando en la Iglesia presente todo el pueblo, hizo que orasen todos, y mandó a los demonios que luego restituyesen la cédula, y todos visiblemente la vieron venir por el aire, con que el mancebo quedó libre de la deuda; y todos dieron gracias a Dios clamando a voces repetidas veces: Domine miserere, Domine miserere, Señor mío, misericordia, Señor mío, misericordia.

Clamemos todos postrados delante de Cristo Crucificado: Domine miserere, y presentemos a los pies de Cristo Nuestro Redentor los albaranes que de nuestras almas tienen los demonios, y supliquémosle que haga con nosotros lo que con los de su Reino hizo el Rey Federico de Aragón que habiendo sido injuriado de sus vasallos, para ganarles la voluntad, y traer a su servicio, y obediencia a los Nobles del bando contrario, sacó por empresa un libro de cuentas con muchas llamas de fuego, que salían entre las hojas, y por mote: Recedant vetera, Perdón general de todo lo pasado; libro nuevo. Nuestro gran Rey de gloria Cristo puesto en la Cruz, borró los albaranes de nuestra condenación, y ahora nos exhorta a que presentemos a sus pies los libros de cuentas de todos nuestros pecados, y con las llamas de fuego de su amor, y de nuestra contrición los quiere quemar, y dice: Recedens vetera. Perdón general lo pasado, y vida nueva en adelante.

Concluyo: La confesión general, o es de obligación, o devoción: si de obligación para revalidar confesiones que sabes fueron mal hechas, la has menester hacer para salvarte; si es de devoción, tantos provechos como has visto los conseguirás con menos dificultad que en una confesión ordinaria, porque el dolor se excita más fácilmente a vista de tantos pecados juntos: y el examen no es de tanto cuidado como el de las confesiones ordinarias: porque no es menester averiguar con tanta exacción las especies, circunstancias, o números y sin pecado se puede dejar lo que el penitente quisiere, como lo haya confesado en otra confesión buena. Y aun en la confesión general de obligación no se requiere tan puntual averiguación de las culpas: por la mayor dificultad de acordarse. Por estas razones, y provechos que habemos visto, confío, que ninguno que los leyere dejara de hacer una confesión general, sino la ha hecho. A los señores Confesores ruego por las entrañas de Cristo N. Señor, y de la Virgen María Señora Nuestra tomen este trabajo por amor de Dios, y aunque no tengan tiempo para oír confesiones generales, animen a los que desto les hablaren, aunque los remitan a otros.

(Undécima impresión, versión 231: 143-147.)

 
Reglas, y modo fácil para hacer, una buena Confesión General, o Particular.
 

1   Deseando agradar a aquel suavísimo, y amantísimo Dios, que quiso fuese suave su yugo, y ligera su carga: se ponen aquí algunas reglas que faciliten, y suavicen cuanto se pueda la medicina importantísima de la confesión; siguiendo opiniones probables bastantes para asegurar la conciencia, y salvación del penitente; cuya noticia es utilísima para impedir los daños que se han experimentado en muchos penitentes, que teniendo grande dificultad, y empacho, en explicar claramente alguna circunstancia, o modo muy indecente del pecado, lo han dejado de explicarlo, y cometiendo con esta persuasión muchos sacrilegios de malas confesiones, y comuniones, que evitarían, si supiesen no hay obligación según opinión probable de confesarse de este modo; sin que por esto haya riesgo alguno de hacer mala confesión, pues es certísimo que cuando guiándose por opinión probable, dejasen, con buena fe de confesar alguna cosa, aunque de suyo es necesario de explicarse, se les perdonará todo en la confesión de los demás pecados, con tal que el dolor, y propósito se extienda a todo lo que fuere ofensa de Dios.

2   Por la brevedad no se citan Autores: basta a los que no han estudiado que crean con buena Fe los hay; y a lo menos les servirá este apuntamiento para buscar salida de sus dificultades, consultando con hombres doctos, que hayan leído los Autores: y si no vean al Eminentísimo Cardenal de Hugo, al Reverendísimo Leandro del SS. Sacramento, al Eruditísimo Diana, y al P. Tamburini en lo que han escrito de Penitencia, donde se hallarán otros Autores, y fundamentos muy bastantes de todo lo que aquí se apunta.

Preparacion para confesarse.

3   Antes de la confesión se ha de preparar el Cristiano, imponiéndose, esto es, haciendo primero delante de Dios, y dentro de sí lo que ha de hacer a los pies del Confesor: como quien se dispone para una lición, o acción que desea le salga bien; que en ninguna viene mejor ese deseo, que en aquella donde depende, o el quedar absuelto de la condenación eterna, si se dispone bien: o incurrir nueva sentencia, y lazo de condenación, si no se dispone como debe. Tres cosas esenciales se han de prevenir para una buena confesión, examen, dolor, y propósito.

Del examen.

4   Acerca del tiempo que se ha de gastar en el exame, o averiguación de las culpas, no se puede dar regla general para todos, solo que es necesario, y bastante, se tome aquel tiempo que a cada uno le parece prudentemente según las circunstancias en que se halla, que podrá dar buena cuenta a su Confesor de las especies, y número de los pecados mortales que ha cometido. Así habrá menester menos tiempo el que ha menos que se confesó, y el que tiene mejor memoria, y expedición, y el que tiene cuidado de examinar su conciencia cada día, y de reparar en lo que hace, y el que es temeroso de Dios, y que si alguna vez cae en cosa grave, le perturba mucho, y trae espinado el corazón, puede prudentemente presumir que le basta media hora de examen para una confesión de ocho días, y lo que en este tiempo no se acordare, no importa mucho; pues si fuere cosa grave, ello latiera al corazón luego, y se pusiera delante para el dolor, y confesión. Y no es menester que crezca a ese paso el tiempo del examen en confesiones de más tiempo, porque cuando el tiempo es muy largo, y muy dificultosa la averiguación, no quiere Dios tan rigurosa puntualidad en las circunstancias, y número, &c.

5   Al que es muy escrupuloso quizá le bastará mucho menos tiempo de examen, a lo menos examen tan prolijo que le cause intolerable molestia no lo ha menester, porque aquel suavísimo Dios, no pide sino un examen prudente, tolerable, y humano, y aunque se quedasen algunos pecados, o circunstancias por no escarbar más con demasiada fatiga, o por no incurrir algún grave daño espiritual, o corporal, se perdonarán todos en la confesión de los demás, con tal, que el dolor se extienda a todos los que hubiere cometido: si bien queda obligación de confesarlos después si se acordare: y generalmente en los escrupulosos la primera aprehensión que hacen de las culpas es la más verdadera, y cuanto más revuelven más se confunden: Pero en cuanto a conocer el penitente si es escrúpulo, y qué reglas ha de seguir, si lo es en el examen, confesión, y demás acciones, póngase en manos de un Padre espiritual, con quien ordinariamente se confiese, y siga con toda puntualidad lo que le dijere, seguro de que aun cuando el Confesor errase en lo que le aconseja; el penitente, cuando no tiene evidencia del yerro, no errará en obedecerle, procediendo con esta buena fe; de que sigue el medio que Dios dejó en su Iglesia para la dirección, y quietud de las conciencias.

6   Lo primero que se ha de examinar es, que tal fue la confesión pasada; si hubo en ella alguna falta especialmente de las que hacen inválida la confesión, que se pusieron arriba en el cap. I de la primera parte y se reducen ordinariamente a tres, falta de integridad, o verdad en cosa grave, falta de dolor, y falta de propósito de la enmienda. Porque si hubo alguna de estas faltas, se ha de acusar de ello, y empezar el examen desde la otra confesión antes, como si no hubiera hecho la tal confesión que fue mala: y si la antecedente fue mala, también ha de tomar el agua de más arriba, hasta que encuentre con alguna confesión de que se satisfaga fue valida. Mas para que tenga esa satisfacción prudente, no ha menester inquirir demasiado, ni buscar total certidumbre, que esa no la puede haber sin revelación divina: basta que tenga fundamento probable (aunque haya algunos escrúpulos, y recelos en lo contrario) de que han sido buenas las confesiones pasadas: tal fundamento es, si le parece desea siempre confesarse bien, y que no se acuerda positivamente haya incurrido en alguna de las dichas faltas, que hacen inválida la confesión. Y estando con esta buena fe, aunque de hecho por alguna causa que no se acuerda, hayan sido inválidas las confesiones antecedentes, sin repetir los pecados que confesó en ellas, se le perdonarán todos en la confesión siguiente, como el dolor se extienda a todo lo que hubiere ofendido a Dios en cualquier tiempo. También conviene advertir, que si la confesión que ahora se acuerda fue mala, ha diez años, v. g. que pasó, y en las confesiones de estos años, no se acuerda hubiese mala fe de la falta de aquella mala confesión por olvido, o otra causa ni le remuerde otra falta, que las hiciese invalidas, no hay obligación de repetir las dichas confesiones, que se hicieron con buena fe; sino que basta acusarse, de que hizo una confesión mala, repetir los pecados que llevaba en aquella confesión, si se acordare, y no los hubiere confesado en otra confesión buena, y si aquella mala confesión la hizo con el mismo Sacerdote con quien ahora se confiesa, y este Sacerdote tiene alguna memoria, aunque confusa de los pecados que le confesó, basta repetirlos con esta generalidad. Acúsome de todo lo que entonces me confesé. Y ordinariamente es buen consejo en estas ocasiones hacer una buena confesión general de todos los diez años, que ha que pasó aquella mala confesión.

7   Lo segundo, examine si ha cumplido las penitencias impuestas; y si no las ha cumplido, y puede ahora, cúmplalas luego: si no puede luego, no por eso dilate la confesión, antes cuando no insta algún tiempo determinado que señalase el Confesor para cumplir la penitencia, ya que el penitente no la ha cumplido, aunque sea por su culpa, es mejor, si ha vuelto a pecar, volverse a confesar primero, o hacer un acto de verdadera contrición, y entonces cumplir las penitencias de una, y otra confesión, con que asegura más el fruto de ellas, cumpliéndolas con más seguridad del estado de gracia. Cuando no se acuerda de la penitencia, que le dieron, o tiene dudas de si cumplió penitencias de confesiones pasadas puede suplirlo con alguna obra en que gane Jubileo, o Indulgencia plenaria; no dejando de hacer lo que reconociere tiene obligación de suyo en orden a satisfacer al prójimo; y evitar pecados, que esto no se puede suplir con Indulgencias.

8   Lo tercero, examine si se halla al presente en alguna ocasión próxima de pecado, y apártela luego, si puede, antes de confesarse, porque el que no quiere de veras dejar la ocasión próxima voluntaria del pecado mortal, no está dispuesto para la absolución. Ocasión próxima voluntaria es, aquella en que rara vez se abstiene uno de pecado exterior, o interior; y puede apartarse de ella sin grave daño de vida, honra, &c. El que no puede apartarse, como el hijo de familias, que no puede disponer buenamente salga de casa la criada de su Padre, si tiene propósito de poner los demás medios, y no volver a pecar, puede ser absuelto, y cuanto está en mayor peligro le convendrá más frecuentar los Sacramentos, y no desmayar, aunque tenga algunas caídas, como se arrepienta, y vuelva a proponer de veras. Y aun cuando duda del propósito, o no se halla con ánimo de dejar totalmente la ocasión voluntaria, conviene alentarse a confesar, declarando al Confesor la duda, o falta del propósito, que con esta buena diligencia de su parte obligará a Dios, que por medio del Confesor le proponga tales razones, y medios, con que se le facilite el propósito, y haga capaz de la absolución; o por lo menos se retire más del pecado.

9   Lo cuarto, ayude a la memoria, especialmente en confesiones largas, dando una ojeada por las ocupaciones, lugares, casas, y compañías que ha tenido en el tiempo de que se confiesa; y por las inclinaciones, y vicios que más le persiguen, y el tiempo en que ha estado en alguna ocasión de pecado continuada, o interrumpida: y hecho esto, ajuste sus pecados por el interrogatorio que se pondrá después de memoria, o por escrito; advirtiendo, que no tiene obligación de escribir los pecados, aunque tema se le han de olvidar algunos; y a veces estorban, y confunden más estas diligencias de escrito, e interrogatorios, y se aviene mejor cada uno apuntando en su memoria lo que buenamente se le ofrece contra cada mandamiento, por cada ocupación, edad, &c. De pensamiento, palabra, y obra.

10   En cuanto al pensamiento conviene advertir, que por malo, y feo que sea, no es pecado, si no es consentido: y pensamiento consentido se entiende, aunque no se ponga por obra, cuando hay deseo en la voluntad de ejecutar cosa mala, o complacencia; de haberla ejecutado, o deleitación de pensar en objeto malo, como quien se está saboreando en él; y esta llaman deleitación morosa, porque se detiene la voluntad en solo el deleite que proviene de pensar en objeto malo, y no pasa al deseo, de conseguir aquel objeto, al modo que el enfermo aún cuando se determina a no vever, gusta de pensar en fuentes, y ríos. Y no es menester para ser pecado, que dure tiempo notable; que aunque no dure sino un momento el deleite, si voluntariamente se admite, es pecado: sin que sea excusa el que luego se pasa: que también se pasa luego un balazo, y deja muerto un hombre, si le pasa el corazón, así el deleite malo, se pasa, y traspasa libremente la voluntad, deja al alma muerta sin la vida de la gracia. Para cuando hay escrúpulos de si se consintió el pensamiento, es ordinariamente buena regla, que si el pensamiento que cuando viene da pena, no hay que tener pena después, porque es señal no se consiente. Ni es bien escarbar mucho en el examen de estos pensamientos; pues basta una moderada averiguación, que no le enrede de nuevo en el deleite del mismo pensamiento; y si se queda aun en duda de sí consintió, basta acusarse que tuvo tal pensamiento v. g. de venganza; y que duda si se deleitó en él: véanse acerca de esto arriba el cap. 13 y 17, de la primera parte.

11   No hay obligación de examinar, como ni de confesar los pecados veniales, pero es bueno examinarlos también para el dolor, y enmienda, y para confesarlos, especialmente cuando no hay pecados mortales, pero aun entonces no es menester decir todos los veniales, ni tener mucha prolijidad en averiguar los números, porque es materia voluntaria, y así puede escoger lo que le causa más confusión, y de que está más seguro tiene verdadero dolor, y propósito.

12   Lo que hay obligación de examinar, y confesar son los pecados mortales nunca confesados, declarando sus especies, y números. Dícese, nunca confesados, porque los que una vez se confesaron en confesión buena no hay obligación de volverlos a confesar, y aunque diga que quiere hacer confesión general, puede dejar de confesar los que quisiere de los bien confesados otra vez.

13   Para que haya pecado mortal de pensamiento, palabra, u obra han de concurrir tres cosas cuando se comete: La primera, advertencia de que es materia grave contra algún precepto; la segunda consentimiento de la voluntad; la tercera, libertad perfecta, no como quien está medio dormido. Y no hay que fatigarse en el examen, sobre si esto es de suyo pecado mortal, o no porque para confesarlo no tiene obligación según lo que de suyo fuere pecado, ni según lo que conoce ahora; sino solamente según lo que conoció al cometerlo, y según la libertad que entonces tuvo, y así sin otras reglas, ni libros, ni Teólogos averiguará mejor cada uno por sí mismo lo que tiene obligación de confesar como pecado grave, averiguado si lo cometió libremente persuadiéndose que era pecado mortal, con esta, o semejante expresión: pecado mortal es cosa que merece el infierno; cosa grave contra la Ley de Dios, o cosa que le pareció muy disonante a la razón con más disonancia que la que le suelen hacer las mentiras, y demás culpas que tiene por veniales. Para cometer pecado venial basta cualquier consentimiento de la voluntad con alguna disonancia a la razón, y libertad aunque imperfecta.

14   Y el que no sabe si esto lo cometió con conciencia de pecado mortal, ¿qué hará? Confiéselo del modo que lo sabe; pero para algunos importará advertir, que no hay obligación de confesar, sino aquello en que tiene algún fundamento para persuadirse que pecó mortalmente, o para dudar prudentemente: y aunque tenga fundamento para esta persuasión, o duda, si tiene por otra parte fundamentos también prudentes para juzgar no pecó mortalmente, o que lo ha confesado ya en otra confesión buena, no tiene obligación de confesarlos. Fundamentos prudentes, o verosímiles se llaman aquellos de que ordinariamente se mueven los cuerdos para obrar en negocios de importancia de su hacienda, &c. Y aun para muy temerosos de Dios, y escrupulosos es buena la opinión de que en dudando aun negativamente, esto es sin fundamentos prudentes de una, ni otra parte, sobre si pecaron mortalmente, o no pecaron mortalmente, no tienen obligación de confesarlo: y si es cosa antigua, y que han pasado algunas confesiones con buena fe, aunque sepan de cierto que pecaron mortalmente, y duden de si lo confesaron, no tienen obligación de confesarlo: mayormente si ha pasado alguna confesión general, que es muy bastante fundamento para creer lo incluirían en alguna especie, o número de los que dijeron, aunque no se acuerden en particular.

15   Y también para estos escrupulosos es buena la opinión de que si una vez confesaron del modo que alcanzaban de su conciencia, aunque después tengan por pecado mortal, lo que confesaron entendiendo era venial; o tengan por dudoso lo que confesaron por cierto; aun tengan por cierto lo que confesaron como dudoso, diciendo estaban en duda si lo habían cometido, o no; o sepan que es reservado lo que confesaron como no reservado con Confesor ordinario, no tienen obligación de confesarlo más, ni recurrir a Confesor que tenga autoridad para casos reservados.

16   Hay obligación de explicar la especie del pecado mortal, v. g. en un juramento con mentira no basta decir: Pequé gravemente jurando; sino que es menester decir: Pequé jurando con mentira; y declarar también las circunstancias, que varían tan notablemente la calidad del pecado, que le hacen pertenecer a otra especie, esto es, le hace que sea contra diverso mandamiento; o contra diversa virtud o contra diverso derecho del prójimo: v. g. el juramento con mentira contra la fama del prójimo, por esta circunstancia, es no solo contra el segundo mandamiento; sino contra el octavo; y no solo contra la virtud de Religión, y honor de Dios; sino contra la virtud de Justicia, y derecho que tiene el prójimo a su fama, y así se debe explicar aquella circunstancia de ser contra la fama del prójimo. Las demás circunstancias que no agravan tan notablemente, que mudan la especie, es bueno explicarlas: pero cuando no se sabe haya anexo a ellas alguna especial reservación, o censura; o el Confesor no las pregunta para poner conveniente penitencia, o medicina, hay obligación de explicarlas, según opinión probable.

17   Últimamente hay obligación de explicar el número de los pecados mortales, diciendo cuantas veces pecó en cada especie. Donde es de advertir, que no hay obligación de explicar el número de las personas a quien ofendió, o con quien pecó, sino el número de las ofensas, o pecados, v. g. no es menester decir murmuré de cuatro personas, una vez cada una, sino murmuré cuatro veces de mis prójimos: y lo mismo es según opinión probable, aunque de una vez con una misma murmuración ofendiese a muchas, que basta decir murmuré una vez de mis prójimos, sin contar cuantos eran los ofendidos. Ni es menester decir el número por menudo de todas las acciones, o palabras físicamente distintas; sino de las que mortalmente se reputan distintas v. g. no es menester decir: en una ocasión dije cuatro palabras injuriosas al prójimo; sino basta: Dije palabras injuriosas al próximo en una ocasión, porque las que se dicen por modo de ímpetu se reputan por un pecado en orden a confesarlas.

18   Ni se requiere explicar todos los pasos, y medios que se tomaron para un pecado; basta la acción principal en que se consumaron, y a que se ordenaron las demás; si no es que los medios tengan por sí otra malicia diversa; o se discontinúen moralmente de la acción principal con retractación, o diversión a otra cosa, v. g. no es menester decir compré una espada con fin de matar a un hombre, y sin divertirme a otra cosa, fui, y le maté: basta decir, maté un hombre: pero si la espada fue hurtada, claro es que le ha de explicar el hurto y si induje a que otro me ayudase al pecado, he de explicar ese medio, por ser pecado especial de escándalo. Y en cualquier medio que sea he de explicar la intención mala del fin, si esta intención se interrumpe moralmente. De la misma suerte en los deseos de cometer un pecado no es menester numerarlos todos, sino cuando moralmente se interrumpieron con retractación, o con divertimiento a otra cosa de manera que no se reputen todos los deseos por modo de una continuada, e persistente voluntad de hacer aquel pecado.

19   Así en deseos, que duraron mucho tiempo, y pecados de mucha costumbre se suele ajustar mejor el número diciendo: Tanto tiempo he perseverado en estos deseos, o vicio interrumpiendo con tantos arrepentimientos, poco más o menos fuera de las diversiones ordinarias de sueños, comida, &c. y si puede acordarse diga a lo menos en los pecados externos que es mas fácil, serán cada semana, o cada día los pecados de esta especie, tantos, poco más o menos. Y si habiéndose acusado de esta suerte, se acordare después de cierto que fueron algunos más; no es menester volverlos a confesar de cierto; si son de tal suerte; que respecto del número que dijo se pueden reputar comprehendidos en el pocos más, o menos, v. g. si dijo diez, poco mas, o menos; aunque se acuerde de doce, ciertos, no ha menester confesar los dos más: y si dijo ciento poco más, o menos: aunque después se acuerde de cinco mas, ciertos, ya están bien confesados. Y si no acierta a determinar algún número poco más, o menos, no le diga a bulto, y sin fundamento: sino diga que no acierta a determinarse en el número; que no pide Dios más en ese tribunal suavísimo de la confesión.

20   Conviene así mismo prevenir en el examen lo que no se ha de decir en la confesión, que es todo lo que no sirve para que el Confesor forme juicio de los pecados, e imponga penitencia, y medicina conveniente. Así se han de evitar en la confesión cuentos largos de los pecados; excusas de ellos, generalidades, y condiciones inútiles; culpas ajenas, y penas propias. Las penas, y descomodidades porque estas no son culpas, y la inútil recordación, y sentimiento de ellas suele embarazar el dolor de las culpas, que no había de dejar lugar a otro sentimiento.

Pero más se ha de quitar el decir culpas ajenas, ya del que me ocasionó con sus malas obras el odio, &c. Que el referir éstas ocasiones no sirve más que de ponerme en la confesión ocasión de renovar el odio, como se puede temer le renuevan algunos con el modo, y sentimiento con que refieren los males que padecieron del prójimo: y a las culpas del cómplice, o de cualquiera otro, mayormente si son secretas, que debo no declararlas a lo menos en cuanto no fuere menester para confesar bien mis culpas y así cuando cómodamente, aguardando uno, o dos días puedo hallar Confesor, que no venga en conocimiento del cómplice, le he de buscar; y si no puedo cómodamente hallarle, he de explicar mis culpas ocultando cuanto fuere posible la persona del cómplice; lo cual será más fácil dejando de explicar las circunstancias que no mudan especie, y explicándose con precisión el modo que se pondrá después en el interrogatorio. Pero el que no queda con bastante satisfacción de su alma, sin explicarse con toda claridad, declarando también el cómplice, no peca, según opinión probable, en declarar el cómplice en la confesión.

21   También se han de ahorrar excusas de los pecados, v. g. Dije una palabra afrentosa, pero fue, porque me dio ocasión: que yo no me he de confesar del pecado del otro. Y aunque por esta ocasión sea menor mi culpa, no tengo obligación de explicar todo lo que le hace menor; sino es cuando por la excusa de mortal se hace venial, como, si estaba medio dormido, o cuando se muda, o determina particular especie, v. g. cuando dije que pequé con una mujer; y añado, que era soltera. Pero esto no se ha de añadir, como quien va a excusarse; o como quien no hace caso del pecado, por ser menor, y haber habido ocasión, &c. Porque en eso hay mucho peligro de que no sea verdadero el dolor, y propósito que es necesario haya de cualquier pecado para que se perdone. Y por este peligro, en los pecados que tienen más excusas, se ha de andar con más cuidado de insistir en el dolor, y propósito, y no excusarlos. Y aunque los pecados se han de procurar decir puntualmente como están en la conciencia, sin descargarse, ni cargarse más de lo que juzga que pecó; pero de dos extremos, acusarse demasiado; o excusarse, se ha de huir más el excusarse: ya porque se arriesga más el dolor, y propósito, disminuyendo el pecado; ya porque si después averiguase que faltó por carta de menos dejando de explicar la especie, o número, lo debe explicar en otra confesión, si no se había comprendido en el número que dijo, con el poco más, o menos, &c. mas aunque averigüe que faltó por carta de más; no tiene que volver a decir que fue menor el número, o malicia, &c. si lo dijo con buena fe, o cuando mucho con sola culpa leve de alguna negligencia en la averiguación.

22   Así mismo conviene evitar generalidades inútiles, y condicionales, como la que muchos tienen de tabla (y en esto se conoce mucho ser inútil) diciendo, al principio de la confesión: Acúsome de las confesiones pasadas si acaso han sido invalidas, y sacrílegas, y acúsome si ahora no traigo el dolor, y preparacion necesaria, &c. todo esto es inútil, porque, o reconoce alguna falta en las confesiones pasadas, o en la preparacion de esta, o no: si no la reconoce, no hay para que acusarse; si la reconoce no basta acusarse con esa generalidad, y condicional: Si acaso, si no diga en particular del modo que se acordare, que se acusa de que con las confesiones pasadas ha tenido esas faltas, y si fueron faltas graves de las que dijimos arriba núm. 6, que hacían invalida la confesión, lo ha de decir muy en particular para que el Confesor entienda la necesidad que hay de repetir confesiones pasadas; y conviene sea esto lo primero que se dice, para entablar allí luego la confesión desde la última que fue buena: y si la falta es de preparacion debida para la confesión presente, mejor es enmendarlo antes de ella: y si siente mucha dificultad en prepararse por sí solo hable claro al Confesor diciéndole, que no viene bien preparado, que le ayude con preguntas para el examen, o con razones para el dolor, &c. Porque esa generalidad es inútil.

23   También lo son las que añaden otros en cada mandamiento, y pecado capital, v. g. de lo que he faltado contra el segundo Mandamiento: o en la soberbia, y gula me acuso por si acaso, &c. Que cuando ese por si acaso, se dice solo porque es posible haya pecado en aquel Mandamiento, no sirve mas que de multiplicar palabras inútiles en la confesión, con impaciencia de los que aguardan, y del Confesor, y con poca decencia del Sacramento. La confesión es acusación, cuan inútil fuera acusar ante el Juez de esta suerte: Acuso a Pedro por si acaso ha cometido tal delito, solo porque es posible, sin dar fundamento alguno, siquiera para sospechar, o dudar de si le cometió; así es inútil a la confesión este si acaso, ni hay que decir que con esto se consuela el penitente, que si repara en lo que hace, no tendrá que consolarse: porque o tiene fundamento para persuadirse, o dudar si pecó, o no lo tiene: Si lo tiene no basta ese modo de confesión en general, e indeciso. Debe decir pequé en esto, o paréceme, o dudo. Si no tiene, fundamento, ni para dudar ¿qué pretende con eso? Si acaso. Dirá, que si acaso pequé, quede absuelto: Aunque no se acuse de esa suerte quedará absuelto en ese caso, que no se le ofrece fundamento, ni para dudar del pecado: y aunque diga ese si acaso: no le servirá más para la absolución, como no sirve mas para formar el Confesor juicio, o duda de los pecados, ni para absolver, o condenar. Solo pues podrá ser útil este: Si acaso, cuando dudo realmente, si cometí algún pecado, y digo en la confesión que dudo, y pido absolución por si acaso. O cuando el Confesor me ha confesado otras veces, y digo que me acuso de todo lo que otras veces he confesado, por si acaso faltó el dolor, &c. Y así se puede admitir, que al principio, o al fin de la confesión, me acuse con esta generalidad: de todo lo que otras veces he confesado, y de todo lo que he ofendido a Nuestro Señor Jesucristo en toda mi vida; pero esta generalidad no hay para que repetirla en cada mandamiento, basta una vez en cada confesión.

24   Hanse pues de ahorrar estas repetidas generalidades, como cualquiera otras palabras inútiles, y narraciones largas de los pecados, procurando reducirlos sucintamente a sus especies, y números, sin contar cada suceso de por sí con todos los pasos, &c. sino mirar en qué vino a parar, v. g. en una palabra afrentosa: y decirla con las demás de semejantes sucesos. Acúsome de haber dicho en cuatro ocasiones palabras afrentosas al prójimo, &c. Especialmente se ha de procurar ceñir más en las materias que pueden ser de ofensión, y lazo al Confesor, y penitente, deteniéndose, y excarvando demasiado en ellos: y cuando fuese algo diminuto el examen, y explicación por no ocasionar alguna culpa de deleite, &c. no dejará de ser bastante para que sea buena la confesión, porque no pide Dios esa exacción con tanto daño.

Del dolor.

25   En lo que se ha de poner más cuidado, es en el dolor, y propósito, y para que no se insista en esto, que es lo principal, suele el demonio poner escrúpulos, y reparos impertinentes en la averiguación de las culpas. Es cierto, que los pecados veniales con verdadero dolor de ellos se perdonarán, aunque no se confiesen, y sin verdadero dolor, y propósito, aunque se confiesen, no se perdonan: y aun los mortales si se olvidan sin culpa, aunque no se confiesen, se perdonan en la confesión de los demás, si hay dolor que abrace a todos; y si olvida el dolor, y propósito siquiera en general de todo pecado, aunque el olvido sea inculpable por mas que se confiesen se quedan sin perdón. Así lo más necesario es el dolor, y propósito, y en procurarle se empleará mejor el tiempo que se gasta en escrúpulos, y examen demasiado.

26   El dolor consiste en un arrepentimiento verdadero, con que de tal suerte aborrezco el pecado, que si pudiera no haberle cometido, diera por esto cualquier cosa; y por deshacerle, y no volver a cometer ese, ni otro, y que esto se sienta así, ya por las penas, o fealdad de la culpa, y será Atrición, que aunque fuera de la confesión no quita el pecado; con la confesión sí. Ya por la bondad, y Majestad infinita de Dios, y este dolor por ser Dios quien es, es Contrición, y vale para quitar el pecado aún antes de la confesión.

27   Para hacer aprecio de estos motivos, y sentir de veras los pecados, importa mucho especialmente a los que andan más cercados de ocasiones; retirarse a solas antes de la confesión a leer, oír, o meditar algo de las verdades eternas: de la suma desgracia del pecado, pues es desgracia de Dios: de la gran certidumbre de la muerte, y que no ha de ser más que una vez. De la rectitud del juicio, y profundidad de los juicios de Dios; de la eternidad sin fin, ni medio de infierno, o de gloria que se arriesga en una culpa. Y sobre todo la infinita Majestad ofendida, y bondad inmensa de aquel Gran Señor, y buen Dios, que no merece por cierto, que poco, ni mucho nos atrevamos a sus criaturas, y sus redimidos a atropellar su gusto, y quebrantar su santísima ley por un vil antojo nuestro.

28   Para la ponderación pues de estas verdades, y preparacion debida, en especial de confesiones largas, es muy conveniente retirarse de otras ocupaciones algún tiempo, y emplearle todo en esta ocupación de única importancia y pues no se ha de morir más de una vez, no fuera mucho que de trecientos y sesenta cinco días que tiene el año, todos expuestos a la muerte, se gastasen siquiera unos ocho días de ejercicios espirituales de meditación, y lección, &c. para imponerse a bien morir, haciendo siquiera una buena confesión, como para la muerte, más de propósito que las ordinarias, y que supliese las faltas de las que se hacen entre año con menos prevención, y enmienda. El que pudiera recogerse a estos ejercicios, hará un bien a su alma apoyado de la Santa Sede Apostólica, y experimentado con admirable fruto de muchos pecadores, y justos. Vease la Bula del Papa Paulo III que anda al principio de los ejercicios de San Ignacio. El que no tuviere oportunidad para esto; tome siquiera alguna hora un libro de Fr. Luis, o de Eusebio, u otro que trate de los novísimos, y verdades eternas, que le muevan, y aseguren en el dolor, y propósito necesario para la confesión.

29   Tres, o cuatro géneros de dolor es bien procurar. El primero, que abrace todos los pecados de toda la vida, confesados, o ignorados, &c. Doliéndose en general por motivo, que alcance a todos mortales, y veniales v. g. Por ser disgusto el menor que sea de tan buen Dios, y Señor. Este dolor general, si es de veras, y no se retrata antes de la absolución, es bastante para cualquiera confesión, y sirve para que se perdonen todos los pecados, aun olvidados, y para suplir las confesiones pasadas, si acaso, por falta que ignora, han sido invalidas.

30   El segundo dolor, sea especialmente de los pecados mortales, aborreciendo en general los de toda la vida, y en particular, si trae alguno de nuevo, por el gravísimo enojo que da a Dios cualquier culpa mortal, que le obligó a aborrecer, y castigar enteramente a una criatura suya. Este dolor sirve para asegurar más el perdón de los mortales, que tanto importa: por si acaso no fue tan verdadero el dolor, que estribaba en motivo común también a los pecados veniales que tiene más dificultad.

31   El tercero dolor, si se confiesa de solos pecados veniales, se ha de procurar doler en especial de alguno de los que confiesa, que más disonancia le haga; y que sea el motivo aquella especial disonancia, o especial disgusto que da a Dios aquella materia de vanidad, &c. o la mucha frecuencia, y mayor malicia de algunas faltas leves, mentiras, &c. Porque el dolor de los pecados veniales solo en general, puede ser se malogre con alguna faltilla de impaciencia, negligencia, &c. que se comete en la misma confesión, y así se retrate, y deshaga el dolor si el motivo es general solamente por ser ofensa de Dios cualquiera que sea.

32   El cuarto dolor, para asegurar totalmente el fruto del Sacramento, conviene cuando no hay pecado mortal de entonces, acusarse, y dolerse de alguno de la vida pasada mortal, o venial, no tan ordinario de que esté seguro le pesa, y tiene firme propósito de no cometerle más: que con este dolor, y acusación de lo pasado se asegura el valor del Sacramento, aunque el dolor de los demás veniales que confiesa no fuese tan verdadero.

33   No son siempre necesarios todos estos géneros de dolor, pues el primero basta comúnmente, pero cualquier mejoría, y seguridad en esta materia importa harto más que en las de nuestras conveniencias temporales, que tanto las cautelamos. Y el tiempo, y cuidado que en esto se pone cuando no sea necesario, no es inútil, pues estos actos de dolor por sí solos, son de mucho merecimiento, y de más fruto para la enmienda de las culpas, que el tiempo que se gasta en demasiada averiguación de las culpas, y escrúpulos impertinentes.

Del Propósito.

34   El propósito de la enmienda en adelante, se incluye comúnmente en el dolor de lo pasado, si este es verdadero, y por motivo general, pero fuera de este conviene insistir en él con toda expresión, y firmeza, por lo mucho que el demonio procura desvanecerle, como consta de esta segunda parte de los Casos Raros de la Confesión, que importara leer muchas veces, para excitarse, y afirmarse más en este propósito. Fuera de lo dicho hasta ahora, solo advierto al presente tres puntos. El primero, que cuando el dolor de la contrición es por motivo de especial gravedad, o materia de los pecados que confiesa, se ha de procurar más expresamente añadir propósito, y resolución de no pecar más, no solo en aquella materia, sino en ninguna otra especialmente que llegue a pecado grave, porque este propósito universal no está necesariamente incluido en el dolor particular de algunos pecados.

35   Lo segundo se advierta, que no basta propósito de no pecar por algún tiempo, sino que ha de ser de no pecar jamás por caso, ni ocasión alguna; aunque no es menester, ni conviene singularizar en especial las ocasiones. Antes si el demonio te propone, ¿qué harías en tal ocasión muy apretada? Has de procurar apartar este pensamiento, y no singularizar lances, sino cerrarte en que esta, como en las demás ocasiones de que pides, y esperas te guardará nuestro Señor, no has de hacer cosa que de disgusto a tan infinita bondad.

36   Lo tercero se advierta, que este propósito consiste en afecto, y resolución de la voluntad; no en juicio, o acto de entendimiento, y así puede acontecer, que el que por su fragilidad, sospecha, y teme mucho que ha de caer; no obstante esto, con la voluntad proponga de veras no pecar más, y así acontece muchas veces en los pecados veniales, que aunque por la suma fragilidad, sospecha, y juzga el más santo, que no dejará en tiempo considerable de caer en algún pecado venial; con este juicio se compadece que tenga verdadero deseo, y propósito de su voluntad, de evitar cualquiera culpa por leve que sea. Verdad es, que la sospecha, o juicio de que caeré en pecados mortales, la he de procurar más corregir; y tener por falso, y errado, y cuanto es de mi parte propongo de veras, y espero de parte de Dios su auxilio prontísimo, para no volver a pecar mortalmente: porque cuando tengo verdadero propósito de no pecar, le he de tener también de apartarme cuanto estuviere en mi mano de todas las ocasiones próximas, que son las que hacen casi cierta la recaída, y hacen formal aquel juicio de que volveré a pecar; y estas ocasiones próximas de pecado mortal, está más en mi mano quitarlas, que las ocasiones próximas de pecado venial: y así cuando las recaídas mortales son muy frecuentes, es mayor el indicio de que faltó el propósito verdadero de no pecar más por falta a lo menos de resolución verdadera de hacer todo lo que estaba en mi mano, para quitar las ocasiones próximas. Mas porque sean las recaídas veniales muy frecuentes, no es tan grande indicio de que faltó el propósito de hacer todo lo que estaba en mi mano para no pecar venialmente, porque no está siempre en mi mano el quitar todas las ocasiones próximas de pecado venial, por ser tantas, y estar tan enlazadas con las ocupaciones, y necesidades forzosas de esta miserable vida.

37   Y es bien se repare esto mucho para consuelo de los temerosos de Dios, y que no desmayen, ni se congojen demasiado, sobre si es verdadero su propósito de evitar las faltas ligeras, pues lo puede ser ordinariamente, aunque sean muy ordinarias las recaídas por las ocasiones frecuentísimas, y moralmente inevitables de estas faltas, y juntamente para estímulo de los cuidados en su salvación, que si recaen muchas veces en pecados mortales, fuera del sumo mal de éstas recaídas, y riesgo gravísimo de que alguna vez caigan de suerte que no se levanten del infierno por una eternidad, pueden también temer mucho; que las confesiones que hacen son malas por falta de propósito verdadero de evitar todo lo que está en su mano para no pecar mortalmente.

También conviene disponerse para la confesión con actos de Fe, y Esperanza, &c. cuya practica con la de contrición, y dolor abrace los cuatro géneros dichos, se pondrá número 77, y para actuarse mejor en el dolor, y propósito tan necesario, hará mucho al caso la importancia, y modo de hacer el Acto de Contrición que se pone después.

(Undécima impresión, versión 242: 148-179.)

 
Capítulo XXII. Interrogatorio para el examen de la Confesión.
 

38   Pónense en este Interrogatorio las culpas mortales que ordinariamente pueden ocurrir con las circunstancias que en sentencia de todos hay obligación de explicar, cuales son las que mudan especie; en cada especie se ha de explicar el número de veces moralmente distintas que se pecó por pensamiento, palabra, u obra, si se aconsejó, o cooperó de alguna suerte a que otro pecase. Si fuera de lo que en este Interrogatorio, o de lo que el Confesor preguntare, remordiere gravemente al penitente otra cosa, debe acusarse de ello: que aunque no fuese de suyo pecado, lo será si se cometió con mala conciencia, y se hará sacrilegio en la confesión, si con esa mala conciencia se calla. Al contrario, no se ha de acusar, y escribir todo lo que halla aquí, si no le remuerde la conciencia de ello, como hacen algunos que se confiesan por interrogatorio, trasladándole todo por aquel, si acaso, inútil que decíamos número 23. Y acontecerá, que aunque haya cometido alguna de estas cosas, no hayan sido para él pecado, por no haber obrado con noticia de que lo eran, ni mala conciencia, y entonces no hay obligación de confesarlas. Los pecados veniales, que aunque no hay obligación, es bueno confesarlos, se puede colegir de lo que se dijo, número 13, y de este interrogatorio: pues donde se pide materia grave para pecado mortal, si es materia leve, será pecado venial; y cuando hay, materia grave, será el pecado leve, si el consentimiento no es perfectamente libre, como en el que está medio dormido. Procúranse reducir a los diez Mandamientos, los de la Iglesia, y obligaciones de estados particulares, y los pecados capitales, los cuales no son mortales, sino cuando por ellos se quebranta gravemente algún precepto.

Primer Mandamiento, a donde se pueden reducir las obligaciones del estado Eclesiástico, y el pecado capital de Soberbia.

39   Examina, si negó, o puso deliberadamente alguna cosa de la Fe con el corazón, o con la boca, o con alguna otra señal exterior. Si ignoró por su culpa la doctrina Cristiana. Si leyó, o guardó libros prohibidos por de enseñanza contraria a la Iglesia.

40   Si desesperó de la divina misericordia, o se dió como atado de pies, y manos a su condenacion restándose en que no se podía enmendar de su culpas. Si presumió, que sin hacer él a tiempo lo que debe de su parte, le perdonaría Dios, y salvaría.

41   Si aborreció a Dios: si se ensoberbeció contra su Majestad, despreciando sus mandatos, atribuyéndose a sí lo que es don divino; airándose contra su providencia, y castigo; o blasfemando contra su Majestad, o sus Santos. Si dejó de hacer actos de Fe, Esperanza, y Caridad, advirtiendo tenía obligación de hacerlos, v. g. en caso, que eran menester para vencer alguna tentación; y si dejó de hacer Acto de contrición en peligro de muerte, no teniendo confesor, y estando en pecado mortal, o si se puso a peligro de morir en este mal estado.

42   Si hizo hechicerías, o pactos explícitos, o implícitos con el demonio, o sus ministros. Si usó nominas, o papeles, u otras cosas supersticiosas. Si creyó deliberadamente en sueños, o agüeros. Si invocó a Satanás en su ayuda de corazón.

43   Si cometió sacrilegios contra lugares sagrados, haciendo indecencias prohibidas en la Iglesia, o contra personas sagradas, agravando la inmunidad Eclesiástica, o poniendo manos violentas en ellos, o contra cosas sagradas, usando de simonía, o aplicando a cosas profanas cosas sagradas, como lugares de Escrituras, vasos sagrados, &c.

44   Si hizo irreverencia a los Santos Sacramentos, y sacrificio de la Misa, quebrantando sus ritos, y ceremonias graves, o recibiéndolos sin la debida disposición: Y si en las confesiones pasadas hubo alguna falta esencial, como haber callado algún pecado mortal por vergüenza, o haberse confesado sin dolor, y propósito, empiece de esto la confesión, diciendo cuanto ha que se confiesa mal.

45   Si dejó de cumplir las penitencias impuestas sin causa legítima, si dejó el oficio divino, todo, o parte notable, teniendo Orden Sacro, o beneficio: si quebrantó algún voto en materia grave, y no es menester explicar la materia del voto, si no es de suyo contra algún otro precepto.

Segundo Mandamiento, y estados en que se jura cumplir con el oficio, o leyes.

46   Si juró con mentira, o como cierto lo dudoso, o con equivocación, ocultando la verdad al Juez que legítimamente le preguntaba: si juró de hacer algo bueno, o malo sin animo de cumplirlo: si juró alabándose de haber hecho algún pecado mortal: si jura con mala costumbre cuando se le ofrece, sin reparar si es verdad, o mentira, ni si es malo, o bueno: si es con advertencia de que jura mal, diga cuántas veces, pocas más, o menos cada día; si es sin advertencia actual cuando jura, diga cuantas veces, reconociendo la obligación de poner medios para quitar esta mala costumbre, no los ha puesto.

47   Si quebrantó cosa grave, y buena, ofrecida con juramento: y no es menester decir cuantas veces lo había jurado; sino cuantas veces lo quebrantó. Tampoco es menester decir, qué juramentos jura, que todos son de una especie, ora sea por Dios, o por las criaturas; en quienes se jura al Criador: los que contienen blasfemia, se ha de explicar, que contienen como por vida de Dios, por la cabeza de Cristo, &c., que aunque sean con verdad, son pecado mortal, y de diversa especie que el juramento; pero no es menester explicar, qué blasfemia es, si no contiene algo contra la Fe.

48   También aquí, o en el quinto Mandamiento se examine de las maldiciones contra sí mismo con despecho, o contra el prójimo con odio, que si son con intención del mal grave, son pecado mortal. Las maldiciones que van sin intención de que alcancen, y los juramentos, que solo tienen falta de necesidad, son solamente pecado venial, aunque sea por Dios, &c.

49   No son maldiciones, ni juramentos aquellos en que se ve no hay animo de maldecir, ni jurar, como suele acontecer entre padres, y hijos, o amigos. Ni tampoco son juramentos de suyo estas palabras: En mi conciencia: en buena Fe; como Cristiano: como Sacerdote, ni los juramentos por las criaturas muy viles, v. g. por esta capa: en quienes no resplandece especialmente algo de la bondad de Dios, a quien se refiere el juramento, como el cielo, o por la tierra, &c. pero si aquellos, o cualquiera otros los ha jurado teniéndolos por juramento, y pecado mortal, los debe confesar como tales.

Tercero Mandamiento, y los de la Iglesia, y vicio de pereza.

50   Si sin causa legítima (que puede intervenir para acusarse de este, y los otros preceptos de la Iglesia, que no obligan con grave daño) dejó de oír Misa en día de precepto, o parte notable de ella, como sería la cuarta parte: si se puso a peligro de perderla, aunque al fin la oyese: si la oyó parlando, o con otra distracción exterior, sin necesidad en obras serviles tiempo considerable, o en cosas judiciales, o forenses prohibidas en fiesta, en materia grave.

51   Si dejó de confesar dentro del año, o en peligro de muerte, teniendo conciencia de pecado mortal: si dejó de comulgar por Pascua de Resurrección desde edad de once, o doce años a juicio del prudente Confesor.

Si cumplidos 21 años, y antes de los 60, quebrantó ayuno de la Iglesia, comiendo segunda vez en un día cantidad notable, como sería más de dos onzas, fuera de las ocho que permite la costumbre en la colación: y explique si tenía también obligación de ayunar por voto, juramento, o penitencia del Confesor. Si comió manjares vedados de siete años arriba: y explique cuantas veces, aunque sean dentro de un mismo día de precepto de la Iglesia.

52   Si defraudó en cantidad grave lo que debía de diezmos o primicias, según la costumbre recibida. Si despreció las censuras, o comunicó con descomulgados, solo hablarlos, como no sea desprecio de la excomunión, no es pecado mortal, y si hay necesidad, o utilidad, no será ni venial, ni se incurrirá entonces a excomunión menor.

Quarto Mandamiento, y obligaciones de casados, y Prelados, &c.

53   El hijo, si dejó de socorrer a sus padres en casos de grande necesidad de cuerpo, o alma: si les perdió el respeto con maldiciones, o injurias graves en presencia, o en ausencia, o les deseó mal grave: si les desobedeció, o disgustó en cosas de gran importancia, v. g. casándose indignamente; no aplicándose al estudio con desperdicio de los gastos que hacen sus padres para darle estudio, jugando demasiadamente, &c., si no cumplió sus testamentos, o los de otros de quienes ha sido testamentario.

54   Si a sus hermanos mayores, o menores injurió en alguna manera gravemente: si a sus Jueces, o superiores desobedeció en cosa grave, o les injurió en menosprecio de su autoridad, o a los Eclesiásticos poniendo manos en ellos.

55   Los padres si descuidaron de sus hijos, aunque sean ilegítimos, en lo necesario para el alma, o para el cuerpo de sustento, enseñanza, &c. si los expusieron sin justa causa a la piedra, u hospital, si les injuriaron con maldiciones de corazón, o de palabra, u obra fuera de la corrección conveniente: si les desheredaron injustamente, o usurparon, o malbarataron los bienes que les pertenecían. Si les apremiaron a tomar estado contra su voluntad, o les impidieron violentamente el que ellos virtuosamente se escogían.

56   Los casados si se injuriaron, o negaron el débito sin justa causa. Si la mujer desobedeció al marido en cosa grave perteneciente al buen gobierno de la casa. Si gastó de los bienes comunes cosa notable sin licencia del marido, fuera del estilo común de las mujeres de su porte. El marido si descuidó de lo necesario para el sustento, y buen gobierno de la casa, o impidió a su mujer en cosas de precepto, o de grande utilidad para su alma.

57   El Párroco si se ausentó algún tiempo de su Parroquia sin justa causa, y licencia del Obispo. Si faltó a la debida administracion de los Sacramentos, o a enseñar la Doctrina Cristiana por sí, o por otros, los Domingos, y fiestas solemnes, conforme al Santo Concilio Tridentino. Si por su culpa faltó Misa en las fiestas a sus Feligreses. Si descuidó de los enfermos, o de los pobres, o de remediar (pudiendo) los pecados de sus Parroquianos.

58   Señores, y padres de familias, si no impiden los pecados que pueden en sus criados; o los tienen en su casa con escándalo, o grave daño de otros. Si descuidan de la enseñanza de la doctrina a los que la ignoran. Si no les pagan, &c.

59   Los criados, si no sirven, respetan, y obedecen en cosas graves, que les tocan. Si hacen daño grave en cosas de la casa, o no lo impiden pudiendo, especialmente en cosas que estaban a su cargo. Si obedecen cooperando a cosas de pecado: Cuándo, y en qué cosas, que por sí no son pecado, pero conducen al pecado de sus amos, si podrán intervenir lícitamente, por evitar grave daño propio, consulten a sus doctos Confesores.

60   Prelados, y Jueces, si no cuidan se guarden las leyes, y preceptos, o no procuran estorbar pecados en sus súbditos. Si no guardan la forma, y leyes en los juicios, y castigos, &c. Y estos, y los demás que tienen algún cargo, si ejercieron, o administraron sin saber las obligaciones de su oficio, o las quebrantaron en materia grave.

Quinto Mandamiento, vicios de Ira, Gula, y Envidia.

61   Si deseó hacer grave mal al prójimo en honra, vida, hacienda, cuerpo o alma. Si deseó le viniese mal por otros caminos, o se alegró de que le hubiese venido, o de imaginar le venía: o se entristeció por odio en sus bienes y no es menester explicar más en particular la materia, en que se ejercitó el afecto de odio. Si le entristeció demasiado, e injustamente con acciones, palabras, o escritos. Si le hizo mal grave injusto en su persona con muerte, o herida, o golpe afrentoso: y declare si era persona Eclesiástica, y si hirió con derramamiento de sangre, o muerte en lugar sagrado, o con especial crueldad, y fiereza. Si le injurió con palabras graves en presencia. Si le maldijo de corazón. Si no le perdonó de corazón, o le negó el habla, oficios, o cortesías comunes. Si desafió. Si ocasionó aborto, o le aconsejó, &c. Y dígase el tiempo que tenía la criatura por si estaba animada: y si se siguió con efecto el aborto por la excomunión que se incurre.

62   Si no socorrió pudiendo al que estaba en muy grande necesidad espiritual, o corporal. Si escandalizó directamente, esto es, pretendiendo con obras, o palabras inducir a otros a pecar, y declare a qué especies de pecados indujo. Si escandalizó directamente, esto es hizo algo malo, o con apariencia de mal, previendo ponía con esto a otros en grave ocasión de pecar, aunque él no lo pretendiese: Si dejó de corregir fraternalmente al prójimo pudiendo cómodamente, y esperando fruto, y temiendo procedería en el recado por falta de esta corrección.

63   Si en su propia vida, salud causó grave daño, o se puso en grave riesgo de este daño sin grave causa. Desear la muerte con buen fin, o por salir de trabajos, &c. no es pecado. Si comió, o bebió con tal exceso que se expusiese a grave daño, o a perder el uso de la razón. A este mandamiento se reducen los yerros culpables, y dañosos al enfermo, de Médicos, Cirujanos, Boticarios, &c.

Sexto, y Nono Mandamiento, y vicio de Lujuria.

64   En este Mandamiento conviene desde el principio declarar la circunstancia del estado del penitente, si es casado, o tiene voto de castidad.

Examine, si pecó, teniendo obras consumadas. 1. Con solteras, y no es menester declarar si eran viudas, o doncellas (según opinión probable) cuando no hay violencia, o rapto, que se debe explicar. 2. Con casadas. 3. Con personas que tenían voto de castidad, y no es menester explicar si era voto de Religioso, o Sacerdote, y aún basta decir: Pequé con quien tenia voto de no pecar conmigo, y a veces conviene para ocultar mejor el cómplice. 4. Con parientas dentro del cuarto grado de consanguinidad, o afinidad, o adopción, y explique el grado primero, y segundo de consanguinidad, o afinidad: Mas para cuando el penitente no se atreve a declarar del todo, por grave empacho, o por riesgo de que el Confesor no venga en conocimiento del cómplice es bien advertir que hay opinión de que basta decir: Pequé con parienta en grado prohibido, ora sea primero, o segundo, o cuarto grado de consanguinidad, o afinidad, o parentesco de adopción. 5. Con personas que tenían cognación espiritual que se contrae por el Bautismo, o Confirmación. 6. Con personas cuyo estado no sabía. 7. En el pecado nefando con personas del mismo, o diverso sexo. Y declare las circunstancias de matrimonio, voto, parentesco carnal, o espiritual. 8. En el pecado de bestialidad.

65   Si fuera de lo dicho, tuvo, o polución voluntaria, o tactos deshonestos sin polución consigo, o con otro del mismo, o diverso sexo, casado, con voto de castidad, pariente carnal, o espiritual: y explique si juntamente intervinieron deseos de pasar a otra especie, o circunstancia de las dichas, o si se deleitó imaginando en ellas: y si la polución, o cópula, mayormente pública, fue en la Iglesia, y no es menester explicar más en particular las indecencias que pertenecen a una misma obra consumada, ni el modo, partes, indecencia de los tactos por feos que parezcan, antes entonces conviene explicarse con más recato, y no detenerse demasiado en lo que conviene pasar como por brasas: si se puso en ocasiones, que para sí sabe son lazos de pecado, aunque no lo sean para otros, v. g. vistas, conversaciones, comedias, bailes, &c.

66   Si de palabra, o de otra suerte solicitó a algunas a las culpas sobredichas: si habló, leyó, miró, escuchó, escribió, cantó cosas torpes con grave alteración, o deleite consentido en sus objetos, o previendo se incitarían otros a alguno de los dichos pecados: si se valió de terceras personas para que indujesen a otros a pecar en las especies dichas, o usó él de este perverso oficio para con otros. Si se alabó a sí, o a otros de haber pecado, y declare si descubrió algo que infamase al cómplice.

67   Si deseó pecar en las especies dichas, declárelas: Si se complació de haber pecado en tales especies, si se deleitó sin pasar al deseo en pecados imaginados, esto es, con deleitación morosa, que se explicó arriba número 10, en estas deleitaciones morosas no es menester explicar las circunstancias del objeto, si no es en caso raro, que el deleite sea sobre la circunstancia también de casada, &c.

68   El casado se debe aquí también examinar, si en el uso del matrimonio cometió algo contra la naturaleza, si impidió la generación, o se puso a peligro de eso, &c. Si habiendo tenido copula con parienta de su mujer dentro del segundo grado pidió el débito sin dispensación del Obispo, o de quien tuviese sus veces.

Séptimo, y Décimo Mandamiento, tratantes, y oficiales de república, &c., y vicio de avaricia.

69   Si hizo hurto, u daño injusto, y grave en hacienda del prójimo, o concurrió de común acuerdo a que se hiciese entre muchos y explique en cuantas veces moralmente distintas se hizo el hurto de cosa grave; o de cosa leve, conociendo se cumplía ya con ella materia grave, o pretendiendo con este poco, y otros pocos llegar a materia grave. Por materia grave, bastante a pecado mortal, se puede ordinariamente entender, según la más general regla, la cantidad que de ordinario se da a un cavador por jornal de un día según cada tierra, &c. Adviértase que hurto de cosa muy leve puede ser pecado, mortal, si resulta grave daño, como quitarle a un Sastre una aguja, sin la cual no puede ganar su comida. También se advierte, que cuando lo hurtado es de muchos dueños, o se hurta en veces distantes, o es de su padre, o marido, o su comunidad se requiere más cantidad para materia grave, especialmente si son cosas de comer, &c. no es menester explicar más en particular el modo, o la materia, si no es ser el hurto de cosa sagrada, o cosa propia de la Iglesia, o que estaba a cargo de la Iglesia, que es sacrilegio; o ser cosa quitada con violencia que es rapiña. También examine, por cuánto tiempo, y con cuántas interrupciones morales (véase núm. 17), no quiso restituir materia grave pudiendo, o dilató siendo gravemente dañosa la dilación. Si deseó hurtar, o hacer en la hacienda del prójimo daño notable injusto. Desear los bienes ajenos por vía justa, no es pecado.

70   A este mandamiento pertenecen muchos pecados de ministros de la República, y Oficiales, Escribanos, Alguaciles, Abogados, Tesoreros, Mercaderes, Sastres, &c. Cada uno se acuse si ha hecho algún contrato, o ganancia con mala fe, y todo lo que le remordiere en daño de hacienda ajena por usura, juego, &c. a sabiendas, o por descuido gravemente culpable.

Octavo Mandamiento, y Oficios de Jueces, testigos, &c.

71   Si con palabras, escritos, obras, señas, silencio, infamó injustamente al prójimo en materia grave, imponiendo falso, o descubriendo verdad oculta de grave descrédito; declare si fue en ausencia, o presencia de la persona: y si era contra su Padre; u otra persona de las que dijimos se debían explicar en las injurias contra el cuarto Mandamiento. No es menester explicar en qué materia fue el descrédito, o culpa descubierta: Si cooperó a la murmuración grave, alentando al que murmuraba, o no impidiendo cuando podía cómodamente: Si sembró discordias graves, llevando cuentos de unos a otros, &c.

Si juzgó defectos graves de otros deliberada, y temerariamente, esto es sin grave fundamento: Si abrió injustamente cartas, o leyó papeles ajenos, arriesgándose a saber cosas de grave secreto contra la voluntad del dueño: Si descubrió grave secreto, previendo en descubrirle grandes discordias, u otro mal grave del prójimo.

72   Aquí se reducen los pecados de los Jueces, Escribanos, testigos, &c. Si usaron de medios injustos para formar proceso, y averiguar delitos y de los Regidores, y Consejeros en no guardar el secreto debido; y explíquese si se había prometido con secreto, y si resultó otro daño al prójimo en hacienda, o vida, &c.

Las mentiras si no son gravemente perniciosas contra algún precepto no son pecado mortal.

(Undécima impresión, versión 242: 179-197.)

 
Capítulo XXIII. Práctica breve para confesiones frecuentes.
 

Antes de la Confesión.

73   El examen para la confesión se puede practicar por los cinco puntos: que pone nuestro Padre San Ignacio para el examen cotidiano de la conciencia, que sería bien hiciese cada Cristiano todas las noches, para tener ajustadas sus cuentas, por si acaso las pide de repente el Supremo Juez, y Señor.

Primer punto, dar gracias: Infinitas gracias deseo daros, mi Dios porque me criaste, redimiste, y conservas, y por las ansias, que tienes de enriquecerme con tu gracia, y gloria, y por haberme librado de la eterna condenacion, que yo merecía, no menos que muchos que están ya justísimamente ardiendo entre las eternas llamas. Y entre todos los demás innumerables beneficios; por darme ahora lugar, y favor para confesar mis culpas, y lavarme con tu sangre, que se me aplica en los Santos Sacramentos. ¡Oh con cuanto gasto de tu parte, y cuán poco de la mía! Solo hablar yo una palabra arrepentido; y tu dar tu vida, y verter toda tu Sangre.

74   Segundo punto, pedir luz, y auxilio: No malogre yo Jesús mío tanta costa: sea mi preparación, y confesión de tal suerte; que mi alma quede purificada, y adornada con más, y más gracia, para llegar más dignamente a tus abrazos en el Santísimo Sacramento. Tú Señor, que aún los pies de tus discípulos esto es, las más ligeras faltas, quisiste lavar antes de darles tu Cuerpo Sacramentado, lávame Señor más, y más, amplius lava me: para que llegue limpio de la más leve mancha quien ha de unirse con tu suma pureza. Virgen Santísima imite yo en aquella limpieza con que fuisteis preservada de toda culpa, para recibir más dignamente al Hijo de Dios, a quien yo también recibo. No eche yo veneno, Madre mía por mi mala disposición, en la Sangre que vuestro Hijo Santísimo recibió de Vos para dejármela en sus Sacramentos por medicina de mis males.

75   Tercero punto, averiguar las culpas, dando primero por mayor una vista sobre el estado de su alma, cuanto conozca si le remuerde conciencia de pecado mortal, y con esto solo, pues no sabe si tendrá vida para acabar el examen, y confesarse, pase luego al cuarto, y quinto punto; que con el dolor, y propósito de la enmienda haciendo con todas veras un acto de Contrición para ponerse desde luego en amistad de Dios; y negociar mejor de Dios amigo el auxilio, y tiempo para hacer una buena confesión, y verdadera penitencia de sus pecados. O buen Dios, cómo puedo yo hacer memoria de tanto como os he ofendido sin partírseme luego el corazón de pena. No esté yo, Señor un momento más en disgusto vuestro. Por ser Vos quien sois, y porque os amo sobre todas las cosas me pesa de todo corazón de haberos ofendido, propongo con vuestra gracia no pecar más, y confesarme con toda diligencia, y prevención, para lo cual os pido humildemente vuestro auxilio, y luz, y espero me la daréis, y perdonaréis por los merecimientos de vuestra Pasión, y muerte, y ruegos de vuestra Santísima Madre. Amen.

76   Hecha esta buena diligencia, vuelva en particular a la averiguación de sus culpas, discurriendo por los Mandamientos, y podrá para confesiones más largas valerse del interrogatorio que se puso núm. 38. En confesiones muy frequentes, bastará aplicar la consideración a lo que sabe tiene más inclinación, mala costumbre, y fragilidad: y lo que hubiere extraordinario, ella clamará en la conciencia: Después de esta prudente inquisición de las culpas, vuelva a insistir en el dolor, y propósito de la enmienda, y ejercítese en varios actos de Fe, Esperanza, y Caridad, que son las mejores devociones para antes de la confesión.

 
Práctica de actos de Fe, Temor, y Esperanza, Caridad, y Contrición para mejor disponerse al Sacramento de la Penitencia, y para ponerse en amistad de Dios, aún antes de confesarse.

77   La práctica de estos actos consiste más en el bueno, y verdadero afecto, que en palabras: pero podrá excitarse el afecto con las palabras siguientes. Señor mío Jesucristo, yo creo por tu infalible verdad, y palabra todo lo que la Santa Iglesia Católica Romana me manda creer: y señaladamente el misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, tres personas distintas, y un solo Dios verdadero, y que tú Señor siendo la segunda persona de esta Trinidad Santísima Hijo de Dios verdadero, igual en todo con el Padre, y Espíritu Santo descendiste del Cielo, y te hiciste hombre en las entrañas purísimas de la Virgen María, y moriste en una Cruz, por salvar a nosotros pecadores, y nos dejastes en tus Sacramentos Santísimos el remedio de nuestros pecados, y sustento de nuestras almas. Temo el justo rigor de tu ira contra los pecadores; mas espero en tu poder, y misericordia, y en tus merecimientos infinitos, que he de conseguir todo lo que has prometido, y alcanzar el perdón de mis pecados, la gracia con que te sirva, y la gloria en que te alabe por toda la eternidad.

78   Amo sobre todas las cosas tu bondad infinita, y por ella me pesa de haberte ofendido, en la más leve culpa que sea, si es leve lo que es de alguna suerte contra tan suma bondad, y Majestad. Y especialmente me pesa de las que han sido ofensas graves, rompiendo tu amistad, y apartándome de tí Criador, y Redentor mío, por volverme a la criatura atropellando tu gusto, por complacer a mi apetito. Y entre las culpas leves me pesa especialmente de tal materia por lo que especialmente te desagrada: y de la muchedumbre de ellas, que tienen tan helada mi caridad, y amor para contigo. Y no solo de lo que ahora he cometido, sino también de todas las culpas de mi vida ya confesadas, ya ignoradas, y olvidadas: y particularmente de tal culpa grave, de la cual de nuevo me arrepiento, ¡o que no sé si me he arrepentido alguna vez de veras! y la confesaré con lo demás que de nuevo he cometido.

79   Propongo ya muy de veras no pecar jamás gravemente, ni aún levemente, en especial en tal materia de que me he de acusar: propongo apartarme de todas las ocasiones de culpas, cuanto en mí fuere con tu gracia, y cumplir la penitencia que me fuere impuesta, y satisfacer lo que debiere, y frecuentar con toda diligencia los Santos Sacramentos, para estar más lejos de ofenderte, y tener más gracia con que amarte, resígnome en tus manos, para todo lo que quisieres hacer de mí, y todo lo que me toca en vida, y en muerte, trabajos, o consuelos, y ofrezco todas mis obras, pensamientos, y palabras a mayor gloria vuestra, según aquella intención que sabes debo tener para agradarte más. Perdono por amor tuyo de todo corazón a los que me han ofendido: esperando que tu también me has de perdonar por tu pasión, y muerte preciosa, y por los ruegos de tu Madre Santísima, Madre también dulcísima mía, y que me darás gracia para perseverar en tu santo servicio, hasta la muerte. Amen.

 
En la Confesion.

80   Preparado ya, y dolorido de sus culpas, llegue a los pies del Confesor, y santiguándose diga la Confesion hasta la mitad, que pequé gravemente con el pensamiento, palabra, y obra: y si hay prisa, o es reconciliación breve, puede en lugar de la confesión, decir: Pequé Señor, habed misericordia de mí. Tibi soli pecavi, &c. Y. ahorrando generalidades inútiles, culpas ajenas, y penas propias, acúsese de sus culpas en semejante forma,

81   Acúsome en el primer Mandamiento de lo poco que he amado a tan buen Dios, y de lo mucho que le he ofendido en toda mi vida, y especialmente desde tal día que me confesé: de la tibieza que tuve en cumplir la penitencia, y en prepararme para comulgar, y ahora para este Santo Sacramento, de todo me pesa por ser Dios quien es, con firme propósito de nunca más pecar. Con esto ejercita el dolor, y propósito, y suple las faltas, que ignora si hubo en las confesiones pasadas. En este mandamiento no suele haber cosa especial en confesiones frecuentes. Si hubiere algo dejado de las confesiones pasadas, o algo de mucho empacho en esta dígalo luego, aunque no pertenezca a este Mandamiento, para saber desde cuando entabla la confesión, y echa luego el mayor cuidado aparte. En el segundo Mandamiento. Juramentos, y maldiciones, y faltas de oficio; en que se ha jurado cumplir con él. Tercero Mandamiento. Quebrantamiento de fiestas por sí mismo, u ocasionado en otros: faltas de devoción en Misa, y cosas sagradas: y si hubiere algo de mandamientos de la Iglesia, ayunos, &c. Cuarto Mandamiento. Faltas contra los mayores, y en su familia, y en el estado, y oficio propio. Quinto Mandamiento. Rencores, envidias, pesadumbres con otros de palabra, o de corazón, faltas de caridad contra el prójimo, &c. Sexto Mandamiento. Cualquier pensamiento, palabra, o acción menos honesta. Octavo Mandamiento. Murmuraciones, juicios temerarios, falta de secreto, mentiras, &c.

82   A esto se suele reducir una confesión frecuente; y si le remordiere otra cosa, acúsese de ello; y concluya después así. De esto, y de todo lo que en toda mi vida he ofendido a Dios, y de lo que he confesado otras veces con v. m. (si es Confesor de otras veces) y en especial de las mentiras, y juramentos, o pensamientos deshonestos consentidos, o tal pecado de la vida pasada, de todo me acuso, y me pesa por ser ofensa de Nuestro Señor, con firme propósito de no ofenderle más: y acabe la confesión. Por mi culpa por mi gran culpa (interiormente insista: ¡oh que gran culpa, contra tan gran Señor, y tan buen Dios!) por tanto ruego, &c.

83   Atienda a los consejos del Confesor, y a la penitencia que le impone: y si le pareciere que no podrá cumplirla, avise al Confesor, para que le imponga otra que la pueda cumplir; y cuando le parece es muy ligera: es de ánimos verdaderamente arrepentidos el desear, y pedir más, a lo menos pida sus trabajos, y obras buenas en penitencia, que le ayudará para más paciencia, y aliento en sus obras, y para realzar mucho la satisfacción, y méritos de ellas.

 
Después de la Confesión.

84   De gracias a Dios, que le ha dejado llegar a este Santo Sacramento, como arriba número 74. Cumpla la penitencia con toda prontitud. Lo primero para mostrar así cuán pesaroso está de sus pecados, y cuán deseoso de satisfacer a Dios, y tomar venganza de quien se atrevió a ofender tan Soberana Majestad; y cuán agradecido a la misericordia que ha usado con él; en haber compuesto a tan poca costa del pecador, y tan grande de su sangre preciosa, y merecimientos infinitos un pleito que tenía que hacer para toda la eternidad, y unos delitos, que aún después de perdonados se habían de purgar en vivas llamas en la otra vida, y aun aquí, si pasara en tribunal de justicia humana le hubiere quizá quitado la vida por ellos. Lo segundo conviene ser puntual en la penitencia, por asegurar más el cumplirla en gracia, que si bien es verdad que satisfará al precepto del Confesor, aunque la cumpla en pecado; pero harta pérdida es, que aguarda a ese mal estado, pierde el merito, y satisfacción delante de Dios, de suerte que no se le descontarán por esa penitencia las penas que merecía padecer en la otra vida, y así es bien cuando ha de cumplir la penitencia, asegurarse más, y más en la gracia a lo menos con el Acto de Contrición.

85   También ha de tener muy especial cuidado en cumplir los buenos consejos, y penitencia medicinal, que le dieron para preservarse de culpas, como de quitar ocasiones, no entrar en tal casa, confesarse a menudo, &c. que si falta fácilmente en estos remedios, puede temer mucho, no fue bastante el propósito, ni la confesión buena. Y si son penitencias de remedio necesario para evitar los pecados, y de restituciones, &c. aunque el Confesor no las imponga, ni encargue, tiene el penitente obligación de cumplirlas: y no se pueden suplir por Indulgencias, y Jubileos. Las penitencias que no son de esta suerte medicinales sino penales para castigar la culpa, pueden suplirse, y suelen minorarse por Indulgencias: y convendría lograr todas las que pudiese, especialmente cuando hay escrúpulo de si se cumplieron, o son bastantes las penitencias impuestas y así es buena devoción, después de confesar, visitar los cinco Altares por la Bula, y decir muchas veces, alabado sea el Santísimo Sacramento, que por cada vez se ganan cien días de Indulgencia, y si después de comulgar, por las cinco veces primeras se sacan cinco animas del Purgatorio, y las demás se gana Indulgencia plenaria. Esta pues es muy buena palabra, y devoción para el día que ha comulgado: y más si se dice con afecto amoroso del corazón como quien se saborea en el buen bocado que ha recibido: renovando cada vez, que la dice, las gracias que nunca acabará de dar dignamente por haberle Dios comunicado sus Santos Sacramentos, y dejado llegar su rostro con ósculo, y modo tan suave y maravilloso en su Cuerpo Sacramentado: y esto, pudiendo justísimamente haberle desechado, y arrojado antes al infierno, como a otros muchos.

86   Oh amado mío; oh amado sea buen Dios, y alabado mil veces su Santísimo Sacramento, donde tanto resplandece su bondad. En estas, semejantes jaculatorias es bien traer el pensamiento aquel día, y especialmente en el aviso que Cristo Nuestro Señor daba a los que curaba: No vuelvas a pecar más, no te suceda peor: que la recaída es mucho más peligrosa que la caída; y quien cae, y recae muchas veces, traza tiene de caer en alguna vez de suerte que no se levante más, y lo merece así hombre tan desagradecido a su buen Señor, y Dios, que después de haberle perdonado tan misericordiosamente, y admitido a sus brazos, a su mesa, y a su rostro, le vuelve las espaldas por volverse con el demonio, y dar gusto a su apetito. No permita Dios tal: lavé mis pies, mis pecados con la sangre del Cordero sin mancilla, como volveré a mancharme, Virgen purísima conservadme en toda pureza, pues he recibido al mismo purísimo Señor que vos recibisteis. ¡Oh quien le diera las gracias que vos le disteis! ¡Oh quien le amara, como vos! ¡Oh, abráseme yo Jesús mío, con el fuego que he metido en mi pecho!

(Undécima impresión, versión 242: 197-208.)

 
Capítulo XXIV. Importancia, y modo de hacer el Acto de Contrición.
 

La devoción más importante de un Cristiano es el Acto de Contrición, y amor de Dios hecho de corazón. Lo primero, porque este Acto solo, fuera de los Sacramentos, y Martirio, en cualquier tiempo, y lugar, trae consigo infaliblemente la amistad con Dios, sin la cual ninguna devoción, ni obra es digna de la vida eterna: aunque no por eso se han de dejar cuando uno está en pecado, porque sirven para mover a Dios a que nos dé su auxilio, para salir de tan mal estado por el Acto de Contrición, y Confesión. Lo segundo, porque lo que supersticiosamente se encarece en otras devociones, que quien dijere tal oración, no tendrá mala muerte, &c., solo se halló sin encarecimiento en el Acto de Contrición, y amor de Dios, pues quien muriere con él, o no habiendo vuelto a pecar mortalmente después de haberlo hecho, infaliblemente se salvará, aunque no pueda confesarse, teniendo propósito de confesarse si pudiere. Lo tercero, porque los defectos que pueden hacer inválidos los Santos Sacramentos del Bautismo, y Penitencia, sin advertencia del que los recibe, por ignorancia, malicia, o falta de jurisdicción en el que administra: se suplen, cuanto al efecto de poner en gracia, con solo el Acto de Contrición, y amor de Dios, de suerte, que quien acaso por falta de la materia, o forma, o intención del Bautismo, no está bautizado, aunque él se persuada lo está, no tiene otro remedio para salvarse sino hacer un Acto de Contrición, y amor de Dios. Lo quinto, porque esta es la devoción más agradable a Dios Nuestro Señor, y a su Madre Santísima, y a los Santos, sobre todas las otras, que no comprehendieron semejante afecto de amor de Dios, y contrición: cuán sumamente agrade a Dios se conoce bien, en que siendo tan grande el aborrecimiento que tiene su infinita bondad al que está en pecado, este amor, y contrición del pecador basta a vencer aquel odio, y convertirle en un finísimo amor de amistad del Soberano Señor con su criatura. Baste pues para estimación suma, y continuo uso del Acto de Contrición, el ser para Dios de tanto gusto, aunque no tuviere para nosotros utilidad alguna.

Consiste tan precioso Acto de amor de Dios, y Contrición, en un afecto, con que nuestra voluntad aprecia de tal suerte la bondad, y gusto divino sobre todas las cosas que le pesa, sobre todo pesar de haber ofendido a su Majestad infinita, por solo ser quien es, y propone de todo corazón nunca más pecar, y confesarse. Cuando este pesar, y propósito, no es por ser Dios quien es; sino por las penas, o fealdad de la culpa, no es contrición, sino atrición, y aunque esta atrición es buena, no basta para poner en amistad de Dios, hasta que de hecho se junte con la confesión. No consisten estos actos en palabras: y así aunque no se sepan las que suelen aprenderse de memoria, se podrá hacer el Acto de Contrición, con el corazón solo: pero es bien guiarse por las palabras ordinarias, haciendo siempre el principal conato de la voluntad, en el pesar, propósito, y motivo, por ser Dios quien es.

El pesar, no consiste en dolor sensible, o lágrimas (aunque nunca mejor empleadas) sino en un arrepentimiento semejante al que tiene uno que se halla engañado en una joya, o perlas falsas, que compró a peso de oro fino: este arrepentimiento se puede explicar así: ¡Oh quien no hubiera pecado! Oh quien pudiera deshacer tan mala compra de un falso, y vil deleite por la gracia, y amor de tan buen Dios: diera yo, por no haberle disgustado, mi vida mil veces, y cuanto hay en el mundo, y el mismo Cielo, si fuera menester.

El propósito, es una resolución de veras de no pecar jamás por ningún caso, semejante en su firmeza, al que tiene uno de no trocar oro verdadero por falso, o de no sacarse los ojos, aunque más le rueguen, y inciten, y se pueden explicar así: No más pecar, reventar primero, y perder cuantas cosas hay, antes que perder la amistad de Dios. Conocerse ha la firmeza de este propósito, en el conato, y resolución de apartarse, cuanto antes pueda de las ocasiones, que sabe le hacen pecar, y de tomar los medios, con que sabe se conserva, y aumenta la gracia de Dios, cuales son la frecuencia de Sacramentos, el uso continuo del Acto de Contrición, la devoción de la Virgen Santísima Señora nuestra, &c. El propósito a lo menos de confesar a su tiempo, debe incluirse en el Acto de Contrición para justificarse con él.

Lo más propio, y excelente del Acto de Contrición es aquel motivo, por ser Dios quien es, tan Bueno, tan Santo, tan Sabio, tan Poderoso, y tan infinito piélago de infinitas perfecciones, que solo él mismo las puede comprehender, baste concebir son tales, que quien las viese como son en sí, aún sin comprehenderlas, aunque se hallase en el infierno atormentado de la justicia de Dios, no pudiera menos de amarle sumamente, y sumamente aborrecer sus ofensas, y anegar todas sus penas en el gozo, de que Dios fuese tan infinitamente bueno, y perfecto; y a los que aun no vemos esta perfección como es en sí, basta poner los ojos de la Fe en Cristo Crucificado, para abrasarnos en el amor de un Dios tan bueno, que sin interés alguno suyo, por su bondad sola, se hizo hombre, y se puso en una Cruz para pagar las mismas ofensas nuestras contra su Majestad. A este pesar, y amor, en cuanto al motivo, de por ser Dios quien es, no se halla semejanza ajustada en los afectos que miran a las criaturas; pero se parece algo el sentimiento que uno tuviera, si estando fuera de sí, hubiera muerto a un Rey Santo, prudente, piadoso, liberal, de quien jamás se había oído la menor falta en su gobierno, y vida, ni el menor agravio de sus vasallos: antes tal amor: que se había puesto a riesgo de su vida por ellos : ¿cuándo volviese en sí el matador, que pesar no tuviera (aunque pudiese escapar sin mal alguno)? Así, pues, se puede explicar el dolor, por ser Dios quien es, con semejante afecto: ¡Qué tan fuera de mí estuve! ¿Que me atreví a ofender la infinita bondad de mi Dios? ¡Que tiré yo de mi parte a quitarle la vida! ¡Y que de hecho concurrí con mis pecados, como dando el voto, a que clavasen a mi Señor Jesucristo en una Cruz! ¡Que me puse en competencias con la Soberana Majestad de mi Criador, y antepuse un vil antojo mío a su Santísima, y justisima voluntad! Aunque no hubiera Infierno, ni Cielo, bastante sería haber tal bondad, y Majestad en mi Dios, para pesarme, como me pesa sumamente, de haber atropellado con su Santísimo gusto, y mandamientos.

Cuando el horror del infierno excita a buscar la amistad de Dios por medio de la contrición, es menester subir de los motivos de temor a los de amor, que resplandecen aún entre las mismas penas: arguyendo de ellas la grandeza, y bondad de Dios: y la gravedad de la culpa, por ser contra tan buen Dios, y Señor, a este modo: ¡Qué ofendí yo a un Señor tan grande, cuyas ofensas no se acabarán de castigar como merecen, con toda una eternidad de infierno! ¡A un Dios tan bueno, que mereciendo yo días ha justísimamente, que me arrojase en estas penas, por sola su bondad, sin utilidad alguna suya, me ha dado tiempo para alcanzar perdón, y me lo ganó prevenidamente con su muerte acervísima! ¡Que por esta suma bondad, y porque aplicó especialmente su preciosa sangre por mí, no estoy ya en el infierno, y después de esto le ofendí! ¡Y le ofendí dándole un tan grave disgusto, como el de un pecado mortal! Qué un Dios tan piadoso, que le llega al corazón el castigar, y castiga solo como forzado de la gravedad de las culpas, y la santidad y rectitud de su justicia, aborrezca, y castigue eternamente una criatura suya, sin reparar en lo infinito, que le costó el redimirla: ¡Oh cuanto arguye le disgustó, y ofendió sumamente la culpa! No se mueve tan santo, y piadoso Padre a tan grave enojo sin mucha causa; y este enojo de hecho se le he dado yo, quizá más veces, que muchos que están en el infierno, y solo por su bondad no me ha dado ya el mismo castigo, y quizá de esta bondad infinita me he valido para repetir la misma ofensa, y enojo: ¡Oh enorme atrevimiento! Nunca más Dios mío: vengan las mismas penas del Infierno: si puede ser en vuestra gracia, antes que yo ya vuelva a disgustar tan gravemente esta suma bondad, y aun antes que os dé el menor disgusto, pues este por ser contra vos es más digno de huirse, que una eternidad de las más horribles penas; y aun por esto principalmente huyo, Dios mío, el infierno, por no llegar a tan infeliz estado, en que por toda una eternidad no haya de amaros; sino antes de aborrecer, y blasfemar esa bondad infinitamente amable: no lo permitáis, Señor, por las entrañas de vuestra misericordia, llevadme por los trabajos que vos quisiéredes a donde os bendiga, y ame eternamente. De esta suerte con la gracia Divina pasará la atrición a contrición, y para más seguridad, conviene cumplir cuanto antes el propósito de confesarse, porque la confesión hace de atrito contrito en orden al efecto de la gracia.

En el propósito de no pecar más se ha de insistir mucho para la contrición, y atrición, y porque suele entibiarse con el temor de la flaqueza propia, se ha de avivar con la confianza en la gracia Divina a este modo: Verdad es que mis fuerzas son muy flacas; pero no he de vencer yo por mis fuerzas, sino por la gracia de mi Dios: Dios, y yo a todo el infierno junto venceremos: Hasta ahora no tomaba yo la pelea de veras: no ponía los medios, ni esperaba en mi Dios con la confianza que ahora. Ahora, sí que es de veras el propósito: ahora sí que pondré los medios; pondré en manos de un Confesor con toda resignación, y claridad mi conciencia; me apartaré de todas las ocasiones; me armaré con el mismo Dios, recibiéndole en mi pecho frecuentemente: ¿qué puntas, ni saetas han de pasar tal escudo? ¿Confiaba yo antes en la bondad Divina para detenerme en mis pecados, con tanto agravio de tal bondad, y no confiaré para salir luego de ellos? Cuando esta confianza sola es digna de asegurarse en aquella bondad; cuando para esto son sus promesas, para esto su sangre, y muerte preciosísima, para esto la intercesión de su Santísima Madre, Madre también dulcísima mía. ¿Mi buen Jesús no me manda que espere en él, y proponga de nunca más pecar? Luego no me faltará su gracia proponiendo yo de veras cuanto es de mi parte fiado en su misericordia, y su palabra.

¿Cuándo se ha de hacer el Acto de Contrición, y amor de Dios? Cuantas más veces es mejor al principio, y al fin, y a cualquier hora del día. Singularmente siempre que remuerde, o amenaza cualquier pecado mortal, huyendo de él luego con toda el alma, y esfuerzo; por no incurrir, ni perseverar un momento en el gravísimo disgusto, y ofensa de tan buen Dios; aunque no amenazase otro mal: y cuanto más lejos se hallare de riesgos de muerte, y otras desgracias, más segura, y fácilmente se hará la contrición, como debe hacerse, por ser Dios quien es, así en la muerte es menester mas cuidado en el motivo.

¡Qué dicha, si antes de pasar de aquí pasases de esclavo del demonio a hijo, y amigo de Dios! Ahora pues, pues ahora te da tan misericordioso aviso, y quizá será el último. Luego: no dilates para el tiempo que no sabes, el amor de quien sabes es infinitamente digno de ser amado en todo tiempo. Luego: aunque no te remuerda nada de presente: basta saber que te has arrepentido, para renovar mil veces la contrición, y asegurar el acierto siquiera alguna vez entre muchas. Luego: pues se digna de querer luego tu amistad aquel Soberano Señor, y es desatención suma a tan infinita Majestad ofendida; ser tu el que des largas, y te hagas de rogar para hacer las amistades. Luego: porque puede ser nunca sea, si no es luego y tu desatención lo merece. Luego: luego: porque aún luego es muy tarde para amar tan infinita bondad. Oh buen Dios pésame sobre todo pesar de haberos ofendido, por ser vos quien sois, y porque os amo sobre todas las cosas: propongo con vuestra gracia de nunca más pecar, y confesarme. En estas palabras se comprehende lo substancial del Acto de Contrición bastante para alcanzar la amistad de Dios: pero ayudará mucho decir también las que se suelen poner en el catecismo, y otros libros, y las demás que están en este papel, y aun se puede uno entender con Dios, y consigo comprehendiendo los afectos dichos sustanciales en su corazón (donde es necesario, y bastante que estén) siempre que se diere algún golpe de pechos, o dijere alguna de las palabras siguientes, u otras semejantes de amor, y dolor: Oh buen Jesús; Tibi soli peccavi. O gran Señor, ¡qué me atreví a tan infinita Majestad! Nunca más disgustaros: Virgen Santísima quitadme la vida antes que yo ofenda a vuestro precioso Hijo, que más quiero morir, mil veces morir, y aun padecer eternas penas, que ofender a un Dios tan bueno.

(Undécima impresión, versión 242: 209-219.)

 
Capítulo XXV. Casos del Acto de Contrición que se hace en la Misión de las calles.
 

Las ansias con que vino el Hijo de Dios de prender en el mundo el fuego de amor divino por medio del sagrado Leño de su Cruz en que murió abrasado de amor nuestro, obligan a que de nuestra parte no se omita medio alguno que pueda conducir a que se logren tales ansias, tal costa, y tal amor, uno pues de los medios más eficaces para que se encienda, y arda este fuego de amor de Dios, y contrición de los pecados, es el que han entablado, y practicado por sí mismos Prelados vigilantísimos, y varones Apostólicos: es a saber que algunas veces entre año se salga por las calles con la Imagen de Cristo crucificado, o el Estandarte de su Cruz como en procesión de Misión, o como quien busca el fruto, y fin principal para que se ordenaron las Misiones, y procesiones, pegando fuego a las almas heladas con los rayos del Crucifijo; con dardos, y saetas de amor, y temor de Dios, con voces, y sentencias, y ecos de su divina palabra, que muevan a la confesión, y contrición verdadera de los pecados. De estas Misiones de las calles, que a la verdad no es esto otra cosa, que llevar la Misión a sus casas aun a los que no quieren o no pueden lograr las Misiones, y Sermones de las Iglesias, se ha servido nuestro Señor de producir maravillosos frutos, que serían bien menester más hojas que las de este librito para referirlos, baste apuntar algunos de los que han pasado por mano del que esto escribe.

En cierto lugar donde llegaba la Misión hablándose en los corrillos de cuán grandes perdones, y Jubileos enviaba su Santidad para la vida, y para el artículo de la muerte a los que asistían en la Misión: un casado que esto oía más amigo de su apetito, y del demonio, que de Dios, y de su alma, se dejó decir: Muy gentil comida, y comed a nos traen: no haya miedo que me cojan allá los Teatinos, por más Jubileos que traigan para el artículo de la muerte, que yo no trato ahora de morirme; harto se hace en vivir con tantas cargas. Esto dijo; pero el suavísimo Dios, que no quería la muerte de este pecador, sino su vida, y alivio, dispuso que saliesen los Misioneros al anochecer convidando de parte de Jesucristo con el alivio verdadero a todos los que estaban trabajados, y oprimidos de las culpas, y penas de sus pecados, exhortando a la confesión, y contrición de ellas con semejantes sentencias: Pecador, alerta, alerta, que tu muerte está muy cerca: Confiesa lo que has callado, no sea que amanezcas condenado, &c.

Voces fueron estas, o saetas que atravesaron el corazón de aquel mozo, que por más que huía no pudo dejar de oír el silbo del Buen Pastor, que le salía a buscar, y reducir al rebaño de sus escogidos. Rindiose a Dios a las primeras voces, diose por comprehendido en la sentencia que tanto le tocaba, y caminando entre la demás gente que seguía el Santo Crucifijo, sobresalía entre todos con suspiros, y sollozos. Mas no acabándose de resolver a llegar a los Padres por entonces, se recogió a su casa con bien diversos pensamientos de los que tenía antes en el corrillo. Conoció su mujer que venía angustiado, procuró sosegarle, que durmiese: pero la píldora del Espíritu Santo no podía menos de hacer su efecto aun en sueños. Apenas se había trasportado un poco, cuando despertó alterado, y despertando a su mujer le dijo: ¿No oyes: no oyes? No oigo nada, respondió, duerme, no te inquietes. Cómo puedo sosegar, replicó: ¿No oyes a los buenos Padres, que van diciendo: Confiesa lo que has callado, no sea que amanezcas condenado? Era ya la media noche, y a la verdad no se oía voz alguna en la calle, y los Padres estaban recogidos; pero el Espíritu Santo había impreso de tal suerte aquellas voces en aquel corazón, que duraban aún los ecos de su gracia, y no pudiéndose resistirse más el mozo, saltó de la cama, vistiose, y sin poder detenerle su mujer siquiera hasta la mañana: porque como a otros se les pone el Sol a Mediodía, a este le había amanecido a media noche, salió a toda prisa en busca de los Padres de la Misión: No halló a nadie en la calle, caminó a la posada de los Padres, llamó a la puerta, despertó el huésped, respondiole que no era hora de inquietar a los Padres que ellos madrugarían bien temprano, y los podría hablar.

Pero quien despertó al doliente, despertó también a los Médicos. Oyendo el ruido los Padres, salieron con mucho gusto a tomar el mejor descanso que buscaban, que era dársele a aquel penitente, y resucitar por medio de la confesión aquella alma, que tan buenas prendas traía ya de vida. Confesose aquella noche de lo que pudo acordarse de once años que había callaba un pecado. Quedó con indecible consuelo, aliviado de aquella carga, que tanto tiempo le había oprimido, y con sumo agradecimiento a aquel buen Dios, que le había aguardado hasta aquella hora, habiendo estado ya a punto de muerte en una enfermedad resuelto a morir, y condenarse por no confesar aquella culpa vencido del empacho, que ya ahora de ninguna suerte le embarazaba a que atropellase ocasiones, y horas intempestivas, para asegurar luego su remedio. No volvió a su casa hasta que a la mañana reconciliado de nuevo, se recreó con el manjar de vida con grandes ansias, y gozo nacido del sentimiento de no haber hasta entonces gozado su suavidad, y vida, porque siempre había Comulgado en pecado mortal. Y no fue en vano la priesa que le dio la divina inspiración, porque no pasaron diez horas en que salteándole de repente un accidente mortal, con grandes prendas de su salvación, e inefable consuelo de su alma, la dio en manos de su Criador, rogando a su Confesor contase a todos este ejemplo de la gran Bondad de Dios, y del Patrocinio de la Virgen Santísima, a quien él reconocía todo su bien porque entre todos sus yerros, e hielos de pecados, solo había quedado siempre en él viva una centellica de la devoción.

No hay espacio para dilatarme como pudiera, en otros muchos casos semejantes, y diversos recorreré por mayor algunos. En una de estas salidas, o Misiones de las calles con el Acto de Contrición, uno de los que acertaron a oírle, se movió tanto que allí luego se acercó hacia otro de los presentes, y se arrodilló a sus pies, diciéndole: Un año ha que os ando a buscar para mataros: ahora os pido perdón por amor de Dios, y os perdono cualquier injuria que me habéis hecho, el otro hizo lo mismo, y se hicieron amigos, y amigos de Jesucristo. En otras dos personas que había más de once años que vivían en mal estado de amancebamiento, al tiempo que estaban más entregados al olvido de Dios, y ofensa suya oyendo desde la cama las sentencias, y sentidas voces del Acto de Contrición, se levantaron despavoridos, y arrodillados delante de un Santo Crucifijo hicieron firme propósito de dejar su mala vida, y casarse; como lo ejecutaron luego, sin reparar ya en las dificultades, que el uno de ellos especialmente, nunca se había atrevido a vencer.

En otra, un hombre que había más de diez años que no se confesaba mal ni bien, ni por Pascua, dándose como desesperado, y atado de pies, y manos a su condenación, se movió a gran confianza en la divina misericordia, viendo lo mucho que la engrandecía el Padre que hacia el Acto de Contrición, y se resolvió a confesarse, como lo hizo resuelto en lágrimas de dolor, y consuelo. Otro acabando un Padre de hacer el Acto de Contrición, se fue para él diciendo en alta voz: Oh Padre, oh Padre, que hará si ha convertido el mayor pecador del mundo: y apenas le podían acallar que no dijese sus pecados a voces, díjolos al fin en una confesión de más de cuarenta años. Un infiel encubierto, hallándose en una esquina cercado de la mucha gente que seguía el Acto de Contrición, se hubo de arrodillar con los demás delante del Santo Cristo, y se enterneció de suerte, que salió resuelto de convertirse a nuestra Santa Fe como lo hizo. Otro solamente en la apariencia Cristiano, vino con el Santísimo Sacramento envuelto en un lienzo, y lo entregó a un Sacerdote: y como el Sacerdote le preguntase qué era aquello, dijo Padre yo nunca voy a Sermón; pero ayer el Sermón vino a mí con aquel Santo Cristo, y Acto de Contrición: heme aquí que he sido muy mal hombre, encamíneme a la salvación.

Todos estos buenos afectos, y otros sin número muestran bien la bondad de su causa y comprueban cuán importante, y necesario es este medio de la Misión por las calles con Actos de Contrición: sin el cual es muy dificultoso que puedan ser ayudadas las almas más necesitadas del medio eficacísimo de la palabra Divina, que son las que no van a lograr en las Misiones, y Sermones de las Iglesias, y una alma sola de estas que se ganase una vez para Dios, era bastante para que la Caridad de nuestro Señor Jesucristo nos apretase, y nos arrastrase en pos de sí por esas calles, a quitarle al demonio la presa de tantas almas redimidas de nuestro Señor Jesucristo, como a todas horas, y todas partes arrastra tras sí al infierno. Pues qué será cuando no se sale vez alguna que no haya alguna de estas ganancias grandes, como lo ha persuadido la experiencia, y lo convence la razón: pues entre tantas personas de todo género, que oyen aquellas eternas verdades, y eficacísimas palabras, sigue al Santo Crucifijo en estas ocasiones, y muchos con sollozos, y gemidos, y otras demostraciones grandes de dolor de sus pecados, es moralmente cierto, hallan siquiera algunas el verdadero arrepentimiento, y contricición, y en ella la justificación de sus almas, que vino nuestro Señor Jesucristo a buscar a costa de su Pasión, y muerte.

A todos los que acompañaren el Santo Crucifijo, haciendo de veras el Acto de Contrición, ha concedido cien días de Indulgencia el Eminentísimo Señor Cardenal Sandoval Arzobispo de Toledo.

(Undécima impresión, versión 242: 220-228.)

 
Capítulo último. Advertencias para el artículo de la muerte.
 

En el articulo de la muerte quien se halla con pecado mortal y sin poder confesarse, debe para morir en amistad de Dios, hacer un Acto de Contrición: véase en que consiste cap. 24. Importa también pedir confesión vocalmente, y dar muestras de penitencia con las palabras del Acto de Contrición, o golpe de pechos, u otras señales, para que si le halla con vida cualquier Sacerdote, le pueda más seguramente absolver, aunque esté ya sin sentido, testificando los presentes, que pidió confesión, o dio muestras de penitencia; y si entonces las pudiere dar apretando la mano al Sacerdote, o de otra suerte, lo ha de hacer. También se le ha de dar luego la Extrema-Unción al enfermo que está en este aprieto, aunque no pueda recibir otro Sacramento puede ser se salve con este solo estando atrito, esto es, con verdadero dolor de sus pecados, aunque sea por las penas del infierno.

Pero con lo que infaliblemente se salvará, aunque no haya lugar para Sacramento alguno, es con el Acto de Contrición hecho de veras: así conviene hacerle muchas veces, aunque se confiese, para asegurar más lo que tanto importa, y aumentar la gracia en el poco tiempo que tiene de merecer: y para vencer las tentaciones que el demonio suele avivar más en el fin: contra de las cuales, la más eficaz resistencia es el Acto de Contrición: y por esto los presentes se le han de repetir mientras vive el doliente, aunque esté sin hablar: y decirle, que siquiera en su corazón le haga, e invoque los dulcísimos nombres de JESÚS, y MARÍA, y que tenga intento de ganar todas las Indulgencias, que pudiere, y que a este fin diga: Alabado sea el Santísimo Sacramento, lo reverencie diciéndolo los presentes; (véanse las Indulgencias de esto arriba, cap. 23, num. 85) y si lo dice, teniendo en la mano alguna medalla, o estampa del Santísimo Sacramento, ganará Indulgencia Plenaria en en el artículo de la muerte, la cual, o la de la Bula de la Cruzada (que se ha de procurar se la aplique el Confesor) o cualquier otra plenaria que gana en aquel último artículo, es bastante para ir derecho al Cielo si va contrito de todos sus pecados, aun veniales; y así, se ha de hacer el Acto de Contrición (o atrición con la confesión) de suerte que le pese de sus pecados por motivo, que abrace a todos; como por ser disgusto de tan buen Dios, aunque sea leve, que no es leve para el arrepentimiento lo que ofende de tal suerte a un Dios tan bueno, que le obliga a tener ardiendo en vivas llamas, y penas del Purgatorio, mayores que cuantas se han padecido en esta vida a una esposa suya, porque le desagradó en una mentira, o palabra ociosa, siendo así, que ya le ama, y es amada de él ternísimamente.

También se ha de excitar el doliente a afectos de otras virtudes, singularmente de Fe, y Esperanza. Para lo cual puede servir la práctica que se puso cap. 23, num. 77, y a ratos se le puede apuntar con estas palabras insistiendo siempre más en el Acto de Contrición: Señor mío Jesucristo en vos creo, en vos espero: y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido: propongo no pecar más con vuestra gracia, y confesarme, y confío me perdonareis, y salvareis por vuestra Santísima Pasión, y muerte, y por las entrañas, y ruegos de vuestra Madre Santísima. Amen. Deseo ganar las Indulgencias que pudiere para ver más presto a Dios. Jesús María, Alabado sea el Santísimo Sacramento. ¡Oh dulce Jesús, sed para mi Jesús! ¡Oh quien muriera de dolor de haberos ofendido! María Santísima disponed de mí en vida, y en muerte a mayor gloria divina.

Quien desea asegurar la contrición, y disposición verdadera para morir en amistad de Dios, no ha de guardar para tenerla a verse en peligro de muerte, por lo que se dijo arriba, cap. 12, y por las razones siguientes.

1. Porque muchas veces está uno en peligro de muerte, sin verle, como lo muestran innumerables muertes repentinas, y no pocas improvisas después de mucho tiempo de enfermedad, por no persuadirse el enfermo a que está en tanto aprieto; y no atreverse a decírselo con tiempo los Médicos, y los que le asisten: ¡oh piedad cruelísima!

2. El arrepentimiento de los pecados para que se perdonen aún con la confesión, ha de ser tal, que quisiera uno no haber pecado jamás: y resuelva de veras, aunque tenga siglos de vida, de no volver a ofender a Dios: ¡no tiene pues mucha gana de morir con este arrepentimiento, y propósito de veras para la vida, quien aguarda a no tener más vida para hacerle!

3. El Acto de Contrición ha de ser un odio de los pecados, por ser Dios quien es: de suerte, que aunque no fuera necesario aborrecerlos para salvarse, los aborrezca, y deje, por ser contra la bondad, y gusto de Dios: poco camino lleva para este color por ser Dios quien es, quien dilata el hacerle, hasta que sea necesario para no condenarse. Ruega un amigo a otro por amistad le dé, o restituya cierta prenda: rehúsa este darla hasta que le ponen una daga a los pechos: ¿quién no tendrá por más cierto, que aunque entonces la dé, no será finalmente por amistad, y dar gusto; sino por por huir la muerte, que le amenaza?

4. Los Santos después de tantos méritos, no se atrevían a asegurar la Contrición, y amor de Dios para la muerte; temblando un San Jerónimo, un San Hilarión del rectísimo juicio, y justicia de Dios: ¿pues cómo se asegurará para entonces el que tan desprevenido está de servicios, y amor de Dios en vida, que guarda el amarle para la muerte? Si no es que haya quien atrevidamente presuma que tiene su partido más seguro, sirviendo al demonio, que amando a Dios, contra lo que claman las escrituras todas, la justicia, misericordia, bondad, y razón irrefragable, con que el Espíritu Santo arguye por el Apóstol San Pedro: ¿Si el justo apenas se salvará, el impío, y pecador dónde parecerán?

5. Muy acordadamente tienen dispuesto los Sumos Pontífices, que no valga la Bula de Composición a los que contraen las deudas, en confianza de que después las compondrán con la Bula. No es menos llegada a razón la razón suma del gobierno, y disposiciones de Dios: mucho pues da que temer a los que pecan, y perseveran en sus pecados, en confianza de que después compondrán el perdón fácilmente, con un Acto de Contrición y Confesión: y más cuando de hecho se ejecuta la sentencia en tantos, cuantos muestran muchos, y muy temerosos casos, y revelaciones como la que refiere San Vicente Ferrer (Serm. 6 in Septuages.) de que el día que murió San Bernardo, murieron treinta mil personas, y de estas solas cinco se salvaron. ¡Oh suma contingencia del sumo mal! ¡Oh sumo descuido de los hombres, en el sumo riesgo! No parece posible que quien supiese esto se atreviera a estar un momento en pecado mortal, por donde precisamente se incurre este peligro y así para que se evite conviene que se sepa, y por eso Cristo Nuestro Señor avisó tan claramente ser tan pocos los escogidos, que de sus palabras, y otras de la Sagrada Escritura, coligen santísimos Doctores, y gravísimos Teólogos, que son más los que se condenan, que los que se salvan aún de los Cristianos adultos (véase el cap. 2.) justísimamente, porque no corresponden al inestimable beneficio de la Fe, con la caridad, y buenas obras, y porque usan de la infinita bondad de Dios, contra la misma bondad queriendo les valga (¡oh enorme atrevimiento!) para perseverar en sus maldades; y no queriendo valerse de ella para lo que tiene por propia, e infinita excelencia suya, cual es, que al que logra el tiempo, y gracia que le da, con solo un acto de verdadera contrición, le perdone en el mismo instante todos sus pecados, aunque sean mayores, que los de Judas, y más en número que las arenas del mar.

6. No se duda, que si el Cristiano que ha vivido mal, se halla con perfecta contrición en la hora de su muerte, debe confiar mucho, que aquel buen Dios, que con tan singular benignidad le de esa contrición, y tiempo, teniéndole tan desmerecido, le dará también su gracia singularísima para que sepa arrepentirse de veras, y sea uno de los pocos: Pero lo sumamente dudoso, es, ¡quién tendrá el tiempo, y contrición necesaria en aquella hora, siendo tan ordinario faltar entonces el juicio, y libertad perfecta, que es menester para volverse de veras a Dios! En los casos repentinos, lo que más prontamente se ofrece, es, a lo que uno está más acostumbrado: quien no está hecho a hacer Actos de Contrición, y amor de Dios; sino juramentos, y maldiciones, y otros pecados, más a mano se encontrará en un caso improviso, con la ofensa de Dios, que con el amos: como le sucedió, entre muchos, a un mozo maldiciente, y lascivo, de quien refieren graves Autores, que se fiaba en sus pecados, diciendo con tres palabritas que yo diga a la hora de mi muerte me basta: esto es el Tibi soli pecavi, que fue el Acto de Contrición de David; pero viniéndole su fin más presto, y con diferente modo de lo que entendía, arrojado de un caballo al pasar de una puente, las tres palabras que le oyeron decir cuando caía en el río fueron: Omnia piat daemon, todo se lo lleve el diablo; porque esto era lo que acostumbraba traer en el corazón, y en la boca, no el Acto de Contrición.

Todo esto no bastará por lo menos a hacer sumamente dudosa la Contrición, y disposición que se guarda para adelante. Quien pues habrá tan enemigo de sí mismo; que quiera hacer tan de mejor calidad el pleito del demonio contra su alma, dejándole de presente con la posesión della en caso de tanta duda. Lo segundo es, tomar el benignísimo aviso de Cristo N. Señor, de que estemos siempre dispuestos: porque no sabemos el día, ni la hora. Haz, pues, Cristiano, cuanto antes, una buena confesión, fortalece tu alma a menudo con el sustento del Cielo: y ahora, pues ahora te avisa Dios, y no tienes otro instante seguro; procura asegurar la única seguridad del estado de gracia, haciendo un verdadero Acto de Contrición: con lo cual puedes alentar grandemente la confianza de que por la divina misericordia serás de los pocos escogidos, como eres por la misma de los pocos, que habrá ahora en todo el mundo arrepentidos de sus pecados. Y para que aciertes en la muerte a amar de veras a Dios, entraña desde luego en tu corazón el justo aprecio de aquella suma bondad, que no merece por cierto el amor solo tardío, y amortiguado de la hora de la muerte: sino el más vivo, y continuo de nuestra vida. Toma esta costumbre del Cielo (en oposición de cuantas el demonio introduce) de hacer el Acto de Contrición, por lo menos en estas ocasiones.

1. Al principio del día, y de cualquier obra, y cuando se han de ganar Indulgencias, y cuando cumples la penitencia, o padeces alguna pena, para lograrlo todo en gracia de Dios. 2. Cuando acomete cualquier mal pensamiento contra los cuales es la más eficaz resistencia el Acto de Contrición. 3. Si cayeres en el abismo del pecado: dando luego la mano a quien con tanta clemencia alarga luego la suya para levantarte. 4. Siempre que te hallas en algún peligro de alma, o cuerpo, acción de cuidado, o pretensión: que nada puede sucederte mal, teniendo por amigo, y a tu lado al todo poderoso; y por el contrario, no es mucho te suceda todo al revés, estando en pecado mortal. 5. Siempre que ves alguna Imagen de Cristo N. Sr. o de la V. Santísima, o adoras el SS. Sacramento: que esta adoración de corazón contrito es la que pretende la costumbre de la Iglesia, en el golpe de pechos a vista de tales demostraciones de la bondad divina. 6. Antes de recogerte, ajustando las cuentas de tu conciencia, por si Dios las pide esta noche. 7. Sería convertir el cobre en oro: si en todas las devociones, obras, y trabajos se entrañasen estos afectos de amor de Dios. Oh buen Jesús, quien hubiera muerto de amor tuyo, antes de haberte ofendido. No más disgustaros: primero vengan eternas penas. Que son todos estos trabajos, y obras, en desquite de haberte ofendido. Sea todo por tu amor. A mayor gloria divina. Virgen Santísima abrasadme en amor de vuestro Hijo. ¡Oh si a costa de mi vida pudiera yo lograr las ansias que trajeron del Cielo a la tierra, a mi buen Jesús, de que se emprendiese en el mundo este fuego de amor Divino!

Acuerdate por último Cristiano mío, y piensa profundamente un rato la temerosa sentencia del Espíritu Santo, que dice (Eccles. 5.) No te asegures de pecado perdonado, ni añadas pecado sobre pecado, y no digas (para perseverar en tus culpas) grande es la misericordia del Señor, perdonará mis pecados. Porque en verdad que van en él muy a una su misericordia, y su ira, y esta ira mira a los pecados. No tardes en volverte al Señor, y no lo dilates de un día para otro, porque vendrá de repente su ira, y en el tiempo de la venganza te destruirá. Todas son palabras del mismo Santo, y verdadero Dios que nos ha de juzgar, y pedir cuenta, quizá esta misma noche de este aviso, que quizá es el ultimo para quien menos piensa. ¡Oh qué horrendo es caer en las manos de Dios vivo! Pero qué suave es dar la mano de verdadera amistad al todo poderoso, suavísimo Dios, que murió en una Cruz abrasado de sed, y ansias de que se hiciesen estas amistades, y conservasen inviolables, como firmadas con su sangre: Muévanos tales ansias, tal sangre, y tal bondad: Tibi soli peccavi.




Indulgencias.

El Eminentísimo Señor Cardenal Sandoval, Arzobispo de Toledo concede cien días de Indulgencia, por cada vez que cualquiera persona hiciere el Acto de Contrición con el mayor fervor, y afecto que le dictare su devoción, y leyere, u oyere leer las advertencias aquí puestas, o cualquier otro capítulo de este libro, u otra lección espiritual, o rezare el Rosario de Nuestra Señora a coros, acompañándolo como dicho es, con el Acto de Contrición, y pidiendo a Dios Nuestro Señor la exaltación de su Santa Fe Católica, paz, y concordia entre los Príncipes Cristianos, y la salud de sus Majestades, y buenos sucesos de sus Reales Armas.

Acto de contrición.

Señor mío Jesucristo, por ser Vos quien sois, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón de haberos ofendido: propongo con vuestra gracia no pecar jamás, y confesarme, y confío me perdonaréis por vuestra Santísima Pasión, y muerte, y por los ruegos de vuestra Madre Santísima, Amen. Pater noster, y Ave María, por la intención que se pide para ganar las Indulgencias.

Otro Pater noster, y Ave María, porque todos los que leyeren este libro confiesen enteramente sus pecados, sin callar ninguno por vergüenza, y con verdadero dolor, y propósito firme de enmendarse, de suerte que perseveren en gracia, y amor de tan buen Dios hasta la muerte.

Saetas de amor, y temor Divino.

Un alma tienes, y no más; si la pierdes ¿qué harás?

¡Haz aquello que quisieras haber hecho cuando mueras!

De cierto sé moriré, ¿cómo, y cuándo? No lo sé.

¡Oh momento de donde pende la eternidad!

Confiesa lo que has callado, no sea que amanezcas condenado.

Si a Dios no temes, ¿qué temes? Y si le temes, ¿qué temes?

¿Para quién tienes tu amor, si no es para tan buen Dios?

Dios mío, y todas las cosas: ámete yo sobre todas.

¿Cómo puedo tener gusto, en lo que a Dios da disgusto?

¡Que me atreví a despreciar tan inefable bondad!

¿Cuántos hay en el infierno, que pecaron mucho menos?

Mas, ¡oh inefable bondad, que me ha querido aguardar!

¿Y qué me aprovechará, si porfío en mi maldad?

¡Oh quién muriera de amor, de un Dios que por mí murió!

Tibi soli peccavi.

(Undécima impresión, versión 242: 228-242.)

Índice de los capítulos.

Primera parte

Cap. 1. Casos en los cuales la Confesión es mala y tiene obligación el Cristiano a volverla a hacer otra vez, 1.

Cap. 2. Hay dos advertencias, 3.

Cap. 3. Propónese la materia deste tratado, 4.

Cap. 4. El principal Autor de callar pecados es el demonio, 5

Cap. 5. Una doncella de diez y seis años se condena por callar pecados, 9

Cap. 6. Otra doncella se condena por callar un pecado de vergüenza, 17

Cap. 7. Otra mujer se condena por lo mismo y llevaron su cuerpo los demonios, 22.

Cap. 8. Una Princesa se condena por callar un pecado en la confesión, 25.

Cap. 9. Los pecados callados en la Confesión los descubre Dios con suma ignominia, 31.

Cap. 10. Caso rarísimo de una mujer casada, que se condenó por callar pecados cometidos con su marido, 36.

Cap. 11. Desastrado fin de una Religiosa por callar pecados en la confesión, 39.

Cap. 12. Una mujer se condena por un pensamiento deshonesto, consentido, y no confesado, 42.

Cap. 13. Refiérese la historia peregrina de Pelayo, 45.

Cap. 14. El pecado cuando más se esconde del Confesor, más se pública, 51.

Cap. 15. Confírmase lo dicho con un caso muy singular, 54.

Cap. 16. Un caso de mucha enseñanza, 57.

Cap. último. Conclusión desta primera parte, 68.

Segunda parte

Cap. 1. Pónese una advertencia de mucha consideración, 71.

Cap. 2. Muchos de los que mueren en pendencias se confiesan sin firme propósito de enmendarse, 73.

Cap. 3. Dos casos lastimosos de dos hombres que murieron sin firme propósito de la enmienda, 74.

Cap. 4. Dios nos manda tener este propósito, y cuál haya de ser, 79.

Cap. 5. Historia rara de un Estudiante, que se condenó por falta deste propósito firme, 81.

Cap. 6. Confírmase lo dicho con otro caso de un hombre, que se confesó en la muerte, y por falta de propósito se condenó, 85.

Cap. 7. Propónense las causas de quebrantar los propósitos de la enmienda en la confesión, 88.

Cap. 8. Prosíguense las causas de quebrantar los propósitos de la enmienda, 91.

Cap. 9. Una mujer se condenó por falta de propósito de la enmienda en la confesión, 95.

Cap. 10. Un usurero por el interés duró poco en el propósito de la enmienda, 98.

Cap. 11. Medios para perseverar en los buenos propósitos, 101.

Cap. 12. Confesión que se aguarda para la hora de la muerte es sospechosa: caso raro de un Confesor, y un penitente, 103

Cap. 13. Confírmase la importancia de un buen Confesor con un caso muy singular, 107.

Cap. 14. Refiérense tres castigos horrendos de tres Confesores por no cumplir con su obligación, 111.

Cap. 15. Muchas recaídas en un mismo pecado señales son que el propósito de la confesión no es verdadero, 119.

Cap. 16. Confírmase lo dicho con una historia muy peregrina, 123.

Cap. 17. La necesidad que hay en algunos de hacer Confesión general, 128.

Cap. 18. Propónense algunas razones que persuaden la confesión general, 132.

Cap. 19. Prosíguense otras razones para el mismo intento, 137.

Cap. 20. Recopílanse los provechos que se siguen de la confesión general, 143.

Cap. 21. Reglas, y modo fácil para hacer, una buena Confesión General, o Particular, 148.

Cap. 22. Interrogatorio para el examen de la confesión, 179.

Cap. 23. Práctica breve para las confesiones frecuentes, 197.

Cap. 24. Importancia, y modo de hacer el Acto de Contrición, 209.

Cap. 25. Casos del Acto de Contrición que se hace en las Misiones de las calles, 220.

Cap. último. Advertencias para el artículo de la muerte, 228. Indulgencias, 240. Acto de Contrición, 240. Saetas de amor, y temor Divino, 241.

fin

(Undécima impresión, versión 231 [232-234] hasta 148, versión 242 [243-246] en adelante.)

Sobre Casos raros de la Confesión

1898 Carlos Sommervogel SJ [1834-1902], Bibliothèque de la Compagnie de Jésus, Bruselas-París 1898, tomo VIII, columnas 521-525, s. v. “Vega, Christophe de”.

1906 Eugenio de Uriarte SJ [1842-1909], Catálogo razonado de obras anónimas y seudónimas de autores de la Compañía de Jesús…, Madrid 1906, tomo III, páginas 77-82, s. v. “Casos raros de la Confesión”.

Sobre Casos raros de la Confesión

Cristóbal de Vega SJ [1595-1672]