Filosofía en español 
Filosofía en español

 
El Basilisco, 1ª época, nº 1, 1978, páginas 5-16

 
Reliquias y Relatos:
construcción del concepto de
«Historia fenoménica»

Gustavo Bueno

 

LLos análisis que siguen son de tipo gnoseológico, no son de tipo metodológico. La «metodología de la Historia» pertenece a la propia estructura de la ciencia, a su tecnología (la metodología de los stemmas es a la ciencia histórica lo que, por ejemplo, la metodología de la doble pasada es a la ciencia química). La Gnoseología es filosófica, su materia no es tanto la historia, cuanto la Historia –incluida la propia metodología–. No obstante, bajo la rúbrica «metodología» suelen acogerse cuestiones gnoseológicas y, aunque los entretejimientos son evidentes, conviene mantener la conciencia de su distinción.

Cuando hablamos de «Historia científica», nos referimos a las «ciencias históricas particulares» (Historia social, Historia del Arte, &c.), y no a la «Historia total». Incluso la llamada «Historia general» (por oposición a la «Historia del Arte», a la «Historia de la Ciencia»…) es también (frente a la «Historia total») una «Historia especial», cuyo tema es la Historia política y económica.

I. Planteamiento de la cuestión

1. La Historia –la ciencia histórica– se construye sobre ruinas, vestigios, documentos, monumentos: llamemos reliquias a todas estas cosas (reliquus –restante–; relinquere –permanecer–). Pero el historiador, en cuanto tal no permanece inmerso en sus ruinas, no se limita a percibirlas, a constatarlas en su corporeidad fisicalista. Las puebla de «fantasmas». El «presente» (constituido por las reliquias) aparece así, tras el trabajo del historiador, inmerso en un «pasado» fantasmagórico, al mismo tiempo que este pasado se nos presenta como una atmósfera que se respira únicamente desde el presente. Pero este presente es precisamente el presente fisicalista constituido por las reliquias.

Este es un modo «denotativo» de designar el contenido de lo que vamos a llamar «Historia fenoménica».

Pero el análisis gnoseológico de este contenido plantea cuestiones muy complejas. En primer lugar, porque los fantasmas del pretérito no son gratuitamente construidos (salvo cuando la historia se convierte en novela) y no es fácil dar una razón precisa gnoseológica de los motivos por los cuales la Historia debe comenzar por construir «fantasmas» –es decir– no es fácil redefinir la función de estos fantasmas en términos gnoseológicos. (Aquí sugeriremos que ellos son únicamente el soporte mínimo o el «revestimiento imaginario» de las operaciones del plano β-operatorio en el cual las reliquias han de ser reconstruidas, de suerte que nos remitan, eventualmente, al descubrimiento de futuras reliquias: este es el único sentido positivo que creemos posible atribuir a la predictividad del futuro, asociada ordinariamente a la Historia científica. Los «fantasmas» sólo figuran, por tanto, en la Historia fenoménica, como operadores que enlazan las «reliquias» diferentes entre sí). En segundo lugar, porque la Historia así establecida, sin perjuicio de que pueda alcanzar evidencias tan apodícticas como las matemáticas, no es sino una parte de la ciencia histórica, y acaso la de rango más bajo. ¿Cómo definir gnoseológicamente la unidad, si es que existe, de esta ciencia histórica que llamamos Historia fenoménica y cómo establecer sus relaciones (incluidas las relaciones de realimentación con el otro tipo de Historia científica que (sin perjuicio de que sus resultados sean mucho menos evidentes) [6] consideraremos de rango más alto, denominándola «Historia teórica (no precisamente «Historia social»). Sobre todo si tenemos en cuenta la circunstancia de que, con este nombre de «Historia teórica», designamos, más que a una ciencia unitaria, –una «Historia total», una «Historia integral» que interpretaremos como un concepto intencional y no efectivo –a un conjunto de ciencias históricas muy heterogéneas (unas de índole social –político, económico– y otras de índole cultural) y, por consiguiente, que la expresión «Historia teórica» nos remite a una determinada propiedad, compartida por diferentes ciencias históricas, y no a una determinada ciencia histórica. (Sugerimos aquí, como criterio más adecuado para formular el sentido gnoseológico de la oposición entre la «Historia fenoménica» y la «Historia teórica», la oposición general entre las metodologías α-operatorias y las metodologías β-operatorias características de las ciencias humanas). ¿Dónde situar, entonces, al materialismo histórico en cuanto ciencia? ¿Es Historia fenoménica o es Historia teórica? ¿Es Historia económico-social o es Historia cultural? ¿O es Historia total científica? ¿No es esté un concepto sin sentido? Cuando se dice que Marx descubrió, como Galileo, «el continente de la ciencia histórica» ¿Se ha dicho en realidad algo, si no se nos ofrecen las coordenadas gnoseológicas (Historia fenoménica/Historia teórica; Historia social/cultural, &c.) de este continente, de esta nueva ciencia? La realidad gnoseológica de un continente del que no se conocen las coordenadas es similar a la realidad geográfica de un continente como la Atlántida {1}.

2. Pocos historiadores negarán esta evidencia gnoseológica: que la ciencia histórica se apoya, exclusivamente sobre las reliquias. Pero no todos aceptarán el análisis gnoseológico que estamos esbozando en torno a su significado. En rigor, la cuestión comienza en este punto: en el del análisis gnoseológico del significado de las reliquias en el conjunto de la construcción histórica, y en el análisis de los procedimientos de construcción, mediante los cuales ellas parecen ser desbordadas. Con frecuencia, este análisis se pasa por alto. Se ejercita, acaso rigurosamente, el desbordamiento, y se formula el proceso mediante una frase como ésta: las reliquias son los testimonios del pasado. «La Historia es la ciencia del pasado» –se dice ingenuamente–. Los más críticos añaden, con Croce: «De un pasado, naturalmente, comprendido desde el presente» (un presente que envuelve todas las coordenadas de la comprensión, incluyendo los prejuicios ideológicos y las perspectivas prácticas orientadas al futuro. Y en este sentido, dado que en el presente está el futuro, podría concluirse, con el mismo derecho, que la reconstrucción del pasado se hace desde el futuro). Pero todas estas precisiones, aunque contienen determinaciones objetivas (si bien formuladas en términos obscuros y metafísicos: «Futuro», «Presente»…) son precisiones de índole epistemológica, más que gnoseológica. Se refieren más a la crítica epistemológica que al análisis gnoseológico de los procedimientos de construcción histórica. Presuponen el pasado como algo dado de antemano (aunque deformado o refractado por el prisma del presente); el pasado como algo a lo que habría que retroceder (es lo que Gardiner ha llamado «falacia de la máquina del tiempo» {2}.), cuando de lo que se trata es de analizar de qué modo llegamos a la idea misma de pasado a partir de un único presente positivo que nos puede remitir a él: las reliquias son, desde luego, contenidos del presente –son «Modificaciones» de la corteza terrestre actual– y el sentido más positivo de la fórmula habitual: «La Historia se hace desde el presente» es, desde luego, este: «La Historia se hace desde las reliquias». Pero, para quienes parten ya de la concepción del pasado como una suerte de entidad real «per-fecta» (no «in-fecta», para utilizar la distinción estoica, como lo es el presente operatorio) concebida epistemológicamente como envuelta en unas brumas que se trataría sólo de rasgar (dejando al margen la contradicción ontológica de dar como real precisamente a lo que no existe sino como fantasma, de clasificar como hecho o evento precisamente a lo que no es un hecho sino un constructum, puesto que el hecho es la reliquia) las reliquias serán, sin más, sobreentendidas como testimonios del pasado (de las sociedades pretéritas, de los individuos pretéritos).

¿Qué puede querer decir todo esto en términos gnoseológicos? Utilizando las coordenadas de la teoría del cierre categorial: que las reliquias no forman parte del campo recto de la ciencia histórica, sino de un campo oblicuo, fenoménico. Las reliquias serán entendidas, de entrada, (para decirlo con terminología semiótica) como significantes (presentes) de unos significados (pretéritos) que subsisten más allá de ellos. Las reliquias serán signos que nos representan algo distinto de ellos mismos; son reflejos de un pasado perfecto. Pero gnoseológicamente, la situación no puede reducirse en modo alguno a estos términos. En primer lugar, porque, por lo menos, ocurre, ya, en las ciencias históricas, algo que ocurre también en las ciencias físicas: que las «esencias» son el reflejo de los «fenómenos» fisicalistas, aunque la relación recíproca deba establecerse de un modo cerrado por la propia ciencia (el argumento ontológico). El espectro es el reflejo del átomo (ordo essendi), pero gnoseológicamente el átomo (el átomo de Bohr) es el reflejo del espectro; a partir de los fenómenos espectrales comenzó aquél a ser científicamente construido. Así también, el pasado será, ante todo, para la ciencia histórica, el reflejo del presente (el reflejo de las reliquias) y no recíprocamente. Las tareas de la teoría de la ciencia histórica consisten, muy principalmente, en el análisis de los mecanismos de paso del reflejo a lo reflejado, del significante al significado, en tanto estos pasos hacen posible el circuito de retorno.

En cualquier caso, toda construcción histórica que no quiera confundirse con un relato mítico («érase una vez…») debe comenzar por el anacronismo de los fenómenos, por las reliquias, y por quienes las han trabajado. Es imposible hablar científicamente de Agamenón sin hablar de Schliemann, de Tutankamon, sin hablar de Carter, de Sargón, sin hablar de Layard. En segundo lugar, porque el terminus ad quem de la construcción histórica, el pasado, no tiene las características del terminus ad quem de las ciencias físicas. El átomo de Bohr, aún [7] siendo un sistema construido (una esencia), ha de tratarse como si estuviese en el mismo plano (ordo essendi) que el espectro (el fenómeno) que está siendo causado por la esencia, que es una realidad que coexiste con aquel, sin perjuicio de que, al propio tiempo, el fenómeno coexista en un plano oblicuo, puesto que los efectos de las radiaciones atómicas en el espectroscopio son el resultado del acoplamiento de ciertas instalaciones gnoseológicas que no son esenciales al sistema mismo del átomo. En cambio, el pasado al que llegamos tras la construcción sobre las reliquias, no cabe tratarlo como una realidad coexistente con el fenómeno, sino precisamente como una «irrealidad», encubierta por la circunstancia de que es designada por significantes verbales («fue», «sido») tan positivos como los significantes que designan el presente («es»). El pasado histórico no actúa sobre las reliquias del mismo modo como el átomo de Bohr actúa sobre el espectro. Y paradójicamente, advertimos que los fenómenos espectroscópicos son oblicuos a las realidades atómicas, mientras que los fenómenos históricos, las reliquias, son, de algún modo, componentes rectos de las realidades pretéritas, son «contenidos formales» de la Historia.

3. Plantearnos las cuestiones gnoseológicas primeras de la teoría de las ciencias históricas como cuestiones centradas en torno a los «procedimientos» de transición (o construcción, regressus) a partir de las reliquias hasta los fenómenos pretéritos, así como a los procedimientos de enlace de los fenómenos entre sí, en tanto han de conducirnos de nuevo a reliquias (progressus) y, eventualmente, a la predicción del futuro físicalista. De un futuro que, si es predictible científicamente, es porque ya está determinísticamente coordinado con nuestro sistema, aunque (ese futuro) nos sea desconocido. (Evidentemente, lo que se denota con la expresión «futuro gnoseológicamente determinado» no puede ser otra cosa sino el conjunto de reliquias aún desconocido).

Podría ocurrir, y ocurre de hecho, que muchos historiadores protesten enérgicamente ante quien les propone semejantes objetivos científicos. Dirán que ellos no se sienten estimulados por semejantes objetivos, sino, por ejemplo, por el deseo de conocer el pasado humano, en tanto nos ofrece el marco para comprender el futuro. Esta es una cuestión psicológica que, naturalmente, no se trata aquí de impugnar. ¿Quién duda un momento de la sinceridad de tan nobles propósitos? Pero, también podría ocurrir que un físico protestase enérgicamente ante quien le asigna como misión establecer, por ejemplo, el cierre de la teoría de las máquinas de vapor, alegando que su estímulo verdadero (su finis operantis) es el de resultar útil a la industria (incluso llegando a descubrir el perpetuum mobile). Pero los motivos psicológicos son extrínsecos a la estricta tarea gnoseológica (finis operis) e incluso pueden entrar en contradicción con ella.

Lo que nos importa, desde el punto de vista gnoseológico, son las cuestiones relacionadas con el proceso de cierre histórico, con los circuitos constituidos por los procesos de transición de las reliquias a las formas pretéritas (el «pasado»), en la medida en que éstas nos devuelven de nuevo a las reliquias en un proceso recurrente. Nos interesa la cuestión en torno a la naturaleza de la unidad que pueda adscribirse a una ciencia constituida en la construcción de estas conexiones de reliquias tan heterogéneas (militares, religiosas, urbanas, &c., &c.), por medio de las formas pretéritas, la naturaleza de estas formas y su conexión gnoseológica con las reliquias, en qué medida puede hablarse de un campo categorial unitario (el de la Historia fenoménica), integrado, precisamente, por elementos tan heterogéneos, y qué relaciones guarda con otros conceptos gnoseológico-descriptivos, como pueden serlo los de «Historia evenemencial», «Historia-factual», «Historia-teatro», «Historia narración», &c.

De este modo, pretendemos fijar nuestra posición con respecto a las posiciones que el neo-positivismo ha mantenido ante las ciencias históricas. Brevemente, diríamos que compartirnos con el fisicalismo todo lo que él tiene de crítica (más bien epistemológica) a la teoría de la Historia pre-positivista (la Historia como «ciencia del pasado» &c.), pero, que nos separamos de él, en lo que tiene de reductivismo. Reductivismo que, por otra parte, acaso no consiste tanto, aquí, en «rebajar» las estructuras de un «nivel superior» a otras pertenecientes a un nivel «inferior» (las estructuras biológicas a las químicas, las culturales a las mecánicas…) cuanto en «reabsorber» las determinaciones específicas en otras genéricas, y ello al margen de que esta genericidad sea de un nivel ontológico más bajo (el que corresponde a los géneros anteriores a las especies) o sea (como ocurre aquí) de un nivel más alto (géneros modulantes). Porque el componente fisicalista de las reliquias, en tanto mantenga la forma de tales reliquias, no implica el descenso desde el nivel cultural a un nivel genérico (absorbente): las reliquias no son tanto, para el historiador fisicalista, «carbonato cálcico» o «celulosa», cuanto, por ejemplo, «sillares» o «papel». La genericidad considerada principalmente por la teoría de la Historia fisicalista es de índole epistemológica, y comporta, más que un rebajamiento de nivel, un empobrecimiento de los complejos procesos gnoseológicos de construcción que ligan las reliquias y las formas pretéritas (y ello junto con precisiones muy importantes en el orden fisicalista). Diríamos, pues, que el neo-positivismo fisicalista ha procedido aplicando a la ciencia histórica el principio general (certero) de la necesidad de una base fisicalista sobre la que se apoye toda proposición científica (considerada, epistemológicamente, como proposición verificable) y se ha encontrado, más o menos, con lo que llamamos «reliquias» en cuanto correlato, en las ciencias históricas, de lo que son los datos fisicalistas en las ciencias naturales. Ahora bien, al atenerse a la perspectiva de este principio fisicalista de verificación, el neo-positivismo se mantiene en un terreno abstracto genérico, que pone entre paréntesis los mecanismos gnoseológicos de transición de los datos fisicalistas a las formas pretéritas, o los reduce a mecanismos lógico-proposicionales, dentro de la teoría de la ciencia hipotético-deductiva. «Toda afirmación acerca del pasado es equivalente a una afirmación acerca de registros, documentos…» decía Ryle {3}. Pero esto no es cierto. No hay tal equivalencia –esta equivalencia no es otra cosa sino el resultado de aplicar la perspectiva genérica a la que nos referíamos. «Decir que sabemos que tal acontecimiento ocurrió en el pasado, equivale a declarar una pretensión: la pretensión de que si se nos pide que produzcamos [8] razones concluyentes para justificar nuestra afirmación, podremos producirlas» dice Dakeshott {4}. Desde luego, en una reducción dialógica de la cuestión. Pero la verdadera cuestión comienza aquí: en el análisis gnoseológico de esta «producción de razones concluyentes», que es algo distinto de señalarlas deícticamente, como se señala el interior de la «caja negra», en lugar de abrirla. La «caja negra» es aquí la misma ciencia histórica.

II. Reliquias y relatos

4. Las «reliquias» son «hechos», hechos físicos, corpóreos, presentes. Pero no son hechos brutos, dados por sí mismos, como sustancias aristotélicas. Son realidades que subsisten, por de pronto, en contigüidad con otras realidades que no son reliquias, «entretejidas con ellas». Es preciso deslindar, en el «continuo» (complejo) de las realidades presentes, aquellas que son reliquias y aquéllas que no lo son. Las operaciones que hacen posible esta delimitación, (operaciones que pertenecen precisamente al plano β-operatorio) suponen, en cada caso, un conjunto complejo de precondiciones, cuya generalización y cristalización se encuentran en el origen mismo de las ciencias humanas como ciencias históricas, y es claramente observable a partir del siglo XVII. El concepto de reliquias, con alcance gnoseológico, forma parte, así, de un sistema cuyas líneas principales podrían describirse del siguiente modo.

En el ámbito del mundo físico, se configuran ciertas formas, percibidas como fabricadas por hombres, según operaciones similares, a las que el propio investigador (el precursor del «sujeto gnoseológico») ha de ejecutar para comprenderlas como tales formas destacadas de las formas que las rodean, es decir, en el plano β-operatorio. Por ello es esencial a la dialéctica del concepto de «reliquia», su inmersión en un contexto de formas que no lo sean, es decir, que no hayan sido construidas por el hombre, ni por nadie que opere antropomórficamente. Dicho exactamente: que no pueden ser comprendidas en un plano β-operatorio, sino en un planoα-operatorio. El concepto operatorio de reliquia, tal como lo estamos construyendo, implica, por tanto:

A. Que presuponemos dadas estructuras o formaciones que, aún conocidas operatoriamente, no hayan sido operatoriamente establecidas. Si esto no ocurriera alguna vez, el concepto mismo de operación perdería su significado objetivo. Solamente si hay operaciones que pueden ser, no ya «proyectadas en los objetos» (la causalidad, de Piaget), sino eliminadas del objeto, es posible que las operaciones tengan la forma de tales, y ulteriormente, que pueda ser construido el concepto de un plano β-operatorio. La evidencia de que existen formaciones constitutivas de nuestro presente que son debidas a causas no operatorias –cuyo ejemplo límite son las causas mecánicas, o las leyes del azar– no podría abrirse camino en el seno de un concepción antropomórfica o teológica del mundo, como aquella que podemos atribuir todavía, sin temor a equivocarnos (y sin olvidar las excepciones), a la época del Renacimiento. Si todas las formaciones de nuestro mundo deben ser entendidas como el resultado de la acción de dioses o de démones, las «reliquias» quedarían desdibujadas como tales. Dios modeló con una arcilla (que, a su vez, había sido previamente creada por él) los cuerpos humanos; Dios había llevado la mano de Moisés cuando éste escribía El Génesis; esos inmensos apilamientos de sillares que hoy atribuimos a los romanos (reliquias de acueductos) habían sido, acaso, fabricados por el diablo. Es preciso que los cielos y, sobre todo, la Tierra queden limpios de dioses y de démones, para que los hombres aparezcan como los únicos fabricantes. Ni siquiera los animales, llegará a decirse, pueden fabricar, porque son máquinas, autómatas {5}. Esta concepción del hombre como único ser dotado en el mundo de inteligencia tecnológica (gnoseológicamente: como único ser inteligible en el plano β-operatorio) aunque sea errónea, será el núcleo en torno al cual se organizará la idea moderna de «Hombre», una idea, por cierto, esquemática y demasiado rígida (anterior a la teoría de la evolución, que sólo comenzará a abrirse camino al final del siglo XVIII). Idea moderna de «Hombre», (como tema de las ciencias humanas) que comporta, a la vez, la universalidad de la razón (digamos: del plano β-operatorio, como perspectiva común a todo lo que es humano) y que es, al mismo tiempo que el término de una idea cristiana (el hombre «rey de la creación» «el único dios en la tierra, Cristo»), el principio de la eliminación del cristianismo medieval y renacentista. Se ha pretendido dar cuenta de este nuevo «humanismo» a partir de las coordenadas existencialistas, a partir del concepto de una conciencia de la propia nihilidad del Dasein como «conciencia del vacío», entendido «a la francesa», y así Foucault ha sostenido que el hombre (digamos, el Dasein) es un «invento del s. XVII», un invento que habría tenido lugar mediante el autodescubrimiento de su propio hueco, de la conciencia de sí como el lugar vacío {6}. Pero a nuestro juicio, las categorías heideggerianas (o sartrianas), por disimuladas que se den, no son suficientemente potentes para analizar la gran novedad que estamos considerando en sus repercusiones gnoseológicas. Para decirlo en el contexto de Foucault: el nuevo humanismo no habría aparecido a consecuencia de una conciencia que asciende y cristaliza en el hombre a partir de su propio ser, sino a consecuencia de una progresiva trituración de las evidencias de que, tras las formas del mundo que nos rodea, actúan los ángeles, los démones, o los propios dioses, –el propio dios que hace milagros {7}. Por ello diríamos que es ciertamente en Castilla (preservada de la religiosidad protestante) en donde las primeras nuevas evidencias cristalizan, pero no tanto en el campo de la pintura, (el Velázquez, de Foucault) cuanto en el campo del pensamiento abstracto, en la tesis del automatismo de las bestias, de Gómez Pereira, precursor de Descartes. Descartes es quien ha [9] trazado el primer cuadro de conjunto de la nueva situación: el mundo es la totalidad de las formas que se configuran en virtud de procesos mecánicos (plano α-operatorio) y los hombres, una vez eliminados los ángeles y los genios malignos (o alejados a una distancia tal que los hace inoperantes ante las evidencias del cogito) son los que únicamente actúan inteligentemente (en nuestros términos: plano β-operatorio), de suerte que pueden comprender sus propias obras como producidas por ellos: verum est factum (Geunclinx, Vico). Solamente sobre este fondo mecánico podrá destacar el concepto de «reliquia», como formación corpórea detrás de la cual está presente, precisamente, el homo-faber de la revolución industrial y este concepto volverá a hacerse borroso cuando alguna corriente del idealismo alemán pretenda reducir la totalidad de las cosas a la condición de posiciones del Yo. La conciencia moderna del hombre se destacará, así, ante todo, por la negación de los ángeles y de los démones. No como la conciencia de un vacío, sino como la conciencia de una actividad fabricadora que sólo puede reconocerse a sí misma en sus propias obras. Por ello, cuando en nuestros días vuelve una y otra vez a hacerse presente la sospecha (o la certeza) de que formaciones importantes de nuestro mundo (desde inscripciones aztecas, hasta ruinas egipcias) no han sido producidas por hombres, sino por extraterrestres, que visitaron la Tierra cabalgando en platillos volantes (Peter Kolossimo, Sendy, &c., &c.), hemos de ver cómo resucitan los antiguos démones y ángeles del helenismo y del renacimiento, y como, lo que aquí nos importa propiamente: el concepto de reliquia, vuelve de nuevo a desdibujarse. Perderán su condición de reliquias, pongamos por caso, las ruinas de Tihuanco. El concepto de «reliquias», en cuanto constitutivo del campo de las ciencias históricas modernas, implica la exorcización de los demonios, no sólo de los cuerpos de los hombres, sino de toda la faz de la Tierra, y en todas sus épocas geológicas. En el momento en que una sola de las reliquias que aparecen en ella fuera interpretada como resultado de la actividad fabricadora de un demon (de un «extraterrestre»), el campo de las ciencias históricas perdería su propia estructura, sus propios límites. Y ello, precisamente porque estos límites no se establecen a partir de un corte epistemológico (formas fabricadas por alguien/ formas naturales) sino a partir de un interna percepción de lo que es fabricado por sujetos, similares en todo a nosotros mismos, y en continuidad física (tradición) con ellos. Es la extensión o propagación de esta percepción interna, la que determinará, desde dentro, sus límites, aquello que es natural, como clase complementaria de lo que ha sido fabricado por los hombres o, incluso, por sus predecesores antropomorfos.

B. Por ello también, es necesario al concepto de reliquia el que las formas conceptuadas como tales no puedan explicarse como efecto de causas impersonales, mecánicas, sino como efecto de la actividad humana. La determinación de las formas precisas (tan distintas entre sí) que han de entenderse como efectos de esa actividad, y la separación de las otras, es el único camino para el exacto establecimiento de la «escala» del campo de las reliquias, y de su anomalía, de sus diferencias y seriaciones, de las leyes categoriales a que efectivamente obedece. Todavía a mediados del siglo XVII, Ulises Aldrovandi describía las «reliquias paleolíticas» como «debidas a una mezcla de un cierto vaho de trueno y rayo con sustancia metálica, especialmente en las nubes negras, que se coagula con la humedad circunfusa y que se aglutina en una masa (parecida a las de la harina amasada con agua) y posteriormente se endurece a causa del calor, al igual que un ladrillo» {8}. No basta saber que «hay algunas formaciones fabricadas por el hombre» frente a todas las demás, debidas a causas naturales y no a demonios o a dioses. Es preciso poder determinar, en cada caso, qué formas pertenecen a una clase (las reliquias) y cuáles pertenecen a la otra (a la de las formas naturales o a la de aquéllas que se deriven naturalmente de reliquias previas). Porque sólo entonces es cuando podemos decir que estamos ante un concepto operatorio de reliquia y que los conceptos β-operatorios son efectivos y no «ldeas generales» (en el sentido de Bachelard; precisaríamos: ideas generales absorbentes) tales como «un cierto vaho» «una aglutinación». (El concepto de «formas que proceden por vía natural de otras formas-reliquias» plantea dificultades especiales –por cuanto a veces esas formas derivadas no podrían, sin más, reducirse a formas naturales que aquí no consideraremos).

5. Las reliquias constituyen, por tanto, una clase de objetos corpóreos, dados entre otros objetos corpóreos (fundidos al paisaje, o a otras formas naturales de las que difícilmente pueden disociarse), pero caracterizados precisamente por esto: porque se nos presentan como efecto de operaciones humanas. Tomamos como criterio de las operaciones humanas la similaridad al propio sujeto gnoseológico, en cuanto sujeto operatorio. Por ello, las reliquias no son meramente restos (como pudiera serio el polen de Gradmann, tan útil, con todo, a los historiadores –pero en un sentido similar a aquel en el que la Historia del hombre puede ser útil al geólogo). Las reliquias son restos dotados de un nombre (operatorio), aunque este nombre sea desconocido. Este es, probablemente, el criterio más profundo, aunque no siempre aplicable, para establecer la distinción entre reliquias y los restos paleontológicos. En un libro de Frederic A. Lucas, Director del Museo de Ciencias Naturales de Nueva York, figura esta anécdota: «Lo que más me admira de su ciencia –dice una señora que contempla esqueletos de dinosaurios, de estegosaurios, al paleontólogo– es cómo han podido llegar ustedes a saber los nombres de estos animales» {9}. Esta ocurrencia nos sirve, al menos, para subrayar la aguda oposición entre los planos α-operatorios y β-operatorios, a la vez que para constatar de qué modo esta oposición queda sistemáticamente encubierta en el proceso de atribución de «nombres científicos», que no tienen por qué coincidir siempre con los nombres vulgares y que muchas veces no existen. Pero cuando no existen, entonces, aún cuando estuviéramos ante «objetos humanos», estaríamos, probablemente, situados en el plano α-operatorio. No todo aquello que sólo puede aparecer en el mundo fabricado por el hombre, es recíprocamente β-operatorio. Basta pensar que, aunque dos edificios de una ciudad hayan sido fabricados no por dioses, sino por hombres, (exigiendo por tanto un tratamiento β-operatorio), su mera relación entre ellos (con las figuras que ella determina, y que son, por ejemplo, perspectivas culturales y no naturales) acaso ya no ha [10] sido propiamente «fabricada», sino que es una resultancia que desborda el plano β-operatorio, en su forma más simple.

Las reliquias son objetos corpóreos, fabricados por sujetos similares al sujeto gnoseológico. Pero, a su vez, las reliquias vienen definidas por una marca negativa que se sobreañade a la marca genérica positiva: las reliquias no han sido fabricadas por hombres actuales, sino por sujetos similares a los hombres actuales. ¿Qué quiere esto decir, en términos gnoseológicos? Muy poco, o algo muy trivial, para quien da ya por supuestos los fantasmas demiúrgicos. Mucho, para quien parte de la constatación del mundo presente como algo en el que hay objetos β-operatorios y otros que no lo son; para quien sólo a partir de aquella unidad (objetos fabricados por hombres, pero objetos presentes) establece una disociación bastante paradójica, a saber: objetos que han sido fabricados por hombres, pero que no han sido fabricados por hombres vivientes, sino por difuntos, por hombres pretéritos que, por tanto, no pueden ser percibidos. Pero esto es tanto como decir que las «reliquias» son ya un concepto crítico, dialéctico: lo fabricado por sujetos desconocidos qua tale, invisibles. Por consiguiente, al concepto de reliquia sólo cabe llegar de un modo constructivo, no perceptual, y los planos de aquella construcción son muy complejos. (Estos planos quedan ocultos y parecen superfluos a quien, míticamente, se representa, de un modo «intuitivo», a los fantasmas como si fueran personas vivientes, si bien neutraliza su afirmación al ponerlas como presentes en otro mundo imaginario). Es necesario, por de pronto, que para que objetos dados en el mundo presente (relacionados, por tanto, con los hombres presentes) aparezcan, sin embargo, desconectados de esos mismos hombres, a través de los cuales comienzan a ser entendidos como objetos culturales, que esos objetos se nos muestren como distintos de los actuales (y en ello tiene, sin duda, participación fundamental la propia imaginación mítica que hay que comenzar, ya, por atribuir, aunque sea para ser destruida, a quien posee el concepto de reliquia). ¿Acaso son distintos porque estaban ocultos, porque ya no se usan, o porque están destrozados? Pero todas estas circunstancias también pueden afectar a los –y afectan muchas veces– objetos actuales. No es nada trivial, por tanto, el establecer el mecanismo según el cual llegamos a determinar alguna forma física como reliquia, particularmente si atendemos a un rasgo gnoseológico más característico, a saber su perfección. Una reliquia es perfecta, –es decir– acabada. La reliquia conserva en su estado (incluso ruinoso) algo que importa por sí mismo, que es intangible. Los objetos actuales (máquinas, viviendas) son, como dirían los estoicos por boca de Varrón, infectos, porque están siendo utilizados y desarrollados, sin que hayan llegado a su acabamiento. Una reliquia es un objeto apartado de este desarrollo y convertido en sacrum. Es interesante asociar esta característica de las reliquias (su perfección) con su atribución a sujetos, también inmutables, fenecidos. Las reliquias son perfectas, precisamente y en la medida en la cual, quienes las fabricaron, ya no pueden volver a fabricarlas ni pueden comparecer jamás ante nosotros. (Comparecerán sus restos, sus esqueletos, pero justamente en cuanto objetos, y no en cuanto sujetos).

¿Cómo podemos pasar a la determinación de los objetos presentes como reliquias o, lo que es lo mismo, cómo podemos pasar del presente al pasado? Cuando se da esta cuestión como resulta, el mecanismo de la tradición aparece oculto –o incluso se sobreentiende erróneamente que son los objetos, por su supuesta actualidad objetiva de reliquias, los que, por sí mismos, nos remiten al pasado (un error sistemático, que se reproducirá una y mil veces, porque no es sino un modo abstracto-técnico de denotar la actividad del historiador, que utiliza «reliquias» que «le hablan por sí mismas»). Pero esto es una petición de principio, que, a su vez, incluye la imagen errónea del pasado como una estela que ha quedado atrás, respecto del presente, y que debiera anudarse a este presente globalmente, como su pasado (testimoniado por las reliquias). La situación es muy distinta: si nos atuviéramos únicamente a los objetos culturales, habría que decir que éstos no podrían remitirnos a un pretérito: ellos son puro presente, incluso cuando su aspecto sea ruinoso; porque las «ruinas» también son presentes.

Si los objetos culturales presentes pueden remitirnos al pasado es sólo por la mediación del presente político-social, en cuanto que no es una entidad homogénea (a la que pudiera anudársele globalmente una «estela» pretérita), sino una entidad heterogénea, rugosa o –con palabra también estoica– «anómala». De este modo, el nexo entre el presente y el pasado sólo podrá entenderse como un desarrollo de los nexos entre las partes del presente anómalo entre sí, consideradas desde ciertas perspectivas. Correspondientemente, la ingenua fórmula según la cual «la Historia aparece a consecuencia del interés por el pasado» ingenua porque (sobre todo cuando el concepto de «interés» se toma en su reducción abstracta psicológico-individual, sin tener en cuenta que todo interés individual está socialmente configurado) siendo el pasado justamente aquello que la Historia construye, la fórmula revela tener la misma estructura de aquella otra que explica la acción somnífera del opio por su «virtus dormitiva». Puede ser sustituida por otras fórmulas que nos permiten dar cuenta de ese mismo interés por el pasado y del pasado mismo. Nosotros suponemos que es a partir del presente social anómalo [αν-ώμαλος], como es necesario y suficiente proceder para llegar al concepto del pasado histórico. La anomalía del presente, a que nos referimos, consta de los diversos escalones constituidos por las «clases por edad» de los sujetos que conviven envueltos, por otra parte, en un sistema de relaciones «simétricas, transitivas y reflexivas» mantenidas principalmente en el proceso lingüístico. La teoría del «presente anómalo» tiene, pues, una base genérica de naturaleza etológico lingüística y no se apoya en hipótesis excesivamente específicas sobre ritmos históricos. La tesis del «presente anómalo» –las «clases por edad»– ha sido interpretada por la teoría de las generaciones en un sentido muy peculiar y poco fundado, al concretarla en la doctrina de los «grupos generacionales», de quince años de duración pública, período erigido en unidad del ritmo histórico {10}. Pero el ritmo histórico de las generaciones no es universal, porque depende de otros patrones culturales (industrialización, procesos de clases sociales, &c.). A partir de la estructura del «presente anómalo», del solapamiento de las clases por edad, en unas sociedades en las cuales el lenguaje ha llegado a ser el principal instrumento de socialización, podemos intentar construir el [11] concepto de Historia. No ya a partir de un supuesto interés por el «pasado», sino a partir de la presencia, para cada clase de edad, de las clases de edad más viejas: la presencia sistemática de personas (dotadas de lenguaje) que poseen experiencias (tecnológicas) propias, y que relatan (tradición) a las clases de edad más jóvenes. Sólo a través de estos relatos podemos concebir como algunos objetos culturales pueden asumir la forma de reliquias.

Podría pensarse que las «reliquias literarias» –los documentos o los textos de la Filología– son, a la vez, relatos y que, por tanto, la distinción entre reliquias y relatos es confusa. Sin embargo, hay razones que nos inclinan a mantener la inclusión de los textos en la clase de las reliquias (sin perjuicio de que ellas deban, ulteriormente, subdividirse de un modo interno y sistemático), de suerte que estas mismas reliquias (los textos o documentos) están necesitadas de relatos, en el sentido estricto, para que se aparezcan como tales. Podríamos ilustrar lo que decimos recordando el papel que el copto desempeñó en el desciframiento de las «reliquias jeroglíficas» por Champollion, y conforme había ya predicho el padre Atanasio Kircher. Reliquias y relatos se presuponen mutuamente, y no podríamos formar el concepto de unas al margen de las otras. Toda la Historia científica se basa, según esto, en la «tecnología» (lingüística) del relato –del «mito»–, y del relato mediado precisamente por las reliquias. El pasado histórico es, literalmente, el contenido de ese mito (un contenido mitemático), la prolongación ideal y recurrente de la estructura del presente anómalo, y no una «dimensión globalmente anudada (en virtud de una «Intuición o sentido histórico») a un presente, también globalmente considerado. El «pasado» es, así, un concepto regresivo a partir, no del presente, sino de unas partes de este presente hacia otras partes del mismo presente. Esta precisión tiene consecuencias muy importantes en orden a la estructuración del concepto de Historia. Principalmente, ésta: la Historia (no mítica) es, de algún modo, la destrucción del presente, su desbordamiento. Mientras el mito es la construcción o progressus del presente a partir de sucesos que in illo tempore ya lo tenían incorporado.

3. Las reliquias constituyen el componente fisicalista del campo de las ciencias históricas. Naturalmente, el campo de estas reliquias es muy variado: ellas pertenecen a muy diferentes clases (constitutivas del propio campo gnoseológico). Las posibilidades de diferenciación de estas clases son muy diversas (reliquias de piedra –tallada o pulimentada– reliquias de metal). Pero aquí nos importa introducir la diferenciación más general y profunda, cuanto a su significado estrictamente gnoseológico, por respecto a la propia teoría de las ciencias históricas. Esta diferenciación debiera estar fundada en los propios conceptos que venimos utilizando.

Por lo demás, denotativamente, nuestra clasificación de las reliquias se coordina, grosso modo, con la clasificación ordinaria en monumentos y documentos (en tanto que, en esta oposición, queda recogida principalmente la diferencia entre reliquias no escritas y reliquias escritas). Las reliquias escritas constituyen un tipo de reliquias tan característico, que sobre ellas se ha intentado fundar precisamente el concepto de Ciencia Histórica, en cuanto opuesta a la Prehistoria. Esta oposición certera, se impuso en virtud, diríamos, de la naturaleza misma de las cosas. Pero las interpretaciones gnoseológicas de ella dejan mucho que desear. Y acaso, por esto, dada la debilidad de estas fundamentaciones, ha sido constantemente impugnada. ¿Acaso no es un privilegio gratuito, otorgado por los propios escribas –un privilegio «gramma-céntrico»– el considerar a la escritura como fuente o reliquia absolutamente peculiar frente a todas las demás. Considerada como fuente ¿acaso no han resultado ser tanto más fértiles las fuentes arqueológicas y epigráficas, que las fuentes literarias en el descubrimiento de antiguas civilizaciones? Las fuentes arqueológicas ¿no son susceptibles, no menos que las literarias, de una interpretación «apotética» y «mitemática». Así, los «secretos» –si los tiene– de la pirámide de Keops no consisten tanto en determinaciones internas físicamente a su mole, ni se descubren penetrando en su interior y permaneciendo en él, en su «cámara funeraria», después de recorrer un pasillo en rampa muy inclinada, según un ángulo de 26º, 18’, 10". Acaso la clave de esta inclinación sólo la podamos conocer introduciendo –como hacen Smith y Eith– un objeto lejano, apotético, la estrella Alfa del Dragón (la estrella Polar de entonces) como objeto percibido a lo lejos; pues, al parecer, en la prolongación de esta pendiente, más allá de su ventana, orientada precisamente en esa dirección, se encontraba la Estrella Alfa de Dragón {11}.

Utilizando los mismos conceptos de los cuales nos hemos valido para distinguir las reliquias (plano β-operatorio) de las formas naturales (plano α-operatorio) reconstruiríamos, aunque sólo aproximadamente, la distinción entre reliquias-monumentos y reliquias documentos, como distinción de alcance gnoseológico, del siguiente modo:

— Hay un tipo de reliquias que, a través de reglas operatorias puestas por el historiador (por los relatos, en el sentido dicho), nos remiten a otras reliquias (y fantasmas). El plano β-operatorio es ejercitado, exclusivamente aplicado en el sentido del relato a la reliquia.

— Hay otro tipo de reliquias que, a su vez, se nos presentan, ellas mismas, como relatos. El relato estricto es necesario, sin duda (el copto en los jeroglíficos); pero este relato estricto nos conduce a reliquias que, a su vez, son relatos –es decir– que nos presentan a los propios sujetos operatorios en la actitud de relatar ellos mismos, de suerte que pueda decirse que «interpretar la piedra Rosetta» sea reproducir similares operaciones (lingüísticas) a las que los propios egipcios debieron hacer, para remitirse a los objetos (reliquias, para nosotros) por ellos designados.

Si los monumentos son reliquias, en general, términos de nuestros relatos, los documentos, así entendidos, son «reliquias» de segundo orden, «reliquias de relatos». Y esto nos descubre su privilegiada significación gnoseológica: no serían una «fuente más» (acaso más rica en información), sino una fuente cualitativamente diversa gnoseológicamente. Pues así como el relato era el modo por el cual los objetos culturales asumían la forma de reliquias, así las reliquias de relatos son el modo por el cual otros sujetos aparecen relatándose algo desde su propio pretérito, y, por tanto, moldeando definitivamente el «abovedado» del «espacio histórico». Se comprende tanto mejor el alcance histórico de los documentos si tenemos en cuenta la significación ontológica de la escritura en el marco del «presente anómalo» al que venimos refiriéndonos. (Y esto, sin olvidar que la «escritura» no señala ningún corte radical, pues ella misma no es sino el desarrollo de otras formas de simbolismos del relato). Anteriormente a la escritura, la tradición (incluso lingüística), ya por sí misma, marca un proceso de diferenciación por respecto de la tradición animal (que sólo puede tener lugar por influencia «punto a punto» de condicionamiento de la conducta de las crías.) Scheler subraya, como característica del hombre frente a los animales superiores, la capacidad de «descoyuntar» progresivamente la tradición, a la cual los animales superiores debieran atenerse «mecánicamente»; sólo que Scheler ofrece un fundamento metafísico de esta diferencia: el hombre capta esencias, y supera, así, lo concreto (cuando, la génesis de este descoyuntamiento de la tradición podría atribuirse precisamente, a la escritura). Pero mientras la mera tradición supone la dependencia absoluta respecto del narrador (el anciano, el viajero, que relata sus experiencias, puede acumular, en poco espacio, cantidades enormes de estas experiencias: pero ellas tendrán siempre la forma mítica, porque el relato comienza y acaba con la palabra de quien habla y de quien se depende, con una dependencia que está en la línea de la tradición animal de Scheler), en la escritura, es posible la liberación respecto del narrador, y en una extensión que puede ser significativa. El propio relator está envuelto por el texto, y puede ser sometido a crítica. Una nueva forma de conocimiento objetivo es posible y ésta es la Historia.

III. Historia fenoménica

1. Reliquias y Relatos son «hechos» –son los «hechos» sobre los cuales se edifica toda la ciencia histórica. Son «hechos» de naturaleza muy diferente, puesto que los relatos, –como hemos dicho– son «hechos-reliquia» en su contenido de significantes, pero son, además, relatos por su significado. (Cuando Malebranche identificaba ciertos hechos-relato a los hechos físicos –«mis datos son los de la Biblia, como los datos del físico son los procesos de las retortas»–, estaba simplemente confundiendo, haciendo «oscurantismo»).

«Hecho» es una categoría gnoseológica, que, en la teoría del cierre categorial, hacemos corresponder, principalmente, con las determinaciones del sector fisicalista. Los hechos son contenidos fisicalistas (dados como términos, o como relaciones entre términos). Pero este concepto de hecho no coincide exactamente con el concepto de «hecho» gnoseológico utilizado en la teoría de la ciencia positivista. Concepto que, aplicado a la teoría de la Historia (de la que el concepto gnoseológico de «Hecho» resulta adquirir determinaciones características), es origen de confusiones y obscuridades que hay que aclarar urgentemente. No se trata de confusiones sólo «subjetivas», sino de confusiones «Objetivas», debidas a la intersección parcial, pero objetiva, de series diversas de conexiones. Ocurre que el concepto gnoseológico de «hecho» incluye su corporeidad observable, y por lo tanto, su presencia, pero el concepto de presente es precisamente una categoría histórica, opuesta al pasado. De [13] donde el concepto de «hecho pretérito» tendrá una estructura similar a la del concepto de «círculo cuadrado» –«hecho pretérito» es precisamente un hecho invisible, inobservable; ni siquiera cabe en él una «experiencia posible» (no es posible ya, salvo en la ciencia ficción, observar la batalla de Cannas). La inobservabilidad de estos hechos no derivan, por tanto, de su naturaleza metafísico-espiritual (incorpórea) sino, todavía peor, de su «corporeidad incorpórea» pretérita. Y, sin embargo, la Historia es, con frecuencia, entendida como una ciencia capaz de establecer o demostrar «hechos pretéritos» (los llamados eventos). Estos hechos (eventos) son considerados ahora como tales, no tanto por oposición a objetos inobservables o metafísicos», cuanto por oposición a las «teorías» (a las teorías históricas, en nuestro caso). Así, se dirá que es un hecho el asesinato de César, frente a cualquier otra teoría que pueda mantenerse para explicar este hecho. Ahora bien: el concepto neopositivista del hecho tiende a envolver confusamente estas dos determinaciones: hecho, como opuesto a teoría (T) y hecho como entidad observable (O), física, presente; porque se supone que los hechos observables son, también, previos a las teorías elaboradas para construirlos. Carnap: Las observaciones convenientes a un cierto planeta, descritas en un informe O1, son incorporadas a una teoría (T) de O1 y T, el astrónomo deduce una predicción P, calculando la posición aparente del planeta para la noche siguiente, en la que habrá una nueva observación y la formulará en un nuevo informe O2, que verificará (o no) la teoría T {12}. Pero semejante análisis gnoseológico (que, por cierto, ya contiene la forma de un cierre operatorio, si se interpreta T como un sistema de operadores, que nos llevan a la construcción de nuevos O1) es, aún, demasiado grosera para dar cuenta, aún con las adaptaciones consiguientes, del proceso de construcción histórica –desde luego– del proceso de construcción astronómico. Es un análisis gnoseológico basado en la oposición entre un orden de hechos (orden ontológico-epistemológico: lo dado, lo puesto, lo positivo, en cuanto observable) y un orden de teorías (orden lógico: lo construido, las proposiciones y los enlaces de proposiciones en modelos, hipótesis). Pero, evidentemente, en las ciencias históricas al menos, (y mucho más en las otras), los hechos, en cuanto entidades físicas dadas, observables, no pueden ponerse en un orden positivo (no construido), opuesto a las teorías, porque los hechos construidos, por tanto, «teorías fácticas». Es preciso, por tanto, distinguir urgentemente entre los «hechos fisicalistas» (hechos presentes) y los hechos no «fisicalistas» (los hechos pretéritos, los eventos) en tanto ambos se oponen a las teorías (históricas); pero no, simplemente, para disociarlos en dos órdenes incomunicados (que se darían simplemente confundidos) sino, para dar cuenta de la unidad que enlaza a ambos órdenes, para dar cuenta de su misma confusión.

2. Los hechos históricos, en su sentido estricto gnoseológico, son, por todo ello, las reliquias (y el componente «reliquial» de los relatos). Las reliquias son la base física, corpórea, observable, presente, en términos históricos: la forma de presencia del pasado. Es lo único que permanece para la ciencia, en forma de hecho, (lo que del pasado permanece en nosotros en la forma de hábitos musculares o lingüísticos, incluso en la forma de la herencia molecular o de la tradición «neurológica» {13}, ya no serían hechos, en el sentido gnoseológico, (acaso, gnoseológicamente, pudieran asumir la función de operaciones o de normas). Agudamente viene a decírnoslo, a su modo, un prehistoriador: «estamos acostumbrados a hablar de los ideales imperecederos de una sociedad, pero el prehistoriador es testigo del triste hecho de que los ideales perecen mientras que lo que nunca perece son las vajillas y la loza de una sociedad. No tenemos medio alguno de conocer la moral y las ideas religiosas de los ciudadanos protohistóricos de Mohenjo-Daro y Harappa, pero sobreviven sus alcantarillas, sus vertederos de ladrillos, y sus juguetes de terracota» {14}. Es decir, sus reliquias.

3. Los hechos presentes, las reliquias, son fenómenos en su propia entidad fisicalista. Son fenómenos, precisamente porque han de ir referidos a sujetos operatorios (β-operatorios), para que aparezcan en su forma de tales. Y son fenómenos porque, al propio tiempo que son el único acceso a la misma esencia, nos la ocultan. Y en Historia (así como en algunas otras ciencias etológicas), lo característico es que la ocultación no es sólo pasiva, sino activa, por cuanto los «fenómenos» han sido, muchas veces, fabricados precisamente con la intención de encubrir, de ocultar, de engañar: en realidad, esta intención, como tal (operatoria) sólo podría atribuirse a las ciencias históricas o humanas. El descubrimiento del engaño, por ello, no equivale automáticamente a una revelación de la «esencia», sino a la revelación del «fenómeno verdadero» (β-operatorio). La crítica filológica, la demostración, por Lorenzo Valla, de la superchería que dio origen a la «donación de Constantino», es, así, el más potente mecanismo del regressus desde las reliquias (o hechos) a los restantes contenidos del campo histórico. Pero estos contenidos no son, necesariamente, esencias, por la simple circunstancia de haber sido construidos por medio de «teorías». No todo lo que se construye históricamente, no toda teoría histórica, está «en otro orden» respecto de los hechos {15}. Se trata de explicar por qué los hechos pretéritos (los eventos) pueden seguir oponiéndose a las teorías. O, si se quiere, con más rigor: es necesario oponer teorías de un nivel (no esenciales) a teorías de nivel 2 (esenciales), para dar cuenta de la razón por la cual los hechos pretéritos, sin perjuicio de sus diferencias epistemológicas con los hechos presentes (reliquias) se agrupan con ellos en un orden gnoseológico característico, que es necesario determinar. A este efecto, es necesario introducir el concepto de «hechos intermedios» (entre las reliquias estrictas y los eventos), que nos permiten advertir la continuidad (gnoseológica) entre los hechos fisicalistas y los hechos pretéritos. Los hechos intermedios no son, ciertamente, reliquias: en este sentido, podría decirse, sin más, que son «hechos pretéritos» construidos, inobservables. Pero, sin [14] embargo, no pertenecen al orden de los eventos (en la construcción), sencillamente porque funcionan como reliquias hipotéticas («con asterisco»), intercaladas entre las propias reliquias para la ordenación de las mismas, en tanto que éstas son hechos fisicalistas (y ello sin perjuicio de que, a su vez, puedan desempeñar la función de eventos). Un ejemplo muy claro de estos hechos intermedios («quasi reliquias») nos lo suministran los manuscritos hipotéticos que suele ser necesario introducir para la construcción de un stemma. Los manuscritos (reliquias) A, B, C, E, F, G, del Lai de l’ombre estarían insertos, según Robert Marichal {16} en el siguiente stemma:

stemma

Los manuscritos *Ω, *X, *Z, *V, *W, son quasi reliquias. El análisis de los métodos de construcción de estos hechos es una de las tareas características de la teoría de la ciencia histórica. Subrayaremos la necesidad de tener en cuenta el plano β-operatorio para analizar de qué modo se lleva a cabo esta construcción (y ello, sin perjuicio, de la utilización de categorías α-operatorias que comprenden, tanto las pruebas físicas –isótopos radioactivos, &c.–, como las químicas –papiros, papel–, en general, las pruebas llamadas «externas»).

Los hechos intermedios, por su uso, se alinean con las reliquias; pero, por el modo según el cual han sido construidos, son hechos pretéritos. Pero no son «teorías», en el confuso sentido de las «teorías astronómicas» de Carnap. Es cierto que podría analizarse la situación anterior diciendo que a partir de Informe A1 (sea E), construimos la teoría T (*Ω, *Z) que nos remite a nuevos hechos (E, F). Pero la teoría T no puede aquí confundirse con la historia teórica, porque T (*Ω, * Z) nos remite a hechos intermedios, ni siquiera a hechos eventos, en el contexto. Lo mismo se dirá de otros hechos eventos construidos «teóricamente» para explicar el nexo entre dos hechos presentes. (Si es un «hecho-reliquia» la presencia de una columna romana en un montículo cuya geología no corresponde a dicha columna, hay que construir, necesariamente, el «hecho del transporte», a partir de la cantera de la que se prueba procede la columna).

4. La oposición entre hechos y teorías, que es muy grosera en general. (como tantos teóricos de las ciencias, como Bachelard, han puesto de relieve), se hace doblemente grosera en el marco de las ciencias históricas. Un modo de desbordar esta grosería, partiendo de ella, es distinguir diferentes órdenes de hechos (hechos de orden 1, orden 2,… hechos de orden n) y diferentes órdenes de teorías (teorías de orden a, teorías de orden b,… teorías de orden n), de suerte que los hechos de orden 2 y las teorías de orden a, resulten acaso, congregadas (desde ciertos puntos de vista) en un mismo grupo, por encima de la línea divisoria que separa los hechos y las teorías desde perspectivas más genéricas. En particular: los hechos intermedios y los hechos pretéritos (construidos, digamos, por medio de teorías a), se agrupan, sistemáticamente, frente a las teorías de orden m (pongamos por caso: una teoría sobre la desintegración del Imperio romano).

La cuestión que se nos plantea es simplemente ésta: ¿Cabe hablar de una unidad gnoseológica entre los hechos presentes y los hechos pretéritos, en cuanto se alinean frente a teorías históricas de naturaleza más abstracta? Parece que no habría lugar para tal unidad. Los hechos, (presentes o pretéritos) se resuelven en una polvareda inconexa de lados que, precisamente en tanto se consideran al margen de las teorías abstractas, no podrían considerarse como un campo (o subcampo) de una ciencia histórica. El concepto de una «Historia evenemencial» está, sin embargo, en gran parte, construida en esta perspectiva. Cuando se le asocia con la «Historia relato», suele connotar la noción de una «Historia externa» (Historia como relato de sucesos, gestas, batallas, dinastías, «Historia-teatro»). Una «extrahistoria» (superficial), frente a una supuesta «historia interna» (no propiamente en el sentido de la «intrahistoria» unamuniana, sino en el sentido de la Historia social, económica, estructural).

Sin embargo, no parece enteramente justificado considerar a la «Historia evenemencial» como una Historia externa, o superficial, amorfa, dada la heterogeneidad de los sucesos a que ella se refiere. Teniendo en cuenta, además, que estos sucesos suelen estar ya integrados en una estructuración de tipo mitemático. «Los cartagineses –dice B. H. Warmington– percibieron muy bien que si la Sicilia occidental se perdía, los griegos dominarían el Mediterráneo occidental, dejarían aisladas las colonias de Cerdeña y reducirían a Cartago a África» [15] {17}. Este «sistema mitemático» (que supone que los cartagineses tienen un «mapa» del Mediterráneo, lo perciben similarmente, en lo que es pertinente, a como lo percibe el historiador actual, según operaciones y relaciones apotéticas) serán relatados; y estos sucesos son el contenido mismo de este marco, su realización, –el marco mitemático, por sí mismo, sería vacío. Esta Historia evenemencial es, en gran medida, la misma Historia clásica, la «Historia razonada» de Tucidides, y toda su tradición historiográfica. No es necesariamente una Historia anecdótica, puesto que puede haber una selección «argumental», un marco mitemático. El relato es «relato de razones, de causas o de motivos» (esencialmente: de causas finales, prolépticas) y articulación y secuencia de estos eventos. La crítica histórica, además, puede alcanzar certeza prácticamente «matemática» (apodíctica) en torno a esos eventos. (La Historia evenemencial puede ser una Historia crítica, frente a la Historia mítica, que relata sucesos imaginarios).

Nos parece, en resolución, que la debilidad gnoseológica asociada al concepto de «Historia relato», hay que referirla, más que a la materia o contenido mismo de esta Historia –mejor, de toda esta tradición historiográfica–, a la forma del concepto gnoseológico, a la autoconcepción de lo que efectivamente pueda significar gnoseológicamente el contenido de ese género de Historia. Ocurriría, simplemente, que las fórmulas gnoseológicas de autoconcepción no habrían acertado a determinar el nivel en el cual ese género histórico se desenvuelve sistemáticamente, entendiéndolo, o bien negativamente (Historia no teórica, sino factual; descriptiva, no constructiva), o bien positivamente, pero como si se tratase de una Historia no científica (frente a la historia social o económica, como si fuera, metafóricamente, una «Historia-teatro»).

A nuestro juicio, es posible atribuir un «marco sistemático», un «marco lógico» (es decir: reconocerle la condición de Historia razonada, en el sentido de Tucídides, de Historia dotada de una lógica interna, de índole estratégico-operatoria) a esa «Historia evenemencial», si tenemos en cuenta, principalmente la naturaleza ontológica y gnoseológica del suceso. El suceso (evento) sólo existe como tal en un espacio y en un tiempo. Ciertamente, definir la ciencia histórica, en general, como algunos pretenden (por ejemplo, Marzewki) como la determinación de los sucesos «en el espacio y en el tiempo» es una simple ingenuidad gnoseológica, que manifiesta confusión de ideas {18}. Porque esos «espacio» y «tiempo» no son formas anteriores o previas a los sucesos, externas a ellos (salvo cuando son meras coordenadas métricas), sino que son la propia conexión de los sucesos. Decir, pues, que la Historia sitúa a los sucesos en el Espacio y el Tiempo es sólo decir que esta Historia sitúa cada suceso en el contexto de otros sucesos. Pero, no por ello, la referencia al Espacio y al Tiempo es meramente redundante, siempre que tomemos esta referencia como una determinación implícita de la naturaleza misma de esas relaciones entre los sucesos. Entendemos que esa relación es una relación de secuencia, no meramente cronológica o externa (espacio-temporal), sino interna. Y, aquí, «interna» sólo puede querer decir «lógica», «racional», dada precisamente en el plano β-operatorio (la racionalidad se refiere a esa operatividad). Ahora bien: esta racionalidad es fenoménica (mitemática), en tanto se mantiene precisamente en la determinación de «motivos», «planes», «prolepsis», «utopías» o «ideologías», que enlazan unos sucesos con otros, en un espacio-tiempo «representativo» (el «mapa» de los Cartagineses, en el «relato» de Warmington antes citado). En modo alguno se trata de mera «descripción», de una «Historia teatro». Podríamos apelar, a efectos meramente coordinativos, al concepto kantiano de fenómeno, en tanto se da precisamente en el plano estético de la intuición representativa espacio-temporal. Naturalmente, de Kant tomamos aquí solamente la «armadura» de los conceptos (para él, «Intuiciones») del Espacio-Tiempo, en un plano fenoménico y representativo. Porque lo que esencialmente queremos destacar, en este orden fenoménico, es la circunstancia de que él se organiza según la metodología β-operatoria, que pide precisamente este nivel re-presentativo, apotético, «escenográfico» (recuperando así, lo que de profundo tiene el concepto metafórico de la «Historia-teatro») porque sólo en la representación es posible ordenar los eventos como fenómenos. Por ejemplo, cuando, Juan Maldonado, relatando la batalla de Villalar {19}, nos dice que Padilla exhortaba a los soldados para que volviesen «rostros» a las tropas imperiales, está situado en un plano β-operatorio, porque Juan Maldonado, como quien lo lea (entendiéndolo), puede ejecutar esa operación de «volver el rostro» (u otra similar); y si no la pudiese ejecutar, no podría entender el sentido del relato (pues la operación está en el contenido del sentido). Recíprocamente, esta Historia fenoménica se mantiene en un nivel estético-escenográfico, pero no por ello es externa, dado que ella es el contenido mismo del material pretérito, a un cierto nivel (y esto lo decimos en contra de la creciente tendencia a eliminar, incluso de los planes de estudio, de las ciencias históricas, esta «hIstoria escenográfica» en nombre de una «historia social» que, desconectada de los fenómenos, se convierte, necesariamente, en una monótona reiteración de conceptos abstractos y cuasi vacíos). Diríamos que la Historia fenoménica es un desarrollo científico-constructivo de la misma tecnología por la cual los sujetos vivientes de una sociedad que se mueve entre reliquias aprender a disfrazarse con ellas, a utilizarlas, a reproducir «teatralmente» la vida de sus antepasados, de sus fantasmas. (La «Historía-teatro» no es tanto, según esto, lo que ve el espectador, cuando lo que hace el propio actor en el escenario: el historiador estaría aquí, más cerca del actor, del actor teatral, que del espectador). La Historia fenoménica sería Historia-teatro en su germen. No ya una Historia comparable al Teatro (incluso como si tuviese que avergonzarse, en cuanto científica, de esta comparación), sino teatro ella misma. Porque el teatro no es, ahora, tanto algo al margen de la Historia, cuanto su germen tecnológico (en un sentido similar a como decimos que la escritura alfabética es el germen tecnológico de la Lingüística). La [16] Historia fenoménica se nos presentaría, así, como el desarrollo del ritual (tecnológico), según el cual los individuos de una sociedad dotada de lenguaje y tradiciones culturales, se ven obligados a usar de los instrumentos de sus antecesores, a disfrazarse con sus indumentos, que les son ya dados. En nuestra pasión por la Historia fenoménica –en la curiosidad o hambre por saber cómo ocurrieron, en su mas mínimo detalle, ciertas cosas– habría que ver, acaso, la misma pasión de los primitivos cuando, disfrazados con los indumentos rituales de los antepasados, danzaban para obtener la identificación con ellos.

El concepto de una Historia escenográfica suele sugerir la idea de que nos encontramos en un nivel pre-científico, por cuanto tendemos a ver, en la escenografía, una selección arbitraria de un conjunto de eventos mucho más rico, empobrecido en función de los intereses estéticos (ahora en sentido no kantiano) del escenógrafo (del «presente») –sobre todo, la escenografía eliminaría las relaciones abstractas, esenciales. Pero la cuestión estriba, no tanto en destacar el aspecto (negativo) de la selección o eliminación de esencias (α), cuanto el aspecto positivo de la construcción (la selección, el «corte epistemológico» es una precisión o segregación resultante de la propia interna construcción cerrada, con un cierre, aquí, de tipo fenoménico). Aquí sólo queremos sugerir hasta qué punto el concepto mismo del plano β-operatorio suministra un hilo conductor para el enlace «cerrado» de los eventos de una historia razonada, sin dejar de ser fenoménica, (de una Lógica de la Historia desarrollada en el plano fenoménico-práctico, al cual, a su vez, hay que atribuir una función causal en el proceso mismo de la historia real). En particular: desde esta perspectiva, los hechos presentes (las reliquias) y los hechos pretéritos (los eventos) manifiestan su continuidad constructiva, precisamente en el plano β-operatorio. Reivindicaríamos, pues, también el concepto de «Historia-batalla», en tanto que las batallas son eventos (complejos de sucesos), dados estéticamente (fenoménicamente), dentro de un marco β-operatorio, susceptible de ser analizado matemáticamente (estrategia, teoría de juegos {20}, y anudados con otras secuencias de eventos constitutivos del material histórico. Hoy, tras un período de radicalismo positivista-sociológico-económico, vuelve a defenderse por muchos historiadores profesionales la tesis según la cual la Historia tiene mucho de género literario, «escenográfico», de arte, incluso de arte musical {21}. Desde nuestras coordenadas, esta tesis es altamente concordante con el concepto de una Historia fenoménico-escenográfica.

5. En cualquier caso, nuestra defensa de una Historia fenoménica tiene un sentido asertivo, no exclusivo. No toda la construcción histórica es β-operatoria o procedimiento auxiliar, Historia oblicua, que haya de resolverse en una Historia fenoménica. Hay una Historia meta-fenoménica, no representable, más allá del Espacio-Tiempo estéticos. Pero no porque sea una Historia nouménica (la Historia de la mente divina). Se trata de una Historia no representable estéticamente, sino sólo simbólicamente (por curvas, diagramas); una Historia en la cual las propia razones fenoménicas β-operatorias) son construidas a partir de factores objetivos (ni siquiera siempre conscientes, no prolépticos), es decir, una Historia, α-operatoria. Incluso cuando realizamos matemáticamente una batalla (que sólo tiene sentido escenográfico, fenoménico), los fenómenos quedan rebasados, porque regresamos a factores que no son necesariamente causas {22}.

La Historia fenoménica ocuparía, respecto de la Historia esencial, el lugar que la Geometría figurativa ocupa respecto de la Geometría analítica. La «Geometría figurativa» pese a que, con frecuencia, es llamada intuitiva, incluso por quienes mantienen posiciones «constructivistas» (Noel Mouloud, por ejemplo, considera intuitiva la invariancia angular del rectángulo respecto de las dificultades absolutas de las rectas que lo forman, así como también considera intuitiva la demostración de un caso de inercia por Galileo {23}, es ya operatoria, constructiva; su operatividad fenoménica es diferente (no porque sea menos cierta, sino por la escala en la que se mueven sus evidencias) de la operatividad de la Geometría analítica, por ejemplo. La Historia teórica, o esencial, habría que entenderla, desde nuestro punto de vista, menos como una penetración en las esencias trasfenoménicas previas, que como un rompimiento de los fenómenos en sus factores; un rompimiento que nos permite reorganizarlos según sistemas más abstractos, no representables, aunque siempre deba darse el progressus hacia la base fenoménica. A veces, la Historia teorética no puede alcanzar sino una mera taxonomía de fenómenos, la comprensión de un grupo de fenómenos, por analogía (α-operatoria) con otros fenómenos similares, y la Historia fenomenológica resulta ser mucho menos formal, más real, en ciertas situaciones.

 

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{1} Vid. la crítica de P. Vilar a Althusser: Histoire marxiste, histoire en construction (essai de dialogue avec Althusser), Anuales, XXVIII, nº 1 (Enero-Febrero, 1973).

{2} «Falacia de la máquina del tiempo, según Gardiner: «Los acontecimientos del pasado subsisten en un mundo propio. Se tiene la impresión de que si sólo pudiéramos visitar ese mundo, todo iría bien, y regresaríamos con un conocimiento incontrastable de lo que sucede allí». Desgraciadamente (continúa Gardiner), no podemos hacer tal cosa y nuestro conocimiento será fragmentario y defectuoso (Filosofía de la Historia, trad. esp., pág., 53).

{3} Ryle, Análysis, 1936; Gardiner, op., cit., pág. 54.

{4} Gardiner, op. cit., pág. 51.

{5} Vid. cap. III, & 4 (Descartes). De nuestra obra Estatuto gnoseológico de las ciencias humanas (Ined.).

{6} Foucault, Les mots et les choses, cap. I. La fórmula utilizada por Foucault para describir al Hombre moderno acaso procede de la fórmula que Maurice Leenhardt utilizó para describir al «Hombre canaco»: «El lugar vacío es el (dice Leenhardt, presentando un diagrama de los cuerpos) y él es quien tiene un nombre» (Do Kamo, París, Gallimard, 1947, cap. XI).

{7} Vid. parte II, cap. III & 4., de Estatuto &c.

{8} Apud Glyn Daniel, op. cit., pág. 34,

{9} F. A. Lucas. Animals of the Past, New York, 1913, pág. 5

{10} J. Marías. Teoría de las generaciones, Madrid, Revista de Occidente, 1950.

{11} Richard Hennig, «El secreto de la Pirámide de Keops», incluido en Grandes enigmas, op. cit. (pág. 43 y ss.). La «Pirámide» es aquí entendida desde un «modelo envolvente» (una esfera). Lo más interesante: Este «modelo envolvente» (vid. Parte I, sección IV, cap. III & 12) que tiene con la reliquia (vid. Parte II, cap. II & 4) la relación de todo (nematológico) a parte, está introducido con un sentido β-operatorio, puesto que el modelo figura precisamente en cuanto atribuido a los arquitectos de la Pirámide. Conocer la «historia verdadera» de la Pirámide de Keops es aquí algo así como «conocer el pensamiento» de quienes la proyectaron y ocultaron sus planos de construcción (Si/Sj). El fenómeno (la reliquia, en cuanto apariencia, a los profanos, de mero apilamiento de sillares) es aquí un fenómeno él mismo fabricado (por la supuesta ocultación de los planos de construcción). La teoría nos remite aquí el plan (o prolepsis) del propio hecho-reliquia, cerrándose el circuito en el plano fenoménico (un plano β-operatorio, tecnológico.)

{12} Carnap, Fundamentos de Lógica, &c., op. cit., pág. 12.

{13} Hoy se insiste de nuevo en la importancia de esta tradición hereditaria, excesivamente minimizada por el «culturalismo, lamarckista» (Eiber-Eiberfeldt, op. cit.). En cualquier caso, las fronteras entre «Animales» y «Hombres», para que fueran operatorias (gnoseológica y, por tanto, ontológicamente) habría que desplazarlas a tiempos posteriores a los habituales entre prehistoriadores. Por ejemplo, no sería el incesto, ni siquiera el lenguaje hablado primitivo (mucho menos, el uso de herramientas) aquello que determinaría un nuevo campo –el campo antropológico– sino, por ejemplo, el lenguaje escrito precisamente en tanto nos pone en presencia de un tipo de nexos entre individuos que ya no son de identidad sustancial causal (como todavía en el lenguaje oral), sino esencial, &c. Es la Historia y no la cultura aquello que marcaría la línea divisoria (nunca instantánea) entre Biología y Antropología.

{14} Glyn Daniel, op. cit., pág. 121.

{15} Vid. nota 11.

{16} La critique des textes, en L'Histoire et ses méthodes, París, Gallimard, 1961, pág. 1277.

{17} Warmington, Cartago, op. cit. pág. 48,

{18} Marzewski, Introduction a l’Histoire quantitative, Droz, Genève, 1965, pág. 11. «L'objet traditionel de l’Histoire est l’étude et l’explication des faits localisés dans le temps et dans l’espace».

{19} «…pero Acuña, oyendo el alboroto, y conjeturando lo mismo que sucedía, manda a los suyos hacer alto y volver caras al enemigo, y cuando claramente conoció la tradición…», &c., &c. Maldonado, op. cit., pág. 195.

{20} M. H. A Maestre: El triunfo militar en Aníbal (Estudios Clásicos, 1971), aplicando la metodología de Frederic Lanchester (Aircraft in Warfare, Londres, 1916).

{21} Robert Brentano: Obispos y Santos, incluido en El taller del historiador, de L. P. Curtis, Jr., México, F.C.E., 1976, pág. 60.

{22} Vide. nota 20.

{23} Moulod, Formes structurés et modes productifs, París, Sedes, 1958, pág. 183.