El Basilisco, 1ª época, número 9, 1980, páginas 57-74
Imagen, símbolo, realidad
(cuestiones previas metodológicas
ante el XVI Congreso de Filósofos Jovenes)
Gustavo Bueno
§1. Sobre la estructura ternaria del tema del XVI Congreso. §2. Postulados propuestos para aclarar metodológicamente la confusión del tema titular del XVI Congreso. §3. Método metafísico, método positivo, método dialéctico. §4. Las dos acepciones opuestas del término “Imagen” propuestas como pertinentes · Nota sobre el concepto de imagen poética. §5. Las dos acepciones del término “Símbolo” propuestas como pertinentes. §6. Las dos acepciones opuestas del término “Realidad” propuestas como pertinentes. §7. Posibilidad de utilizar alternativamente las acepciones distinguidas para el análisis de las teorías de la significación. §8. Propuestas metodológicas de reducción inicial de las acepciones presentadas: 1. Reducción de la imagen subjetiva a la imagen objetiva. 2. Reducción de los símbolos externos a símbolos internos. 3. Reducción de los significados a las referencias. §9. Sobre la fertilidad de los tratamientos metafísicos de los términos titulares. §10. Cuestiones abiertas en el tratamiento no metafísico de los términos titulares.
§1. Sobre la estructura ternaria del tema del XVI Congreso
on frecuencia, los temas de los Congresos de Filósofos Jovenes, han sido formulados de modo binario: “Teoría y Praxis”, “Filosofia y Poder”. El tema del Congreso de 1979 adopta la estructura de una cadena triangular: “Imagen, símbolo, realidad”.
Podría, desde luego, suponerse que el orden de sucesión de sus tres términos es puramente sintagmático y que cualquier otro orden debería ser considerado en pie de igualdad (“Realidad, símbolo, imagen”, “Símbolo, realidad, imagen”, y todas las restantes permutaciones necesarias para alcanzar el factorial de la terna). Podría también interpretarse la fórmula titular como una terna, sin duda, pero no de tres términos (digamos: como un triángulo de primer orden) sino como una terna constituida por tres pares de términos (“Imagen y símbolo”, “Imagen y realidad”, “Símbolo y realidad”) dado el supuesto de que toda relación ternaria pueda resolverse en una conjunción de tres relaciones binarias (digamos: en un triángulo de segundo orden). Podrá también entenderse el tema, sencillamente, como un conjunto de tres términos, cada uno de los cuales pidiera acaso un tratamiento separado. Y, por último, cabría sospechar que la serie titular fuese sólo el fragmento (ternario) de una estructura (o totalidad) relacional mucho más compleja (digamos, n-aria).
Todas estas posibilidades están abiertas, sin duda, y, sin duda también, todas ellas serán exploradas en el curso de sesiones y debates. Lo que se quiere decir aquí, ante todo, como primer postulado metodológico, es lo siguiente: que, en cualquier caso, entre estas posibilidades de interpretación, habría de figurar siempre, como punto inexcusable de referencia, aquella que se ciña, más que ninguna otra, a la estructura gramatical misma de la forma titular (salvo que esta fórmula se tome como un mero pretexto, y entonces sobraba), a saber: la estructura (sintáctica) de una serie de tres términos que, sin duda, son permutables, aunque, de hecho, se proponen según un orden elegido entre los seis posibles (un orden que tiene, por tanto, el valor de un signo, de un síntoma, en el sentido de K. Bühler), pero que no son, en todo caso, desglosables, puesto que es el propio sintagma titular el que los vincula triangularmente. El título del Congreso nos convoca aquí para discutir las “relaciones” entre los tres términos de su tema titular, en cuanto ellos forman un triángulo, sea de orden primero, sea de orden segundo. Triángulos, por lo demás, que nos remiten inmediatamente (dada la materia o contenido semántico de los términos primitivos) a los triángulos que son ya habituales en los tratados de semiótica, a los triángulos de Bühler o de Odgen-Richards, a los triángulos de Morris o de Christensen. Sin duda podría ocurrir –como ha ocurrido en otros congresos– que llegue a resultar mucho más interesante la consideración de cuestiones colaterales, o solamente ligadas oblícuamente con los triángulos titulares, podrá ocurrir que lleguemos, muchos de nosotros, a la evidencia de que esta organización ternaria del campo es engañosa (acaso una especie de resíduo teológico), en la misma medida en que sugiere que hay una clara estructura encadenada de relaciones donde en la realidad hay otras cosas muy confusas; por tanto, una organización que convendría desmantelar, sea por segregación de algunos de sus términos (o parejas de términos), sea por rompimiento de estos términos en sus eventuales componentes, sea por incorporación de todos ellos a [58] estructuras más complejas, en cuyo seno las figuras triangulares se desvanecieran, como se desvanece el triángulo geométrico al ser insertado en la red de las líneas que forman un polígono de orden superior.
Pero, nos parece, todo esto debiera dejarse (metodológicamente) para el decurso del congreso, para su final. En sus principios, y si su tema titular se acoge mínimamente en serio, nos parece que debiérarnos comenzar por atenernos a aquello que pueda quedar encerrado en el triángulo (en los triángulos) determinados por los tres puntos del título que nos convoca. Me atrevería a añadir: sólo cuando, en el principio, nos hayamos ceñido bien (“disciplinadamente”) al tema de la convocatoria, estaremos en condiciones de concluir al final (en la eventualidad de que este tema resulte desbordado, e incluso marginado) que otras perspectivas han dominado efectivamente el tema titular –que no se han limitado a desconocerlo.
§2. Postulados propuestos para aclarar metodológicamente la confusión del tema titular del XVI Congreso
La claridad de los diagramas triangulares tiene, seguramente, siempre, algo de engañoso, cuando ella resulta de una suerte de operación (implícita) consistente en transferir la claridad geométrica del diagrama significante (el triángulo) a la materia por él significada. Ocurre aquí como en la mayoría de las representaciones gráficas, de los grafismos metafóricos, podríamos decir. La metáfora del “árbol de las ciencias” (cuyas profundas raíces corresponderían a la filosofía) expresa –se dice– de un modo muy claro, las interrelaciones de las diferentes disciplinas, entre sí, y con la filosofía: pero sospechamos que esta claridad corresponde propiamente a la misma figura del árbol dibujado ad hoc y que este “árbol de las ciencias”, más que luz, proyecta sombras tenebrosas sobre el sistema de relaciones efectivas que ligan a las ciencias particulares entre sí y con la filosofía.
En nuestro caso: No solamente la figura del triángulo es ya ambigüa en su misma estructura sintáctica, según hemos dicho en el párrafo anterior (triángulos de primer orden, triángulos de segundo orden) sino que, sobre todo, lo es en su misma estructura semántica, dada la polisemia de cada uno de los términos primarios que lo determinan. Cada uno de estos términos (Imagen, Símbolo, Realidad) se usa en acepciones muy diversas y, si no infinitas, si al menos amorfas, indefinidas, cuando cada término se toma por separado. ¿Qué criterio seguir entonces, para escoger una acepción del término “realidad”, pongamos por caso, más bien que otra? Para un aristotélico, la acepción principal del término realidad sería la sustancia, las sustancias incorruptibles; para un tomista, “realidad” será, ante todo, el Acto puro, es decir, el Acto sin mezcla de potencia, la realidad inmóvil; para un hegeliano, realidad significará, ante todo, el Espíritu en-sí y para-sí. ¿Qué criterio seguir para escoger una acepción del término “símbolo” más bien que otra, dada la variedad de definiciones solventes que encontramos entre los tratadistas de semiótica? Si inventariásemos las acepciones en uso de cada uno de nuestros tres términos, dentro de un lenguaje determinado, o en el conjunto de todos los lenguajes conocidos (tarea siempre posible y, desde luego, necesaria) podríamos construir una muchedumbre de triángulos (primarios o secundarios) poniendo alternativamente en los vértices cada una de las acepciones recogidas. Esta tarea analítica, minuciosa, por importante que sea, no podría llevarnos a ningún resultado claro: la misma variedad amorfa de los triángulos que se acumulan los unos a los otros, oscurecería, desde su propio interior, nuestro campo de atención. El conjunto de todos estos triángulos, cada uno de los cuales es acaso muy claro, por sí mismo, resulta ser profundamente oscuro, un verdadero caos de confusión. Y un “triángulo promedio” –una especie de “imagen media” de Galton– o un “triángulo sintético” en cada uno de cuyos vértices figurasen las serie de las acepciones distinguidas, podría servir como el paradigma mismo de la confusión (tal es el triángulo que propone Umberto Eco en el párrafo 1.2.3 de sus signos).
Lo que aquí proponemos, por motivos económicos, es comenzar (una vez que hemos decidido atenernos inicialmente a la estructura sintáctica triangular) no por el inventario exhaustivo de acepciones semánticas (en Lk, o en todos los Li), sino por una selección del número menor posible de acepciones –que es el de dos– de cada término, compensando, por así decir, esta reducción (que podría estrechar absurdamente el campo de nuestra visíón) mediante la elección de acepciones que sean opuestas entre sí, de un modo, digamos, diametral. Esta oposición podría tomarse como una garantía de que, al menos, tocamos los extremos o polos semánticos de cada término, de que no nos recluímos en un área local y arbitraria de su constelación semántica. Por otro lado, la misma elección de acepciones que sean efectivamente opuestas entre sí, nos preserva, con mucha probabilidad, de entrar en el terreno de lo que es meramente equívoco, dado que las acepciones opuestas suelen estar profundamente emparentadas (contraria sunt circa idem). Evidentemente lo que acabamos de decir valdría para cada término (Imagen, Símbolo, Realidad) por separado; pero podría darse el caso de que los pares de acepciones opuestas seleccionadas a propósito de cada término no “engranasen” con los pares de acepciones opuestas seleccionados en los términos restantes. Esto nos sugiere ya un procedimiento expeditivo para llevar a cabo la elección de las acepciones que, por lo demás, estarán empíricamente (analíticamente, filológicamente) recogidas: escogeremos precisamente aquéllas acepciones de cada término que, de un modo fehaciente, digan, dentro de un determinado lenguaje Lk, alguna relación característica a las acepciones de los otros términos. Este será nuestro postulado en torno al “criterio de pertinencia”. De este modo, las in-finitas acepciones de nuestro material semántico, que constituyen en sí mismas una masa informe e intratable, nos sugieren un sistema mínimo de acepciones entretejidas y pertinentes (dentro del planteamiento inicial sintáctico que venimos presuponiendo). Sin duda, este sistematismo empírico no nos garantiza la posesión de las claves profundas del material que nos ocupa. Se trata simplemente de una técnica metodológica para comenzar a organizarlo, para coordenar los ulteriores análisis y desarrollos. Y, por descontado, tampoco nos ata las manos –porque siempre podemos admitir que sean los mismos desarrollos de sus partes aquello [59] que nos obligue a rectificar las coordinaciones metodológicas iniciales, a desbordarlas, a declararlas superficiales o incluso mentirosas–. Nosotros aquí sólo hablamos de cuestiones de método.
§3. Método metafísico, método positivo, método dialéctico
El “postulado de pertinencia” que hemos propuesto en el párrafo precedente sólo cobra su verdadera significación (como ya hemos insinuado) cuando lo referimos a algún lenguaje Lk (el castellano actual, el latín de la escolástica española del siglo XVI, el corpus de frases inglesas sobre el cual trabajan los llamados filósofos analíticos anglosajones –y también muchos españoles que son buenos compañeros nuestros–). Cuando creemos haber suprimido todo marco lingüístico de referencia y nos disponemos a analizar los conceptos o las ideas de “imagen”, o de “símbolo” o de “realidad”, en sí mismas, seguimos en rigor prisioneros de un marco oculto, o, todavía peor, estamos mezclando confusamente determinaciones tomadas de distintos marcos que no controlamos, bajo la apariencía de estar aprehendiendo los conceptos o las ideas, en sí mismas, como si fueran esencias o sustancias, o incluso, relaciones “puras”. A este proceder –tan frecuente entre el gremio de los filósofos mundanos o espontáneos– lo designaremos aquí como “método metafísico”. Metafísico, en cuanto a su propia contextura metódica, aún cuando las tesis mantenidas a su través sean muy empíricas. Curiosamente habría que clasificar como metafísicos a algunos filósofos analíticos del inglés que, sumergidos en la apariencia universal de una lengua que es hoy día planetaria, parecen olvidar que el inglés es una lengua entre otras y, en modo alguno, la revelación del Espíritu Absoluto (Quine, por ejemplo, niega de plano la existencia de la “significación”, meaning; pero sería preciso tener en cuenta que esta palabra tiene muchas acepciones distintas y que es metafísico abordarlas todas ellas de un modo global, tanto para defender su existencia como para negarla).
Nosotros postulamos, como marco más adecuado para establecer metódicamente las acepciones de los términos de nuestro tema en el sentido dicho, el lenguaje categorial de las ciencias positivas, en particular, en nuestro caso, de las ciencias más próximas a la lingüística, o a la llamada Semiótica, por precario que sea el grado de cientificidad que podarnos atribuirle. No pretendemos con ello descalificar el método metafísico, que lo consideramos muy fértil y necesario, en tanto que (cuando efectivamente negarnos la metafísica) puede interpretarse como un ejercicio confuso del propio método positivo o del método que llamaremos dialéctico. Pretendemos simplemente aplicar a nuestro caso la tesis general sobre la necesidad metodológica que a toda filosofía académica obliga, en lo que se refiere a atravesar los análisis categoriales para penetrar en la dialéctica misma de las Ideas. lmagen, Símbolo y Realidad (o sus correlativos en traducciones aceptadas) son términos que aparecen constantemente utilizados por las ciencias lingüísticas o semióticas. Suponemos que la organización científica de una categoría, por precaria que sea, se aproxima siempre a la constitución de una esfera que no podrá ser evitada por la reflexión filosófica, en nombre, por ejemplo, de una “crítica de la ciencia” (o del entendimiento) realizada desde fuera o en el vacío –en realidad, en el vacío de la ignorancia–. ¿Cómo atreverse a penetrar en el análisis de la idea de símbolo o de imagen sin haber frecuentado, pongamos por caso, los conceptos de la lingüística estructural o generativa, o poniendo en un mismo plano sus conceptos y los conceptos utilizados en el tráfico ordinario, en el “uso ordinario del idioma”, aunque este sea el inglés?
Nosotros no argumentamos desde el supuesto cientificista según el cual los resultados de las ciencias positivas fueran los únicos puntos de partida para el pensamiento filosófico –particularmente, cuando estas ciencias positivas pertenecen a la familia de las llamadas “ciencias humanas”–. Argumentamos simplemente desde el supuesto según el cual un cierre categorial determina una organización de los conceptos lo suficientemente profunda como para ser tomada en cuenta como referencia mucho más segura que la constituída por los usos ordinarios (y que, en modo alguno, queremos subestimar).
Pero al mismo tiempo que postulamos este trato obligado de la filosofía –que no es una ciencia– con la “República de las ciencias”, con los conceptos científicos, presuponemos también que las tareas de la filosofía no pueden confundirse con las tareas de una reexposición sintética (y vulgarizada) de los resultados de las ciencias. Suponemos que las Ideas se realizan, aunque no exclusivamente, por la mediación de los conceptos categoriales positivos. Pero los métodos positivos no podrían tomarse, por sí mismos, como sinónimos de los métodos filosóficos que deben llevar a efecto el regressus sobre los mismos conceptos e hipótesis científicas, que no pueden limitarse a progresar sobre sus resultados. Es preciso, por tanto, distinguir en cada caso la función y sentido de un concepto científico, en el contexto de su cierre categorial y la función y sentido de este concepto como realización eventual de una Idea que lo atraviesa y lo desborda dialécticamente –de una Idea que, por tanto, ha de recorrerse a través de su formato categorial dispuestos a trascenderlo ulteriormente–. Valga aquí este ejemplo, tomado precisamente del campo de la semiótica en el que estamos pisando: el concepto o tesis fundamental de la arbitrariedad del símbolo lingüístico, admitido por los lingüístas a partir de Saussure. Saussure, en efecto, definió el signo lingüístico como una entidad compuesta de dos partes, una “unidad de dos caras”, el significante y el significado, y estableció, como axioma de la nueva ciencia la naturaleza arbitraria, institucional, de la conexión entre ambos componentes del signo lingüístico. La distinción original de Saussure ha sido ulteriormente pulimentada. Si nos atuviésemos a ella habría que considerar el campo de la Lingüística como constituído por dos clases de términos, la clase A de los significantes y la clase B de los significados, y habría que considerar las relaciones categoriales entre los términos de las dos clases como si fuesen externas, convencionales o arbitrarias. No se vería entonces cómo podría ser posible una ciencia cuyas relaciones fundamentales se postulan como arbitrarias. En rigor, la tesis del “convencionalismo del nexo” entre significante y significado debe ir concordada con la tesis (en cierto modo opuesta) según la cual el significante (en cuanto constitutivo del signo) no puede [60] considerarse como un mero proceso físico, sino que sólo en cuanto que va asociado a un significado puede llamarse significante: por ello se dice que el signo (a diferencia de la concepción tradicional aristotélica) no es el significante, sino el significante más el significado (la intrincación del significante fonético con el significado suele ser analizada por medio de conceptos “psicológicos”: el significante no es sólo el proceso fonético, sino que comporta una imagen acústica –que corresponde a lo que Peirce llamaba, desde una perspectiva más bien lógica, legisigno; es esta “imagen acústica” aquello que se supone asociado a un concepto o significado; de éste modo, el signo ya no será una expresión –o significante– que nos remite a un contenido situado fuera del signo, sino la asociación de una expresión de un contenido cuya conjunción remite a un objeto real que estaría fuera de ambos). En realidad, sabemos hoy que la clase de los significantes de Saussure es algo mucho más complejo, porque, además de los llamados significantes hay que considerar a las partes de esos significantes que ya no tienen por sí mismas significados (los fonemas y los rasgos distintivos) y, por tanto, no podrían ser llamados signos (ni tampoco significantes), en la acepción de Saussure. La Escuela de Copenhage las llama “figuras”. Podrían acaso ser llamadas “con-significantes” –extendiendo a la segunda articulación el viejo concepto escolástico de los términos sincategoremáticos–. Nos mantendríamos así, en lo fundamental, obedientes a las más estricta ortodoxia saussureana, que establecía que todo significante sólo toma su carácter de tal en la oposición a otros significantes del sistema (Platón y Aristóteles ya sabían que hay sonidos que sólo son con-sonantes, pero creían que los vocales eran autónomos: hoy sabemos que cada vocal sólo es fonológicamente significativa por la posición que ocupa en la serie vocálica). Si tomásemos en serio éste programa de sustitución de los significantes por sus co-significantes correspondientes, las figuras serían ciertamente co-significantes (no signos); pero entonces habría que explicar por qué llamamos significantes a las unidades más próximas a la primera articulación, como cuando decimos que |mesa| es el significante de “mesa”. En realidad habría que concluir que tampoco |mesa| es un significante, sino un cosignificante a otra escala o articulacíón, sin duda. Y otro tanto cabría decir de los significados: tampoco ellos serían sino co-significados, también habría que admitir figuras en el significado, cuyo sistema investiga la semántica estructural (y sin que ello implique necesariamente la hipótesis del llamado “isomorfismo” entre el plano de la expresión y el plano de los contenidos). Si todos los significantes son cosignificantes y todos los significados son cosignificados, ¿por qué destacar algunos significantes como si estuvieran dotados de significado absoluto? (|mesa|, “mesa”). Habría que acudir acaso a motivaciones extralingüísticas, tecnológicas, por ejemplo. Ahora bien: todas estas reformulaciones de la doctrina de Saussure ¿acáso ha debilitado un punto su tesis fundamental acerca de la arbitrariedad del nexo entre los significantes (cosignificantes) y los significados (cosignificados)? ¿Acáso no es preciso tomar esta tesis como un resultado científico, como un punto de partida de la filosofía lingüística y que a la filosofía no corresponde discutir? ¿Acáso no es así como toman los resultados de la lingüística algunos pensadores franceses, como Lacan o Derrida? ¿Acáso no hay que decir que la lingüística estructural ha sancionado científicamente la antigua tesis aristotélica que, en la línea de Hermógenes, establecía, contra Cratilo y Platón, la convencionalidad de los símbolos lingüísticos? Lo que hasta la constitución de la ciencia lingüística moderna figuraba como una opción filosófica –el naturalismo o el convencionallsmo de los lenguajes humanos–, una opción que sólo filosóficamente podría resolverse, encontraría ahora una determinación científica: “La Lingüística moderna ha establecido la convencionalidad de los lenguajes humanos.” Las cuestiones filosóficas habrían de plantearse a partir de esta tesis –en la línea del progressus respecto de ella.
Por nuestra parte, no creemos que la cuestión pueda plantearse de éste modo. Suponemos que la tesis lingüística sobre la convencionalidad del nexo entre el significante y el significado no es una tesis filosófica, sino que es una tesis que solamente tiene sentido en el marco del cierre categorial de la lingüística estructural. Según esto, sería absurdo tomarla como una tesis dada en el mismo plano en el que se plantearon los problemas filosófico lingüisticos en el Cratilo platónico, por ejemplo, sería necesario regresar hacia el análisis de su alcance estrictamente gnoseológico. A nuestro juicio este alcance tendría mucho que ver con la reconsideración, antes sugerida, de todo significante como un cosignificante. Porque esta cosignificación nos remite, no al “lenguaje” en general, sino a un lenguaje Lk determinado (el griego homérico, el latín de la República), es decir, introduce formalmente, en el campo lingüístico, el conjunto de clases constituídas por los diferentes sistemas lingüísticos {L1, L2,... Li,... Ln} y las relaciones de transformación (traducciones) entre ellos. [61] El significado (o cosignificado) en cuanto opuesto al significante puede ser redefinido entonces, al menos en su mayor parte (cuando suponemos que las transformaciones forman grupo, puesto que cabe traducción directa e inversa, y traducción transitiva) como el invariante de estos grupos de transformaciones. Pero entonces, la tesis de la arbitrariedad del nexo entre significante y significado, así entendidos, puede restituirse a su marco estrictamente científico positivo y hacerse equivalente sencillamente a las siguientes tesis gnoseológicas: primera, a la tesis de la multiplicidad de los sistemas lingüísticos –un “mismo” significado va asociado a significantes diferentes, los que corresponden a cada Li– en la medida en que esta multiplicidad sea la condición de la posibilidad misma de la gramática de un idioma (la gramática del castellano comenzó a ser realizada desde el latín; en los tratados de fonética –observaba Vendryes– la descripción de los sonidos se hace, no partiendo del aparato vocal del hombre, sino de una lengua conocida por el lector). Segunda, a la tesis gnoseológica según la cual el objetivo de la gramática de un idioma es determinar el sistema de sus significantes, la conexión de unos significantes con otros en el sistema, una vez dado éste, pero abstrayendo las cuestiones de genésis (“origen del lenguaje”), es decir, por tanto, las cuestiones que plantean directamente la naturaleza de la cuestión entre el significante y el significado. Por estos motivos, la tesis de la arbitrariedad del nexo, como tesis positiva, podría ser compatible con la tesis (platónica) sobre la rectitud de los signos lingüísticos originarios (digamos: los de la segunda articulación) que hay que distinguir de la rectitud de los signos considerados al nivel de la primera articulación, considerada también por Platón en el Cratilo en la primera parte (la “etimológica” de su diálogo).
El método dialéctico en filosofía incluye pues, entre otras cosas, el regreso hacia la determinación del propio alcance de los resultados científicos, la determinación de sus límites y su desbordamiento eventual.
§4. Las dos acepciones opuestas del término “Imagen” propuestas como pertinentes
Denominaremos a estas acepciones, en tanto se oponen entre sí como el “sujeto” pueda oponerse al “objeto”, la acepción subjetiva (a) y la acepción objetiva (A) del término “Imagen”, en tanto que aparece en contexto con “Símbolo” y “Realidad”. El concepto de imagen utilizado por Saussure (y su distinción entre las imágenes acústicas y otro tipo de imágenes) se reduce notoriamente a la acepción (a), la subjetiva –y, por ello, ha sido reiteradas veces Saussure criticado como “mentalista” o “psicologista”–. El concepto de imagen utilizado por Peirce (como la primera especie de los signos iconos, junto con los iconos diagramas y los iconos metafóricos) se alinean mejor con la acepción (A), la que llamamos objetiva.
En cuanto a la acepción (a) de imagen (imagen subjetíva): se trata evidentemente de la acepción habitual dentro de las ciencias psicológicas o psicofisiológicas. En realidad habría que decir que se trata de una familia de acepciones, dadas las diferencias según las cuales el concepto subjetivo de “imagen” se modula.
Tradicionalmente la “imagen” se sobreentendía como un contenido subjetivo (mental o cerebral), un resultado de la llamada imaginación o fantasía, sin perjuicio de que se le atribuyese eficacia causal. En la tradición escolástica, la imagen resultaba de la “huella” que el objeto sensible dejaba en un sentido interno (la fantasía) al cual se le atribuía la capacidad de re-producir (con mayor o menor fidelidad) el objeto sentido externamente en ausencia del excitante y sin determinación del tiempo (la imaginación no es la memoria) o del valor (la imaginación no es la estimativa). Esta noción de imagen se continúa en la tradición empirista que, sin embargo, atenúa la distancia hasta casi borrarla, entre las imágenes y los conceptos (“copias pálidas” de las impresiones) –mientras que la tradición escolástica diferenciaba enérgicamente las imágenes (sensibles) de los conceptos (intelectuales).
La oposición escolástica entre la imagen y el concepto objetivo podría considerarse, de algún modo, reexpuesta en la oposición de Frege entre la representación (Vorstellung) y el sentido (Sinn) de los nombres o de las expresiones functoriales. (El sentido es una parte del significado; la otra parte es, según Frege, la referencia, Bedeutung.) Los nombres son expresiones que tienen significado: “expresan” un sentido (Sinn) y “designan” (o denotan) una referencia (Bedeutung). Las expresiones functoriales remiten a una función: estas no designan un objeto, porque son insaturadas, pero pueden saturarse con un nombre (funciones monarias) o con más de uno. Las funciones monádicas cuyos valores son siempre funciones de verdad, son los conceptos (Begriffe): los conceptos, para Frege, son predicados (antecedentes de lo que Russell llamará después funciones proposicionales uniádicas). Las relaciones son funciones cuyos valores son valores de verdad. Pero los conceptos (que nos remiten a una objetividad, cuando menos, ideal, noemática, en términos de Husserl) van acompañados de imágenes o representaciones que tendrían un carácter subjetivo. F. Mauthner decía algo parecido en su Crítica del Lenguaje (en su proyecto de una nueva “Crítica de la Razón Pura”): “cuando yo digo ‘árbol' me represento yo personalmente algo así como un tilo de unos veinte años de edad [acaso la imagen sensible del tilo individual que Mauthner hubiese percibido en su infancia], el oyente tal vez un abeto o una encina milenaria.”
La imagen subjetiva se opone, pues, al significado, en tanto éste es un concepto. Sin embargo es interesante constatar que comparte con él (al menos en la tradición escolástica, y también en la empirista-mentalista) rasgos comunes muy importantes. En efecto, los escolásticos distinguían entre signos instrumentales (aquellos que representaban otra cosa distinta de sí mismos pero con praevia notitia de sí mismos) y signos formales (sin previa noticia). Los signos instrumentales eran significantes físicos, que debían ser percibidos en su corporeidad previamente a la recepción de la relación de signo. (Por lo demás, los signos instrumentales podían ser naturales o artificiales; podían ser semejantes al objeto o desemejantes de él: el humo era considerado signo instrumental del fuego, un signo a la vez natural y desemejante.) Los signos formales remitirían, en cambio, al objeto sin praevia notitia sui: su ser consistiría en la pura transparencia, en dejar que otra cosa distinta de ellos apareciese por su intermedio a la conciencia, en la intencionalidad absoluta. Los escolásticos estimaban que sólo los conceptos (formales) podían ser [62] (por ser espirituales) signos formales. Pero lo cierto es que las imágenes de los psicólogos mentalistas son tratadas como si fuesen signos formales y, en este sentido, se aproximan a los conceptos de la tradición escolástica (incluiríamos aquí también las “señales locales retinianas” de Helmholtz). Y también se aproximan las imágenes a los conceptos en el momento en que se subraya la imposibilidad de una imagen como mera huella de una impresión “instantánea”, en la medida en que se exige que una imagen, para serlo, sea anudada (en la “vivencia”) a otros instantes, reconociéndose, por identidad, en ellos: es un tema que aparece en el Teeteto (en la polémica de Platón contra Protágoras) y reaparece tanto en las “imágenes repetidas” de Hobbes como en las “imágenes-medias” de Galton.
Las imágenes, por tanto, en la literatura psicológica tradicional, se distancian de los conceptos, aunque aproximándose a ellos constantemente. También se aproximan a la realidad, de la que constituían una copia o re-presentación (la imagen se supone semejante –con semejanza intuitiva, plástica, no ya analógica, en Peirce– a los objetos reales que les corresponden) pero se distancian continuamente de sus modelos, porque son apariencias (corresponden al primer sector de la línea cuatripartita del libro sexto de La República platónica), y se hacen, en el límite, irreales, oníricas, alucinatorias (si no en sus partes, si en los resultados de la combinación de partes que, por sí mismas, mantendrían la semejanza con sus correlatos reales).
Si las acepciones (a) del término imagen se encuentran, sobre todo, en el lenguaje de los psicólogos, las acepciones (A), que vamos ahora a considerar, se encontrarían sobre todo en el lenguaje de las ciencias reales (Óptica, Termodinámica), pero también en el lenguaje de la teoría estética (imágenes en el sentido de retratos, pictóricos o escultóricos, esquemas) o en lenguajes intermedios (imagen fotográfica, simuladores, modelos). La característica de las imágenes, en estas acepciones objetivas (en cuanto se oponen a las acepciones subjetivas) es su naturaleza primogenérica, corpórea, que ha cortado su referencia al sujeto y, por supuesto, la consideración de la imagen como una entidad propiamente invisible, mental, un “signo formal”. La imagen es ahora (en la acepción A) una realidad del mismo género que las restantes realidades corpóreas: la estatua de César es imagen de César y, en cuanto a su entidad corpórea, podría ponerse en la contigüidad de César, como un cuerpo puede ponerse frente a otro cuerpo. Esta propiedad –llamémosla “enfrentabilidad” de la imagen objetiva respecto de su objeto– es mucho más interesante de lo que su aspecto puramente descriptivo y trivial pudiera sugerir. En virtud de ella, habría que concluir, por ejemplo, que una microfotografía (óptica o electrónica) no es una imagen, pese a la afinidad que ella tiene técnicamente con una fotografía ordinaria. Porque mientras la fotografía I puede enfrentarse isomórficamente con el objeto O, que coexiste con ella segregadamente (puede percibirse independientemente) ante los sujetos que establecen el morfismo, la microfotografía I' no puede enfrentarse con el objeto O' puesto que éste, por hipótesis, no puede ser percibido segregadamente de I'. Resulta así una curiosa analogía inversa entre los objetos O' de las imágenes microfotográficas y las imágenes subjetivas de los psicólogos mentalistas: que no son directamente perceptibles, sino que al concepto de aquellos objetos (O') sólo podemos llegar a través de las imágenes (I'), mientras que a los conceptos de aquellas imágenes mentales (signos formales) solo podemos llegar a travás de los objetos reales (O). Esto aproxima tanto las imágenes mentales, como las microfotografías, a la categoría de “metáforas imaginarias” de las que hemos hablado en otro lugar (en el Prólogo a la Metodología del pensamiento mágico de E. Trías).
¿Qué es entonces aquello que distingue a una imagen objetiva del objeto o situación respecto del cual se dice imagen?
Se suele destacar la semejanza –y así Peirce considera las imágenes como el primer tipo de iconos, definidos precisamente por la semejanza. Sin embargo, la semejanza no parece constituir la razón formal del concepto de imagen. Si toda imagen dice alguna semejanza con su objeto, en cambio, no todo lo que es semejante a otra cosa, por serlo, es imagen suya, salvo que la propia semejanza se considere la re-presentación de ese objeto en ciertas circunstancias. Semejanza es un concepto muy vago, y las diferenciaciones entre los diversos tipos de semejanza se fundan en criterios muy discutibles. Se distinguirán las semejanzas simples (derivadas de la coparticipación de alguna cualidad aislada, un color) de las semejanzas complejas (diagramas, metáforas) en las cuales el concepto de semejanza se aproxima a la analogía, y supone algún tipo de morfismo. Y, siguiendo a Peirce, se llamarán imágenes a los iconos de semejanza simple y diagramas o metáforas a los iconos de semejanzas compuestas. Sin embargo, por nuestra parte, nos inclinaríamos a restringir el ámbito del concepto de imagen a los casos de las semejanzas complejas, cuya forma canónica son los morfismos. Si una fotografía funciona como imagen del objeto es en la medida en que funciona un morfismo más o menos analizado. (Por lo demás, un morfismo no implica meramente relaciones de semejanza, sino también relaciones de contigüidad, o causales, entre cada parte de la imagen con otras partes de la imagen, entre cada parte del objeto con otras partes del objeto: separar de un tajo, también con Peirce, los índices y los iconos parece una decisíón arbitraria y confusa.)
Pero si en la imagen reconocemos siempre un morfismo más o menos analizado, estamos diciendo que (aunque la imagen sea una entidad cósica, no mental) la imagen no existe como una cosa meramente natural, sino que supone la actividad “Iógica” del sujeto operatorio, si bien esta actividad esté abstraída (neutralizada) y como puesta en otro plano. Es esta actividad operatoria lo que podría tomarse como criterio para diferenciar una re-producción artificial (el retrato hecho por un pintor) y una reproducción “natural”, fisica (una fotografía). En el retrato, el morfismo es explícito, aparece en el momento de la génesis de la imagen, cada rasgo correspondiente ha sido producido, mientras que en la fotografía estas correspondencias deben ser entresacadas por quien la interpreta como imagen (interpretar un retrato como imagen supone el rodeo a través del sujeto que lo hizo; interpretar una fotografía como imagen excluye este rodeo –la intervención del fotógrafo tiene otro carácter–). Por ello, ni siquiera el retrato más realista puede compararse con una fotografía o con una imagen especular: en el retrato hay morfismos efectivos, a través de los cuales puede decirse que [63] el objeto se ha reproducido (o recreado) en la escala adecuada a la propia representación: un retrato realista, por mimético que sea, es siempre una obra del arte humano. Es también virtud de esta actividad operatoria ligada a los morfismos por lo que podemos clasificar a las imágenes objetivas dentro de la categoría de los signos, y no precisamente de signos que “están por otros”, sino sencillamente por signos que representan a otros. El bisonte de Altamira, aunque fuera imagen de un hipotético bisonte real, no podría considerarse meramente como un sustituto del bisonte real (un sustituto obediente a una supuesta “ley mágica de la participación” en el sentido de Levy-Bruhl): los primitivos, como observa Jensen, no dejan de arrojar jabalinas a los animales reales aún después de haber tributado sus ceremonias a las imágenes de los animales (el bisonte re-presentado es ya por su pura forma de imagen construída isomórficamente, un bisonte “dominado”, re-construido, al menos parcialmente).
Pero la imagen objetiva, aún en su función de signo (no necesariamente sustitutivo), se diferencia de otros signos (tampoco necesariamente sustitutivos), precisamente de aquellos que llamaremos símbolos, en una última propiedad característica, que se encuentra, por cierto, contenida ya en el mismo concepto de morfismo que hemos utilizado, a saber, en la naturaleza aplicativa de los morfismos, en la “univocidad a la derecha” de las aplicaciones isomórficas u homomórficas. Cuando el objeto del morfismo está dotado de unicidad (cuando es una clase de un solo elemento, sin perjuicio de lo cual este elemento debe tener partes atributivas) la imagen podría llamarse retrato; cuando éste no sea el caso, entraríamos en el terreno de las imágenes-modelo, sobre todo, si no son sobreyectivos inicialmente, es decir, si la regla del morfismo permite seguir construyendo nuevas “imágenes”. Las aplicaciones, sin embargo, no incluyen la inyectividad. Caben aplicaciones “de varios a uno”, caben múltiples retratos (no iguales entre sí) de una misma persona, caben imágenes objetivas, a muy diverso grado, del mismo objeto, por ejemplo, mapas más o menos detallados, esquemas. Un esquema, o un mapa, podría considerarse en efecto como una imagen, que se diferencia de otras imágenes fotográficas sólo en atención a criterios “paramétricos” tomados en cada caso, no en términos absolutos, dado que es imposible un mapa fotográfico de un terreno, la sencilla razón de que debiera representarse a sí mismo, instaurando un proceso ad infinitum (el “mapa de Royce”). Cuando un signo, aunque fuese semejante respecto de su objeto, no tuviese esta intención aplicativa, dejaría de ser imagen y podría convertirse en símbolo, en el sentido que daremos a este término en el párrafo siguiente y que cubre, por ejemplo, a aquello que Kandinsky llamaba imagen primaria (un cuadro y un punto en su interior) o a los significados secundario y terciario (o “valores simbólicos”) de las imágenes de los que habla Panofsky en la Introducción a sus Ensayos de iconología. Es lo cierto que las imágenes mantienen una estrecha afinidad con los símbolos, que las imágenes se transforman insensiblemente en símbolos –y en esta transformación tendría su lugar principal la obra artística plástica (pictórica, escultórica)–; la música en cambio sería por naturaleza, simbólica, no imaginatíva, como el lenguaje fonético humano, a cuya naturaleza temporal debe sin duda, alguna de sus principales prerrogativas. Y esto nos permite trazar otra curiosa proporcionalidad entre las razones que ligan de una parte a las imágenes objetivas con los símbolos de ellas resultantes y, de otra, a las imágenes mentales y a los conceptos que de ellas se nutren.
Nota sobre el concepto de imagen poética
Además de las acepciones del término imagen reseñadas, conviene referirse a otra acepción muy corriente entre los tratadistas de poética. Utilizan éstos (Dámaso Alonso, por ejemplo) el término imagen para designar un tipo específico de figura retórica que se encuentra en las proximidaddes de la metáfora (incluso de la metonimia) pero que, al parecer, no debiera confundirse con ella. Mientras en la metáfora la comparación no es explícita, porque hay sustitución (“la copa es el escudo de Dionisos”), en la imagen la comparación sería explícita, acaso porque aquí (suponemos nosotros) en lugar de sustitución habría que hablar de “fusión intencional” entre los componentes que llaman reales e irreales: “Sus dientes eran menudas perlas” –en lugar de la forma metafórica “sus perlas” (por “sus dientes”)–. La imagen poética, de este modo, resultaría en una aposición de semas (real, irreal) por la cual tendría lugar su condensación o fusión. Estos semas podrían mantener entre sí relaciones de semejanza (hablaríamos de imágenes metafóricas: “Pintadas aves/cítaras de pluma”) pero también de contigüidad (imágenes metonímicas), como ocurriría con éste pensamiento: “Abultadas vacas/almiares que caminan”, en donde cabría hablar de una imagen metonímica en la medida en que imaginemos la figura abultada de la vaca, en tanto es causada por la contigüidad del almiar que suponemos que ha ingerido (es el almiar mismo aquello que está caminando en la vaca; mientras que si nos limitamos a percibir la semejanza de la vaca abultada con el almiar volveríamos a la imagen metafórica, más pobre, por cierto, al menos en nuestro caso).
Ahora bien, esta acepción poética del término imagen no nos parece directamente pertinente en nuestro contexto. Su interés lo mantienen en todo caso a través de las acepciones de imagen que ya hemos analizado.
§5. Las dos acepciones del término “Símbolo” propuestas como pertinentes
“Símbolo” es un término que ha recibido definiciones muy distintas. Nosotros no queremos añadir una nueva y, por ello, en lugar de presentar nuestro concepto como una nueva definición lo introducimos como definición de un tipo específico de símbolos a los que llamaremos símbolos prácticos –lo que no excluye que ulteriormente podamos defender que este tipo de símbolos sea precisamente el “primer analogado”.
Si en el concepto de imagen habíamos destacado la semejanza con el objeto, como nota genérica característica, y habíamos dividido sus acepciones según el criterio de la subjetividad /objetividad, en el concepto de símbolo práctico destacaríamos, como característica genérica esencial, su naturaleza “técnico cultural” (institucional, [64] por ejemplo) en virtud de la cual diremos que los símbolos son causados (o producidos) por la actividad (lógica, tecno-lógica) humana y, a la vez son de algún modo causantes o determinantes en algún grado del objeto al cual simbolizan (y que eventualmente, podría ser el propio sujeto estable, en los mandalas). De aquí, también, que como criterio para distinguir las acepciones pertinentes del término símbolo tomemos la oposición entre lo que es convencional o externo (acepción b) y lo que es natural o interno (acepción B).
Al destacar la relación de causalidad o de determinación tecnológica, práctica, como característica del símbolo, no excluímos la semejanza (como la excluía Peirce, según veremos). Simplemente, no la incluímos, saliendo al paso, de este modo, de quienes sobreentienden, gratuitamente, que la internidad eventual del nexo simbólico con su objeto sólo podría conceptuarse como semejanza o iconicidad, confundiendo el símbolo con la imagen. En las imágenes, en cambio, y sin perjuicio de que ellas sean también fruto de la actividad humana, no destacaríamos esta condición, sino la semejanza por ella eventualmente lograda.
Al destacar la naturaleza técnica o práctica de los símbolos, tampoco excluímos su materialidad corpórea: sólo queremos decir que esta materialidad está dada en ellos bajo la razón de lo que es “organizado” por la actividad humana y, por ello, los símbolos prácticos tanto pueden ser objetos corpóreos, “plásticos” (los que caen bajo el dominio del facere) como procesos agibles según pautas (instituciones, poemas, alegorías) más cercanas a las imágenes en su acepción subjetiva.
En virtud de esta condición técnica y práctica, agible o factible, que atribuimos al concepto de símbolo, cabría decir que el símbolo incluye un logos (λoγoς = ensamblamiento, reunión organizada, “racional”, no en el sentido del formalismo intelectualista, sino en el sentido estoico, que cubre incluso a los mitos, o a los rituales mágicos o religiosos): συμ-βαλλειν dice, en efecto, con-posición, confluencia, pacto, tratado (“símbolo de la fe”). Un símbolo es sin duda un signo, pero no precisamente un signo sustitutivo (el concepto de signo sustitutivo se enmarca más bien en el contexto diamérico constituido por una esfera de símbolos: lo que es sustituible es un símbolo por otro símbolo –el interpretante, la variable por su argumento, la moneda por el valor de cambio de la mercancía– pero no el símbolo por su objeto, lo determina, lo “causa”. Y en ésto pondríamos la diferencia formal más profunda entre la imagen y el símbolo. Mientras que las imágenes conllevarían una suerte de aplicación a sus objetos (“univocidad a la derecha”) los símbolos prácticos no conllevarían esta aplicación, puesto que el objeto del símbolo se nos daría como esencialmente indeterminado, más o menos ambiguo u oscuro. Lo decisivo en el concepto de símbolo práctico podría ahora declararse de éste modo: que ese halo de indeterminación o imprecisión que atribuimos al objeto del símbolo práctico, no brota tanto de nuestra ignorancia del objeto (como si éste ya estuviese determinado, dado como algo perfecto, frente al símbolo incompleto y ambigüo), sino que es el objeto mismo el que es indeterminado e incompleto, pero en tanto que su determinabilidad depende de la propia actividad práctica humana que se ejerce a través de la interpretación del símbolo. Diríamos que el símbolo práctico es impreciso pero debido a que su objeto es, en cierto modo, infecto y no perfecto, porque el perfeccionamiento del objeto del símbolo depende de la propia acción que transcurre precisamente a través del símbolo. Como paradigma de estos símbolos que llamamos prácticos, propondríamos el famoso presente que los escitas enviaron a los persas que ocupaban su territorio, del que nos habla Herodoto (libro IV, 131-132): “Los reyes de los escitas determinaron enviar un heraldo que le regalase de su parte un pájaro, un ratón, una rana y cinco saetas. Los persas no hacían sino preguntar al portador les explicase qué significaba aquel presente, pero él les respondió que no tenía más órden que la de regresar con toda prontitud una vez entregados los dones, y que bien sabrían los persas, si eran tan sabios como presumían, descifrar lo que significaban los regalos.” Ahora bien: Darío interpretó el presente como símbolo de que los escitas se rendían a su soberanía entregándole el aire (el pájaro), la tierra (el ratón) y el agua (la rana), así como las armas (las cinco saetas). Pero Gobrias, uno de los entendidos que arrebataron al mago trono y vida dió una interpretación completamente distinta: “Si vosotros, persas, no os vais de aquí volando como pájaros, o nos os meteis bajo la tierra hechos unos ratones, o de un salto no os echais a las aguas, como ranas, todos quedareis traspasados por estas saetas.” Estamos aquí ante un símbolo práctico genuino: un conjunto complejo de objetos “arreglados”, ensamblados (según un logos) que está destinado a causar un efecto, el cual tiene que ver con su propio significado. [65] Pues no cabría decir que este significado ya existía, por ejemplo, en la mente de los escitas, a título de “mensaje” enviado a Darío en forma alegórica. Aparte de que no nos consta la existencia de tal mensaje (solamente cuando este mensaje figurase fisicalísticamente en unas tablillas, pongamos por caso, podría hablarse de él) lo cierto es que lo característico de esta alegoría es la posibilidad de su doble o múltiple interpretación. Aún en el supuesto de que el mensaje fisicalista hubiera existido, lo que haría de su expresión alegórica un símbolo es esa su indeterminación, ante la cual, la propia interpretación de quien envía el mensaje puede figurar, a lo sumo, como una interpretación más al lado de las otras. Diríamos: quien envía un mensaje simbólico, dotado ya de una interpretación propia, es inconsciente respecto de las otras interpretaciones posibles. Y la interpretación victoriosa será, en todo caso, la que deberá ser privilegiada, sobre todo si el símbolo ha de ser institucionalizado. Un signo “perlocutivo” (en el sentido de Austin) tal como “¡fuera!” sólo llegará a significar lo que significa en castellano si efectivamente quien lo interpreta realiza regularmente su significado actual; si “¡fuera!” determinase regularmente la acción de entrar, entonces llegaría a significar “¡a dentro!”. Todos los signos mágicos, rituales, sacramentales, envuelven esta connotación causal, muchas veces vivida como independiente de nuestra propia actividad, como si actuase ex opere operato (los teólogos católicos definían el sacramento de éste modo: “Signum rei sacrae nos santificantes”). Pero, evidentemente, esta teoría mística de los símbolos mágicos no podría ser aceptada filosóficamente más que en el plano émico, no en el plano ético (en el sentido de Pike), que es ahora el que está más cerca de la verdad, de la realidad. El oráculo del veneno, el Benge de los azande (descrito minuciosamente por Evans-Pritchard), aunque incluye la acción natural de la estricnina sobre el pollo (por cierto una acción cuyos resultados no han de conocerse con absoluta precisión y han de estar indeterminados desde el punto de vista probabilístico) es un simbolismo práctico, que conduce al exorcista a determinadas situaciones inconscientes, que se revelan a los propios interesados a lo largo del rito. Los símbolos siempre podrían entenderse, según esto, a la luz de aquél per visibilia, ad invisibilia de que nos habla San Pablo en la Epístola a los Romanos (I, 20). Porque mientras los objetos de las imágenes pueden decirse visibles, aunque estén ocultos, porque ya existen (las imágenes-reliquias de personajes pasados tendrían mucho de simbólico), los objetos de los símbolos son intrínsecamente invisibles, porque, aunque tengan un contenido corpóreo, todavía no existen. Tanto más vasto será un simbolismo cuando mayor sea el campo de objetos que a su través puedan llegar a realizarse. El simbolismo de las fórmulas lógicas o matemáticas, entendidas, no como imágenes de relaciones ontológicas previamente dadas, sino como metros o cánones de ulteriores situaciones o procesos que pueden ser construidos de acuerdo con ellas –sería acaso el simbolismo dotado de una mayor extensión dentro del universo racional.
Ahora bien, aún desde la perspectiva de éste concepto de símbolo práctico que venimos exponiendo, mantiene su alcance, y aún lo profundiza, la consideración de las dos acepciones (b, B) del término símbolo que hemos propuesto como pertinente. Porque ahora obligarnos a esta distinción (en sí misma puramente empírica y descriptiva) al aplicarse a los propios símbolos prácticos. Una aplicación siempre posible, dado que la distinción nos introduce en otro plano de la realidad, aquel en el que se suscita la cuestión acerca de la estructura determinista de las instituciones, de los convenios, en cuanto sus razones, motivos o implicaciones puede aparecer como opuestas a las causalidades de los procesos llamados naturales.
La acepción que hemos llamado (b) del término símbolo –el símbolo como un signo en el que se destaca la arbitrariedad o convencionalidad del nexo entre significante y significado– es frecuente entre los autores anglosajones, acaso por la influencia de Peirce. En efecto, Peirce, atendiendo a las relaciones entre el signo y su objeto, distinguía los índices (relación física de contigüidad, eminentemente), los iconos (relaciones de semejanza: el signo icónico participa de las propiedades de su denotado) y los símbolos (signos arbitrarios en los cuales la relación al objeto depende de una convención, de una norma, de una ley). La clasificación de Peirce es sin duda muy útil, pero muy superficial y poco filosófica, entre otras cosas porque utiliza criterios heterogéneos y sugiere evidencias en donde todo es confusión. En realidad, su concepto de símbolo, en cuanto opuesto al de índice y al de icono, es puramente negativo: “Son los signos que no son ni índices ni iconos, porque en ellos no hay relaciones de contigüidad ni de semejanza.” Pero una relación establecida por convención no excluye contigüidades o semejanzas, mediatas o inmediatas, sobre todo si se ha comenzado por considerar a estas relaciones como constitutivas de otro tipo de signos. Ocurre en el fondo que Peirce está presuponiendo que las relaciones de contigüidad y de semejanza son relevantes en cuanto a la función de signo. Pero habrá que preguntar: ¿en virtud de su propio contenido (lo que es absurdo: la contigüidad de dos objetos no hace a uno signo de otro) o en virtud de una institución establecida sobre esos contenidos? Pero si esta institución se hace también precisa en los índices y en los iconos (el metro-patrón, aunque es semejante, más aún, igual, a las demás longitudes de 100 cm., no es signo de ellas) no cabe oponerlos a los “signos por institución”. Y lo que habría que mostrar entonces es la razón por la cual la contigüidad y la semejanza son relaciones pertinentes para distinguir tipos de signos (¿Por qué no las relaciones de causalidad o de gradación cromática?). En realidad ocurre que estas dos relaciones (o tipos de relación), sobre las cuales se organizan en nuestros días los conceptos lingüísticos de metonimia y de metáfora, son muy oscuras, en sí mismas y en su conexión mutua. En otros lugares hemos indicado (El Basilisco, nº 2, pág. 28, nota 73) cómo la distinción de Hume (asociaciones por contigüidad y asociaciones por semejanza) debe coordinarse con la distinción kantiana entre Estética y Lógica, entre intuiciones –espacio y tiempo– y conceptos. Y a través de esta coordinación, advertiremos que la yuxtaposición de las relaciones de contigüidad y de semejanza es muy confusa, porque mezcla planos diferentes, el de las totalidades de tipo atributivo y de tipo distributivo. Además, el concepto de semejanza no es el concepto de una relación, sino el de una familia de relaciones, definibles por la no transitividad –según Carnap–, o acaso por la no simetría, totalmente distintas por la materia, por el contenido de la semejanza. (En cambio, el concepto de contigüidad es más unívoco, supone referencia a los cuerpos.) Además, y sobre todo, las relaciones de contigüidad no se oponen a las relaciones de semejanza más que en un determinado plano (el plano de la [66] teoría de los todos y las partes), pero se oponen (en otro plano mucho más obvio) a las relaciones de distancia (las relaciones que llamamos apotéticas), dado que la contigüidad puede definirse como la negación de la distancia, la distancia cero. Precisamente por esta razón, que nos permite entender la contigüidad de un modo dialéctico (negación de distancia) y no empírico (ver § 8) es muy dudoso que el concepto de “signos índices” de Peirce pueda sostenerse cuando se interpretan las relaciones entre signo y referencia como relaciones de contigüidad, dado el supuesto de que toda significación deba ser apotética. (Los signos índices incluyen relaciones de semejanza, como también los signos icónicos incluyen las de contigüidad: incluso el “señalar con el dedo”, en el caso en que el dedo hace contacto con lo designado, incluye la separabilidad o alejamiento del índice para quien también, desde lejos, interpreta el signo –pueden leerse a esta luz las consideraciones de Wundt a este respecto–.)
En resolución: decir que los símbolos son signos arbitrarios porque en ellos no hay relación de semejanza ni de contigüidad entre significante y significado es tanto como decir (si se quiere llegar a un concepto constructivo) que se ha negado una semejanza y una contigüidad previamente dadas acaso para alcanzar otro tipo de semejanzas o de contigüidades. No se trata aquí, en todo caso, de impugnar el concepto de símbolo de Peirce, pero sí de subrayar su carácter problemático. Problematismo que hacemos consistir en la indeterminación del concepto de “convención” o ley que establece el nexo, en la evacuación del contenido de tales convenciones o leyes y, por tanto, de las cuestiones relativas a su génesis y a sus consecuencias. Si cabe hablar de signos (símbolos) establecidos según una ley, esto no será suficiente para proceder como si “ley” equivaliese a ausencia de toda relación, incluso relación interna que se abra camino a través de la ley. Si el símbolo práctico tiene una relación de determinación causal con el objeto, aún cuando esta determinación hubiera sido establecida a través de una ley arbitraria, no por ello cabría interpretar la relación entre el signo y su objeto como puramente negativa.
En cuanto a la acepción B (en virtud de la cual “símbolo” es tanto como “símbolo interno”) cabe decir que es la acepción más frecuente en los círculos europeos, desde los lingüístas saussureanos (que, precisamente por su teoría del convencionalismo de los signos lingüísticos, rehusan llamarles símbolos) hasta los psicoanalistas (“símbolos de la líbido” de Jung) o las filosofías de orientación hermenéutica (las formas simbólicas de Cassirer, Gadamer). Es cierto que, con frecuencia, se sobreentiende como contenido de la internidad de la relación precisamente la semejanza o la contigüidad (un ideograma es un símbolo, o el humo es signo natural del fuego) –aunque tampoco se excluye la función reveladora de los símbolos, en cuanto conformadores de su propio objeto.
Si la oposición entre las acepciones (b) y (B) es filosóficamente interesante, es debido (nos parece) a que no puede entenderse como una mera oposición de terminogía, en la que las definiciones resultasen estar simplemente cambiadas respecto de los definienda (la “Escuela anglosajona” reconociendo las diferencias entre signos internos y externos, llama símbolos a los externos; la “escuela europea”, reconociendo la misma diferencia, llama símbolos a los internos). Porque el fondo de la cuestión está en la ambigüedad del mismo criterio de la distinción (convencional/natural, externo/interno) tal como se utiliza por una y otra escuela, y en las circunstancias de que en ambos casos se consideran los signos lingüísticos como externos o convencionales (llámense signos o símbolos). El fondo de la cuestión que la dualidad de acepciones del término símbolo suscita está precisamente en la comprensión de la conexión, en el símbolo, de los componentes convencionales y los naturales, en la cuestión platónica (y griega, en general) en torno a si los símbolos del lenguaje humano son signos que significan por naturaleza (φυσει) o por convención (θεσει).
§6. Las dos acepciones opuestas del término “Realidad” propuestas como pertinentes
El término “realidad” es prácticamente intercambiable, en la tradición filosófica, por el término “ser” (Res era uno de los cinco “predicados transcendentales” del Ser). En consecuencia, las acepciones del término Realidad son tantas como las acepciones de Ser: por ejemplo, las diferentes categorías (sustancia, cantidad, &c.) la realidad como potencia (o materia) y como acto (o forma), la realidad como existencia y como esencia. También podríamos interpretar “realidad” en el sentido de “verdad”, que era otra de las “pasiones” del ser, y de éste modo, estableceríamos, desde el principio, la conexión entre los símbolos y las verdades, lo que, según algunos, constituiría el camino más recto para llegar al fondo de nuestros problemas. Sin embargo, y dada la indeterminación del propio término “verdad” –¿qué significa “verdad” para N. E. Christensen en su Sobre la naturaleza del significado?– nos parecería injustificado interpretar “realidad” como “verdad”, sin que con esto olvidemos las conexiones ínternas que los términos de nuestro triángulo guardan con la verdad –aunque no sólo, precisamente, a través del vértice “realidad”.
¿Qué acepciones, opuestas entre sí, cabe seleccionar entre esta ingente multiplicidad de acepciones del término realidad de las cuales, en principio al menos, podría pensarse que quedan demasiado lejanas respecto de los conceptos actuales de la semiótica?
Sin embargo, y no sin cierta sorpresa, advertimos que ello no es así, sino que precisamente son dos pares de acepciones clásicas del término realidad (la realidad como materia y la realidad como forma, por un lado; la realidad como existencia y la realidad como esencia, por el otro) aquellos que están constantemente implicados en las conceptuaciones de los semiólogos y de los lingüistas.
Por lo que concierne al primer par (materia/forma) bastaría recordar a L. Hjelmslev, en su distinción entre materia del contenido (o de la expresión) y forma del contenido (o de la expresión), a partir de la cual introduce el concepto de sustancia del contenido o de la expresión. Se diría, además, que Hjelmslev no sólo se acoge a una [67] distinción tradicional, sino a una distinción de sabor eleático, según la cual la realidad sería un continuo (“materia”) sobre el cual los hombres habrían establecido la decisión de nombrar dos formas donde sólo debían nombrar una: “los juzgaron de forma opuesta y les atribuyeron signos separados” (σηματευεν το, versos 54-55). Precisamente por esta perspectiva cuasimetafísica que afecta a la distinción de Hjelmslev, y por cuanto la oposición entre sustancia y forma del contenido puede redefinirse intralingüísticamente en el contexto de la multiplicidad de lenguajes {L1, L2,...Ln}, que constituyen el campo de la lingüística, del que antes hemos hablado (la sustancia del contenido de una lengua Lk sería el conjunto de las otras lenguas Li, en ciertas condiciones), es por lo que abandonamos estas dos acepciones de “realidad” que, por otro lado, reaparecen en el otro par de acepciones que hemos citado.
En efecto, la oposición entre la esencia y la existencia es la oposición que puede considerarse representada en la oposición entre los dos principales planos de la realidad a la que toda teoría de los signos tiene que aludir:
Ante todo, a la realidad como existencia (como existencia individual, concreta, cósica, la realidad de la sustancia aristotélica o de los accidentes que sobre ella descansan), es decir, a la realidad referencial (acepción c, Bedeutung de Frege).
Pero también a la realidad como esencia, es decir, como “realidad noemática” (acepción C) –acaso noética, en el “conceptualismo”–, el sentido (Sinn) de Frege.
La oposición entre estas dos acepciones del término realidad que suponemos implicadas en la teoría del signo o del símbolo, nos pone delante de las cuestiones más profundas en torno a la comprensión de la naturaleza de la significación, a la comprensión del papel que corresponde a los conceptos y a los juicios, a los noemas (terciogenéricos) y a las referencias, en el significar, y a las relaciones entre todos ellos. Se diría que, en este punto, estamos ante un sistema de opciones preestablecido, que fué ya recorrido en las discusiones sobre el problema de los universales, y que necesariamente se nos impone también hoy a nosotros (las “cuatro principales respuestas a nuestro problema propuestas en el marco de la filosofía analítica” de las que habla N.E. Christensen, en el libro antes citado, son literalmente las cuatro respuestas que conocemos desde hace varios siglos al “problema de los universales”).
§7. Posibilidad de utilizar alternativamente las acepciones distinguidas para el análisis de las teorías de la significación
La mejor prueba gnoseológica de la pertinencia de las acepciones que hemos seleccionado para los términos titulares del Congreso es, seguramente, la constatación de que los encadenamientos triangulares alternativos de éstos términos (a los cuales, sin duda, ha de ajustarse la forma sintáctica de una teoría) cuando se interpretan según las consabidas acepciones, pueden coordinarse con las más importantes teorías de la significación que la tradición nos ofrece. Ocurre como si estas diversas teorías de la significación pudieran, en una gran medida al menos, delimitarse por medio de los diferentes “triángulos” determinados por las diversas interpretaciones semánticas de sus términos, según las acepciones consideradas. “En una gran medida”, porque, evidentemente, hay teorías que postulan la necesidad de introducir más de tres términos, por ejemplo, el sujeto operatorio, o incluso la distínción entre sujeto y conciencia, como propone Lacan. Es cierto que éste sujeto está implícito en el término imagen y en el término símbolo –porque las imágenes y los símbolos no podían ser pensados al margen de un sujeto–. Pero lo cierto es que hay triángulos (como los de Frege, Peirce o Odgen-Richard) que no explicitan al sujeto; y hay triángulos que creen indispensables explicitarlo (el de Bühler o el de Morris). Nosotros consideraremos aquí, en todo caso, el sujeto, ya sea explícita ya sea implícitamente.
Podríamos clasificar las teorías en dos grandes familias, la primera de las cuales estaría formada por todas aquellas concepciones susceptibles de ser caracterizadas por la eliminación o desconsideración de una de las acepciones alternativas de cada término. La segunda estaría integrada por todas aquellas concepciones susceptibles de ser caracterizadas por su tendencia a dar cuenta internamente de las acepciones opuestas de cada término (sea de alguno de ellos, sea de dos, sea de todos). Podrían llamarse unilaterales o radicales a las teorías que forman parte de la primera familia y dialécticas a las teorías que constituyen la segunda familia, especialmente en el último de los géneros considerados.
Los géneros de teorías unilaterales o radicales son ocho, aunque cada una de las combinaciones resultantes de nuestro planteamiento pueden ser especificadas de diversas maneras. Los géneros pueden describirse de éste modo:
(I) (abc)
(II) (abC)
(III) (aBc)
(IV) (aBC)
(V) (Abc)
(VI) (AbC)
(VII) (ABc)
(VIII) (ABC)
Por ejemplo, el género (I) (abc) puede interpretarse como delimitando aquellas teorías de la significación que descansan en la consideración de la imagen mental (a) de las referencias individuales (c) y que defienda, sin embargo, el carácter interno (b) de los símbolos mediante los cuales los sujetos ligan la imagen y su referencia. La posición de Cratilo, en el diálogo platónico de éste nombre, podría muy bien acogerse a los límites de este triángulo (abc), los límites de un nominalismo naturalista. Se trata de un nominalismo que no es, de suyo, convencionalista ni, menos aún, atomista: un nominalismo generalmente confundido con el moderno nominalismo inglés, a pesar de que podría defenderse la tesis de que el nominalismo de Ockham nada tiene que ver con el atomismo, ni con el individualismo –Ockham, el “comunista”–; un nominalismo que niega las esencias universales, sin duda, pero no para oponerlas a la visión de un mundo resuelto en la polvareda de los individuos atómicos, sino en la visión de un mundo cuyas partes, siendo siempre concretas, se continuan unas a otras en la forma de lo que, por ejemplo, otro biólogo “nominalista”, Haeckel, llamó los “individuos genealógicos”. La propia teoría del lenguaje defendida por Mauthner en su Crítica del lenguaje podría también [68] considerarse como una especie de este género de nominalismo.
El género (II) (abC) recoge sin duda a Platón y, después, a Husserl. Es el género de los “conceptualismos naturalistas”. El símbolo interno (b) nos remite al significado noemático (C) a través de una imagen hylética (a) que alimenta al proceso del significar, sin reducirlo.
El género (III) (aBc) nos remite al convencionalismo nominalista, asociado a las figuras de Demócrito, o a las concepciones de Quine o del Russell ya alejado del platonismo inicial. Los símbolos convencionales (B) ligan las imágenes mentales (a) con las referencias individuales (c): se llega a pedir la eliminación, en la teoría de los signos, del concepto de significación, sustituyéndola por el concepto de denotación.
El género (IV) (aBC) parece capaz de albergar cómodamente a la teoría del signo de Aristóteles, en cuanto conceptualismo convencionalista, presente también en la teoría de Saussure y, sobre todo, de Frege. El signo lingüístico, el símbolo, supone ahora el concepto (C) –que es tanto concepto subjetivo como concepto objetivo–, un concepto que se alimenta de las imágenes mentales (a). Porque el signo lingüístico es convencional (B), o dicho de otro modo, porque se presupone que es antes pensar que hablar –justamente la tesis contra la cual habrá de levantarse Humboldt o Mauthner–. Es interesante advertir la conexión de esta farnosa tesis aristotélica (“hablarnos porque previamente hemos pensado”) con su propia metafisica del Acto Puro, el Ser soberanamente autárquico cuya vida se agota en pensar sobre sí mismo, un pensar que no necesita hablar (que no necesita de símbolos). Este es el único ser bueno y feliz, el único paradigma de la vida moral humana, tal como se nos muestra en la Ética a Nicómaco. Una tesis que se opone frontalmente a la concepción platónica, según la cual el pensamiento comienza con el lenguaje y propiamente habría que definirlo, a lo sumo, como el “hablar del alma consigo misma”; que se oponía también frontalmente a la metafísica cristiana, la que nos dice in principio erat Verbum.
Renunciamos, para evitar la prolijidad, desarrollar más esta teoría de teorías. Ello sería además innecesario, porque cualquiera que nos haya seguido hasta ahora, podría continuar por sí mismo.
§8. Propuestas metodológicas de reducción inicial de las acepciones presentadas
Sin perjuicio de que, por nuestra parte, defendamos una concepción de la significación emparentada con la familia de las teorías que hemos llamado dialécticas (a saber, aquellas que tienden a estimar la necesidad de tener en cuenta en cada término sus dos acepciones opuestas tratando de pasar internamente de una a otra), sin embargo consideramos metodológicamente la conveniencia de reducir inicialmente las dos acepciones opuestas de cada término a una sola, a efectos de comenzar la construcción y el análisis a partir de ella. Y esto de la siguiente manera:
- Reducción inicial de la consideración de la imagen subjetiva a la consideración de la imagen objetiva (A), que tomaríamos como punto de partida.
- Reducción inicial de la consideración de los símbolos externos a la consideración de los símbolos internos (b).
- Reducción inicial de la consideración de las realidades noemáticas a la consideración de los referenciales (C)
1. Reducción de la imagen subjetiva a la imagen objetiva
Partir de la imagen subjetiva –del tratamiento subjetivo o proyectivo de la imagen– es permanecer prisionero en las limitaciones gnoseológicas del mentalismo (tal y como ha sido criticado por el fisicalismo). Se trata de una perspectiva todavía muy común entre los filósofos profesionales, y particularmente, entre los españoles. Pero hablar de imágenes (o de imaginación) según un tratamiento proyectivo, es tanto como fingir o bien que los demás pueden penetrar en el mundo que quien habla sobre la imagen delimita o bien que estamos penetrando en el interior del sujeto Sk que imagina para, desde esa imagen interior, dar cuenta de los símbolos que Sk utiliza y de las realidades a las cuales él se refiere. “Sk imaginó percibir una zanja y saltó”, o bien “Anoche soñé (imaginé) que entraba en un castillo en ruinas”. Si llamamos proyectivo a este tratamiento del concepto de imagen es porque, según él, la imagen (al margen de toda realidad previa) resulta asignada de inmediato al sujeto que la imagina, y que la realiza proyectándola. Valdría el siguiente esquema (SG, sujeto gnoseológico):
Pero éste proceder nos obligaría, si fuéramos coherentes, a considerar la imagen I como un contenido de conciencia de Sk; sería preciso suponer que penetramos en el interior de Sk y que, desde esa su interioridad (que no puede confundirse con la interioridad del cerebro, cuyas estructuras perceptibles ya no pueden ser imágenes en el sentido subjetivo, en el sentido de “imagen ejercida”, imaginada), nos es dado comprender las imágenes que en ella se dibujan (lo que sólo podía tener sentido en el supuesto de que SG se transformase él mismo en Sk, identificándose con él). No cabe tampoco acogerse a la situación en la que Sk es él mismo SG y no ya tanto por los motivos que ofreció Comte en su famoso argumento de la lección primera de su Curso de filosofía positiva –la imposibilidad de la reflexión– sino por cuanto que la exposición lingüística que SG lograse realizar de sus propias imágenes, aún concebida la posibilidad de la introspección reflexiva, obligaría a los demás Sk a penetrar en nuestro interior, volviendo así a reproducirse la situación anterior.
Pero si eliminamos la acepción subjetiva del término “imagen”, será preciso atenernos a la que hemos llamado acepción objetiva. Con ello no pretendemos reducir el concepto de imagen (y no ya la imagen del concepto) a la [69] condición de una cosa (la estatua de César), no pretendemos eliminar todo residuo de subjetividad, en el sentido del fisicalismo behaviorista tipo Carnap, en tanto postula la necesidad de traducir todo enunciado psicológico al plano de los enunciados sobre estados corporales, envueltos, por así decir, por la piel humana.
Más bien se trataría de llegar a la subjetividad, pero de otro modo, digamos, desde fuera. (Es muy importante para estos efectos advertir que el tratamiento subjetivo, o mentalista de la imagen puede coordinarse con la perspectiva de quien habla de sus signos. Y de quien habla en cuanto sujeto absoluto, distributivo, “monologando” –cuando he dicho “pájaro” in absentia me atengo a una imagen del pájaro que supongo asociada a percepciones anteriores–. Pero, el tratamiento objetivista se coordina con la perspectiva de quien escucha, de quien escucha, por tanto, a otro sujeto, desde fuera de él –la imagen de quien habla no me es accesible y lo que yo pueda a mi vez experimentar no es lo mismo que lo que suponga en el que habla–). La disyuntiva habitual, que nos propone la necesidad de elegir (en el momento de situar a la subjetividad psicológica) o bien entre una mente interior al cuerpo (el “fantasma de la máquina” de Ryle) o bien entre un organismo anatómica y fisiológicamente accesible (el hipotálamo, el sistema límbico, el área 17, o cualquier estructura física, aunque sea hipotética, como pide Quine) tiene que ser desbordada, porque, prisioneros de ella, tan sólo podríamos hablar de imágenes, en cuanto contenidos psicológicos, o bien en términos “mentalistas” inaccesibles, o bien en términos fisicalistas extemporáneos (por ejemplo, la “imagen retiniana” que puede a su vez fotografiarse, pero que ya no es una imagen ejercida) que, aunque referidos al sujeto orgánico, no son ya psicosubjetivos, porque la imagen del fuego no quema. En otros lugares hemos mantenido la tesis (El Basilisco, nº 2, págs. 27-28) según la cual la categoría de lo “mental”, de lo “psíquico”, podría ser analizada no ya tanto a la luz de los conceptos de dentro y fuera (vía interioritatis, vía exterioritatis) –entre otras cosas porque ambos conceptos se reducen mútuamente, porque todo lo que aparece exteriormente puede considerarse desde la “inmanencia”, y todo lo que aparece en un interior puede abrirse en la autopsia– sino a la luz de los conceptos de cerca y lejos. De este modo, podemos decir que nos movemos siempre en campos fisicalistas, porque los términos que soportan las relaciones de cerca y de lejos han de ser términos físicos, exteriores, “públicos”. De lo que se trata es de darse cuenta del significado gnoseológico de cerca y de lejos. Por nuestra parte suponemos que todos los conceptos que llegan a organizar términos vinculados por contigüidad o, como diremos más precisamente, por relaciones paratéticas, tienen que ver con las ciencias físicas y biológicas, en las cuales se ha desterrado la “acción a distancia”; mientras que las ciencias psicológicas (y humanas, en general) tendrían que ver con los conceptos capaces de organizar términos que se mantienen a distancia o, como preferimos decir, para eliminar de la expresión “presencia a distancia” las connotaciones místicas de una “acción a distancia” que suponemos inexistente, organizar términos vinculados por relaciones apotéticas.
En el caso de los conceptos psicológicos: cuando se dice que la cualidad “azul” o “rojo” es psicológica y no física ¿acáso se sigue de ahí que “este azul” o “este rojo” sean contenidos mentales “interiores a mi piel”? Nosotros diríamos que son desde luego, contenidos psicológicos pero “exteriores a mi piel”, cuando aparecen adheridos a los objetos físicos lejanos. Para decirlo con palabras metafísicas: mi alma (mi espíritu) no está tanto en el interior de mi cráneo, cuanto ahí, en el rojo, en el verde, percibido a lo lejos. Y esto es tanto afirmar que lo psíquico-cromático no reside en mi interior, en mi mente o cerebro (los procesos nerviosos responsables de la sensación azul o roja, no son azules ni rojos) sino en el mundo, apotéticamente. (Egon Brunswik ha visto, desde una perspectiva más bien gnoseológico empírica –es decir, al margen de una teoría general de la oposición entre las ciencias psicológicas y las científicas– al exponer el desarrollo histórico de las categorías de la ciencia psicológica, como hay una progresiva ampliación del campo de la psicología, que llega a desbordar la “Iínea de defensa” constituida por la piel humana y, de hecho, cómo las ciencias psicológicas se ocupan de relaciones entre sujetos y términos distantes de los organismos.) Las consecuencias que esta concepción de las categorías gnoseológicas tiene para la teoría de los símbolos saltarán a la vista en cuanto advirtamos la posibilidad (y aún la necesidad) de definir a los signos precisamente a través del concepto de relaciones apotéticas. ¿Cómo podríamos hablar de signos citando la distancia entre el significante y el significado es nula? Ni siquiera la “huella” contigua al objeto es signo más que cuando el pie se ha alejado. (Las relaciones in absentia de Saussure pueden reconsiderarse como apotéticas.) Decir que los símbolos, entonces, nos introducen en la esfera de lo espiritual (y acaso también de lo físico animal) es decir que la esfera de lo espiritual (o de lo psíquico) es la esfera de las categorías apotéticas. Y definir al hombre (al modo de Cassirer) como animal simbólico es casi una tautología. (Con todo, esta definición envuelve el peligro de atribuir mecánicamente a cualquier contenido cultural el carácter de un símbolo –y ésto es erróneo–.)
Suponiendo, pues, que la subjetividad está dada en el exterior mismo de una percepción apotética, cuando éste exterior no pueda explicarse al margen de la subjetividad, como ocurre con la propia semejanza, la imagen podría interpretarse como una aplicación de una imagen objetiva a un sujeto. En el caso límite, partiríamos de una imagen física (I) del objeto (O), atribuyendo ésta misma semejanza a la imagen (I') aplicada a Sk desde fuera:
La dificultad de esta transformación inyectiva aparece en el caso en que no existe una I objetiva (casos de las alucionaciones, de las imágenes oníricas). Será preciso postular, entonces, algún objeto O, en cuanto percibido por Sk apotéticamente, que no sea semejante en todo a I' (una franja sombreada puede corresponder a la zanja alucinatoria; el dibujo de un libro de historia a la imagen del castillo).
Una consecuencia importante para la teoría de los símbolos, implícita en los planteamientos que proceden, es ésta: que no podemos seguir hablando del lenguaje, en general, como expresión o comunicación [70] de mensajes interiores (imágenes o conceptos del sujeto emisor) que, ulteriormente, hubieran de ser “decodificados” por el receptor. Cuando hablamos así, nos mantenemos prisioneros de una mala metáfora. Un “mensaje” es una serie de símbolos objetivamente dados, por ejemplo, un texto escrito en Morse. “Transmitir un mensaje” es transformar esa serie objetiva en otra, el texto en Morse en lenguaje de palabras. Pero quien habla (salvo que esté leyendo un texto –“transformando sus símbolos gráficos en otros fonéticos”–) no emite ningún mensaje ni lo comunica, ni el que escucha lo reconstruye mentalmente. Porque un sujeto no puede ser tratado como si fuera un mensaje objetivo más, sino que precisamente es el principio operatorio capaz de transformar entre sí los mensajes objetivos. Hablar, por tanto, en lo fundamental, no es transmitir mensajes, sino causar efectos (imprevistos, inconscientes, en una gran parte) en el oyente; e interpretar símbolos (escuchar) no es “descifrar un mensaje” –salvo en las situacíones en las cuales la interpretación vaya referida no ya al “mensaje del otro”, sino a un mensaje relacionado con otro mensaje, a través de terceros sujetos ya dados.
2. Reducción de los símbolos externos a símbolos internos
En cuanto al postulado de reducción metodológica de las acepciones de “símbolo” a la acepción interna: la fundamos en que parece posible, en principio, dar cuenta de los símbolos externos a partir de los símbolos internos, pero no recíprocamente.
Sin duda, el concepto de símbolos convencionales parece muy claro y trivial, denotativamente. Son aquellos instituidos por una “decisión arbitraria” que en cualquier momento podía ser cambiada (Hermógenes cree poder cambiar el nombre de su esclavo cuando le plazca). En un sistema decimal de numeración puedo simbolizar a la unidad por |1| y |α| y el elemento cero puedo simbolizarlo por |0| o por |Λ|. Pero si elegimos |1| y |0| ya no es convencional, sino necesario, el simbolizar la centena por |100|, o al millar por |1000|. ¿De dónde brota la necesidad en la simbolización? ¿No será preferible regresar a un nivel en el cual la propia arbitrariedad aparente de las figuras o grafismos primitivos |0| y |1| pueda aparecérsenos como necesaria, por supuesto, en el contexto del propio significar?
La cuestión estriba (creemos) en que el propio concepto de convencionalidad es sumamente confuso, cuando no quiere reducirse al concepto de lo acausal. Acaso “convencional” (frente a “natural”) suele ser entendido como aquello que se deriva de una institución, un pacto, una ley –a diferencia de lo que se deriva espontáneamente de la naturaleza, de acuerdo con la oposición sofística–. Y con frecuencia se sobreentiende que aquello que deriva de una convención es consciente (deliberado) a diferencia de lo que es natural, que estaría producido de forma inconsciente, espontánea. Este sobreentendido es casi un dogma en el psicoanálisis.
Sin embargo habrá que decir, en primer lugar, que el concepto de “lo que procede de un pacto” es un concepto muy confuso:
- Se trata de un concepto genético (“procede de”), por un lado,
- Y se trata de una génesis a la que explícitamente (por su carácter convencional) se la quiere desvincular de la “estructura” del símbolo.
Se diría pues que el concepto de “símbolo convencional” es un concepto estructural que deliberadamente excluye los vínculos genéticos. Esta exclusión es necesaria, sin duda, en la medida en la cual nos interesamos por el sistema simbólico: se trata, según hemos dicho antes, de un concepto dado en un proceso de cierre categorial, no de una idea filosófica. Pero cuando reintroducimos, cualquiera que sea el motivo, la perspectiva genética, entonces el concepto de pacto, institución, &c., comienza a ser fenoménico y confuso. ¿Acáso un pacto no puede llegar a ser necesario y natural –en el sentido de la “selección natural”– si fuera indispensable para la supervivencia de un organismo o de un grupo de organismos? Sobre todo: la nota de convencionalidad (o arbitrariedad) ligada al pacto ¿es aplicable formalmente al significante qua tale o precisamente se aplica a lo que todavía no es significante? Porque, sin duda (es lo que Sócrates viene a decirle a Hermógenes) un signo comienza a serlo cuando es repetible, estable, es decir, cuando no puede ser arbitrariamente cambiado, dado que ha de mantenerse dentro de su tipo (el “legisigno” de Peirce) aún dentro del margen de variabilidad de su entidad física (Token). Habría que decir, pues, que el primer significante-mención no es todavía un significante: es precisa su repetición y esta repetición carece de sentido sin una estabilidad mínima. La estabilidad del signo pertenece a su misma esencia. Por eso, hablar de “signos convencionales” es tanto como pretender desconectar de toda cuestión genética, es tanto como desear mantenerse flotando en un reino mágico en el que signos y símbolos han sido creados gratuitamente para que se relacionen con leyes que reflejan maravillosas estructuras. Pero si los sujetos tienden a ser eliminados del cierre categorial de la lingüística estructural, ello no quiere decir que no deban ser reintroducidos cuando nos ocupamos de la teoría filosófica del signo. Porque un signo (o un símbolo), en una perspectiva materialista, no puede ser entendido, en su génesis real, más que como resultado de un proceso de condicionamiento de reflejos neuronales. Y lo decisivo en este condicionamiento es que, aunque los “estímulos indiferentes” comiencen por ser externos, (relativamente) arbitrarios, han de terminar por ser internos (asimilados al organismo), cuando se encadenan a la reaccíón. Este encadenamiento obedece a una lógica característica (que aquí no es posible analizar) de la cual brotan los diversos “sistemas de señalización” (para hablar en términos pavlovianos), tanto los que rigen la vida de relación de las aves como la vida de relación de los mamíferos y, por tanto, del hombre. Según esto, el concepto de un “origen convencional” de los símbolos lingüísticos resulta ser puramente confuso y oblícuo, material y no formal, porque se refiere a la materia de donde proceden los estímulos indiferentes (a su vez, sin duda, motivados en otras escalas) –la ciudad, un congreso científico, y no la selva– pero no a su forma. Por ello, asímismo, habría que limitar, aún externamente, el margen de arbitrariedad [71] de las llamadas convenciones. Estas no crean “el símbolo”, sino algunos símbolos dentro de un sistema de símbolos preexistentes, que suponen ya dado el proceso del simbolizar. Y el símbolo creado debe ser tal que pueda insertarse (por su forma, por su escala) en el sistema de símbolos presupuesto. La “elección convencional” antes que verla como arbitraria, convendría verla más bien como obediente a una suerte de lógica ejercida cuya no representabilidad inmediata es acaso lo que llamamos convención.
Y con esta consideración tocamos la otra nota que suele ir asociada al concepto de convencionalismo: la conciencia. Nos parece enteramente confusa la tesis según la cual sólo aquello que es inconsciente puede ser natural, puesto que lo que es convencional, en tanto supone deliberación y elección, habría de ser consciente (en el Cratilo, Platón se refiere ya claramente al origen pactado del lenguaje, sin que por ello deje de defender su carácter natural y racional). El quid pro quo reside, nos parece, en el carácter metafísico de la distinción entre lo que es consciente y lo que es inconsciente. Suele entenderse esta distinción como algo que separa dos mitades –sustancializadas– de la psique (acaso con una franja de claroscuro, lo preconsciente) que se repartirían, por lo demás, los dos tipos principales de pensamiento: el pensamiento nocturno (ilógico, mítico, simbólico sin embargo, con un simbolismo “natural”) y el pensamiento diurno (lógico, artificioso, simbólico convencional). Sin embargo, la propia evolución interna del psicoanálisis, se ha encargado de ir demoliendo esta distinción –por ejemplo, Lacan, se ha visto obligado a reconocer que el inconsciente puede brotar a raíz del propio proceso lingüístico–. Por nuestra parte nos limitaríamos a sugerir cómo sería mucho más fértil tratar a los conceptos de consciente e inconsciente como conceptos conjugados. Aquello que llamamos inconsciente supone siempre una relación entre términos que pueden llamarse conscientes en otro plano y recíprocamente, porque consciente o inconsciente no son conceptos unívocos. Puesto que toda percepción es diferencial (el Zueinander de los gestaltistas), en toda percepción de un objeto habrá que reconocer siempre franjas inconscientes. Incluso cuando estamos conscientes de haber cerrado operatoriamente un grupo de transformaciones (del cuadrado, por ejemplo), acaso somos inconscientes de las relaciones de semejanza (paradigmáticas) que este grupo guarda con otros grupos no geométricos. Y en las fórmulas algebráicas más abstractas de estos grupos seguimos siendo inconscientes, sin duda, de otras estructuras que envuelven a las del grupo, a la manera como puede lograrse una conciencia tecnológica plena de la estructura de la elipse en el plano permaneciendo “inconsciente” de la conexión que esta estructura guarda con las restantes cónicas. Se observará que, en todos los ejemplos precedentes, utilizamos el término “inconsciente”, en un sentido objetivo (precisamente para escapar a las dificultades del mentalisnio psicoanalítico). El concepto de inconsciente se refiere así a situaciones de conexiones “retrospectivas” ante términos, tanto primogenéricos (a través de una conciencia operatoria que no puede agotar las estructuras dadas en las relaciones entre cuerpos, sino que sólo cabe representarlas a diferentes escalas), como segundo genéricos (apotéticos) o terciogenéricos. Según esto, cuando algunos lingüistas actuales nos descubren la extensión practicamente universal (“natural”) de algunos signos o símbolos de la segunda articulación, en expresiones de la primera articulación (el fonema /i/ formaría parte de palabras que, en los lenguajes más diversos, expresan pequeñez: “mínimo”, “petit”, “bit”, “little”, “klein”, “piccolo”) tendiendo a interpretarla como resultado de procesos insconscientes (frente a la tesis de Platón, que en el Cratilo había defendido precisamente la naturaleza racional de la mímesis a nivel precisamente de lo que hoy llamamos segunda articulación) tendríamos que decir que esa caracterización de inconsciente es confusa. El fonema /i/, en cuanto signo icónico de la pequeñez (una “metáfora fonética”, decía Wundt) dentro del triángulo vocálico, no podría llamarse “inconsciente” en términos absolutos, puesto que lo que se considera consciente acaso no es otra cosa sino su representación gráfica, o en su comparación con otros fonemas. Y, en general, dado que los símbolos nos remiten siempre a objetos apotéticos, que han de suponerse insertos en contextos imprecisos, por naturaleza (tanto contextos de contigüidad como de semejanza) y ellos mismos han de darse envueltos en los contextos sintagmáticos y paradigmáticos, dados en la línea de otros símbolos del sistema, podría afirmarse que los símbolos incluyen siempre la presencia del inconsciente. Porque lo “inconsciente objetivo” aparece precisamente en el proceso mismo de la “concienciación”, y todo ello acaso de un modo necesario o azaroso, pero no acausal, arbitrario. En cualquier caso, estas premisas nos conducen, por último, de nuevo, a dudar de la naturaleza originariamente comunicativa de los símbolos, de los conjuntos de símbolos que componen una “expresión”, precisamente en la medida en que la comunicación incluye la conciencia del mensaje (en el sentido en el que antes hemos hablado).
3. Reducción de los significados a las referencias
En cuanto al postulado de reducción metodológica de las acepciones noemáticas de la realidad a sus acepciones referenciales, me limitaré a advertir que él se dirige no ya a defender un tratamiento estrictamente denotativista atomista en el análisis de los símbolos, sino, más bien, a detener la tendencia a sustancializar en un tercer mundo los significados o las esencias, como si éstas fueran cosas que se hacen presentes por sí mismas, o entidades que pudieramos considerar como ya dadas, a la manera como, [72] legítimamente desde su punto de vista, las considera la ciencia lingüística categorial. Lo que se quiere decir simplemente es que los significados, sólo por la mediación de las referencias corpóreas pueden ser tratados filosóficamente, en cuanto contenidos terciogenéricos, aún cuando este tratamiento requiera un desarrollo dialéctico del propio plano fenoménico en el que se dan las referencias. (Incluso los significados utópicos –como “centauro”– podrán tratarse si comenzamos por resolverlos en las referencias de sus partes, aún cuando, en cuanto totalidades, carezcan de referencia.)
§9. Sobre la fertilidad de los tratamientos metafísicos de los términos titulares
Los postulados formulados en el párrafo anterior no pretenden negar todo sentido a los tratamientos que se mantengan en la perspectiva opuesta, la que aquí es considerada como metafísica. No se trata meramente de manifestar una voluntad no dogmática, sino “abierta”, ante los tratamientos metafísicos. El problema es comprender, situados en la perspectiva de nuestros postulados, cómo los tratamientos metafísicos (los que proceden desde supuestos mentalistas, o convencionalistas, o noematicistas, respectivamente) sin perjuicio de ser metafísicos, y precisamente por serlo, son fértiles, por tanto, históricamente necesarios, porque efectivamente la historia de la filosofía del lenguaje es precisamente la historia de estos tratamientos metafísicos. Nos limitamos, en la ocasión presente, a la “metafísica” del mentalismo. Se trata, más que de demostrar que ésta metafísica es errónea, de comprender por qué es necesaria y útil, de justificarla –se trata de cultivar una suerte de Pseudodicea–.
Ante todo, observamos que el tratamiento proyectivo (mentalista) de la imagen orienta todos los encadenamientos ternarios (los triángulos de los que hemos hablado) en un sentido característico y que no es, él mismo, paradójicamente, ternario, sino dualista. Los tres términos de estos triángulos esconden, en rigor, cuando se les trata metafísicamente, una estructura binaria del campo total, una estructura que actúa por debajo de la aparente organización ternaria. Se trata de la estructuración de la realidad en torno a los términos consabidos del “sujeto” y del “objeto”. La imagen quedará ahora enteramente del lado del sujeto; la referencia (o el significado noemático) quedarán del lado del objeto (Gegen-stand). El símbolo, como “entidad de dos caras”, se entenderá como el puente entre el sujeto y el objeto, “una masa sonora que lleva encadenados los pensamientos”. El símbolo es así subjetivo y objetivo a la vez, pese a lo cual el lenguaje, como conjunto de símbolos, aunque ya es algo real, suele volver a oponerse a la “realidad” en el sintagma: “lenguaje y realidad”.
Ahora bien, éste dualismo se orienta según dos sentidos opuestos, el del realismo y el del idealismo lingüístico –las dos grandes opciones metafísicas de las que disponemos en el momento en que queremos comprender la naturaleza del símbolo.
En la versión realista, el dualismo orienta los triángulos de modo que la realidad se suponga ya determinada (como una forma) mientras que el sujeto funciona más bien como una entidad indeterminada (una materia, receptividad pura) pero capaz de conformarse según las formas reales. Estas formas de la realidad serán las que imprimen las imágenes mentales, sobre las cuales se elaborarán los conceptos o significados. El ordo cognoscendi viene a ser así una réplica del ordo essendi, en principio independiente de los símbolos. Los símbolos pertenecen al ordo significandi, cuya misión principal consistirá en comunicar a otras personas los pensamientos previamente concebidos.
También es verdad, dentro del realismo dualista cabría atribuir a los símbolos una función interna en el proceso del pensar, una función en cierto modo equivalente a la que suele confiarse a las imágenes –con la ventaja de que, ahora, los símbolos son ya físicos–. Platón entiende así la función de los símbolos: ellos (los primitivos) dicen la esencia misma de las cosas, acaso porque esta esencia se recorta precisamente a través del desarrollo de los actos simbólicos (la detención de la lengua en los alvéolos, cuando pronuncia la δ, es ella misma el ejercicio del concepto de encadenamiento). Al menos, son los símbolos aquello que moldea la imagen, y sólo de éste modo podría comprenderse cómo los pensamientos pueden “ir atados” a los sonidos: es porque los sonidos (autogóricos) son ellos mismos pensamientos y, por ello, tiene sentido afirmar (salva veritate), que el pensar sólo es posible en el hablar.
En la versión idealista, el dualismo se reorganiza en sentido inverso. Ahora, es el sujeto quien resulta ser el depósito de las formas y el dator formarum, el entendimiento agente; mientras que la realidad desempeña el papel de materia-receptáculo. Las imágenes son ahora determinación de ese depósito espiritual que con-forma el mundo y la percepción podrá definirse como si fuera una “alucinación verdadera”. La imaginación se nos manifiesta ahora como la fuente de las formas que moldean a la realidad (así es como Heidegger interpretó el idealismo de Kant). Los diferentes sistemas simbólicos, los diferentes lenguajes, son otras tantas maneras de organizar el continuum amorfo de la materia real: “...El español, el francés y el alemán (dice un lingüísta contemporáneo, Emilio Alarcos, en el § 9 de su Gramática estructural) distribuyen (conforman) diferentemente la zona de sentido siguiente:
leña | bois | Holz |
madera | ||
bosque | forest | Wald |
selva |
Los lenguajes, los sistemas simbólicos, aparecerán como expresión del espíritu, y es en éste sentido como alcanza su significado más característico la definición del hombre como “animal simbólico”. En el límite, todas las formas de la realidad serán consideradas como simbólicas, como expresiones de alguna conciencia, como mensajes divinos (Berkeley), como apariencias de una voluntad nouménica (Schopenhauer), o de una líbido infinita que [73] es pura energeia, antes de ergon (Humboldt, Jung). En otro lugar (Ensayos materialistas, I) hemos mostrado algunas de las contradicciones que se derivan del pansimbolismo.
(Hay también versiones del dualismo que, en cierto modo, constituyen una suerte de yuxtaposición del realismo y del idealismo. Nos referimos a las doctrinas ocasionalistas, pero también al gestaltismo clásico, con su hipótesis del isomorfismo.)
Ahora bien: como hemos dicho, lo que nos preocupa aquí no es tanto demoler el realismo o el idealismo cuanto comprender su función, comprender por qué, aún siendo tratamientos metafísicos, están llenos de significado, son fértiles y siempre ricos en enseñanzas. La base de nuestra “pseudodicea”, en éste punto, es la apelación al dualismo hilemórfico (el dualismo forma/materia), como dualismo ontológico raíz del dualismo epistemológico realismo/idealismo. Según ello, el dualismo epistemológico fundamental (realismo/idealismo) no sería originario, pese a su apariencia, dentro de los planteamientos de las filosofias de corte epistemológico. Resultaría de la composición del dualismo sujeto/objeto con el dualismo materia/forma. Ya hemos insinuado de qué modo: cuando al sujeto se le atribuye el papel de materia, y al objeto el papel de forma, estamos en la dirección del realismo, que podrá desarrollarse en diversos grados según la extensión del campo a que se aplique; cuando al sujeto se le atribuya el papel de forma y al objeto el papel de materia, estaríamos en la dirección del idealismo (estas tesis podrían justificarse ampliamente con argumentos filológicos). En la medida en que entendamos a las formas como “materias ante otras materias” (Ensayos materialistas, II), podríamos comprender la legitimidad originaria del realismo y del idealismo, porque tanto el sujeto, el organismo, como las cosas de su mundo, son determinaciones formales que se moldean mútuamente. No son formas primitivas, son formas dadas a una escala, in medias res. Por ello, tanto el realismo, como el idealismo, tampoco podrían considerarse como opciones originarias en un sentido ontológico (como pretendía Fichte) dado que dependen de parámetros tales como “sujeto” (orgánico) y “formas” (mundanas). Pero, puestos ya tales parámetros, siempre estarán abiertas las posibilidades límites de explorar las consecuencias que se derivan de un sujeto concebido como materia pura, materia prima, reflejo absoluto que deja intacta la realidad –y que, propiamente, sería preciso borrar, por supérfluo– y de un objeto que es forma absoluta, proyectador absoluto de las formas mundanas, hasta el punto de comprometer la posibilidad misma de la realidad de la materia prima, de un noúmeno que sería preciso borrar, por supérfluo. Tanto la duplicación perfecta del mundo (Iímite de la conciencia realista) como su creación (límite de la conciencia idealista) se nos manifiestan así como dos consecuencias equivalentes, por contradictorias. Pero es entonces cuando podemos detener estas consecuencias, volviendo o regresando desde ellas, para disponernos a comprender los motivos de la fertilidad, tanto del realismo como del idealismo. Porque es gracias a la abstracción dualista como se nos revela el carácter formal que pueden tener los sujetos y los objetos. No se trata, en todo caso, de concluir que “uno y otro (sujeto y objeto) intervienen en el conocimiento”, pues esto sería tanto como concederles una realidad previa a su misma interacción, siendo como son ellos mismos, en cuanto figuras, resultantes del proceso total. Se tratará, más bien, de “disolver” estas figuras, dualmente enfrentadas, en otros conjuntos de figuras más complejas y diversas (entre ellos, los conjuntos ternarios dados por el tema titular de este Congreso). En definitiva, se trataría de comprender que la materia prima (o la materia ontológico general) no se encuentra ni del lado del sujeto ni del lado del objeto, puesto que envuelve a ambos, que son determinaciones suyas.
§10. Cuestiones abiertas en el tratamiento no metafísico de los términos titulares
La reconducción constante de las Ideas metafísicas suscitada por la organización dualista que hemos asociado a la concepción proyectivo-mentalista de las imágenes al plano (más positivo) de las organizaciones pluralistas (en nuestro caso: ternarias), no termina o resuelve las cuestiones filosóficas, sino que las abre de modos mucho más ricos, precisos y profundos.
1. Quedan abiertas todas las cuestiones que giran en torno a las conexiones entre imágenes (objetivas) y realidades, a través de los símbolos. El “problema de Molyneux” podría citarse como paradigma de las cuestiones en torno a las cuales tanto el realismo como el idealismo manifiestan sus límites recíprocos, porque este problema sólo puede plantearse cuando no sólo el objeto, desde luego (la esfera de madera, o de plomo) sino también el sujeto, lejos de funcionar como una unidad formal, ha sido ya descompuesta en diversos planos (sujeto táctil, sujeto visual), por tanto, por un sujeto cuya unidad, en la percepción, debe ser explicada, como también debe ser explicada la unidad del objeto. Es preciso, pues, comparar a la imagen, no con la realidad subjetiva absoluta (puesto que entonces la imagen se convierte en imagen mental, en expresión de una mente), pero tampoco con la imagen de la realidad objetiva absoluta: la imagen es ahora la “imagen microfotográfica”. La imagen habrá de compararse con realidades positivas (no el sujeto, sino el hotentote, o el mandril; no el objeto real, sino el árbol fenoménico o la roca visible a simple vista). Todas las cuestiones relacionadas con la “falsa conciencia” cruzan este contexto de relaciones, particularmente cuando el sujeto es determinado como sujeto socialmente enclasado, y cuando el objeto es determinado como objeto producido, en el marco de un dado modo de producción.
2. Las relaciones de las imágenes con los símbolos (a través de terceras realidades) nos remiten al centro de los problemas hermenéuticos, a las cuestiones suscitadas en torno a la interpretación de los símbolos a partir de las imágenes que podamos atribuir a quien los utiliza. ¿Hasta qué punto un idioma simbólico es antes un reflejo de imágenes atribuibles a una clase social dominadora (Marr) [74] que reflejo de las imágenes atribuibles a su medio natural o tecnológico?
3. En cuanto a las relaciones de los símbolos con las realidades, nos limitaremos a recordar la necesidad de tener siempre presente la idea del inconsciente objetivo. Un alegorismo positivista estrecho (“la bella Oritia, cuando jugaba con Farmacia, fué arrebatada por Boreas: esto significa sólo que la arrebató un golpe de viento”) es algo muy frívolo, para decirlo con las palabras de Sócrates en el Fedro. La realidad objetiva, además, genera los símbolos por caminos muy diversos, en los cuales la “voluntad”, y lo que está por encima de la voluntad, sin ser objetivo (sino social, cultural), interviene tanto como el objeto. El símbolo del amor del niño observado por Mauthner, juntando y separando sus manecitas, procedía de manipulaciones anteriores con una torta que le había gustado mucho. La “danza simbólica” del oso, cuando escucha el pandero, procede de la realidad, ahora invisible, de una plancha muy caliente que los gitanos le pusieron debajo de sus plantas mientras golpeaban rítmicamente. Pero, ¿cuál es el simbolismo encerrado en la danza de la lluvia de los chimpancés observado por Goodal? ¿De qué manera los reflejos condicionados (o la realidad causalmente) se transforman en símbolos? ¿De qué manera los símbolos y las cadenas de símbolos llegan a alcanzar una eficacia causal y no sólo “ideal-racional” implicativa?
4. También hay que considerar el contexto de las relaciones de las imágenes con las imágenes, a través del sujeto y de la realidad. El problema de Molyneux, la relacion de las imágenes táctiles y las imágenes visuales, puede servirnos de ejemplo de las cuestiones que en este contexto se contienen. Así también, los conceptos de mentira, enmascaramiento, ocultamiento, engaño, necesarios en la teoría de los juegos.
5. ¿Y las relaciones de realidades con realidades, a través de los símbolos? Todo el problema de la causalidad histórica se encierra de algún modo en este contexto.
6. En cuanto a la evaluación de la riqueza problemática del contexto constituido por las relaciones de los símbolos con otros símbolos, bastaría tener en cuenta que, en este contexto, es en donde el símbolo se configura como tal. Pero no todas las relaciones entre símbolos son ellas mismas simbólicas: si negásemos esta tesis, tendríamos que permanecer prisioneros del idealismo lingüístico o semiótico. Las relaciones sintácticas nos remiten constantemente más allá de los propios símbolos y de su mismo convencionalismo.
7. Finalmente, damos por evidente que las cuestiones más profundas se plantean en el momento en el cual intentamos recuperar el “nivel terciario” (como mínimo) de las relaciones consideradas. Pero no precisamente en la dirección “enciclopédica”, que tiende a acumular, en tablas de triple entrada, intersecciones de conceptos o relaciones binarias –enciclopedismo, en todo caso, necesario–, sino la dirección verdaderamente dialéctica que busca conceptualizar los circuitos de conexiones efectivas que tengan lugar entre las imágenes, los símbolos y las realidades, que busca los puentes a través de los cuales el lenguaje toma contacto con el pensamiento (deja de ser un sistema primario de reflejos), el pensamiento con la realidad y recíprocamente. En cualquier caso, nos parece que la posibilidad “técnica” de una conexión interna entre los tres términos titulares (Imagen, Símbolo, Realidad) descansa en la propia complejidad de cada término y requiere, por tanto, su descomposición o desdoblamiento en sus diferentes factores, en sus diversos componentes. Pero ello compromete el mismo esquema de una unidad triangular, como unidad de relaciones entre términos asociados a sus vértices. En rigor, si hay posibilidad de hablar de relaciones internas entre estos términos considerados globalmente, como si fueran “enterizos” (Imagen, Símbolo, Realidad), ello es debido a que precisamente estos términos habrán debido ser descompuestos en sus partes, de tal suerte que serán las relaciones entre los componentes de los diversos términos aquellos puentes que buscábamos para establecer las relaciones entre los términos titulares. Así, el término Imagen, en cuanto está en contexto con un Símbolo, se decompondrá inmediatamente, por ejemplo, en una imagen acústica, y en una imagen significativa, según que consideremos el símbolo por su componente significante o por su componente significado. El símbolo (en cuanto es un signo) se descompondrá en su momento significante (que a su vez se desdoblará en acontecimientos y en pautas) y en su momento significado, descompuesto en complejísimas redes. Y cada realidad, en cuanto afectada por los símbolos, se considerará, sea como una entidad empírica, sea como una entidad esencial. Ahora bien, la imagen, a través de su componente de imagen acústica, se aproxima al símbolo en su componente de significante, en cuanto “legisigno”. Y la imagen significativa se aproxima, por un lado, a la realidad empírica, (en cuanto referencia), y, por otro, al concepto o significado conceptual del propio símbolo. Significado conceptual a su vez que, en tanto que concepto objetivo no se reduce a pura subjetividad (concepto formal), sino que se aproxima, hasta confundirse con él, con ese componente de la realidad que suele llamarse esencial, de naturaleza terciogenérica. Desde un punto de vista técnico-metodológico, los puentes entre los términos de nuestro triángulo pasan por los componentes de esos términos y por las conexiones entre esos componentes –conexiones de identidad en las que precisamente aparece, según pensamos, la verdad. Pero ¿podría hablarse siquiera de estos puentes si no existieran signos físicos (eminentemente fonéticos, temporales) capaces de abrirse ellos mismos (autogóricamente) el camino sonoro hacia el pensamiento, si no existiese un nexo interno entre las imágenes acústicas y los significados de los símbolos?
En cualquier caso, la dialéctica de estos círculos ternarios puede hacerse consistir precisamente en su necesario carácter parcial, abstracto. Cuando se logra establecer un circuito ternario, ello tendrá lugar en la dirección de algunas relaciones, es decir, a fuerza de dejar fuera a otras. Esto nos obliga a volver constantemente al material enciclopédico, a enriquecer y concretar el circuito esquemático obtenido y, al hacerlo así, a desfigurarlo y aún disolverlo.
Diríamos, con todo, que la verdad filosófica no se encuentra en las conclusiones, sino en su proceso. En eso que Kant llamó “filosofar”, pero que no cabe oponer a una hipotética inenseñable “filosofía”, puesto que ésta, desde los tiempos de Platón, no es otra cosa sino el filosofar mismo.