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  El Basilisco (Oviedo), nº 20, 1996, páginas 47-54
  
La lechuza de Minerva y el 18 de julio

Víctor Vázquez Quiroga
Orense
 

«La escuela no lo es jamás a medias:
si no es templo, es guarida»

N. Tommaseo

I. Introducción

Nuestro no olvidado ex-ministro J.M. Maravall, en la desde hace tiempo preceptiva ceremonia de desdeñar el pasado que se busca regenerar (los «antecedentes» de su llegada al poder educativo y hasta la «Constitución de 1978 y el pacto escolar» son la «historia de una frustración», en deliciosa etiqueta), nos ofrecía hace más de una década la siguiente y sucinta diagnosis de lo ocurrido en la post-guerra: «la derrota de los sectores republicanos en la guerra civil se tradujo en el terreno de la educación y de la cultura en un aniquilamiento de la tradición humanista, liberal y reformista. Frente a esta tradición, se impusieron con la dictadura las ideas que se presentaban, con más fuerza que nunca, como único y excluyente fundamento de un orden social y político nuevo en su denominación y tradicional en su inspiración»,{1} agregando en la página siguiente, a modo de ilustración de tan «rancias pedagogías» una perla cultivada de Onésimo Redondo. Dejando a un lado la inexplicada acepción dual de «tradición» y el uso irrelevante del término «reformismo», parece quererse decir que un totalitarismo anti-humanista y antiliberal se habría apoderado de las instituciones educativas de España en 1939, del que en breve se nos alejaría servicialmente.

Por otro lado, el inocente lector puede sumirse en la perplejidad absoluta cuando se encuentre a conocidos ensayistas denunciando ya en 1977 el totalitarismo amenazante (para la tradición humanista y liberal) que representaban las iniciativas Terrón-Gómez Llorente-Pérez Galán (los presuntos salvadores junto a Maravall) y que también son diestros en el quiebro insidioso: «un marxista no puede matizar».{2}

Ante tamaña e interesada confusión, aquí nos contentaremos con escarbar un poco en las reliquias de la primera legislación de la post-guerra y confrontar algunos relatos de protagonistas e investigadores para recalar en el papel que a la filosofía se le adjudicó en el Estado nuevo/viejo nacido el 18 de julio. Esperemos no conseguir una «habitable penumbra» que disuelva los contrastes, sino unas pocas verdades incómodas en lo posible para nuestro presente.

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II. Mínima historia patria

Para quienes estudien la época de la guerra, las dos frasecitas retóricas de Maravall adquirirán el sabor dramático de la posibilidad arduamente conjurada, pues los españoles estuvimos al borde, en 1938, de ser en adelante adoctrinados desde la más tierna infancia en campamentos «populares» e impecablemente socializados bajo la revolucionaria visión del mundo, suministrada por E. Röhm y las S.A.

En efecto, los falangistas más fanatizados (o utopistas, inmoralidades convergentes) habían visto llegado el momento de extender su buena nueva nazi tras la unificación ideológica [48] de 1937 y, con Serrano Súñer de factotum en el primer gobierno, lograron copar la práctica totalidad del aparato propagandístico; pero también, como nos explica A. Fontán, «aspiraban al monopolio político de la Universidad y hasta a una especie de militarización civil de los estudiantes, y aun del profesorado, en el seno del sindicato escolar y de las organizaciones docentes del partido».{3} Sus opositores en todos los frentes, como portavoces autorizados del catolicismo, fueron, antes que otros, los hombres de «Acción Española» nucleados en torno a Sáinz Rodríguez. Con total honradez lo resumió D. Ridruejo desde su raíz política, al recordar que «ellos –el grupo monárquico– deseaban un Franco restaurador y no un jefe carismático. Nosotros queríamos un jefe de partido y no un mero usuario de nuestro movimiento. Ellos detestaban la fórmula del partido único de corte fascista. Nosotros lo queríamos de verdad y sin echar agua al vino».{4} La monografía más completa que existe sobre la educación en la época, presenta la ejemplificación coherente: «frente a esta ofensiva falangista, la Federación de Amigos de la Enseñanza, los grupos católicos y la jerarquía de la Iglesia reduplicarían sus presiones para la consecución de una universidad estatal profundamente inspirada en las ideas católicas y, consecuentemente, apartada lo más posible de toda interpretación nacional-sindicalista, así como para la obtención de una ley que les permitiese crear sus propias universidades».{5} El resultado es conocido, con el carácter casi residual de la asignatura F.E.N. en el Bachillerato y algunos rituales sindicalistas en la escuela y la Universidad como únicas consecuciones falangistas en tan decisivo campo. Ya en 1975 conjeturó V. Bozal, tras analizar las exigencias educativas de uno de los aguerridos peones de Serrano Suñer (P. Laín Entralgo), cierta interesante razón que determinará el fracaso de la facción totalitaria en este área: «su inutilidad: esta concepción fue muy útil para ejercer el control, para aglutinar a sectores muy concretos de la pequeña burguesía campesina, pero no era una alternativa útil para la burguesía urbana e industrial. Las propuestas pedagógicas (?) que Laín hace están muy por debajo de los niveles exigidos por un sistema de enseñanza burgués».{6} Sea como fuere, tal vez ningún análisis histórico encierre tanta significación de la enormes tensiones que se dieron entre tradicionalistas y totalitarios para reordenar el sistema educativo, como la anécdota que nos relata el facundo Laín en sus elevadas memorias: la rabia de su correligionario Torrente Ballester ante las exigencias y controles de los padres de alumnos y su memorable desahogo en el sentido de que los susodichos «harían bien callándose, porque la guerra civil había sido el levantamiento de unos hijos descontentos de sus padres».{7} Tan encantador rifirrafe [49] permite que Laín, con su acostumbrada veracidad, nos presente al fraternal amigo como uno de los primeros perseguidos políticos del régimen, pues hubo cierto funcionario al que Sáinz había nombrado Director General de Enseñanza Media y Superior (pero que permanecería en su puesto cuatro años más que el ministro) y que estuvo «bien dispuesto» (aclara el médico-filósofo) para hacerlo constar en el expediente del luminoso profesor de Instituto, tan pronto como los padres lo solicitaron: se llamaba José Pemartín.

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III. El gris personaje

Igual que Franco desempeñó un papel, por desaparición de otros actores acaso en principio más dotados, también Pemartín fue el hombre clave en la ideología del régimen prístino, con la humildad excesiva del que actúa en nombre de otros, la Santa Madre Iglesia y Maeztu ante todo. Es bien cierto que su militantísimo trabajo de los años veinte como máximo fustigador de «progresistas» en favor de su amigo Primo de Rivera, no había cuajado en un sistema doctrinal a la altura de las inmensas ambiciones que, no menos que Ortega, d'Ors o el propio Maeztu, había alimentado: elaborar una nueva contrarreforma, absorbiendo desde la tradición cuanto de vivificador para la misma hubiese aportado la modernidad, segregando lo demás.{8} Pero la «segunda navegación» a bordo de «Acción Española» durante la República, permitió al ya veterano mosquetero (nacido en 1888) dar la medida de sus posibilidades, que eran tantas como sus saberes acumulados. No sólo puso a disposición de los insurgentes, en 1937 (siendo delegado de Cultura en Sevilla), una interesantísima cosmología de tendencia neo-vitalista, materiales científicos e implantación política inequívoca, a modo de asombrosa bandera teórica,{9} sino que el mismo año consiguió diseñar con exquisito sincretismo hasta el más estratégico detalle del tipo de Estado que (tomando buena nota de los fracasos del pasado y de los defectos inadmisibles de los regímenes fascistas contemporáneos) se postulaba desde «Acción Española» a la clase militar, porque, y son escarmentadas palabras de Ridruejo, «era éste un grupo que sabía exactamente dónde estaba el poder o, por mejor decir, su base real».{10} A este último libro se refiere Cámara, precisamente como quintaesencia de la sutileza de los numéricamente escasos monárquicos-tradicionalistas: «una buena muestra del nivel de propósito de este grupo respecto al papel que habían resuelto cumplir al frente del aparato educativo, la tenemos en las racionalizaciones que de sus posiciones políticas y educativas había hecho José Pemartín en su libro ¿Qué es lo nuevo?, escrito antes de acceder a la Jefatura de su Servicio, y que respondía al intento de ofrecer una articulación ideológica al bloque en el poder, que aglutinara sus diversas corrientes. Tal articulación, expuesta con riqueza conceptual y con sistema poco usual entre los intelectuales del Movimiento, estaba basada en el papel nucleador que había necesariamente de cumplir lo que él llamaba la «ideología fundamental», que era el punto de contacto con todas las demás, el ideal católico español».{11} Continúa Cámara resaltando el auténtico fuste de nuestro autor, cuyas «ideas sobre política educativa claramente pro-eclesiales, que trataban de conjurar un posible sesgo totalizador de la enseñanza española por la influencia de la Falange (peligro, aunque difícil, percibido como posible), serían ampliamente puestas en práctica por Pemartín en la Ley de Enseñanza Media de 1938, de la que fue su verdadero artífice. Por su parte, Sáinz Rodríguez vendría a sancionarlas, siendo muy frecuente observar en sus discursos y en todas sus intervenciones públicas, la reiterada preocupación por dar garantías de que su actuación al frente del Ministerio estaría siempre presidida por el intento de impedir cualquier veleidad monopolizadora de la enseñanza por parte del Estado».{12} Nadie, pues, tan responsable como Pemartín, de que conocidos enemigos del régimen tuviesen que reconocer ya en 1975 que la parcela de poder con una actuación ideológica más coherente y eficaz fue la de la cultura, promovida por los católicos del Ministerio de Educación, teniendo en cuenta que el «atrabiliario» Sáinz permaneció sólo un año en su cargo.{13} La privilegiada posición mediadora de nuestro hombre era incluso mayor que la del segundo ministro al que sirvió, Ibáñez-Martín, dada la presencia en puestos importantes de un joven y brillante hermano falangista «camisa vieja» (llamado Julián), con el que sin embargo hubo de enfrentarse, como nos cuenta G. Cámara,{14} en 1942, con motivo de un ataque del jerarca del Frente de Juventudes a los colegios religiosos que oponían «firme resistencia» a la misión de docencia política falangista, año en el que también el simpático Julián desdeñó públicamente la institución monárquica, causando, medio siglo después, una característica metedura de pata del impávido historiador P. Preston,{15} que atribuye insensatamente tal hecho a José: triste es decir que la confusión entre los dos hermanos es más la regla que la excepción por parte de nuestros apresurados investigadores, incluso citando libros (que, obviamente, no se han visto).{16}

Quien ciertamente no los mezcla es Laín: Julián le arrebató en su día una sinecura que él necesitaba grandemente{17} y, por [50] su parte, José habría representado el «desquite» contra una enigmática y al parecer superior «inteligencia de la izquierda» a causa de cierta «notoria inferioridad objetiva».{18} Por lo demás, ni siquiera el filósofo-médico tiene fuerzas para negar la evidencia, y sin darse cuenta de la contradicción (actitud que es casi su definición vital), reconoce que para Sáinz Rodríguez «y para su íntimo colaborador don José Pemartín, doble y vidriosa gloria: haber proseguido sin mayores contemplaciones la depuración iniciada en 1937 por las Juntas Técnicas y haber dado al país su no por olvidada menos memorable ley de Enseñanza Media».{19}

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IV. Contexto doctrinal

Nunca se alabará lo bastante en Pemartín la sobria renuncia a implantar su propia concepción del mundo (que estaba lejos de ser pobre o trivial){20} en la enseñanza, al modo de un Gentile en Italia (por no hablar de la abyecta actividad de Heidegger, finamente insinuada por J. Aguirre bajo la fórmula «arenga letrada a estudiantes iletrados y con mella de espada en las mejillas»,{21} donde la «educación debe eliminar todas sus premisas objetivas: el maestro y el alumno son expresión de pura subjetividad que ha olvidado lo real»,{22} y cuya «praxis en acto» se redujo, en famosas palabras de Gramsci, a la manifestación de un «taimado gladiatorismo que se autoproclama acción, y tan sólo modifica el vocabulario, no las cosas, el gesto externo, no al hombre interior».{23} Muy al contrario, el empeño de Sáinz Rodríguez y Pemartín (asesorados en algunos puntos por J. Zaragüeta) se inscribe a conciencia en la línea de competentísimo reaccionarismo de principios de siglo, que había trazado F. de Hovre en un libro muy influyente en los años treinta: Pedagogos y pedagogía del catolicismo{24} (Spalding en Norteamérica, Dupanloup en Francia, el cardenal Newman en Inglaterra y Mercier en Bélgica): está, pues, por hacer una comparación seria entre tales sistemas y Formación clásica y formación romántica, de Pemartín.{25} Aquí sólo podemos recordar esquemáticamente lo esencial, aceptando, con Cámara, el carácter paradigmático y fundamental de la reforma en la segunda enseñanza respecto a toda la labor del Ministerio, porque, «como se anunciaba en el preámbulo, el criterio que en ella se aplicara sería norma y módulo de toda la reforma que el nuevo Estado emprendía para todos los grados y especialidades de la enseñanza. Su vigencia a lo largo de toda la década de los cuarenta, hasta la aparición de la LOEM de 1953, y su situación en la encrucijada del sistema educativo, hacen que trascienda su interés propio y específico de regulación del nivel secundario para erigirse así en foco principalísimo de toda la política posterior».{26}

a) Lo más llamativo, y que han observado hasta quienes no se centran en el período,{27} es la firmísima voluntad elitista. Una exposición no trivial habría de incardinarse en lo que S. Giner considera «otra etapa de la conciencia liberal, conservadora e individualista de los tiempos modernos: la de su confrontación con la política totalitaria, así como con la consolidación final de la sociedad industrial»,{28} con M. Scheler como máximo mentor de Sáinz y Pemartín en su lucha contra las ambiciones falangistas, pues «al identificarse con la masa, el Estado ignora y destruye a los individuos y a sus instituciones privadas»,{29} y, ya dentro del terreno pedagógico, en la apuesta de T. Arnold por una educación liberal del hombre, no necesariamente traducible a la profesional o del ciudadano,{30} ni a los «principios populares» opuestos sin más a las restricciones, mientras los principios liberales «simpatizan con la autoridad, dado que las malas tendencias de la naturaleza humana se hallan más dispuestas a revelarse en el abandono que en el abuso de ella».{31}

En todo caso, es el colmo de la necedad suponer que la mera detección de posiciones elitistas sea «crítica» suficiente: ningún conservador inteligente dejaría de suscribir la vieja evidencia señalada por Bernfeld de que «no existe ningún medio para crear una cultura popular mientras la juventud del proletariado sea entregada a los trece o catorce años a la calle, a la fábrica, al trabajo forzado».{32} Sencillamente no tendría por qué haber cultura popular, porque una educación para todos dejaría de tener calidad. Hace falta una filosofía muy rica para echar abajo la doble consideración de Eliot: primero, «si la aspiración a la igualdad de oportunidades se lleva a su conclusión lógica, conduce ineludiblemente a un sistema estatal universal y exclusivo de educación» y, segundo, «aparece como más importante –si hemos de optar y quizá tengamos que optar– que se eduque bien a un reducido número de personas y se deje a los demás sólo con una educación rudimentaria, que hacer que todos reciban una parte proporcional de una educación de calidad inferior, porque esto sería incurrir en la falacia de pensar que lo más tiene que ser lo mejor».{33} Pemartín acepta, pues, los objetivos del «pestalozzismo» de elevar culturalmente las clases inferiores, pero para ello «hace falta precisamente no tender a una nivelación que ha de ser necesariamente hacia abajo... sino que, al revés, la selección, la separación educativa de clases, al producir las minorías selectas, es la razón de ser, la posibilidad de la elevación del nivel cultural general».{34}

b) El irreductible liberalismo a lo Tocqueville,{35} siempre en guardia contra lo masivo y el descuido de la tradición, «reconocía a la sociedad, y especialmente a las instituciones de la Iglesia» la facultad de enseñar, abriendo «por vez primera en un siglo, una brecha en el monopolio educativo del Estado», según A. Fontán.{36} También Cámara lo reconoce: «se sentaban así las bases de la política ya iniciada anteriormente de [51] privatización del sector medio de la enseñanza, que se consiguió fundamentalmente a través del mecanismo del Examen del Estado y de la consiguiente separación de las funciones docente y examinadora, y que tuvo como principales beneficiarios a las órdenes y congregaciones religiosas dedicadas a la enseñanza».{37} El pluralismo era aceptado como mejor modo de desmontar la educación centralizada napoleónica (otra cosa es que la población superviviente de la época no fuese precisamente plural) y el culto reciente al lodo de la sociedad civil tiene su origen en aquellos polvos.{38} No podía haber ido más descaminado nuestro sentencioso ex-ministro. Pero pasemos a aspectos menos políticos.

c) «Un método objetivista que funda la formación de la inteligencia más en lo que le viene de fuera (enseñanzas adecuadas, vigilancia de los maestros, corrección de la voluntad) que en lo que le viene espontáneamente del interior, de nuestra naturaleza empobrecida y desorientada»{39} ha de rechazar no sólo el sentimentalismo presente en los métodos románticos o krausistas,{40} sino también el subjetivismo vacuo que acaban defendiendo «humanistas» de la índole de García Hoz con sus verborreicas «personalización», «abertura», «alegría», «creatividad», «convencionalidad» (&c., &c.) que caracterizarían a la «educación invisible».{41}

d) El clasicismo menéndez-pelayista era la garantía de la regeneración nacional a través, no de «conceptos abstractos», sino de «las ideas madres, las matrices de nuestro propio pensamiento occidental».{42} Es razonable que, cuando la barbarie no reconoce tal tradición greco-romana, se la considere «digno objeto de estudio para especialistas, pero inútil de todo punto en enseñanza general. Además, si queremos entender al hombre, no debe excluirse el estudio de otras tradiciones culturales, como la china, la india» y se apueste por «la antropología cultural o la etnología» porque «para entender al hombre hay que verlo como una parte de la naturaleza».{43}

e) Los métodos cíclicos (hoy enteramente abandonados), como el nervio mismo de los estudios medios a lo largo de siete años en paulatinos aumentos de intensidad,{44} permitían la separación entre verdadera formación e información rápidamente eliminada a beneficio de inventario.

f) El jesuitismo suponía mucho más que la veneración por la «ratio studiorum»; era una lucha militante contra los «estorbos» e «impedimentos», la constante pugnacidad en torno a objetivos de emulación y meritocracia, germinal desde sus principios: «al cosmopolitismo de los sabios corresponde la milicia de la Compañía de Jesús, al universalismo de los valores de la cultura tomada en sí misma corresponde el universalismo de la caridad cristiana que quiere educar incluso a los pobres».{45}

g) En consecuencia, la filosofía y el latín son, en expresión afortunada, «las asignaturas de concentración»,{46} de disciplina en los valores históricos que darán sentido cualitativo a todo progreso espiritual y nacional, sólo accesible a quienes conocen «los cimientos de Europa»;{47} y la filosofía se repristinaba en la permanente beligerancia platónica contra los Isócrates de turno,{48} porque, en palabras de Bloom,{49} «las pretensiones de lo clásico pierden toda legitimidad cuando no se puede creer que exprese la verdad».

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V. Organización de la asignatura

La filosofía ocupaba el primer lugar en la Orden de 14 de abril de 1939 con los Cuestionarios o programas oficiales, apareciendo en el B.O.E. del 8 de mayo, cuando ya Sáinz había causado cese en el gobierno; como es sabido, se impartiría en los tres últimos años de Bachillerato, con un primer curso de Introducción (dividido en 7 temas de Lógica, 7 de Psicología [52] y 3 de Ética), un segundo curso (con 8 lecciones de Teoría del Conocimiento y otras tantas de Ontología) y el final dedicado a la exposición de los principales sistemas filosóficos en otras 16 lecciones. Respecto a la autoría del plan, hay que señalar la ayuda prestada por Zaragüeta en su condición de discípulo de Mercier y catedrático de Pedagogía, siendo probablemente suya la ordenación y selección de los temas.{50} Otra cosa son los comentarios pedagógicos y, sobre todo, la «Orientación» general, lo más interesante y hasta poco previsible del texto: aun no siendo tan clara la pluma de Pemartín como en las indicaciones para su muy querida asignatura de «Ciencias Cosmológicas», cierto notorio desbordamiento del marco escolástico nos induce a optar salomónicamente (mientras no haya investigación de archivos) por atribuirlos a Pemartín-Zaragüeta; y por desgracia está sin estudiar la estrecha relación entre estos dos sabios a la antigua usanza.{51}

a) La «Orientación fundamental» (primera sección de las instrucciones) no tiene desperdicio, desde un comienzo que puede sorprender: «El marco pedagógico donde el Estado español quiere ver encuadradas las disciplinas filosóficas es, en cierta medida, tan amplio y tan múltiple como puedan serlo las diversas direcciones y tendencias introducidas en la enseñanza por la habilidad y aptitud de los señores profesores de esta materia». Pero no nace ello de un capricho voluntarista del legislador, sino porque «la índole de la Filosofía no puede cristalizarse en moldes hechos de antemano, cuya aceptación deba imponerse desde la cátedra a los alumnos, o a su vez desde la Magistratura del Estado a los señores catedráticos».{52} «Acortar los límites del horizonte a la especulación filosófica sería incapacitar de entrada a las jóvenes mentes para sentir extrañeza ante lo desconocido e impedirles esa mirada inquieta dirigida a la totalidad de las cosas y al seguimiento de sus causas, que es la característica más neta de la vocación por la filosofía».{53} El segundo párrafo contiene la necesaria restricción institucional: «Esto no obsta para que el Estado español, de principios hondamente arraigados en la tradición viviente de nuestra Patria, aspire a recabar para sí la dirección más general y, por así decir, suprema que deben seguir los estudios de esta importantísima parte de la Enseñanza Media. Y esto no apelando a ninguna suerte de arbitrariedad, en la que sin duda caerían los que dejasen en nombre del liberalismo sin dirección ni rumbo la espontaneidad del pensar filosófico, sino en virtud de una opción sólidamente enlazada a la evidencia universal de la razón{54} y a la autoridad y consejo de la Iglesia Católica». Pero el meollo se encuentra en el tercer párrafo, donde se proclama que «ninguna posición filosófica podrá satisfacer las aspiraciones docentes del nuevo Estado si no posee suficiente poder asimilador para recoger en el seno de una doctrina sólida y firme todo lo que de positivo se ha dicho en el mundo acerca de las cosas». No se trata sólo de la sensatísima afirmación de que no hay filosofía sino desde un sistema,{55} sino también del genuino impulso de la obra filosófica pemartiniana, aunque aquí sobriamente sea identificado en la más vigorosa y acendrada sabiduría católica del Barroco, al recordar el dictamen de Leibniz «cuando meditaba sobre lo que debía ser la "philosophia perennis": que los sistemas son a menudo, y aun generalmente, verdaderos en lo que afirman y falsos en lo que niegan». Esta suerte de audaz imperialismo o es de Pemartín o al menos responde perfectamente a su sistema (y sólo secundariamente al escolástico), donde la verdad está sujeta a una dialéctica histórica de despliegue y eventuales regresiones. Item más, «esto, que ocurre siempre que las afirmaciones no son negaciones disfrazadas, ha posibilitado ulteriormente para calificar de filosofía perenne el sistema inspirado en los principios de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, que se abre a la verdad sin descuidar ninguno de sus aspectos, como fiel transcripción conceptual de la realidad entera». Cuesta mucho trabajo, tras leer lo anterior (que, es cierto, puede no haber tenido notable influencia en la práctica educativa), aceptar la unificación sociologista que realiza Gustavo Bueno de la escolástica cristiana (pues la teología no se enseñaba en los institutos) y el Diamat, [53] bajo el oxímoron «filosofía dogmática»:{56} no sólo es, en lo que se nos alcanza, que jamás desde el «materialismo dialéctico» se haya intentado algo así como absorber la verdad parcial que pudiera residir en la religión, o en el espiritualismo o en la teleología, sino que además no hay sistema filosófico sin tal empuje máximamente reconstructivo y tendencialmente anti-dogmático, desde Platón hasta el mismo «materialismo filosófico»; precisamente el desmesurado riesgo que tal apuesta (escasamente visible en el Diamat) supone de gradual «desmoronamiento desde dentro», «dada la necesidad, por lógica interna, de incorporar los nuevos contenidos del presente»{57} caracteriza a toda verdadera filosofía (la que trabaja doctrinas que se quieren fundamentar racionalmente) y la condena a una permanente labor de enmendar y apuntalar, destino que para el neo-aristotelismo no ha sido catastrófico, ni mucho menos, pero que no se dio en el Diamat porque nunca fue una filosofía salvo intencionalmente.{58}

La última frase de la «orientación fundamental» es otra prudente restricción que, dada la situación actual, parecerá de un exotismo casi incomprensible: «No siendo recomendable para la enseñanza el método historicista, que puebla los entendimientos juveniles de erudición sin sostén formativo, se ha pensado que sólo acudiendo a esta orientación escolástica fundamental puede conseguirse la armonía y la claridad del saber filosófico en los jóvenes».

b) De los comentarios sobre cada asignatura recordaremos brevemente algunos pasos significativos.

1º Al defender el valor de la Lógica en el curso de Introducción, con otras palabras se recorre la distinción contexto de descubrimiento / contexto de justificación: tal vez no sea necesaria para el desarrollo positivo de las ciencias, pero «al menos es imprescindible para el estado perfecto, al que deben aspirar los alumnos de la Enseñanza Media a partir del 5º año de sus estudios secundarios». Importante es la advertencia de raigambre scheleriana sobre los tres temas de Ética, donde «se cuidará de dar una visión que exceda siempre el carácter normativo de que pudiera revestirse la disciplina moral, y que en definitiva, debe estar basada en un recio carácter especulativo y teórico, de validez universal y necesaria, que no impide el descenso ulterior y prudente a la casuística de lo cotidiano, pero sólo por vía de ejemplo».

2º De lo recomendado para Teoría del Conocimiento y Ontología resaltaremos únicamente el acento puesto en lo sistemático por excelencia, la distinción y tratamiento de niveles en lo real, algo prácticamente abandonado en el presente, pero en lo que Pemartín-Zaragüeta saben identificar «uno de los mejores frutos que pueden obtenerse con la enseñanza de la Ontología, al lograr que los alumnos diferencien clara y distintamente diversos tipos de objetos sometidos a su conocimiento: el ser sensible, el ideal, el de razón, el actual, el posible. De esta suerte puede prevenirse al alumno contra esa ceguedad que muestran de mayores muchos hombres especializados en una ciencia particular, que apenas distinguen fundadamente la clase de ser sobre la que operan en sus investigaciones».

3º En el último año de Bachillerato, al hacerse historia de los sistemas, el pedagogo debe luchar contra dos tentaciones (en cuyos brazos, ni qué decir tiene, se cae ahora gozosamente) cuya precisión permite a Pemartín-Zaragüeta aclarar el impulso básico anti-dogmático de la «orientación fundamental»: contra la falta de coordenadas de la erudición difusa, «los errores diversos en que hayan incurrido los filósofos –quien cree en la verdad tiene que creer también en el error– serán impugnados con argumentación sólida» y «se respetará en las grandes producciones del pensamiento humano, aun en los elementos que discrepen de la filosofía perenne, la impronta del genio que los hizo»; pero, más allá siempre de la simple «tolerancia fácil» o el «indiferentismo historicista», el profesor ha de ser capaz de extraer «provecho» intelectual para los alumnos, pues «hasta el autor de más renombre entre los filósofos modernos, hasta el mismo Kant, aparecería degradado ante los ojos juveniles si el profesor se limitara a consignar a secas los absurdos que encierra, en vez de enseñarles también, verbigracia, sus grandes virtudes para dotar a la ciencia, dentro del clima histórico de su época y en la corriente filosófica donde él se movía, de condiciones trascendentales que la salvasen del escepticismo de un Hume. El hecho de que haya autores que sólo pueden justificarse dentro de las circunstancias de su época dará ocasión a señalar, siempre que se pueda, los motivos que determinaron la discrepancia de ese autor con los principios o consecuencias legítimas de la filosofía perdurable».

e) El método de enseñanza es diseñado por Pemartín-Zaragüeta con no menor sentido dialéctico: «primero se establecerá el estado de la cuestión...», «se pasará luego a demostrar la tesis y a resolver las objeciones más usuales y que tengan valor principal en tomo suyo. Por último, se pueden hacer corolarios o consideraciones que sean consecuencia de la proposición [54] demostrada sin necesidad de nueva demostración. También se pueden incluir, a modo de escolios, consideraciones tocantes a la proposición demostrada, de suerte que se aluda a su historia, se aclare la solución de alguna dificultad y, sobre todo, se manifieste la conexión de la tesis demostrada con otras verdades filosóficas. Esto último es lo más importante para crear en el alumno espíritu sistemático». No faltan habituales consideraciones sobre «ligar el tema que se explica a la realidad de las cosas y de la vida» o «impregnar de vida las páginas del libro que se haya adoptado como texto. De lo contrario, el alumno llegará a convencerse de que lo mismo le costaría estudiar en su casa que en el Centro docente». No se considera necesario el recurso dudoso de hacer que el alumno tome apuntes, y se subraya el carácter idóneo de la filosofía para estimular la mutua comunicación entre profesor y alumno. El final también merece reproducirse: «En suma, la enseñanza de la Filosofía en el Bachillerato es una tarea difícil, de la que sólo podrán salir airosos los que sepan adaptarla a los escasos años de sus oyentes y hacerla objeto de ese saber al que se inclinan por naturaleza todos los hombres».

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VI. Final. Nación y Filosofía

Apenas una cita de Balmes y otra del dieciochesco Aguirre, así como un tema dedicado al primero en el curso histórico, nos remitían a un contexto nacional, más allá del sintagma «Estado español». Y, sin embargo, no se puede negar exactitud a la conclusión que obtuvo. A. Elena tras un recorrido por los manuales de la asignatura característicos: «Un hegelianismo "sui generis" da a nuestros autores la confianza en que la historia del pensamiento no es más que el despliegue y triunfo final del espíritu de la Cristiandad, correspondiéndole a España reasumir el mesiánico papel que con singular fortuna ha desempeñado a lo largo de la historia».{59} La inteligente ironía de Elena (que razonablemente le impide tomarse muy en serio a la Hispanidad como legítima heredera del Sacro Imperio Romano Germánico y regeneradora de Europa) era una limitación que le hacía arrojar al niño con el agua del baño, aunque peor es el reciente gusto sentimental y casi autista de tantos de nuestros cincuentones, evocador de «floridos pensiles»{60} y demonizador facilón de la ideología de libros para críos. El tiempo mostró y mostrará que el nacionalismo cultural de Pemartín tiene razones poderosas que las almas bellas no desean entender y que se manifestaron, por ejemplo, dos años antes de su muerte, en un interesante análisis de las reformas educativas norteamericanas de entonces, donde el axioma «un gran país, sin una honda unidad cultural bien fundada, no puede aspirar a formular una filosofía democrática con imperativo de universalidad» es obtenido no sin constatar que «la democracia norteamericana, tal como la entiende la Comisión presidencial para la Educación Superior, tiene, por debajo de su relativismo liberal, antidogmático, una base de dogmatismo implícito que brota de la raíz misma histórica y cultural de donde procede y que, desgraciadamente, culmina en el anarquismo intelectual y moral del momento presente».{61} Tal vez, si a los datos que están al alcance de todos sobre la evolución pedagógica de EE.UU. y de los países secuaces en tal área, añadimos la solidísima conexión que E. Gellner ha establecido entre nacionalismo y educación,{62} se nos disipen las ganas de bromear sobre el supuestamente ingenuo hispanocentrismo de la tan vituperada formación «nacional-católica».{63} En nada de ello podemos profundizar aquí y tan sólo es lamentable, una vez más, la ausencia de A. Cardín, que acaso podría habernos ayudado a vislumbrar la posible condición trinitaria{64} de la reforma educativa que nos ha ocupado, y a identificar convenientemente sus enemigos (y destructores) del «circunfuso» priscilianismo de anteayer, porque para darnos cuenta de que la omnipresente «educación para la democracia» que nos acongoja hoy es otro ecuménico, especular y estéril formularismo groseramente adopcionista ya nos aleccionó Alberto. A su memoria están dedicadas estas notas, cuya tesis se puede resumir en una distinguida fórmula de J. Aguirre, eliminando de ella la originaria y muy poética expresión «Dios» por la prosa de un nombre propio: «En España Pemartín nos libró, ayudado un poquito por Franco, de la revolución nacional-sindicalista».{65}

* * *

Imposible no referirnos, a modo de coda, al popular intento por parte de L. M. Anson de convertir a Sáinz Rodríguez desde una muy literaria conspiración monárquica en genio protector de la llamada «Transición» por la neo-lengua político-periodística. Más sensato parece etiquetar de «Trastrueque», como A. Pérez-Ramos, la admirable epopeya de tantos «luchadores por las libertades», y transigir con la perturbadora evidencia que este trabajo intenta subrayar: si algún sentido mínimamente profundo y no publicitario ha de darse a «transición» (paso de un contexto legal o práctico totalitario a otro que respete las iniciativas individuales), tal proceso fue autorizado por Franco en 1938, impulsado en efecto por Sáinz en el auténticamente nuclear campo educativo y consolidado hasta 1942 por J. Pemartín, cuyo protagonismo en tantas depuraciones de funcionarios no debería hacernos olvidar la trascendental importancia de su labor racionalizadora. Así pues, Anson, como meritoria ninfa de la «nueva mayoría moral», escribe a derechas, pero con renglones torcidos.

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{1} La reforma de la enseñanza, Laia, 1984, pág. 17.

{2} Rafael Gómez Pérez, Las ideologías políticas ante la libertad de enseñanza, Dossat, 1977, pág. 55. (El subrayado, créase, en el original).

{3} Los católicos en la Universidad española actual, Rialp, 1961, pág. 73.

{4} Casi unas memorias, Planeta, 1976, pág. 194. (libro espléndido, a años luz de cierto irresponsable artículo publicado cuatro años antes en Triunfo que tuvo el dudoso honor de suministrar la plantilla básica al incalificable Pensamiento español en la era de Franco, de E. Díaz). Naturalmente, quien mejor lo expresó «au dessus de la melée» fue el gran don Julio Caro: «De la vieja teocracia al moderno culto a la Personalidad no hay más que bajar (no subir) un peldaño» (100 españoles y Dios, Gironella, Nauta, 1971, pág. 121).

{5} Gregorio Cámara, Nacional-Catolicismo y Escuela. La socialización política del Franquismo (1936-1951), Hesperia, 1984, pág. 218.

{6} «Cambio ideológico en España (1939-1975)», Zona Abierta, nº 5, pág. 66. El autor podría reivindicar al menos, el haber visto antes que otros la conexión entre la formación netamente fascista y el llamado «pensamiento forestal».

{7} Descargo de conciencia, Alianza, 1989, pág. 246. Quien guste de emociones fuertes puede descifrar el siniestro concepto de «Logos Orgánico» que Torrente antepuso a su antología de textos joseantonianos: Ediciones F.E., 3ª ed., 1942, pág. 37.

{8} Véase, sin embargo, el inmejorado trabajo de S. Ben-Ami, La dictadura de Primo de Rivera, Planeta, 1984.

{9} Se trata de Introducción a una filosofía de lo temporal, cuya 2ª edición fue publicada por Espasa-Calpe, en 1941.

{10} Op. cit., pág. 107.

{11} Op. cit., págs. 81-82.

{12} Op. cit., pág. 83.

{13} A. de Miguel, Sociología del franquismo, Euros, pág. 52.

{14} Op. cit., págs. 181 y 192.

{15} Franco, Grijalbo, 1994, pág. 573.

{16} Ejemplos, entre otros, son Historia del franquismo de Sueiro-Díaz Nosty, Argos-Vergara, 1985; Historia básica de la España actual, 1800-1980 de R. de la Cierva; Los intelectuales y la dictadura de Primo de Rivera de G. García Queipo de Llano, Alianza, 1988; Conservadores subversivos de J. Gil Pecharromán, Eudema, 1994 o la misma Autobiografía del general Franco de Vázquez Montalbán, Planeta, 1992. No merece ni la pena que añadamos la obra en ocho tomos de J. L. Abellán, ilustre nulidad de la que hay que huir, en éste como en cualquier otro caso.

{17} Op. cit., pág. 300.

{18} Ibídem, pág. 246. ¿A qué izquierda se referirá Laín? ¿A Araquistain? ¿0 pretendía la ridícula hipótesis de un Ortega de izquierdas?

{19} Ibídem, pág. 284.

{20} Hemos intentado mostrarlo en una monografía inédita, titulada La filosofía primera del franquismo.

{21} Las horas situadas, Turner, 1989, pág. 105.

{22} VV.AA., La cultura del Novecientos, siglo XXI, tomo 3, pág. 165.

{23} Ibídem, pág. 165.

{24} Ediciones Fax, 1941, pero traducido ya en 1934.

{25} Espasa-Calpe, 1942.

{26} Op. cit., pág. 91.

{27} M. de Puelles Benítez, Educación e ideología en la España contemporánea, Labor, 1991, págs. 371-373.

{28} Sociedad masa: crítica del pensamiento conservador, Península, 1979, pág. 125.

{29} Ibídem, pág. 136.

{30} Ensayos sobre educación, Espasa-Calpe, 1940, págs. 17-18.

{31} Ibídem, pág. 48.

{32} Sísifo o los límites de la educación, siglo XXI, 1975, pág. 173. Este libro, publicado originalmente en 1925, es una de las pocas producciones pedagógicas no envejecidas.

{33} «Los fines de la educación», en Criticar al crítico, Alianza, 1967, págs. 134 y 158.

{34} Formación clásica y formación romántica, ya citada, pág. 47. Cfr B. Russell, Realidad y ficción, Aguilar, 2ª ed., 1967, págs. 178-179.): «La práctica de dar enseñanza juntamente a alumnos inteligentes y alumnos tontos es por demás desgraciada; nadie sueña con la aplicación de una supuesta democracia en asuntos que el público considera importantes».

{35} Es inadmisible usar «liberalismo» sin algún apellido. Un vistazo convincente a su complejidad en Liberalismo de J. Gray, Alianza, 1992.

{36} Op. cit., págs. 70-71.

{37} Op. cit., pág. 93.

{38} Cf. la afirmación de R. Kirk sobre Newman (La mentalidad conservadora en Inglaterra y EE.UU., Rialp, 1956, pág. 304) «no es paradójico que el adversario del liberalismo sea el más noble exponente de la educación liberal» o la claridad con que D. Bell concluye (Reforma de la educación, Letras, 1970, págs. 293-294) que «un espíritu liberal no siempre es un espíritu democrático, pues lo que cuenta no es quien gobierna, sino cómo gobierna. El espíritu liberal no es una oposición a la ortodoxia, sino su reafirmación; no está en contra de la virtud, sino de su imposición, ya sea jacobina o platónica».

{39} Formación clásica y formación romántica, cit. pág. 38.

{40} «Cautivar, fascinar, seducir...», «conviene hacer hincapié en la índole más personalista que doctrinal» en El krausismo español de López-Morillas, págs. 53 y 55 (F.C.E. 1980).

{41} Pedagogía visible y educación invisible, Rialp, 1987, passim.

{42} Formación..., pág. 93. En una brillante conferencia (donde pide que la censura literaria consista en dar buenos libros a los jóvenes y no cortar los malos) recuerda la triple capacitación que el clasicismo otorga: lingüística, intelectual (los griegos son la «revelación natural») y estética («Vuelta a la lectura», Atenas, nº 140, febrero 1994).

{43} Palabras incomentables y que no pertenecen a la sección más abundante e ignara de los «científicos de la educación», sino a Juan Delval (pág. 63 de Los fines de la educación, siglo XXI, 1990).

{44} Formación..., cit. pág. 57.

{45} Explicación de D. Cantimori, en Humanismo y religiones en el Renacimiento, Península, 1984, pág. 253. Compulse el lector curioso los actualísimos comentarios de texto que Luis Pujadas adjunta a los ejercicios primitivos y que harían palidecer de envidia a Gadamer en Ascética Ignaciana, Gráficas Fides, 1940.

{46} F. Montilla, Historia de la Educación, Andrés Martín, 1964, pág. 176.

{47} Título de la excelente (y quizás última) defensa española del clasicismo menéndez-pelayista por E. Moreno Báez (Taurus, 1971).

{48} Cf. la Historia de la Educación en la Antigüedad de Marrou, Eudeba, 1965, págs. 257 y ss.

{49} El cierre de la mente moderna, Plaza Janés, 1989, pág. 386.

{50} Sainz Rodríguez afirma (Semblanzas, Planeta, 1988, pág. 106) «me remitió un bosquejo de cuestionario que fue tenido muy en cuenta para la redacción definitiva de nuestro proyecto educativo».
Citaremos a partir de ahora sin dar paginación los documentos reunidos en La nueva legislación de Enseñanza Media por Higinio León Osés, Rafael Pérez López y Miguel Ibáñez Requena, publicados por la editora García Enciso de Pamplona el «año de la victoria», y que incluye, además de minuciosos índices, una conferencia de Pemartín como colofón doctrinal, donde aparecen sus tres habituales «antis» (pensar es pensar contra otros, en efecto): anti-enciclopedismo, anti-rousseaunismo y anti-liberalismo (en el estricto sentido de «no podemos respetar los errores, aunque respetemos a los errados»).

{51} No sólo fue Zaragüeta quien mejor entendió la labor (en la medida en que podía entenderse en los años cuarenta) cuasi visionaria de la filosofía estricta de Pemartín y la sutil aportación política de «¿Qué es lo nuevo?», sino que, además, las elaboraciones en filosofía natural de ambos son pasmosamente paralelas, aunque con más riqueza de análisis científicos en el jerezano.

{52} No puede evitarse la comparación con Heidegger, crudamente interpretado por Adorno: «el pensamiento sería, respetuosamente carente de concepto, un pasivo estar a la escucha de un ser, que dice siempre sólo ser, sin derecho crítico y obligado a capitular, sin distinciones, ante todo lo que pueda reclamarse del irisado poderío óntico. La ordenación de Heidegger en el caudillaje de Hitler no fue ningún acto de oportunismo, sino que se seguía de una filosofía que identificaba caudillo y ser» (Filosofía y superstición, Alianza, 1972, pág. 15).

{53} Ya que estamos con Adorno, cf. en el mismo lugar la pág. 18, donde afirma que «la dialéctica no es otra cosa que insistir en la mediación de lo aparentemente inmediato y en la correlación, que se despliega en todos los grados, de mediación e inmediateidad».

{54} Puede entenderse «la evidencia universal de la razón» como el caudal de objetividades históricamente producido («acaso enseñar la mnemotecnia y no la creatividad; acaso enseñar el lenguaje escrito y no la capacidad de hablar; acaso enseñar la gimnasia y la danza y no la expresividad»: Gustavo Bueno en el prólogo al Protágoras, Pentalfa, 1980, pág. 83).

{55} Nada más lejos, pues, de Pemartín-Zaragüeta que la contradicción en la que, según Gustavo Bueno, «viven los socialistas que gobiernan un país capitalista. Es otro caso de falsa conciencia: creer en la posibilidad de una filosofía asistemática y confundir esa pseudofilosofía con la libertad».

{56} ¿Qué es la filosofía?, Pentalfa, 1995, págs. 46-47. Por lo demás, las págs. 57 y ss. corrigen tal reduccionismo («también habrá una crítica ontoteológica al materialismo», pág. 50).

{57} Ibídem, pág. 48. Una explicación de Zaragüeta sobre la esencial dinámica del «vetera novis augere et perficere» puede verse en las págs. 150 y ss. de Los 20 temas que he cultivado en los 50 años de mi labor filosófica, CSIC.

{58} Cf. la pág. 153 del Manual de pedagogía soviética (Laertes, 1987) con los principios, entre otros, de «partidismo», «vinculación con la praxis de la construcción del comunismo», «educación en el colectivo y por el colectivo» o «educación unitaria».

{59} «La cruzada en los textos escolares de Filosofía», Revista de Occidente, nº 5, 1981, pág. 124.

{60} El encantador A. Sopeña cita en la pág., 227 (Crítica, 1994) como máxima «joyita» una frase de Miguel Herrero que está lejos de parecer sandia en comparación con su libro: «para ser científica, la educación debe actuar sobre la herencia específicamente nacional, sobre la naturaleza animal-racional-española de los alumnos».

{61} Arbor, febrero 1952, págs. 229, 230 y 243.

{62} Naciones y nacionalismo, Alianza, 1988, pág. 52: «En la base del orden social moderno no está ya el verdugo, sino el profesor. El símbolo y principal herramienta del poder del Estado no es ya la guillotina, sino el (y nunca mejor dicho) "doctorat d'état". Actualmente es más importante el monopolio de la legítima educación que el de la legítima violencia. Cuando se entiende esto también se pueden entender la perentoriedad del nacionalismo y sus raíces, que no están en la naturaleza humana, sino en cierta clase de orden social hoy en día generalizado».

{63} Que en las figuras importantes ni era tan fanático («ante todo, respetar y acentuar los rasgos del espíritu nacional que constituyan un positivo valor o una modalidad original e interesante en el acervo de la cultura humana; después, tender a completar o rectificar los que, por su sentido negativo, pudieran mantener a una nación en condiciones de inferioridad o restarle influencias en la amistosa competencia con otros pueblos») ni olvidaba las genuinas prioridades cristianas («es indudable que, ontológicamente hablando, la realidad individual es en la vida lo substantivo, y lo social, lo adjetivo, que no puede darse sin aquél; por donde, axiológicamente, lo que vale en definitiva es el individuo, aunque, para llegar a valer más o menos, haya necesitado del ambiente social»): Zaragüeta, Pedagogía general, Labor, 2ª ed., 1953, págs. 284 y 553.

{64} «La trinidad... como intento de establecer ámbitos diferentes y orgánicamente conjugados del cuerpo social –tal como se plasmará fundamentalmente en el Imperio carolingio–», pág. 53 de Tientos etnológicos, Júcar, 1988.

{65} Op. cit., pág. 49.


{La versión impresa va acompañada de cinco reproducciones: un anuncio de productos de Viña Pemartín de Jerez de la Frontera; facsímil del Decreto XVI de 17 de noviembre de 1813 por el que se da carta de naturaleza a Julián Pemartín, natural de Francia, vecino que fue de Zacatecas y avecindado en Cádiz; y portadas de obras de José Pemartín.}

 

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