| El Basilisco, nº 20, 1996, páginas 81-86 | |||||
Segunda respuesta a Gonzalo Puente Ojea Alfonso Tresguerres Oviedo |
ambién yo he de confesar que me ha dado una pereza casi invencible sentarme a escribir esta segunda respuesta a Puente Ojea (sólo casi, naturalmente, de lo contrario no la hubiera escrito). Mas no (como parece sucederle a mi interlocutor) porque tenga alguna natural predisposición a no entrar en debates de escuela, sino porque lo que tenía que decir ya lo he dicho, y poco es lo que ahora podría agregar a la crítica ya hecha de su lectura de El animal divino. Sucede, además, que la «carta abierta» que me dirige escasamente facilita proseguir la discusión, ya que en ella Puente Ojea se limita a repetir y reafirmar de manera inflexible (y está en su perfecto derecho, desde luego) su postura sobre una cuestión que, según dice, cree «tener bastante clara». Acaso por ello le parece ocioso entrar en detalles, y eso explicaría, tal vez, que en su respuesta a mi crítica ni siquiera haga la menor referencia a muchos de lo puntos centrales de mi argumentación. Diríase que ésta, literalmente, ha «resbalado» –o «rebotado»– sobre lo que son sus convicciones en materia de Filosofía de la religión, y me ha sido devuelta como si nunca hubiera sido enunciada. Y me parece bien. Cada cual es muy libre de estar convencido de lo que considere oportuno. Pero cuando además de estar convencido quiere convencer, o para decirlo en términos menos apostólicos, cuando se apresta a confrontar su convicción con otras posiciones opuestas, entonces es preciso entrar en detalles, aunque sean tediosos detalles de escuela, porque de lo contrario alguien podría llegar a pensar que o bien no tiene nada que decir o bien se halla poseído de una revelación inefable. Al hilo de esta segunda respuesta, aunque sin poner demasiadas ilusiones ni esperanzas en el empeño, le iré recordando a Puente Ojea algunos de esos aspectos de mi crítica que no han merecido su consideración. Y como por algún sitio hay que comenzar, hagámoslo por lo que él denomina mis «impertinentes y gratuitas descalificaciones personales». Con franqueza: ignoro cuáles puedan ser éstas. He vuelto a leer mi primera respuesta con el temor de hallar en sus páginas algo de lo que avergonzarme, pero no lo he encontrado. Por dos veces hago público mi respeto hacia su inteligencia, erudición y honradez intelectual; y por dos veces, también, manifiesto mi convencimiento en la buena fe que guía su crítica, aun en aquellos momentos en los que una mente más retorcida que la mía pudiera sospechar otra cosa: por ejemplo, cuando escribe (y lo escribe, no me lo he inventado yo, víctima de alguna infantil inquietud) que El animal divino se encuentra en buena compañía con los apologetas de la fe. Sin duda, a Puente Ojea le ha molestado que yo califique su concepción del mundo animal como cartesiana. Ahora bien, esto no es una descalificación, sino una clasificación: me he limitado a sostener (y no de forma gratuita, sino argumentada) que la idea que tiene de los animales se encuadra en la más pura tradición cartesiana. (Y esto no tiene nada de lúdico. Como evasión lúdica, discutir de Etología con Puente Ojea no promete grandes emociones). Después de leer su «carta abierta» no puedo dejar de reafirmarme en lo mismo. Si algo ha venido a poner de relieve la Etología, tras el profundo conocimiento al que ha llegado sobre el comportamiento animal y las culturas y lenguajes animales, es que las contraposiciones entre Naturaleza/Cultura, heredado/aprendido, instintivo/cultural son dicotomías simplemente confusas y puramente metafísicas. Persistir en ellas en el momento presente, calificando el comportamiento de los animales como básicamente instintual, es mantenerse en posiciones preetológicas e incluso predarwinistas; y esas posiciones son las de la tradición cristiana, recogida por Descartes en su doctrina del automatismo de las bestias. [82] Tras la actividad operatoria de los chimpancés preparando ramas con las que extraer termitas de los hormigueros –tal como nos describe Jane Goodall–, ¿qué instinto se encuentra?, ¿acaso el instinto «preparar ramas para extraer termitas de los hormigueros»? Pero seguramente lo que más ha molestado a Puente Ojea haya sido mi afirmación de que no ha entendido El animal divino. Así es. Mas, de nuevo, esto no es una descalificación. En efecto: ahora se trata de un diagnóstico. Acertado o no, ésa es otra cuestión que podemos discutir, pero, desde luego, ni impertinente ni gratuito. Y si Puente Ojea está dispuesto a presuponerme la buena fe (como yo hago con él) y a creer que lo que voy a decir no conlleva la menor intención ofensiva por mi parte, entonces añadiré que tampoco ha entendido mi crítica a su lectura de tal obra. Las incomprensiones son muchas, lo mismo de carácter gnoseológico que ontológico, y no voy a repetirlas de nuevo. Me limitaré a una, por ser a ella a la que mi interlocutor se refiere expresamente en su «carta». Puente Ojea no ha visto más que un simple juego de palabras en la distinción que yo hago entre el hecho de afirmar que los animales son númenes reales y afirmar que los animales son realmente númenes. Parece creer que con ella intento lograr un mero efecto retórico con el que seducir, acaso, al lector desprevenido. Esa es la mejor prueba de que nos encontramos ante uno de los aspectos (no el único, y ni siquiera el único en el que se apoyaba mi diagnóstico) que bloquean su comprensión de El animal divino. Repitámoslo una vez más: los animales no son númenes, si por tal entendemos seres dotados, realmente, de extraños e inquietantes poderes sobrenaturales o divinos. Sencillamente, tales seres no existen. Los animales son, simple y realmente, animales. Dicho de otro modo: desde el punto de vista etic los animales son seres tan finitos como el propio hombre, seres cuya aparición (y desaparición) se puede registrar en determinados momentos del proceso evolutivo dentro de determinadas líneas filogenéticas más o menos emparentadas con la del Homo sapiens. Son también, como él (y continuamos en la perspectiva etic), sujetos operatorios; y es precisamente esa condición de sujetos operatorios, capaces de desplegar múltiples conductas en relación con el hombre mismo, sin ser, sin embargo, hombres, la que propicia que a ojos de éstos se presenten como seres benéficos o malignos, amistosos u hostiles, como seres distintos y extraños, seres que, sin ser humanos, no son tampoco elementos impersonales de la Naturaleza, y tras los que no es difícil ni desproporcionado (tampoco alucinatorio) suponer actuando una intencionalidad y una voluntad que suscitan una pléyade de sentimientos, muchas veces encontrados, y que cubren un amplio espectro, desde el amor al odio, pasando por el respeto, el temor..., y junto a ellos, el deseo de que esa intencionalidad y voluntad nos sean propicias o, por lo menos, que desvíen de nosotros el radio de su acción, cuando ésta sea manifiestamente malévola. Es esta situación, asociada al concepto de «religión natural» (al que Puente Ojea no presta la menor atención ni en su lectura de El animal divino ni en la de mi crítica a dicha lectura), la que acaba por convertir (ahora desde el punto de vista emic) a los animales en númenes; pero en númenes –insisto– reales, porque real es el animal y real la relación que con él se establece; relación (otra vez en perspectiva etic) irreductible a cualquier otra del espacio antropológico. Ni el animal es un contenido de conciencia ni su forma de comportarse, en sí mismo y en relación con nosotros, responde a una proyección psicológica o animista: se trata, en ambos casos, de un animal real y de un comportamiento real, y, en consecuencia, la relación que con él se establece no es meramente ilusoria, fruto de una simple alucinación, sino igualmente real. Insisto: estamos hablando de animales reales, de comportamientos reales y de relaciones reales. Apis o Mnevis eran animales de carne y hueso, a los que incluso se les exigía, de manera inexcusable, poseer determinadas características físicas (completamente blanco el segundo; negro, aunque con una mancha blanca en la frente, el primero), y tenían de contenido de conciencia tanto como pudiese tener el propio faraón. De igual modo, las relaciones que con ellos mantenían los egipcios no eran más alucinatorias que las que mantenían con el faraón mismo, ni el verlos como numinosos tenía de proyección psicológica o animista más de lo que tuviese ver a aquél como divino. Incluso menos, si damos por buena la hipótesis de que el faraón, como los mismos dioses, adquiría sus características divinas por contagio zoomorfo (era, por ejemplo, «toro de su madre»). De donde cabría concluir que más que ser los númenes animales resultado de la proyección psicológica, sucede al contrario: son los dioses antropomorfos, y los humanos divinizados en general, los que resultan de la proyección zoológica. Y en este segundo caso entramos no sólo en el terreno de la ilusión y de la alucinación, sino también de la radical falsedad, porque los dioses no existen, y los animales sí. Lo intentaré aún con un último ejemplo: muchos pueblos primitivos acostumbran a designarse a sí mismos con términos que, en opinión de ilustres antropólogos, podrían traducirse, sin traición imperdonable, por «hombres»; lo que viene a significar que sólo ellos son humanos; o lo que es lo mismo: que los demás, los otros, no son hombres, sino animales. ¿Diremos, acaso, que en virtud de ese proceso tales individuos (hombres –etic– que son vistos –emic– como animales) quedan convertidos automáticamente en un mero contenido de conciencia?, ¿que la relación que se mantiene con ellos (relación, tengámoslo presente, no de unos hombres con otros hombres, sino de unos hombres con determinados animales) es simplemente alucinatoria o ilusoria?, ¿o diremos, tal vez, que la alucinación y la ilusión se encuentra en el mecanismo psicológico (¿de carácter proyectivo?) mediante el que han sido convertidos en animales? Sostengo, por el contrario –y vea Puente Ojea si está de [83] acuerdo o no–, que tales individuos son reales, no un contenido de conciencia; que la relación que se establece con ellos es igualmente real, no ilusoria ni alucinatoria, y que sea real no significa tan sólo que haya una relación, sino también –y principalmente– que en ella los otros son vistos auténticamente como animales, por lo que se interactúa con ellos no como lo haría un hombre con otro hombre, sino como lo haría un hombre con un animal. De donde resulta que aunque esos otros individuos no son realmente animales, sí son, en el contexto de la relación misma, animales reales; y sostengo, por último, que el proceso de conversión en animales no tiene lugar mediante una alucinación o ilusión psicológica (proyectiva o no), sino a partir del reconocimiento, por parte del grupo que acaba por verlos como tales, de las profundas diferencias que median entre ellos, de la distancia insalvable que los separa; a partir de sentimientos de extrañeza y perplejidad, y a partir, también, de conductas y actividades operatorias muy precisas (y que ni son alucinatorias ni meras ilusiones psicológicas) de que se muestran capaces, y que, dadas sus diferencias, el profundo sentimiento de extrañeza que provocan, o por cualesquiera otras razones, no serán consideradas actividades u operaciones humanas, sino, justamente, actividades y operaciones animales. Me parece que, salvando todas las distancias que se considere oportuno establecer, porque lo anterior no es más que un simple ejemplo, la constitución de los animales en númenes podría entenderse de modo análogo. Y, de todos modos, lo que sí mantengo de forma rotunda es que el segundo caso no es más alucinatorio ni ilusorio que el primero, ni supone tampoco mecanismos de proyección de mayor calibre. Tras la conversión del animal en numen no subyace una actividad proyectiva superior a la que pueda existir en la conversión del hombre en animal. Por lo demás, aún cabría añadir lo siguiente: que es en esos hombres vistos como animales, en esos otros distantes y ajenos, donde con más frecuencia cabe esperar que se den fenómenos de numinización, cuando la propia figura humana es la que se presenta como numinosa, es decir, cuando sea el hombre mismo el que resulte divinizado; lo que podría sugerir que el hombre divinizado lo es no tanto por lo que tiene de hombre, sino por lo que en él se percibe de animal. Y esto, que constituye una de las razones fundamentales por las que la filosofía materialista de la religión rechaza la alternativa circular como teoría sobre el núcleo de la religión, acaso contribuya a alimentar nuestra sospecha de que (como decíamos antes) lejos de ser los númenes animales resultado de la proyección psicológica humana, más bien sucede que son los dioses antropomorfos resultado de la proyección zoológica. Pero, a fin de cuentas –insistirá Puente Ojea–, los animales no son (etic) númenes. Naturalmente: sólo emic lo son (tampoco aquellos individuos son –etic– animales: únicamente lo son desde un punto de vista emic). Y eso significa que el proceso de su conversión en númenes, en un caso, o en animales, en el otro, tiene lugar mediante mecanismos antropológicos, o dicho de otro modo: es el hombre quien los constituye en tales (tanto a los hombres en animales –por seguir con nuestro ejemplo– como a los animales en númenes), pero no a partir de una simple ilusión psicológica o de una proyección animista que haga de tales númenes (de tales individuos vistos como animales) un mero contenido de conciencia, sino a partir de una relación muy precisa y concreta (no alucinatoria) en el curso de la cual los animales parecen comportarse de manera idéntica a como cabría esperar que lo hiciera un numen (o los individuos humanos de manera similar a como lo haría un animal). No es un simple juego de palabras: los animales no son realmente númenes, pero son númenes reales (los hombres convertidos en animales no son realmente animales, pero son animales reales; reales no sólo por ser realmente existentes, sino también por ser término de una relación real, y porque en ella son vistos realmente como animales). De otra forma: los animales no son númenes, pero los númenes son animales. Y aún cabría añadir que no pueden ser otra cosa, si rechazamos tanto la alternativa metafísica (existen seres espirituales o divinos) como la opción circular (los númenes son hombres), y nos aprestamos a seguir las exigencias del argumento ontológico-religioso, sobre el que resbala la argumentación de Puente Ojea, porque su alcance se le escapa, y, en consecuencia, no puede entrar a discutirlo, limitándose a manifestar su perplejidad ante el mismo. Mas reconocer una verdad a la religión, y cifrar esa verdad en la relación (religación, si se quiere) con númenes personales realmente existentes (los númenes animales de la religión primaria), ni tiene porque causar consternación ni tiene tampoco por qué ser visto como un desfallecimiento de la posición atea. Ni siquiera tiene por qué ser interpretado como una renuncia a considerar constitutivamente la religión como un fenómeno ilusorio (ilusorio únicamente en el sentido de que no existen seres divinos). Si la religión es una ilusión, tal vez el mejor modo de explicarla (y superarla) sea regresar a un estado de cosas en el que la ilusión, como tal, no existe, porque acaso sólo se supera realmente una ilusión cuando se demuestra que ni siquiera existe como tal. De otro modo (argumentando ahora en términos pragmáticos de pura «militancia» atea): reconocer una verdad a la religión, colocando tanto esa verdad como la génesis de la religión misma en una relación real entre el hombre y determinados seres naturales y finitos, de tal manera que a partir de ella puedan ser explicados el curso de las religiones y la propia fenomenología religiosa, es el modo más contundente de cerrar la puerta a lo sobrenatural, porque equivale a postular una situación tal que hace de la ilusión religiosa algo absolutamente innecesario: la religión es una creación tan humana como pueda serlo la música de cámara o la Capilla Sixtina. «Exigir sobreponerse a las ilusiones acerca de un estado de cosas –escribió Marx–, vale tanto como exigir que se abandone un estado de cosas que necesita de ilusiones». [84] En otro orden de cosas, afirma Puente Ojea que él no tiene ningún interés en calificar la teoría sobre la religión de Tylor de circular. Bien. Pero es que aquí no se trata del interés o falta de interés que al respecto pueda tener Puente Ojea, sino de si la teoría de Tylor es circular o no lo es (naturalmente, «circular» en el sentido que tal concepto tiene en el materialismo filosófico, desde el que yo llevo a cabo la crítica a la lectura que hace Puente Ojea de El animal divino. Es obvio que yo estoy hablando desde alguna parte, no desde un conjunto cero de premisas ni tampoco desde un punto de vista neutral, absoluto: el punto de vista de Dios). Y en este sentido, me permito recordarle a Puente Ojea que yo ni siquiera he afirmado que la posición de Tylor sea circular: he dicho que es psicologista, para añadir luego que puede discutirse si podría, además, interpretarse como circular o sólo como mero psicologismo, aunque de todos modos, a efectos de la argumentación crítica que llevaba a cabo en mi primera respuesta a Puente Ojea, no tuviese entonces –ni ahora– ningún inconveniente en admitir que sea las dos cosas a un tiempo. No tiene por eso mucho sentido que Puente Ojea me haga la matización de que para él «psicología» y «circularidad» no son conceptos idénticos. Tampoco para mí. Hay teorías psicológicas que no son circulares y hay teorías circulares que no son psicológicas. Pero también las hay que son las dos cosas a la vez, esto es, teorías circulares de carácter psicológico. La distinción entre teorías psicológicas y circulares no debe llevarse hasta el punto de negar esta tercera posibilidad –tal como hace Puente Ojea en su carta–, porque esto supone ya una importante confusión. Dando por bueno (o eso parece al menos) mi diagnóstico de la teoría de Tylor como teoría psicológica, a lo que se niega Puente Ojea es a que, al mismo tiempo, sea considerada circular, dado que: «Una teoría de la religión nunca recae sobre una relación circular pura, sino, de un modo u otro, sobre una relación angular o radial». He aquí la confusión a que me refiero. Que la teoría de Tylor sea circular, puede discutirse; pero que no lo sea (más aún: que no pueda serlo) por las razones que señala Puente Ojea, a saber, porque no existen teorías circulares sobre la religión (sobra la distinción entre «puras» e «impuras», aunque más adelante tal vez vislumbremos cuál pueda ser su sentido), es sencillamente falso: no sólo hay teorías circulares, sino que, además, la opción circular es precisamente la alternativa más seria y firme a la concepción angular de la religión (supuesto, claro está, que partamos de premisas ontológicas materialistas), y aquélla con la que es preciso entablar las más duras y sutiles discusiones. Pero es que, por lo demás, si una teoría de la religión recae siempre sobre una relación angular o radial, me gustaría saber sobre cual de los dos ejes recae, según Puente Ojea, la teoría de Tylor. En otras palabras: ¿el animismo es una teoría radial o angular? Cuidado con la respuesta, porque si negamos que pueda ser considerada una teoría radial (imagino que Puente Ojea estará de acuerdo), entonces es una variedad de la concepción angular (zoológica) de la religión. Y esto no es una interpretación descabellada del animismo (¿acaso las almas no toman con frecuencia formas animales?). Pero no una interpretación que le guste (supongo) a Puente Ojea, porque aceptarla equivale a negar la teoría animista misma. Pero, ¿cuál puede ser el origen de esa confusión? Veamos: «El aparente circuito psicológico –continúa Puente Ojea– nunca se puede sostener sin intencionalidades extramentales, es decir, si no está abierto a alguna forma de objetividad, aunque sea falsa». Repárese en que esto se dice a renglón seguido de las palabras anteriormente transcritas, por lo que podría pensarse que nos hallamos ante la explicación de por qué no son posibles teorías circulares. La razón (si no interpreto mal) es que el aparente circuito psicológico (¿por qué aparente?) no puede recaer sobre el hombre mismo, porque precisa de una intencionalidad extramental, alguna forma de objetividad. ¿Qué quiere decir esto? La conciencia es siempre conciencia de algo, decía Husserl, y Puente Ojea parece adaptar a su modo ese carácter intencional para concluir que la intencionalidad es siempre extramental, como si en modo alguno pudiesen ser mis contenidos mentales objeto de la propia intencionalidad de mi conciencia. ¡Pues estaríamos buenos! De ser así, el pobre Husserl no sólo no habría podido escribir las Investigaciones lógicas, sino que hubiese estado sumido en un estado de absoluta catatonia, o mejor, de sueño profundo. Pero, en fin, dejando esto a un lado: ¿es que acaso el hombre, el otro, el que está frente a mí, no constituye una «intencionalidad extramental», una «forma de objetividad»?; ¿acaso los otros individuos son meros contenidos de conciencia?; ¿poseen más «intencionalidad extramental» y son una «forma de objetividad» superior las ánimas? Diríase que volvemos otra vez a Descartes. Ahora no al automatismo de las bestias, sino al solipsismo del cogito, previo a la destrucción de la hipótesis del genio maligno. Quiero decir, sencillamente, lo siguiente: si ese «circuito psicológico», del que habla Puente Ojea, recayese sobre el propio hombre, ¿no sería éste, el individuo que veo a mi lado y al que he convertido en numen, una realidad tan objetiva y extramental como puedan serlo los animales o el resto de los elementos impersonales de la Naturaleza? Negar esto resultaría sencillamente delirante, y me resisto a creer que Puente Ojea lo haga. En consecuencia, la raíz de su confusión tiene que hallarse en otro lugar. Pudiera ser (pero tampoco creo que sea eso) que cuando habla de «intencionalidades extramentales» se refiera sólo a que el «circuito psicológico» al que alude únicamente puede tener como destinatario alguna realidad objetiva dotada de intenciones. La intencionalidad no sería ahora entendida como un carácter de mi conciencia, sino como una propiedad que atribuyo a la acción del otro. En este caso, sobraría el rodeo que he dado por Husserl; pero entonces todavía es peor: ¿acaso está sugiriendo Puente Ojea que la religión no puede tener un origen circular porque el hombre, el otro, no es un centro de intenciones? [85] ¿Y qué? Al decir que ese «circuito psicológico» sólo puede recaer sobre contenidos radiales o angulares, ¿está sugiriendo que sí son centros intencionales los elementos de la naturaleza?; ¿o que lo son los animales, a los que, curiosamente, antes había negado esa capacidad? No, no puede ser esto tampoco. La tercera posibilidad (y creo que la correcta) es que la confusión a la que me vengo refiriendo provenga de un importante error de concepto que se esconde detrás de toda la argumentación de Puente Ojea: tal vez él piensa que el ámbito de las relaciones circulares se refiere a las relaciones reflexivas, a las que tienen lugar en el seno y la intimidad del propio yo, con lo que las relaciones con el otro, con los demás, no serían, según esto, relaciones circulares. Así se podría explicar que encuentre dificultades para admitir la posibilidad de una teoría de la religión circular «pura» («pura» significaría entonces «verdaderamente circular», esto es, reflexiva), en la medida en que ésta sugiriese que la religión se inicia cuando es el propio individuo el que comienza por verse a sí mismo como numinoso, dado que más bien parece que lo divino se presenta siempre como una fuerza externa y distinta del propio yo. Creo que ahora sí estamos en la pista adecuada. Pero entonces debe saber Puente Ojea que por explicación circular de la religión no entendemos, primariamente, aquélla que sostenga que el primer atisbo de la divinidad lo encuentra el individuo en sí mismo (que los númenes sean hombres no significa que cada individuo en particular se vea a sí mismo como numen; ni siquiera que se vean así aquéllos que son vistos como tal por los demás), sino en el otro, en el grupo, en la sociedad, en la Humanidad incluso. Y, desde luego, tales realidades son «intencionalidades extramentales» y «formas de objetividad», sea cual sea el sentido que se quiera dar a esas palabras. De todos modos, yo no sé si resultaría del todo desproporcionado ver el animismo de Tylor como una teoría circular «pura» –por utilizar la expresión de Puente Ojea–, en tanto que podría entenderse que, según la doctrina animista, la religión comenzaría por la creencia en el ánima o en él alma que cada individuo cree descubrir dentro de sí. De ser así, la recusación de Puente Ojea iría contra el propio animismo, al que dice defender. Que ahora hemos dado en el clavo, lo prueban seguramente estas palabras: «en las manifestaciones animistas de cualquier tinte –escribe Puente Ojea–, el ser humano apunta intencionalmente hacia objetos terceros, reales o ilusorios pero asumidos como reales, sean ellos cosas, animales o humanos». Y luego es cuando añade aquello de que una teoría de la religión nunca recae sobre una relación circular pura y que se precisan intencionalidades extramentales y formas de objetividad. Pues bien, cuando esos objetos terceros son humanos es cuando hablamos de teorías circulares; luego si, admitiendo –como admite– que esos objetos terceros puedan ser humanos, Puente Ojea niega, sin embargo, que haya teorías circulares, es porque entiende que el ámbito circular queda constreñido al propio individuo, y que está constituido por relaciones reflexivas. O en otras palabras: que las relaciones entre individuos no son relaciones circulares (por lo menos relaciones circulares «puras»). Y ahora se entiende su exigencia de «intencionalidades extramentales» y «formas de objetividad». No es que niegue la realidad extramental del otro: lo que sucede es que no entiende que a la relación con ese otro es, justamente, a lo que llamamos «relación circular». Pero entonces, ¿cómo la llama él?; ¿acaso «radial»?; ¿«angular» tal vez?. Es decir, si se admite que esos «objetos terceros» pueden ser humanos, y, al mismo tiempo, se afirma que el «circuito psicológico» recae siempre sobre una relación angular o radial, parece necesario concluir que la relación con los otros es radial o angular. Así que después de tantos rodeos, acabamos por caer en la cuenta de que nos hallamos nuevamente ante un error de bulto respecto a uno de los conceptos esenciales de la antropología filosófica materialista. Nosotros rechazamos las teorías circulares de la religión, y también las teorías circulares de carácter psicológico, pero no porque sean imposibles o autocontradictorias, sino por otros motivos que obligan a adoptar muy firmes compromisos de carácter filosófico-antropológico. Porque una cosa es afirmar que las teorías circulares no dan cuenta de la esencia de la religión, y otra muy distinta decir que no hay –más aún: que no puede haber– teorías circulares. Desde un punto de vista ontológico-crítico podemos considerar aparentes los fenómenos de numinización humana (aparentes en el sentido de que el hombre divinizado seguramente lo es no tanto por lo que tiene de humano, sino más bien por lo que en él se percibe de animal); y, en consecuencia, podemos sostener que las teorías circulares se fundamentan en una apariencia, y sostener, asimismo, que la numinización es siempre (esencialmente) un fenómeno angular. Pero lo que de ningún modo podemos declarar aparentes (y menos imposibles) son las teorías circulares mismas, es decir, aquéllas que afirmen que los númenes son humanos. Naturalmente que hay teorías circulares de la religión, y teorías psicológico-circulares. Sirva de ejemplo el mismo Feuerbach, tan caro a Puente Ojea. En efecto, la concepción que Feuerbach tiene de la religión es una concepción circular, y también psicológica, bien que transcendiendo el mero psicologismo, para constituirse en concepción pragmático-transcendental, lo que haría de ella (esa es al menos la interpretación de Gustavo Bueno) una «verdadera filosofía de la religión». Pues bien, dado que además de Tylor es Feuerbach la otra gran fuente de la concepción que de la religión tiene el propio Puente Ojea, es por lo que me permití considerar que la teoría alternativa que presenta a El animal divino es una teoría de carácter psicológico y circular. Puede discutirse el circularismo de Tylor; es discutible el psicologismo de Feuerbach; [86] pero juntando las dos concepciones, el resultado es una teoría circular de carácter psicológico. Y ésa es (si estoy en lo cierto) la teoría que nos propone Puente Ojea. De otros aspectos de mi crítica, Puente Ojea parece no considerar necesario ocuparse expresamente, y yo, por mi parte, juzgo innecesario repetirlos insistente y machaconamente. Ignoro si los considera insustanciales y poco significativos, o si lo que ocurre es que no tiene mucho que decir al respecto. El sabrá. Pero quiero advertir (a Puente Ojea, sí, pero también, y acaso principalmente, al lector que tal vez asista a esta polémica) que ignorarlos no equivale a responderlos, y que no por evitar hacer mención de ellos se ha logrado hacerlos desaparecer. Pero, en fin, a estas alturas, no es eso cosa que me extrañe, porque Puente Ojea, en su carta, ha optado por la estrategia de persistir numantinamente en la defensa de su posición inicial, sin entrar a rebatir las objeciones que se le presentan. A juzgar por dicha carta, diríase que mi primera respuesta no contenía más que algunos improperios, tres o cuatro descalificaciones, algún juego de palabras y más de una insensatez. A lo mejor la explicación es otra: una carta tan pulcra y minuciosamente caligrafiada debe, por fuerza, ser breve, so pena de embarcarse en un trabajo agotador. Pero aun así, la obligada selección de argumentos no debe llegar al punto de desvirtuar los del interlocutor. No hablo de ética, sino de eficacia: sucede que cuando así se hace, es la propia posición la que resulta debilitada, ya que el lector malicioso podría sospechar que no decimos nada porque no tenemos nada que decir. Entre las preguntas que yo hacía a Puente Ojea, y que han quedado sin respuesta, se encuentran las siguientes: ¿cuáles son las pruebas de la teoría animista?, es decir, ¿se trata de una verdad axiomática, una intuición privilegiada de Tylor, una hipótesis, el resultado de una deducción a partir de no se sabe qué premisas o una generalización establecida inductivamente a partir de la fenomenología religiosa?; ¿todas las religiones incluyen en su cuerpo doctrinal la creencia en ánimas y espíritus?; ¿es posible, desde la teoría animista, dar cuenta de los fenómenos religiosos y de la historia de las religiones, vale decir, del cuerpo y el curso de la religión?; ¿cómo explica la teoría animista la persistencia de representaciones zoomorfas de lo numinoso y divino, desde las religiones más simples hasta las más sofisticadas, teológicamente hablando?; ¿cómo explica que las propias ánimas tomen forma animal?; ¿cómo explica la teoría angular materialista? No basta con reconocer –como hace Puente Ojea– que la ilusión psicológico-proyectiva puede tener como destinatarios primeros a los animales. Esto es una forma ramplona de salir del paso. Aunque decirlo ya es mucho, mas no por lo que tiene de refuerzo del animismo, sino, precisamente, por todo lo contrario, o al menos eso me temo: obsérvese que con ello parece abandonarse la propia teoría animista, porque, según ésta (al menos en estricta ortodoxia tyloriana), la ilusión psicológica tiene como resultado primero la creencia en ánimas o almas, y más tarde en la existencia de espíritus y dioses, pero no, primariamente, la creación de númenes animales. Así que yo no sé si, al cabo, la respuesta de Puente Ojea acaba por resultar inconsistente con el propio animismo. Pero eso no es malo, todo contrario: ya sólo falta que, prestando alguna atención al argumento ontológico-religioso y al concepto de «religión natural», caiga en la cuenta de que la conversión de los animales en númenes no obedece a ninguna ilusión o alucinación psicológicas ni a ninguna proyección animista, y habremos conseguido «curarle» del animismo. Hay aún otras cuestiones: por ejemplo, la recusación gnoseológica que hacíamos de la Psicología y de la Antropología en tanto que ciencias de la religión. Tampoco a esto se responde. Ni tampoco a algunas refutaciones a aspectos puntuales de su crítica a El animal divino. Pero no insistiré más. El lector interesado puede leer todos los materiales que van conformando esta polémica y sacar sus propias conclusiones. Queda un último punto de la carta de Puente Ojea al que ni deseo conceder excesiva importancia ni quiero tampoco dejar sin mención. Me refiero a la acusación de vasallaje escolástico buenista que me dirige, para acto seguido aconsejarme que argumente desde mis propias evidencias. Comprendo que la mejor forma de rebatir una descalificación tan burda sería (en este caso sí) ignorarla. Pero confieso que «no me lo lleva el cuerpo». De todos modos, quiero que Puente Ojea sepa que lo comprendo, y que no le guardo rencor por ello. Ya se sabe... la adrenalina se acumula, faltan las palabras y los argumentos, y uno explota por donde puede, incluso alumbrando una pulla tan inocente como insustancial (quiero decir tan sinsustancia). Me recuerda todo esto a una novia que tuve hace mucho tiempo. En plena discusión, víctima de un verdadero ataque de nervios, casi en plena crisis histérica, apretaba los puños, rechinaba los dientes y, echando fuego por los ojos, tartamudeaba: «eres... eres... eres...». Después de dos minutos de tenerme con el alma en vilo, ansioso por saber qué era, qué descubrimiento tan espeluznante acababa de hacer sobre mi persona, esperando la mayor de las atrocidades, añadió: «odioso». Pues eso. Después quedó relajada. Espero que a Puente Ojea le haya sucedido lo mismo. Incluso un embajador tiene derecho a tales desahogos. Pero veamos. Primero: si yo argumento desde una escuela, él lo hace desde otra; con la diferencia de que yo conozco bien la suya y él conoce mal la mía. Segundo: yo no he firmado ningún contrato de fidelidad doctrinal (la fidelidad personal, entendida como una forma de virtud ética o como uno de los rostros de la amistad y del cariño, es otra cosa que no tiene nada que ver aquí), y menos aún de vasallaje, ni con Gustavo Bueno ni con sus posiciones filosóficas. De hecho ni siquiera he sido alumno suyo, y esto significa que mi formación filosófica inicial tuvo lugar al margen del materialismo filosófico. Durante un tiempo, esto me pareció un acontecimiento desafortunado. Hoy lo considero una circunstancia feliz, porque me proporcionó (si no me equivoco) una ventaja nada desdeñable: antes de comenzar a estudiar la obra de Bueno yo conocía (y, si se me permite decirlo, bastante bien) muchas de las posiciones frente a las cuales se constituye el materialismo filosófico, y las conocía al margen del propio materialismo filosófico, quiero decir que antes de conocer la crítica conocía lo que se criticaba. Y todo esto implica que aunque espero no agraviarle en exceso si hoy me considero discípulo suyo, antes de llegar a Bueno he estado en muchos «sitios» (entre ellos en el «taller» de Tylor; también en el de Feuerbach). Tenga Puente Ojea, pues, por cosa cierta que yo no me encuadro en las posiciones del materialismo filosófico como si de un fundamentalismo religioso se tratara, ni mi crítica a su lectura de El animal divino es una profesión de fe buenista, al tiempo que una cruzada contra el infiel: argumento desde las posiciones filosóficas que considero más fuertes y convincentes; y ahí estaré hasta que encuentre otras que lo sean más. ¡Ojalá me fuese dado a mí mismo el descubrirlas! Y tercero: si de evidencias se trata, tal vez Puente Ojea tenga a bien hacerme saber cuáles son las suyas. |
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